Septiembre 28 de 1810
Desde la hacienda de Burras, Miguel Hidalgo escribe al Intendente Juan Antonio Riaño y le intima la rendición de la plaza; en un apartado confidencial, le dice: "La estimación que siempre he manifestado a Ud. es sincera, y la creo debida a las grandes cualidades que le adornan. La diferencia en el modo de pensar, no la debe disminuir. Ud. seguirá lo que le parezca más justo y prudente, sin que esto acarree perjuicio a su familia. Nos batiremos como enemigos, si así se determinarse; pero desde luego ofrezca a la señora Intendenta un asilo y protección decidida en cualquiera lugar que elija para su residencia, en atención a las enfermedades que padece. Esta oferta no nace de temor, sino de una sensibilidad de que no puedo desprenderme." El Intendente le responde: "No reconozco otra autoridad, ni me consta que se haya establecido, ni otro capitán general en el Reino de la Nueva España, que el excelentísimo señor don Francisco Xavier de Venegas, Virrey de ella, ni más legítimas reformas que aquellas que acuerde la Nación entera en las Cortes generales que van a verificarse. Mi deber es pelear como soldado, cuyo noble sentimiento anima a cuantos me rodean." Al apartado confidencial Riaño responde a Hidalgo: "No es incompatible el ejercicio de las armas con la sensibilidad: ésta exige de mi corazón la debida gratitud a las expresiones de Ud. en beneficio de mi familia cuya suerte no me perturba en la presente ocasión.”
Alrededor de las ocho de la mañana inician los insurgentes el ataque a la Alhóndiga de Granaditas, en donde se han refugiado civiles y militares españoles y criollos al mando del Intendente Riaño. Los defensores dirigidos por el teniente Barceló responden los ataques con fusiles y bombas. Para romper el sitio que le han tendido los insurgentes, Riaño intenta salir con un grupo de soldados y pierde la vida en el contraataque, pero su cadáver puede ser rescatado. Al asumir el mando, Barceló ordena continuar la defensa con mayor vigor.
Los insurgentes hacen alto al fuego cuando desde la azotea, un asesor de Riaño agita un pañuelo blanco atado a un fusil, pero Barceló lo mata por no acatar la decisión de pelear hasta el final y ordena disparar sobre los rebeldes que comienzan a acercarse para negociar la rendición. Los insurgentes se sienten víctimas de un engaño y reanudan con furia sus ataques; sin embargo, la Alhóndiga resulta inexpugnable, pues los disparos y bombas lanzadas desde la azotea impiden acercarse a la puerta y hacen estragos entre los atacantes. En pleno fragor de la lucha, un corpulento minero de La Valenciana apodado “El Pípila” (por las pecas de su cara), nativo de San Miguel el Grande, y de nombre Juan José de los Reyes Martínez Amaro, se ofrece a Hidalgo para incendiar la puerta de la Alhóndiga protegiendo su espalda con una pesada loza.
Al destruir el umbral el fuego iniciado con la antorcha del “Pípila”, los insurgentes penetran en la Alhóndiga seguidos por una muchedumbre que se da al saqueo y a la masacre de los españoles y criollos que estaban dentro, entre ellos el hijo de Riaño y el teniente Barceló, ambos militares realistas, así como mucha gente de alcurnia radicada en Guanajuato. Hidalgo impide que se mancille el cuerpo de Riaño y logra poner a salvo a una viuda y a su joven hijo, Lucas Alamán, quien años después en su “Historia de México” rechazará que haya sido real el acto heroico atribuido al “Pípila”. Por lo que para algunos, eso será sólo una leyenda.
Otro guanajuatense, José María Luís Mora (México y sus revoluciones), dará cuenta de la crueldad de los vencedores: “Dueños los insurgentes de la alhóndiga, dieron rienda suelta a su venganza; los rendidos imploraban en vano la piedad del vencedor, pidiendo de rodillas la vida; una gran parte de los soldados del batallón fueron muertos; otros escaparon quitándose el uniforme y mezclándose con la muchedumbre... Arrebatábanse los saqueadores entre sí los efectos valiosos, y la plebe de Guanajuato, astuta y perspicaz, se aprovechaba de la ignorancia de los indios para quitarles lo que habían cogido o para cambiárselo por vil precio.”
Tras la caída de la Alhóndiga, el saqueo se extenderá a toda la ciudad de Guanajuato y al área metropolitana, no sólo por las tropas insurgentes que acompañan a Hidalgo, sino más por la mucha gente miserable de la localidad.
De la toma de la Alhóndiga dirá Fulgencio Vargas en “Proceso Histórico de la Metrópoli Guanajuatense”: “Tres figuras inmortales, que yo desprendo para mi almario: don Juan Antonio, el intendente, caballero, a las derechas, leal a su gobierno, fiel a sus compromisos, cae, herido de muerte, en una de las puertas de Granaditas, momentos antes de que se formalizara la contienda; Juan José Martínez, "El Pípila", genuino representante de su pueblo y de su ‘pueble’, abre paso a la muchedumbre incendiando con heroico esfuerzo e intrepidez meritorial, la puerta principal del "Castillo". Diego Berzábal, sargento mayor del Batallón Provincial de Guanajuato, hubo fin sublime: habían caído ya sus compañeros de armas ante el empuje formidable de los sitiadores, y hasta los abanderados Marmolejo y González; toma entonces Berzábal las insignias y les estrecha con el brazo izquierdo, para seguir defendiéndose con su espada, y rota ésta, con una pistola… Multitud de cadáveres recibieron sepultura en zanjas abiertas a inmediaciones de la alhóndiga; otros, muy pocos, en el vecino cementerio de Belén, tales los del intendente y de don Bernardo Fernández del Castillo”.
Luego de la batalla, en la casa de Bernardo Chico, Hidalgo, nombrará de intendente, a Francisco Gómez, administrador de la renta de tabacos; asesor ordinario, a Carlos Montes de Oca, y promotor fiscal a Francisco Robledo, para custodiar la Plaza creará dos regimientos uno a cargo de Bernardo Chico Linares y de José María Liceaga, y el otro, de Casimiro Chowell, administrador de la mina de Valenciana, y de Ramón Fabié. También, instalará una fábrica de cañones bajo la dirección de Rafael Dávalos, profesor en el Colegio de la Purísima (hoy Universidad de Guanajuato).
Ocupada la plaza, llegará a la ciudad de Guanajuato el ingeniero de minas José Mariano Jiménez, quien se pondrá incondicionalmente a las órdenes de Hidalgo para luchar por la independencia de la patria.
El 1 de octubre siguiente, las tropas insurgentes abandonarán la ciudad de Guanajuato. Tras conocer los sucesos de la Alhóndiga, la ciudad de Valladolid caerá en manos insurgentes sin resistencia alguna el 17 de octubre siguiente.
Para Ramón Eduardo Ruiz (México. Por qué unos cuantos son ricos y la población es pobre): “La insurrección de Hidalgo, inesperado precursor de la lucha de clases, puso a la vista de todos el cáncer social y racista de Nueva España. En 1810, de una población de poco más de seis millones de habitantes, no más del 20% eran blancos, ya fueran españoles o criollos. […] Estos episodios en Guanajuato, y en particular la masacre de la Alhóndiga, revelaron los abismos que dividían a una sociedad racista y colonial. Hidalgo había desatado una contenida furia contra los españoles –peninsulares o criollos-, pero también, no hay que olvidarlo, contra los mestizos acomodados, por lo general de piel blanca. Los morenos, casi siempre indios, cuya situación había empeorado por los difíciles tiempos, ansiaban desquitarse por siglos de humillación y explotación. Estos conflictos documentaron ampliamente que la sociedad colonial estaba dividida por clase, casta y color. Tales abismo sociales y raciales sobrevivieron a la independencia, para infestar a la república en los años por venir.”
A partir de estos hechos, españoles y criollos acusarán a Hidalgo de realizar una política que hoy sería nombrada “hispanicida”, (que mueran los gachupines) de alentar, permitir y hasta ordenar las degollinas de españoles y el saqueo y el pillaje de sus bienes por la turba popular, al grado de dejar que la lucha adquiera un tinte racista. A los ojos de autores como José Antonio Crespo (Contra la historia oficial): “los delitos de Hidalgo sin duda, serían considerados hoy en día como crímenes de guerra, de lesa humanidad”.
Por fortuna, el mismo Pedro García, valiente insurgente y testigo presencial de la epopeya de Hidalgo, en su libro:"Con el cura Hidalgo en la guerra de independencia" responde a estas acusaciones periódicamente renovadas por los pensadores de derecha: "¿En qué parte del mundo, en casos semejantes, han dejado de cometerse? Los excesos que se imputan a los mexicanos, por más grandes que parezcan, son muy poca cosa si se comparan con los de otras revoluciones. Sin tenerlos ahora en cuenta, haremos solo memoria de los hechos de nuestros conquistadores, que no tuvieron el mérito de Hidalgo, quien desde el principio se empeñó en evitarlos; pero sus enemigos se opusieron fuertemente a su pensamiento. Por' otra parte, en una revolución de aquel carácter, querer orden, disciplina y actos que no ofendieran en manera alguna los goces de la sociedad, es pensar en una guerra realizable solo en el caso de que fueran dioses los gobernantes y ángeles los gobernados."
No es válido juzgar a la luz de los valores presentes, hechos ya centenarios para criminalizar el movimiento social que encabezaba Hidalgo, sin considerar que la guerra de independencia fue muy sangrienta y en el fondo, tuvo lugar entre castas que acumularon rencores, odios y agravios por siglos de explotación y abuso. La violencia y la crueldad era generalizada y cada acto reclamaba nueva venganza. El mismo Crespo cita que Calleja, al recuperar Guanajuato ordenó el degüello de 14,000 indígenas para no gastar en pólvora. ¿Por qué Hidalgo tendría que estar por encima de las pasiones que desencadena toda guerra? ¿Puede exigirse tanto a un hombre?
Doralicia Carmona: MEMORIA POLÍTICA DE MÉXICO
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