31 de Julio de 1926
Se trata de crear en la nación entera un estado de intensa crisis económica con la mira de derrocar al gobierno. Consistirá en la paralización de la vida social y económica mediante la abstención de los católicos de realizar más compras que las imprescindibles y reducir el uso de vehículos. Paralelamente, a partir de las doce de la noche de hoy, los templos permanecerán cerrados por tiempo indefinido y se suspenderá todo culto.
Así culmina el conflicto Iglesia-Estado por la pretensión de Calles de sujetar al clero a lo dispuesto por la Constitución de 1917. Ante la resistencia de las autoridades eclesiásticas, el 2 de junio de 1925 fue clausurado en Guadalajara, Jalisco, el Instituto Jesuita de Ciencias; el 4 de febrero de 1926 el arzobispo de México, José Mora y del Río, fue consignado por sus declaraciones tendenciosas respecto a los artículos 3º, 5º, 27º y 130º de la Constitución; el 11 de febrero, fueron expulsados del país los sacerdotes extranjeros, españoles principalmente; y el 13 fueron clausurados los colegios católicos por no impartir educación laica conforme a la Constitución. Además, el gobierno se había negado a recibir a dos delegados apostólicos enviados por el Vaticano.
El 14 de junio anterior, el presidente Calles dio a conocer un nuevo Código Penal que se refería exclusivamente a delitos e infracciones en el campo religioso y fue bautizado por la gente como la “Ley Calles”. El 2 de julio siguiente se publicó en el Diario Oficial dicho ordenamiento, que según Jean Meyer (La Cristiada), provocará la ruptura definitiva y que entrará en vigor el 31 de julio próximo.
Por su parte, la Secretaría de Educación Pública expidió el día 23 de este mismo mes, un reglamento para la enseñanza laica en los colegios particulares, medidas todas a las que se opone la Iglesia Católica.
Después de publicado el decreto, se dio a conocer una carta pastoral del Episcopado Mexicano, en cuya conclusión decía que no era posible sujetarse a la “Ley Calles”, y como consecuencia, los cultos se suspenderían a las doce de la noche del 31 de julio de 1926: “En la imposibilidad de continuar ejerciendo el ministerio sacerdotal sagrado, según las condiciones impuestas por el citado Decreto, después de haber consultado a Nuestro Santísimo Padre, Su Santidad Pío XI, y obteniendo su aprobación, ordenamos que desde el día treinta y uno de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República el culto público que exija la intervención del sacerdote”.
El día anterior a la anunciada suspensión del culto, las iglesias se llenaron de creyentes que buscaban bautizar a sus hijos, ser unidos en matrimonio o confesarse y recibir la comunión. Hasta el 29 de junio de 1929 los templos permanecerán cerrados.
Mañana, 1º de agosto, el gobierno encomendará a notarios y gendarmes lacrar las puertas de las iglesias abandonadas por el clero, después de realizar el inventario de su contenido. Esto será interpretado por la gente como un despojo por parte de gobierno a los curas de sus iglesias, siendo que éstos las dejaron voluntariamente. Comenzará la protesta popular y se darán motines en diferentes lugares de la República. El día 2 del mismo mes, L’Observatore Romano, vocero de la Santa Sede publicará en relación al conflicto en México: “No les queda a las masas que no quieren someterse a la tiranía y a las cuales no detienen las exhortaciones pacíficas del clero, otra cosa que la rebelión armada”.
Sin embargo, el boycot no será seguido por la mayoría de la población, que además, era rural, vivía aislada y sobrevivía en una economía de autoconsumo preponderantemente. El pueblo en general no aportará dinero ni armas, ni se inscribirá en las listas secretas para eventualmente combatir por la religión. Tampoco la suspensión del culto provocará los grandes movimientos populares contra el gobierno que esperaba el clero. Los que si disminuirán serán los ingresos del clero al no recibir limosnas.
El arzobispo de Michoacán, Leopoldo Ruiz y Flores, acompañado del obispo de Tabasco, Pascual Díaz; se entrevistarán con el presidente Calles, quien los conminará a cumplir la ley o reformarla conforme a los procedimientos legales.
El 23 de septiembre siguiente, el Congreso rechazará la petición de reforma de la Constitución presentada por los obispos y respaldada por dos millones de firmas. Entonces, los dirigentes de la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa decidirán ir al levantamiento armado.
En los meses siguientes, comenzarán rebeliones aisladas y asumirá el mando de la guerra René Capistrán Garza y se hará llamar “Presidente Católico de México”. El 18 de noviembre siguiente, el Papa Pío XI denunciará los atropellos sufridos por la Iglesia en México en su encíclica “Iniquis Afflictisque”. En tanto el obispo de Durango José María González y Valencia publicará una carta pastoral en el que señalará: “Nosotros nunca provocamos este movimiento armado. Pero una vez que agotados todos los medios pacíficos ese movimiento existe, a nuestros hijos católicos que anden levantados en armas por la defensa de sus derechos sociales y religiosos, después de haberlo pensado largamente ante Dios y de haber consultado a los teólogos más sabios de la ciudad de Roma, debemos decirles: estad tranquilos en vuestras conciencias y recibid nuestras bendiciones.”
Todas las organizaciones civiles promovidas por el clero, como la Liga de Defensa de la Libertad Religiosa, la Acción Católica de la Juventud Mexicana, la Unión Popular y las Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco, se unirán para constituir una sola fuerza en contra del gobierno federal.
En enero de 1927, Anacleto González Flores, fundador de la ACJM y dirigente de la Unión Popular de Jalisco, iniciará una guerra de guerrillas en los Altos con campesinos predominantemente jóvenes y pobres. En los meses siguientes el levantamiento armado se extenderá a regiones de los estados de Jalisco, Michoacán, Colima, Querétaro, Guanajuato, Nayarit y Zacatecas.
"Que viva mi Cristo.
Que viva mi Rey.
Que impere en la tierra
triunfante su ley.
¡Viva Cristo Rey!
¡Viva Cristo Rey!
Así empezará la “Cristiada”, un una reacción popular que ni el gobierno ni el clero esperaban. Jean Meyer (La Cristiada) registra que poco antes de que estallara la lucha armada, Guadalupe Zuno, gobernador de Jalisco, advirtió al presidente Calles que sus paisanos se rebelarían y Calles, despectivamente contestó que los aplacaría en tres semanas; no será así, el conflicto durará tres años.
La resistencia armada católica dividirá al mismo clero: para los obispos Ruiz y Flores y Pascual Díaz, será “un sacrificio estéril”; pero contará con la anuencia de los obispos Manríquez y Zárate, González y Valencia, Lara y Torres, Mora y del Río, así como de la acción directa en el campo de batalla del obispo de Colima, Velasco, y del Arzobispo de Guadalajara, Orozco y Jiménez.
Doralicia Carmona: MEMORIA POLÍTICA DE MÉXICO.
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