Orizaba, Ver., abril 9 de 1862
Hallándose reunidos en la residencia del excelentísimo señor conde de Reus los excelentísimos señores plenipotenciarios y comandantes en jefe de las fuerzas de las potencias aliadas, se abrió la sesión a la una de la tarde. En vista de la gravedad de los negocios que había que tratar, SS. EE. decidieron que los secretarios de las misiones de Inglaterra y Francia asistiesen, juntamente con el secretario de la misión española, a esta conferencia, para redactar el acta in extenso.
El excelentísimo señor conde de Reus toma la palabra para invitar a S. E. el almirante Jurien (de la Gravière) a exponer el objeto de la conferencia y éste último responde que el fin principal de la reunión es ponerse de acuerdo acerca de la respuesta que debe darse a una comunicación en que el gobierno mexicano pide el embarque del general Almonte y de las personas que le acompañan.
Sir Charles Wyke dice que es necesario tener una explicación franca y precisa y sus colegas se manifiestan de igual opinión. El conde de Reus añade que es urgente saber si se podrá continuar obrando de acuerdo como hasta el presente, porque él y sus colegas de Inglaterra consideran la actitud recientemente tomada por los plenipotenciarios del emperador como contraria a las estipulaciones de la convención de Londres cuyo objeto, según ellos, era, en primer lugar, obtener la reparación de los agravios que cada una de las altas potencias había recibido del gobierno mexicano y exigir el respeto a los tratados; después llegar, mediante el apoyo moral de las tres naciones, al establecimiento de un gobierno fuerte y duradero, que ofreciese garantías suficientes, tanto a sus propios nacionales como a los de las potencias extranjeras. S. E. recuerda que, si desde el principio no ha aparecido esta cuestión en primera línea, cuando se publicó una proclama a los mexicanos y se envió una nota al presidente Juárez, es porque los comisarios no se creyeron autorizados para decidir si había o no solidaridad entre ellos en cuanto a sus ultimátum respectivos y, por consiguiente, habían juzgado que debían pedir nuevas instrucciones a este propósito.
S. E. desea que conste bien que la línea de conducta considerada por ciertas gentes como una pérdida de tiempo perjudicial, no ha sido sino necesidad absoluta, impuesta por la completa falta de medios de transporte porque, aunque las tres potencias aliadas habían previsto que, ciertas circunstancias, sería necesario avanzar por el interior del país, sus tropas llegaron a Veracruz sin carros, sin caballos, sin acémilas, sin ninguno de los recursos indispensables para transporte de los víveres, de los enfermos y de la artillería en tales condiciones, en fin, que hubiera podido creerse que de antemano se había resuelto limitarse a la ocupación de Veracruz.
Sin embargo, apenas se había desembarcado, cuando empezó a sentirse la necesidad de penetrar en el interior del país, tanto por la alteración que sufría la salud de las tropas, como por la carencia completa de abastecimientos, los cuales no dejaban las guerrillas llegar a la ciudad. En su consecuencia, los jefes de las fuerzas aliadas procuraron inmediatamente reunir en lo posible algunos medios de locomoción, que se obtuvieron con dificultad y a peso de otro, extendiendo así poco a poco el círculo de sus operaciones por las cercanías de Veracruz.
El almirante Jurien aprueba lo que acaba de decir su colega de España y desea que conste que su artillería y el material de campaña de dos de sus batallones, no pudieron desembarcar hasta el 5 de febrero.
El conde de Reus, pues, cree que no era posible obrar de otra manera y que, al entrar en parlamentos y negociaciones amistosas con el gobierno mexicano, los aliados no hicieron más que ganar el tiempo que les era absolutamente necesario para prepararse a seguir adelante, sin dejarse engañar un solo momento por este gobierno, como algunos han creído. No se temía la guerra pero se quiso evitar a México los males que de ella resultan y alcanzar el objeto de la alianza sin efusión de sangre; así es que los comisarios notificaron al gobierno su intención de avanzar sin pedir la autorización para ello, deseando seguir en paz pero decididos a no modificar su resolución.
Tal era el ánimo con que el conde de Reus, autorizado por sus colegas, se trasladó a la Soledad el 19 de febrero, para tener allí una entrevista con el señor Doblado, ministro de Relaciones Exteriores, firmando en ella los preliminares destinados a fijar la situación respectiva y a servir de base a la línea de conducta que había de seguirse. El día 28, el ejército español emprendió la marcha. El almirante, a la cabeza de las tropas francesas, había ya comenzado su movimiento desde el 26, sin encontrar obstáculos formales ni hostilidades y, sin embargo, los dos ejércitos dejaron en el camino tristes huellas de su paso: enfermos, bagajes, caballos o acémilas, no pudiendo seguir la columna bajo un sol de fuego por horrorosos caminos; quedaban rezagados y daban a conocer todas las dificultades de la empresa.
S. E. añade que, si hubieran encontrado la guerra alrededor, hubiera sido posible un desastre y los gobiernos europeos habrían, sin duda alguna, pedido a sus generales severa cuenta de su conducta. En fin, españoles y franceses llegaron pacíficamente a sus acantonamientos de Córdoba, Orizaba y Tehuacán, donde estaban comprometidos, dice S. E., a esperar el 15 de abril, día fijado para abrir las conferencias entre los plenipotenciarios aliados y los comisarios mexicanos.
El conde de Reus cita todos los argumentos, quizás muy poco fundados, que él tuvo que emplear para inducir al gobierno mexicano a aceptar esta fecha tan lejana.
Mr. de Saligny toma la palabra para decir que él es quien ha pedido con insistencia este retardo en el empezar las conferencias, a fin de tener el tiempo suficiente para recibir las instrucciones que esperaba de su gobierno.
El conde de Reus manifiesta que, en resumen, ni el tiempo pasado en Veracruz ni el que debe transcurrir hasta el 15 de abril, pueden calificarse de tiempo perdido, lo cual está comprobado por lo que se acaba de exponer. En fin, todo iba bien y era de esperar que se obtendrían por vías pacíficas todas las satisfacciones previstas en la convención de Londres, cuando el paquete el mes de febrero llegó, trayendo al general Almonte, a don Antonio Haro y Tamariz y algunos otros desterrados, con lo cual arrojó la manzana de la discordia en el seno de la conferencia. En una visita hecha a S. E. por el general Almonte, le declaró este último sin ambages que contaba con el apoyo de las tres potencias, para cambiar en monarquía el gobierno establecido en México y que acaso antes de dos meses se realizaría. El comodoro Dunlop toma la palabra para decir que, algunos días después, el señor Almonte le hizo la misma declaración. S. E. el conde de Reus respondió al general Almonte que su opinión era diametralmente opuesta y que no debía contar con el apoyo de España; que México, constituido en República 40 años hace, debía necesariamente ser antimonárquico y no aceptaría jamás nuevas instituciones que no conocía y que eran contrarias a las que había adoptado y bajo las cuales vivía desde tan largo tiempo.
A la observación del general Almonte, que creía seguro el apoyo de las armas francesas, S. E. respondió que sentiría que el gobierno francés se comprometiese en México en una política que estaría en contradicción con la política siempre grande, justa y generosa del emperador; que, en el caso poco probable pero posible, de que las fuerzas francesas sufriesen un revés sosteniendo semejante empresa, S. E. tendría tanto pesar como si una gran desgracia hubiese sobrevenido a su país o a su propia persona; que, por último, pedía encarecidamente al general Almonte que no siguiera adelante, porque si marchaba solo, desterrado como estaba por un decreto justo o injusto, caminaba a su ruina y, si era escoltado por las tropas de una de las potencias aliadas, este hecho produciría una alarma cuyo resultado sería comprometer la buena política seguida hasta entonces por los comisionados.
Pronto, sin embargo, se supo en Orizaba y en Tehuacán la llegada de nuevas tropas francesas y, al mismo tiempo, se recibía la noticia de que, en virtud de las órdenes del general Lorencez, un batallón de cazadores servía de escolta al general Almonte y a sus compañeros en su tránsito de Veracruz y Tehuacán. En su consecuencia, el almirante Jurien creyó de su deber participar al gobierno de México, la resolución en que estaba de emprender el día 1° de abril el movimiento retrógrado, previsto en los preliminares del convenio de la Soledad, si las conferencias no llegaban a producir un resultado satisfactorio.
El almirante Jurien toma la palabra para explicar cómo, en un principio, se había limitado a dar aviso, de un modo indirecto, de su resolución al gobierno mexicano y que sólo después de haber recibido una carta del general Zaragoza, que le quitaba toda esperanza de obtener en las conferencias de Orizaba un resultado favorable a los intereses y a la dignidad de la Francia, fue cuando dirigió a dicho gobierno una nota oficial sobre el asunto.
El conde de Reus observa que en aquella época únicamente se encontraban en Orizaba su colega de Inglaterra y él y que, al recibir la comunicación de S. E. el almirante, se preguntaron si asistía a los comisarios franceses el derecho de conceder escoltas a los enemigos del gobierno establecido en México y si el almirante podía obrar como obraba sin una resolución de la conferencia, porque ellos consideraban esta conducta como equivalente a una declaración de guerra y, al mismo tiempo, contraria al convenio de Londres y a los preliminares de la Soledad; que habían convenido en que los comisionados franceses no tenían derecho para adoptar aquella línea de conducta sin el consentimiento de sus colegas, por cuyo motivo había invitado inmediatamente a la conferencia a reunirse, con el objeto de decidir si en adelante se seguiría obrando con arreglo a las estipulaciones del convenio de Londres o de saber si los comisionados franceses habían recibido de su gobierno nuevas instrucciones que les impedían marchar en lo futuro de acuerdo con sus colegas, en cuyo caso cada cual podría proceder de la manera que juzgase correspondía mejor a las intenciones de su gobierno. "En cuanto a mí, añadió S. E., ruego a mis colegas se sirvan explicarse francamente sobre estos particulares, pues que son objeto principal de la conferencia de este día".
S. E. el almirante Jurien replicó que no creía haber faltado en nada a las estipulaciones del convenio de Londres, ni tampoco a los preliminares de la Soledad. Creyó, sí, la protección concedida por el general Lorencez al general Almonte incompatible con la permanencia de las tropas francesas en Tehuacán. Mr. de Saligny añade que el buque que trajo a su bordo al comandante del cuerpo expedicionario y a su Estado Mayor, había esperado cuatro días al general Almonte por orden del emperador. El almirante Jurien manifiesta que su retirada de Tehuacán no reconocía otro móvil que un escrúpulo de lealtad por su parte, sobre el cual no se creía obligado a consultar a sus colegas. Una vez de regreso con sus tropas a sus posiciones de Paso Ancho, se encontraba en un terreno neutral, donde le era permitido conceder al general Almonte toda la protección a que tiene derecho una persona, honrada con la benevolencia de S. M. el emperador.
El conde de Reus y Sir Charles Wyke expresan el deseo de que se entre detenidamente en el fondo de la cuestión y sostienen que los comisionados franceses no tienen el derecho de dispensar su protección a los enemigos del gobierno mexicano, en su propio territorio. No se ha venido a México a sostener la política particular de cada una de las tres naciones, sino únicamente la que se halla indicada en el convenio de Londres. Ninguno de los comisionados tiene el derecho de obrar en casos tan graves sin el consentimiento de sus colegas. El almirante repite que se reserva la interpretación del Tratado de Londres y que, desde luego, acepta toda la responsabilidad; añade que este derecho pertenece igualmente a cada uno de los comisionados, sin que esto pueda ligar en manera alguna a los gobiernos que concluyeron aquel convenio. Por lo tanto, los comisarios franceses obran en conformidad con la interpretación que juzgan más acertada y desde luego aceptan toda la responsabilidad de sus actos.
Sir Charles Wyke pide que se lea el artículo 2° del Tratado de Londres y el almirante Jurien persiste en creer, aun después de haber odio su lectura, que si ha habido alguna infracción del tratado no ha consistido ésta en la protección concedida al general Almonte, sino en la excesiva blandura y los grandes miramientos con que se ha tratado al gobierno de México; que, por la demás, esta política no parece haber sido juzgada favorablemente en Europa y que la marcha aconsejada por Mr. de Saligny hubiera estado, en su entender, más conforme con las miras del gobierno del emperador.
Sir Charles Wyke dice entonces que desde un principio se entablaron negociaciones con el gobierno de facto; que un cambio de actitud en la actualidad se considerará tal vez como una inconsecuencia y que la protección concedida a los individuos proscritos constituye una verdadera intervención en los asuntos interiores del país.
El almirante Jurien contesta que la protección dispensada al general Almonte se reduce a la protección del pabellón francés, que en ningún tiempo ni en ninguna parte ha dejado de amparar a los desterrados de cualquier país que fuesen; que esta protección no constituye en manera alguna la menor intervención en los asuntos interiores de la República y, una vez concedida, no hay ejemplo de que haya sido retirada.
El conde de Reus manifiesta que tal protección se dispensa a los vencidos y a los que se hallan en peligro, pero que no puede admitirse respecto a personas que vienen del extranjero con intenciones hostiles hacia el gobierno constituido, con el cual los aliados se encuentran en relaciones abiertas.
El almirante contesta que el general Almonte, que participaba de la opinión reconocida generalmente en Europa, de que la guerra iba a estallar en México, había venido no con intenciones hostiles, sino, por el contrario, animado de un espíritu enteramente pacífico y conciliador, para recomendar la concordia a todos los partidos, a quienes desde luego le recomendaban sus antecedentes y, para explicar a sus compatriotas las intenciones benévolas de la Europa con respeto a ellos, evitándose de esta manera cualquiera mala inteligencia y siendo el general Almonte digno de esta misión por los puestos que tan honrosamente había ocupado, sus relaciones en el país y el aprecio que de él hacía el emperador. Que las razones que en apoyo de su opinión había aducido el conde de Reus acerca de la imposibilidad de establecer una monarquía en México, parecíanle, por el contrario, favorables a este cambio radical de instituciones, puesto que las adoptadas hasta entonces por México no habían producido otro resultado que hacer al país presa de continuas revoluciones, conduciéndole al deplorable estado en que el presente se encontraba.
A esto, Sir Charles Wyke replica que considera extraño que el general Almonte hable en nombre de las tres potencias aliadas, cuando carece de todo carácter representativo por parte de Inglaterra y de España y de ningún modo es intérprete del Tratado de Londres.
El almirante Jurien no cree que el general Almonte haya nunca manifestado semejantes pretensiones y a esto responde el conde de Reus, recordando de nuevo la conversación que tuvo con el general Almonte en Veracruz y añadiendo que este último pretendía entonces haber ofrecido, en nombre de sus compatriotas, el trono de México al archiduque Maximiliano, el cual se había mostrado dispuesto a aceptarlo. Semejante declaración hecha al plenipotenciario de la reina, general en jefe de las fuerzas españolas, así como al señor comodoro Dunlop, no podía tomarse como una simple conversación y, como nada era más opuesto al espíritu de sus instrucciones que el proyecto en cuestión, le era de todo punto imposible cooperar a su éxito favorable. Los comisarios ingleses se adhieren por completo a la opinión manifestada por su colega de España.
Mr. de Saligny insiste en el punto siguiente, a saber: que es imposible negar que el objeto real y principal del convenio de Londres, fue el de alcanzar satisfacción de los ultrajes inferidos a los extranjeros por el gobierno mexicano y obtener de éste el cumplimiento de los tratados; que el sistema contemporizador y de miramiento seguido hasta entonces, estaba juzgado por los sucesos que ocurrían todos los días, puesto que la tiranía, la violencia y la arbitrariedad habían redoblado y hecho absolutamente intolerables la situación de los extranjeros; que de esto eran suficiente prueba las reclamaciones sin cuento que diariamente recibía; que la actitud de las fuerzas aliadas parecía como que había excitado al gobierno de redoblar su audacia, que, por su parte, declaraba solemnemente que no quería entrar en tratos con dicho gobierno y que su opinión bien decidida era que se debía marchar sobre México.
El conde de Reus opina que es injusto lo que acaba de manifestar Mr. de Saligny y Sir Charles apoya esta opinión. Si el gobierno mexicano ha vacilado algunas veces en acceder a los deseos de los aliados, ha sido porque no podía considerar desde luego como amigas a las tres potencias que estaban en posesión del único puerto de donde sacaba todos sus recursos; pero con más o menos vacilaciones, sus determinaciones han sido siempre satisfactorias. Hubo, sin embargo, un momento en que los plenipotenciarios de Inglaterra y de España pensaron que les era necesario cambiar de actitud para con el gobierno de México. En este sentido escribieron a Mr. de Saliglny y al almirante Jurien, fundándose en la seguridad dada a Sir Charles en una carta de México, en la cual se decía que la contribución del 2% seguía gravitando sobre los extranjeros y en la amenaza hecha por el señor Doblado en carta que escribió al conde de Reus, declarando que volverían a interrumpirse las comunicaciones entre Veracruz y el interior del país, si no se entregaba la aduana a las autoridades mexicanas. Algunos días después, los ministros mexicanos, señor González Echevarría y don Jesús Terán, provistos de los correspondientes plenos poderes, se presentaban en Orizaba; prestaban oído a las quejas de los comisarios inglés y español; renunciaban después de muchas dificultades a la percepción del 2% sobre los extranjeros; prometían retirar el decreto que interceptaba las comunicaciones entre Veracruz y el interior y manifestaban el propósito que abrigaba el gobierno de acceder a todas las reclamaciones fundadas en justicia de las potencias aliadas. Si estas promesas no se hubiesen realizado en su día, tiempo sería entonces de declarar la guerra. Entretanto no debe hacerse, apoyándose en razones fútiles, que no tendrían justificación ante el gran tribunal del mundo civilizado. ¿Por qué motivo, añadió el conde de Reus, se niegan los plenipotenciarios franceses a dar crédito a aquellas solemnes promesas? ¿Por qué rehusan poner a prueba la sinceridad del gobierno mexicano, cuando sólo tendrían que esperar seis días?
El conde de Saligny persiste en su opinión y acepta toda la responsabilidad. Esta opinión la funda en los agravios cada día más numerosos que sufren sus compatriotas y de los cuales se quejan a la par que los españoles, de quienes ha recibido, no saber por qué motivo, un crecido número de reclamaciones que hubieran debido ser dirigidas al conde de Reus y le serán entregadas por su colega así que pueda abrir los paquetes donde se encuentran.
Sir Charles Wyke se admira de que la noticia de estos procedimientos vejatorios no hayan llegado a sus oídos y pregunta de qué naturaleza son y contra quién se han cometido.
Mr. de Saligny contesta que, como es natural, los súbditos franceses no han ido a la legación británica a exponer sus quejas.
Sir Charles Wyke desea saber si es cierto que Mr. de Saligny ha dicho que no daba a los preliminares ni el valor que tenía el papel en que se habían escrito y S. E. responde que nunca ha podido abrigar la menor confianza respecto a lo que provenía del gobierno de México, así en lo tocante a los preliminares, como a sus demás compromisos.
El comodoro Dunlop pregunta a Mr. de Saligny por qué puso su firma en aquellos preliminares y en qué consiste que no se considera ligado por ellos. A esto responde el comisionado francés, que no tiene que dar explicaciones a la conferencia sobre las razones que le movieron a firmar los preliminares, pero que se hubiese considerado solemnemente comprometido por la firma que estampó en ellos, si el gobierno de México no hubiera cuidado él mismo de rasgas de mil maneras los preliminares de la Soledad.
El conde de Reus interpela entonces a Mr. de Saligny sobre un hecho personal; este último había dicho al coronel Menduiña, gobernador de Veracruz y al señor Cortez, cónsul de España en dicho puerto, que si el conde de Reus censuraba el proyecto de una monarquía en México en favor del archiduque, era porque él mismo aspiraba a la corona de emperador en México, habiendo llegado hasta declarar que poseía la prueba de lo que avanzaba. El conde de Reus protesta enérgicamente contra semejante acusación; exige de su colega que se explique sobre el particular y añade que una versión tan absurda en boca del público no tendría importancia alguna pero que, viniendo de Mr. de Saligny, adquiría un carácter en alto grado grave y, por último, que si la prueba de esto existía, exigía su presentación.
El comisario francés recuerda en efecto haberse expresado en este sentido, pero no hizo más que repetir lo que se decía alta y públicamente. Las pruebas a que se refería eran, en primer lugar, una carta de la cual tuvo conocimiento también el almirante y escrita por una persona afecta en sumo grado a la candidatura del señor conde de Reus para el trono de México; en segundo lugar, las insinuaciones que podían hacer suponer que el emperador favorecía este proyecto y, por último, los artículos del periódico El Eco de Europa, a los cuales Mr. de Saligny no hubiese dado importancia alguna a no haber declarado el señor conde de Reus en la conferencia de Veracruz, que en dicho diario no se publicaba una sola palabra que no hubiese obtenido anteriormente la aprobación de S. E. Mr. de Saligny recuerda también que una frase del conde de Reus despertó vivamente su atención. Era esta frase que la candidatura de un príncipe austriaco para el trono de México era absurda; que quizás habría algunas probabilidades de éxito para un soldado de fortuna.
El conde de Reus declara que, al expresarse de esa manera, aludía a un soldado de fortuna mexicano; que jamás había autorizado a nadie para que pudiese imputarle un proyecto tan insensato, ni tampoco sostenerlo; que era muy cierto que en El Eco de Europa no se publicaba absolutamente nada que no hubiese recibido antes su aprobación, pero que no era menos que nada podría encontrarse en aquel periódico relativo a su candidatura para el trono de México.
Estas suposiciones le hieren vivamente. A ningún precio admitiría él a México con todas sus riquezas, aun cuando viniesen a ofrecérselo; porque prefiere con creces la posición que se ha creado en España y para él lo que más valor tiene en el mundo es el aprecio de su soberana y la estimación de sus compatriotas.
Habiendo manifestado los comisarios franceses que en todo esto nada había que pudiese herir al conde de Reus, replicó éste que era injuria a su lealtad bien conocida, al suponer que abrigaba en secreto semejante proyectos.
El conde de Reus manifiesta el deseo de que los comisarios se circunscriban al objeto primordial de la conferencia; es decir, que se decida si todos los comisionados seguirán procediendo de acuerdo con arreglo a los términos del convenio de Londres o si sus colegas de Francia piensan adoptar otra línea de conducta. Estos últimos contestan que seguirán conformándose escrupulosamente con el convenio antes citado, pero que procederán con arreglo a la interpretación del mismo, que les parece más acertada, como es su deber y su derecho.
El secretario de la misión de España da lectura de una nota del señor Doblado que solicita el reembarque del general Almonte y de sus compañeros.
El almirante Jurien lee la respuesta de los comisionados franceses, los cuales no pueden acceder a los deseos del gobierno mexicano. Los comisionados de Inglaterra y de España no aprueban aquella contestación que, con objeto de obtener su aprobación, les comunica el almirante. El almirante Jurien declara que no ha visto nunca en ningún país del mundo, un sistema de terror semejante al inaugurado por el gobierno de México, bajo el cual gemían las poblaciones como bajo un yugo de hierro; allí aparece la opresión con sus formas más odiosas, arrancando con los pretextos más fútiles un padre a sus hijos, un hijo a su familia; despojando arbitrariamente a cuantos tienen bienes y ahogando las más tímidas manifestaciones de la opinión pública. Cita entre otros casos la destitución del general (López) Uraga y el arresto del general Zenobio, el cual ha estado a punto de ser fusilado por haber mantenido ligeras relaciones con los aliados, cuando ya se habían entablado las negociaciones.
Mr. de Saligny abunda en las apreciaciones de su colega, Sir Charles es de contraria opinión; cree que la mayoría del país es favorable al gobierno actual y que, con dificultad, se encontrarían partidarios de una monarquía.
El almirante Jurien hace abstracción de los proyectos relativos al archiduque Maximiliano; no se trata por ahora en manera alguna de monarquía; ésta es sólo una eventualidad que debe descartarse, en vista de la urgente necesidad que tiene el país de un gobierno moral y respetable, que no ahogue, bajo el peso de una opresión sistemática, la libre expresión de los deseos de la parte sana y moderada del país. Esta mayoría existe, pero tiene buen cuidado de no dejarse conocer y de manifestar su opinión, porque ha podido tener motivos para sospechar que los comisarios aliados le eran hostiles.
El conde de Reus contesta que no había motivos para suponer en ellos tal hostilidad; que en La Habana había declarado al general Miramón, al doctor Miranda y a un agente acreditado de Márquez y de Zuloaga, la intención en que estaba de tratar con el gobierno establecido en México y no con las guerrillas; les manifestó también claramente que en mano de éstas estaba el entrar pronto en México y constituir un gobierno, en cuyo caso se entraría con él en negociaciones; fácil les hubiera sido esto porque, a la sazón, todas las fuerzas del presidente Juárez se encontraban en las costas de Veracruz.
El almirante Jurien manifiesta que las personas verdaderamente dignas de interés son aquéllas que, no perteneciendo a las antiguas clasificaciones de los partidos extremos y estando desarmadas, se hallaban gimiendo en la capital, en las ciudades y en los diferentes distritos del país bajo la opresión reinante, sin atreverse a respirar y limitando sus deseos al restablecimiento de la tranquilidad y del orden; que ese partido, ansioso del apoyo de los aliados, aparecería en todas partes el día en que pudiese expresar con libertad sus sentimientos y que, bien informado sobre este punto el gobierno del emperador, quería que se emprendiese la marcha sobre México, siendo esta resolución la adoptada por los comisarios franceses.
A esto añadió Mr. de Saligny que sus compatriotas se veían también oprimidos y que había recibido muchas exposiciones reclamando la pronta marcha de las tropas francesas sobre México, único medio que alcanzaban los exponentes para considerarse seguros, poner un término a sus sufrimientos y evitar su completa ruina.
El comodoro Dunlop cree que los franceses existentes en México, verían con el más profundo disgusto la marcha de las tropas francesas sobre la capital. Sir Charles Wyke añade que, entre las personas que dirigen los negocios de la República Mexicana, hay miembros distinguidos del verdadero partido moderado y que la línea de conducta seguida hasta aquí por los comisarios era la más a propósito para consolidar un gobierno aceptable a los ojos de todos. Los comisarios de Inglaterra y de España juzgan que es imposible seguir de acuerdo, si sus colegas no se conforman estrictamente con la convención de Londres y con los preliminares de la Soledad.
Mr. de Saligny contesta que si había alguna infracción de dichos preliminares, no debía atribuirse seguramente a los comisarios, sino al mismo gobierno mexicano.
Sir Charles Wyke vuelve a hablar sobre el convenio de Londres y el conde de Reus lee la réplica dirigida en el Senado francés por Mr. Billault a Mr. de Boissy acerca de los asuntos de México, cuyo sentido es que el referido Tratado de Londres determina la línea de conducta que han de seguir las potencias aliadas. El conde de Reus sostiene el derecho de los mexicanos a oponerse a toda alteración de sus instituciones, si se pretendiese imponerla.
El almirante Jurien declara que no abriga simpatías hacia un gobierno, al cual se viene a aconsejar paz y conciliación y sólo reconoce los miramientos que se han guardado con él, consintiendo sanguinarias ejecuciones y publicando edictos de proscripción.
Los comisarios de Inglaterra y de España declaran que no pueden proceder de acuerdo con sus colegas franceses, si el almirante persiste en llevar a cabo su movimiento retrógrado; determinación que no pueden menos de combatir enérgicamente, como contraria a los compromisos contraídos recíprocamente.
El almirante contesta que los armisticios siempre pueden declararse terminados, por cualquiera de las partes beligerantes. "Estoy obligado, dice, a retirarme en caso de ruptura; pero a nada más; hoy considero esta ruptura plenamente justificada y me retiro; mi resolución no compromete en nada a mis colegas y la tomo a consecuencia de la interpretación que doy al Tratado de Londres. Acepto, por lo tanto, la responsabilidad de tal medida ante mis colegas, ante mi gobierno y ante el mundo entero".
El conde de Reus observa que no puede haber armisticio donde no ha existido guerra, a lo cual replica Mr. Saligny que la guerra existe desde el momento en que se tomó a Veracruz e insiste en considerar la marcha de las tropas francesas sobre México como indispensable a la seguridad de sus nacionales, víctimas uno y otro día de detestables abusos, declarando una vez más su inalterable resolución de no volver a tratar con el gobierno del presidente Juárez.
Los comisarios de Inglaterra y de España replican, a su vez, que no conocen motivo alguno que pueda justificar una resolución semejante; que no les es posible aceptar la contestación de los comisarios franceses al general Doblado ni, por consiguiente, suscribirla. Al mismo tiempo declaran que, si sus colegas de Francia persisten en oponerse a la retirada de los desterrados mexicanos y se niegan a tomar parte en las conferencias que deben celebrarse en Orizaba el 15 de abril, adoptarán el partido de retirarse como una violación del Tratado de Londres y de los preliminares de la Soledad.
El almirante Jurien manifiesta entonces que cualquiera de las tres potencias que permanezca en México, puede obrar en pro de los intereses de los aliados; pero los comisarios de Inglaterra y de España contestan que únicamente a sus respectivos gobiernos toca resolver sobre este punto pues, en cuanto a ellos, no se hallan autorizados para aceptar semejante oferta.
Discútese enseguida el modo y la época en que las fuerzas inglesas y españolas deberían evacuar el territorio.
El almirante Jurien ofrece los buques de su escuadra para ayudar al transporte de las tropas españolas; pero el conde de Reus no cree deber aceptar este ofrecimiento, puesto que de La Habana se le enviarían los buques necesarios al efecto; manifestando también que, en todo caso, haría uso de los buques ingleses que había puesto a su disposición el comodoro Dunlop.
Antes de levantarse la sesión, se noticiaron al gobierno de México y al general Zaragoza, las resoluciones acordadas.
Esta acta fue leída en presencia de SS. EE. el conde de Reus, el almirante Jurien, Sir Charles Lennox Wyke y el comodoro Dunlop - hallándose ausente el conde de Saligny por haberse puesto enfermo- y aprobada por SS. EE.
ARTÍCULO DE EL ECO DE EUROPA, MOTIVO DEL INCIDENTE PRIM-SALIGNY
Una palabra y hemos concluido. Hay personas cuyo nombre es un programa; hay individualidades que son el símbolo de una gran empresa y la persona y el nombre el general Prim son el símbolo y el programa de esta expedición. México y el mundo entero le conocen y le admiran y más de un corazón mexicano palpita hoy con el solo recuerdo de sus maravillosas hazañas. Porque tenemos en él un noble capitán que la Grecia y Roma habría sido el fundador de una dinastía de reyes y que un día ha sabido resucitar la terrible poesía de los combates de Homero; tenemos ahí un paladín glorioso que como soldado es un rayo de guerra, un rayo de gloria y como hombre de Estado se muestra el amigo más sincero de todas las reformas políticas que hacen la felicidad de las naciones. En donde quiera que brilla su espada, la victoria es segura; en donde quiera que resuena su voz, el triunfo de la libertad y el progreso del siglo quedan asegurados. Si algo fuese posible añadir a la confianza inspirada por la grandeza de las potencias aliadas, México encontraría una nueva garantía en el conde de Reus.
El héroe de Castillejos desembarcó el 18 de enero y montó a caballo en el muelle, escoltado por valientes oficiales y por un brillante Estado Mayor, dirigiéndose al cuartel general, admirado por la multitud que se agrupaba a contemplarle con éxtasis.
A la llegada del general Prim, la ciudad tomó un aspecto de fiesta y de alegría que no se había visto hasta entonces. Su sola alegría siguió su curso y, después de su enérgico discurso, esa alegría siguió su curso y fue completada por la prontitud y la habilidad de sus medidas.
Para condenar nuestras observaciones y hacernos entender bien, nosotros personificamos el pensamiento de la expedición en uno solo de sus representantes, en el conde de Reus y nos es lícito el hacerlo sin apariencias de vanidad nacional, porque el plenipotenciario español, aunque haya obrado siempre de acuerdo con los de las otras dos naciones, ha sido el móvil y el consejero de todas las medidas que se han adoptado; en una palabra, el alma de la empresa.
Y natural es que así suceda, porque el conde de Reus tiene el mismo origen que el pueblo cerca del cual la Europa se propone obrar y es natural también por otras razones que son exclusivamente personales....
Figurémonos al conquistador de África en medio de su brillante pléyade de guerreros, suspirando por el peligro y la gloria, a la cabeza de una falange de veteranos que le miran casi como a un dios. Contemplémosle ante un pueblo que le invita a los combates, que le provoca a medir su espada y podremos formarnos una idea de lo que le ha costado permanecer tranquilo enfrente de los campos de batalla y sacrificar sus instintos y sus hábitos en los altares de la paz, de la justicia, de la humanidad, con el fin generoso de ahorrar a México la efusión de sangre.
Esta conducta es lo solamente digna de admiración, sino que causará asombro en toda la Europa, en donde el conde de Reus es más conocido que aquí por sus hazañas fabulosas y su valor tan caballeroso. La Europa reconocerá difícilmente el héroe de Reus y de Tetuán en el tranquilo y prudente plenipotenciario de la Veracruz. Si el general Prim se hubiese dejado llevar por sus instintos belicosos el mundo nada habría visto de extraño, porque no hubiese hecho sino añadir un asunto más a su galería de cuadros heroicos y el mundo está acostumbrado a eso.
Lo que parece nuevo en su vida es el heroísmo de su paciencia y esto es un bien. La conducta del conde de Reus ha servido no solamente para disipar las dudas del gobierno mexicano, sino que ha ejercido una influencia mágica en el ánimo de las poblaciones.
En México dicen sus amigos que es el ángel exterminador, el ángel del consuelo, el león de la batalla, el semidios de la guerra y que, para hacer su retrato, Homero le habría comparado a Marte.
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