Adolfo Ruiz Cortines, 19 de Octubre de 1953
Señor presidente;
Señores comisionados de Límites y Aguas; Amigos míos:
Con el acto inaugural de la presa Falcón, culmina una jornada memorable. Habéis tenido la gentileza de visitar a mi país. La nueva Ciudad Guerrero —pequeña ciudad creada a salvo de las antes indómitas aguas— os ha saludado en nombre del pueblo mexicano. En su cordial saludo habéis recibido el testimonio de la admiración que mis compatriotas tienen por el ilustre soldado de la Segunda Guerra Mundial, ahora presidente de la gran república vecina y amiga.
A mi vez, he disfrutado en el suelo norteamericano de vuestra delicada hospitalidad.
La ocasión que nos reúne es particularmente significativa. La distribución de las aguas de los ríos Bravo y Colorado estuvo sujeta, durante largos años, a innumerables contingencias. Nuestros gobiernos, animados por la mejor voluntad y por la buena fe —dos elementos esenciales de la auténtica amistad— lograron coincidir en los principios que deberían gobernar el justo aprovechamiento de ambas corrientes internacionales. El Tratado de Aguas de 1944 selló nuestro entendimiento. Y esta presa es producto tangible de ese espíritu amistoso, que debemos mantener y universalizar.
Millares de familias, en estas tierras quemadas por sequías seculares, multiplicarán el fruto de su trabajo. La energía eléctrica substituirá a la energía del músculo. El agua bienhechora e indispensable, domeñada ya, fecundará las sementeras.
La presa Falcón simboliza, de manera singularísima, el deseo de nuestros países de unir sus esfuerzos en la esfera de colaboración que la vecindad les impone, para facilitar —y si es posible acelerar— la marcha del progreso social y económico.
Me complace pensar que esta construcción representa sobre todo una fuente de prosperidad humana. Hemos contribuido, en ambas márgenes del río, a mejorar la vida de toda una comarca, de un vasto grupo de seres humanos —hombres, mujeres y niños— sin distinción de nacionalidad, raza, idioma o religión. Su alegría es nuestra alegría, y su estímulo también es nuestro.
Estamos, usted y yo, señor presidente, en la línea media del río que divide a nuestros países. Hacia el sur, desde hace muchos siglos, vive un noble y grande pueblo: el pueblo mexicano. En el curso de su historia conquistó la independencia política; puso fin a la última aventura imperialista en el hemisferio occidental y llevó a cabo dos grandes movimientos de reforma política, económica y social. Es un pueblo pacífico, amigable y sincero, celoso de su autonomía y orgulloso de sus tradiciones históricas y democráticas. Erradicada la fiebre del oro de la edad colonial, sabe que su porvenir depende únicamente de su esfuerzo acrecentado, el cual conquista, paso a paso, y con afán diario e indomable. Es éste el pueblo que —como he dicho en otras ocasiones y me complace repetir ahora— ha podido ocupar un sitio de honor entre los paladines de las mejores causas, por su vigorosa repulsión a cualquier forma de hegemonía externa; su inquebrantable respeto al derecho que todo pueblo libre tiene a darse las normas que mejor le acomoden; su innata simpatía para los débiles y los oprimidos; su ausencia absoluta de prejuicios raciales; su aversión congénita a todas las injusticias; su acendrada devoción a la causa de la paz y, por encima de todo, su amor entrañable a la libertad.
De aquel lado de la línea, hacia el norte, vive otro grande y noble pueblo: el pueblo norteamericano. Dotado de cualidades extraordinarias, con un extenso y rico territorio, ha hecho de los Estados Unidos de América una de las naciones más importantes del mundo en este siglo. La obra de su trabajo organizado es gigantesca. Sus ideas de libertad y democracia son, como las nuestras, su más alta expresión. La ciencia y la técnica han alcanzado en él enorme desarrollo. Después de dos grandes guerras mundiales, el destino le ha deparado la mayor responsabilidad para pueblo alguno: la de ser uno de los sostenes de la paz.
A pesar de que nuestros pueblos son diferentes en carácter, en costumbres y en recursos, son buenos amigos porque han aprendido que las normas de mutuo respeto y comprensión, no pueden quedarcircunscritas a las fronteras de un país, sino que poseen validez universal, lo mismo en las relaciones individuales que en las de los estados.
México y los Estados Unidos no están solos en esta amistad. Otros diecinueve países americanos —nuestras hermanas repúblicas—participan en ella con iguales títulos, porque surgieron a la libertad con nosotros, en la más sorprendente floración de naciones que registra la historia.
Washington, Jefferson, Lincoln, Hidalgo, Morelos, Juárez, Bolívar, San Martín, Martí y otros muchos paladines, en cada una de las patrias de este continente, dictaron a nuestras repúblicas los derroteros de su independencia y libertad.
Debemos contribuir a que la atmósfera de crisis que predomina en los asuntos mundiales, no divida a los países de este continente. Deseamos que, fieles al pensamiento de nuestros héroes y patricios, resueltos todos a engrandecer nuestras democracias en el ejercicio efectivo de la democracia, permanezcamos unidos en el culto de la soberanía de los pueblos y del derecho inviolable que les asiste al pleno goce de sus libertades civiles y políticas.
La ocasión que reúne aquí a los presidentes de los Estados Unidos y de México sugiere, como el mejor de los pensamientos que podemos consagrarle, que las dos naciones se han asociado en las personas de sus jefes de Estado, para dar realce a una obra de cooperación y de sincera amistad.
Todas las actividades del gobierno de México en materia internacional se han inspirado en la intención de robustecer, a la vez que el concepto fundamental de la ayuda mutua entre los estados, los principios básicos del derecho internacional. Las relaciones entre los pueblos, al igual que entre los hombres, alcanzan su plenitud cuando se fundan en la libre determinación de convivir en paz sobre bases de ayuda mutua, y el derecho internacional, por su parte, sólo actúa como un instrumento decisivo de solidaridad cuando se basa en la buena fe y en el respeto a la igualdad jurídica de los estados.
De acuerdo con estos principios y con la convicción y las tradiciones del pueblo mexicano, pugnamos por el entendimiento internacional. Diferimos sin duda de otros países en lo que toca a métodos para alcanzar ese fin, porque el mundo se encuentra ante incógnitas de tal magnitud, que nadie podría decir, en verdad, que posee el secreto de todas las soluciones; pero nuestros dos pueblos, por sus convicciones, democráticas, sí saben con certeza cómo no se puede alcanzar la paz.
No podrá haber paz genuina y perdurable sin el reconocimiento del principio de la autodeterminación de los pueblos: es decir, sin el respeto a su independencia, soberanía e integridad territorial, así como a su derecho inalienable de regirse por un gobierno y un sistema económico de su elección.
Tampoco la habrá sin la observancia general de los derechos humanos, políticos, económicos, sociales y culturales.
Y no podrá haber tranquilidad ni concordia mundiales bajo la amenaza de destrucción total que la carrera de los armamentos ha suspendido sobre la humanidad, sino, por el contrario, en un clima de seguridad y confianza que resulte de un desarme noblemente concebido y honrosamente ejecutado.
Sabemos bien cuál es la paz que anhelan nuestros pueblos: la basada en el derecho que nuestro patricio Benito Juárez definió en su inmortal apotegma: "Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz".
Un ánimo comprensivo y generoso está creando actualmente las bases de una moral internacional forjada por la igualdad de trato para todos los pueblos y todos los hombres. Este ánimo nuevo, será el que dé al mundo la paz en la justicia y en el respeto a la dignidad humana y a la dignidad de las naciones a que todos aspiramos, y que usted, señor presidente, en su conceptuoso discurso del 16 de abril de 1953, la describió afirmando que "puede ser fortalecida, no con las armas de guerra, sino con el trigo y el algodón, la leche y la lana; la carne y la madera y el arroz".
Señor presidente:
En nombre del pueblo y del gobierno de México, y en el propio mío os agradezco vuestra iniciativa de haberme sugerido inaugurar en vuestra compañía la presa Falcón.
Fue una iniciativa feliz que acogí de inmediato con la mayor simpatía, porque estaba seguro de que ofrecería a nuestros dos pueblos la oportunidad de demostrar que, en sus relaciones mutuas,con diálogos amistosos e intercambios benéficos, mantienen su ya vieja resolución —llevada después a la Carta de las Naciones Unidas— "de practicar la tolerancia y convivir en paz como buenos vecinos".
Hago muy cordiales y sinceros votos por la prosperidad y la grandeza de los Estados Unidos de América, por su gobierno y su pueblo, y por la salud y bienestar personales de su primer mandatario, mi ilustre amigo, el señor presidente Eisenhower.
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