Valladolid, 16 de septiembre de 1812.
Don Manuel Abad y Queipo, canónigo penitenciario de esta Santa Iglesia, obispo electo y gobernador de este obispado de Michoacán: A todos sus habitantes paz y salud en Nuestro Señor Jesucristo.
En una paz de tres siglos, en que reinaba la unión y la concordia entre todas las clases del Estado, y en que la caridad, la hospitalidad y la confianza recíproca, estrechando los corazones, parece que hacían indisolubles todos los lazos sociales; estando la Nueva España en la época más floreciente de población, de agricultura, industria y comercio, artes y ciencias: con un pueblo laborioso y verdaderamente feliz, pues que vivía contento y tranquilo en la simplicidad de sus costumbres y honestas ocupaciones; en la Nueva España, país verdaderamente singular, en que todo hombre, sin distinción de clases ni de colores, se podía labrar sin perjuicio de los otros, una gran fortuna, por la generosidad igualmente singular de los hombres acaudalados; en un pueblo, cuyo carácter específico ha sido y será siempre distinguido por la lealtad al soberano, por la dulzura y fraternidad entre sus conciudadanos, y por los más vivos y tiernos sentimientos a sus causantes y maestros: en un pueblo verdaderamente católico y religioso, que desde que abrazó la fe no había sido infestado con los hálitos venenosos de la herejía y de la impiedad: y al tiempo mismo que sus ilustres habitantes derramaban sus tesoros y recursos en defensa del rey y de la madre patria, contra la invasión pérfida del tirano de Europa: he aquí, mis amados diocesanos, que los enemigos de Dios levantan el estandarte de la impiedad y de la rebelión, y conciertan en la malignidad de sus consejos la perdición del pueblo de Israel y de la de sus santos. Venid (se decían): exterminémoslos de las gentes: no quede memoria de este pueblo: muera España.
Estos enemigos de Dios y de la patria no salieron de una provincia recientemente subyugada, como los amonitas por el reino de Israel: salieron, sí, de entre nosotros, de la clase más distinguida del cuerpo de los pastores del rebaño del Señor, ministros de su divina palabra y dispensadores de sus sagrados misterios: y se rebelaron no contra algún opresor; sino contra su carne y su sangre, contra sus padres y abuelos, contra sus parientes y amigos, y contra sus conciudadanos, a quienes debían el ser, la calidad, la educación, sus destinos y fortunas, y todo lo que los distingue de un meco o de un hotentote. No concitaron contra nosotros, como los amonitas contra Judá, ocho naciones diferentes; lo primero, porque su corifeo Bonaparte no ha podido hasta ahora prestarles otro auxilio que el de su maligna sugestión: lo segundo, porque, si bien lo intentaron, fueron sorprendidos oportunamente sus emisarios por la vigilancia del gobierno: y lo tercero, porque siendo su causa tan inicua y tan injusta, no pueden hallar en otras naciones sino la execración y el desprecio. Pero, sí, han concitado contra los dos décimos de sus conciudadanos, los otros ocho décimos, esa gran masa de indios y castas, fáciles de seducir bajo falsos pretextos de religión y libertad, y con el poderoso aliciente de la impunidad del libertinaje y del robo a que propenden.
Esta gran sedición comenzó en Dolores con doscientos hombres, y pasaba de veinte mil cuando llegó a Guanajuato. Se engrosaba de pueblo en pueblo, y de ciudad en ciudad, como las olas del mar con la violencia del viento. Se pervertía en el mismo momento de sublevarse, pasando los hombres de ciudadanos pacíficos a fascinerosos exaltados, que desconocían la verdadera religión, y toda idea y sentimiento de la equidad y la justicia, cambiando en odio y osadía aquel respeto y veneración que antes profesaban a sus párrocos y eclesiásticos recomendables, al paso que obedecían ciegamente al apóstata escandaloso Hidalgo y otros clérigos de su comitiva, igualmente corrompidos.
No doy en este lugar, amados diocesanos, la historia de las atrocidades horribles de estos monstruos, aunque sería conveniente. Me contraeré sólo a los hechos y reflexiones más fuertes y eficaces a fijar vuestra atención sobre el peligro inminente que corre entre nosotros la religión y la libertad del reino, como propuse al principio. Omitiré por demasiado notoria, aquella horrenda resolución tomada a sangre fría, sin motivo ni pretexto, de degollar, como degollaron en partidas diferentes, sacadas de las cárceles en las tinieblas de la noche, cerca de dos mil europeos y criollos, de aquellos que sorprendieron al principio, y descansaban en el seno de la paz sin haber ofendido a nadie. Si esta acción contiene en sí y manifiesta el grado sumo a que puede llegar la malicia del hombre contra el hombre, es inútil detenernos en otras innumerables, igualmente sangrientas y feroces, con que cubrieron de luto y de sangre todo el reino, causando la orfandad, la desolación y la miseria en todas las familias. Tampoco debemos detenernos en la devastación general del país desde el Nuevo México a Acapulco, y desde Sonora a Veracruz, en cuanto está al alcance de los más, y a todos perjudica; pero no todos comprenden su extensión y consecuencia, porque ordinariamente se juzga por lo que se ve, o por lo que se ha leído, y no se ha visto ni leído cosa semejante.
Nadie ha abusado de la religión con tanto escándalo como nuestros insurgentes, y nadie lo ha hecho tampoco con igual suceso. Hidalgo, tomando la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe por signo de la insurrección gritó al pueblo: “Venid a la sombra de la Virgen a defender conmigo la religión y la patria contra sus enemigos, que lo son todos los que no me sigan y obedezcan. Perezcan a nuestras manos, y quedaremos señores de sus bienes y soberanos del país. Desde ahora quedáis libres de toda autoridad y de toda obligación”. Y he aquí esa chusma inmensa de indios y castas, que sin otra prueba ni convencimiento, se pone a sus órdenes en aptitud furiosa para emprender y devastarlo todo. Con esto trastornó de un golpe la fe y la moral, la iglesia y el Estado. Mahoma, lleno de fuego y energía, necesitó algún tiempo, y sólo debió sus progresos a la fuerza irresistible de sus armas, y a los recursos de una política profunda; pero nuestro pequeño Mahoma, apático y voluptuoso no necesitó más esfuerzos que abrir la boca, para vomitar calumnias y blasfemias. Sus sucesores siguen su plan, su ejemplo y su doctrina, reagravando cada día más y más sus lamentables efectos. Admirando yo la instantánea perversión del pueblo, he llegado a temer, si entre los que componemos el clero de la Nueva España, en general tan virtuoso y respetable, habrá sin embargo algún generoso de soberbia oculta, que haya merecido la pena dolorosa de ver perdidos en un momento los trabajos de tres siglos de tantos varones apostólicos. El resultado es cierto. La causa es un misterio; pero misterio que nos debe humillar y confundir. Nada diré de su hipocresía política o afectado patriotismo; pues por lo que queda expuesto, cualquiera puede convencerse que jamás lo han conocido, y que el amor de la patria es incompatible con la ambición que los devora, y los ha convertido en patricidas insensibles a la devastación de la patria y destrucción de sus conciudadanos.
Por lo que a mí toca, firme en esta resolución, lleno de confianza en los auxilios de la divina gracia, espero ejecutarla con toda fidelidad y del modo que tienda más conveniente a la pacificación general, y a la salvación de la patria; en cuya consideración me contemplo autorizado para suavizar los cánones penitenciales aún mucho más de lo que lo ha hecho la costumbre admitida por la iglesia. Y así protesto recibir a los eclesiásticos extraviados que vengan a mí arrepentidos, con tanta dulzura y tanto agrado, como si jamás hubieran delinquido: echaré un velo sobre sus defectos y los pondré en olvido, como quiere la nación se ejecute con todos los demás insurgentes que se someten a la autoridad y al imperio de la ley. Como sea sincero su arrepentimiento, los reintegraré en el uso de sus facultades y privilegios, y en la posesión y goce de sus beneficios, mediante el consentimiento del excelentísimo Sr. vicepatrono; y los promoveré según sus méritos y talentos.
Mas como los cabecillas del día, así eclesiásticos como seculares, en vez de arrepentirse, redoblan su obstinación y perversidad con la clemencia del gobierno y con sus propias derrotas, y llenos de rabia y de furor, tratan de consumar la devastación del reino en desquite de la ineptitud y confusión, y de destruir la iglesia por un sistema abierto y declarado, de que procede el furor con que insultan los templos, roban y destruyen sus ornamentos y alhajas, y cuanto está destinado al culto divino, y a la subsistencia de sus ministros, y se encarnizan sobre todo contra los párrocos y demás eclesiásticos que cumpliendo sus deberes, sostienen la fe y la doctrina evangélica contra la apostasía notoria de estos hombres pertinaces: por estos poderosos motivos y la poca esperanza de su enmienda al cabo de dos años de insordesencia y pertinacia en la excomunión y en todo género de crímenes, mientras no se les trate con más rigor y los hiera Dios de su mano en sus propias personas, me veo en la dura necesidad de ejecutar en ellos los últimos recursos de la iglesia en cumplimiento de la doctrina de San Pablo, como así lo hago por edicto separado, a fin de que el pueblo los pueda reconocer tales cuales son, prevenir los lazos que le tienden y desenredarse de aquellos en que han caído, y a fin de que ellos mismos puedan tomar motivo de su vergüenza y confusión para arrepentirse.
Valladolid, 16 de septiembre de 1812.
Manuel Abad Queipo, obispo electo.
Por mandato de su señoría ilustrísima, el obispo, mi señor.
Santiago Camiña, secretario.
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