Por Ernesto Lemoine V., 8 de Diciembre de 1810
Situada en el centro de la Nueva España, la rica Intendencia de Guanajuato fue, por razones socioeconómicas y geográficas que nada tienen que ver. con la casualidad o la contingencia, el escenario natural y cultural más a propósito para que en él estallara el volcán de la insurgencia, y para que desde él se derramaran sus lavas ardientes a todas las provincias circunvecinas. Punto equidistante a todos los extremos del inmenso virreinato, hizo también las veces de un almácigo donde se cultivaron las semillas de nuestra revolución social que, ya germinadas, se transportaron a otras tierras para que en éstas se desarrollaran. Todos sabemos el nombre del buen sembrador: don Miguel Hidalgo y Costilla.
Pero no ignoramos que las revoluciones, las auténticas —como la francesa de 1789, la mexicana de 1910, la rusa de 1917— y no las de pacotilla, traen consigo un impetuoso cargamento de aludes destructores: siembran realidades nuevas y, a la vez, arrasan situaciones viejas; y todo sin discriminación, es decir, que no necesariamente cuanto innoven será mejor que lo dejado atrás, ni todo lo que aniquilen era merecedor de semejante final. Surgida como ún bólido que de pronto ilumina con resplandores nunca vistos el hasta entonces sereno cielo de la Nueva España, la revolución del Padre Hidalgo asume de inmediato las proporciones de una conflagración general, que nada ni nadie puede ya contener. Los acontecimientos superan a los agentes que los hicieron posibles, los envuelven y los conducen —quieran o no— a los últimos extremos. Ciega y apocalíptica, la revolución avanza cortando cabezas y segando los campos: troncha al mismo tiempo al inocente y al malvado, el trigo y la cizaña; sus huellas las ha consignado la Historia —con mayúscula— en una serie de nombres altamente significativos: el Terror, Granaditas, Ekaterinenburg...
El 28 de septiembre de 1810, Hidalgo al frente de una muchedumbre desesperada, cayó sobre el opulento Real de Minas de Guanajuato y lo tomó después de un asalto tan sangriento y preñado de violencia, que su récuerdo perduró en el alma de una generación entera con los borrosos trazos de una pesadilla indescriptible e inenarrable. Mucho tiempo después, los vecinos acomodados o la clase media de la ciudad, lloraban la pérdida de infinitos amigos y seres queridos y la destrucción de tantos patrimonios; pero, ingratas como son las sociedades conservadoras, no reparaban en que ahí mismo, donde ocurrieron esas dantescas escenas, se les habían empezado a romper los grilletes de su prolongado cautiverio. Que la libertad suele pagarse a muy alto precio.
La ocupación de la ciudad por los insurgentes no duró ni dos meses. El 24 de noviembre, el brigadier Calleja, al frente de lucido y amenazador ejército, derrotaba a los patriotas en la Cañada de Marfil, y al día siguiente entraba, como otro Domiciano —según expresión de Bustamante—, a la plaza reconquistada. Al terror rojo sucedería ahora el blanco, y para enjuiciar y castigar a los sospechosos de infidencia o de colaboración con los rebeldes, don Félix dejó muy atrás la siniestra fama de Fouquier Tinville. Su Junta de Seguridad —verdadera oficina de delaciones—, hubiera estado perfectamente atendida por Fouché, y la horca y la picota, levantadas en la plaza principal, trabajaron con más rapidez, proporcionalmente hablando, que la guillotina de París en tiempos de Robespierre.
Uno de los primeros empeños de Calleja al recuperar Guanajuato, fue enterarse, por testigos presenciales, de los sucesos ahí acaecidos durante el ataque y la ocupación por los insurgentes. Recogió varios informes, y uno, interesantísimo, es el que ahora publicamos. Su autor, Juan José García Castrillo, escapó milagrosamente de la masacre que un día antes de la entrada de los realistas cometieron las turbas indisciplinadas de la ciudad, en las personas de los españoles presos, especialmente en la Alhóndiga de Granaditas. Alamán nos dice al respecto (Historia, II, 42, ed.1884): "Los presos que estaban en el Oratorio de San Felipe Neri, antiguo Colegio de los Jesuitas, pasaron la noche ocultos en la bóveda de la iglesia que servía de sepulcro". Y luego añade en nota al pie de página: "En este caso se encontró don Juan José García Castillo (sic), que fue después mi suegro, a quien oí contar el modo con que se salvó en la bóveda con sus compañeros, y todos los riesgos que corrieron".
Si García Castrillo llegó a ser suegro de Alamán, es indudable que de los labios de aquél recogió éste una jugosa reseña de tales acontecimientos; mas, no parece que utilizara directamente el informe que el cronista entregó a Calleja: por lo menos don Lucas no lo menciona en la larga lista de sus fuentes. Ello acrece el valor de nuestro testimonio; pero sus méritos son múltiples y no se limitan a esa sola circunstancia. En efecto, aunque el texto proviene de una realista, está redactado con una cierta objetividad —hasta donde era posible que fueran objetivos los actores o testigos de esa guerra implacable— en la que los dicterios al adversario y las imprecaciones grandilocuentes, que a menudo oscurecen el fondo en los. escritos de esta naturaleza, aqu í casi no aparecen. Puntualmente, García Castrillo va relatando, día por día, lo que ocurrió en Guanajuato desde el momento en que la Conjuración de Querétaro fue descubierta. Pese a su brevedad, pocas veces nos hemos topado con una crónica que describa, tan a lo vivo, el angustioso clima de una rica ciudad amagada por una tromba humana que se presiente inevitable. Ahí se palpa la impotencia del ilustrado intendente Riaño para detener la catástrofe; se respira lo que es una revolución —nuestra revolución—. El pánico y el terror presiden los actos de todos los habitantes. Y cuando la avalancha se precipita, el asedio y la toma de la Alhóndiga, dibujados en unas cuantas pinceladas, nos revelan la magnitud de un mundo que se desploma y el alzado de otro, completamente distinto, sobre los escombros del primero. Nunca como en Guanajuato se vio tan patente el dejar de ser Nueva España y el ser México. La mutación, ya lo dijimos antes, a un precio muy elevado: de vidas humanas, de bienes materiales, de quiebras espirituales.
Por último y para no alargar más este comentario, el testimonio de García Castrillo, imaginamos, lo escribió su autor con mano temblorosa, como que todavía no sal la del asombro de verse aún en el mundo de los vivos. Hidalgo ya no estaba ahí, pero al relator no se le borraba de la mente su figura: nervioso, imponente, despidiendo fuego a través de sus ojos azules, blandiendo la antorcha, arrollado por todos y arrollando a todos. Igual, en suma, al Hidalgo que plasmó el genio de Orozco en el Palacio de Gobierno de Guadalajara.
TESTIMONIO
Por denuncia del tambor rnayor del batallón de esta ciudad, hecha al capitán don Francisco de Bustamante, del proyecto del cura de Dolores, que lo llamó con el fin de que corrompiese a su cuerpo, dio parte al señor intendente el 13 de septiembre, quien inmediatamente procedió con el sargento mayor don Diego Berzabal y capitán don Joaquín Peláez a tomar declaraciones, de las que resultaron la prisión de los sargentos Rosas y Domínguez.
Siguió tomando otras providencias con la mayor actividad; y de las que se percibieron en el público, fueron dar orden al teniente don Gerónimo Gómez pasase al pueblo de Dolores, sorprendiese a Hidalgo o trajese una razón individual del estado de fermentación. Cumplió exactamente su encargo en la segunda parte; y con peligro de su vida, abriéndose camino por entre la multitud de indios que la cercaban, hubo de regresarse aquí. La otra fue hacer encargos a don Francisco Iriarte, que se hallaba en su hacienda de
San Juan de Llanos, inmediata a San Felipe, para que avisase a los europeos de aquellas inmendiaciones del peligro que les amenazaba, pues ya se percibía se les ponía por pretexto para sus iniquidades. Desempeñó Iriarte, con el carácter de valor que todos conocíamos y con el amor al rey de que dio tan repetidas pruebas.
A su vigilancia salieron los que había en Dolores, San Felipe y sus inmendiaciones; se reunieron a él quisieron sorprenderlos, mas no lo lograron, andando por caminos excusados. Dio parte al señor intendente de las verdaderas fuerzas que reunía Hidalgo y sus secuaces, como el que debían de atacar esta ciudad el 18 de septiembre, con cuyo motivo y la noticia que dieron de que por Santa Rosa se avistaba gente, tocaron la generala a las 11 del día.
El susto, la sorpresa y confusión, fue el resultado de la ignorancia del porqué (sic). Todos nos reunimos en el cuartel de infantería con las armas que cada uno tenía; se advertía la mejor disposición en toda clase de gentes, y al mando del capitán don Pedro Otero se unieron más de sesenta paisanos montados, a que agregada la compañía de don Francisco Bustamante se apostaron en Santa Rosa, donde permanecieron dos días.
Puso el intendente oficio al capitán don Martín del Collado, a Silao, para que habilitase sus compañías; lo mismo a Peláez para las de aquí; se formó una de todos los Paisanos con el nombre de Fernando VII. Se nombró por capitán al de igual clase de granaderos de Valladolid, don Pedro Telmo Primo, teniente don Juan José García Castrillo, y alférez don Manuel Fernando de Portu.
Se procedió a hacer cartuchos, cortaduras en las bocacalles, dirigidas por el teniente del batallón de esta ciudad, don José María Bustamante y don Manuel Gilberto de Riaño, que hacían de ayudantes; se continuaron estas disposiciones poniendo avanzadas, y el señor intendente despachando expresos a todas partes, auxiliándolo con celo el señor alcalde ordinario de primer voto, don Miguel de Arizmendi.
Hubo un cabildo en que acordaron se gastase de propios cuando fuese necesario, hablando enérgicamente en favor de la buena causa su alférez real don Fernando Marañón, y comisionaron al procurador don Pedro Cobo para cuanto fuese necesario.
Destinó el señor intendente al capitán don Mariano Otero y al de igual clase don Pedro Telmo, que tiene los poderes del señor conde de Casa Rul, a la mina de Valenciana, para mantener el buen orden y continuar sus laboríos, circulando oficio a los administradores de las demás con el mismo fin. Promovieron los voluntarios a capitán a Castrillo, teniente Portu, y alférez a don Benigno Bustamente.
Así seguía hasta el 20 del mismo septiembre, que por un falso aviso tocaron generala a las 12 de la noche, en cuyo momento se formó el batallón y voluntarios francos, pues se daban guardias a todas las estacadas hasta en número de 60 hombres; había avanzadas en las garitas, quienes conducían espías de los enemigos con continuación. Se presentó don Pedro Otero y fue destinado con Castrillo al mando de los voluntarios, quienes formados a retaguardia del batallón, marcharon a la plaza mayor y se mantuvieron hasta las 5 de la mañana, que desengañados se retiraron a sus destinos. Los vecinos de Marfil y administradores de las haciendas de beneficio, hicieron distinguidos servicios en rondas y descubiertas.
Todo anunciaba un feliz resultado y nuestro intendente, con su asesor ordinario, don Manuel Pérez Valdez, don Joaquín Peláez y ayudantes Bustamante y Riaño, trabajaban de día y noche, hasta que se empezó a notar mucha languidez en los ánimos del pueblo, que se aumentaba en proporción que se introducían los enemigos.
La noche del 24, llamó el intendente al alcalde Arizmendi y a don Francisco Iriarte, apoderado general de don Mariano Otero, que ten la la conducta, para que le facilitasen los auxilios necesarios para mudarse con todos los intereses de las reales cajas a la Alhóndiga como punto de defensa; y ya tenía las suyas Berzabal para los soldados. Opúsose Iriarte a su determinación, mas pedídoselos en nombre del rey, apuró sus arbitrios, y con el mayor orden durante ella fueron conducidos a aquel edificio hasta los utensilios del batallón, donde se acuarteló con dos compañías de dragones. Amaneció el siguiente día 25, se destruyeron las estacadas, se hizo acopio de víveres y abrieron otras como obras exteriores para mayor defensa de aquel edificio.
Estas operaciones contrastaban a los vecinos honrados, y el pueblo manifestaba pesar, sirviendo de pretexto para más desviarlo del buen partido el aumento de precios en las semillas, por el acopio que de ellas se hacía para la manutención de los que allí se encerraban.
Hubo una junta general de comunidades, curas, párrocos, cabildo y vecinos distinguidos, en la que el alférez real don Fernando Marañón manifestó lo expuesta que quedaba la ciudad, ninguna defensa que podrían hacer y otras razones. Todas fueron desechadas por el jefe e insistió en permanecer en aquel punto; muchos de los vecinos europeos de aquí y de los pueblos inmediatos se reunieron en él, con caudales y alhajas de valor.
Se decía debía llegar el señor brigadier don Félix Calleja con socorros de un día a otro, y esto aumentaba más la confianza, hasta el 27 de septiembre que ordenó el señor Riaño saliese el batallón, voluntarios y tres compañías de dragones del príncipe, al mando de los capitanes don José Castilla y Peláez, replegándose éste del puesto que ocupaba a hacer un paseo militar a la plaza mayor, donde todos maniobraron a las órdenes del sargento mayor Berzabal en unión del inténdente. El silencio del mucho pueblo espectador y ningunos vivas a nuestro rey, desalentó al señor Riaño para no arengarlo, como tenía determinado.
Toda la tropa se retiró a la Alhóndiga y el siguiente 28, a cosa de las 11 de la mañana, se presentaron los nombrados embajadores, Abasolo y Camargo, intimando la rendición por una carta del cura Hidalgo para el señor intendente; en ella exponía sucintamente que había sido proclamado en los campos de Celaya por más de 50 mil almas a Capitán General de América; que sirviéndole de estorbo para sus fines los europeos, serían prisioneros hasta la fácil conclusión de la conquista; que quedarían siempre ciudadanos sin obtener empleo alguno, siendo preciso el saqueo de sus intereses, por convenir así a su sistema. Pasó el intendente copia al ilustre ayuntamiento con su respuesta, e hizo entender a los enviados, por medio de su asesor ordinario, aguardaba la respuesta del cabildo; contestó Abasolo que estando inmediato su general, pasaba a darle parte, quedando su compañero Camargo para conducirla, quien fue obsequiado por Iriarte, que estaba en aquel punto con 20 voluntarios y otros tantos del batallón a las órdenes del teniente Riaño. La respuesta del cabildo fue que le habrían privado de los medios de defensa; la de intendente, puesto de acuerdo con los voluntarios y batallón a quienes leyó la intimación, la de defenderse hasta derramar la última gota de su sangre.
Replegadas las cortas fuerzas que había en la ciudad al punto de defensa, destinaron oficiales que mandasen las estacadas, dando la de la calle de los Pocitos al capitán Telmo, que el día anterior lo habían agregado al batallón; la de Belén, estaba a la del teniente Riaño, y la de Salgado a la de Peláez. Doblaron la guardia de prevención a las órdenes del capitán don Angel de la Riva y duplicaron el número de voluntarios y soldados en todas ellas. En este instante, se vieron tomados todos los cerros por los insurgentes, cuyo número era difícil calcular, avistándose muchas banderillas blancas e imágenes de Nuestra Señora de Guadalupe. Se apostaron en el nombrado del Cuarto, que domina la Alhóndiga de donde se oían infinitas voces de i Viva Nuestra Señora de Guadalupe! y América!
La muchedumbre que estaba en el cerro de San Miguel empezó a bajar por las carreras y a cosa de las 12 oímos los repiques de campanas en todos los templos. Los que se acercaban por la calle de los Pocitos recibían el continuado fuego de aquel punto y lo propio por la de Belén; mas los que estaban en el Cuarto nos lo hacían y tiraban con honda infinitas piedras, que al principio no ofendían; mas bajándose a su falda, sin oposición por nuestra parte, no teníamos punto en que no sufriésemos el mayor estrago.
El intendente, con la mayor serenidad, recorría sus avanzadas sin que lo acobardaran las mechas balas y pedradas, hasta que a cosa de las dos y media, estando a la puerta de la Alhóndiga, fue muerto por una bala que le pasó la cabeza.
Se replegaron las estacadas en las que fue herido de otra el capitán Telmo, poco antes, y reemplazado por Bustamante. Se mandó bajar el resto del batallón y voluntarios que estaban en la azotea y cerrar la única puerta de aquel edificio, empezando la confusión y desorden. Hubo una especie de junta en que acordaron tirar unos papeles en que avisaba el asesor estar rendido el fuerte y que viniesen a capitular. Más de veinte de éstos tiraron por las troneras, que no surtieron efecto, ni dos mil pesos que (se arrojaron) por disposición del alcalde Arizmendi, y una sábana que significaba bandera blanca.
Dos soldados del batallón se ofrecieron a llevar los papeles indicados, dejándose descolgar con unas reatas por las troneras y fueron muertos, en cuyo apuro continuó el fuego, arrojando frascos de hierro llenos de pólvora por las troneras; y ya estaban rompiendo la puerta y prendiéndole fuego.
Berzabal ordenó su tropa, siempre fiel, la de voluntarios mezclada y aun los dragones desmontados. Ardía la puerta; habían hecho agujeros, tiraban balazos, llovían piedras y no prestaba el edificio paraje seguro; corrían todos por el patio, tocaban alarma, todos se reunían, nada se hacía, todos se dispersaban, el fuego se aumentaba, más la confusión; y, puesto con sus banderas el resto de tropas, entran de tropel infinitos indios con lanzas, espadas, palos y machetes, en unión de toda la plebe de este lugar, y no se halla un paraje seguro, donde dando muerte a infinitos, maltratados a cuchilladas otros, desnudos todos, empezó el saqueo más atroz de que no hay memoria, quitando la vida aun a los que la imploraban en la postura más humilde, no siendo fácil hacer una pintura de la desolación, la falta de humanidad y la horrorosa vista que todo presentaba.
Continuaba el saqueo, tomando barras de plata, talegas y cuanto encontraban, sin que aun en esto hubiese quien lo metodizase. Las escaleras y entrada de la Alhóndiga, llena de cadáveres, desnudos y mutilados; conduciendo muchos moribundos a la cárcel pública, donde no fueron curados y asistidos en 48 horas. Las casas, cajones, haciendas y cuanto pertenecía a los europeos y aun a los adictos a ellos, robado y destrozado, siguiéndose un desorden en lo moral en los parajes públicos, que es preciso correr un denso velo para ocultarlo.
Se distinguieron con valor en la acción, el teniente don Manuel Gilberto de Riaño, herido gravemente en la cabeza, de que murió; en un muslo el capitán don Pedro Telmo, en el principio, y después con 4 heridas en la cabeza y muchas contusiones; don Juan José Castrillo, herido mortalmente de un sablazo en la cabeza; don José María Bustamante, herido de gravedad; muerto, con infinitas heridas e inhumanidad, el mayor Berzabal; muerto don Manuel Portu; muerto su hermano don Luis, voluntario; muerto el teniente del batallón, don José Manuel de Bustamante y otros que sería muy difícil numerar. Don Francisco Iriarte, muerto y cubierto de gloria, pues aseguran mató más de cuarenta; el alférez del príncipe, don Francisco Valenzuela, hizo prodigios de valor; y cada uno de los voluntarios vendió muy cara su muerte. De los soldados del batallón, perecieron infinitos cubiertos de honor; herido el capitán Bustamante; el de igual clase don Angel de la Riva; don Mariano de Otero padeció infinito en sus bienes; don Francisco Septién y don Pedro Otero contribuyeron a dar noticias, entregando las cartas originales al intendente; el mismo Otero, en unión de don Francisco Bustamante, trataron con sus cortas fuerzas de ir a Dolores, cuyo proyecto no adoptó el jefe; don Pedro Cobo, sin embargo de su empleo de procurador, hizo guardias con los voluntarios, patrulló y salió herido; don José González, alférez del batallón, muerto de infinitas heridas; don Luis Miera, muerto con otros muchos que sufrieron igual suerte, cuya numeración sería muy dilatada.
Es cuanto puedo decir como testigo de vista, Guanajuato, diciembre 8 de 1810.
Juan José García Castrillo.
Es copia. Calleja (rúbrica).
Lemoine Villicaña Ernesto. Morelos su vida revolucionaria a través de sus escritos y de otros testimonios de la época. México. UNAM. 1965. 715 págs. [Coordinación de Humanidades].
(Archivo General de la Nación, Operaciones de Guerra, t.170, ff.489—91).
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