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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1810 Entrada del ejército a Toluca: Batalla de las Cruces y contra la marcha del mismo

7 de Noviembre de 1810

Como por el día 20 de octubre del año de 1810 tuvo noticia el Gobierno Virreynal de México, que el Cura D. Miguel Hidalgo, pronunciado en el Pueblo de Dolores, de donde era Párroco, contra el mismo Gobierno, se acercaba con el ejército tumultuario que lo seguía, a las inmediaciones de Ixtlahuaca, destacó una división de tropa compuesta de la columna de granaderos, y alguna caballería de realistas voluntarios españoles, al mando del Brigadier D. Torcuato Trujillo y Chacón, que estaba recién venido de la Península.

Este militar se apersonó a esta Ciudad el día 26 del propio mes; y tratando de engrosar su Caballería dispuso, que de las Haciendas adyacentes, que lo son, la de Atenco, S. Nicolás Peralta, Sta. Cata(ring) y Da. Rosa, se le remitieran montados los dependientes, aptos de armas tomar que en ellas hubiese; lo que así se verificó: y habiendo reunido como treinta o cuarenta de estos, los armó con lanzas, que a la sazón traía de la capital de México. Con esta división marchó para Toluca el día 27, e informado allí que ya las guerrillas de Hidalgo llegaban a Ixtlahuaca se dirigió para aquel punto, y en la Cañada que llaman de este nombre, se situó con el fin de sorprender allí al ejército militarmente; pero sabedor de que traía Hidalgo como cien mil hombres, y que no era a propósito aquel punto para batirlo, contra marchó y vino el día 28 a amanecer a esta Ciudad; en cuyo día se fortificó en el Puente del Río Matalzingo para esperarlo: este que en ese mismo día entró a Toluca, al siguiente marchó para Santiago Tianguistengo por el camino de la Hacienda de Atenco, de lo que informado Trujillo se fue luego a tomar el punto de la cuesta de Amomolulco, a extra muros de esta Ciudad, suponiendo que Hidalgo debería venir por el Pueblo de Ocoyoacac a seguir por ese punto su ruta para México; pero el ejército no tomó este, sino el de el Pueblo de AtlaPulco situado sobre los montes de Ocoyoacac, por un pasaje que llaman las Carboneras que va a salir a la falda del Monte de las Cruces.

Habiendo recibido esta noticia Trujillo por los vigiles que tenía en observación de los movimientos de Hidalgo, que este iba por aquel camino, tomó la delantera, y a marcha forzada se fue a situar al punto más ventajoso de las Cruces, que es una meseta que domina en línea recta un gran pedazo del camino real, el que precisamente debía tomar Hidalgo con su ejército. En aquel momento Trujillo comunicó al Gobierno de México la posición en que se hallaba, pidiendo refuerzo de gente y artillería, con la cual pensaba desbaratar allí mismo al Cura Hidalgo. El Virrey le mandó alguna infantería, los demás españoles realistas, que voluntariamente se habían listado, al mando de un tal Bringas, comerciante, con el título de Capitán, y dos piezas de artillería.

A horas que serían las diez de la mañana del día 30 se avistó Hidalgo en la línea del citado camino, y estando a tiro de cañón se rompió el fuego por ambas partes; pero como Trujillo estaba en la mejor posición, le hizo tan gran mortandad al ejército contrario, que hubiera destrozándolo enteramente, si no toma Hidalgo la providencia de flanquear a Trujillo por la derecha con una culebrina de palo, que talando a toda prisa el monte de la izquierda, mandó trepar al punto superior en altura que dominaba a la posición en que lo batía Trujillo; cuya maniobra dio tan buen resultado al ejército de Hidalgo, que luego se desbarató la división de Trujillo, y tocó retirada a todo escape, dejando los dos cañones y todo el tren de guerra; llevándose a los heridos que pudo y entre ellos al Capitán Bringas, que a pocos días murió en México.

Serían las dos de la tarde cuando ya desocupado el ejército de la Batalla, continuó su marcha a la Venta de Cuajimalpa, donde puso su Cuartel, dando luego providencia de que se enterrasen cadáveres de una y otra parte; cuya operación, que sólo fue a tapa tierra en las zanjas de las orillas del camino, se concluyó hasta la mañana del día 31.

Por lo antecedente redactado se presumirá el lector, pues así lo va a entender, que yo estuve personalmente en aquella acción, pero se desengañará con lo que a consecuencia voy a referir, que fue la causa de que adquiriera tan minuciosas en detalle las noticias de dicha acción; y es de esta manera: En la tarde de ese propio día, como a las dos de ella, se apersonó en esta ciudad una partida de lanceros con orden de llevar de grado o por la fuerza algunos herreros con fragua y demás herramienta, a efecto de que fueran a la venta a montar los cañones que el día antes se habían inutilizado en la batalla a cuya expedición se facilitó el Maestro D. José Lechuga; y como yo el redactor ejercía entonces el oficio de la herrería en compañía del mismo, me invitó para que fuera con él a desempeñar aquella operación; y no pudiendo excusarme, tanto por que era mi hermano político, como por la mucha intimidad y armonía que llevábamos me decid í a acompañarlo.

Luego dispusimos la marcha, con dos oficiales, dos aprendices y tres mulas que cargaron la herramienta. A cosa de las cuatro de la tarde salimos de ésta escoltados por la partida susodicha.

Serían las ocho de la noche cuando llegamos a Cuajimalpa, y habiéndome facultado el Maestro Lechuga para que me entendiera en aquel asunto, sobre lo que se había de hacer, y con quién se debía contestar, porque él era muy corto de palabras, el Capitán de la escolta me condujo a un cuarto del Mesón donde estaba alojado el Teniente General Aldama, quién impuesto de quién era yo, y a qué iba, me intimó que en el acto pusiera en obra la montadura de los cañones inutilizados: y habiéndole hecho ver los inconvenientes que se presentaban para emprender en la noche aquella maniobra, convino en que al otro día se ejecutase lo más pronto posible; con cuya orden me despedí y fui a reunirme con mis compañeros. Vaya una digresión que no me parece inoportuna. Al entrar al Mesón de la Venta advertí que en el patio estaban tirados unos cadáveres, que no dejaron de sorprenderme, y al salir con ese cuidado pregunté a mi conductor: ¿por qué estaban aquellos insepultos? y me contestó: que eran unos nueve arrieros que estando alojados, y a la custodia de la carga de unos cajones de cigarros que conducían para ministrar al ejército, en un cuarto que era adelante de la Garita del Peaje, hecho a retajo en la loma, y sólo con una pared al frente del camino, donde tenía la puerta de su entrada, éste con la multitud de gente que se había acampado en dicha loma, se desplomó en la madrugada de ese día y tapó con la tierra a los arrieros y cajones que en él eran; y a pesar de haber ocurrido luego mucha gente a desenterrarlos, ya no los encontraron vivos, y al otro día supe igualmente que entre éstos había perecido un lermeño llamado Tiburcio Cruz, el que efectivamente era arriero y vivía en los Ranchos de Amomolulco. Sigamos nuestra historia. Dado aviso al Maestro Lechuga de lo que había contestado con el señor Aldama, y de lo que a otro día debíamos hacer, a causa de un frío extremado que hacía, mis compañeros se fueron a calentar a las hogueras, que en grupos, infinidad de ellas había encendido la gente del ejército: y yo me quedé solo en el Portal de la Garita del Peaje a cuidar de la fragua y herramienta que allí se había acomodado. Voy a referir mientras pasa la noche, lo mala que fue para mí. Ya dije que corría en aquellas lomas un aire frío intolerable; pues éste, la poca ropa que llevé, el empedrado del suelo en que estaba recostado, los desentonados alabados y otras canciones religiosas que en cada lumbrada cantaban aquellos grupos toda la noche; y por último un terror pánico que se apoderó de mí, imaginando, que por la derrota anterior que había sufrido la división del Brigadier Trujillo, mandaría el Gobierno de México una fuerza competente que a la madrugada atacara a aquel ejército, que no tenía otro aspecto que el de tumultuario, ya me consideraba envuelto en una acción de guerra, en la que me era indispensable perecer. Figúrese el lector ¿qué descanso podía tener mi cuerpo, según la posición en que estaba, ni qué reposo mi espíritu con los temores de que me hallaba cercado? Pero alguna quietud logré alcanzar cuando, como a las cuatro de la mañana oí llegar un coche a la venta, que según observé procedía de la Capital de México; infiriendo que éste traía algún personaje enviado del Virrey para tratar de apaciguar al Cura Hidalgo; pero en la mañana del propio día me informaron de lo contrario; y fue, que en aquel coche había ido a México una Comisión mandada por Hidalgo a entrar en contestaciones con el Gobierno, y éste la desairó e hizo se volviése sin oirla. Sigamos nuestra historia. Al descubrir la aurora en el horizonte su primer arrebol el día lo. de noviembre, y festividad de todos Santos, ya estaban mis compañeros reunidos conmigo, y luego tratamos de levantar hornilla y colocar la herramienta donde pudiésemos operar, ínterin el maestro Lechuga iba a los pueblos de Acupilco o Cuajimalpa a solicitar carbón, que a ese tiempo se nos presentó esta dificultad, y no habiéndolo encontrado en los pueblos, dispusimos fuera al de Atlapulco a conseguirlo; entre tanto se dio fin a la colocación de la fragua; pero con la falta de carbón nada se podía hacer. A ese tiempo dieron las bandas de tambores los toques de ordenanza para misa, y concluidos que fueron, en la Plazuela de la Venta, donde estaba ya puesto un altar portátil la dijo uno de los capellanes del ejército.

Acabada que fue, yo, con la camorra de que no había carbón, me dirigí para la Garita, en cuyo portal habíamos puesto la fragua, e internándome en él, quiso la suerte que en un rincón encontrara un montón de este material; y aunque era de encino, e impropio para nuestro ejercicio, con él me puse a maniobrar. Como a las once del día ya tenía montados dos cañones; a esa hora volvió el Maesto Lechuga de Atlapulco sin haber hallado el tal carbón, y yo en el acto fui a dar aviso al Sr. Aldama de lo que se había trabajado, y luego me dio orden de que suspendiese aquella obra, porque se iba a levantar el campo en contra marcha para esta ciudad; y preguntándome al propio tiempo cuánto era de nuestro trabajo, antes de responderle me propuso, que si me contentaba con la culebrina de palo que se había desfogonado en las Cruces, y estaba allí tirada a mi vista, y haciéndome cargo de ella, observé que tenía bastante hierro en los muñones y casquillos con que a trechos estaba ceñida; y conociendo que bien compensaba nuestro trabajo, acepté la oferta; pero luego me intimó que no la habíamos de cargar en pieza, sino que se había de demoler para que sólo nos quedara el hierro; a todo convine, y en el acto entre todos los compañeros, a fuego y golpes de machos y martillos la destrozamos. Mientras nos ocupábamos en esta operación comenzó a salir el ejército, y concluida que fue, a cosa de la una de latarde, nos pusimos a recoger la fragua y herramienta. Estando ocupados en esto, algunos del ejército que se quedaron atrás, de la mucha gente que iba a él, se echaron al saqueo de la Garita del Peaje, y la casa Mesón de la Venta, a cuyo desorden acudieron los indígenas y otros vecinos de Acupilco y Quaximalpa. Yo procuré violentar mi salida de allí temeroso, como lo había estado en la noche, de que pudiera mandar el gobierno de México algunas tropas en persecución de Hidalgo; y en compañía de otro hermano político mío, que fue con nosotros, enancados en un caballo, como habíamos ido, tomamos la delantera, dejando a los demás que cargaran la fragua, con el objeto de entrar al centro del ejército para librarnos de algún resultado de retaguardia. Por fin, cortando veredas, porque no se podía andar el camino aprisa, por la multitud que lo ocupaba, como a la oración de la noche alcanzamos a la artillería de este lado del Río Hondo, y a cosa de las ocho entramos a esta ciudad. iPero cuál fue mi sorpresa, cuando después de haber visto a mi entrada, las calles, la plaza, y por último, toda la Ciudad llena de gente, encontré la primera pieza de mi casa que no había donde poner un pie, por la mucha que en ella se había alojado, figurándome en ese instante que habían lanzado a mi familia a la calle! Pero internándome la hallé en otra pieza con mucha quietud, y mi esposa luego me refirió, que aquella tropa se alojó allí militarmente, y en manera alguna le había dado que sentir: que en otra pieza de más adentro también estaba alojado un Religioso Mercedario a la que luego me dirigía, y en efecto, lo hallé sentado a la mesa; lo saludé, y el me correspondió con mucha urbanidad: y entrando en conversación con él, me dijo era uno de los capellanes del ejército: me impuso circunstanciadamente de la batalla de las Cruces; con cuya noticia, y las que había adquirido, que todas fueron conformes, en mi viaje a aquel punto, he redactado la anterior historia. Al otro día 2 de noviembre, en la mañana marchó el Cura Hidalgo con su ejército, tomando el camino del Cerrillo, que entonces llamaban de Las Partidas, y a muy pocos días llegó la noticia de que había sido derrotado, el día 7 del mismo en S. Gerónimo Aculco por el Brigadier D. Félix María Calleja.