Jerónimo de Mendieta (O. F. M.)
Libro primero de la historia eclesiástica indiana
Que trata de la introducción del Evangelio y Fe cristiana en la isla Española y sus comarcas, que primeramente fueron descubiertas
Capítulo primero
Del maravilloso descubrimiento de la isla Española, que fué principio para conquistarse las Indias Occidentales
Cristóbal Colón, de nación genovés, fué el primero que en estos tiempos descubrió la tierra que llamamos Indias, por el mar Océano, hallando la isla Hayti, que puso por nombre Española, porque la ganó en el año de mill y cuatrocientos y noventa y dos con gente y navíos españoles, á costa de los reyes católicos de España, Don Fernando y Doña Isabel. El orígen y fundamento de esta navegación no fué otro ni se halla más claridad (con haber tan pocos años que pasó) sino que una carabela de nuestra España (no saben si vizcaína, si portuguesa ó del Andalucía) navegando por el mar Océano, forzada del viento levante fué á parar á tierra desconocida y no puesta en la carta de marear; y volviendo en muchos más días que fué, llegó á la isla de la Madera, donde el Cristóbal Colón á la sazón residía. Dicen que la carabela no llevaba más del piloto y otros tres ó cuatro marineros, habiendo fallecido todos los demás; y estos pocos, como fuesen enfermos de hambre y otros trabajos que pasaron, en breve murieron en el puerto. Era Colón marinero y maestro de hacer cartas de marear. Tuvo dicha que aquel piloto (cuyo nombre no se sabe) muriese en su casa; de suerte que quedando en su poder las escrituras de la carabela, y la relación de aquel luengo viaje, se le alzaron los pensamientos á querer buscar nuevo mundo. Mas como fuese pobre, y para tal empresa tuviese necesidad de muchos dineros y de favor de rey ó gran príncipe que pudiese sustentar lo que él descubriese, anduvo de uno en otro, solicitando primero los reyes de Inglaterra y Portugal, y después los duques de Medinasidonia y Medinaceli, por ser el uno señor de San Lúcar de Barrameda, y el otro del Puerto de Santa María, donde había buen aparejo para darle navíos, según el curso de aquella derrota. Teníanlo todos por burlador, y el negocio que trataba por sueño, viéndolo pobre y solo, y sin más crédito que el de un fraile francisco del monesterio de la Rábida, en la provincia de Andalucía, el cual lo esforzó mucho en esta su demanda, y fué parte para que no desmayase en ella, certificándolo de su buena ventura, si tuviese perseverancia. Este fraile, por nombre Fr. Juan Pérez de Marchena, había encaminado á Colón á los duques ya dichos; y visto que estos señores lo echaban por alto, aconsejóle que fuese á la corte de los Reyes Católicos de Castilla, para quien esta buena dicha estaba guardada, y escribió con él á Fr. Hernando de Talavera, confesor de la reina. Llegado, pues, á la corte, y dada su petición, los Reyes Católicos, pareciéndoles gran novedad aquélla y poco fundada, no curaron mucho en ella, mayormente por estar entonces muy metidos en la guerra de Granada. Mas todavía, como príncipes celosísimos de la salud de las almas y del aumento de la santa fe católica, teniendo ya Colón un poco más de entrada y crédito por medio del arzobispo de Toledo, D. Pero González de Mendoza, le dieron esperanza de buen despacho para en acabando la guerra que tenían entre manos, y así lo cumplieron luego que los moros fueron vencidos, el mismo año que se ganó de ellos la ciudad de Granada. Ésta es en suma toda la relación que hay del orígen y principio que tuvo el descubrimiento. de las Indias Occidentales, que hoy día tienen más tierra descubierta y puesta en obediencia de la Iglesia, que todo el resto de la cristiandad. Cosa maravillosa, que durase tanto en la mar un viento, que pudiese llevar forzado más de mil leguas un navío; que no se supiese de qué nación ó provincia de España era aquella carabela; que no diesen mandato aquellos marineros enfermos, para que supiesen de ellos en su patria; que no quedase siquiera por memoria el nombre de aquel piloto. ¿Y es posible que para proveer nuestros reyes de navíos y gente á Colón no se informarían primero dónde y cómo tuvo noticia de las nuevas tierras que prometía? y qué ¿no sacarían de raíz este negocio? y pues no lo hicieron, y de tan pocos días atrás no hallamos más claridad que esta en caso tan arduo, entendamos no haber sido negocio humano, ni caso fortuito, sino obrado por divino misterio, y que aquel piloto y marineros pudieron ser llevados y regidos por algunos ángeles para el efecto que se siguió,y que finalmente escogió Dios por medio é instrumento á Colón para comenzar á descubrir y abrir el camino de este Nuevo Mundo, donde se quería manifestar y comunicar á tanta multitud de ánimas que no lo conocían, como escogió á Fernando Cortés por instrumento y medio de la principal conversión que en las Indias se ha hecho: y así como negocio de Dios y negocio de ánimas, fué guiado y solicitado por varón religioso dedicado al culto divino. Dicen los que humanamente sienten, que el Fr. Juan Pérez de Marchena insistió á Colón á la prosecución de esta empresa, y no le dejó volver atrás, como humanista que era y dado á la cosmografía; pero no cuadra este dicho á buena consideración, porque aunque él supiera más de esta ciencia que Ptolomeo, fuera gran temeridad (confiado de su teórica) traer así un hombre perdido y acosado de reino en reino, y ponello en demanda que había de parecer locura á todo el mundo. Harto más camino lleva decir que este fraile pobre y penitente fuese hombre espiritual y devoto, más que cosmógrafo, y que alcanzase á saber de estas nuevas tierras y gentes á los nuestros ocultas, no por ciencia humana, sino por alguna revelación divina; como la tuvo el santo Fr. Martín de Valencia de la conversión de estas gentes, que con sus compañeros había de hacer, algunos años antes que ello pasase, según lo diremos en su lugar.
Capítulo II
Con cuánta, conveniencia el descubrimiento de las Indias cupo en suerte a los Reyes Católicos
Mucho es aquí de considerar la cuenta particular que nuestro Señor Dios siempre ha tenido con remunerar á los reyes ó príncipes que han mostrado especial celo de las cosas de su honra y servicio, no contentándose con darles el premio de la bienaventuranza eterna, con que sobradamente quedaban pagados por mucho más que hicieran, sino que aun acá en la tierra quiso magnificarlos con singulares prerogativas á otros no comunicadas. Y esto porque quedase memoria entre los hombres de los fieles servicios que estos tales hicieron á su Dios, y de la gloria y fama que en recompensa de esto, siendo de la divina mano favorecidos, ganaron, y para que otros movidos por su ejemplo, con esperanza de semejante galardón se esforzasen á dejar sus regalos y propios intereses y buscar sólo el de Dios que guía y lleva á próspero fin todas las cosas de aquellos que en sus obras lo tienen por blanco. Cumple en esto el Señor su palabra que dijo hablando contra el descuido de Helí, sacerdote, en lo tocante á su honra y servicio: «Cualquiera que buscare mi honra y mi gloria, á este glorificaré yo; mas los que me tuvieren en poco quedarán bajos y apocados»; dejando aparte los que por servir á sus apetitos y no á la voluntad de Dios fueron reprobados y abatidos, como Saul, Acab, Ocozías y otros muchos cuyas historias son vulgares; por el contrario, de los que por ser fieles y cuidadosos del servicio de Dios, fueron de Él honrados y engrandecidos, tenemos hartos ejemplos en el tiempo de ambos Testamentos, Viejo y Nuevo. En el Viejo leemos de David que por el gran fervor que tuvo en las cosas del culto divino, reverenciando mucho la Arca del Testamento, ordenando cantores y sacerdotes devotos y santos que día y noche alabasen á Dios, y él con ellos, deseando edificar al Señor un preciosísimo templo, y dejando para él á su hijo Salomón allegados los materiales; en pago de estos y otros religiosos servicios le fué concedida victoria en todas las batallas que tuvo con sus enemigos, y todos los reyes y pueblos sus comarcanos le fueron sujetos ó aliados. El rey Asa siguió las pisadas de David, y fué tanto su celo, que no contento con haber destruido, en comenzando á reinar, todos los ídolos y altares de ellos en su reino, hizo después junta general de sus vasallos en Jerusalén, y habiéndoles predicado en persona, y persuadido á la obediencia y adoración de un solo Dios, movió tanto al pueblo, que juraron y votaron de adorar y servir á solo Él de todo corazón; y por ello mereció este rey vencer milagrosamente con poca gente al rey Zara de Etiopía, que venía contra él con un millón de hombres de pelea. Su hijo Josafat no menos fué acepto á Dios, porque en el tercer año de su reinado eligió siete principales, los más devotos de su reino, y nueve levitas y dos sacerdotes, y todos juntos los envió por todas las ciudades de su señorío, para que llevando consigo el libro de la Ley, enseñasen en ella al pueblo y lo atrajesen al culto y servicio de Dios: y demás de esto estableció jueces en Jerusalén, y en todas las ciudades de su reino sacerdotes ó príncipes que rectamente juzgasen el pueblo; mandándoles sobre todo, que ofreciéndose dudas de la Ley y de sus preceptos y ceremonias, declarasen al vulgo la verdad y lo alumbrasen de lo que debían hacer, porque no ofendiesen á Dios, el cual por este su celo y devoción hizo á Josafat próspero en muchas riquezas y gloria, en tanto que todos los reinos comarcanos lo temían y estimaban, y los filisteos y árabes por gran cosa cuenta la Escritura que le ofrecían dones: y por su oración, sin pelear él ni los suyos, destruyó Dios un gran ejército de sus enemigos que lo tenían puesto en aprieto. Viniendo., pues, a nuestros príncipes cristianos del Nuevo Testamento, y comprendiéndolos (por abreviar) debajo de una cláusula, ¿quién hay que ignore con cuánta piedad, devoción y cuidado reverenciaron y trataron las cosas de Dios los religiosísimos emperadores Constantino, y Teodosio, Justino, y Justiniano, y el gran Cárlos de Francia, y cómo por el mismo caso tuvieron felicísimo suceso sus imperios, y sus personas alcanzaron perpetua gloria con maravillosas virtudes y hazañas que con el favor de Dios obraron? Y si en éstos y otros (que sería largo contar) se verificó aquella sentencia de Dios que glorifica y engrandece á los que pretenden su divina honra y gloria, con tanta y aun más razón podemos decir que en estos últimos tiempos se ha verificado en nuestros Reyes Católicos: los cuales así como entre los otros se esmeraron en el cuidado y reverencia del culto divino y en celar el aumento de la religión cristiana, gastando toda su vida y rentas en remediar necesidades, edificar templos, reformar todos los estados, desagraviar sus vasallos, quitar desafueros con las hermandades que en sus reinos establecieron, y finalmente en apurar la observancia de la vida cristiana con la santa Inquisición que instituyeron; así también se esmeró Dios en darles singular remuneración en el suelo, después de hacerlos gloriosos reyes en el cielo, comunicándoles gracia y fortaleza para sujetar y reducir á la obediencia de su Iglesia católica todas las huestes visibles que en el mundo tiene Lucifer. Sabemos que este príncipe de tinieblas, queriendo escurecer á los hombres la luz de la Santísima Trinidad (en que estriba y se funda la Ley evangélica), ordenó contra ella tres haces, y levantó tres banderas de gente engañada y pervertida, con que desde el primer nacimiento de la Iglesia le ha ido dando continua batería; que son la perfidia judaica, la falsedad mahomética, y la ceguera idolátrica; dejando atrás la malicia casera de los herejes, que no menos perniciosa ha sido, y podemos decir que más molesta. Pues para contrastar y desbaratar estas tres poderosísimas batallas del enemigo, en que ha traído enredada y sujeta á su dominio la mayor parte del mundo, parece que escogió Dios por sus especiales caudillos á nuestros Reyes Católicos; y así vemos que cuanto á lo primero, desterraron totalmente de los reinos de España los ritos y ceremonias de la ley vieja, que hasta sus tiempos se había permitido: y luego tras esto alanzaron de todo punto los moros de la ciudad y reino de Granada, que hasta entonces se habían conservado en ella: de manera que alimpiaron á toda España de la espurcicia con que de tantos años atrás con estas dos sectas estaba contaminada, en deshonor y ofensa de nuestra religión cristiana. Y aun por este santísimo celo y heroica hazaña es de creer que merecieron lo que sucesivamente se siguió, que apenas fué concluida la guerra de los moros, cuando les puso Dios en sus manos la conquista y conversión de infinidad de gentes idólatras, y de tan remotas y incógnitas regiones, que más parece haber sido divinalmente otorgada, que casualmente ofrecida. Y no dudo, mas antes, confiado en la misericordia del muy alto Señor, tengo por averiguado, que así como á estos católicos reyes fué concedido el comenzar á extirpar los tres diabólicos escuadrones arriba señalados, con el cuarto de los herejes, cuyo remedio y medicina es la santa Inquisición, así también se les concedió que los reyes sus sucesores den fin á este negocio; de suerte que así como ellos alimpiaron á España de estas malas sectas, así también la universal destrucción de ellas en el orbe y conversión final de todas las gentes al gremio de la Iglesia se haga por mano de los reyes sus descendientes.
Capítulo III
Cómo estos ínclitos Reyes se hirieron padres espirituales de los indios, y la conquista de ellos les fué concedida por la Silla Apostólica
Tiene muy gran semejanza la preeminencia ó prerogativa de estos bienaventurados príncipes, concedida de Dios por el celo que de su fe tuvieron, con la que se le concedió al patriarca Abraham, cuando le fué dicho que en su linaje y descendencia serían benditas todas las gentes. Porque la bendición que las gentes alcanzaron en el linaje de Abraham, fué gozar de la venida del Hijo de Dios al mundo, encarnando en el vientre de la Vírgen, que por línea recta descendía de aquel gran patriarca, y participar de la redención del género humano, que por el derramamiento de su preciosa sangre se hizo. Y esta misma bendición se ha administrado y administra á este Nuevo Mundo y gentes sin número recién descubiertas, por mano de estos dichosos reyes y de sus descendientes, enviando predicadores que con su doctrina han introducido á Cristo en este Nuevo Orbe donde no era conocido: de suerte que por nueva fe fué engendrado y nació en los corazones de innumerables gentes que antes de todo punto lo ignoraban. Y así los mismos indios (por la gracia de Dios ya cristianos), hablando del tiempo en que se les comenzó á predicar el Evangelio, y ellos á recibirlo, dicen: «Cuando Nuestro Señor llegó, ó vino á nosotros;» como hombres que saben cuán remotos estuvieron de él antes de este tiempo: donde parece también cómo el nombre que mereció Abraham de Padre de la Fe entre los hebreos (según lo llama S. Pablo), conviene asimismo á estos católicos reyes entre los indios, pues por su celo y cuidado se ha plantado y cultivado en estas partes occidentales la santa fe católica; y por el consiguiente les conviene el nombre de padres de muchas gentes, pues muchos millones de ánimas han sido aquí regeneradas por el sagrado baptismo. En confirmación de lo cual quiso Dios y ordenó que estos bienaventurados reyes ofreciesen á su divina Majestad las primicias de toda la conversión, sacando de pila á los primeros indios que se baptizaron. Porque cuando Cristóbal Colón hobo hallado la isla que llamó Española, dió la vuelta para España llevando consigo diez indios y otras muchas cosas de aquella nueva tierra, diferentísimas de las nuestras, que pusieron en admiración á los españoles. Estaban los reyes á la sazón en la ciudad de Barcelona. Llegando Colón á su presencia con solos seis indios (que los otros cuatro habían fallecido en el camino), recibieron extraña alegría con la buena nueva del descubrimiento; y oyendo decir que en aquellas partes los hombres se comían unos á otros, y que todos eran idólatras, prometieron (si Dios les daba ayuda) de quitar aquella abominable inhumanidad, y desarraigar la idolatría en todas las tierras de indios que á sus manos viniesen (voto de cristianísimos príncipes, y que cumplieron su palabra, y después de ellos los reyes sus sucesores); y para demostración de sus santos deseos, comenzando a poner por obra lo que votaron de palabra, como se baptizasen los seis indios que llegaron vivos, los mismos reyes y el príncipe D. Juan su hijo fueron sus padrinos. Despacharon luego un correo á Roma con la relación de las tierras nuevamente halladas, que Cristóbal Colón había llamado Indias. Proveyó Dios para aquel tiempo que aún el Pontífice romano fuese español, de la casa de Borja, llamado Alejandro VI, el cual en extremo se holgó con la nueva, juntamente con los cardenales., corte y pueblo romano. Maravilláronse todos de ver cosas de tan lejas tierras, y que nunca los romanos, señores del mundo, las supieron; y porque aquellas gentes idólatras que estaban en poder del demonio pudiesen venir en conocimiento de su Criador y ponerse en camino de salvación, hizo el Papa de su propia voluntad y motivo, con acuerdo de los cardenales, donación y merced á los reyes de Castilla y León de todas las Islas y Tierra Firme que descubriesen al occidente, con tal que conquistándolas enviasen á ellas predicadores y ministros, cuales convenía, para convertir y doctrinar á los indios: y para ello les envió su Bula autorizada, cuyo tenor es el que se sigue.
Bula y donación del Papa Alejandro VI.
Alexander Episcopus, servus servorum Dei Charissimo in Christo Filio Ferdinando Regi, et charissime in Christo Filiae Elisabeth Reginae Castellae, Legionis, Aragonum, Siciliae et Granatae illustribus, salutem et Apostolicam benedictionem. Inter caetera Divinae Majestati beneplacita opera, et cordis nostri desiderabilis, illud profecto potissimum extitit, ut Fides Catholica, Christiana Religio, nostris praesertim temporibus exaltetur, ac ubilibet amplietur et dilatetur, animarumque salus procuretur, ac barbaricae nationes deprimantur, et ad Fidem ipsam reducantur. Unde cum ad hanc sacram Petri Sedem, divina favente clementia (meritis licet imparibus), evecti fuerimus, cognoscentes vos tamquam veros catholicos Reges et Principes, quales semper fuisse novimus, et a vobis praeclare gesta toti pene jam Orbi notissima demonstrant, nedum id exoptare, sed omni conatu, studio et diligentia, nullis laboribus, nullis impensis, nullisque parcendo periculis, etiam proprium sanguinem effundendo efficere, ac omnem animum vestrum, omnesque conatus ad hoc jam dudum dedicasse, quemadmodum recuperatio regni Granatae a tyrannide Saracenorum hodiernis temporibus per vos, cum tanta Divini Nominis gloria facta, testatur; digne ducimus non immerito, et debemus illa vobis etiam sponte et favorabiliter concedere, per quae hujusmodi sanctum et laudabile ab immortali Deo coeptum propositum in dies ferventiori animo ad ipsius Dei honorem et imperii Christiani propagationem prosequi valeatis. Sane accepirnus, quod vos dudum animum proposueratis aliquas insulas et terras firmas remotas et incognitas, ac per alios hactenus non repertas, quaerere et invenire, ut illarum incolas et habitatores ad colendum Redemptorem nostrum et Fidem Catholicam profitendum reduceretis, hactenus in expugnatione et recuperatione ipsius regni Granatae plurimum occupati, hujusmodi sanctum et laudabile propositum vestrum ad optatum finem perducere nequivistis, sed tandem, sicut Domino placuit, regno praedicto recuperato, volentes desiderium adimplere vestrum, dilectum filium Christophorum Columbum, virum utique dignum et plurimum commendandum, ac tanto negotio aptum, cum navigiis et hominibus ad similia instructis, non sine maximis laboribus et periculis ac impensis destinastis, ut terras firmas et insulas remotas et incognitas hujusmodi per mare ubi hactenus navigatum non fuerat, diligenter inquireret. Qui tandem, divino auxilio, facta extrema diligentia, in mare Oceano navigantes, certas insulas remotissimas, et etiam terras firmas, quae per alios hactenus repertae non fuerant, invenerunt, in quibus quamplurimae gentes pacifice viventes et, ut asseritur, nudi incedentes, nec carnibus vescentes, inhabitant, et, ut praefati nuntii vestri possunt opinari, gentes ipsae in insulis et terris praedictis habitantes, credunt unum Deum Creatorem in coelis esse, ac ad Fidem Catholicam amplexandum et bonis moribus imbuendum satis apti videntur, spesque habetur quod, si erudirentur, Nomen Salvatoris Domini nostri Jesu Christi in terris et insulis praedictis fateretur, ac praefatus Christophorus in una ex principalibus insulis praedictis, jam unam turrim satis munitam, in qua certos christianos, qui secum iverant, in custodiam, et ut alias insulas et terras firmas remotas et incognitas inquirerent, posuit, construi et aedificari fecit. In quibus quidem. insulis et terris jam repertis aurum, aromata et aliae quamplurimae res praetiosae diversi generis et diversae qualitatis reperiuntur. Unde omnibus diligenter, et praesertim Fidei Catholicae exaltatione et dilatatione (prout decet catholicos Reges et Principes) consideratis, more progenitorum vestrorum clare memoriae Regum, terras firmas et insulas praedictas, illarumque incolas et habitatores, vobis, divina favente clementia, subjicere et ad Fidem Catholicam reducere proposuistis. Nos igitur hujusmodi vestrum sanctum et laudabile propositum plurimum in Domino commendantes, ac cupientes ut illud ad debitum finem perducatur, et ipsum Nomen Salvatoris nostri in partibus illis inducatur, hortamur vos quamplurimum in Domino, et per sacri lavacri susceptionem, qua mandatis Apostolicis obligati estis, et viscera misericordiae Domini nostri Jesu Christi attente requirimus, ut cum expeditionem. hujusmodi omnino prosequi, et assumere proba mente orthodoxae Fidei zelo intendatis, populos in hujusmodi insulis et terris degentes ad Christianam religionem suscipiendam inducere velitis et debeatis, nec pericula, nec labores ullo unquam tempore vos deterreant, firma spes fiduciaque conceptis, quod Deus Omnipotens conatus vestros feliciter prosequetur. Et ut tanti negotii provintiam Apostolicae gratiae largitate donati, liberius et audacius assumatis, motu proprio, non ad vestram, vel alterius pro vobis super hoc nobis oblatae petitionis instantiam, sed de nostra mera liberalitate et ex certa scientia, ac de Apostolicae potestatis plenitudine, omnes insulas et terras firmas inventas et inveniendas, detectas et detegendas, versus Occidentem et Meridiem, fabricando et construendo unam lineam a Polo Arctico, scilicet Septentrione, ad Polum Antarcticum, scilicet Meridiem, sive terrae firmae et insulae inventwaeet inveniendxae sint versus Indiam aut versus aliam. quamcumque partem, quae linea distet a qualibet insularum, quae vulgariter nuncupantur de los Azores y Cabo Verde, centum leucis versus Occidentem et Meridiem, ita quod omnes insulae et terrae firmae repertae et reperiendae, detectae et detegendae a praefata linea versus Occidentem et Meridiem, per alium Regem. aut Principem christianum non fuerint actualiter possessae usque ad diem Nativitatis Domini nostri Jesu Christi proxime praeteritum, a quo incipit annus praesens millesimus quadrigentesimus nonagesimus tertius, quando fuerunt per nuntios et capitaneos vestros inventae aliquae praedictarum insularum, auctoritate Omnipotentis Dei nobis in beato Petro concessa, ac Vicariatus Jesu Christi qua fungimur in terris cum omnibus illarum dominiis, civitatibus, castris, locis et villis, juribusque et jurisdictionibus, ac pertinentiis universis, vobis haeredibusque et successoribus vestris (Castellaa et Legionis Regibus) in perpetuum tenore praesentium donamus et assignamus: vosque et haredes ac successores praefatos illarum dominos cum plena, libera et omnimoda potestate, auctoritate et jurisdictione facimus, constituimus et deputamus. Decernentes nihilominus per hujusmodi donationem, concessionem et assignationem nostram nulli christiano Principi, qui actualiter praefatas insulas et terras firmas possederit usque ad dictum diem Nativitatis Domini nostri Jesu Christi jus quaesitum sublatum intelligi posse, aut auferri debere. Et insuper mandamus vobis; in virtute sanetae obedientiae (sicut pollicemini, et non dubitamus pro vestra maxima devotione et regia magnanimitate vos esse facturos) ad terras firmas et insulas praedictas viros probos et Deum timentes, doctos, peritos et expertos ad instruendum incolas et habitatores praefatos in Fide Catholica et bonis moribus imbuendum destinare debeatis, omnem debitam diligentiam in praemissis adhibentes. Ac quibuscumque personis, cujuscumque dignitatis, etiam Imperialis et Regalis, status, gradus, ordinis vel conditionis, sub excommunicationis latae sententiae poena, quam eo ipso si contra fecerint incurrant, districtius inhibemus, ne ad insulas et terras firmas inventas et inveniendas, detectas et detegendas versus Occidentem et Meridiem, fabricando et construendo lineam a Polo Arctico ad Polum Antarcticum, sive terrae firmae et insulae inventae et inveniendae sint versus Indiam aut versus aliquam quamcumque partem, quae linea distet a qualibet insularum, quae- vulgariter nuncupantur de los Azores y Cabo Verde, centum leucis, versus Occidentem et Meridiem, ut praefertur, pro mercibus habendis, vel quavis alia de causa, accedere praesumant, absque vestra ac haeredurn et suecessorum vestrorum praedictorum licentia speciali. Non obstantibus Constitutionibus et Ordinationibus Apostolicis, caterisque contrariis quibuscumque. In illo a quo Imperia et dominationes ac bona cuncta procedunt confidentes, quod dirigente Domino actus vestros, si hujusmodi sanctum et laudabile propositum prosequamini, brevi tempore cum felicitate et gloria totius populi Christiani vestri labores et conatus exitum felicissimum consequentur. Verum quia difficile foret praesentes littera ad singula quaeque loca, in quibus expediens fuerit deferri, volumus, ac motu et scientia similibus decernimus, quod illarum transumptis manu publici Notarii inde rogati subscriptis, et sigillo alicujus personae in ecclesiastica dignitate constitutae, seu Curiae ecelesiasticae munitis, ea prorsus fides in judicio et extra ac alias ubilibet adhibeatur, ut praesentibus adhiberetur, si essent exhibitae vel ostensae. Nulli ergo omnino hominum liceat hanc paginam nostrae commendationis hortationis, requisitionis, donationis, concessionis, assignationis, constitutionis, deputationis, decreti, mandati, inhibitionis et voluntatis infringere, vel ei ausu temerario contraire. Si quis autem hoc attentare prasumpserit, indignationem Omnipotentis Dei ac Beatorum, Petri et Pauli Apostolorum ejus se noverit incursurum. Datum Romae apud Sanctum Petrum, anno Incarnationis Dominicae millesimo quadrigentessimo nonagesimo tertio, quarto nonas Maii, Pontificatus nostri anno primo.
En esta bula el sumo Pontífice Alejandro VI, presupuesta la relación que por parte de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel le fué hecha, de cómo Cristóbal Colón con navíos y gente y á costa de los dichos reyes había descubierto por el mar Océano ciertas islas y tierras firmes pobladas de mucha gente infiel, que hasta estos tiempos por ningún otro se habían visto ni descubierto, y que tenían propósito de sujetar las dichas tierras y gentes para reducirlas á la confesión de la santa fe católica: primeramente (alabando su santo celo que en esto mostraban y siempre habían tenido de ampliar y dilatar la dicha fe católica y religión cristiana, y procurar la salvación de las almas, á imitación y ejemplo de los reyes de España sus antecesores) les amonesta y requiere por el sagrado baptismo que recibieron y por las entrañas de misericordia de nuestro Señor Jesucristo, que con celo de la fe cristiana emprendan este negocio de inducir y atraer los dichos pueblos, gentes y moradores de las dichas islas y tierras á recibir la fe y religión cristiana. Y para que con más libertad y osadía tomen esta empresa á su cargo, de su propio motu y cierta ciencia, y no por habérselo ellos pedido, ni otro en su nombre, por autoridad apostólica, á ellos y á sus herederos y sucesores los reyes de Castilla y León hace donación y concede el señorío de todas las dichas islas y tierras firmes descubiertas y por descubrir que cayeren hácia el poniente y mediodía, fabricando y echando una línea ó raya desde el polo ártico al antártico, que es de norte á sur, ó del septentrión al mediodía, ora vayan las dichas islas ó tierras hácia la India ó hácia otra cualquiera parte, con tal que la dicha línea que se echare hácia el poniente ó hácia el mediodía, diste y se aparte cien leguas de cualquiera de las islas que vulgarmente son llamadas de los Azores y de Cabo-Verde, y con que las dichas islas y tierras firmes que les concede no hayan sino poseídas de otro rey ó príncipe cristiano hasta el día de Navidad de nuestro Señor Jesucristo en que comenzó el año de mil y cuatrocientos y noventa y tres. Y se las concede con todos sus señoríos, ciudades, castillos, lugares, villas, torres y jurisdicciones, con todas sus pertenencias. Y demás de esto les manda en virtud de santa obediencia, que (así como ellos lo tenían prometido) envíen á las dichas islas y tierras varones buenos, temerosos de Dios, doctos, sabios y experimentados, para enseñar y instruir á los moradores de ellas en las cosas de nuestra santa fe católica, y en buenas costumbres. Y so pena de excomunión latae sententiae ipso facto incurrenda, manda y prohíbe á todas y qualesquier personas de cualquier dignidad (aunque sea de estado imperial ó real) y de cualquier grado, órden y condición que sean, no presuman de llegar á las dichas islas ó tierras firmes con título de comprar mercaderías, ni por otra cualquiera causa, sin licencia especial de los susodichos Reyes Católicos, ó de sus herederos y sucesores.
Capítulo IV
De cómo en los reyes de España se cumple en estos tiempos aquello del evangélico siervo que fué enviado á llamar los convidados para la cena
Presupuesta la parábola que Cristo nuestro Redentor propuso (según el Evangelio de S. Lúcas), de aquel hombre, conviene saber, ese mismo Cristo, que aparejó la gran cena de la bienaventuranza cuando en el árbol de la Cruz puso todas las expensas y convidó á muchos, porque llamó á todos los que se quisiesen salvar (aunque primero y particularmente al pueblo hebreo): y á la hora de la cena, que es en el fin del mundo, envió á su siervo á llamar los convidados para que entrasen á la cena, y ellos se excusaron, cada uno con su negocio, de manera que fué menester enviar segunda vez á las plazas y calles para que trujese todos los pobres., flacos, ciegos y cojos que hallase, y los metiese en el lugar de la cena; y porque aún cabía más gente, lo envió tercera vez á los caminos y setos, para que los que por allí hallase los compeliese á entrar hasta que se hinchiese la casa. Sabemos bien (si lo queremos considerar) que esta negociación y trato de buscar y llamar y procurar almas para el cielo es de tanta importancia, que nuestro poderosísimo Dios (con ser quien es y con tener todas las cosas en su beneplácito cerca de todo lo criado) no se ocupa en otra cosa (hablando en nuestro modo de decir), de casi siete mil años á esta parte, que crió al primer hombre, si no es en llamar por sí con inspiraciones, avisos y castigos, y por medio de sus siervos los patriarcas y profetas, y por su propio Hijo en persona, y después por los apóstoles, mártires y predicadores y otros santos hombres, á la gente del mundo para que se apresten y dispongan para entrar á gozar de aquel convite perdurable que no tendrá fin. La cual vocación no ha cesado ni cesará hasta que esté cumplido el número de los escogidos, que según la visin de S. Juan ha de ser de todas las naciones, lenguas y pueblos. Y aunque por el siervo de la parábola que es enviado á llamar los convidados y á convidar otros de nuevo, se entiendan en alguna manera de más propiedad los mismos predicadores que anuncian la palabra de Dios y publican el santo Evangelio; pero por respeto de la autoridad y oficio, y por razón de ser uno y no muchos, podríamos decir que más propiamente se entiende el Vicario de Cristo, Pontífice Romano, Pastor de la universal Iglesia, ó quien tuviese sus veces para enviar los tales predicadores, como agora vemos que las tienen nuestros reyes de Castilla por la bula citada y poder cometido por divina ordenación, para estas Indias Occidentales, donde tienen la persona y oficio de aquel siervo evangélico, y así está á su cargo enviar los ministros que conviene para su conversión y manutenencia de los naturales de esta tierra. Porque de otra manera ¿cómo predicarán los predicadores (conforme á lo que dice S. Pablo) si no son enviados? Y ¿cómo aprovecharán sus voces y trabajos, si no son favorecidos y amparados del Papa, de quien emana su misión, y del rey que en su nombre los envía? Porque ser enviados del rey, lo mismo es que si fuesen enviados del Papa: como sea verdad que lo que el Pontífice hace por medio del rey es como si por sí mismo lo hiciese. Tenemos, pues, de aquí, que la parábola propuesta en el santo Evangelio, del siervo enviado á llamar gente para la cena del Señor, á la letra se verifica en el rey de España, que á la hora de la cena, conviene á saber, en estos últimos tiempos, muy cercanos al fin del mundo, se le ha dado especialmente el cargo de hacer este llamamiento de todas gentes, según parece en los judíos, moros y gentiles, que por su industria y cuidado han venido y vienen en conocimiento de nuestra santa fe católica, y á la obediencia de la santa Iglesia romana, desde el tiempo de los Reyes Católicos, que (como dicen) fué ayer, hasta el día de hoy. Y va el negocio adelante. Y es mucho de notar que las tres maneras de vocación expresadas en el Evangelio, ó tres salidas que hizo el siervo para llamar á la cena, concuerdan mucho con la diferencia de las tres naciones ya dichas, en cuyas sectas se incluyen todas las demás que hay esparcidas por el mundo. Donde somos advertidos que no de una misma manera se han de haber los ministros en el llamamiento de los unos que de los otros, sino de diversos modos, conforme á la diferencia de los términos que el Salvador usa en cada una de las vocaciones. Porque para con los judíos, que son gente enseñada en la Escritura sagrada, y que no pecarán sino de pura malicia, basta que el predicador proponga la verdad de la palabra de Dios: y éste es suficiente llamamiento para esta nación. Y por tanto dice el texto del Evangelio, que á los primeros convidados fué enviado el siervo., no para más de que les dijese cómo estaba aparejado, conviene á saber, el Mesías venido y las profecías cumplidas: por tanto, que viniesen á la cena. Mas para con los moros, que podrían pecar de alguna ignorancia (aunque crasa) de la verdad de la ley de Escritura (por estar sus entendimientos pervertidos con los ciegos errores de su falso profeta Mahoma), era menester que sus predicadores y ministros no solamente les propusiesen la palabra de la verdad cristiana, mas también los metiesen en el camino de la guarda de ella, comprobando su predicación con el ejemplo de la buena vida y buenas obras, y mostrándoles el puro celo que les movía de la salvación de sus almas, sin temporal interese, y confirmándose el amor y caridad que pregona la ley de Cristo, con los favores de su rey y señores temporales, y con el buen tratamiento y hermandad de los otros cristianos viejos: que toda esta ayuda era menester para traer y poner en razón a gente tan persuadida de su sensual y atractiva secta; y por tanto se dice en la parábola que á los segundos que fueron llamados mandó Dios á su siervo que los metiese dentro como de la mano. Y faltando esto, como por ventura ha faltado, no sé yo si se quejarán ante el juicio de Dios, alegando que no fueron suficientemente ayudados, ni se les dió doctrina bastante, ni ejemplo que la comprobase. Pues para con estos indios gentílicos, que demás de la ignorancia del camino de la Verdad, están ocasionados y dispuestos para caer, así en las cosas de la fe como en la guarda de los mandamientos de Dios, de pura flaqueza, por ser la gente mas débil que se ha visto, no bastará la simple predicación del Evangelio, ni la comprobación de la doctrina por el buen ejemplo de los ministros, ni el buen tratamiento de parte de los españoles, si juntamente con el amor de sus padres espirituales, y el celo que en ellos vieren de su salvación, no tuvieren también entendido que los han de temer y tener respeto, como hijos á sus padres, y como los niños que se enseñan en la escuela á sus maestros. Porque pensar que por otra vía han de ser encaminados en las cosas de la fe cristiana, y hacerse en ellos el fruto que se debe pretender, es excusado. Y por tanto, de estos dijo Dios á su siervo: compélelos á que entren, no violentados ni de los cabellos con aspereza y malos tratamientos (como algunos lo hacen, que es escandalizarlos y perderlos del todo), sino guiándolos con autoridad y poder de padres que tienen facultad para ir á la mano á sus hijos en lo malo y dañoso, y para apremiallos á lo bueno y provechoso; mayormente á lo que son obligados y les conviene para su salvación.
Capítulo V
Cuán peligroso sea el descuido en este cargo que nuestros reyes tienen de llamar gentes á la cena del Señor
El siervo que entendió la voluntad del Señor y fué descuidado en la cumplir, será castigado con muchos azotes, dice Cristo nuestro Redentor por S. Lúcas, apercibiendo y avisando con estas palabras al príncipe temporal, y al ministro eclesiástico, y al hombre cristiano, á quien fué encomendado regir alguna familia ó tener cargo de algunas ánimas. Y si á todos los que tienen ánimas á su cargo debe poner espanto esta terrible amenaza, ¿cuánto más es justo que tema y ande la barba sobre el hombro quien tantos millones de ánimas ha tomado y tiene á su cargo, para dar cuenta de ellas, no sólo cuanto al gobierno temporal, mas también cuanto al espiritual? y no ánimas como quiera, sino ánimas tan tiernas y blandas como la cera blanda, para imprimir en ellas el sello de cualquier doctrina, católica ó errónea, y cualesquier costumbres buenas ó malas que les enseñaren; y gente sin defensa, ni resistencia alguna, para ampararse de cuantas opresiones y vejaciones que hombres atrevidos y malos cristianos les quisieren hacer, no teniendo más de la defensa y amparo que su rey desde tan lejos les proveyere; y por el consiguiente, gente que necesita á tener vigilantísimo y continuo cuidado, y memoria de mirar por ellos el príncipe y señor que los tiene á su cargo. La voluntad de Dios cerca del cuidado que con esta gente se debe tener, es que primero y principalmente se procure que sean buenos y verdaderos cristianos, porque puedan alcanzar la bienaventuranza del cielo, para la cual él crió á los hombres, y cuanto es en sí, quiere y es su voluntad que todos se salven, y que en este caso unos á otros se ayuden lo posible, en que más que en otra cosa consiste el cumplimiento del amor del prójimo que tenemos de precepto, cuánto más quien tiene especial obligación de poner más diligencia que otros, como por la bula referida parece, en que manda el Papa á los reyes de Castilla, en virtud de santa obediencia, que tengan cargo de enviar para el ministerio y doctrina de estos indios, varones aprobados, temerosos de Dios, doctos y experimentados, poniendo en ello la debida diligencia. Á lo cual parece, que los mismos Reyes Católicos de su propio motivo por sí y por sus sucesores, se habían primero ofrecido, según el paréntesis que el Pontífice añade en la dicha cláusula, diciendo así: como lo prometéis, y no dudamos de que lo haréis, conforme á vuestra muy gran devoción y real magnanimidad. Y lo mesmo parece por otra cláusula que la católica reina Doña Isabel dejó en su testamento, donde declara muy bien la intención que ella y el rey su marido tuvieron cuando pidieron á la Silla Apostólica la conquista de las Indias, cuyas palabras (como muy notables y dignas de tener contino en la memoria los reyes sus descendientes) pondré al cabo de este capítulo, por no interrumpir aquí la materia que llevo enhilada. Ha sucedido por nuestra desgracia, que como el señorío de los reyes de Castilla se ha extendido y ampliado tanto en estos tiempos en otras tierras de la Europa y África, que como más cercanas á España y mas conjuntas á reinos extraños, han tenido más dificultad en conservarse, y como tienen por allá la infesta vecindad del turco y moros de África, y sobre todo esto la importunidad de los obstinados herejes; á esta causa no es maravilla que los reyes hayan puesto las mientes en lo de más cerca, y descuidádose en lo de más lejos con el consejo que tienen puesto de Indias: y como con esto se ha juntado el regosto del oro y de plata que de acá se lleva, y que los hombres mundanos, sin sentimiento de Dios y sin caridad del prójimo, han informado siempre que aquestos indios son una gente bestial, sin juicio ni entendimiento, llenos de vicios y abominaciones, dando á entender que no son capaces de doctrina cristiana ni de cosa buena; creyendo estas cosas y otras semejantes, á que el demonio nuestro enemigo y la cobdicia de los haberes del mundo fácilmente persuade á algunos de los que han estado en el consejo de Indias, ó privado con los reyes, ó de los que acá han sido enviados para gobernar, han pretendido ser parte, no sólo para que hobiese descuido en lo que tanto cuidado se requiere, mas aún para que no se hiciese caso de las ánimas que Dios tiene criadas en estas tierras, sino sólo de la moneda y otros aprovechamientos temporales que se podían sacar de ellas. Y finalmente, han sido parte para que se hayan despoblado y quedado desiertas muchas y grandes provincias, y que se hayan consumido infinidad de indios por malos tratamientos, y muchos de ellos antes de cristianarlos, y para que los que alcanzaron á recebir el agua del baptismo no hayan tenido la suficiencia de doctrina y ayuda que era menester para salvarse. Y si no fuera por otros que con diferente espíritu y celo han acudido á los reyes, dando aviso de la destruición que se hacía, apenas hobiera quedado para el tiempo en que estamos rastro de indios en todo lo que españoles tienen hollado, en lo que llamamos Indias, que son al pié de dos mill leguas de tierra, si no son más. Y aunque esta culpa trajo consigo parte de pena, que es privarse España de tanta multitud de vasallos como pudiera tener si los conservara, con otras muchas (y que más se han sentido) ha castigado Dios aquellos reinos por los descuidos que en este su negocio de salvación de almas se ha tenido. Y para mí tengo que todos ó los más trabajos que en estos nuestros tiempos España ha pasado, han sido azotes enviados del cielo por este pecado. Y porque no parezca que hablamos de gracia, quiero traer solos dos ejemplos de lo sucedido en la misma materia, que concluyen sin poderse negar. Y sea el primero el de los moriscos de Granada. Quién pensara que á cabo de ochenta años después que Granada se ganó, y que todos los moros que quedaron en España se habían baptizado, y que todo este tiempo habían estado quietos y pacíficos, y siendo pocos, solos y subjetos, y de todas partes cercados de multitud de cristianos viejos, se habían de atrever á rebelarse y alzarse, y que pudieran hacer el estrago que en tantos españoles hicieron, pues murieron en la gresca cincuenta mil cristianos (que no fué pequeño azote para España). Y si este fué azote enviado de Dios, ó caso fortuito, ó si fué ó no fué porque de aquellos nuevos baptizados se tenía en España más cuenta con sus servicios, pechos y tributos, que con su cristiandad, yo no lo digo, mas hállolo escripto y revelado más de ciento y cincuenta años antes que ello así pasase, por el glorioso Arcángel S. Miguel á un devoto obispo en los reinos de Francia, por estas palabras formales:« El pueblo de España sufrirá grandes mutaciones, y novedades y enemistades, y muchos daños por los moros que ellos mismos sostienen y mantienen, por el gran servicio que les hacen: y serán mayores y más poderosos que ellos, porque más amaron el propio servicio, que la honra del nombre de Jesucristo. Y hallarlos han entonces contra los cristianos crueles enemigos y terribles matadores, hasta que sea dado fin á aquel pueblo malvado, el cual de todo punto, con su secta mahomética, debe ser casado, destruido y aniquilado para siempre sin fin, según que ellos mismos lo pronuncian por sus escrituras y doctores.» Hallarse ha esta revelación en un libro de los santos Ángeles, que compuso Fr. Francisco Ximénez, fraile menor, en el quinto tratado, capítulo treinta y ocho. El que yo he visto es impreso en Burgos por Maestre Fadrique de Basilea, año de mil y cuatrocientos y noventa. El segundo ejemplo será en lo sucedido acá en las Indias al mismo tiempo de lo del reino de Granada. ¿Quién dijera y quién nunca creyera, que en una tierra de suelo y cielo y condición de hombres tan pacífica y quieta como la Nueva España, y estando nuestro rey de Castilla tan apoderado en ella, se había de boquear cosa de rebelión por parte de españoles, como hemos visto que se trataba; pues á unos les ha costado las vidas, y á otros las haciendas, y á otros dejar sus casas, y que al Marques del Valle le ha alcanzado buena parte de estos trabajos? Y hallamos que esta trama se urdía al tiempo que un visitador del rey, oidor del consejo de Indias, bien olvidado de aprovechar á los indios en las cosas de su cristiandad y de desagraviallos de vejaciones, andaba dándose priesa en augmentarles los tributos, con tanta solicitud y hambre de dinero, que hasta los niños que andaban en brazos de sus madres, se halló entonces haberles llevado tributo en muchas partes. Aunque él se excusó que no fué por su mandado, y mostró pena de ello, mas no para volver á cuyo era lo indebidamente llevado, diciendo que lo que había entrado en la caja del rey no se podía sacar de ella sino para España. Fué tanto el sentimiento y cuita de los indios en aquellos días de esta nueva imposición, que no sé si por verlos tan mohínos y quejosos del visitador del rey, tomaron osadía los conjurados para su rebelión, haciendo cuenta que fácilmente tendrían los naturales por suyos, con decir que los tratarían mejor, y se contentarían de ellos con poco tributo. Y es lo bueno, que el rey (como es de creer) estaba inocente de lo que su visitador hacia, y acá la tierra clamaba contra su persona que el otro representaba. Y Dios, movido por el clamor de los pobres, levantó el azote para sacudille por la culpa del descuido, y no lo hirió, aunque hirió á otros; y de aquel golpe mató muchos pájaros, y por ventura debajo de aquel título de rebelión castigó otros diferentes pecados con que no tanto el rey de la tierra cuanto el del cielo era ofendido. Todo esto traigo á fin que se entienda con cuánto celo y cuidado sin descuido nuestros católicos reyes de España deben hacer y solicitar el negocio tan arduo que Dios les tiene puesto entre manos del llamamiento y conversión de las gentes, teniendo lo que es de Dios y salvación de almas por principal intento, y lo demás por accesorio, esperando como fieles cristianos en Jesucristo y en su palabra, que buscando primero el reino de Dios y su justicia, las demás cosas temporales les serán augmentadas y prosperadas, mucho mejor que si de propósito las pretendiesen, y no confiando totalmente este negocio de criados ni de consejeros, que á veces por ganar la voluntad de los príncipes, con decir que les mejoran sus reales patrimonios, y las más veces porque les corren sus propios intereses y provechos, ensanchan sus conciencias y encargan las de sus señores, y destruyen sus reinos y vasallos, como acaeció á los Reyes Católicos con toda su bondad y santos propósitos, según que se verá abajo en los capítulos siguientes.
La cláusula del testamento de la católica reina Doña Isabel.
Item, porque al tiempo que nos fueron concedidas por la santa Sede Apostólica las Islas y Tierra firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fué al tiempo que lo suplicamos al señor Papa Alejandro VI de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar de inducir y traer los pueblos de ellas, y los convertir á nuestra santa fe católica, y enviar á las dichas Indias, Islas y Tierra Firme, prelados y religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios para instruir los vecinos y moradores de ellas en la santa fe católica, y los enseñar y dotar de buenas costumbres y proveer en ello la diligencia debida, según mas largamente en las letras de la dicha concesión se concede y se contiene. Por ende suplico al Rey mi Señor muy afectuosamente, y encargo y mando á la dicha Princesa mi hija, y al dicho Príncipe su marido, que así lo hagan cumplir, y que éste sea su principal fin, y que en ello pongan mucha vigilancia y no consientan ni den lugar que los indios vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme ganadas y por ganar reciban agravio alguno en sus personas y bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados. Y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean, por manera que no se exceda en cosa alguna de lo que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es inyungido y mandado.
Capítulo VI
Del flaco suceso que hobo en la conversión de los indios de la isla de Santo Domingo y de los obispos que ha tenido
Grandes propósitos de buenos tuvieron los Reyes Católicos (como se ha visto) cerca de la conversión y doctrina de los naturales de las Indias que se conquistaban. Y si los gobernadores y otras personas que enviaron para el efecto tuvieran su espíritu, ó se rigieran por él, no hay dubda sino que este negocio tuviera otro suceso mejor del que tuvo. Pero en fin, no dejaron los buenos reyes de dar el órden y medios que para ello les pareció convenir. Y si algún descuido de su parte hobo, no sería otro sino hacer entera confianza de las personas que á las Indias enviaban, y de los consejeros que andaban á su lado; no creyendo que los que ellos tenían probados por hombres de sana intención, la nueva ocasión del oro y el tratar con gente simple los mudaría. Como sus Altezas se hallaron en Barcelona al tiempo que Cristóbal Colón llegó con las primeras nuevas, y cosas que llevaba de las Indias, queriendo proveer, cuanto á lo primero, ministros eclesiásticos que industriasen aquellas nuevas gentes en las cosas de nuestra santa fe católica y los hiciesen cristianos, eligieron un religioso de la órden del bienaventurado S. Benito, hombre de letras y buena vida, llamado Fr. Buil, de nación catalán, el cual procuraron que trujese plenísimo poder de la Silla Apostólica para todo lo que se ofreciese, como prelado y cabeza de la Iglesia en partes tan remotas; y con él enviaron también una docena de clérigos doctos y expertos y de vida aprobada, y proveyéronlos de ornamentos, cruces, cálices y imágenes, y todo lo demás que era necesario para el culto divino y para ornato de las iglesias que se hobiesen de edificar. Dieron asimismo órden cómo las personas seglares que con ellos hobiesen de pasar á Indias fuesen cristianos viejos, ajenos de toda mala sospecha. Y así vinieron muchos caballeros y hidalgos, y entre ellos algunos criados de la casa real por dar contento á los reyes, que mostraban mucha gana de favorecer esta santa obra de la nueva conversión. Vinieron todos estos el segundo viaje que hizo Cristóbal Colon con título de Almirante de las Indias. Y llegados á la isla Española, como vieron la muestra que aquella tierra daba de mucho oro, y la gente de ella aparejada para servir, y fácil de poner en subjeción, diéronse más á esto que á enseñarles la fe de Jesucristo. Subjetados los indios (que habría un millón y medio de ellos en toda la isla), repartiólos todos Colón entre sus soldados y pobladores y otros criados y privados de los reyes, que de España lo granjeaban, para que les tributasen como sus pecheros y vasallos, imponiendo á cada uno de los que vivían en comarca de las minas, que hinchiesen de oro lo hueco de un cascabel, y á los que no comunicaban con las minas, impuso cierta cantidad de algodón, y á otros otras cosas de las que podían dar; y esto no fuera causa de su destruición, antes bien, tolerable tributo, si después no entrara de rota batida la desenfrenada cobdicia, sirviéndose de todos los indios como de esclavos para sacar el oro: y esto no fué imposición de Cristóbal Colón, sino invención de algunos sus compañeros que lo comenzaron, y después lo alentó y canonizó otro inícuo gobernador, como al cabo de este primero libro se verá. Fr. Buil y sus compañeros no dejaron de baptizar algunos indios, pero pocos; y aun aquellos (según se sospecha) más se baptizaban por lo que les mandaban sus amos, que movidos á devoción por las obras y buena vida que en ellos veían. Antes por presumir y jactarse los españoles del nombre de cristianos, haciendo por otra parte las hazañas que hacían, fueron causa de que los indios abominasen de este nombre, como de cosa pestífera y perniciosa. Y aún hoy en día por la misma razón lo tienen por sospechoso los que no están muy doctrinados y enseñados de cómo entre los cristianos hay muchos malos que no guardan lo que en el baptismo profesaron, y que por esto no deja de ser santa y perfecta y necesaria á las ánimas la ley de nuestro Señor Jesucristo. Estuvo Fr. Buil dos años en la isla Española, y lo más de este tiempo se le pasó en pendencias con el Almirante, y no (según parece) por volver por los indios y procurar su libertad y buen tractamiento, sino porque castigaba con rigor á los soldados españoles por males que hacían á los naturales, y por otras culpas que cometían. El Colón era culpado de crudo en la opinión de aquel religioso, el cual, como tenía las veces del Papa, íbale á la mano en lo que le parecía exceder, poniendo entredicho y haciendo cesar el oficio divino. El Almirante, que en lo temporal tenía el imperio, mandaba luego cesar la ración, y que á Fr.- Buil y á los de su casa y compañía no se les diese comida. Llegados á estos términos, poníanse buenos de por medio que los hacían amigos, aunque para pocos días, porque en ofreciéndose otra semejante ocasión, volvían á lo mismo, y como esta rencilla se continuase, hubo de parar en que los reyes los enviaron ambos á llamar. Y aunque hubo quejas contra Colon, prevalescieron sus servicios y trabajos, y volvió á Indias con el mismo cargo. Y para el gobierno eclesiástico fueron proveídos prelados: por obispo de Santo Domingo, Fr. García de Padilla, de la órden de S. Francisco, que fué el primer obispo de la primera Iglesia de Indias; y D. Pedro Juarez de Deza, por obispo de la Vega. Éste pasó á su obispado y lo rigió algunos años. El Fr. García murió en España antes que pasase. Desgracia fué para los indios de aquella isla, y aun para los reyes de Castilla (cuyos vasallos eran), porque con la libertad á que estaba hecho de no tractar oro ni dinero, pudiera fácilmente acertar como acertaron el obispo santo Zumárraga y los primeros doce frailes franciscos que vinieron á la Nueva España á la ciudad de México. Y fuera parte para que aquella multitud de gentes, que tan en breve fué consumida se conservara, y no fuera la peor ganancia para nuestros españoles que se dieron priesa á acaballos: á lo menos para los que se avecindaban y pretendían perpetuarse en aquellas islas. Por muerte de este obispo malogrado, fué electo el Maestro Alejandro Geraldino, romano, que fué buen prelado y de sana intención; por cuya muerte fué proveído en obispo de ambas Iglesias, es á saber, de Santo Domingo y de la Vega, Fr. Luis de Figueroa, prior del monasterio de la Mejorada, de la órden de S. Gerónimo, que había gobernado un poco de tiempo la isla juntamente con otros dos religiosos de la misma órden enviados por Fr, Francisco Jiménez, cardenal y arzobispo de Toledo, el año de mil y quinientos y diez y seis, cuando gobernaba á España. Este Fr. Luis de Figueroa, estando ya sus bulas despachadas en Roma, antes que llegasen á España, murió electo en su monasterio de la Mejorada. Al cual sucedió Sebastián Ramírez de Fuenleal, presidente que había sido de la real audiencia de la misma ciudad de Santo Domingo, y después de obispo, también lo fué de esta real audiencia de México. De aquí fué á España, donde por sus buenos y fieles trabajos le dieron el obispado de Cuenca, y benemérito, porque ejercitó en Indias los cargos ya dichos con mucha cristiandad y rectitud. Proveyeron en su lugar, por obispo de Santo Domingo, á D. Alonso de Fuenmayor, año de mil y quinientos y cuarenta y ocho, que poco después fué primero arzobispo, haciendo aquella Iglesia metrópoli de las de Cuba y San Juan de Puerto Rico y Santa Marta; que la de la Vega, en la misma de Santo Domingo, se había resumido cuando entró por obispo D. Sebastián Ramírez. Muerto Fuenmayor, fué electo el Dr. Salcedo, provisor de Granada, el cual murió viniendo por la mar el año de sesenta y tres, no mucho antes que la flota llegase á su diócesi, á cuya causa salaron su cuerpo y lo llevaron á la ciudad de Santo Domingo, donde está enterrado. Tras de él vino por arzobispo Fr. Andrés de Carabajal, franciscano de la provincia de Toledo. He querido nombrarlos aquí todos juntos, por haber sido prelados de la primera Iglesia de las Indias, y porque (si particular ocasión no se ofrece) no pienso hacer más mención de ellos. Volviendo, pues, á nuestro propósito de la conversión de los indios que á los principios en aquella isla se hizo, no puedo decir sin mucha lástima lo que hallo testificado de persona gravísima, que á todo lo sucedido se halló presente, y después fué prelado de una Iglesia de estas Indias. El cual afirma, que ningún eclesiástico ni seglar supo enteramente alguna lengua de las que había en aquella isla que llamamos Española, si no fué un marinero, natural de Palos ó Moguer, que se decía Cristóbal Rodríguez, el intérprete, porque sabía bien el lenguaje más común de aquella tierra; y que el no saber otros aquella ni las demás lenguas, no fué por la dificultad que había en aprendellas, sino porque ninguna persona eclesiástica ni seglar tuvo en aquel tiempo cuidado de dar doctrina ni conocimiento de Dios á aquellas gentes, sino sólo de servirse todos de ellos, para lo cual no se aprendían más vocablos de los que para el servicio y cumplimiento de la voluntad de los españoles eran necesarios. De solas tres personas hace memoria el sobredicho autor, que mostraron algún celo y buen deseo de dar conocimiento de Dios á aquellos indios. El primero fué un hombre simple y de buena intención, catalán, que vino allí con el almirante Colón; al cual, porque tomó hábito de ermitaño y casi andaba como fraile, llamaron Fr. Ramón. Éste supo medianamente una lengua particular de aquella isla, y de la lengua común algo más que otros: y empleó esto que supo en enseñar á los indios, puesto que como hombre simple no lo supo hacer, porque todo era decir á los indios el Ave María y el Pater Noster, con algunas palabras de que había Dios en el cielo, y era Criador de todas las cosas, según él podía dárselo á entender confusamente y con harto defecto. Los otros dos fueron frailes legos de la órden de S. Francisco, naturales de Picardía ó Borgoña, el uno llamado Fr. Juan el Bermejo ó Borgoñón, y el otro Fr. Juan Tisim, que oída la fama de los nuevos infieles, hobieron licencia de sus prelados para venirles á predicar á Cristo crucificado, en simplicidad de su buen espíritu, y hicieron lo que pudieron, que no pudo ser mucho por no ser sacerdotes ni tener autoridad ni favor, aunque por medio dé ellos (como sabían alguna lengua y andaban entre los indios con aquel buen celo) se informó el almirante de los ritos y ceremonias y maneras de sacrificios que tuvieron en su infidelidad, para dar sus relaciones á nuestros reyes católicos, los cuales estuvieron ignorantes de este gran descuido que en la conversión de los indios había, y del estrago que por otra parte en ellos se hacía; porque por estar tan lejos y haber tanto mar en medio, no sabían de lo que acá pasaba, más de cuanto sus criados y factores
que acá estaban ó á España iban, les querían escribir ó decir. Ni podían tener otro concepto de los indios ni de sus cosas, sino el que aquellos mismos les querían pintar: y como los desventurados no tuvieron en aquellos principios ministros libres del temporal interés, sino que los unos y los otros se codiciaron más al oro que al prójimo, no hubo quien de ellos de veras se apiadase, ni quien con celo de conservar sus vidas, ó siquiera de que se salvasen sus ánimas, escribiese á los reyes lo que en este caso convenía. Y si hobo alguno, sería solo, ó tan pocos y tan desconocidos, que su sentimiento, en respecto de los muchos y más acreditados, sería de poco momento. Y así, de ruines principios se siguieron malos medios y peores fines; porque al fin todos aquellos indios se acabaron, como adelante se verá.
Capítulo VII
De cómo estos indios tuvieron pronóstico de la destruición de su religión y libertad, y de algunos milagros que en los principios de su conversión acontecieron
No quiero detenerme en contar la manera de ídolos que estos indios tenían, ni las diferencias de sacrificios y ceremonias con que los adoraban, que todo era poco en respecto de lo que se halló en la tierra firme de la Nueva España; mas por poco que era, cotejado con lo de México y otras partes, basta decir y que se entienda, cómo el demonio estaba de ellos tan apoderado y hecho tan señor y servido, cual pluguiera á Cristo que su Divina Majestad lo es tuviera de todas sus racionales criaturas, ó siquiera de los que indignamente usurpamos el nombre de cristianos: y digo que lo usurpamos, pues no queremos hacer por amor de Cristo la centésima parte de lo que estos hacían por mandado del demonio y de sus ministros que para ello tenía escogidos, el cual se les aparecía muchas veces y en diversas figuras, y siempre feas como lo es él, y les hablaba dando respuestas á lo que le era preguntado, ó mandando á sus ministros lo que quería que persuadiesen al pueblo. Los caciques, que eran los señores, y los bohiques (que llamaban los sacerdotes) en quien estaba la memoria de sus antigüedades, contaron por muy cierto á Cristóbal Colón y á los españoles que con él pasaron, que algunos años antes de su venida lo habían ellos sabido por oráculo de su Dios. Y fué de esta manera: que el padre del cacique Guarionex, que era uno de los que lo contaban, y otro reyezuelo con él, consultaron á su Zemí (que así llaman ellos al ídolo del diablo), y preguntándole qué es lo que había de ser después de sus días, ayunaron, para recibir la respuesta, cinco ó seis días arreo, sin comer ni beber cosa alguna, salvo cierto zumo de yerbas, ó de una yerba que bastaba para sustentarlos para que no falleciesen del todo; lloraron y disciplináronse reciamente, y sahumaron mucho sus ídolos, como lo requería la ceremonia de su religión: finalmente, les fué respondido, que aunque los dioses esconden las cosas venideras á los hombres por su mejoría, agora las querían manifestar á ellos por ser buenos religiosos, y que supiesen cómo antes de muchos años vendrían en aquella isla unos hombres barbudos y vestidos todo el cuerpo, que hendiesen de un golpe un hombre por medio con las espadas relucientes que traerían ceñidas, los cuales hollarían los antiguos dioses de la tierra, destruyendo sus acostumbrados ritos, y derramarían la sangre de sus hijos ó los llevarían captivos, haciéndose señores de ellos y de su tierra; y por memoria de tan espantosa respuesta, dijeron que habían compuesto un doloroso cantar ó endecha, la cual después cantaban en sus bailes ó areitos, en las fiestas tristes ó llorosas; y que acordándose de esto, huían de los caribes, sus vecinos, que comen hombres, y también de los españoles cuando los vieron. Todas estas cosas pasaron sin faltar como aquellos sacerdotes contaron y cantaban. Ca los españoles abrieron muchos indios á cuchilladas en las guerras y aun en las minas por lo que se les antojaba; derribaron los ídolos de los altares, sin dejar ninguno; vedaron todos los ritos y ceremonias con que eran adorados; hicieron esclavos á los indios en su repartimiento, y sirviéronse de ellos hasta acabarlos, tomándoles la tierra que ellos antes poseían. Todo lo cual bien pudo sacar algunos años antes el demonio por conjecturas, considerada la pusilanimidad de los indios y la condición y brío de los españoles, que por ventura á la sazón andaban aprestándose en España, ó se comenzaba á tractar de la navegación que se había de hacer en descubrimiento de estas tierras. Puesto que estos indios por su desnudez y nuevo lenguaje, á los nuestros pareciesen bárbaros, y por estar tan acostumbrados á los ritos de su infidelidad, con que servían al demonio, pareciese dificultoso el traellos al conocimiento de la verdadera fe, la experiencia enseñó ser ello al contrario de esta opinión, porque antes se halló ser de su natural la gente más mansa, doméstica y tractable que en el mundo se ha descubierto. Esto bien se prueba en el caritativo acogimiento que hicieron á Cristóbal Colón y á sus compañeros en su primera llegada; pues dice su historia que andaban tan humildes, tan bien criados y serviciales, como si fueran esclavos de los españoles. Y cuanto á ser fáciles á traer á la creencia de nuestra fe, lo mismo se verificó; pues en el mismo lugar se cuenta: que viendo á los cristianos adorar la cruz, la adoraban ellos y se daban en los pechos, y se hincaban de rodillas al Ave María; lo cual debía de causar el poco fundamento que en lo interior del corazón tenían para defender y sustentar su idolatría, y mucha facilidad para subjetarse al juicio de los más entendidos y capaces, como veían que lo eran los españoles, y por tales los reconocían: y así, sin contradicción alguna se baptizaron todos aquellos que por los predicadores del Evangelio fueron convidados, ó por otros cristianos persuadidos, aunque fueron muy muchos los que al principio murieron sin baptismo y sin recibir la fe, así por las guerras que con ellos los españoles tuvieron, como por el poco celo que por entonces hubo de su conversión. Hizo muy gran efecto el Santísimo Cuerpo Sacramental de Cristo nuestro Señor que se puso en muchas iglesias, porque con él y con las cruces que por todas partes se levantaron, huyeron los demonios y no hablaban como de antes á los indios, de que mucho se admiraban ellos. El cacique del valle, Quoanhau, quiso dormir con una su mujer que estaba haciendo oración en la iglesia: ella le dijo que no ensuciase la casa de Dios, porque se enojaría contra él y lo castigaría; mas no curando él de estos temores, respondió con un menosprecio del Sacramento, que no se le daba nada de que Dios se enojase: cumplió su apetito, y luego allí de repente, enmudeció y quedó tullido; y arrepintióse después y sirvió en aquella iglesia mientras vivió, no consintiendo que otro la barriese sino él. Tuviéronlo á milagro los indios, y visitaban mucho aquella iglesia por la devoción que de este acaecimiento cobraron. Acaeció también que cuatro indios se metieron una vez en una cueva porque tronaba y llovía; el uno, con temor de rayo, se encomendó á la Madre de Dios, invocando el nombre de Santa María; los otros hicieron burla de él, y permitió Dios que los mató un rayo sin hacer mal al devoto. El segundo viaje que hizo Colon á aquella isla Española, mandó levantar una cruz hecha de un árbol rollizo, en la ciudad de la Concepción de la Vega, la cual en todas estas partes ha sido tenida en mucha veneración y demandadas con mucha devoción sus reliquias, porque según fama pública hizo milagros, y con el palo de ella han sanado muchos enfermos. Los indios de guerra trabajaban de arrancalla, y aunque cavaron mucho y tiraron de ella con sogas recias que llaman de bejucos, gran cantidad de hombres, no la pudieron menear; de que no poco espantados, acordaron de dejalla; y de allí delante le hacían reverencia, reconociendo en ella alguna virtud divina.
Capítulo VIII
De lo que hicieron religiosos en la conversión de estos indios, y cómo algunos de ellos fueron muertos por irles á predicar el Evangelio
En vida de los Reyes Católicos pasaron á la isla Española frailes de las órdenes de Santo Domingo y S. Francisco, los cuales fundaron sus monesterios en la ciudad de Santo Domingo, y primero los franciscos, que también hicieron monasterios en la ciudad de la Concepción de la Vega, y en Santiago de la Vega, y en el Cotuy, que son pueblos de la misma isla Española; y después poblaron en la isla de Cuba y en lo de Cumaná, como adelante se dirá. Y saliendo de estos monesterios, discurrían por todas las islas comarcanas, como son la de San Juan, llamada Boriquen; la de Jamaica, la de Santa Cruz, la de Cubagua, que es la de las Perlas; la Margarita y la costa de Tierra Firme, predicando á indios y á españoles, convirtiendo algunos á la fe y estorbando en otros las ofensas de Dios que podían, aunque no tenían entonces la autoridad que era menester del Sumo Pontífice para administrar libremente los sacramentos y tener á su cargo la doctrina de los indios que se convertían, ni tenían el favor de los reyes para volver por ellos de los agravios que se les hacían. Fué de poco efecto lo que los frailes en aquellas islas hicieron, á lo menos cuanto á la conservación de los naturales de ellas, porque estaban nuestros españoles tan señoreados de los miserables indios, y tan encarnizados en el servicio que les hacían de buscar y sacar el oro, y de cultivarles sus granjerías, y edificarles sus casas, ingenios y cortijos, que no bastaba predicación evangélica, ni amonestación cristiana, ni amenaza del infierno para sacárselos de entre manos, y que (siquiera) tuvieran algún descanso del continuo trabajo corporal que les daban, y algún tiempo para enseñarse en las cosas de nuestra santa fe católica, por
lo que tocaba á sus ánimas. Año de mil y quinientos y diez y seis, muerto el católico rey D. Fernando, y quedando por gobernador de los reinos de España en nombre del príncipe D. Cárlos, su nieto, el cardenal Fr. Francisco Jiménez, arzobispo de Toledo, tuvo noticia de este desconcierto y barbaridad que pasaba en las Indias, y cómo por esta causa los naturales de ellas iban en mucha diminución; y celando el remedio de tanta disolución, acordó de encomendar la reformación de los excesos pasados á personas religiosas quitadas de los tráfagos y cobdicias del mundo. Y así, escogió y envió por gobernadores de la isla Española á tres padres priores muy señalados, de la órden del glorioso S. Gerónimo, doctor de la Iglesia, los cuales sin detenimiento llegaron á la ciudad de Santo Domingo el mismo año de diez y seis, y hicieron en el caso lo que pudieron, que fué lo uno, quitar el repartimiento y servicios de indios á los caballeros y personas cortesanas, que por favor habían alcanzado la merced de ellos sin ser conquistadores ni pobladores, ni aun llegado á tierra de Indias, porque a la verdad los poseían más injustamente que otros, pues gozaban de su sudor y sangre sin algún título ni color, más de aquél que pretendía su cobdicia y interés. Y demás de eso sus mayordomos ó hacedores que acá tenían, por agradar á sus amos enviándoles cantidad de oro, y juntamente por aprovecharse á sí mismos, fatigaban más que inhumanamente á los indios haciéndoles trabajar días y noches sin les dar lugar de resollar. Lo segundo que hicieron aquellos padres gobernadores, fué dar órden en que los indios que no eran esclavos saliesen de las casas y haciendas de los españoles que los tenían opresos y totalmente ocupados en su servicio como a captivos, y se juntasen en poblaciones cómodas adonde pudiesen ser doctrinados de los ministros de la Iglesia, en lo que convenía á sus ánimas, y desde allí acudiesen á servir á sus amos en quien estaban repartidos, moderadamente, de suerte que no les faltase tiempo para entender en la labor de sus heredades y granjerías, y en el sustento de sus hijos y mujeres. Con esta buena traza de los nuevos gobernadores, y con el favor que daban á las cosas de la doctrina, cobraron ánimo los religiosos franciscos y dominicos para emplearse más de veras en ellas; y no se contentando con predicar y doctrinar á los naturales de la isla por medio de intérpretes que tenían criados y enseñados en sus monasterios, iban (como dicho es) á hacer el mismo fruto por las islas comarcanas, poniéndose á riesgo de que los matasen los indios caribes, comedores de carne humana, que tienen su habitación en islas de aquella vecindad, que traviesan de isla en isla en sus canoas (que son barcos de sola una pieza), en busca de esta caza, como de hecho mataron algunos, y entre ellos flecharon una vez á Fr. Hernando de Salcedo, y á Fr. Diego Botello, y á otro su compañero, todos tres frailes franciscos, y se los comieron, y llevaron los hábitos y cabezas en lugar de banderas. En este tiempo, que fué el mismo año de diez y seis, pasaron otros religiosos franciscos desde la isla Española á tierra firme, llamada costa de Paria, que confina con la isla de Cubagua, donde se halló la contratación de las perlas: y siendo muy bien recibidos de los indios de Cumaná, que á la sazón eran aún todos infieles, fundaron un monasterio, teniendo por su vicario á Fr. Juan Garcés, y comenzaban á juntar los niños y mozuelos, hijos de principales, que se los daban muy de buena gana sus padres, y enseñarles á leer y escribir, y la doctrina y policía cristiana; y baptizaron muchos, así chicos como grandes, que se convertían por su predicación y por ver su buena vida. Oyendo esto tres religiosos de la órden de Santo Domingo que andaban entre los españoles en la isla de las Perlas, tomóles envidia santa de sus hermanos los franciscos, y queriendo hacer otro tanto como ellos, pasaron á la costa de tierra firme, veinte leguas al Poniente de Cumaná, y comenzaron á predicar en una población llamada Piriti, que es de la provincia Maracapana. Mas no fueron casi oídos ni vistos, porque unos indios los mataron luego, y según dicen, se los comieron. Pasaron después otros de la misma órden y fundaron monesterio en Chiribichí, cerca de Maracapana, y llamaron al monasterio Santa Fe. Ambas órdenes hicieron gran fruto en breve tiempo en la conversión de los indios de toda aquella comarca, y los tenían ya tan pacíficos y amigos de los españoles, y la tierra tan asegurada con su doctrina y continuas buenas obras que los naturales recibían de aquellos dos monesterios, que entraban los españoles cien leguas de aquella costa, puesto que no fueran más de dos ó tres, y aun uno solo, tan segura y libremente como si pasaran por los reinos de Castilla. Pero Satanás, que no duerme, procuró que esta paz y quietud y aprovechamiento de las almas durase poco tiempo, como por la mayor parte duran poco en el mundo las cosas nuevas, buenas y provechosas, mayormente en las Indias, como también duró poco el buen gobierno de los padres gerónimos en la isla Española; porque apenas habían comenzado á poner en ejecución sus justas y santas ordenanzas, cuando por procuración de algunos, á quien ellos habían privado de sus ilícitos aprovechamientos, fueron llamados á España y vuelta la gobernación á-personas seglares, y por consiguiente la ocasión de acabarse y destruirse los indios vuelta al primer estado. Pues volviendo al propósito de lo sucedido en Cumaná y Maracapana, casi todos los cronistas que escriben cosas de Indias, cuentan cómo los naturales de aquella costa se rebelaron en fin del año de diez y nueve, y que como malos, ingratos y sacrílegos, mataron á los religiosos que tan buenas obras les habían hecho, y asolaron aquellos dos monesterios y cuanto había en ellos, demás de que mataron más de otros cien españoles que andaban rescatando; y encarecen lo posible la maldad de los indios (que á la verdad no es de aprobar), pero no declaran ni hacen mención de la ocasión que les dieron, así en lo general, con las vejaciones y molestias intolerables que en aquel tiempo, más que agora, recibían á doquiera los indios de nuestros españoles, como en particular de un mal hombre que sobre todos los escandalizó, puesto que por justo juicio de Dios pagó luego la pena de su pecado. Pero no hay agora quien le eche la culpa, contando la verdad de cómo ello pasó, si no es el obispo de Chiapa, Fr. Bartolomé de las Casas, en una apología que escribió en defensión de los indios, á quien por la autoridad de su persona, religión y dignidad, y por el cristianísimo celo que en sus obras y escritos mostró de la honra de Dios, es razón de darle todo crédito, mayormente en este caso, que resultó en daño de su propia órden y religiosos de ella. Y porque ninguna palabra ponga yo de mi casa, pues aquella apología no está impresa ni se imprimirá (á lo que creo), referiré aquí al pié de la letra todo el capítulo que sobre esta materia escribe, repartiéndolo en dos por ser largo, y es el siguiente.
Capítulo IX
De la ocasión que los indios de Cumamá y Maracapana tuvieron para aborrecer los cristianos, y destruir los monesterios que tenían, matando los religiosos
Dice, pues, así el obispo de Chiapa: «Y porque también Pedro Mártir, en su séptima década, capítulo cuarto, refiere una maldad y testimonio que le dijeron los que infamar por mil vías estas gentes pretenden (que aunque tengan pecados y miserias de ánima como infieles, no por eso permite la caridad que de lo que no tienen, ó no cometen, los condenemos, y en lo que es razón no dejemos de volver por ellos, mostrando que, si al presente daños nos hacen, no los hacen sin justicia y sin causa, supuesto los que de nosotros reciben; y en algunos casos, como en matar frailes, su ignorancia los excusa): cuenta Pedro Mártir, que ciertos de los muchachos que habían criado los frailes en su monesterio, en el valle de Chiribichí, juntaron gentes de los vecinos, y como desagradecidos, destruyendo el monesterio, mataron los frailes. Destruido fué el monesterio y muertos dos frailes que había en él, y si hobiera ciento, yo no dubdo sino que los mataran. Pero es gran maldad echar la culpa á los que los religiosos habían criado, puesto que puede haber sido que algunos de los que con los religiosos habían conversado y venían á la doctrina, en la muerte de ellos se hobiesen hallado: quién tuvo la culpa, y fueron reos de aquel desastre, por lo que aquí diré con verdad, quedará bien claro. Háse aquí de suponer, que los indios de aquella costa y ribera de la mar tenían muy bien entendido, que uno de los achaques que los españoles tomaban para saltear y captivar las gentes de por allí, era si comían carne humana. Y de esta forma estaba toda aquella tierra bien certificada, asombrada y escandalizada. Salió un pecador, llamado Alonso de Ojeda, cuya costumbre, pensamientos y deseos era saltear y tomar indios para vender por esclavos: no era este Alonso de Ojeda el antiguo que en esta isla Española y en estas Indias fué muy nombrado, sino un mancebo que aunque no hobiera nacido no perdiera el mundo nada. Este, digo, que salió de la isla de Cubagua, donde se solían pescar las perlas, con una ó dos carabelas, y ciertos cofrades de aquella profesión, y él por capitán, para hacer algún salto de los que acostumbraban: llegó á Chiribichí, que dizque está de la dicha isleta diez leguas; y vase al monesterio de nuestros religiosos, y allí los religiosos los recibieron como solían á los demás, dándoles colación, y quizá de comer y de cenar. Hizo llamar el Alonso de Ojeda al señor del pueblo, cacique, llamado Maraguay, y quizá por medio de los religiosos que enviaron algún indio de sus domésticos que lo llamasen, porque el monesterio estaba de una parte del arroyo y el pueblo de la otra, que con una piedra, echada no con mucha fuerza, llegaban allá. Venido el cacique Maraguay, apartóse con él y un escribano que llevaba consigo, y otro que iba por veedor y quizá más, y pidió prestadas unas escribanías y un pliego de papel al religioso que tenía cargo de la casa, el cual, no sabiendo para qué era con toda simplicidad y caridad se lo dió. Estando así apartados, comienza á hacer información y preguntar a Maraguay, si había caribes por aquella tierra, que son comedores de carne humana. Como el cacique oyó aquellas palabras, sabiendo y teniendo ya larga experiencia del fin que pretendían los españoles, comenzóse á alterar y á alborotar, diciendo con enojo: no hay caribes por aquí: y vase de esta manera escandalizado á su casa. Ojeda despidióse de los religiosos (que por ventura no supieron. de las preguntas hechas á Maraguay nada), y vase á embarcar. Partido de aquel puerto, desembarca cuatro leguas de allí en otro pueblo de indios llamado Maracapana, cuyo señor era harto entendido y esforzado, el cual con toda su gente recibieron al Ojeda y á sus compañeros como a ángeles. Fingre Ojeda que viene á rescatar (que quiere decir conmutar ó comprar maíz, trigo y otras cosas por otras que llevaba) con las gentes de la sierra, tres leguas de allí, que se llamaban tagares. Recibiéronlos como solían á todos los españoles, como á hermanos: trata de compralles ó conmutalles cincuenta cargas de maíz, de indios cargados; pide que se las lleven cincuenta indios á la mar; promete de pagalles allá su maiz y el carretaje: fíanse de él y de su palabra (como acostumbraban) sin les quedar dubda de lo que les prometían los españoles, y llegados á la mar, un viernes temprano, echan los cincuenta tagares las cargas en el suelo, y tiéndense todos como cansados, según en las tierras calientes suelen hacer. Estando así echados en la tierra los indios, los españoles que los traían y los que en las carabelas habían quedado y que allí para esto los esperaban, cercan á los indios descuidados, y que esperaban del maíz y de la traída su paga, y echan mano á las espadas y amonéstanles que estén quedos para que los aten, si no que les darán de estocadas. Los indios levántanse, y queriendo huir (porque tanto estimaban como la muerte llevarlos los españoles por esclavos), mataron ciertos de ellos á cuchilladas, y creo que tomaron á vida, ataron y metieron en las carabelas treinta y siete, poco más, y no creo que menos, si no me he olvidado. Por los heridos que se escaparon, y por mensajeros que el señor de aquel pueblo (que llamaron los españoles Gil González) luego envió, súpolo Maraguay, el cacique de Chiribichí, donde residían los frailes, y por toda la tierra fué luego aquella obra tan nefaria publicada, con grandísimo alboroto y escándalo de toda la provincia y de las circunstantes, que por tener como por prendas, rehenes y fiadores á los religiosos, estaban todas de semejantes obras descuidadas. Pues como Maraguay vido que los religiosos dieron el papel y escribanía para inquirir si en aquella tierra había caribes (que era el título que los españoles tomaban para captivar y hacer las gentes libres esclavos), y que los frailes asimismo recibieron al Ojeda y sus compañeros con alegría, y los convidaron y despidieron como á hermanos, y luego, cuatro leguas de allí, en el pueblo de su vecino (y quizá pariente) Gil González cometió aquella traición y gran maldad, y á los tagares con tan indigna cautela (viniendo con tanta seguridad y simplicidad confiándose de él) haber hecho tan irreparables daños, y el mismo cacique Gil González afrentado de que se le hobiese violado la seguridad y comedimiento natural que se le debía del hospedaje á su tierra, pueblo y casa, recibiendo á los españoles como á amigos, y viniendo los tagares seguros y en confianza como á pueblo y tierra de señor que no había de consentir que se les hiciese injuria ni que recibiesen agravio: estas consideraciones así representándoseles, y concluyendo que los religiosos que habían recibido y tenían en su tierra les eran contrarios, y que allí no debían estar sino por espías de los españoles para cuando lugar tuviesen captivarlos y matarlos, como parecía por lo que había hecho entonces Ojeda, y otras muchas malas obras, insultos y daños que otros muchos españoles habían hecho por aquella costa arriba, en los pueblos y tierras comarcanas, y de esto nunca cesaban, que no había otro remedio sino hacer venganza ellos de aquel Ojeda y de los demás que allí estaban, y que Maraguay á la mesma hora matase los frailes, y defender que de allí adelante ningún hombre de los españoles en toda aquella tierra jamas entrase, y que para lo efectuar sería tiempo conviniente el domingo que se seguía, porque aquellos días solían principalmente salir á tierra de los navíos los cristianos.
Capítulo X
En que se concluye la materia del pasado, añadiendo los que pasó en Cumaná, donde mataron un fraile francisco
Esta determinación, extendida de secreto por toda la tierra por infinitos mensajeros que se despacharon, como suelen los indios ir volando, concede Maraguay, que así era necesario, y que el domingo él daría buena cuenta de los frailes.Apercibiéronse todas las gentes comarcanas para el domingo con sus armas; pero porque tan gran maldad (según el juicio divino) estaba determinado se castigase antes, acaeció que con su poca vergüenza y temeridad, el Ojeda, con los demás de su compañía (que se habían embarcado en las carabelas cuando llevaron los indios que prendieron el viernes en la tarde), salió á tierra el sábado por la mañana, y entran en el pueblo con tan buen semblante, alegría y descuido, como si no hobiesen hecho nada. El Gil González, señor del pueblo, como hombre muy prudente que era y muy recatado, recibióle asimismo con gran disimulación y alegría, como solía de antes; y tratando de dalles de almorzar, viendo que si esperaban al domingo como tenían concertado, no hallarían quizá tal lance, hizo señal á la gente que estaba aparejada, della en las casas y della por las florestas cercanas, de suerte que en un punto dan sobre ellos infinitos indios con grita espantable, y antes que se revolviesen tenían al Ojeda y á los demás de su cuadrilla despachados, y solos unos pocos que sabían nadar y se echaron á la mar y llegaron á los navíos se les escaparon. Los indios tomaron sus piraguas en que navegan y van á las carabelas, y combátenlas de tal manera, que los que en ellas estaban tomaron por sumo y final remedio huir alzando las velas, y creo (si no me olvido) que no pudieron tomar las anclas, sino que cortaron los cables ó amarras, dejándolas perdidas. Maraguay, como tenía menos que hacer, por tener como corderos en aprisco encerrados los frailes, no quiso darse priesa ni cumplir lo que á su cargo era, el sábado. El domingo por la mañana, estando el uno de los religiosos revestido en el altar para decir misa, y el otro que era un fraile lego (como un ángel) confesado para comulgar, llaman á la portería, va éste á abrir á quien llamaba, entra un indio con cierto presentillo, como solian traer cosas de comer para los frailes, y así como entró, raja la cabeza al bienaventurado con una hacha que traía debajo del sobaco. No sintiendo cosa de ello el de misa que estaba en el altar, poniendo el espíritu con Dios y aparejándose para celebrar, llegó el mismo indio pasito por detrás y hace la misma obra que al otro, dándole con la hacha en la cabeza. Acude luego mucha gente, ponen fuego á toda la casa robando lo que quisieron robar. En otro estado parece haber tomado á los frailes Maraguay, que á Ojeda y sus discípulos Gil González. Todo esto es pura verdad, y así sabemos que acaeció, porque de los mismos que se escaparon se supo, y á uno de ellos recibimos después en esta isla Española y dimos el hábito para fraile: y lo de Maraguay, aguardar al domingo para el sacrificio de los frailes, creo que se supo de algunos indios que después lo confesaron. Y después, á no muchos días, llegué yo á aquella provincia y pueblos con cierto recaudo, para ayudar á los religiosos en la conversión de aquellas gentes, que todos deseábamos, y hallélo todo perdido y desbaratado; pero supe de frailes y seglares, ser lo que tengo dicho público y tenido por verdad averiguada. Agora juzguen los prudentes, que fueren verdaderos cristianos, si tuvieron justicia y derecho indubitable de matar al Ojeda y á su compañía, y ocasión de sospecha que los frailes les eran espías y enemigos, viéndoles dar papel y escribanía para el título de hacer esclavos y otros actos de amistad con los españoles, siendo de su nación, y aun asegurandoles los religiosos muchas veces que de los españoles no habían de recibir, mientras ellos allí estuviesen, algún mal ó daño: y aunque aquellos inocentes siervos de Dios padecieron injustamente (y sin dubda podemos tener que fueron mártires), pero creo yo que no les pedirá Dios la muerte de ellos por las ya dichas causas; solamente, ¡ay de aquellos que fueron y fueren causa de escándalo! El vicario de aquella casa en esta sazón estaba diez leguas de allí en la isleta de las Perlas con los que allí moraban, con su compañero o compañeros, que por ventura habría ido á predicarles: sabida la obra hecha de los que en las carabelas se escaparon, encargó á todo el pueblo de españoles que allí estaban, que tomasen todos los navíos y fuesen á Chiribichí, á ver qué había sido de los religiosos. Pero la gente de toda la tierra puesta en armas, defendiéronles la entrada; y finalmente, visto que todo estaba quemado y asolado., no dubdaron de la muerte de los bienaventurados, y así se tornaron. Este religioso, indignadísimo contra todas aquellas gentes, mirando solamente la muerte de los religiosos y la destrucción de la casa, sin pasar más adelante, con celo falso de la debida ciencia, de que habla San Pablo, fué después á Castilla, y en el hablar en el Consejo de las Indias contra todos los indios, sin hacer diferencia, fué demasiadamente muy inconsiderado y temerario; dijo abominaciones de los indios en general, sin sacar alguno, afirmando tener muchos pecados, y dijo de ellos muchas infamias, según dijo Pedro Mártir: lo que de ello el divino juicio ha juzgado, no podemos alcanzallo; pero al menos podemos conjeturar haberlo Dios en esta vida por aquello ásperamente castigado, porque sabemos que siendo él en sí buen religioso (según tal lo conocimos), llegando á estado de ser electo por obispo, y con harta honra y favor sublimado, le levantaron tantos y tan feos testimonios, que no dijo él de los indios mucho más; y al cabo el mismo Consejo de Indias (ante cuyo acatamiento había ganado grande autoridad) le casó la elección y sustituyó por obispo de la misma Iglesia otro en su lugar, y él, recogido en un lugarejo harto chico, que tuvo por patria, vivió muchos días y años solo y fuera de la órden, muy abatido y angustiado, y no sé si en alguna hora de toda su vida se pudo consolar. Podríamos afirmar con sincera verdad tener experiencia larga que ningún religioso, ni clérigo, ni seglar hizo ni dijo mal y daño contra estos tristes indios, ni en algo los desfavoreció, que la divina justicia en esta vida casi a ojos de todos no lo castigase: y por el contrario, ninguno los favoreció, ayudó y defendió, que la misma divina bondad en este mundo no le favoreciese y galardonase: lo que toca á la otra vida, cómo irá á los unos y á los otros, conocerlo hemos cuando pareciéremos ante el juicio divinal. Y esta digresión accidentalmente hicimos, por lo que escribió de estas gentes de Chiribichí Pedro Mártir, y por haber sido de pocos sabida y en sí muy señalada.» Todo lo arriba dicho es del buen obispo de Chiapa; mas porque no cuenta aquí lo sucedido de los frailes franciscos en Cumaná, es de saber que allí no los mataron todos porque tuvieron aviso de lo que pasaba á tiempo que hobo lugar de sacar el Santísimo Sacramento, y metidos con él en una barca se fueron huyendo á la isla de Cubagua: solo un Fr. Dionisio, que no se hobo de hallar tan á mano, ó de turbado no pudo ó no supo seguir á sus compañeros, quedó escondido en un carrizal, y en él estuvo seis días sin comer, aguardando que viniesen por allí españoles; al cabo de ellos salió con hambre y con esperanza de que los indios no le harían mal, pues muchos de ellos eran sus hijos en la fe y baptismo. Fué al lugar, y ellos le dieron de comer tres días sin le hacer ni decir mal, en los cuales siempre estuvo de rodillas llorando y orando, según después confesaron los malhechores. Debatieron mucho sobre su muerte, queriéndolo unos matar y otros salvar; pero al fin, por consejo de un indio baptizado llamado Ortega, le ataron una soga al pescuezo y lo arrastraron y acocearon, y hicieron en él otros vituperios; y rogados por él que le dejasen encomendar á Dios antes que muriese, púsose de rodillas, y estando en su oración, le dieron con unas porras en la cabeza, y así acabó su vida este bienaventurado.
Capítulo XI
De la consideración que se debe tener cerca de este desastrado acaecimiento y de otros semejantes, si han acontecido o acontecieron en Indias
Es aquí de notar, que después que se descubrió este Nuevo Mundo de las Indias, no se sabe (á lo menos yo no he leido ni oído) que en alguna parte los indios hayan cometido cosa tan exorbitante como la que aquí se acaba de contar. Verdad es que en algunas partes de Indias los naturales han muerto y aun comido religiosos, en especial de la órden de S. Francisco, porque son los que más han andado y andan por los confines de los indios de guerra, y han hecho y hacen cada día muchas entradas entre ellos, y traído muchos de ellos á la fe de la Iglesia y á la obediencia de nuestros reyes de España; como arriba en el capítulo octavo dijimos que los caribes comarcanos de la isla Española mataron y comieron en veces algunos frailes, y abajo, en su lugar, diremos de los que han sido muertos por los chichimecos y otros alarbes en la frontera de Jalisco y de las minas de Zacatecas; pero que indios (habiéndose ofrecido de paz y recibido la fe) hayan muerto á los ministros, destruido los monesterios que tenían fundados, ni que hayan despedazado y vituperado las imágenes de Cristo nuestro Redentor ó de sus santos, hasta agora de ningunos ha venido á mí noticia, sino de solos estos de Cumaná y Maracapana; y de lo que estos hicieron no me maravillo, sino cómo no ha acontecido lo mismo en otras muchas partes de las Indias, según las malas obras y peor tratamiento que siempre los nuevamente convertidos han recibido de nuestros cristianos viejos. Bien sé que esta materia no puede ser á todos acepta ni agradable, y en parte por esta causa, si posible fuera, no la quisiera tocar; mas porque no puedo dejar de tropezar á cada paso en ella, por ser negocio tan trillado en las Indias, y el que totalmente ha impedido la conservacíon y salvación de infinidad de gentes que en poco tiempo, por este respecto, se han consumido, quiero desde agora hacer mi debida salva, para que-lo que tocante á este artículo dijere, sea recibido de los que lo oyeren con la sana intencion con que yo lo escribo: es á saber, para que pues nos preciamos de cristianos, como tales nos humillemos y reconozcamos nuestros propios defectos y perversas inclinaciones, y nos vamos en ellas á la mano, escarmentando en los excesos de los pasados y en el justo castigo que por mano de Dios por ello recibieron, y no queramos echar nuestras culpas ó de los de nuestra nación á los de otra por ser diferente, si bien considerado el negocio no se les debe con razón imputar, pues no la tienen. Costumbre es, á lo que creo, de todas las naciones del mundo (excepto la indiana) presumir cada uno de la suya y tenerse los unos por mejores que los otros, y volver cada uno por los de su nación y patria con razón y verdad, ó sin ella, ó (como dicen) por fas ó por nefas, y alabar sus agujas, y negar ó dorar sus defectos y zaherir los ajenos con todo su poder y aun morir en la demanda. De la cual mala inclinación, fundada en carne y sangre, ningún bien ni provecho se ha seguido á los hombres que han vivido en el mundo desde su principio, sino muchos trabajos, discordias, guerras, muertes, robos y asolamientos de ciudades, provincias y reinos; y este mal no sólo ha reinado en los de una ley ó secta para contra los de otra contraria (donde parece que podía darse justo color de contienda), pues por nuestros pecados vemos que por esta ponzoñosa víbora nunca se ha podido conservar ni alcanzar á derechas entera paz y conformidad entre todos los cristianos, y por el consiguiente nunca la Iglesia ha podido arribar del todo ni prevalecer contra sus enemigos; antes, por ocasión de esta misma vanidad en un mismo reino y en una misma ciudad, y entre padres y hijos, hemos visto formados grandes bandos y disensiones, causadoras de muchos males con título de diversos apellidos, y con la misma estrañez que si fueran de diversas naciones. Saqué á los indios de esta regla general, porque puesto caso que entre sí mismos en tiempo de su infidelidad usaban de esta emulación y presunción, preciándose los de una provincia por de mejor casta, ó por más valientes, ó de mejores leyes y costumbres que los de las otras, y sobre ello tenían sus competencias y guerras; pero en respecto de las demás naciones (que después que son cristianos han conocido), ellos se conocen, tienen y confiesan por los mas bajos y despreciados, y para menos, y en todo faltos y defectuosos, y así a ninguna otra nación resisten, sino que de todos se dejan acocear y sopear y á todos se subjetan, hasta á los negros captivos y mestizuelos muchachos, como no sean puros indios; y aunque no sea más de por esta su humildad y propio menosprecio (siquiera la llamen algunos poquedad y cobardía), obligan á todo cristiano libre de pasión y de temporal interés, á que vuelva y responda por ellos, pues están los míseros tan rendidos y acobardados, que en ellos no hay respuesta ni defensa; por el contrario acaece á los de nuestra nación española, que son tan briosos y altivos, y de ánimo tan osado, que no hay gente ni cosa en el mundo que delante se les pare, y todo se les hace poco para sus largos y extendidos deseos, y les parece que doquiera que lleguen (mayormente entre infieles), pueden entrar como señores absolutos con sólo el título de españoles y cristianos, puesto que no guarden ley ni término de cristiandad, sino que tienen licencia para entrar matando y robando, y aprovechándose de los bienes y personas de aquellos naturales y de sus hijos y mujeres, aunque ellos los hayan recibido con todo amor y paz y buen acogimiento, y que no están obligados á darles ningún buen ejemplo ni tener con ellos siquiera buen comedimiento; antes, no obstante todo esto, aquellos por cuyas puertas y bienes se meten están obligados á ser luego muy fieles cristianos, no más de porque ellos se lo dicen, y muy obedientes á lo que les mandaren, sin tener de que se excusar ni de que se agraviar ni querellar, y en faltando de esto un punto, ó en soñando ellos que quieren hacer falta, luego, por el mismo caso, son traidores y rebeldes y dignos de ser quemados, destruidos y asolados, y el pecado de uno ha de ser pecado de todo el pueblo, y del que se cometió en un pueblo han de ser reos y culpados todos los de aquella nación. Éste es el bordón, fueros y usanza con que por la mayor parte han entrado españoles en la conquista de los indios; ésta es la razón por donde podemos tener por gran maravilla, si los indios salen perfectos cristianos, y si lo son, debemos dar inmensas gracias á nuestro Señor, que por su gracia y misericordia lo obra, y no maravillarnos de que los indios, á cabo de dos ó tres años de su baptismo, tuviesen por cosa de burla y engaño lo que los frailes les predicaron de la ley de Cristo, viendo que los que se jactaban del renombre de cristianos obraban tan al revés de lo que su ley sonaba: y plegue á Dios que yo mienta, y que en el día del juicio no veamos (como yo temo) innumerables de nuestros antiguos cristianos, que por su mal llegaron á tierra de indios, condenados al infierno, porque en lugar de predicar con su vida á Cristo crucificado, fueron causa de que su santo nombre fuese blasfemado entre las gentes, como lo dijo San Pablo. Y por estas verdades que aquí digo, ó por lo que adelante en esta materia dijere, no consiento que alguno me tenga por enemigo de mi nación y patria, como acaece que muchos inconsideradamente lo echan por esta calle; porque puestos en mediana consideración, ¿en qué juicio cabe juzgar, que yo, siendo como soy, español, pretenda por los extraños infamar á mis naturales, levantándoles el mal que no hicieron? ¿Ni qué razón hay para que yo holgase por mi pasatiempo de echar sus faltas en la plaza, si no estuviesen divulgadas de Oriente á Poniente? ¿Ni para qué yo menease el mal olor de estas hediondas latrinas (puesto que sean tan públicos pecados), si entendiese que había de redundar en deshonor de los buenos cristianos y virtuosos y generosos españoles, de los cuales quién dubda sino que muchos han pasado á Indias, que nunca supieron hacer mal ni daño á los naturales de ellas, y otros que sobre esto les han hecho muy buenas obras y dádoles buenos ejemplos, y otros que compadeciéndose de sus trabajos los han favorecido y redimido de vejaciones, y muchos que con el favor de Dios han sido instrumento para que se salven innumerables de ellos? Éstos son, pues, los verdaderos españoles en quien se verifica la buena fama y honra de su nación, que esotros no los llamo yo sino degéneres, bárbaros y caribes, enemigos de su ley, y de su rey, y de su nación (pues la afrentan), y de toda humana naturaleza, y amigos de sólo su interés y desenfrenada cobdicia. Y así, cuando se trata que españoles ó cristianos, sin temor de Dios ni piedad humana, robaron, mataron, quemaron, destruyeron y asolaron gentes ó pueblos, ó hicieron cosas semejantes en tierra de indios, siempre se entiende de los tales que indignamente usurparon estos nombres, sin corresponder á ellos con las obras, que como vulgo y behetría y en tierra de libertad han prevalecido para hacer tan grandes males y causar tantos daños, sin poder ser reprimidos de sus reyes con santas y justas leyes, y de sus gobernadores; antes, muchas veces han llevado tras sí el beneplácito y consentimiento de sus capitanes (aunque nobles de condición y de sangre), por darles contento, como quien los había menester para conseguir y no perder el fin de sus conquistas y juntamente la vida, si se pusieran en quintas con sus soldados. Todos estos circunloquios he traído para que se entienda que si los indios en algunas partes se han desmandado contra los españoles eclesiásticos ó seglares, ó se han descontentado de la cristiandad recibida, ha sido siempre á puro reventar de agravios y vejaciones que ya no podían llevar, ó de malos ejemplos que les hacían ser odioso el nombre de cristianos; porque esta es verdad averiguada, que todos los indios de quien acá tenemos noticia (fuera de caribes y de los que llamamos chichimecos, que viven como alarbes), todos los demás son la gente más mansa, pacífica y modesta que Dios crió, y que á los principios, cuando los españoles llegaron á sus tierras de nuevo, nunca los dejaron de recibir con grandísimo amor y benevolencia, hasta que los escandalizaron y escarmentaron; y de esta verdad pongo por testigos álos mismos cronistas, que con escribir esto mismo que yo, y con no conocer indios más de por la relación que tienen de oídas, no se cansan de decir de ellos todo cuanto mal se les viene á la boca.
Capítulo XII
De cómo se rebeló el cacique Enrique en la isla Española, y de la ocasión que para ello tuvo
El mismo año que aconteció lo de Cumaná y Maracapana, que fué el de diez y nueve, sucedió también en la isla Española que se alzaron y acogieron á los montes y sierras los indios que servían á los españoles en la villa de San Juan de la Maguana con su cacique y caudillo llamado Enrique. Y porque este caso fué notable, y en la relación de él se conoce claramente la ciega pasión con que algunos historiadores condenan injustamente á los indios, echándoles culpa y acrimándosela con cuanto encarecimiento pueden, habiéndola de echar y cargar totalmente á sus naturales y compañeros los españoles, que con sus inícuas obras daban forzosa ocasión para que los nuevos en la fe no sólo se huyesen á los montes, mas aun tuviesen por enemigos capitales á todos los cristianos y por odioso el tal nombre; recitaré aquí lo que un cronista cuenta cerca de cómo pasó este negocio, y el fundamento que tuvo. Dice, pues, en fin del tercero capítulo del quinto libro de su General Historia de Indias estas palabras: «Ya se desterró Satanás de esta isla, ya cesó todo esto con cesar la vida de los indios y haberse acabado, y los que quedan son ya muy pocos y en servicio de los cristianos ó en su amistad. Algunos de los muchachos y de poca edad de estos indios podrá ser que se salven, si fueren baptizados, y guardando la fe católica no siguieren los errores de sus padres y antecesores. Pero ¿qué diremos de los que andan alzados algunos años há, siendo cristianos, por sierras y montañas, con el cacique D. Enrique y otros principales indios, no sin vergüenza grande de los cristianos y vecinos de esta isla?» Y en el capítulo siguiente, que es cuarto en órden, contando la historia, dice: « Entre otros caciques modernos ó últimos de esta isla Española, hay uno que se llama D. Enrique, el cual es cristiano baptizado, y sabe leer y escribir, y es muy ladino, y habla muy bien la lengua castellana. Este fué desde su niñez criado y doctrinado de los frailes de S. Francisco, y mostraba en sus principios que sería católico y perseveraría en la fe de Cristo. Y después que fué de edad y se casó, servía á los cristianos con su gente en la villa de San Juan de la Maguana, donde estaba por teniente del almirante D. Diego Colón un hidalgo llamado Pedro de Badillo, hombre descuidado en su oficio de justicia, pues que de su causa redundó la rebelión de este cacique. El cual se le fué á quejar de un cristiano de quien tenía celos, ó sabía que tenía que hacer con su mujer, lo cual este juez no tan solamente dejó de castigar, pero de más de esto trató mal al querellante, y túvolo preso en la cárcel sin otra causa. Y después de le haber amenazado, y dicho algunas palabras desabridas, le soltó. Por lo cual el cacique se vino á quejar á esta Audiencia real que reside en esta ciudad de Santo Domingo, y en ella se proveyó que le fuese hecha justicia; la cual tampoco se le hizo, porque el Enrique volvió á la misma villa de San Juan, remitido al mismo teniente Pedro de Badillo, que era el que le había agraviado, y le agravió después más, porque le tornó á prender, y le trató peor que primero: de manera que el Enrique tomó por partido el sufrir, ó á lo menos disimular sus injurias y cuernos por entonces, para se vengar adelante, como lo hizo en otros cristianos que no le tenían culpa. Y después que había algunos días que el Enrique fué suelto, sirvió quieta y sosegadamente, hasta que se determinó en su rebelión. Y cuando le pareció tiempo, el año de mil y quinientos y diez y nueve, se alzó y se fué al monte con todos los indios que él pudo recoger y llegar á su opinión. Y en las sierras que llaman del Beoruco, y por otras partes de esta isla anduvo cuasi trece años: en el cual tiempo salió de través algunas veces á los caminos con sus indios y gente y mató algunos cristianos, y robándolos, les tomó algunos millares de pesos de oro. Y otras veces algunas, demás de haber muerto á otros, hizo muchos daños en pueblos y en los campos de esta isla: y se gastaron muchos millares de pesos de oro por le haber á las manos, y no fué posible hasta poco tiempo há, porque él se dió tal recaudo en sus saltos, que salió con todos los que hizo.» Estas son las formales palabras del cronista, del cual cierito es mucho de maravillar, que siendo hombre tan entendido, y tenido en reputación de buen cristiano, en sus primeras palabras arriba referidas muestra mucho gozarse de lo que quien tuviese temor del justo y eterno juicio de Dios, con harta razón debría de dolerse, y llorar con lágrimas de sangre, por haber sido parte juntamente con otros en acabar y consumir y quitar de sobre la haz de la tierra tantas millaradas de ánimas criadas á imágen de Dios y capacísimas de su redención, como en el discurso de esta historia parecerá, y no incapaces como él las hace. Y sobre esto pone en dubda, si algunos de los muchachos hijos de los indios siendo baptizadosy guardando la fe católica que recibieron se salvarán. Lo cual yo no sé qué otra cosa es, sino poner duda en la fe que tenemos, y en las palabras que nuestro Salvador Jesucristo dijo en su Evangelio: el que creyere y fuere baptizado, será salvo. Verdaderamente cuando leí este paso, yo me afrenté de que un español hidalgo y honrado cayese en tan grande error, como es mostrar placer de lo que le hubiera de causar perpetuo llanto, y de que no tuviese celo de la honra de Dios y de su ley para abominar y exagerar con todo encarecimiento la iniquidad de tan malos jueces, que siquiera no tenían algún respeto de no escandalizar aquella nueva gente que indignamente regían, ni hacer caso de ello, sino de que Enrique y sus indios á cabo de verse sin ninguna causa privados de sus señoríos, tierras, y haciendas, y libertad, y cada día vejados y molestados con incomportables y irremediables agravios con que los españoles los iban consumiendo del todo, se fueron huyendo á los montes para buscar y tener un poco de quietud y descanso: y al malvado del Pedro de Badillo, que con ningunas palabras se pudieran encarecer sus traiciones y malas obras, conténtase con llamarlo hombre descuidado en su oficio de justicia. Aunque después cuenta cómo Dios lo castigó en esta vida. Porque yendo desde la isla Española para España, entrando ya por la Barra de San Lúcas de Barrameda, se perdió la nave en que iba, y él y otros se ahogaron con mucha riqueza. Plegue á Dios que sus almas se salvasen, en lo cual dubda S. Agustín y que no se verificase lo que dice el proverbio, que lo mal ganado, á ello y á su dueño se lo lleva el diablo; y en lo que dice el historiador, que en el tiempo que anduvieron Enrique y sus indios en el monte mataron algunos españoles y les quitaron lo que llevaban, no es de maravillar, pues de ellos siempre recibieron obras de enemigos. Y aun allí en los desiertos no los dejaban, sino que procuraban de haberlos á las manos para quitarles la vida, o por lo menos llevarlos á su usado captiverio y servidumbre.
Capítulo XIII
De cómo el cacique Enrique se redujo á la amistad de los españoles, por la benignidad del cristianísimo Emperador
De este alzamiento del cacique Enrique, y de la ocasión que para hacerlo tuvo, y de los muchos daños que por toda la isla Española hacía sin se lo poder estorbar, fué avisado el Emperador; y visto que los españoles vecinos de la isla, á cabo de trece ó catorce años, no eran poderosos para sojuzgar á tan pocos indios (que serían poco más de ciento los que en compañía del Enrique andaban), movido con celo de quitar aquel oprobio y afrenta de la nación española, y de evitar los daños y males que á sus vasallos de allí resultaban, principalmente á los españoles de la isla en sus haciendas, y á los indios alzados en sus almas (por andar como alarbes, sin socorro de la palabra de Dios, y sin los sacramentos de la Iglesia), proveyó de alguna gente que de nuevo los fuese á conquistar, enviando con ella por capitán á Francisco de Barnuevo, natural de la ciudad de Soria, á quien dio por instrucción y mando (como clementísimo príncipe) que antes que intentasen de tomar las armas para contra aquellos indios rebelados y de les hacer algún mal, lo primero trabajasen por las vías posibles de traerlos á la paz y amistad con los españoles, y á la obediencia de S. M., asegurándoles en su real nombre, que por lo pasado, ningún mal se les haría, y en lo advenidero no recibirían agravio ni malos tratamientos de los españoles; antes serían amparados con toda vigilancia y cuidado, como por la obra lo verían. Y para que de esta seguridad tuviesen más certificación, el mismo humanísimo Emperador (atento á que a aquel cacique Enrique se le había dado ocasión manifiesta para hacer lo que hizo) escribió una carta llena de su real benevolencia, amonestándole con paternales y suaves razones que se redujese á su real servicio, y gozase de la paz y mercedes que de su parte se le ofrecían, y no se dejase perder á sí y á los que le seguían. Clemencia digna de tan alto y magnánimo príncipe, quererse humillar á escribir á un indio y pedirle paz, por sólo ganalle el alma y la vida á él y á los suyos, pudiendo con facilidad mandar asolar y destruir á él y á los suyos, abrasando los montes adonde se acogían, cuando por otra vía no se pudieran haber. Y así guió Dios el suceso de este negocio como el católico emperador lo deseaba. Porque el capitán Francisco de Barnuevo que traía esta carta y otros despachos para el presidente y oidores de la real audiencia de la isla Española, llegó con su gente á la ciudad de Santo Domingo, donde ella reside, y presentados sus recaudos, túvose consulta entre los de la audiencia, vecinos y principales de aquella ciudad, sobre el modo y forma que se había de tener en la pacificación del cacique Enrique: y después de haber habido su consejo, se acordó que el mismo capitán Francisco de Barnuevo fuese primero á tentar la paz; y cuando ésta no se pudiese haber, se acudiese al remedio de las armas, conforme á la instrucción y mandato de la cesárea majestad. Y para este efecto partió de la ciudad de Santo Domingo á buscar á Enrique, á los ocho días del mes de Mayo, año de mil y quinientos y treinta y tres, en una carabela con su batel para salir á tierra, y solos treinta y tres españoles y otros tantos indios de servicio para les ayudar á llevar las mochilas. No fué pequeño el trabajo que este buen capitán y fiel mensajero pasó en esta jornada, ni de poco momento los peligros y riesgos de la vida en que se puso. Porque cuanto á lo primero, anduvo dos meses por la costa abajo de la isla por la banda del sur, hácia el poniente, sin hallar rastro alguno, ni humo, ni indicio por donde pudiese presumir en qué parte hallaría al cacique Enrique y á su gente. Después de esto, habiendo procurado de la villa de la Yaguana dos indios naturales de la tierra para que le guiasen por ella (porque dijeron sabían poco más ó menos dónde se hallaría el Enrique), envió al uno de ellos con una carta para el mismo, dándole aviso del intento á que venía; y con aguardar veinte días á este indio, nunca volvió con la respuesta. Tenía su asiento el bueno de Enrique, diez leguas poco menos de la costa de la mar, la tierra adentro, hácia lo más áspero de las montañas, entre grandes riscos y breñas: todo cercado de increible espesura de espinos y manglares (cierto género de árboles que se hacen por aquellas partes) muy espesos y entretejidos, por las muchas matas que entre ellos se crían, por ser la tierra cálida y húmeda, que aun á los cuadrúpedos animales parece no dan lugar de camino. En lo interior de esta maleza tenía hecha una población, donde pudieran habitar seis tantos indios de los que él traía consigo. Y este era su ordinario alojamiento. Y de allí salían á hacer sus saltos y presas, corriendo la tierra por las partes que mejor les parecía, conforme á los avisos que les daban sus adalides, de la disposición de los caminos y gente que por ellos andaba; y para más seguridad de sus personas, hijos y mujeres (por si acaso en algún tiempo se viesen en aprieto, cercados de mucha gente que por allí llegase) pusieron su fuerza, último recurso y acogida detrás de una grande laguna de hasta diez ó doce leguas de box, legua y media de su población, arrimada á los más altos riscos y aspereza de la montaña., de suerte que al lugar donde ellos se acogían, no teniendo barcos para atravesar la laguna, no se podía pasar, sino metidos en el agua y cieno hasta los sobacos por una banda, ó por otra entre peñas pobladas de grandísima espesura de árboles y matas muy entretejidas, por donde necesariamente en muchas partes se había de pasar á gatas por debajo de los árboles y matas. Y yendo por aquí una docena de los remontados, eran señores de los que los quisiesen acometer, y poderosos para irlos matando como conejos, á palos, cuanto más teniendo como tenían su aparejo de lanzas, espadas y rodelas; y por el agua los mataran mejor: porque para fin de su defensa, y para aprovecharse de la laguna, tenían trece canoas ó barcos en que por ella navegaban. Á este paraje de mal país acudían todos ellos, chicos y grandes, hombres y mujeres, los más de los días entre día, desamparando la población de sus casillas ó chozas, de que se aprovechaban para reposar en las noches. Todas estas dificultades venció el valeroso capitán Francisco de Barnuevo, no por fuerza de armas (que no pudiera), sino poniéndose al trabajo y riesgo de tanta y tan peligrosa aspereza, confiando en Dios (cuyo negocio y mensaje le parecía que llevaba), como negocio de paz y salvación de aquellas almas, que andaban apartadas del gremio de la Iglesia, y carecían del beneficio de los sacramentos. Y así lo guió Dios como de su mano, y dispuso los corazones de Enrique y de sus compañeros para que conociesen la merced que su divina Majestad y el rey de la tierra les hacían, y la aceptasen como hacimiento de gracias: aunque á la verdad este aparejo siempre lo tuvieron de su parte, como el cacique Enrique lo certificó á Barnuevo en las primeras pláticas que tuvieron, con estas formales palabras: « Señor capitán, yo no deseaba otra cosa sino la paz, y conozco la merced que Dios y el Emperador nuestro señor me hacen, y por ello beso sus reales piés y manos: y si hasta agora no he venido en esto, ha sido la causa las burlas que me han hecho los españoles, y la poca verdad que me han guardado, y por eso no me he osado fiar de hombre de esta isla.» Finalmente, partiendo Barnuevo con la segunda guía que le quedó (viendo que la primera no volvía con la respuesta), atravesó aquellas nueve ó diez leguas de asperísima montaña á pié (que á caballo no fuera posible), y llegó seguramente á la laguna, donde el cacique Enrique con los suyos le aguardaba, porque ya estaba avisado de su venida y del mensaj e y carta que traía: y como cosa que tan bien le estaba lo recibió con la benevolencia posible, abrazándose el uno al otro, y ni más ni menos todos los españoles con los indios, regocijándose y comiendo todos juntos. Y recibida y leída la carta del Emperador, en que le nombraba D. Enrique, de allí adelante todos se lo llamaron. Y besada la carta y puesta sobre su cabeza, la obedeció, y prometió de guardar siempre inviolablemente la paz. Y se ofreció de hacer luego recoger todos los otros indios que él tenía, y andaban de guerra por algunas partes de la isla: y que avisándole los españoles que andaban algunos sus negros alzados, los haría tomar y volver á sus dueños. Y con estos y otros muchos cumplimientos y pláticas que entre sí tuvieron, quedó concertada la paz, y abrazándose con mucha alegría se despidieron.
Capítulo XIV
De cómo el cacique D. Enrique se aseguró y certificó de la paz que se le había ofrecido, por las cosas que aquí se dirán
EL cacique D. Enrique dió á Francisco de Barnuevo un capitán de los suyos y otro indio principal para que lo acompañasen hasta la mar, ó hasta donde le pluguiese. Y llegados á la mar, adonde lo aguardaba su carabela, despidió al indio capitán dándole algunos vestidos para sí y para los otros capitanes sus compañeros. Y á D. Enrique envió otras ropas de seda de más precio con otras preseas que le pareció, de las que llevaba en la carabela, porque tuviese más seguridad de la nueva paz. Y despedido este capitán, llevó consigo al otro indio principal llamado Gonzalo (de quien mucho se fiaba D. Enrique) hasta la ciudad de Santo Domingo, para que viese á los oidores y oficiales reales, y vecinos principales de la ciudad, y oyese y viese pregonar la paz, como lo vió hacer primero en todos los lugares y villas por donde pasó desde que salió de la carabela hasta que llegó á la ciudad, donde se hizo lo mismo. Y al dicho indio se le dió muy bien de vestir, y se le hizo muy buen tratamiento, y mientras se detuvo en la ciudad (como astuto que era) entró en muchas casas de la gente española para sentir los ánimos y voluntades de todos ellos cerca de la paz. Y todos le mostraban que holgaban mucho de la paz y amistad con D. Enrique. Y la real audiencia proveyó que con este indio volviese una barca, y en ella ciertos españoles para lo llevar á su amo, enviándole muy buenas ropas de seda, y atavíos para él y para su mujer, y para sus capitanes y indios principales, y otras joyas y regalos de cosas de comer, y vino y aceite, y herramientas y hachas para sus labranzas: puesto que el D. Enrique preguntado y importunado del capitán Barnuevo que dijese lo que había menester o quería que se le enviase, no pidió otra cosa sino imágenes, y así se las enviaron con lo demás que está dicho; pero antes que recibiese este presente y embajada, quiso el D. Enrique (como hombre sagaz y avisado) hacer la experiencia por su propia persona del seguro de la paz, y fué de esta manera: que pocos días después que de él se partió el capitán Barnuevo, un miércoles veintisiete de Agosto del mismo año de mil y quinientos y treinta y tres, llegó á dos leguas de la villa de Azúa con hasta cincuenta ó sesenta hombres, y púsose en la falda de una sierra, que se dice de los Pedernales; y desde allí envió á saber de los de la villa si tendrían por bien que les hablase. Y enviáronle á decir que mucho en buena hora viniese, pues S. M. lo había perdonado, y era ya amigo de los españoles. Y saliéronlo á recibir algunos hidalgos y hombres honrados de la ciudad de Santo Domingo, que acaso se hallaron en aquella villa, y asimismo los alcaldes y otros vecinos de ella, en que habría hasta treinta de á caballo y más de cincuenta de á pié, bien aderezados para paz y para guerra. Y apeáronse los de caballo y juntáronse con D. Enrique, y abrazó á todos los españoles, y ellos á él y á todos sus indios: y allí supo cómo su indio Gonzalo había cuatro días que había partido de la misma villa de Azúa con los españoles que le llevaban el presente. Y aunque sacaron allí mucha comida de gallinas y capones y perniles de tocino y carnes de buenas terneras, con el mejor pan y vino que se halló, y comieron todos, así españoles como indios, con mucho placer y regocijo, el cacique D. Enrique no comió ni bebió cosa alguna, aunque para ello fué muy importunado, dando por excusa que no estaba sano, y que poco antes había comido. Y con mucha gravedad platicaba con todos, con semblante y aspecto de mucho reposo y autoridad, mostrando tener mucho contento de la paz y de ser amigo de los españoles. Y acabada la comida se levantaron, y después de muchos cumplimientos y ofertas de una parte á otra, prometiéndose mucha amistad, se tornaron á. abrazar como de primero. Y el D. Enrique y los suyos tomaron el camino de la sierra: y llegado á su rancho, aguardó á los que llevaban el presente y preseas de la ciudad. Y recibido con mucho agradecimiento de su parte y de los suyos, entregó á los mensajeros todos los negros y esclavos que él tenía de españoles: y envió á decir que en huyéndose algún esclavo negro ó indio á los españoles, le avisasen; que él los haría buscar, y se los enviaría atados a sus dueños. Con estas pruebas y señales de amistad que el cacique D. Enrique vió en los españoles de la isla, quedó más asegurado que de antes, aunque en lo interior de su espíritu no tenía entera satisfacción; porque puesto que de parte del católico Emperador estaba bien seguro no le faltaría la palabra dada y favor prometido, era poca la confianza que de los españoles de la isla tenía, por la experiencia pasada, del poco caso que hacen de los indios, y que no los quieren sino para servirse de ellos, y que para desagraviarlo á él y á los suyos estaba lejos el socorro del Emperador. Aprovechó también mucho para asegurarlo, la visita de un religioso siervo de Dios, es á saber, el padre Fr. Bartolomé de Las Casas (que después fué obispo de Chiapa y acérrimo defensor de los indios, que á la sazón estaba por conventual en el monesterio de los predicadores de la ciudad de Santo Domingo, adonde había tomado el hábito), el cual, como supo la nueva de las paces que el capitán Barnuevo había concluido con el cacique D. Enrique, lleno de gozo no pudo contenerse, sino que luego, habida licencia de su superior, se fué derecho á meterse por aquellas montañas, riscos y lugares ásperos, donde aquellos indios estaban recogidos, y adonde pocos días antes no osara llegar español alguno seglar ni religioso, llevando consigo ornamentos y recaudo para decir misa, y fué recibido del cacique y de sus indios con suma alegría- y con ellos se detuvo algunos días consolándolos espiritualmente, y dándoles á entender la clemencia grande que la majestad del Emperador había usado con ellos, y aconsejándoles que se aprovechasen de tan señalado beneficio, y perseverasen en la obediencia y servicio de tan benignísimo rey, y en la paz y amistad con los españoles. A lo cual todos ellos se ofrecieron con entera voluntad, y se fueron con el dicho padre acompañándolo hasta la villa de Azúa, el mismo D. Enrique y muchos de sus indios y indias, y muchachos, y de ellos se baptizaron los que no estaban baptizados. Y esto hecho, con mucha paz y sosiego se volvieron a su asiento y sierras, y el religioso á su convento. Los oidores de la real audiencia recibieron mucha pena de su ida, por ser sin su sabiduría, temiendo que los indios se podrían alterar, por ser tan reciente y fresca la paz; pero como nuestro Señor quiso que su ida fuese provechosa, holgaron del buen suceso que hobo, y le dieron las gracias. Supo este bendito padre del cacique D. Enrique, que aunque andaba remontado y apartado de cristianos, y privado de los beneficios de la Iglesia, no dejaba de rezar las oraciones que en ella había aprendido, y á veces el oficio de nuestra Señora, y ayunar los viernes. Y lo que más le llegaba al alma al tiempo que así anduvo alzado, era el no baptizarse los niños que nacían y se criaban en su compañía, según que antes también lo había dicho al capitán Barnuevo. Y demás de ser cristiano usó un estilo de virtud y ardid de guerra, que para que los suyos fuesen hombres de esfuerzo y fuerzas para ella, no daba lugar ni consentía que los varones llegasen á las mujeres para conocerlas carnalmente, si ellos no pasasen de veinticinco años. Quise contar aquí esta historia, porque se entienda cuán poca razón tienen los que echan culpa a los indios baptizados, porque se alzaron y remontaron de la compañía de los españoles, y de la mucha que ellos han tenido las veces que así lo han hecho.
Capítulo XV
De las raíces y causas por donde los indios de la isla Española y sus comarcanas se vinieron á acabar
No estaba engañado D. Enrique en no se fiar de los españoles de aquella su isla, pues el volver á,su amistad y comunicación fué causa de acabarse del todo y consumirse en menos de ocho años toda su generación, y la de los demás indios naturales de aquella tierra, que ya en su tiempo no eran muchos. Mas por pocos que entonces eran, no hay dubda sino que si se estuvieran por su parte en el abrigo de las montañas donde se habían acogido, se conservaran y multiplicaran, como vemos que se aumentan y multiplican los indios, tanto y más que otra nación del mundo, donde están libres de la polilla de los españoles. En cuya compañía y contrato no es maravilla., sino cosa natural y forzosa, que se consuma en breve innumerable gentío de indios; y sería maravilla si se sustentasen entre ellos, como lo sería si dentro de un cercado se pudiese conservar muchos años un poderoso rebaño de ovejas andando entre ellas algunos lobos ó leones, por pocos que fuesen, que al cabo de poco tiempo (es cosa clara) que las habían de acabar sin remedio. Así fué lo de la isla Española, que como se acorralaron los indios en poder de los españoles, sin que alguna provincia ó pueblo de ellos se pudiese escapar de sus manos, en breve tiempo dieron cabo de todos, sin que quedase alguno por quien se pudiese conocer la figura de los pasados: como sin falta darán cabo á todos los demás que quedan en tierras de Indias, si se lleva adelante la lima sorda del servicio forzoso que hacen á los españoles. Porque esto es tenerlos acorralados y atados en su poder y manos; y porque esta terrible inhumanidad que pasó en la Española y en sus comarcanas islas, en los futuros años del siglo, la podrían algunos ignorantemente imputar á los católicos reyes, dignos de eterna y loable memoria, en cuyo tiempo y reinando, ello sucedió, será justo que con verdad y justicia los excusemos, echando la culpa á los que la tuvieron. Y contando el caso de cómo ello pasó, es de saber, que de dos perversos principios tuvo orígen este daño, aunque ambos se pueden reducir á uno, y fué la insaciable codicia, que (según el apóstol S. Pablo), es raíz de todos los males: y da luego la razón, diciendo: Porque los que se quieren hacer ricos caen en tentación y lazo del demonio, y en muchos y dañosos deseos que zabullen á los hombres en un golfo de perdición y destrucción. Fué, pues, el primero principio, el desacertamiento de un mal gobernador (cuyo nombre callo por la honra de los suyos, de quien con harta conveniencia se podrá decir lo que la Escritura sacra dice de Antíoco, que fué raíz de pecado), á quien los Reyes Católicos enviaron desde Granada el año de mil y quinientos y dos, para remediar la insolencia de algunos compañeros de Cristóbal Colón, que sin temor de Dios ni respeto de su capitán, de sola su propia autoridad querían servirse de los indios en todo lo que se les antojaba. En lo cual, queriéndoles ir á la mano, se le rebelaron y quitaron la obediencia, y amotinados, se fueron á una provincia de aquella isla, llamada Xaragua, muy poderosa y poblada de gente, donde se apoderaron de los indios, sirviéndose de ellos á su voluntad, con que pusieron al buen Colón en hartos trabajos y angustias, hasta que hubo de venir con ellos á partido, permitiéndoles tener algunos pueblos que les hiciesen haciendas y labranzas para sí. Y siendo los Reyes Católicos avisados de este atrevimiento, con no haber á la sazón en la isla ni en todas las Indias más que trescientos españoles (porque en otra parte fuera de allí no los había), acordaron de enviar (que no debieran) este gobernador que tengo dicho, dándole por instrucción y mandato muy encargado, que rigiese y gobernase los indios, como libres que eran, y con mucho amor y dulzura., caridad y justicia: no les poniendo servidumbre alguna, ni consintiendo que algún español les hiciese agravio, porque no fuesen impedidos en el recibir nuestra santa fe, y porque por sus obras no aborreciesen á los cristianos. Llevaba consigo este gobernador tres mil españoles como si fuera a conquistar á Orán de los moros. Y llegados á la isla, no se supo dar maña para repartirlos por la tierra entre los indios, sino tenérselos consigo en la ciudad de Santo Domingo, por manera que él y todos ellos comenzaron á hambrear. Y pensando en lo que le parecía remedio, y no lo pudiendo hacer por la instrucción que llevaba de gobernar en libertad á los indios, escribió á la serenísima reina Doña Isabel muchas cosas falsamente en disfavor de los indios, para inclinar á su alteza á que le diese licencia para repartirlos como lo había imaginado: y entre otras escribió (como muy celador de la salvación de sus prójimos) que no podían haber ni juntar los indios para predicarles la fe, y doctrinarlos en, ella: y que á causa de la mucha libertad que tenían, huían y se apartaban de la conversación de los cristianos, por manera que aun queriéndoles pagar sus jornales, no querían trabajar sino andar vagabundos: y que por el bien de sus almas convendría que tuviesen comunicación con los cristianos. Como si este buen hombre (perdóneme Dios) hubiera tenido entonces ni después el menor cuidado del mundo en hacer ó proveer alguna diligencia sobre lo que á la cristiandad de los indios pertenecía, que no lo tuvo más que si fueran piedras ó palos: y como si los indios fueran obligados á adevinar que había ley de Cristo que predicarles, ó á venir gente paupérrima y desnuda cien leguas y más, dejando sus tierras y casas, y sus mujeres y hijos desamparados, á pesquisar al puerto si habían venido predicadores de la ley que nunca llegó á su noticia. La católica reina, con el gran celo y ansia que tenía, de que todas aquellas gentes recibiesen el conocimiento y fe de nuestro salvador Jesucristo, porque fuesen cristianos y se salvasen, dando crédito al buen intento que para el efecto su gobernador mostraba, entre otras cosas respondióle en esta manera, diciendo: «Y porque nos deseamos que los dichos indios se conviertan á nuestra santa fe católica, y que sean doctrinados en las cosas de ella, y porque esto se podrá mejor hacer comunicando los dichos indios con los cristianos que en esa dicha isla están, y andando y tratando con ellos, y ayuntando los unos á los otros, mandé dar esta mi carta en la dicha razón, por la cual mando á vos, el dicho nuestro gobernador, que del día que esta mi carta viéredes en adelante, compelláis y apremiéis á los dichos indios que tracten y conversen con los cristianos de la dicha isla, y trabajen en sus edificios y en coger y sacar oro y otros metales, y en hacer granjerías y mantenimientos para los cristianos vecinos y moradores de la dicha isla, y hagáis pagar á cada uno el día que trabajare, el jornal y mantenimiento que según la calidad de la tierra y de la persona y del oficio, vos pareciere que debiere de haber; mandando á cada cacique que tenga cargo de cierto número de los dichos indios, para que los haga ir á trabajar donde fuere menester, y para que las fiestas y días que pareciere convenir se junten á oír y ser doctrinados en las cosas de la fe en los lugares diputados, y para que cada cacique acuda con el número de indios que vos le señaláredes á la persona o personas que vos nombráredes, para que trabajen en lo que las tales personas les mandaren, pagándoles el jornal que por vos fuere tasado; lo cual hagan y cumplan como personas libres (como lo son) y no como siervos. Y haced que sean bien tractados los dichos indios, y los que de ellos fueren cristianos mejor que los otros. Y no consintáis ni deis lugar que ninguna persona les haga mal, ni daño, ni otro desaguisado alguno» Éstas son las palabras formales de la reina.
Capítulo XVI
De los excesivos trabajos y vejaciones con que fueron acabados los indios de la isla Española
Vulgarmente se suele decir en Indias, que muchos hombres pretenden y procuran una vara del rey para poder hurtar á su salvo con autoridad, sin que nadie se lo pueda pedir. Y por la misma forma parece que muchos de los que han gobernado en Indias no han querido otra cosa sino una cédula, una cláusula, una palabra, una letra del rey, que directa ó indirectamente pudiese aplicarse á su propósito, para con ella seguir á banderas desplegadas el intento de su cobdicia y temporal aprovechamiento, sin advertir ni hacer caso del daño que de allí puede venir á sus prójimos, por grave que sea, ni al de sus propias almas, ni á la recta intención de su rey, que, claramente les había de constar de otras sus palabras. Y de aquí ha procedido que con haber proveído nuestros católicos reyes de España innumerables cédulas, mandatos y ordenanzas en pro y favor de los indios (como fin último á que deben tener ojo en su gobierno para descargar sus reales conciencias), por maravilla ha habido hombre, de los que en Indias han gobernado en su real nombre, que haya tenido ojo, ni puesto las mientes principalmente en esta obligación y descargo de sus reyes, ni de lo que para este efecto mandaban y ordenaban, sino solo en aquello con que pudiesen cargar la mano á los miserables que poco pueden, ni saben ni osan hablar ni volver por sí; y esto por-respeto de sus propios intereses y temporales aprovechamientos y de sus aliados. Y dije por maravilla, porque si algunos ha habido, han sido tan pocos, que se podrían contar como los dedos de la mano. Y de creer es que no será. de estos últimos, sino el mas culpado de los primeros, nuestro gobernador de quien íbamos hablando, que por sus pecados y los del pueblo fué proveído de los Reyes Católicos para la isla Española ó de Santo Domingo. Y esto se verificará por las palabras de la misma cédula que él con engaño impetró de la católica reina, y por el modo que tuvo en guardarla y ponerla por obra, y verse ha como de todo lo que en ella se contenía (que todo era-enderezado principalmente en bien y favor de los indios), él no echó mano sino de solas aquellas palabras, «mándoos que compelláis y apremiéis á los indios,» que era la asilla que él buscaba para compelerlos y apremiarlos; no en la manera que la real cédula justamente reza, sino en la tiránica que el demonio le revistió para destrucción y asolamiento de todas aquellas gentes y de otras sinnúmero que otros por su ejemplo fueron destruyendo. Cuanto á lo primero, considérese que el mandato de la cédula para apremiar á los indios fué proveído á pedimento del mismo gobernador, por la relación que hizo, en razón principalmente del aprovechamiento espiritual de sus almas en que fuesen cristianos, y segundariamente por la ayuda que habían menester los españoles en lo temporal de hacer sus casas y labranzas, en que los indios llevándolos con moderación, también se aprovechaban temporalmente, recibiendo sus jornales: de suerte que lo primero, tuvo por motivo y fundamento la católica reina, como lo declara diciendo: «y porque nos deseamos que los dichos indios se conviertan á nuestra santa fe católica, &c.» Y luego añade, que lo que provee y manda de servir a los españoles y andar entre ellos, se endereza al primer fundamento que se echó de su doctrina y cristiandad, diciendo: «Y porque esto (conviene saber, de que se conviertan á la fe y sean cristianos) se podrá mejor hacer comunicando los dichos indios con los cristianos, por tanto os mando que los compeláis a que traten y conversen con ellos, y trabajen en sus edificios, &c.» Y esto bien se deja entender que había de ser por medios justos y razonables, y de tal manera, que los indios pudiesen llevar el tal trabajo sin riesgo de sus vidas y salud de sus personas, y sin daño de sus hacenduelas y familias; ordenándolos de arte que unos fuesen un tiempo y otros otro; y aquellos venidos á sus casas fuesen otros, porque tuviesen tiempo para labrar sus heredades y hacer sus haciendas. Y que estos habían de ser hombres trabajadores, y no mujeres, ni niños, ni viejos, ni los que entre ellos eran principales y señores. Y que el trabajo había de ser algún tiempo y no siempre, domingos y fiestas, noches y días. Y que aquello hiciesen no como siervos sino como libres (pues lo eran); donde se entiende que el compelerlos y apremiarlos había de ser induciéndolos blandamente, como suelen ser compelidos los hombres libres, y alquilarse por algún tiempo como las personas libres lo hacen; y esto parece bien en las palabras de la real cédula que dicen: «Y hagáis pagar á cada uno el día que trabajare.» Luego no han de ser meses, ni años, ni por toda la vida. Y más dice, que el jornal fuese conveniente y conforme á los trabajos, para que proveyesen á sí y á sus mujeres y hijos, recompensando con el jornal lo que perdían por ausentarse de sus casas y dejar de hacer sus haciendas. Todo lo cual hizo este gobernador al revés; porque cuanto á lo primero, deshizo y despobló todos los pueblos grandes y principales, repartió entre los españoles todos los indios, como si fueran cabezas de ganado ó manadas de bestias, dando á uno ciento, y á otro cincuenta, y á otro más, y á otro menos, según la gracia y amistad que cada uno con él alcanzaba: y de niños y viejos, mujeres preñadas y paridas, y hombres principales, y á los mismos señores naturales de la tierra; de manera que todos, chicos y grandes, niños y viejos, cuantos se pudiesen tener sobre las piernas, hombres y mujeres preñadas y paridas trabajaban y servían hasta que echaban el alma: demás de esto consintió que llevasen los maridos a sacar oro, veinte y treinta y ochenta leguas, quedando las mujeres en las estancias ó granjas trabajando en trabajos muy grandes, que era hacer montones para el pan que allí se come, llamado cazabe, levantando ó alzando de la tierra que cavaban cuatro palmos en alto y doce piés en cuadro, que es trabajo para hombres de grandes fuerzas, mayormente que cavaban el suelo duro con palos, porque herramientas de hierro no las tenían; y en otras partes ocupándolas en hilar algodón y en otros oficios trabajosos, los que más provechosos hallaban para allegar dinero; por manera que no se juntaba el marido con la mujer, ni se veían en ocho o diez meses, ó en un año; y cuando á cabo de este tiempo se venían á juntar, venían de las hambres y trabajos tan molidos y sin fuerzas, que muy poco cuidado tenían de comunicarse, y de esta manera cesó entre ellos la generación. Las criaturas que habían nacido perecían porque las madres con el trabajo y hambre no tenían leche para darles á mamar; y por esta causa en la isla de Cuba acaeció morirse en obra de tres meses siete mil niños de hambre; otras ahogaban y mataban las criaturas de desesperadas; otras, sintiéndose preñadas, tomaban yerbas con que echaban muertas las criaturas. El jornal que les mandó dar (porque se contenía en la cédula se les diese) fué tres blancas en dos días, como cosa de burla, que montaba medio castellano por cada un año, y esto que se lo diesen en cosas de Castilla, que lo que con ellos se podía comprar sería hasta un peine y un espejo, y una sartilla de cuentas verdes ó azules, con que quedaban bien medrados; y aun esto pasaron hartos años que no se lo dieron. La comida que les daban era aun no hartarlos de cazabe, que es el pan de la tierra hecho de raíces, de muy poca sustancia, no siendo acompañado con carne ó pescado; dábanles con él de la pimienta de la tierra, y unas raíces como nabos, asadas.
Capítulo XVII
En que se prosigue y concluye la misma materia, excusando á los Reyes Católicos de la culpa que hubo en esta inhumanidad
Los trabajos que los indios y indias tenían, así en sacar el oro como en las demás granjerías (con ser para su flaqueza cruelísimos), eran continuos, por haber sido dados y entregados á los que tenían por amos, a manera de esclavos, como cosa suya propia, que podían hacer de ellos lo que quisiesen. Y así los españoles á quien los dió ó encomendó, ponían sobre ellos unos crueles verdugos, uno en las minas, que llamaban minero, y otro en las estancias ó granjas, que llamaban estanciero (como ahora también los usan en todas las Indias), hombres desalmados, sin piedad, que no les dejaban descansar, dándoles palos y bofetadas, azotes y puntilladas, llamándolos siempre de perros y otros peores vocablos, nunca viendo en ellos señal de alguna blandura, sino de extremo rigor y aspereza. Y porque por las grandes crueldades de estos mineros y estancieros, y trabajos intolerables que en su poder pasaban, se iban algunos de los indios huyendo por los montes, criaron ciertos alguaciles del campo que los iban á montear; y en las villas y lugares de los españoles tenía el gobernador señalados personas, las más honradas del pueblo, que puso por nombre visitadores, á quien demás del ordinario repartimiento, daba, por ejercer aquel oficio, cien indios de servicio. Y estos visitadores eran los mayores verdugos, ante los cuales todos los indios que los alguaciles del campo traían monteados se presentaban, y luego iba el acusador allí, que era á quien los indios fueron encomendados, y acusábalos diciendo que aquellos indios eran unos perros, que no le querían servir, y que cada día se le iban a los montes por ser haraganes y bellacos; que los castigase. Luego el visitador los ataba á un poste, y con sus propias manos tomaba un rebenque alquitranado, y dábales tantos azotes y tan cruelmente, que por muchas partes les salía la sangre, y los dejaba por muertos. Y por estos tales tractamientos, viendo los desventurados indios que debajo del cielo no tenían remedio, comenzaron á tomar por costumbre ellos mismos matarse con zumo de yerbas ponzoñosas ó ahorcarse, y los más de ellos sin tener conocimiento de la ley de Cristo, porque esto (que era el principal intento y fin de la real cédula) fué lo más olvidado que aquel gobernador tuvo sin haber memoria de ello. Y hombre hubo entre los españoles de aquella isla, que se le ahorcaron ó mataron de la manera dicha más de doscientos indios de los que tenía en su encomienda; y este sería el que amenazó á los que quedaban, que mirasen lo que hacían, porque él también se ahorcaría para ir á atormentarlos en el infierno mucho más que acá los afligía. La católica reina no pudo remediar estos males, ni aun tener noticia de ellos, porque despachada aquella su cédula, desde á pocos meses murió. Y sucediendo en el reino D. Felipe su yerno, plugo al Señor llevarlo también para sí en breve. Y quedó entonces el reino por espacio de dos años sin presencia de rey, con que quedaron los malos cristianos de aquella isla con más soltura y libertad para llevar adelante sus tiranías. Sucedió tras este perverso principio, el segundo que fué mucho peor: que los mismos que hubieran de atajar y remediar estos daños, celando la conservación de aquellas gentes y la cristiandad y salvación de sus ánimas, descargando las conciencias de sus reyes, que de ellos confiaban el gobierno de las Indias, estos mismos, vencidos de la arriba nombrada cobdicia, y cebados del oro que veían llevarse á España, repartieron entre sí indios de aquella isla, y después de las demás que se iban ganando, concertándose con los gobernadores, y tomando cuál quinientos, y cuál ochocientos, y cuál mil, y dende arriba, poniendo sus mayordomos y hacedores que les acudiesen con lo adquirido. De suerte, que aunque después volvió el rey católico D. Fernando á gobernar á Castilla, y fueron religiosos dominicos y franciscos á informar á Su Alteza de lo que pasaba, no fueron creídos, y aun apenas oídos, porque habiendo de pasar el negocio por los del Consejo, y estando ellos mismos interesados en tan gran cantidad, claro está que lo habían de hacer todo noche, encubriéndosele al rey la verdad. Después de esto, movido con el mismo celo el Lic. Bartolomé de las Casas, clérigo, que después fué fraile de Santo Domingo y obispo de Chiapa, fué á dar la misma relación al rey católico, estando en Palencia el año de mil y quinientos y quince; y informado y queriendo proveer en ello, plugo á nuestro Señor Dios de llevárselo, yendo á Sevilla. Sucedió en la gobernación de España el cardenal D. Fr. Francisco Jiménez, y informado juntamente con el embajador del emperador Cárlos V, que después fué papa, Adriano VI, ambos á dos proveyeron por gobernadores de la isla Española á tres religiosos de la órden del glorioso doctor S. Gerónimo. Y entre otras cosas que proveyeron, fué una quitar luego los indios á los del Consejo de España y á los jueces y oficiales reales de la isla, que eran los que más riza habían hecho en ellos. Mas ya para este tiempo (que era el año de diez y seis) habían quedado pocos en respecto de los muertos, porque en el tiempo que gobernó el primero fundador de aquella carnicería, que fueron nueve años, destruyó de diez partes de la gente, las nueve. Y los que le sucedieron, desde el año de once hasta el de quince, fueron siguiendo sus pisadas. Y aunque los padres gerónimos hicieron lo que pudieron, duróles poco el gobierno, y luego se proveyó Audiencia y Chancillería. Y como ya los indios eran pocos, y los españoles de la isla estaban engolosinados en ellos, y tienen por ley infalible que se han de servir de ellos hasta que no quede alguno, así los hubieron de acabar del todo. Y por el mesmo rumbo llevaron á los moradores de la isla de Cuba, que tiene trescientas leguas de largo: y en las islas de Jamaica y Puerto Rico, y las de los Lucayos, que eran al pié de cincuenta islas muy pobladas, y de gente que no se les halló señal de idolatría, ni figura, ni estatua de ídolos, ni cosa que le pareciese; antes se entendió que con el conocimiento universal y confuso de una primera causa pasaban su vida. Este largo discurso quise hacer por fin y conclusión de este libro que tracta de la isla Española, porque claramente se entienda la razón y causa, y los que la dieron y tuvieron la culpa en el modo cómo totalmente se acabaron millones de gentes en aquella isla y en las demás referidas; porque no lo sabiendo de raíz los del siglo venidero (como yo lo supe de persona digna de todo crédito, que á lo mas de ello se halló presente), por ventura no culpen á nuestros católicos reyes de Castilla, en cuyo reinado pasó este negocio, siendo ellos, como fueron, ignorantes y ajenos de toda culpa.
Libro segundo de la historia eclesiástica indiana
Que trata de los ritos y costumbres de los indios de la Nueva España en su infidelidad
Capítulo I
De lo que tenian y, creian cerca de sus dioses ó demonios, y de la creacion del primer hombre
Cuenta el venerable y muy religioso padre Fr. Andrés de Olmos, que lo que colligió de las pinturas y relaciones que le dieron los caciques de México, Tezcuco, Tlaxcala, Huexotzinco, Cholula, Tepeaca, Tlalmanalco y las demas cabeceras, cerca de los dioses que tenian, es que diversas provincias y pueblos servian y adoraban á diversos dioses; y diferentemente relataban diversos desatinos, fábulas y ficciones, las cuales ellos tenian por cosas ciertas, porque si no las tuvieran por tales, no las pusieran por obra con tanta diligencia y eficacia, como abajo se dirá, tratando de sus fiestas. Pero ya que en diversas maneras cada provincia daba su relacion, por la mayor parte venian á concluir que en el cielo habia un dios llamado Citlalatonac, y una diosa llamada Citlalicue; y que la diosa parió un navajon ó pedernal (que en su lengua llaman tecpcatl), de lo cual, admirados y espantados los otros sus hijos, acordaron de echar del cielo al dicho navajon, y así lo pusieron por obra. Y que cayó en cierta parte de la tierra, donde decian Chicomoztoc, que quiere decir «siete cuevas.» Dicen salieron de él mil y seiscientos dioses (en que parece querer atinar á la caida de los malos ángeles), los cuales dicen que viéndose así caidos y desterrados, y sin algun servicio de hombres, que aun no los habia, acordaron de enviar un mensajero á la diosa su madre, diciendo que pues los habia desechado de sí y desterrado, tuviese por bien darles licencia, poder y modo para criar hombres, para que con ellos tuviesen algun servicio. Y la madre respondió: que si ellos fueran los que debian ser, siempre estuvieran en su compañía; mas pues no lo merecian y querian tener servicio acá en la tierra, que pidiesen al Mictlan Tecutli, que era el señor ó capitan del infierno, que les diese algun hueso ó ceniza de los muertos pasados, y que sobre ello se sacrificasen, y de allí saldrian hombre y mujer que despues fuesen multiplicando. Que parece querer atinar al diluvio, cuando perecieron los hombres, teniendo no haber quedado alguno. Oida, pues, la respuesta de su madre (que dicen les trajo Tlotli, que es «gavilan»), entraron en consulta, y acordaron que uno de ellos, que se decia Xolotl, fuese al infierno por el hueso y ceniza, avisándole que por cuanto el dicho Mictlan Tecutli, capitan del infierno, era doblado y caviloso, mirase no se arrepintiese despues de dado lo que se le pedia. Por lo cual le convenia dar luego á huir con ello, sin aguardar mas razones. Hízolo Xolotl de la misma manera que se le encomendó; que fué al infierno y alcanzó del capitan Mictlan Tecutli el hueso y ceniza que sus hermanos pretendian haber, y recibido en sus manos, luego dió con ello á huir. Y el Mictlan Tecutli, afrentado de que así se le fuese huyendo, dió á correr tras él, de suerte que por escaparse Xolotl, tropezó y cayó, y el hueso, que era de una braza, se le quebró y hizo pedazos, unos mayores y otros menores; por lo cual dicen, los hombres ser menores unos que otros. Cogidas, pues, las partes que pudo, llegó donde estaban los dioses sus compañeros, y echado todo lo que traia en un lebrillo ó barreñon, los dioses y diosas se sacrificaron sacándose sangre de todas las partes del cuerpo (segun despues los indios lo acostumbraban) y al cuarto dia dicen salió un niño; y tornando á hacer lo mismo, al otro cuarto dia salió la niña: y los dieron á criar al mismo Xolotl, el cual los crió con la leche de cardo.
Capítulo II
De cómo fué criado el sol, y de la muerte de los dioses
Criado ya, pues, el hombre, y habiendo multiplicado, traia ó tenia cada uno de los dioses ciertos hombres, sus devotos y servidores, consigo. Y como por algunos años (segun decian) no hubo sol, ayuntándose los dioses en un pueblo que se dice Teutiuacan, que está seis leguas de México, hicieron un gran fuego, y puestos los dichos dioses á cuatro partes de él, dijeron á sus devotos que el que mas presto se lanzase de ellos en el fuego, llevaria la honra de haberse criado el sol, porque al primero que se echase en el fuego, luego saldria sol; y que uno de ellos, como mas animoso, se abalanzó y arrojó en el fuego, y bajó al infierno; y estando esperando por dónde habia de salir el sol, en el tanto, dicen, apostaron con las codornices, langostas, mariposas y culebras, que no acertaban por dónde saldria; y los unos que por aquí, los otros que por allí; en fin, no acertando, fueron condenados á ser sacrificados; lo cual despues tenian muy en costumbre de hacer ante sus ídolos: y finalmente salió el sol por donde habia de salir, y detúvose, que no pasaba adelante. Y viendo los dichos dioses que no hacia su curso, acordaron de enviar á Tlotli por su mensajero, que de su parte le dijese y mandase hiciese su curso; y él respondió que no se mudaria del lugar donde estaba hasta haberlos muerto y destruido á ellos; de la cual respuesta, por una parte temerosos, y por otra enojados, uno de ellos, que se llamaba Citli, tomó un arco y tres flechas, y tiró al sol para le clavar la frente: el sol se abajó y así no le dió: tiróle otra flecha la segunda vez y hurtóle el cuerpo, y lo mismo hizo á la tercera: y enojado el sol tomó una de aquellas flechas y tiróla al Citli, y enclavóle la frente, de que luego murió. Viendo esto los otros dioses desmayaron, pareciéndoles que no podrian prevalecer contra el sol: y como desesperados, acordaron de matarse y sacrificarse todos por el pecho; y el ministro de este sacrificio fué Xolotl, que abriéndolos por el pecho con un navajon, los mató, y despues se mató á sí mismo, y dejaron cada uno de ellos la ropa que traia (que era una manta) á los de votos que tenia, en memoria de su devocion y amistad. Y así aplacado el sol hizo su curso. Y estos devotos ó servidores de los dichos dioses muertos, envolvian estas mantas en ciertos palos, y haciendo una muesca ó agujero al palo, le ponian por corazon unas pedrezuelas verdes y cuero de culebra y tigre, y á este envoltorio decian tlaquimilloli, y cada uno le ponia el nombre de aquel demonio que le habia dado la manta, y este era el principal ídolo que tenian en mucha reverencia, y no tenian en tanta como á este á los bestiones ó figuras de piedra ó de palo que ellos hacian. Refiere el mismo padre Fr. Andrés de Olmos, que él halló en Tlalmanalco uno de estos ídolos envuelto en muchas mantas, aunque ya medio podridas de tenerlo escondido.
Capítulo III
De cómo Tezcatlipuca apareció á un su devoto y lo envió á la casa del sol
Los hombres devotos de estos dioses muertos á quien por memoria habian dejado sus mantas, dizque andaban tristes y pensativos cada uno con su manta envuelta a cuestas, buscando y mirando si podrian ver á sus dioses ó si les aparecerian. Dicen que el devoto de Tezcatlipuca (que era el ídolo principal de México), perseverando en esta su devocion, llegó á la costa de la mar, donde le apareció en tres maneras ó figuras, y le llamó y dijo: «Ven fulano, pues, eres tan mi amigo, quiero que vayas á la casa del sol y traigas de allá cantores y instrumentos para que me hagas fiesta, y para esto llamarás á la ballena, y á la sirena, y á la tortuga, que se hagan puente, por donde pases.» Pues hecha la dicha puente, y dándole un cantar que fuese diciendo, entendiéndole el sol, avisó á su gente y criados que no le respondiesen al canto, porque á los que le respondiesen los habia de llevar consigo. Y así aconteció que algunos de ellos, pareciéndoles mellífluó el canto, le respondieron, a los cuales trajo con el atabal que llaman vevetl y con el tepunaztli; y de aquí dicen que comenzaron á hacer fiestas y bailes á sus dioses: y los cantares que en aquellos, areitos cantaban, tenian por oracion, llevándolos en conformidad de un mismo tono y meneos, con mucho seso y peso, sin discrepar en voz ni en paso. Y este mismo concierto guardan en el tiempo de ahora. Pero es mucho de advertir que no les dejen cantar sus canciones antiguas, porque todas son llenas de memorias idolátricas, ni con insignias diabólicas ó sospechosas, que representan lo mismo. Y es de notar, cerca de lo que arriba se dijo, que los dioses se mataron á sí mismos por el pecho, que de aquí dicen les quedó la costumbre que despues usaron, de matar los hombres que sacrificaban, abriéndoles el pecho con un pedernal, y sacándoles el corazon para ofrecerlo á sus dioses.
Capítulo IV
De la creacion de las criaturas, especialmente del hombre, segun los de Tezcuco
La creacion del cielo y de la tierra aplicaban á diversos dioses, y algunos á Tezcatlipuca y á Uzilopuchtli, ó segun otros, Ocelopuchtli, y de los principales de México. Aunque á la tierra tenian por diosa, y la pintaban como rana fiera con bocas en todas las coyunturas llenas de sangre, diciendo que todo lo comia y tragaba; pero de diversas cosas diversos dioses tenian, hasta el dios de los vicios y suciedades, que le decian Tlazulteotl; y al sol y otros planetas tenian por dioses, y á lo que se les antojaba. De la creacion de la luna dicen, que cuando aquel que se lanzó en el fuego y salió el sol, un otro se metió en una cueva y salió luna; y que hubo cinco soles en los tiempos pasados, en los cuales no se criaban bien los bastimentos y frutos de la tierra, y así murieron las gentes comiendo diversas cosas; y que este sol de ahora era bueno, porque en él se hace todo bien. Los de Tezcuco dieron despues por pintura otra manera de la creacion del primer hombre, muy á la contra de lo que antes por palabra habian dicho á un discípulo del padre Fr. Andrés de Olmos, llamado D. Lorenzo, refiriendo que sus pasados habian venido de aquella tierra donde cayeron los dioses (segun arriba se dijo) y de aquella cueva de Chicomoztoc. Y lo que despues en pintura mostraron y declararon al sobredicho Fr. Andrés de Olmos, fué que el primer hombre de quien ellos procedian habia nacido en tierra de Aculma, que está en término de Tezcuco dos leguas, y de México cinco, poco mas, en esta manera. Dicen que estando el sol á la hora de las nueve, echó una flecha en el dicho término y hizo un hoyo, del cual salió un hombre, que fué el primero, no teniendo mas cuerpo que de los sobacos arriba, y que despues salió de allí la mujer entera; y preguntados cómo habia engendrado aquel hombre, pues él no tenia cuerpo entero, dijeron un desatino y suciedad que no es para aquí, y que aquel hombre se decía Aculmaitl, y que de aquí tomó nombre el pueblo que se dice Aculma, porque aculli quiere decir hombro, y maitl mano ó brazo, como cosa que no tenia mas que hombros y brazos, ó que casi todo era hombros y brazos, porque (como dicho es) aquel hombre primero no tenia mas que de los sobacos arriba, segun esta ficcion y mentira.
Capítulo V
De cómo dicen descendió del cielo Tezcatlipoca, y persiguió á Quetzalcoatl hasta la muerte
Otros dijeron que Tezcatlipoca (de quien arriba se hizo mencion, que era el ídolo principal de México) habia descendido del cielo descolgándose por una soga que habia hecho de tela de araña, y que andando por este mundo desterró á Quetzalcoatl, que en Tulla fué muchos años señor, porque jugando con él á la pelota, se volvió en tigre, de que la gente que estaba mirando se espantó en tanta manera, que dieron todos á huir, y con el tropel que llevaban y ciegos del espanto concebido, cayeron y se despeñaron por la barranca del rio que por allí pasa, y se ahogaron; y que el Tezcatlipoca fué persiguiendo al dicho Quetzalcoatl de pueblo en pueblo, hasta que vino á Cholula, donde le tenian por principal ídolo, y allí se guareció y estuvo ciertos años. Mas al fin el Tezcatlipuca, como mas poderoso, le echó tambien de allí, y fueron con él algunos sus devotos hasta cerca de la mar, donde dicen Tlillapa ó Tizapan, y que allí murió y le quemaron el cuerpo; y que de entonces les quedó la costumbre de quemar los cuerpos de los señores difuntos. Y que el alma del dicho Quetzalcoatl se volvió en estrella, y que era aquella que algunas veces se ve echar de sí un rayo como lanza: y algunas veces se ha visto en esta tierra la tal cometa ó estrella, y tras ella se han visto seguir pestilencias en los indios, y otras calamidades; y es que las tales cometas son señales que Dios puso para denotar alguna cosa ó acaecimiento notable que quiere obrar ó permitir en el mundo. Pues volviendo al Quetzalcoatl, algunos dijeron que era hijo del ídolo Camaxtli, que tuvo por mujer á Chimalma, y de ella cinco hijos, y de esto contaban una historia muy larga. Otros decian, que andando barriendo la dicha Chimalma, halló un chalchihuitl (que es una pedrezuela verde) y que la tragó, y de esto se empreñó, y que así parió al dicho Quetzalcoatl. Del ídolo Camaxtli, de quien se ha hecho aquí mencion, eran muy devotos los cazadores porque les ayudase á cazar, teniéndolo por favorable y propicio para el efecto de la caza. Y así, cuando querian ir á cazar o pescar, primero se sacrificaban y le ofrecian su sangre, ó otras cosas.
Capítulo VI
De lo que un señor de Tezcuco sintió acerca de sus dioses, con otras cosas
De lo que arriba se ha tratado, bien se colige que diversos pueblos, y provincias, personas, tenian diversas opiniones acerca de sus dioses, y que algunos dudaban de ellos y aun los blasfemaban cuando no se hacian las cosas á su contento, ni les sucedian como ellos deseaban y querian. Y esto no es tanto de admirar en personas viles y bajas, ó puestas en extremas necesidades, cuanto es de notar en personas calificadas y en grandes señores, como en su tiempo lo eran los reyes de Tezcuco Nezaualcoyotzin y Nezaualpilzintli, el último de los cuales no solo con el corazon dudó ser dioses los que adoraban, mas aun de palabra lo dió á entender, diciendo que no le cuadraban ni estaba satisfecho de que eran dioses, por las razones que su viveza y buen natural le mostraban. Porque era en tanta manera vivo y entendido este cacique, que aun en el bisiesto quiso caer y atinar, pareciéndole que se alongaban las fiestas, y no venian á un mismo tiempo en todos los años. De este mismo cacique se cuenta, que por natural razon y su buena inclinacion aborrecia en gran manera el vicio nefando: y puesto que los demas caciques lo permitian, este mandaba matar á los que lo cometian. De manera que acerca de sus dioses y de la creacion del hombre diversos desatinos decian y tenian. De que alguno subiese al cielo no habia memoria entre ellos; mas era su opinion que todos iban al infierno, y en esto no dubdaban, como ello era gran verdad para con ellos y sus antepasados, pues no alcanzaron á conocer á Dios. Y tambien tenian por cierto, que en el infierno habian de padecer diversas penas conforme á la calidad de los delitos. Y así en lo primero conformaban con los gentiles antiguos, que á las ánimas de buenos y malos hacian moradoras del infierno, como lo cuenta Virgilio en sus Eneidos, escribiendo la bajada de Eneas á aquel lugar. Y en lo segundo concuerdan tambien con ellos, pues allí se refieren la diversidad de tormentos que vió Eneas; y por el consiguiente conforman con nosotros los cristianos, que tenemos por fe lo que en diversas partes de la Escritura sagrada se dice: que segun la medida del pecado, será la manera de las llagas: y cuanto se glorificó y estuvo en deleites, tanto tormento y llanto le daréis. Algunos de los indios daban á entender que sus dioses eran ó habian sido primero puros hombres; pero puestos despues en el número de los dioses, ó por ser señores principales, ó por algunas notables hazañas que en su tiempo habian hecho. Otros decian que no tenian á los hombres por dioses, sino á los que se volvian ó mostraban ó aparecian en alguna otra figura, en que hablasen ó hiciesen alguna otra cosa en que pareciesen ser mas que hombres.
Capítulo VII
De la forma, grandeza y multitud de los templos de los ídolos
La manera de los templos que estos indios edificaban á sus dioses, nunca fué vista ni creo que oida en la Escritura, si no es en el libro de Josué, que hace mencion de un grande altar que edificaron los tribus de Ruben y de Gad, y el medio tribu de Manassés, cuando despues de conquistada la tierra de promision, á la vuelta que se volvian á sus casas y posesion, edificaron cerca del Jordan: Altare infinitæ magnitudinis(1) De esta manera eran los de esta tierra. Y pues aquel solo es tan nombrado en la divina Escritura, bien será hacer aquí mencion de tantos y tan grandes como hubo en esta tierra que fueron infinitos, para memoria de los que á ella vinieren en lo de adelante: porque ya cuasi todos los templos antiguos están por el suelo. El templo del demonio en la lengua mexicana llamaban Teucalli, vocablo compuesto de teutl, que quiere decir dios, y de calli, que es la casa: de manera que quiere decir casa de dios, o de dioses. En todos los pueblos de los indios se halló que en lo mejor del lugar hacían un gran patio cuadrado, que tenia de esquina a esquina cerca de un tiro de ballesta en los grandes pueblos y cabeceras de provincias; y en los medianos pueblos obra de un tiro de arco, y en los menores, menor patio: y cercábanlo de pared dejando sus puertas á las calles y caminos principales, que todos los hacian que fuesen á dar al patio del demonio. Y por honrar mas los templos, sacaban los caminos por cordel, muy derechos, de una y de dos leguas, que era cosa de ver desde lo alto cómo venian de todos los menores pueblos y barrios los caminos enderezados al patio del templo mayor, porque nadie pasase sin hacer su acatamiento y reverencia ó algun sacrificio de su persona sacándose sangre de las orejas ó de otra parte. En lo mas eminente de este patio hacian una cepa cuadrada conforme al pueblo que era. Si el pueblo era mediano seria de cuarenta brazas, poco mas ó menos, de esquina á esquina: y en los pueblos grandes hacíanlas mayores, y si chicos, menores. Esta cepa, ora fuese grande, ora chica, todo lo henchian de pared, yendo echando sus lechos uno sobre otro, y subiendo la obra y base metiendo adentro, de manera que cuando llegaban arriba, de cuarenta brazas de planta se habian ensangostado obra de las siete, ó poco menos, de cada parte por causa de unos relejes que iban haciendo al principio de la obra, de braza y media ó de dos brazas en alto cada relej. Y á la parte de occidente dejaban las gradas por do subian. Y hacian arriba en lo alto dos grandes altares, allegándolos hácia el oriente, que no quedaba mas espacio de cuanto se podia andar por detras de ellos. El uno de los altares á la mano derecha, y el otro á la izquierda. Y cada uno por sí tenia sus paredes y casa cubierta con capilla. Esto de los dos altares era en los grandes templos, que en los pequeños no habia mas que un altar. Y cada uno de estos altares de los grandes pueblos (y aun de los medianos) tenia tres sobrados, uno sobre otro, de mucha altura, y cada capilla de estas se andaba á la redonda. Delante de estas capillas, á la parte del poniente, á do estaban las gradas, habia harto espacio, y allí se hacian los sacrificios. Y débese advertir, que sola aquella cepa era tan alta como una grande torre, sin los tres sobrados que cubrian el altar. La cepa del templo de México era tan alta que subian á ella por mas de cien gradas, segun lo afirmaron los que la vieron. Y el templo de Tezcuco tenia aún cinco o seis gradas mas que el de México. En los mismos patios de los pueblos principales habia otras, cada doce ó quince iglezuelas ó templillos de la misma forma, unos mayores que otros: unos el rostro y gradas al oriente, y otros al poniente, y otros al mediodia, y otros al septentrion. Y en cada uno de estosno habia mas de una capilla y un altar. Y para cada uno habia sus salas y aposentos do estaban los ministros y servidores del demonio, que no era poca gente la que en ello se ocupaba, y en traer agua y leña: porque ante todos estos altares habia braseros que toda la noche ardian, y lo mismo en las salas. Y ellas y los templos eran muy bien encalados y limpios, y habia en ellos algunos hortezuelos de árboles y flores. En los mas de estos grandes patios habia un otro templo, que despues de levantada aquella cepa sacaban con una pared redonda y alta, cubierta con su chapitel, y este templo era dedicado al dios del aire, que llamaban Quetzalcoatl, el que tenian por principal dios los de Cholula: adonde, y en, Tlaxcala y Huexotzingo habia muchos templos de estos, respecto de que decian los indios que este Quetzalcoatl (aunque era natural de Tula) salió de allí á poblar las dichas provincias de Tlaxcala, Huexotzingo y Cholula. Y que despues fué hácia la costa de Guazacoalco, adonde desapareció. Y siempre lo esperaban que habia de volver. Y cuando aparecieron las naos en que vino D. Hernando Cortés, viéndolas venir á la vela, decian que ya venia su dios Quetzalcoatl, y que traia por la mar templos de dioses. Pero cuando desembarcaron los españoles, dijeron que muchos dioses eran aquellos. No se contentaba el demonio con los templos ó teucales ya dichos, sino que en un mismo pueblo, en cada barrio, y aun en cada rincon (como dicen) tenia patios pequeños á do habia tres ó cuatro teucales, y en otros solo uno. Y en los mogotes y cerrejones y lugares eminentes, y por los caminos, y entre los maizales habia otros muchos de ellos, pequeños. Y todos estaban blancos y encalados, y en despintándose tan mala vez la cal, luego habia quien los encalaba. Y parecian y abultaban en los pueblos que era cosa de ver, especialmente los de los patios principales, que de dentro y fuera tenian harto que mirar. Y sobre todos hicieron ventaja en toda la tierra los de Tezcuco y México, aunque en grandeza otros los excedieron. Los indios de Cholula, dando en la locura de los de la Torre de Babel, quisieron hacer uno de estos teucales ó templo de los dioses que excediese en altura á las mas altas sierras de esta tierra (aunque bien cerca las tienen bien altas, como es el volcan que echa humo, y la sierra nevada que está junto á él, y la de Tlaxcala), y para este efecto comenzaron á plantar la cepa que hoy dia tiene al parecer de planta un tiro de ballesta, con haberse desboronado y deshecho mucha parte de ella, porque era de mas anchura y longitud, y mucho mas alta. Y andando en esta obra (segun los viejos contaban) los confundió Dios, aunque no multiplicando las lenguas como á los otros, sino con una terrible tempestad y tormenta, cayendo entre otras cosas una gran piedra en figura de sapo que los atemorizó. Y teniéndolo por prodigio y mal agüero, cesaron de la obra y la dejaron hasta hoy. Junto al pueblo de Teutihuacan hay muchos templos ó teucales de estos, digo las plantas de ellos ó cepas, y en particular uno de mucha grandeza y altura, y en lo alto de él está todavía tendido un ídolo de piedra que yo he visto, y por ser tan grande no ha habido manera para lo bajar de allí y aprovecharse de él.
Capítulo VIII
De la multitud y diversidad de ídolos que estos indios tenian
Habiendo tratado de los templos de los ídolos, al propósito se sigue dar noticia de los mismos ídolos en su muchedumbre y diferencia, que aunque arriba se habló algo de ellos, no tan por extenso como se requeria. Es, pues, de saber, que en todos los lugares que dedicaban para oratorios, tenian sus ídolos grandes y pequeños: y los tales lugares (como queda tocado) eran sin número, en los templos principales y no principales de los pueblos y barrios, y en sus patios, y en los lugares altos y eminentes, así como montes, cerros y cerrejones, y en los puertos, á do los que subian echaban sangre de sus orejas, y ponian encienso, y de las rosas que cogian en el camino ofrecian allí, y si no habia rosas echaban yerba y descansaban allí; y en especial los que llevaban grandes cargas, como eran los mercaderes que continuaban mas el caminar. Y de esta ceremonia antigua les quedó á los indios la supersticion de amontonar ó colgar piedras de los árboles en lo alto de los puertos, como se ve en las cumbres de las sierras que se pasan de Huexotzingo y de los ranchos para Talmanalco, que son los caminos mas cursados para México. Tambien tenian ídolosjunto á las aguas, mayormente cerca de las fuentes, á do hacian sus altares con sus gradas cubiertas por encima, y en muchas principales fuentes cuatro altares de estos á manera de cruz unos enfrente de otros, y allí en el agua echaban mucho encienso ofrecido y papel. Y cerca de los grandes árboles hacian lo mismo, y en los bosques. Y delante de sus ídolos trabajaban mucho de plantar cipreses y unas palmas silvestres que se crian mucho hácia las tierras calientes. Los ídolos que tenian eran de piedra, y de palo, y de barro: otros hacian de masa y de semillas amasadas, y de estos unos grandes, y otros mayores, y medianos, y pequeños, y muy chiquitos. Unos como figuras de obispos con sus mitras, y otros con un mortero en la cabeza, y este parece que era el dios del vino, y así le echaban vino en aquel como mortero. Unos tenian figuras de hombres varones, y otros de mujeres, otros de bestias fieras, como leones, y tigres, y perros, y venados, otros como culebras, y de estas de muchas maneras, largas y enroscadas, y algunas con rostro de mujer, como pintan la que tentó á nuestra madre Eva. Otros como águilas, y otros como buhos y como otras aves. Otros de sapos y ranas y peces, que decian ser los dioses del pescado. Y acaeció cerca de estos, en cierto pueblo de la laguna, cuando les quitaban sus ídolos, una gracia: que como les llevaron los religiosos estos sus tales dioses, ranas y sapos y los demas que tenian de piedra, pasando despues por allí y pidiéndoles algun pescado para comer, respondieron que les habian llevado los dioses de los peces, y que por esto ya no los pescaban. Adoraban tambien al sol, y á la luna, y á las estrellas, y tenian sus figuras entre los otros ídolos, y asimismo á los elementos, fuego, aire, agua y tierra. Finalmente, no dejaban criatura de ningun género ni especie que no tuviesen su figura, y la adorasen por Dios, hasta las mariposas, y langostas, y pulgas; y estas grandes y bien labradas, y unas figuras tenian de pincel, pero las mas eran de bulto. Mas es de notar, por regla general, que en toda la tierra firme de estas Indias, desde mas atras de la Nueva España a la parte de la Florida y adelante hasta los reinos del Pirú, puesto que estas gentes tenian infinidad (como es dicho) de ídolos que reverenciaban por dioses, sobre todos ellos tenian por mayor y mas poderoso al sol. Y á este dedicaban el mayor y mas sumptuoso y rico templo. Y este debia ser al que llamaban los mexicanos ipalnemohuani, que quiere decir: «por quien todos tienen vida ó viven.» Y tambien lo decian Moyucuyatzin ayac oquiyocux, ayac oquipic, que quiere decir: «que nadie lo crió ó formó, sino que él solo por su autoridad y por su voluntad lo hace todo.» Aunque se puede creer que esta manera de hablar les quedó de cuando sus muy antiguos antepasados debieron de tener natural y particular conocimiento del verdadero Dios, teniendo creencia que habia criado el mundo, y era Señor de él y lo gobernaba. Porque antes que el capital enemigo de los hombres y usurpador de la reverencia que á la verdadera deidad es debida, corrompiese los corazones humanos, no hay dubda sino que los pasados, de quien estas gentes tuvieron su dependencia, alcanzaron esta noticia de un Dios verdadero; como los religiosos que con curiosidad lo inquirieron de los viejos en el principio de su conversion, lo hallaron por tal en las provincias del Pirú, y de la Verapaz, y de Guatimala, y de esta Nueva España. Pero los tiempos andando y faltando gracia y doctrina, y añadiendo los hombres pecados á pecados, por justo juicio de Dios fueron estas gentes dejadas ir por los caminos errados que el demonio les mostraba, como en las demas partes del mundo acaeció á casi toda la masa del género humano, de donde nació el engaño de admitir la multitud de los dioses.
Capítulo IX
De una muy celebrada diosa que tuvieron por mujer del sol, y del diferente culto con que queria ser servida
Habia en la provincia de los totonaques (que eran las gentes que en esta Nueva España estaban mas propincuos á la costa del mar del norte) una diosa muy principal, y á esta llamaban la gran diosa de los cielos, mujer del sol, cuyo templo estaba encumbrado en lo alto de una alta sierra, cercado de muchas arboledas y frutales, y de rosas y flores, todas puestas á mano, muy limpio y á maravilla, muy fresco y arreado. Era tenida esta diosa en grande reverencia y veneracion como el gran sol, aunque siempre llevaba el sol, en ser venerado, la ventaja. Mas obedecian lo que les mandaba como al mismo sol; y por cierto se tenia que aquel ídolo de esta diosa les hablaba. La causa de tenerla en gran estima y serle muy devotos y servidores, era porque no queria recibir sacrificios de muertes de hombres, antes los aborrecia y prohibia. Los sacrificios que ella amaba y de que se agradaba, y los pedia y mandaba ofrecer, eran tórtolas y otros pájaros y conejos, y estos le degollaban ante su estatua. Teníanla por abogada ante el gran dios, porque les decia que hablaba y rogaba por ellos. Tenian gran esperanza en ella que por su intercesion les habia de enviar el sol á su hijo para librarlos de aquella dura servidumbre que los otros dioses les pedian de sacrificarles hombres, porque lo tenian por gran tormento, y solamente lo hacian por el gran temor que tenian á las amenazas que el demonio les hacia y daños que de él recibian. Á esta diosa trataban en todo con grande veneracion, y reverenciaban sus respuestas como de oráculo divino, poniéndole mas que á los otros dioses, señalados los sumos pontífices ó papas y todos los sacerdotes. Tenia especialmente dos continuos y peculiares, como monjes, que de noche y dia la servian y guardaban. Estos eran tenidos por hombres santos, porque eran castísimos y de irreprensible vida para entre ellos, y aun para entre nosotros fueran por tales estimados, dejada aparte la infidelidad. Era tan virtuosa y tan ejemplar su vida, que todas las gentes los venian á visitar como á santos, y á encomendarse á ellos tomándolos por intercesores para que rogasen á la diosa y á los dioses por ellos, y así todo su ejercicio era interceder y rogar por la prosperidad de los pueblos y de las comarcas, y de las personas que á ellos se encomendaban. A estos monjes iban á hablar los sumos pontífices y les comunicaban y consultaban sus secretos y negocios árduos, y con ellos se aconsejaban. Y no podian los monjes hablar con otros, salvo cuando los iban á visitar como á santos con sus necesidades. Cuando los visitaban y les contaban cada uno sus cuitas, y se encomendaban á ellos, y les pedian consejo, ayuda y favor, estaban las cabezas bajas sin hablar palabra, en cuclillas con grandísima humildad y mortificacion. Estaban vestidos de pieles de adives, los cabellos muy largos, encordonados ó hechas crinejas. No comian carne, y allí en esta vida y soledad y penitencia, vivian y morian por servicio de aquella gran diosa. Cuando alguno de aquellos moria, elegia el pueblo otro que fuese estimado por de buena y honesta vida y ejemplo, no mozo, sino viejo de sesenta ó setenta años arriba, que hubiese sido casado y á la sazon fuese ya viudo. Estos escribian por figuras historias y las daban á los sumos pontífices ó papas, y los sumos pontífices las referian despues al pueblo en sus sermones. En esta tan celebrada diosa intercesora y medianera de los pueblos y gentes que á ella se encomendaban, parece que quiso el demonio introducir en su satánica iglesia un personaje que en ella representase lo que la Reina de los Ángeles y Madre de Dios representa en la Iglesia Católica, en ser abogada y medianera de todos los necesitados que a ella se encomiendan para con el gran Dios y sol de justicia su sacratísimo Hijo; si no es que por ventura habiendo tenido noticia los antiguos progenitores de estos indios de esta misma Señora y madre de consolacion, por predicacion de algun apóstol ó siervo de Dios que llegase á estas partes (como por algunos indicios que en el discurso de esta historia se tocarán se presume), quedase confusa la memoria de esta gran Señora en el entendimiento de los que despues sucedieron, y cayendo de un dia para otro en mayores errores, la viniesen á honrar con título de semejante diosa, como por el largo curso y mudanza de los tiempos pudiera haber acaecido. Otra diosa de muy diferente condicion y calidad tuvieron los mexicanos y los de su comarca, de la cual dicen ó fingen (aunque afirmándolo por cosa notoria) que unas veces se tornaba culebra y otras veces se trasfiguraba en moza muy hermosa, y andaba por los mercados enamorándose de los mancebos, y provocábalos á su ayuntamiento, y despues de cumplido los mataba. Cosa es que podria permitir Nuestro Señor por los pecados de aquella gente, dando licencia al demonio para que se trasformase.
Capítulo X
De otros dioses principales y particulares que cada provincia tenia por sí, en especial del dios de Cholula
Son tantas las fábulas y ficciones que los indios inventaron cerca de sus dioses, y tan diferentemente relatadas en diversos pueblos, que ni ellos se entienden entre sí para contar cosa cierta, ni habrá hombre que les tome tino. En las provincias principales de esta Nueva España, demas del sol que era general dios para todos, tuvo cada una su dios particular y principal á quien sobre todos los demas reverenciaban y ofrecian sus sacrificios, como México á Uzilopuchtli, que los españoles por no lo poder bien pronunciar llamaron ocho lobos ó Uchilobos; en Tezcuco á Tezcatlipuca; en Tlaxcalla á Camaxtli, y en Cholula á Quezalcoatl, y estos sin duda fueron hombres famosos que hicieron algunas hazañas señaladas ó inventaron cosas nuevas en favor y utilidad de la república, ó porque les dieron leyes ó reglas de vivir, ó les enseñaron oficios, ó sacrificios, ó algunas otras cosas que les parecieron buenas y dignas de ser satisfechas con obras de agradecimiento, como leemos que los romanos y otras naciones por estos mismos respetos solian levantar estatuas á los tales hombres, y algunos de ellos fueron adorados por dioses. De los tres primeros, dicen algunos que Uzilopuchtli fué padre de los otros dos; otros dicen que no era padre, aunque concuerdan en que Tezcatlipoca y Camaxtli eran hermanos: como quiera que sea, ellos vinieron de la parte del poniente, de la generacion que se dice de los chichimecos. Fueron grandes y esforzados capitanes, y tan valerosos, que señorearon por grado ó por fuerza aquellas provincias de México, Tezcuco y Tlaxcala, cuyos naturales habitadores eran entonces los otomíes, que es una nacion de otra lengua y de menos policía, y de estos no se sabe de dónde tuvieron orígen, porque no se tiene noticia que viniesen de otra parte, aunque es verdad que vinieron, segun nuestra fé, pero no se sabe de dónde. El dios ó ídolo de Cholula, llamado Quetzalcoatl, fué el mas celebrado y tenido por mejor y mas digno sobre los otros dioses, segun la reputacion de todos. Este, segun sus historias (aunque algunos digan que de Tula), vino de las partes de Yucatan á la ciudad de Cholula. Era hombre blanco, crecido de cuerpo, ancha la frente, los ojos grandes, los cabellos largos y negros, la barba grande y redonda: á este canonizaron por sumo dios y le tuvieron grandísimo amor, reverencia y devocion, y le ofrecieron suaves, devotísimos y voluntarios sacrificios por tres razones: la primera, porque les enseñó el oficio de la platería que nunca hasta entonces se habia sabido ni visto en esta tierra, de que mucho se jactaron los vecinos naturales de aquella ciudad: la segunda, porque nunca quiso ni admitió sacrificios de sangre de hombres ni de animales, sino solamente de pan y de rosas y flores, y de perfumes y olores: la tercera, porque vedaba y prohibia con mucha eficacia la guerra, robos y muertes y otros daños que se hacian unos á otros. Lóase tambien mucho este Quetzalcoatl de que fué castísimo y honestísimo, y en muchas cosas moderatísimo: era en tanta manera reverenciado, tenido y visitado con votos y peregrinaciones de todos estos reinos por aquellas prerogativas, que aun los enemigos de la ciudad de Cholula se prometian de ir allí en romería, y cumplian sus promesas y devociones, y venian seguros, y los señores de las otras provincias y ciudades tenian allí sus capillas y oratorios, y sus ídolos ó simulacros; y solo este entre todos se llamaba señor por excelencia, de suerte que cuando juraban ó decian por nuestro señor, se entendia por Quetzalcoatl y no por otro alguno, aunque habia otros muchos que eran dioses muy estimados; todo esto por el amor grande que le tenian por las tres razones arriba dichas; y en suma, porque en la verdad el señorío de aquel fué suave y no les pidió en servicio cosas penosas sino ligeras, y les enseñó las virtuosas, prohibiéndoles las malas y dañosas mostrando aborrecerlas; de donde parece claro que los indios que hacian sacrificios de hombres, no lo hacian de voluntad, sino por el gran miedo que tenian al demonio por las amenazas que les hacia, que los habia de destruir y dar malos temporales y muchos infortunios sino cumplian lo que les tenia mandado y recibido ellos en costumbre. Afirman de Quetzalcoatl, que estuvo veinte años en Cholula, y estos, pasados, se volvió por el camino por do habia venido, llevando consigo cuatro mancebos principales virtuosos a misma ciudad, y desde Guazacualco, provincia distante de allí ciento y cincuenta leguas hácia la mar, los tornó á enviar, y entre otras doctrinas que les dió, fué que dijesen á los vecinos de la ciudad de Cholula que tuviesen por cierto que en los tiempos venideros habian de venir por la mar de hácia donde sale el sol unos hombres blancos, con barbas largas como él, y que serian señores de aquellas tierras, y que aquellos eran sus hermanos; y los indios siempre esperaron que se habia de cumplir aquella profecía, y cuando vieron venir á los cristianos luego los llamaron dioses hijos y hermanos de Quetzalcoatl, aunque despues que conocieron y experimentaron sus obras, no los tuvieron por celestiales.
Capítulo XI
De la manera que tenian en orar y porqué pintaban a sus dioses tan fieros
Para haber de orar á sus dioses, no sabian qué cosa era ponerse de rodillas, sino en cuclillas, como suelen estar para parlar ó descansar, en que se ve la poca reverencia; en que tenian á sus dioses; y es de maravillar cómo el demonio, pues apetece ser adorado y reverenciado en la forma y manera que ese mismo dios, no les enseñó el ponerse de rodillas cuando le hacian oracion, segun que todos los fieles lo han usado y usan al tiempo que ofrecen sus oraciones á Dios; y los mismos indios ahora despues de cristianos están tan puestos en ello, que se estarán tres y cuatro horas de rodillas sin menearse de un lugar. Cuando oraban, dicen que no pedian perdon de la culpa, sino que no fuese sabida ni publicada por donde les viniese mal ó daño; y esto procedia de temer solamente el castigo presente y temporal y no considerar el eterno del otro mundo; y así pedian tambien los bienes temporales y no la gloria, porque no la esperaban, pues tenian opinion que todos, así como así, iban al infierno, y aun ahora con estarles tan predicado y confesarlo ellos cada dia por su boca diciendo los artículos de la fé, parece haberles quedado algun rastro de sus abuelos en esto de temer mucho los mas de ellos en comun el azote y castigo temporal, y no considerar tanto el eterno del infierno ni tratar mucho del deseo de la gloria, aunque bien entiendo, por otra parte, que son muchísimos los que van á gozar de ella; y será que no muestran exteriormente todo lo que tienen en el corazon. No sabian á qué parte era el infierno, mas de que habian de penar para siempre. Verdad es que segun el vocablo que en su lengua usan los mexicanos para lo que nosotros llamamos infierno, que es lugar de los dañados, y ellos dicen Mictlan, bien podemos inferir que á la parte del norte (por ser lugar umbroso y oscuro que no lo baña el sol como al oriente y poniente y mediodia) ponian ellos el infierno, porque Mictlan propiamente quiere decir «lugar de muertos,» y es (como se ha dicho) lo que nosotros llamamos infierno, que es lugar de los que para siempre mueren; y á la region ó á la parte del norte llaman los indios Mictlampa, que quiere decir «hácia la banda ó parte de los muertos;» de donde bien se infiere que hácia aquella parte ponian ellos el infierno. Lo que parece admirar cerca de sus dioses, es cómo los pintaban ó esculpian tan fieros y espantosos; porque si eran hombres, ó parecieron al principio como hombres (segun arriba se dijo), no les habian de dar otras feas y tan fieras figuras, sino de hombres. A esto se puede responder, que como á veces aparecian á algunos en aquellas diversas formas que querian fingir, ora fuese en vision ó en sueños (los cuales ellos mucho creian), parecióles figurarlos como los veian ó soñaban; y la razon porque los demonios les debian de aparecer en aquellas terribles y espantosas figuras, seria porque todo lo que hacian los indios (aunque fuese el servicio de sus dioses) lo hacian por temor. Á esta causa ellos les aparecian, y los ministros los hacian pintar tan horribles, porque les tuviesen mas temor, como gente que por sus pecados así lo merecian, permitiéndolo Dios por secreto juicio suyo.
Capítulo XII
De lo que tenian por demonio, y de cómo les aparecia algunas veces
Lo que los indios en su infidelidad tenian por demonio, no era ninguno de estos (aunque tan fieros y mal agestados, que realmente lo eran), sino á una fantasma ó cosa espantosa que á tiempos espantaba á algunos, que á razon seria el mismo demonio; y á esta fantasma llamaban ellos Tlacatecolotl, que quiere decir «persona de buho ó hombre que tiene gesto á parecer de buho, » la cual diccion componen de tlacatl que es « persona,» y tecolotl que quiere decir «buho,» porque como el buho les parecia de mala catadura, y aun de oir su triste canto se atemorizaban de noche, y hoy dia muchos de ellos se atemorizan y lo tienen por mal agüero, á esta causa aplicaban su nombre á aquella temerosa fantasma que á veces aparecia á algunos y los espantaba; y no ha dejado de aparecer y espantar á algunos indios despues de cristianos en aquella forma y en otras muchas, como otros religiosos y yo lo hemos sabido de ellos mismos, viniendo espantados á consolarse con nosotros acabado de ver diversas visiones, que como el demonio los conoce por tímidos y pusilánimes, procura de inquietarlos por esta via por hacerles vacilar en las cosas de la fe cristiana. Un cacique de Amequemeca, en tiempos pasados, dijo á cierto religioso, que a su padre le aparecia el demonio en figura de mona á las espaldas sobre el un hombro, y volviendo á mirarle se le volvia al otro, y así andaba jugando y pasando de una parte á otra. Otras veces, dicen, que aparecia á alguno realmente en figura de fantasma o persona muy alta, y que el que tenia ánimo asía de él y no le dejaba hasta que le prometiese ó hiciese mercedes, de manera que con su ayuda pudiese prender algunos en guerra por donde fuese estimado y valiese y tuviese de comer, porque este era el medio por donde los indios eran mas tenidos y subian á mayores estados. Morando el santo varon Fr. Andrés de Olmos en el convento de Cuernavaca, se averiguó haber el demonio aparecido á un indio en figura de señor ó cacique, vestido y compuesto con joyas de oro, y esto fué por la mañana, y le llamó en un campo y le dijo: «Ven acá, fulano, vé y dí á tal principal que cómo me ha olvidado y dejado tanto tiempo; que diga á su gente me vayan á hacer fiesta al pié del monte, porque no puedo entrar ahí donde vosotros estais, que está ahí esa cruz,» y dicho esto desapareció. El indio hizoel mensaje que el demonio le mandó, y el principal que se decia D. Juan, con gente que llamó fueron á hacer la dicha fiesta y allá se sacrificaron y hicieron su ofrenda. Y cierto discípulo criado entre los frailes los descubrió, y fueron presos y castigados, aunque con misericordia por ser nuevos en la fe, y el dicho padre Fr. Andrés preguntó al mismo indio á quien el demonio habia aparecido, lo que con él pasó, y halló que por ser falto de fe y hacer oracion á sus dioses ó ídolos antiguos, le habia tomado por ministro y mensajero para engañar á otros, y escribió el dicho padre la oracion ó palabras con que habia orado; y en suma era que pedia á su dios ser llevado de esta vida, pues ya eran esclavos, y les era tomada su tierra, y no estaban en su libertad. Mas no por que él de corazon quisiese morir (segun dijo), sino porque no podia con libertad ni a su placer vivir. Y esta imprecacion muy usada ha sido de los indios afligidos.
Capítulo XIII
De cómo hubo gigantes en esta tierra, y de lo que sentian del ánima
Hallosé en la memoria de losindios viejos cuando fueron conquistados de los españoles, que en esta Nueva España en tiempos pasados hubo gigantes, como es cosa cierta. Porque en diversos tiempos despues que esta tierra se ganó, se han hallado huesos de hombres muy grandes. El padre Fr. Andrés de Olmos, tractando de esto, dice que él vió en México en tiempo del virey D. Antonio de Mendoza, en su propio palacio, ciertos huesos del pié de un gigante que tenian casi un palmo de alto: entiéndese de los osezuelos de los dedos del pié. Y yo me acuerdo que al virey D. Luis de Velasco, el viejo, le llevaron otros huesos y muelas de terribles gigantes. Y medio gigantes en nuestro tiempo los ha habido, uno en el pueblo de Cuernavaca, que tenia tres varas de medir menos una cuarta en alto, que son once palmos ó cuartas de vara. Y á este lo llevaron muchas veces á México, y iba en la procesion de Corpus Christi: y con darle muchos de comer, vino á morir de hambre en su pueblo de Cuernavaca. Otro mozo hubo en Tecalli, y pienso que mas alto, aunque mas delgado de cuerpo, porque el primero era bien fornido y proporcionado. Y á este de Tecalli tambien lo llevaron á México por cosa rara y monstruosa: y vuelto á su tierra murió en breve tiempo. Tambien dicen que en los tiempos pasados vinieron por estas partes hombres barbados, de que los naturales indios se maravillaban: porque ellos acostumbraban pelarse las barbas para no tener pelo alguno, y así se maravillaron cuando últimamente vieron á los españoles venir con Cortés barbados: segun que de tiempos atras se lo tenian pronosticado como cosa nueva y entre ellos inusitada, como se dirá en el segundo capítulo del tercero libro de esta historia. Cerca del ánima habia entre los indios diversas opiniones. Los otomíes, que tienen lenguaje por sí, como menos políticos pensaban que con la vida del cuerpo acababa tambien el ánima. Mas en general los mexicanos y los demas que participan su lengua (que llaman nahuas) tenian que dejado el cuerpo iban las ánimas á otra parte: y Señalaban distintos lugares, segun las diferencias de los muertos y de la manera en que morian. Decian que los que morian heridos de rayo iban á un lugar que llamaban Tlalocan donde estaban los dioses que daban el agua, á los cuales llamaban Tlaloques. Y los que morian en guerra iban á la casa del sol. Mas los que morian de enfermedad, decian que andaban acá en la tierra cierto tiempo: y así los parientes los proveian de ropa y lo demas necesario en sus sepulcros: y al cabo de aquel tiempo decian que bajaban al infierno, el cual repartian en nueve estancias. Decian que pasaban un rio muy ancho, y los pasaba un perro bermejo, y allí quedaban para siempre: que alude á la laguna Estigia, y al can Cerbero de nuestros antiguos gentiles. Los de Tlaxcala tenian que las almas de los señores y principales se volvian nieblas, y nubes, y pájaros de pluma rica, y de diversas maneras, y en piedras preciosas de rico valor. Y que las ánimas de la gente comun se volvian en comadrejas, y escarabajos hediondos, y animalejos que echan de sí una orina muy hedionda, y en otros animales rateros. Otras muchas opiniones y disparates habia entre ellos, como en gente sin lumbre de fe.
Capítulo XIV
De las fiestas que hacian a sus dioses, y de su calendario
Para tractar de las fiestas que estos indios de la Nueva España (en especial los de México, Texcuco y Tlaxcala) hacian á sus dioses, es de saber cuanto á lo primero, que tenian su calendario por donde se regian, y tenian señalados sus dias del año para cada uno de los diablos á quien hacian fiesta y celebraban, así como nosotros tenemos dedicado su dia en tal ó tal mes á cada uno de los santos. Que en esto parece haber tomado el maldito demonio oficio de mona, procurando que su babilónica y infernal iglesia ó congregacion de idólatras y engañados hombres, en los ritos de su idolatría y adoracion diabólica remedase (en cuanto ser pudiese) el órden que para reconocer á su Dios y reverenciará sus santos tiene en costumbre la Iglesia católica. Y dando relacion los indios viejos del principio y fundamento que tuvo este su calendario, contaban una tonta ficcion, como son las demas que creian cerca de sus dioses. Dicen que como sus dioses vieron haber ya hombre criado en el mundo, y no tener libro por donde se rigiese, estando en tierra de Cuernavaca en cierta cueva dos personajes, marido y mujer, del número de los dioses) llamados por nombre él Oxomoco y ella Cipactonal, consultaron ambos á dos sobre esto. Y pareció á la vieja seria bien tomar consejo con su nieto Quetzalcoatl, que era el ídolo de Cholula (como arriba se dijo), dándole parte de su propósito. Parecióle bien su deseo, y la causa justa y razonable: de manera que altercaron los tres sobre quién pondria la primera letra ó signo del tal calendario. Y en fin, teniendo respeto á la vieja, acordaron de le dar la mano en lo dicho. La cual andando buscando qué pondria al principio del dicho calendario, topó en cierta cosa llamada Cipactli, que la pintan á manera de sierpe, y dicen andar en el agua, y que le hizo relacion de su intento, rogándole tuviese por bien ser puesta y asentada por primera letra ó signo del tal calendario; y consintiendo en ello, pintáronla y pusieron ce Cipactli que quiere decir «una sierpe.» El marido de la vieja puso dos cañas, y el nieto tres casas &c., y de esta manera fueron poniendo hasta trece signos en cada plana, en reverencia de los autores dichos y de otros dioses que en medio de cada plana tenian los indios, pintados y muy asentados en este libro del calendario, que contenia trece planas, y en cada plana trece signos, los cuales servian tambien para contar los dias, semanas, meses y años: porque ya que los dichos signos no llegaban al número cumplido de los trescientos y sesenta y cinco dias que tenian como nosotros, tornaban del principio hasta donde se cumpliesen; y porque sus meses eran diez y ocho, á veinte dias cada mes, hacian trescientos y sesenta dias. Y á los cinco que quedaban tenian por aciagos ó de agüeros, por ser fuera del número cumplido, y llamábanlos nemontemi, que quiere decir: «que caen de balde y sin ser menester.» Y en estos cinco dias hacian muchos sacrificios y diversas ofrendas á sus dioses, temiendo algunos malos sucesos. Este calendario sacó cierto religioso en rueda con mucha curiosidad y subtileza, conformándolo con la cuenta de nuestro calendario, y era cosa bien de ver: y yo lo ví y tuve en mi poder en una tabla mas há de cuarenta años en el convento de Tlaxcala. Mas porque era cosa peligrosa que anduviese entre los indios, trayéndoles á la memoria las cosas de su infidelidad y idolatría antigua (porque en cada dia tenian su fiesta y ídolo á quien la hacian, con sus ritos y ceremonias), por tanto, con mucha razon fué mandado que el tal calendario se extirpase del todo, y no pareciese, como el dia de hoy no parece, ni hay memoria de él. Aunque es verdad que algunos indios viejos y otros curiosos tienen aún al presente en la memoria los dichos meses y sus nombres. Y los han pintado en algunas partes; y en particular en la portería del convento de Cuatinchan tienen pintada la memoria de cuenta que ellos tenian antigua con estos caractéres ó signos llenos de abusion. Y no fué acertado dejárselo pintar, ni es acertado permitir que se conserve la tal pintura, ni que se pinten en parte alguna los dichos caractéres, sino que totalmente los olviden y se rijan los indios solamente por el calendario y cuenta de dias y meses y años que tiene y usa la Iglesia católica romana.
Capítulo XV
De los ritos que usaban en la celebracion de las fiestas de sus dioses
Hablando, pues, de las fiestas que hacian á sus dioses, es de saber que sus fiestas las solemnizaban y regocijaban mucho con adornar y tener muy limpios sus templos, muy barridos y muy compuestos de rosas y cosas verdes y alegres, y con cantares muy solemnes á su modo, y bailes al mismo són con mucho tiento y peso, sin discrepar en el tono ni en el paso, porque esta era su principal oracion (como arriba queda dicho). No parecia sino que andaban arrobados. Los mas de ellos iban tiznados de negro, otros ataviados en diversas formas. Traian diversas maneras de lindas plumas muy compuestas, y muy buenas mantas labradas; y otras veces se disfrazaban contrahaciendo á las gentes de otras provincias. Los bailes solemnes hacian por la mayor parte en el templo delante de sus dioses, ó en el palacio del señor, ó en el mercado. Pocas fiestas hacian sin borracheras á la noche, y otras cosas que de ellas suelen suceder. En algunas fiestas llamaban y juntaban las mozas para bailar en corro, y al fin se volvia el baile en carne, muchas veces ópor la mayor parte. Sacrificábanse y sajábanse las carnes (segun la devocion de cada uno) de la parte del cuerpo que mas le cuadraba: y algunos por valentía, con un punzon de hueso se traspasaban y horadaban la lengua, y por ella pasaban ochenta pajas gruesas y largas como de trigo ó cebada: y otros se atravesaban el miembro genital por el lado, y pasaban por él veinte ó cuarenta brazas de cordel. Las aves que á sus dioses ofrecian, pocos lascomian, antes las echaban á mal. Finalmente, sus ídolos todos estaban teñidos de sangre, y las carnes de los indios sajadas en su servicio, solamente por lo temporal que deseaban, sin esperanza de perdon de culpa, y con certidumbre de perpetua pena. Las personas que en estas fiestas de sus dioses se sacrificaban matándolas y sacándoles el corazon, eran principalmente de los esclavos de venta, que entre ellos habia muchos (como abajo se dirá), y segun que en las tales fiestas caian susdioses, así ofrecian, sacrificaban y mataban á los tales esclavos vendidos, vistiéndolos de las insignias de que componian y adornaban á los mismos dioses: teniendo (segun parecia) memoria de lo que arriba se tocó, sobre la muerte de sus dioses. Si era fiesta de uno, dos ó tres &c., tantos esclavos de los dichos sacrificaban y mataban, haciendo con ellos gran baile, y trayéndolos á manera de procesion, poniéndolos en un altar que tenian en medio del patio, de un estado en alto encalado, y en derredor bailando: y despues los subian á lo alto de su templo, donde con mucha diligencia el «Papa» (que ellos llamaban Papaua), y sacerdotes vestidos de sus insignias, los tendian, quebrándoles las espaldas sobre una losa que para ello tenian enhiesta: y de presto el dicho Papa con un pedernal hecho á manera de navajon, le daba por el pecho tan diestramente, que saltándole fuera el corazon, aun antes que espirase se le mostraba, y le ofrecian luego al sol y al ídolo á cuya reverencia lo sacrificaban. Y derramaba su sangre por cuatro partes, y daban con el cuerpo las gradas abajo, donde de presto era hecho cuartos y puesto á cocer: y lo mismo era de los demas sacrificados. Y dicen que las manos y piés de los tales, por gran cosa eran la parte ó porcion del señor del pueblo, con que le parecia quedar mas bienaventurado que los demas.
Capítulo XVI
En que se prosigue la materia de los sacrificios de hombres que hacian á los ídolos
Mas débese notar que lo sobredicho en el precedente capítulo, que tantos esclavos mataban y sacrificaban en una fiesta, cuantos de sus dioses venian á caer en ella, se entiende de los esclavos de venta: y esto era sacrificando hombres ante los dioses, y mujeres delante las diosas, y á veces niños. Mas de los esclavos tomados en guerra, todos los que á la sazon tenian, sacrificaban y mataban, aunque fuesen mil, puesto que en diversas fiestas diversas ceremonias hacian con ellos. Y para no sentir tanto la muerte, les daban cierto brebaje á beber, que parece los desatinaba, y mostraban ir á morir con alegría. Mayormente hacian este universal sacrificio y mortandad de todos los esclavos de guerra, en una muy grande y solemne fiesta, que tenian por la mas principal de todas, y la llamaban Panquezaliztli. Y antes que comenzasen tan cruel sacrificio, hacian procesion al ídolo Uzilopuchtli en México, en esta manera: vestido el Papa de sus insignias, y los cardenales (digamos) con él, luego por la mañana tomaba el mismo Papa el dicho ídolo, y á mas andar ó á correr, y los demas sacerdotes tras él, iban á Tenayuca, que dista de México dos leguas, y de allí volvian á Tacuba, que del dicho lugar dista otras dos: y de allí á Cuyoacán otras dos, y de allí daban vuelta para México que hay otras dos leguas: de suerte que era medio dia ó mas cuando allí llegaban. Y si el ídolo no se le caia, era buena señal: y si se le caia, teníanla por mala. De manera que puesto el ídolo en su lugar, comenzaban la matanza con mucha diligencia, y hasta la noche despachaban los que tenian de guerra. En la dicha fiesta, y en otra alguna particular, acostumbraban desollar los tales sacrificados cerrado el cuero como quien desuella cabrones para odres, colgando las manos y piés del mismo cuero desollados, y algunos sacerdotes del templo los vestian sobre sus carnes, y por devocion ó valentía los traian así veinte dias, y andaban saltando y gritando por las calles con ellos: y algunas mujeres con sus niños, por devocion, se les llegaban y dábanles un pellizco en el ombligo del cuero del muerto. Y con las uñas (que siempre las traian largas) cortaban algo de allí, y teníanlo como reliquia, y guardábanlo, ó lo comian ó daban al niño. Y cuando se venian á desnudar aquellos cueros, con gran trabajo y pena los desechaban de sí, porque a los veinte dias ya los tenian secos y pegados á sus carnes. En la fiesta principal del dicho ídolo Uzilopuchtli, en un pueblo dos leguas de México que se dice Iztapalapa, sacaban lumbre nueva (apagando todas las lumbres de las casas y templos) y de presto la llevaban á santificar ante el dicho ídolo á México: para lo cual mataban y sacrificaban á un hombre, con cuya sangre rociaban el fuego nuevo, y de allí encendian fuego para poner ante sus dioses: y tomaba la gente lumbre, así para sus templos como para sus casas, aunque estuviesen una jornada y dos de México: lo cual parece que hacian en el año que tenian como jubileo, de cincuenta y dos en cincuenta y dos ó cincuenta y tres años, que le decian Xiuhzizquilo, y era una hebdómada de años. En tiempo del eclipse, hacian grandes sacrificios de temor (en especial si era del sol), pensando ser destruidos, como no alcanzaban el natural secreto. Y buscaban todos los hombres y mujeres blancos ó lampiños que podian haber, y á aquellos mataban y sacrificaban para aplacar al sol: en que parecia traer á la memoria la muerte de sus dioses por el sol, como arriba se dijo en el segundo capítulo. Daban grandes alaridos y grita en el tal eclipse del sol, y tambien lo hacian en el de la luna, ó cuando alguna otra señal ó cometa veian en el cielo, aunque no tanto como en el eclipse del sol. En las heredades hacian muchos sacrificios y ofrendas particulares porque se hiciesen bien los panes: y más en la fiesta de Centeutl, que decian ser el dios del maíz ó del pan, en cuya reverencia sajában muchos papeles, y con sangre y gotas de ulli los ponian en sus labranzas y sembrados. Y en algunas partes vi yo despues de cristianos, que ponian en sus sementeras muchas piedras teñidas con cal blanca ó yeso, y siempre lo tuve por supersticion antigua suya: aunque preguntándole á indios, ninguno lo confesaba. Dicen que en México, en cierta fiesta, ofrecian á los dioses llamados Tlaloques (que eran los dioses de las aguas ó lluvias), ciertos niños, los cuales ponian en una canoa ó barco, y los llevaban á cierta parte de aquella laguna donde se hacia un remolino ó sumidero de agua, y lanzando la canoa con los niños, la tragaba y sumia. Mas ahora no parece el tal sumidero. Á estos dioses Tlaloques pintaban de azul, y en tiempo de seca les hacian muchos sacrificios; y finalmente, cada cosa y oficio, segun que se les antojaba, aplicaban á su dios, y le solemnizaban cada uno segun que podia, y tambien la fiesta de su nacimiento.
Capítulo XVII
De los ayunos que hacian los indios para tener propicios á sus dioses
Aunque en algunos capítulos se ha tractado arriba de los sacrificios y servicios que estos indios hacian á sus dioses, no se ha hecho mencion de los ayunos, que eran rigurosísimos los que el demonio les enseñó, no por devocion que tiene á esta virtud, antes le es cruel enemiga (como lo testifica la misma Verdad, Cristo, por S. Mateo),sino para por todas vias afligir á aquellos sus feligreses, sin que alcanzasen por su penitencia algun merecimiento. En toda la tierra era general el ayunar; mas no eran en toda ella generales los tiempos del ayuno, sino que cada provincia ayunaba á sus dioses segun su devocion y costumbre que tenian recibida. Los mayores ayunadores eran los ministros del templo para dar ejemplo, y en esto conformaban con la costumbre de nuestra Iglesia católica y con la razon, pues es mas justo que los que están dedicados al culto divino se ejerciten mas en estos actos penitenciales, que los que no se dedicaron al servicio de la Iglesia. Á todo el pueblo, y á las veces hasta los muchachos mandaban ayunar; y dos, y cuatro, y cinco dias, y hasta diez ayunaba el pueblo; aunque (segun algunos) este ayuno del pueblo no era mas de hasta el medio dia. Estos ayunos comunmente eran como vigilias de las fiestas, y segun la fiesta era mas solemne, así el ayuno de su vigilia era de mas dias. Los ministros del templo en todas partes tenian tambien sus cuaresmas de veinte y de cuarenta dias, y una tenian de ochenta que se puede tambien llamar vigilia, porque era respecto de la mayor fiesta del año que llamaban Panquezaliztli, y comenzaban este ayuno ochenta dias antes de la fiesta. Los de Tlaxcala, demas de esta y otras ordinarias de cada año, hacian de cuatro en cuatro años una solemnísima fiesta á su principal ídolo llamado Camaxtli, llena de abominables ceremonias y homicidios, y para esto tomaban la vigilia o cuaresma de ayuno los ministros del templo ciento y sesenta dias antes de aquella gran pascua, llamada Teuxihuitl, en cuyo principio conviene a saber, la misma noche que comenzaban el ayuno, hacian en sus propias personas aquellos diabólicos ministros un inaudito y horrendo sacrificio, y era que habiendo allegado los menores servidores del templo gran cantidad de palos, tan largos como el brazo y tan gruesos como la muñeca, y teniéndolos labrados por mano de muchos carpinteros que habian ayunado y rezado cinco dias para haberlos de labrar dignamente, y teniendo aparejadas muchas navajas con que se habian de agujerar las lenguas, sacadas por mano de los maestros que tienen este oficio, que asimismo para sacarlas de aquella piedra negra habian ayunado y orado, habiendo primero hecho sus cantos y música de atabales y bailes, venia un maestro bien diestro en el oficio, y horadaba las lenguas de todos los principales ministros del demonio con aquellas navajas que tenia santificadas y puestas sobre un paño limpio, y dejábales hecho á cada uno un buen agujero, y luego el mas principal Achcauhtli (que así los llamaban á estos) sacaba por su lengua aquel dia cuatrocientos palos de aquellos; los otros tambien viejos y curtidos y de fuerte ánimo, imitaban á su capitan y sacaban otros cada cuatrocientos. Otros, no tan antiguos, sacaban trescientos de aquellos palos, que despues de labrados eran tan gruesos, unos como el dedo pulgar de la mano, otros como el dedo pulgar del pié, y otros como juntos los dos dedos, el pulgar y el índex que está junto á él. Otros ministros mas mozos no sacaban mas de doscientos palos: finalmente, cada uno segun su esfuerzo y valentía. Acabado este ejercicio, comenzaba el canto aquel primero viejo que los guiaba, que apenas podia sacar la voz, segun quedaba de lastimado; pero esforzábase cuanto podia por cantar al demonio y ofrecerle sus sacrificios. Luego comenzaban los del templo su ayuno de ochenta dias, y de veinte en veinte, cuatro veces sacaban por la lengua otros tantos palos como de antes. Y acabados estos ochenta dias, ponian un ramo pequeño en cierta parte del patio donde todos lo viesen, y era señal que todos se aparejasen para ayunar los otros ochenta dias que quedaban hasta la gran fiesta de su dios Camaxtli. Y los ayunaban todos, así señores como los demas principales y plebeyos, hombres y mujeres. Y en este tiempo no comian ají ó chile, que es su principal mantenimiento despues del pan; ni se bañaban, que es cosa entre esta gente muy frecuentada: y se abstenian de la cópula con sus mujeres: y tambien se horadaban las lenguas, y de veinte en veinte dias pasaban por ellas, no tan grandes palos como los pasados, sino de hasta un jeme, y de grueso de un cañon, con otras ceremonias que por evitar prolijidad dejo de contar.
Capítulo XVIII
En que se prosigue la materia del pasado, y de las monjas que servian en el templo
Los de Cholula, entre otras muchas fiestas que tenian entre año, hacian tambien otra á su dios Quetzalcoatl cuasi á la manera de la de Tlaxcala, de cuatro en cuatro años, y comenzaban el ayuno ochenta dias antes. Y el principal Tlarnacazqui, ó Achcauhtli, que era (como quien dice) el gran sacerdote, comenzaba su ayuno cuatro dias antes que los otros, no comiendo ni bebiendo cada dia mas de una tortilla muy pequeña que aun no pesaria una onza, con una poquilla de agua. Y aquellos cuatro dias iba él solo á pedir la ayuda y favor de los dioses para poder bien ayunar y celebrar la fiesta de su dios. El ayuno y lo demas que hacian en aquellos ochenta dias era muy extremado y diferente de los otros de entre año. El dia que comenzaban el ayuno íbanse todos los ministros y oficiales del demonio (que eran muchos) á las salas de su dios, que estaban delante los templos y en sus patios. Á cada uno daban un encensario de barro, y encienso, que es su copal ó ánime, y puntas de maguey, que son como alesnas de palo agudísimas, y tizne: y sentábanse todos por órden arrimados á la pared, y no se levantaban sino solo á hacer sus necesidades, y allí sentados habian de velar. Y en los sesenta dias primeros no dormian mas que á prima noche obra de dos horas, y despues de salido el sol, como una hora. Todo el otro tiempo velaban, y ofrecian encienso echando brasas en sus encensarios todos juntos, y esto hacian muchas veces en el dia y en la noche. Y á la media noche todos se bañaban ó lavaban, y luego con el tizne que les habian dado se paraban negros. Y en aquel tiempo de los sesenta dias se sacrificaban de las orejas muy á menudo con aquellas puntas ó puas de maguey, y siempre les daban que tuviesen de ellas á par de sí, así para el sacrificio general y obligatorio, como para otros voluntarios, y para que si alguno se durmiese lo despertasen, como lo hacian, que en viendo á uno cabecear, luego acudian á punzarle, ó á lo menos dábanle las puas, diciendo: «Ves aquí con que despiertes y te saques sangre, y así no te dormirás.» Y esto hacian cuando alguno se dormia fuera del tiempo señalado. Pero otros venian y le sacrificaban las orejas cruelmente, y echábanle la sangre sobre la cabeza, y quebrábanle el encensario en pena de su maleficio como á muy culpado y indigno de ofrecer encienso en el santuario. Y tomábanle la ropa y echábanla en las letrinas, y decíanle: que porque habia mal ayunado y dormídose, que aquel año se le habia de morir algun hijo ó hija, ó alguno de su casa. En este ayuno ninguno iba á su casa, ni salia de allí, ni se acostaba, y absteníanse de lo que se dijo de los tlaxcaltecas. Pasados los sesenta dias con aquel teson y aspereza, los otros veinte que quedaban no se sacrificaban tanto, y dormian algo mas, como queriendo sentir el descanso de la fiesta que se acercaba. En la provincia de Tehuacan tenia el demonio en ciertos pueblos y parroquias, capellanes perpetuos que siempre velaban y se ocupaban en oraciones, ayunos y sacrificios. Y este perpetuo servicio repartian de cuatro en cuatro años. Los capellanes asimismo eran cuatro, á los cuales llamaban Moxauhxiuhzauhque, que quiere decir «ayunadores de cuatro años.» Y era de esta manera: cuatro mancebos que habian de ayunar cuatro años, entraban en la casa del demonio, como quien entra en treintanario cerrado; y daban á cada uno sola una manta de algodon delgada, y un maxtli, que es como toca de camino, con que ceñian y cubrian las partes inferiores en lugar de bragas ó pañetes, y no tenian mas ropa de dia ni de noche, puesto que en invierno hace razonables frios. En la noche la cama era el suelo desnudo, y una piedra la cabecera. Ayunaban todos los cuatro años, en los cuales se abstenian de carne y de pescado, de sal y de pimientos. No comian cada dia mas de sola una vez á medio dia, y en su comida una tortilla, que (segun la señalaron los indios) seria de dos onzas; y bebian una escudilla de atole que es á manera de gachas ó puchas que suelen dar á los niños. No comian otra cosa, ni fruta, ni miel, ni cosa dulce; salvo de veinte en veinte dias, que eran sus dias festivales, como para nosotros el domingo. Entonces podian comer de todo lo que tuviesen. Y de año á año les daban una vestidura. Y este ayuno era comun á todos cuatro. Su ocupacion era estar siempre en la casa y presencia del demonio. Los dos de ellos velaban una noche entera sin dormir, y los otros dos la noche siguiente, y así se iban mudando ó trocando todos los cuatro años. Cantaban al demonio, y sacrificábanse de diversas partes del cuerpo, y más de las orejas, pasando por los agujeros que hacian en ellas, de veinte en veinte dias, sesenta cañas, unas gruesas y otras delgadas y largas como una braza poco mas ó menos: y todas ensangrentadas, las ponian en un monton delante los ídolos. Y al cabo de los cuatro años las quemaban. Y si alguno de estos ayunadores ó capellanes del demonio moria durante este tiempo, luego suplian otro en su lugar, y decían que habia de haber gran mortandad, y que habian de morir muchos señores y principales. Y así en aquel año vivian atemorizados, como gente tímida y que miraba mucho en agüeros. Tenian tambien estos indios en su infidelidad una manera de monjas, y estas eran las mas de ellas vírgenes, y otras viejas que guardaban á las mozas, todas ellas ofrecidas de su voluntad al servicio del templo. Su aposento era una sala que para el efecto tenian á las espaldas de los principales templos. Estaban estas mujeres encerradas y muy guardadas, no con puertas materiales (que no las usaban), sino con puertas vivas de mujeres viejas, por la parte de dentro, y de hombres viejos por la de fuera. El tiempo que allí estaban era segun el voto que habian hecho, de un año, ó de dos ó tres, y lo mas ordinario era el de cuatro años, como el de los capellanes ya dichos. Algunas se ofrecian por toda la vida. En entrando allí, luego las tresquilaban. Dormian vestidas por mas honestidad, y por estar mas prestas al servicio de los ídolos, y todas en un dormitorio donde se veian las unas á las otras. A la media noche iban con su maestra, y echaban encienso en los braseros que estaban delante de los ídolos, y las guardas mirando por ellas con mucha vigilancia. En las fiestas principales iban todas en procesion, y por la misma órden salian los Papas ó sacerdotes, y llegaban los unos y las otras concertadamente delante de los ídolos en lo bajo de los templos, y todos ofrecian y echaban encienso en los braseros que estaban delante de los ídolos; y ellos y ellas iban con tanto silencio y recogimiento y mortificacion, que ni hablaban palabra ni alzaban los ojos. Y si algun desacato se sentia en alguno, era castigado con mucho rigor. Si en alguno de ellos ó de ellas (residiendo en el templo) era hallado el pecado de la carne, por el mismo caso moria. La ocupacion de estas mujeres era coser, hilar, y tejer mantas de labores y colores para servicio de los templos. Ayunaban todo el tiempo que allí estaban, no coiniendo hasta medio dia. La madre ó maestra que tenian, á tiempos las congregaba y tenia capítulo, y á las que hallaba negligentes penitenciaba, al modo con que se hace y usa en las religiones; y si alguna se reia contra algun hombre, dábale mayor penitencia. Sustentábanse del trabajo de sus manos ó por sus padres y parientes. A estas llamaron los españoles monjas.
Capítulo XIX
De muchos agüeros y supersticiones que los indios tenian
No se contentaba el demonio, enemigo antiguo, con el servicio que estos le hacian en la adoracion de cuasi todas las criaturas visibles, haciéndole de ellas ídolos, así de bulto como pintados, sino que demas de esto los tenia ciegos en mil maneras de hechicerías, execramentos y supersticiones. Y hablando prirnero de los execramentos que ordenó en su iglesia diabólica, en competencia de los santos Sacramentos que Cristo nuestro Redentor dejó instituidos para remedio y salud de sus fieles en la Iglesia católica; por el contrario, para condenacion y perdicion de los que le creyesen, dejó el demonio esto tras sus señales y ministerios que pareciesen imitar á los verdaderos misterios de nuestra redencion. Entre los cuales el primero era á manera de baptismo, y hacíase de esta manera: cuando nacia el niño ó niña, dende á ciertos dias llamaban una vieja, y en el patio de la casa, ó donde le parecia, rociaba ó lavaba el niño ciertas veces con vino de lo que usaban y usan en esta tierra, y otras tantas lo lavaba con agua, y poníanle el nombre, y con la tripa del ombligo hacian ciertas ceremonias. Estos nombres tomaban de los ídolos ó de las fiestas que en aquellos signos caian, y á veces de aves y animales y de otras cosas insensatas, como se les antojaba. Mas ya cuasi del todo han dejado estos nombres antiguos, despues que se baptizan con nombres de santos para ser cristianos. Circuncision usaron los de una provincia llamados totonaques, en esta forma: que á los veintiocho ó veintinueve dias que habia nacido la criatura; la llevaban al templo, y si era varon, el sacerdote sumo y el segundo en dignidad lo tendian sobre una grande y lisa piedra ó losa que para el efecto tenian, y tomado el capullito del miembro viril se lo cortaban á cercen con cierto cuchillo de pedernal. Y aquello que cortaban quemábanlo y hacíanlo cenizas. Y á las niñas en lugar de circuncision, los dichos dos sacerdotes con sus propios dedos las corrompian, mandando á las madres que llegando la niña á los seis años renovasen con los dedos el mismo corrompimiento que ellos habian comenzado. Cosa abominable y indigna de oirse, y uso de gente más que bestial. Tambien tenian alguna manera de confesion delante de sus dioses: no porque pensasen alcanzar perdon ni gloria despues de muertos (porque todos ellos tenian por muy cierto el infierno), pero hacian este género de penitencia ante sus ídolos, porque no estuviesen enojados, ni en este mundo los maltratasen o privasen de lo temporal, y porque no les descubriesen sus pecados, por donde cayesen en infamia con los hombres. Algunos (se dijo) que hacian penitencia para alcanzar su mal deseo carnal con la persona que les agradaba: y para esto hacian cierto hechizo de diversas flores, y lo ponian en cierta parte para conseguir su mal intento. Cerca del matrimonio tenian en él sus ceremonias, atando las vestiduras del marido y mujer, y en el pedir de la moza con sus presentes. Ya que se la daban acompañada (segun era la persona), ciertos dias no habia de llegar á ella, sino que ayunaba y servia a sus ídolos, ante los cuales (durante el término de las bodas) hacian sus ofrendas. Y si llegaba á ella antes de los dias que acostumbraban abstenerse, tenian por cierto que les habia de suceder mal. Y para saber si habian de avenirse bien entre sí marido y mujer, recurrian al libro del calendario, mirando si cuadraban los signos en que ambos habian nacido. Los grados que guardaban para no casar, era con madre, hija, madrastra, hermana, y manceba del padre, y la hija de la tal: los demas no los evitaban. Tambien usaban alguna manera de comunion ó recepcion de sacramento, y es que hacian unos idolitos chiquitos de semilla de bledos ó cenizos, ó de otras yerbas, y ellos mismos se los recibian, como cuerpo ó memoria de sus dioses. Otros dicen que á una yerba que dicen picietl (y los españoles llaman tabaco,) la tenian algunos por cuerpo de una diosa, que nombraban Ciuacouatl. Y á esta causa (puesto que sea algo medicinal) se debe tener por sospechosa y peligrosa, mayormente viendo que quita el juicio y hace desatinar al que la toma. Comunion tenian también los totonaques, en esta forma: que de tres en tres años mataban tres niños, y sacábanles los corazones, y de la sangre que de allí salia, y de cierta goma que llamaban ulli, que sale de un árbol en gotas blancas y despues se vuelve negra como pez, y de ciertas semillas, las primeras que salian en una huerta que en sus templos tenian, hacian una confeccion y masa. Esta tenian por comunion y cosa santísima, con órden y precepto que de seis en seis meses los hombres de veinticinco años habian de comulgar, y las mujeres de diez y seis. Llamaban á esta masa, Toyolliaytlaqual, que quiere decir: «manjar de nuestra alma.» Tuvieron tambien una manera como de agua bendita, y esta bendecia el sumo sacerdote cuando consagraba la estatua del ídolo Uzilopuchtli en México, que era hecho de masa de todas semillas, amasadas con sangre de niños y niñas que le sacrificaban. Y aquella agua se guardaba en una vasija debajo del altar, y se usaba de ella para bendecir ó consagrar al rey cuando se coronaba; y á los capitanes generales, cuando se habian de partir á hacer alguna guerra, les daban á beber de ella con ciertas ceremonias. No faltaron en algunas partes conjuradores del granizo, que sacudiendo contra él sus mantas, y diciendo ciertas palabras, daban á entender que lo arredraban y echaban de sus tierras y términos. La carne de los sacrificados ante sus dioses, tenian en mucha veneracion, por poquito que alguno de ella alcanzase. Brujos y brujas tambien decian que los habia, y que pensaban se volvian en animales, que (permitiéndolo Dios, y ellos ignorándolo) el demonio les representaba. Decian aparecer en los montes como lumbre, y que esta lumbre de presto la veian en otra parte muy lejos de donde primero se habia visto. El primero y santo obispo de México, de buena memoria, tuvo preso a uno de estos brujos ó hehiceros que se decia Ocelotl, y lo desterró para España, por ser muy perjudicial, y perdióse la nao cerca del puerto y no se supo mas de él. El santo varon Fr. Andrés de Olmos, prendió otro discípulo del sobredicho, y teniéndolo en la cárcel, y diciendo el mismo indio al dicho padre, que su maestro se soltaba de la cárcel cuando queria, le dijo el Fr. Andrés, que se soltase él si pudiese; pero no lo hizo porque no pudo. Verdad es que despues remitiéndolo al dicho obispo santo, por no lo poner á recado se soltó y desapareció. Viniendo á los agüeros que tenian, digo que eran sin cuento. Creian en aves nocturnas, especialmente en el buho, y en los mochuelos y lechuzas y otras semejantes aves. Sobre la casa que se asentaban y cantaban, decian era señal que presto habia de morir alguno de ella. Tambien tenian los mismos agüeros en encuentros de culebras y alacranes, y de otras muchas sabandijas que andan rastreando por la tierra, y entre ellas de cierto escarabajo que llaman pinauiztli. Tenian asimismo que cuando la mujer paria dos criaturas de un vientre (lo cual en esta tierra acontece muchas veces), habia de morir el padre ó la madre. Y el remedio que el demonio les daba, era que matasen á alguno de los mellizos, á los cuales en su lengua llamaban cocoua, que quiere decir «culebras,» porque dicen que la primera mujer que parió dos, se llamaba Coatl, que significa culebra. Y de aquí es que nombraban culebras á los mellizos, y decian que habian de comer á su padre ó madre, si no matasen al uno de los dos. Cuando temblaba la tierra adonde habia mujer preñada, cubrian de presto las ollas ó las quebraban, porque no moviese. Decian que el temblar de la tierra era señal que se habia de acabar presto el maíz de las trojes. Si perdian alguna cosa, hacian ciertas hechicerías con unos maices, y miraban en un lebrillo de agua, y dicen que allí veían al que lo tenia, y la casa adonde estaba; y si era cosa viva, allí les hacian entender si era ya muerta ó viva. Para saber si los enfermos habian de morir ó sanar de la enfermedad que tenian, echaban un puñado de maiz lo mas grueso que podian haber, y lanzábanlo siete ó ocho veces, como lanzan los dados los que los juegan, y si algun grano quedaba enhiesto, decian que era señal de muerte. Tenian por el consiguiente unos cordeles, hecho de ellos un manojo como llavero donde las mujeres traen colgadas las llaves, lanzábanlos en el suelo, y si quedaban revueltos, decian que era señal de muerte. Y si alguno ó algunos salian extendidos, teníanlo por señal de vida, diciendo: que ya comenzaba el enfermo á extender los piés y las manos. Si alguna persona enfermaba de calenturas recias, tomaban por remedio hacer un perrillo de masa de maiz, y poníanlo en una penca de maguey, que es el cardon de donde sacan la miel, y sacábanlo por la mañana al camino, y decian que el primero que por allí pasaba llevaria la enfermedad del paciente pegada en los zancajos. Tenian por mal agüero el temblar los párpados de los ojos, y mucho pestañear. Cuando estaban al fuego y saltaban las chispas de la lumbre, temian que venia alguno á inquietarlos, y así decian: Aquin yeuitz, que quiere decir: «ya viene alguno, ó quién viene aquí?» Á los niños cuando los trasquilaban les dejaban la guedeja detras del cogote, que llaman ellos ypioch, diciendo que si se la quitaban enfermaria y peligraria. Y esto hoy dia lo usan muchos sin mala intencion, mas de por el uso que quedó, y por ventura otras cosas de las dichas, sino que no las vemos como estas del piocbtli que no se puede encubrir. Otros innumerables agüeros tenian, que seria nunca acabar quererlos contar, y poner por escrito.
Capítulo XX
De cómo estos indios general y naturalmente criaban á sus hijos en la niñez, siguiendo las doctrinas de los filósofos, sin haber leido sus libros
El Filósofo(2),en el séptimo libro de los Políticos, en el capítulo diez y siete, pone algunos documentos que deben tomar los que tienen a su cargo la crianza de los niños, así para lo que conviene á la buena disposicion y sanidad de los cuerpos, como á las buenas costumbres de las ánimas. El primero documento es, que á los niños recien nacidos y pequeñitos los pongan al frio, porque la naturaleza de los niños, por el gran calor con que nacen, es apta y dispuesta para sufrir frio, con el cual se le comienzan á apretar las carnes y se hacen recios de complexion, y mas aparejados y fuertes para sufrir trabajos. Este documento ningunas gentes lo guardaron mejor que los indios, sin haber leido ni oido al Filósofo: porque es uso general entre ellos bañar las madres desde que nacen á sus niños chiquitos que traen á cuestas, en los arroyos ó rios ó fuentes, luego en amaneciendo. Y esto no solo en verano, sino mucho mejor en invierno, y en tierras frigidísimas. Una de las mas frias de la Nueva España es la provincia ó valle de Toluca, y en ella me acaecia cada domingo que salia del convento luego en amaneciendo para ir á decir misa á algun pueblo de la visita, hallar las indias, que entonces madrugaban para venir á misa, por los arroyos que estaban hechos un hielo lavando á sus criaturas, que yo, yendo helado de frio, me espantaba cómo no se morian. El segundo documento que el Filósofo pone, es que en aquella primera edad, hasta los cinco ó seis años, los deben acostumbrar en algunos movimientos ó trabajuelos livianos, cuanto para evitar la pereza y ociosidad sean bastantes. Esto guardan tambien los indios al pié de la letra: que como los grandes, así hombres como mujeres, usan cargarse (las mujeres poniendo lo que llevan por carga dentro de un lienzo como sabanilla, y anudada por los cabos la echan al cuello, y los hombres con una como faja de palma ó de juncia, tejida de hasta cuatro dedos en ancho, que asientan en la frente con sus cabos de recio cordel, que llaman mecapal, para atar con ellos la caja ó carga que han de llevar, se cargan de tres y cuatro arrobas sobre las espaldas), así á sus hijuelos chiquitos les hacen unos mecapalejos también chiquitos con sus cordelillos que parecen juguetes en que les atan alguna carguilla liviana conforme á sus corpezuelos, no para que sirva de algun provecho, porque es nada lo que llevan, sino para que se hagan á la costumbre de echar sobre sí aquel yugo cuando sean grandes. Y cuando son de ocho ó diez años se cargan tan buena carguilla, que á un español de veinte se le haria de mal llevarla mucho trecho. Y las madres por el consiguiente enseñan á sus hijuelas dende que saben andar, á traer un liachuelo de alguna cosa liviana envuelta en un paño, y la ligadura ó nudos echados al cuello, que es la usanza feminil. El tercero documento es, que en su niñez y puericia tuviesen gran cuenta los que los criaban que no viesen por sus ojos actos ni pinturas torpes, ni oyesen pláticas ni palabras feas, porque lo que se ve, oye y habla en la niñez, adelante se toma en costumbre de lo usar. Y de aquí proceden todos los filósofos á enseñar que á los mozuelos dende su tierna edad, sus padres y ayos los ejerciten en honestos ejercicios y trabajos. Y cómo esto lo uno y lo otro los indios lo cumplian para con sus hijos, parece bien claro en las pláticas y amonestaciones y trabajos en que los ejercitaban á ellos y á ellas dende su niñez, como se verá en este capítulo y en los siguientes, y primeramente en estas pláticas que fueron traducidas de lengua mexicana en nuestro castellano.
Plática ó exhortación que hacia un padre á su hijo.
Hijo mio, criado y nacido en el mundo por Dios, en cuyo nacimiento nosotros tus padres y parientes pusimos los ojos. Has nacido y vivido y salido como el pollito del cascaron, y creciendo como él, te ensayas al vuelo y ejercicio temporal. No sabemos el tiempo que Dios querrá que gocemos de tan preciosa joya. Vive, hijo, con tiento, y encomiéndate al Dios que te crió, que te ayude, pues es tu padre que te ama mas que yo. Sospira á Él de dia y de noche, y en Él pon tu pensamiento. Sírvele con amor, y hacerte ha mercedes, y librarte ha de peligros. Á la imágen de Dios y á sus cosas ten mucha reverencia, y ora delante de Él devotamente, y aparéjate en sus fiestas. Reverencia y saluda á los mayores, no olvidando á los menores. No seas como mudo, ni dejes de consolar á los pobres y afligidos con dulces y buenas palabras. Á todos honra, y más á tus padres, á los cuales debes obediencia, servicio y reverencia, y el hijo que esto no hace no será bien logrado. Ama y honra á todos, y vivirás en paz y alegría. No sigas á los locos desatinados que ni acatan á padre ni reverencian á madre, mas como animales dejan el camino derecho, y como tales, sin razon, ni oyen doctrina, ni se dan nada por correccion. El tal que á los dioses ofende, mala muerte morirá desesperado ó despeñado, ó las bestias lo matarán y comerán. Mira, hijo, que no hagas burla de los viejos ó enfermos ó faltos de miembros, ni del que está en pecado ó erró en algo. No afrentes á los tales ni les quieras mal; antes te humilla delante los dioses, y teme no te suceda lo tal, porque no te quejes y digas: así me acaeció como mi padre me lo dijo, ó, si no oviera escarnecido, no cayera en el mismo mal. Á nadie seas penoso, ni des á alguno ponzoña ó cosa no comestible, porque enojarás á los dioses en su criatura, y tuya será la confusion y daño, y en lo tal morirás: y si honrares á todos, en lo mismo fenecerás. Serás, hijo, bien criado, y no te entremetas donde no fueres llamado, porque no des pena, y no seas tenido por malmirado. No hieras á otro, ni des mal ejemplo, ni hables demasiado, ni cortes á otros la plática, porque no los turbes; y si no hablan derechamente, para corregir los mayores, mira bien lo que tú hablas. Si no fuere de tu oficio, ó no tuvieres cargo de hablar, calla, y si lo tuvieres, habla, pero cuerdamente, y no como bobo que presume, y será estimado lo que dijeres. ¡Oh hijo! no cures de burlerías y mentiras, porque causan confusion. No seas parlero, ni te detengas en el mercado ni en el baño, porque no te engañe el demonio. No seas muy polidillo, ni te cures del espejo, porque no seas tenido por disoluto. Guarda la vista por donde fueres, no vayas haciendo gestos, ni trabes á otro de la mano. Mira bien por donde vas, y así no te encontrarás con otro, ni te pondrás delante de él. Si te fuere mandado tener cargo, por ventura te quieren probar; por eso excúsate lo mejor que pudieres, y serás tenido por cuerdo: y no lo aceptes luego, aunque sientas tú exceder á otros; mas espera, porque no seas desechado y avergonzado. No salgas ni entres delante los mayores; antes sentados ó en pié, donde quiera que estén, siempre les da la ventaja, y les harás reverencia. No hables primero que ellos, ni atravieses por delante, porque no seas de otros notado por malcriado. No comas ni bebas primero, antes sirve á los otros, porque así alcanzarás la gracia de los dioses y de los mayores. Si te fuere dado algo (aunque sea de poco valor) no lo menosprecies, ni te enojes, ni dejes la amistad que tienes, porque los dioses y los hombres te querrán bien. No tomes ni llegues á la mujer ajena, ni por otra via seas vicioso, porque pecarás contra los dioses, y á ti harás mucho daño. Aun eres muy tierno para casarte, como un pollito, y brotas como la espiga que va echando de sí. Sufre y espera, porque ya crece la mujer que te conviene: ponlo en la voluntad de Dios, porque no sabes cuándo te morirás. Si tú casar te quisieres, danos primero parte de ello, y no te atrevas á hacerlo sin nosotros. Mira, hijo, no seas ladron, ni jugador, porque caerás en gran deshonra, y afrentarnos has, debiéndonos dar honra. Trabaja de tus manos y come de lo que trabajares, y vivirás con descanso. Con mucho trabajo, hijo, hemos de vivir: yo con sudores y trabajos te he criado, y así he buscado lo que habias de comer, y por ti he servido á otros. Nunca te he desamparado, he hecho lo que debia, no he hurtado, ni he sido perezoso, ni hecho vileza, por donde tú fueses afrentado. No murmures, ni digas mal de alguno: calla, hijo, lo que oyeres; y si siendo bueno lo ovieres de contar, no añadas ni pongas algo de tu cabeza. Si ante ti ha pasado alguna cosa pesada, y te lo preguntaren, calla, porque no te abrirán para saberlo. No mientas, ni te des á parlerías. Si tu dicho fuere falso, muy gran mal cometerás. No revuelvas á nadie, ni siembres discordias entre los que tienen amistad y paz, y viven y comen juntos, y se visitan. Si alguno te enviare con mensaje, y el otro te riñere, ó murmurare, ó dijere mal del que te envía, no vuelvas con la respuesta enojado, ni lo des á sentir. Preguntado por el que te envió, cómo te fué allá, responde con sosiego y buenas palabras, callando el mal que oistes, porque no los, revuelvas y se maten ó riñan, de lo que despues te pesará y dirás entre ti: ¡oh si no lo dijera, y no sucediera este mal! Y si así lo hicieres, serás de muchos amado y vivirás seguro y consolado. No tengas que ver con mujer alguna, sino con la tuya propia. Vive limpiamente, porque no se vive esta vida dos veces, y con trabajo se pasa, y todo se acaba y fenece. No ofendas á alguno, ni le quites ni tomes su honra y galardon y merecimiento, porque de los dioses es dar á cada uno segun á ellos les place. Toma, hijo, lo que te dieren, y da las gracias; y si mucho te dieren, no te ensalces ni ensoberbezcas, antes te abaja, y será mayor tu merecimiento. Y si con ello así te humillares, no tendrá que decir alguno, pues tuyo es. Empero, si usurpases lo ajeno, serias afrentado, y harías pecado contra los dioses. Cuando alguno te hablare, hijo, no menees los piés ni las manos, porque es señal de poco seso; ni estés mordiendo la manta ó vestido que tuvieres, ni estés escupiendo, ni mirando á una parte y á otra, ni levantándote á menudo si asentado estuvieres, porque te mostrarás ser malcriado, y como un borracho que no tiene tiento. Si no quisieres, hijo, tomar el consejo que tu padre te da, ni oir tu vida y tu muerte, tu bien y tu mal, tu caida y tu levantamiento, tu ventura será mala, y habrás mala suerte, y al cabo conocerás que tú tienes la culpa. Mira no presumas mucho aunque tengas muchos bienes, ni menosprecies á los que no tuvieren tanto, porque no enojes á Dios que te los dió, y á ti no te dañes. Cuando comieres no mires como enojado, ni desdeñes la comida, y darás de ella al que viniere. Si comieres con otros no los mires á la cara, sino abaja tu cabeza y deja á los otros. No comas arrebatadamente, que es condicion de lobos y adives, y demas de esto te hará mal lo que comieres. Si vivieres, hijo, con otro, ten cuidado de todo lo que te encomendare, y serás diligente y buen servicial, y aquel con quien estuvieres te querrá bien, y no te faltará lo necesario. Siendo, hijo, el que debes, contigo y por tu ejemplo vituperarán y castigarán á los otros que fueren negligentes y malmirados y desobedientes á sus padres. Ya no mas, hijo, con esto cumplo la obligacion de padre. Con estos avisos te ciño y fortifico, y te hago misericordia. Mira, hijo, que no los olvides, ni de ti los deseches.
Respuesta del hijo.
Padre mio, mucho bien y merced habeis hecho á mi, vuestro hijo. ¿Por ventura tomaré algo de lo que de vuestras entrañas para mi bien ha salido? Es así lo que decís, que con esto cumplís conmigo; y que no tendré excusa si en algun tiempo hiciere lo contrario de lo que me habeis aconsejado. No será, cierto, á vos imputado, padre mio, ni será vuestra la deshonra, pues me avisais, sino mia. Pero ya veis que aun soy muchacho, y como un niño que juega con la tierra y con las tejuelas, y aun no sé limpiarme las narices. ¿Dónde, padre mio, me habeis de dejar o enviar? vuestra carne y sangre soy, por lo cual confio que otros consejos me daréis. Por ventura desampararme heis? Cuando yo no los tomare como me los habeis dicho, tendréis razon de dejarme como si no fuese vuestro hijo. Ahora, padre mio, con estas palabras poquitas que apenas sé decir, respondo á lo que me habeis propuesto. Yo os doy las gracias, y esteis en buen hora, y reposad.
Capítulo XXI
De otra exhortacion que hacia un indio labrador á su hijo ya casado
Hijo mio, estés en buen hora. Trabajo tienes en este pueblo el tiempo que vivieres, esperando cada dia enfermedad ó castigo de mano de los dioses. No tomas sueño con quietud por servir á aquel por quien vivimos. Contigo tienes á punto tus sandalias, bordon y azada, con lo demas que pertenece á tu oficio (pues eres labrador) para ir á tu trabajo y labranza en que los dioses te pusieron, y tu dicha y ventura fué tal; y que sirvas á otro en pisar barro y hacer adobes. En ello ayudas á todo el pueblo y al señor: y con estas obras tendrás lo necesario para ti, y tu mujer y tus hijos. Toma lo que pertenece á tu oficio. Trabaja, siembra y coge, y come de lo que trabajares. Mira no desmayes ni tengas pereza, porque si eres perezoso y negligente, ¿cómo vivirás y podrás caber con otro? ¿Qué será de tu mujer y de tus hijos? El buen servicio, hijo, recrea y sana el cuerpo, y alegra el corazon. Haz, hijo, á tu mujer tener cuidado de lo que pertenece á su oficio y de lo que debe hacer dentro de su casa, y avisa á tus hijos de lo que les conviene. Darles heis ambos buenos consejos como padres, porque vivan bien, y no desagraden á los dioses, ni hagan algun mal con que os afrenten. No os espante, hijos, el trabajo que teneis con los que vivís, pues que de allí habeis de haber lo que han de comer y vestir los que criais. Otra vez te digo, hijo, ten buen cuidado de tu mujer y casa, y trabaja de tener con que convidar y consolar á tus parientes y á los que vinieren á tu casa, porque los puedas recibir con algo de tu pobreza, y conozcan la gracia, y agradezcan el trabajo, y correspondan con lo semejante y te consuelen. Ama y haz piedad, y no seas soberbio ni des á otro pena; mas serás bien criado y afable con todos, y recatado delante aquellos con quien vivieres y conversares, y serás amado y tenido en mucho. No hieras ni hagas mal á alguno, y haciendo lo que debes, no te ensalces por ello, porque pecaras contra los dioses, y hacerte han mal. Si no anduvieres, hijo, á derechas, ¿qué resta sino que los dioses te quiten lo que te dieron y te humillen y aborrezcan? Serás, pues, obediente á tus mayores y á los que te guian donde trabajas, que tampoco tienen mucho descanso ni placer; y si no lo hicieres así, antes te levantares contra ellos, ó murmurares, y les dieres pena ó mala respuesta, cierto es que se les doblará el trabajo con tu descomedimiento y mala crianza; y siendo penoso, con ninguno podrás vivir, mas serás desechado y harás gran daño á tu mujer y hijos, y no hallarás casa ni adonde te quieran acoger, antes caerás en mucha malaventura. No tendrás hacienda por tu culpa, sino laceria y pobreza por tu desobediencia. Cuando algo te mandaren, oye de voluntad y responde con crianza si lo puedes hacer ó no, y no mientas sino dí lo cierto; y no digas que sí no pudiéndolo hacer, porque lo encomendarán á otro. Haciendo lo que te digo, serás querido de todos. No seas vagabundo ni mal granjero; asienta y arraiga; siembra y coge, y haz casa donde dejes asentados tu mujer y hijos cuando murieres. De esta manera irás al otro mundo contento y no angustiado por lo que han de comer; mas sabrás la raiz ó asiento que les dejas en que vivan. No mas, hijo, sino que estés en buen hora.
Reagradecimiento del hijo á su padre.
Padre mio, yo os agradezco mucho la merced que me habeis hecho con tan amorosa plática y amonestacion. Yo seria malo si no tomase tan buenos consejos. ¿Quién soy yo, sino un pobrecillo que vivo en pobre casa y sirvo á otro? Soy pobre labrador que sirvo de pisar barro y hacer adobes, y sembrar y coger con los trabajos de mi oficio. No merecí yo tal amonestacion. Gran bien me han hecho los dioses en se acordar de mí. ¿Dónde oviera ó oyera yo tan buenos consejos sino de mi padre? No tienen con ellos comparacion las piedras preciosas: mas como tales de vuestro corazon, padre mio, como de caja me las habeis abierto y manifestado: limadas y concertadas, y por órden ensartadas, han sido vuestras palabras. ¡ Oh! si yo mereciese tomarlas bien, que no son de olvidar ni dejar vuestros tan saludables consejos y avisos. Yo he sido muy alegre y consolado con ellos: yo, padre mio, os lo agradezco. Reposad y descansad, padre mio.
Capítulo XXII
De otra exhortacion que una madre hizo á su hija
Hija mia de mis entrañas nacida, yo te parí y te he criado y puesto por crianza en concierto, como linda cuenta ensartada; y como piedra fina ó perla, te ha polido y adornado tu padre. Si no eres la que debes, ¿cómo vivirás con otras, ó quién te querrá por mujer? Cierto, con mucho trabajo y dificultad se vive en este mundo, hija, y las fuerzas se consumen; y gran diligencia es menester para alcanzar lo necesario, y los bienes que los dioses nos envian. Pues amada hija, no seas perezosa ni descuidada, antes diligente y limpia, y adereza tu casa. Sirve y da aguamanos á tu marido, y ten cuidado de hacer bien el pan. Las cosas de casa ponlas como conviene, apartadas cada cual en su lugar, y no como quiera mal puestas, y no dejes caer algo de las manos en presencia de otros. Por donde, hija, fueres, ve con mesura y honestidad, no apresurada, ni riéndote, ni mirando de lado como á medio ojo, ni mires á los que vienen de frente ni á otro alguno en la cara, sino irás tu camino derecho, mayormente en presencia de otros. De esta manera cobrarás estimacion y buena fama, y no te darán pena ni tú la darás á otro: y así, de ambas partes, concurrirá buena crianza y acatamiento. Y para esto, hija, serás tú bien criada y bien hablada. Responde cortesmente siendo preguntada, y no seas como muda ó como boba. Tendrás buen cuidado de la hilaza y de la tela y de la labor, y serás querida y amada, y merecerás tener lo necesario para comer y vestir, y así podrás tener segura la vida, y en todo vivirás consolada. Y por estos beneficios no te olvides de dar gracias á los dioses. Guárdate de darte al sueño ó á cama ó pereza. No sigas la sombra, el frescor, ni el descanso que acarrea las malas costumbres y enseña regalo, ocio y vicio, y con tal ejemplo no se vive bien con alguno; porque las que así se crian nunca serán bien queridas ni amadas. Antes, hija mia, piensa y obra bien en todo tiempo y lugar: sentada que estés ó levantada, queda ó andando, haz lo que debes, así para servir á los dioses como para ayudar á los tuyos. Si fueres llamada no aguardes á la segunda ó tercera vez, sino acude presto á lo que mandan tus padres, porque no les des pena y te hayan de castigar por tu inobediencia. Oye bien lo que te fuere encomendado, y no lo olvides; mas hazlo bien hecho. No des mala respuesta ni seas rezongona, y si no lo puedes hacer, con humildad te excusa. No digas que harás lo que no puedes, ni á nadie burles, ni mientas, ni engañes, porque te miran los dioses. Si tú no fueres llamada, sino otra, y no fuere presto al mandado, ve tú con diligencia, y oye y haz lo que la otra habia de hacer, y así serás amada y en mas que otra tenida. Si alguno te diere buen consejo y aviso, tómalo, porque si no lo tomas se escandalizará de ti el que te avisa, ó la que te aconseja lo bueno, y no te tendrá en nada. Mostrarte has bien criada y humilde con cualquiera, y á ninguno darás pena. Vive quietamente y ama á todos honestamente y á buen fin. Haz á todos bien y no aborrezcas ni menosprecies á nadie, ni seas de lo que tuvieres avarienta. No eches cosa alguna á mala parte, ni obras ni palabras, ni menos tengas envidia de lo que de los bienes de los dioses da el uno al otro. No des fatiga ni enojo á alguno, porque á ti te lo darás. No te des á cosas malas, ni á la fornicacion. No te muerdas las manos como malmirada. No sigas tu corazon porque te harás viciosa, y te engañarás y ensuciarás, y á nosotros afrentarás. No te envuelvas en maldades, como se revuelve y enturbia el agua. Mira, hija, que no tomes por compañeras á las mentirosas, ladronas, malas mujeres, callejeras, cantoneras, ni perezosas, porque no te dañen ni perviertan. Mas entiende solo en lo que conviene á tu casa y á la de tus padres, y no salgas de ella fácilmente ni andes por el mercado ó plaza, ni en los baños, ni á donde otras se lavan, ni por los caminos, que todo esto es malo y perdicion para las mozas; porque el vicio saca de seso y desatina, más que desatinan y desvarían á los hombres las yerbas ponzoñosas comidas ó bebidas. El vicio, hija mia, es malo de dejar. Si encontrares en el camino con alguno y se te riere, no le rias tú; mas pasa callando, no haciendo caso de lo que te dijere, ni pienses ni tengas en algo sus deshonestas palabras. Si te siguiere diciendo algo, no le vuelvas la cara ni respondas, porque no le muevas mas el corazon al malvado; y si no curas de él, dejarte ha, y irás segura tu camino. No entres, hija, sin propósito, en casa de otro, porque no te levanten algun testimonio; pero si entrares en casa de tus parientes, tenles acatamiento y hazles reverencia, y luego toma el huso y la tela, ó lo que allí vieres que conviene hacer, y no estés mano sobre mano. Cuando te casares y tus padres te dieren marido, no le seas desacatada; mas en mandándote hacer algo, óyelo y obedece, y hazlo con alegría. No le enojes ni le vuelvas el rostro, y si en algo te es penoso, no te acuerdes en riña de ello; mas despues le dirás en paz y mansamente en qué te da pena. No lo tengas en poco, mas antes lo honra mucho, puesto que viva de tu hacienda. Ponlo en tu regazo y falda con amor, no le seas fiera como águila ó tigre, ni hagas mal lo que te mandare, porque harás pecado contra los dioses, y castigarte ha con razon tu marido. No le afrentes, hija, delante otros, porque á ti afrentarás en ello y te echarás en vergüenza. Si alguno viniere á ver á tu marido, agradeciéndoselo, le haz algun servicio. Si tu marido fuere simple ó bobo, avísale cómo ha de vivir, y ten buen cuidado entonces del mantenimiento y de lo necesario á toda tu casa. Tendrás cuidado de las tierras que tuviéredes y de proveer á los que te las labraren. Guarda la hacienda, y cubre la vasija en que algo estuviere. No te descuides ni andes perdida de acá para allá, porque así ni tendrás casa ni hacienda. Si tuvieres bienes temporales, no los disipes; mas ayuda bien á tu marido á los acrecentar, y tendréis lo necesario, y viviréis alegres y consolados, y habrá que dejar á vuestros hijos. Si hicieres, hija, lo que te tengo dicho, serás tenida en mucho y amada de todos, y más de tu marido. Y con esto me descargo, hija, de la obligacion que como madre te tengo. Ya soy vieja, yo te he criado; no seré culpada en algun tiempo de no te haber avisado; y si tomares en tus entrañas esto que te he dicho y los avisos que te he dado, vivirás alegre y consolada; mas si no los recibieres ni pusieres por obra, será tuya la culpa, y padecerás tu desventura, y adelante verás lo que te sucederá por no tomar los consejos de tu madre, y por echar atrás lo que te conviene para bien vivir. No mas, hija mia, esfuércente los dioses.
Agradecimiento de la hija á su madre.
Madre mia, mucho bien y merced habeis hecho á mí vuestra hija. ¿Dónde me habeis de dejar, pues de vuestras entrañas soy nacida? Harto mal seria para mí sí no sintiese y mirase que sois mi madre y yo vuestra hija, por quien ahora tomais mas trabajo del que tomastes en me criar niña al fuego, teniéndome en los brazos fatigada de sueño. Si me quitárades la teta, ó me ahogárades con el brazo durmiendo, ¿qué fuera de mí? Pero con el temor que de esto teníades, no tomábades sueño quieto, mas velábades estando sobre aviso. No así de presto os venia la leche á los pechos para me la dar por los trabajos que teníades, y por estar embarazada conmigo no podíades acudir al servicio de vuestra casa. Con vuestros sudores me criastes y mantuvistes, y aun no me olvidais ahora dándome aviso. ¿Con qué os lo pagaré yo, madre mia, ó cómo os lo serviré, ó con qué os daré algun descanso? porque aun soy muchacha y juego con la tierra y hago otras niñerías, y no me sé limpiar las narices. ¡ Oh! tuviese Dios por bien que mereciese yo tomar algo de tan buenos consejos, porque siendo yo la que vos deseais, hayais vos parte de los bienes que Dios me hiciere. Yo os lo agradezco mucho. Consolaos, madre mia.
Capítulo XXIII
De la disciplina y honestidad con que se criaban los hijos de los señores y principales indios
En habiendo hijos, los señores naturales de esta Nueva España, como tenian muchas mujeres, por la mayor parte los criaban sus propias madres. Y no criando la madre á su hijo, buscaba ama de buena leche, y dábasela al niño cuatro años, y á algunos mas tiempo. En destetándolos ó siendo de cinco años, luego mandaba el señor que sus hijos varones fuesen llevados al templo para que fuesen allí doctrinados, y supiesen muy bien todo lo que tocaba al servicio de los dioses. Y en esto eran los primeros los hijos de los señores. Y el que no andaba muy listo y diligente en el servicio y sacrificios (segun le era enseñado), castigábanlo con gran rigor. Dábanles poco de comer, y mucho trabajo y ocupacion de dia y de noche, y estaban en el templo hasta que se casaban, ó eran llevados á las guerras, si eran mancebos de buenas fuerzas. Con las hijas y doncellas (mayormente de principales y señores) habia mucha guarda de viejas parientas ó amas criadas en casa, por la parte de dentro, y de fuera viejos ancianos que de dia las guardaban, y de noche con lumbres velaban el palacio. Teníanlas tan recogidas y ocupadas en sus labores, que por maravilla salian, sino alguna vez al templo cuando eran ofrecidas por sus madres, y entonces con mucha y grave compañía. Iban tan honestas que no alzaban los ojos del suelo, y si se descuidaban, luego les hacian señal que recogiesen la vista. El hablar fuera de casa se les vedaba, y tambien en casa comiendo en la mesa, y esto tenian cuasi por ley, que la doncella antes de casada nunca hablase en la mesa. Las casas de los señores todas eran grandes, aunque no usaban altos; mas porque la humedad no les causase enfermedad, alzaban los aposentos hasta un estado poco mas ó menos, y así quedaban como entresuelos. En estas casas habia huertas y verjeles; y aunque las mujeres estaban por sí en piezas apartadas, no salian las doncellas de sus aposentos á la huerta ó vejeles sin ir acompañadas con sus guardas. Si alguna se descuidaba en salir sola, punzábanle los piés con unas puas muy crueles hasta sacarle sangre, notándola de andariega, en especial si era ya de diez ó doce años, ó dende arriba. Y tambien andando en compañía no habian de alzar los ojos (como está dicho) ni volver á mirar atras, y las que en esto excedian, con muy ásperas ortigas las hostigaban la cara cruelmente, ó las pellizcaban las amas hasta las dejar llenas de cardenales. Enseñábanlas cómo habian de hablar y honrar á las ancianas y mayores, y si topándolas por casa no las saludaban y se les humillaban, quejábanse á sus madres ó amas, y eran castigadas. En cualquiera cosa que se mostraban perezosas ó malcriadas, el castigo era pasarles por las orejas unas puas como alfileres gordos, porque advirtiesen á toda virtud. Siendo las niñas de cinco años las comenzaban á enseñar á hilar, tejer y labrar, y no las dejaban andar ociosas, y á la que se levantaba de labor fuera de tiempo, atábanle los pies, porque asentase y estuviese queda. Si alguna doncella decia: atabal suena, ¿á dó cantan? ó cosa semejante, la castigaban reciamente, y reñian y encarcelaban á las amas porque no las tenian bien criadas y enseñadas a callar, ponderando que la doncella que tal palabra decia mostraba ser de liviano corazon y tener mal mortificados los sentidos. Parece que querian que fuesen sordas, ciegas y mudas, como á la verdad les conviene mucho á las mujeres mozas, y mas á las doncellas. Hacíanlas velar, trabajar y madrugar, porque con la ociosidad, que es madre de los vicios, no se hiciesen torpes. Porque anduviesen limpias se lavaban con mucha honestidad dos ó tres veces al dia, y á la que no lo hacia llamábanla sucia y perezosa. Cuando alguna era acusada de cosa grave, si de ello estaba inocente, para cobrar su fama hacia juramento en esta manera: ¡por ventura no me ve nuestro señor dios! y nombraba el nombre del mayor demonio á quien ellos atribuian mas divinidad, y poniendo el dedo en tierra besábalo. Con este juramento quedaban de ella satisfechos, porque ninguno osaba jurar tal juramento, sino diciendo verdad, porque creian que si lo juraban con mentira, los castigaria su dios con grave enfermedad ó con otra adversidad. Cuando el señor queria ver á sus hijos y hijas, llevábanselos como en procesion, guiándolos una honrada matrona. Si ellos eran los que querian ver á su padre, ahora fuesen todos en general, ó algunos en particular, siempre le pedian primero licencia, y sabian que holgaba de ello. Llegados ante el señor, mandábalos asentar en el suelo, y la guia lo saludaba en nombre de todos sus hijos, y le hablaba. Ellos estaban con mucho silencio y recogimiento, en especial las muchachas, como si fueran personas de mucha edad y seso. La que los guiaba ofrecia al padre los presentes que sus hijos llevaban, así como rosas ó frutas que sus madres les daban para llevar al padre. Las hijas llevaban lo que habian labrado ó tejido para el padre, como mantas de labores ó otros donecillos. El padre hablábalas á todas avisándolas y rogándolas que fuesen buenas, y que guardasen las amonestaciones y doctrina de sus madres y de las viejas sus maestras, y les tuviesen mucha obediencia y reverencia, y dábales gracias por los presentes que le habian traido, y por el cuidado y trabajo que habian tenido en labrarle mantas. Ninguna de ellas respondia á esto ni hablaba, mas de hacer sus inclinaciones cuando llegaban y cuando se partian, con mucha reverencia y cordura, sin hacer meneo de reirse ni de otra liviandad. Y con la plática que el padre les hacia volvian muy contentas y alegres. Cuando eran niños de teta tenian las amas mucha vigilancia en no allegar á sí las criaturas por no las oprimir y matar durmiendo (como suele acaecer cuando hay descuido), ó las tenian en sus cunas, y en esto se desvelaban mucho las madres y las amas. Si acaso sucedia alguna travesura (que era por maravilla) de querer algun mancebo entrar en el lugar á los varones vedado donde estaban las hijas de los señores (aunque no fuese mas de verle hablar con alguna), no pagaban ambos con menos que la vida, como acaeció á una hija de Nezahualpilzintli, rey de Tezcuco, que aunque su padre la queria mucho, y era hija de señora principal, y hubo muchos ruegos, no bastó todo sino que la mandó ahogar, no mas de porque un mozo principal saltando las paredes se puso á hablar con ella y ella con él, y él se escapó y se puso en salvo, que de otra manera pagara.
Capítulo XXIV
Prosigue la materia de cómo los indios doctrinaban á sus hijos, y de los consejos que les daban cuando se casaban
La gente comun y plebeya tampoco se descuidaba de criar á sus hijos con disciplina; antes luego como comenzaban á tener juicio y entendimiento, los amonestaban dándoles sanos consejos, y retrayéndolos de vicios y pecados, y persuadiéndolos á que fuesen humildes y obedientes y bien criados con todos, imponiéndolos en que sirviesen á los que tenian por dioses. Llevábanlos consigo á los templos, y ocupábanlos en trabajos enseñándoles oficios, segun que en ellos veian habilidad y inclinacion, y lo mas comun era darles el oficio y trabajos que su padre usaba. Si los veian traviesos ó malcriados, castigábanlos rigorosamente, á las veces riñéndolos de palabra, otras hostigándolos por el cuerpo con ortigas en lugar de azotes, otras veces dábanles con vergas, y si no se enmendaban, colgábanlos y dábanles con chile humo á narices. Lo mismo hacia la madre á la hija cuando lo merecia. Si se ausentaban los hijos de las casas de sus padres, los mismos padres los buscaban una y muchas veces, y algunos de cansados dejábanlos por incorregibles no curando de ellos. Muchos de estos venian á parar (como dicen) en la horca, ó los hacian esclavos. Aunque ahora son tan viciosos los indios en el mentir, entonces los padres amonestaban mucho á sus hijos que dijesen verdad y no mintiesen; y si eran viciosos en ello, el castigo era henderles y les un poco el labio, y á esta causa usaban mucho hablar verdad. Preguntados ahora algunos de ellos, qué haya sido la causa de tan gran mudanza en esta su costumbre antigua, responden dos cosas: la una que es tan grande el temor que cobraron á los españoles, así seglares como eclesiásticos, por ser tan diferentes de su bajeza y pusilanimidad, que no osan responderles á lo que les mandan ó preguntan sino lo que les parece que les dará mas gusto, ora sea posible ora imposible. Y por esta misma causa niegan siempre el mal recado que han hecho, y se excusan, y otras veces dicen disparates. Tambien dan por segunda razon, que como la entrada de los españoles y las guerras dieron tan gran vaiven á toda la tierra, y los señores naturales se acobardaron y perdieron el brío que solian antes tener para gobernar, con esto se fué tambien perdiendo el rigor de la justicia y castigo, y el órden y conciertos que antes tenian, y así no se castigan entre ellos ya los mentirosos ni perjuros, ni aun los adúlteros. Por lo cual se atreven las mujeres mas á ser malas que en otro tiempo solian; aunque de los españoles tambien han deprendido ellos hartos vicios que en su infidelidad no tenian. Siendo muchachos los hijos de los principales, se criaban (como queda dicho) en los templos en servicio de los ídolos. Los otros se criaban como en capitanías, porque en cada barrio habia un capitan de ellos, llamado telpuchtlato, que quiere decir: «guarda ó capitan de los mancebos.» Este tenia cargo de los recoger y de trabajar con ellos en traer leña para los braseros y fuegos que ardian delante los ídolos y en las salas del templo, que no era poca leña la que cada noche se gastaba. Servian tambien en las obras de la república, y en hacer y reparar los templos, y en otras obras que pertenecian al servicio exterior de los dioses, y ayudaban á hacer las casas de los señores principales. Tambien tenian por sí su comunidad, sus casas, y tierras, y heredades que labraban, sembraban y cogian para su comer y vestir, y allí tenian tambien á tiempo sus ayunos y sacrificios de sangre que hacian de sus personas, y hacian sus ofrendas á los ídolos. No los dejaban andar ociosos, ni cometian vicio que se les pasase sin castigo, viniendo á noticia de su mayor, el cual les tenia sus capítulos, y amonestaba, y corregia, y castigaba. Algunos de estos mancebos, los de mas fuerzas, salian á las guerras, y los otros iban tambien á ver y deprender cómo se ejercitaba la milicia. Eran estos mancebos tan mandados y tan prestos en lo que les encomendaban, que sin ninguna excusa hacian todas las cosas corriendo; ora fuese de noche, ora de dia, ora por montes, ora por valles, ora con agua, ora con sol, no hallaban impedimento alguno. Llegados á la edad de casarse (que era á los veinte años poco mas ó menos), pedian licencia para buscar mujer; y sin licencia por maravilla alguno se casaba, y al que lo hacia, demas de darle su penitencia, lo tenian por ingrato, malcriado y como apóstata. Si pasando la edad se descuidaban, y veian que no se querian casar, tresquilábanlos, y despedíanlos de la compañía de los mancebos: en especial en Tlaxcala guardaban esto, porque una de las ceremonias del matrimonio era tresquilarse y dejar la cabellera y lozanía de los mancebos, y de allí adelante criar otro modo de cabellos. Cuando se despedian de la casa donde se habian criado, para ir á casarse, su capitan les hacia un largo razonamiento, amonestándolos á que fuesen muy solícitos servidores de los dioses, y que no olvidasen lo que en aquella casa y congregacion habian deprendido. Y que pues tomaban mujer y casa, fuesen hombres para mantener y proveer su familia; y que para el tiempo de las guerras fuesen esforzados y valientes hombres. Que tuviesen acatamiento y obediencia á sus padres, y honrasen y saludasen á los viejos. Otras cosas semejantes les aconsejaban con palabras persuasivas y elocuentes. Tampoco dejaban los indios á sus hijas al tiempo que las casaban sin consejo y doctrina, mas antes les hacian muy largas amonestaciones, en especial á las hijas de los señores y principales. Antes que saliesen de casa, sus padres les informaban cómo habian de amar, aplacer y servirá sus maridos para ser bien casadas y amadas de ellos. Particularmente la madre era la que hacia largos razonamientos á su hija, encargándole principalmente tres cosas: la primera, el servicio de los dioses en ofrendas y en sacrificios de sus personas para agradarles, porque todas sus cosas les prosperasen, y les sucediesen bien; la segunda, su buena guarda y honestidad, diciéndole la obligacion que tenian de corresponder á la honra de su linaje, y dar ejemplo de su persona á las que eran de menos suerte; la tercera, el servicio de su marido y amor y reverencia que le habia de tener. Estos razonamientos le hacia en presencia de unas matronas que por parte del marido habian venido á llevarla y acompañarla. Á estas se la entregaba, diciéndole: que con aquellas como con matronas tan honradas se aconsejase y consolase, tomando su doctrina.
Capítulo XXV
De las ceremonias y ritos que usaban en sus casamientos
Por no se haber entendido luego á los principios de la conversion de estos indios los ritos y ceremonias que usaban en sus casamientos, hubo diversas opiniones entre los ministros de la iglesia, afirmando unos que entre ellos habia legítimo y verdadero matrimonio, y otros que no lo habia, por no saber distinguir en la diferencia que hacian de las legítimas mujeres á las mancebas. Mas despues la experiencia mostró haber entre ellos legítimo matrimonio, como parecerá en las ceremonias que para casarse usaban, segun aquí se escriben, y son las siguientes: cuando alguno queria casar su hijo (en especial los señores y principales, todos tenian memoria del dia y signo en que el mozo habia nacido, aunque no todos sabian la significacion de ellos), llamaba los declaradores y maestros de los signos, segun sus ceremonias y hechicerías. Tambien ponian diligencia en saber el signo y nacimiento de la doncella que le querian dar por mujer; y si los agoreros decian que denotaban los signos, que casándose el mozo con aquella, habia de ser ella mala ó no bien casada, no trataban del casamiento; mas si decian que los signos eran buenos y conformes, procedian en el matrimonio en esta forma. Presupuesto que entre ellos nunca á la mujer era lícito buscar marido, siempre los padres ó parientes mas cercanos del novio movian los casamientos. Primeramente iban de parte del novio dos viejas de las mas honradas y abonadas de sus parientas, que llamaban cihuatlanque, y estas proponian su embajada á los padres ó deudos mas cercanos de la moza (en cuyo poder estaba), con buen razonamiento y plática bien ordenada. Respondian la primera vez excusándose con algunas causas y razones aparentes que para ello buscaban, porque así era la costumbre, puesto que su voluntad estuviese pronta para aceptar el tal casamiento. Volvian las matronas con la respuesta á los padres del mozo, que ya sabian las excusas de la primera embajada, y pasados algunos pocos dias tornaban á enviar las viejas, las cuales rogaban mucho á los padres de la doncella, que consintiesen en el matrimonio y quisiesen aceptar su embajada. Á esto les respondian, ó despidiéndolas del todo si el casamiento no les cuadraba, ó si les cuadraba, les decian que hablarian á sus parientes y á su hija, y les enviarian la respuesta. Entonces preguntaban ellas qué era lo que tenia la moza, y declaraban lo que el mancebo tenia, y lo que mas sus padres le querian dar. Esto hecho, ya que los parientes y la hija prestaban consentimiento, amonestábanla mucho sus padres que fuese buena, y que supiese servir y agradar á su marido, y que no los echase en vergüenza. Despues los padres de la doncella enviaban la respuesta con otras matronas parientas suyas, dando el sí claro de parte de la moza y deudos; y luego los padres del mozo juntaban sus parientes, y dándoles cuenta de lo que pasaba, tomaban el consentimiento del mozo, y amonestábanlo como fué amonestada la doncella, aunque en otro modo; y concertadas las bodas (interviniendo siempre presentes y dones en estos mensajes), enviaban gente por ella. En algunas partes (y aun en cuasi todas) traíanla á cuestas, y llevaban delante unas hachas de tea ardiendo. Si era señora y habia de ir lejos, llevábanla en una litera, y llegando cerca de la casa del varon, salíala á recibir el mismo desposado á la puerta de su casa, y llevaba un braserillo á manera de incensario con sus brasas y encienso, y á ella le daban otro, con los cuales el uno al otro se incensaban, y tomada por la mano llevábala al aposento que estaba aderezado, y otra gente iba con bailes y cantos con ellos. Los novios se iban derechos á su aposento, y los otros se quedaban en el patio. Asentaban á los novios los que eran como padrinos, en una estera nueva delante del hogar, y allí les ataban las mantas la del uno con la del otro, y él le daba á ella unas vestiduras de mujer, y ella á él otras de varon. Traida la comida, el esposo daba de comer con su mano á su esposa, y ella asimismo le daba de comer á él con la suya. De parte de él daban mantas á los parientes de ella, y de parte de ella á los parientes de él. Los deudos de los desposados, amigos y vecinos, comian con regocijo, y bebian dende vísperas para abajo. Ya cuando venia la noche, cantores y bailadores y cuasi todos estaban beodos, salvo los desposados, porque luego comezaban á estar en penitencia cuatro dias. Aquellos cuatro dias ayunaban por ser buenos casados, y por haber hijos; y no allegaba el uno al otro por aquel tiempo, ni salian de su aposento mas de á sus necesidades naturales, y luego se tornaban á su aposento, porque si salian ó andaban fuera, en especial ella, tenian que habia de ser mala de su cuerpo: Para la cuarta noche aparejábanles una cama, y esta hacian unos viejos que eran guardas del templo, juntando dos esteras, y en medio ponian unas plumas y un chalchuitl, que es especie de esmeralda, y ponian un pedazo de cuero de tigre encima de las esteras, y luego tendian sus mantas. Los mazatecas se abstenian de consumar el matrimonio quince dias, y estaban en ayuno y penitencia. Los mexicanos ó nauales, en aquellos cuatro dias no se bañaban, que entre ellos es cosa muy frecuentada. Poníanles tambien á las cuatro partes de la cama unas cañas verdes y unas puas de maguey para sacrificarse y sacar sangre los novios de las orejas y de la lengua. Tambien se ponian y vestian algunas insignias del demonio, y á la media noche y al medio dia salian de su aposento á poner encienso sobre un altar que en su casa tenian, y ponian comida por ofrenda aquellos cuatro dias, los cuales pasados y consumado el matrimonio, tomaban la ropa y las esteras y la ofrenda de comida, y llevábanlo al templo. Si en la cámara hallaban algun carbon ó ceniza, teníanlo por señal que no habian de vivir mucho. Pero si hallaban algun grano de maíz ó de otra semilla, teníanlo por señal de larga vida. Al quinto dia se bañaban los novios sobre unas esteras de juncia verdes, y al tiempo que se bañaban, echábales el agua uno de los ministros del templo, á manera de otro baptismo ó bendicion. A los señores y principales echábanles el agua con un plumaje á reverencia del dios del vino, y luego los vestian de limpias y nuevas vestiduras, y daban al novio un encensario para que echase encienso á ciertos demonios de su casa, y á la novia poníanle encima de la cabeza pluma blanca, y emplumábanle los piés y las manos con pluma colorada. Cantaban y bailaban, y daban otra vez mantas, y á la tarde se emborrachaban, que esta era la conclusion de sus fiestas, y esta la general costumbre en los casamientos. Salvo que los que no tenian posible, no hacian todas las ceremonias dichas, ni convidaban á tantos.
Capítulo XXVI
De las costumbres y modos de proceder que los indios tenian en sus guerras
Demas de las guerras que estos naturales de Anahuac ó Nueva España tenian con los señores de las provincias y pueblos que tenianlas; por enemigos, para dar principio y comenzar guerra de nuevo con otros, tenian por causa justa si en alguna provincia no subjeta á México mataban algunos mercaderes mexicanos. Tambien los señores de México y Tezcuco enviaban sus mensajeros á provincias remotas, rogándoles y requiriéndoles que recibiesen sus dioses mexicanos, y los tuviesen y adorasen en sus templos, y al señor de México lo reconociesen por superior y le tributasen. Y si al mensajero que llevaba la tal embajada lo mataban, por la tal muerte y desacato movian guerra. Habida, pues, alguna de estas causas ó otras mas suficientes, el señor que queria dar la guerra hacia junta de sus vasallos, así de la gente de guerra que ellos llamaban Quauhtin, Ocelotin, como de los ciudadanos ó vecinos de sus pueblos. Juntos, por medio de su intérprete (de que usaban por grandeza) les declaraba cómo queria hacer guerra á tal provincia por tal causa. Si era por haber muerto mercaderes, respondíanle luego que tenia razon, queriendo sentir que la mercaduría y contratacion es de ley natural, y lo mismo el hospedaje y buen tratamiento de los pasajeros. Mas si era porque habian muerto á sus mensajeros que iban con semejantes embajadas, ó por otra menor causa, decíanle dos ó tres veces que no hiciese guerra, pareciéndoles que no era justa. Si el señor porfiaba en ello ayuntándolos y preguntándoles muchas veces si la haria, entonces por la importunacion y respeto que debian á su señor, respondian que la hiciese en buena hora. Determinados y acordados ya que se hiciese la guerra, tomaban ciertas rodelas y mantas, y enviábanlas á aquellos con quienes querian trabar guerra (porque era siempre su costumbre no hacer mensaje sin llevar presente, aunque fuese á sus enemigos), y les decian y hacian saberla guerra que les querian mover, y la causa de ella, porque estuviesen apercebidos, y no dijesen que los tomaban á traicion. Esto era lo ordinario, aunque otras veces los tomaban descuidados. Entonces juntábanse los de aquella provincia, y si veian que se podian defender, y resistir á los que á sus casas los venian á buscar, apercebíanse de guerra; y si no se hallaban fuertes, ajuntaban joyas y tejuelos de oro y piedras preciosas y buenos plumajes, y salíanles al camino con aquellos dones, y con la obediencia de recebir su ídolo, al cual ponian en par y en igualdad del ídolo mayor de aquella su provincia. Los pueblos que así venian de voluntad, sin haber precedido guerra, tributaban como amigos y no como vasallos, y servian trayendo presentes y estando obedientes. Si no salian de paz, ó la guerra era con las provincias de sus contrarios, antes que la gente se moviese de guerra, enviaban delante sus espías muy disimuladas y pláticas en las lenguas de la provincia á do iban á dar guerra. Estas espías se vestian y afeitaban el cabello al modo de los pueblos adonde iban por espías. Las provincias que tenian miedo y recelo de algunos señores, siempre tenian entre ellos indios disimulados y secretos, ó en hábito de mercaderes, para de ellos ser avisados, porque no los tomasen desapercebidos. Vista por las espías la disposicion de la tierra, y dada relacion de todas las particularidades y flaquezas de los lugares, y del descuido ó apercebimiento de las gentes, á los que así lo hacian fielmente, luego los señores les daban á cada uno un pedazo de tierra que tuviese por suya. Y si de la parte contraria salia alguno á descubrir y dar aviso cómo su señor ó su gente venian sobre ellos, al tal dábanle mantas y pagábanle bien. Y esto algunas veces pasaba tan secreto que nadie lo sabia. Pero si venia á saberse, hacian en él un horrible castigo, haciéndolo pedazos miembro, á miembro, comenzando por los labios, narices y orejas, y hacian esclavos á sus parientes en el primer grado, y aquellos que supieron de aquella traicion. Ayuntadas las huestes, la batalla cuasi siempre se daba en el campo, entre términos de los unos y de los otros, y en viéndose cerca, daban una espantosa grita y alarido que ponian la voz en el cielo; otros silbaban, y otros aullaban que ponian espanto á cuantos los oian. El señor de Tezcuco usaba llevar un atabalejo entre los hombros, que tocaba al principio de la batalla, otros unos caracoles grandes que sonaban á manera de cornetas, otros con unos huesos hendidos daban muy recios silbos, y esto era para animar y a percebir todos los guerreros. Al principio jugaban de hondas y varas como dardos que sacaban con jugaderas y las tiraban muy recias. Arrojaban tambien piedras de mano. Tras estas llegaban los golpes de espada y rodela, con los cuales iban arrodelados los de arco y flecha, y allí gastaban su almacen. En la provincia de Teoacan habia flecheros tan diestros que de una vez tiraban dos y tres saetas juntas, y las sacaban tan recias y tan ciertas, como un buen tirador una sola. Esta gente de la avanguardia, despues de gastada mucha parte de la municion, salian de refresco con unos lanzones y espadas largas de palo guarnecidas con pedernales agudos (que estas eran sus espadas), y traíanlas atadas y fiadas á la muñeca, que soltándolas de la mano para prender á sus contrarios no las perdiesen, porque su principal pretension era captivar. No tenian estilo ni acostumbraban romper unos por otros, mas andaban como escaramuzando y arremetiendo de una parte á otra. Al primer encuentro volvian los unos las espaldas como huyendo, y los otros en su alcance matando ó prendiendo á los que podian que quedaban postreros. Luego los que habian huido daban la vuelta recios contra sus enemigos, los cuales tambien huian de ellos. Así andaban como en juego de cañas, hasta que se cansaban, y salian otros escuadrones de nuevo, y de cada parte tornaban á trabarse. Tenian gente suelta y de respeto para cuidar de la gente que en la batalla andaba herida, la cual toda tomaban, y cargándola la llevaban donde estaban sus zurujanos con las medicinas, y allí los curaban y beneficiaban. Usaban poner celadas, y muchas veces eran muy secretas y disimuladas, porque se echaban en tierra y se cubrian con paja ó yerba, y de noche hacian hoyas en que se encubrian, y llegando cerca de aquel lugar los amigos fingian huida, y los contrarios iban descuidados siguiendo á los que huian, y hallábanse burlados. Cuando alguno prendia á otro, si trabajaba por soltarse y no se rendia de grado, procuraba de dejarretarlo en la corva del pié, ó por el hombro, por llevarlo vivo al sacrificio. Quando uno no bastaba para prender á otro, llegaban dos ó tres y lo prendian.
Capítulo XXVII
De cómo se habian con los que captivaban en la guerra
Los que vencian la batalla seguian el alcance con la victoria hasta que los contrarios cobraban algun lugar donde se hacian fuertes, y iban quemando y robando cuanto hallaban. Y viendo los vencidos su flaqueza, muchas veces se daban y subjetaban por vasallos del señor que los llevaba de vencida. Si el señor vencido no queria darse al otro que lo llevaba de vencida, sus mismos vasallos le requerian que se diese, porque no pereciesen todos ellos y su pueblo. Si porfiaba con soberbia á no se dar, ellos lo mataban, y tractaban paces con el otro señor. Otras veces los que vencian no pasaban mas adelante de cuanto quemaban las casas de paja que estaban en la raya donde dormian las guardas y velas del pueblo, y de allí se volvian á los despojos. Nunca rescataban ni libraban a ningun captivo, por principal señor que fuese, antes cuanto mayor señor era, más lo guardaban para sacrificar á sus demonios. El que lo prendia presentábalo á su mismo señor, y él dábale joyas y le hacia otras mercedes. Á todos los que de nuevo captivaban en la guerra á algun enemigo tambien les daba el señor ropa. El que llevaba algun prisionero, si otro se lo hurtaba de dia ó de noche, ó tomaba por fuerza, por el mismo caso moria como cosario ladron que se adjudicaba y queria para sí el precio y la honra del otro. El que tenia prisionero si lo daba á otro tambien moria por ello, porque los presos en guerra cada uno los habia de sacrificar y ofrecerá sus dioses. Cuando dos indios echaban mano para prender algun contrario, y estaba la cosa en dubda de cuyo era, iban á los jueces y ellos apartaban al captivo, y tomábanle juramento sobre cuál lo había preso ó captivado primero, y al que el captivo decia, á ese se lo adjudicaban. Vueltos al pueblo, cada cual guardaba los que habia captivado, y echábanlos en unas jaulas grandes que hacian dentro de algunos aposentos, y allí habia sobre ellos guarda. Si la guarda ponia mal cobro, y se le soltaba el preso, daban al dueño de él en pago una moza esclava y una rodela con una carga de mantas; y esto pagaban los del barrio donde era vecino la guarda, porque habian puesto en este oficio hombre de tan mal recado. Cuando el que se habia soltado aportaba á su pueblo, si era persona baja, su señor le daba, porque se habia soltado, ropa de mantas para se vestir y remediar. Mas si el que se soltaba era principal, los mismos de su pueblo lo mataban, diciendo que volvia para echarlos otra vez en afrenta, y ya que en la guerra no habia sido hombre para prender á otro, ni para se defender, que muriera allá delante los ídolos como preso en guerra; que muriendo así, moria con mas honra, que vivir volviendo fugitivo. Cualquiera que hurtaba el atavío de guerra de los señores, ó descosia y hurtaba parte notable de ello, aunque fuese muy cercano pariente suyo, tenia pena de muerte. Y así el temor del ,riguroso castigo suplia las faltas de las puertas, que no las usaban. La misma pena de muerte tenia el que en las guerras se vestia de las armas y divisas de los señores de México y Tezcuco, que eran señaladas sobre todas, y á solas sus personas pertenecian y no a otro alguno. Tenian estos naturales en mucho cuando su señor era esforzado y valiente, porque teniendo tal señor y capitan, salian con mucho ánimo á las guerras. Era tal su costumbre, que ni los señores ni sus hijos no se ponian joyas de oro, ni de plata, ni piedras preciosas, ni mantas ricas de labores, ni pintadas, ni plumajes en la cabeza, hasta que oviesen hecho alguna hazaña ó valentía, matando ó prendiendo por su mano alguno ó algunos en guerra. Y mucho menos la otra gente de bajo estado usaba de tales ropas ó joyas hasta que lo habia alcanzado y merecido en la guerra. Por lo cual, cuando el señor la primera vez prendia á alguno en guerra, luego despachaba sus mensajeros para que de su casa le trajesen las mejores joyas y vestidos que tenia, y á que diesen la nueva cómo el señor por su persona habia preso en la guerra un prisionero ó mas. Vueltos los mensajeros con las ropas, luego componian y vestian al que el señor habia preso, y hacian unas como andas en que le traian con mucha fiesta y solemnidad, y llamábanlo hijo del señor que lo habia preso, y hacíanle la honra que al mismo señor, aunque no tan de veras; y aquel preso delante y los demas tras él por su órden, venian los de la guerra muy regocijados, y los del pueblo los salian á recibir con trompetas y bocinas y bailes, y á las veces los maestros de los cantos componian cantar propio del nuevo vencimiento. Al preso que venia en las andas saludaban todos primero que al señor, diciendo que fuese bienvenido, y que ninguna pena tuviese, porque allí estaba como en su casa. Despues saludaban al señor y á sus caballeros. Sabida esta primera victoria del señor por los otros pueblos y provincias, los señores de la comarca, parientes y amigos, veníanlo á ver y á regocijarse con él, trayéndole presentes de joyas de oro y de piedras finas y de mantas ricas, y él recebíalos con mucha alegría, y hacíales gran fiesta de cantos y bailes y de mucha comida, y tambien repartia y daba muchas mantas. Los parientes mas cercanos quedábanse con él hasta que llegaba el dia de la fiesta en que habian de sacrificar al que habia preso en la guerra, porque llegados al pueblo luego se señalaba el dia. Llegada la fiesta en que el prisionero habia de ser sacrificado, vestíanlo de las insignias del dios del sol, y subido á lo alto del templo y puesto sobre la piedra que allí habia para los sacrificios, el ministro principal del demonio lo sacrificaba (en la manera que arriba se dijo) abriéndolo por los pechos, y sacándole de presto el corazon, y con la sangre que del corazon salia, rociaban las cuatro partes del templo, y la otra sangre cogíanla en un vaso y enviábanla al señor, el cual mandaba que rociasen con ella á todos los ídolos de los templos que estaban en el patio, en hacimiento de gracias por la victoria que mediante su favor habia alcanzado. Sacado el corazon, echaban á rodar el cuerpo por las gradas abajo, y recebido abajo, cortábanle la cabeza y poníanla en un palo alto, como suelen hacer á los descuartizados por grandes delitos, y levantado el palo poníanlo en el patio del templo, y desollaban el cuerpo y henchian el cuero de algodon, y por memoria llevábanlo á colgar en casa del señor. De la carne hacian otras ceremonias, que por ser crueles y estar arriba tocadas no se refieren aquí. Todo el tiempo que el preso estaba en casa del señor, vivo, antes que lo sacrificasen, ayunaba el señor, y antes y despues de sacrificado hacia otras muchas ceremonias. De allí adelante el señor se podia ataviar y usar de joyas de oro y de mantas ricas cuando queria, especial en las fiestas y en las guerras; y en los bailes poníase en la cabeza unos plumajes ricos que ataban tantos cabellos de la corona cuanto espacio toma la corona de un clérigo, con una correa colorada, y de allí le colgaban aquellos plumajes con sus pinjantes de oro que colgaban á manera de chias de mitra de obispo, y aquel atar de cabellos era señal de hombre valiente. Los indios menos principales no podian atar los cabellos hasta que oviesen preso ó muerto en guerra cuatro ó mas, y los penachos que estos echaban no eran ricos. Estas y otras ceremonias guardaban en sus guerras, y como gente ciega que servian á los crueles demonios, tambien ellos lo eran, y pensaban que hacian en esto gran servicio á Dios, porque todas las cosas que hacian las aplicaban á Dios como si lo tuvieran delante los ojos. Hasta lo que comian, quitaban de lo primero un poquito y ofrecíanlo al demonio como á su dios. Por el consiguiente, de lo que bebian tambien vaciaban un poco con la misma intencion, y de las rosas que les daban cortaban un poco, antes que las oliesen, para ofrecerlo á Dios. Y el que esto no guardaba, era tenido por malcriado, y por hombre que no tenia á Dios en su corazon.
Capítulo XXVIII
De la judicatura y modo de proceder que tenian en los pleitos
Es de saber que los señores de México, Tezcuco y Tacuba, como reyes y señores supremos de esta tierra, cada uno de ellos en su propio palacio tenia sus audiencias de oidores que determinaban las causas y negocios que se ofrecian, así civiles como criminales, repartidos por sus salas, y de unas habia apelacion para otras. Los supremos jueces sentenciaban las causas mas dificultosas con parecer del señor. Estos jueces, en amaneciendo, estaban asentados en sus estrados de esteras con sus asientos, y luego cargaban de ellos mucha gente, y ya que habia gran rato que oian pleitos, traíanles algo temprano la comida de palacio, y despues de haber comido y reposado un poco, volvian á oir á los que quedaban, y estaban en su oficio hasta hora de vísperas. Escogian para ello hombres de buen arte y capacidad, aunque los mas de ellos eran parientes del señor. El salario ó partido que estos tenian, era que el señor les tenia señaladas sus tierras competentes donde sembraban y cogian los mantenimientos que les bastaban, y dentro de las mismas tierras habla casas de indios que eran como renteros que les cultivaban, y acudian con los fructos á los dichos jueces; de tal manera, que muriendo el juez, la tierra no traspasaba por herencia á algun su hijo heredero, sino al juez que sucedia en el oficio de la judicatura. Los jueces ninguna cosa recebian ni tomaban presente alguno, ni aceptaban persona, ni hacian diferencia del chico al grande en cosa de pleito, como lo debrian hacer los jueces cristianos; porque en la verdad, los dones y dádivas ciegan los ojos de los sabios, y mudan las palabras y sentencias de los justos, como lo dice Dios, y es muy gran verdad. Si se hallaba que algun juez por respeto de alguna persona iba contra la verdad y rectitud de la justicia, ó si recibia alguna cosa de los pleiteantes, ó si sabian que se embeodaba, si la culpa era leve, una y dos veces los otros jueces lo reprendian ásperamente, y si no se enmendaba, á la tercera vez lo trasquilaban (que entre ellos era cosa de grande ignominia) y los privaban con gran confusion, del oficio. En Tezcuco acaeció, poco antes que los españoles viniesen, mandar el señor ahorcar un juez porque por favorecer un principal contra un plebeyo dió injusta sentencia, y habia informado siniestramente al mismo señor sobre el caso; y despues, sabida la verdad, mandó ejecutar en él la pena de muerte. En cada sala estaba con los jueces un escribano, ó pintor diestro que con sus caractéres ó señales asentaba las personas que trataban los pleitos, y todas las demandas, querellas y testigos, y ponia por memoria lo que se concluia y sentenciaba en los pleitos, en los cuales ni el señor ni los jueces permitian que oviese dilacion, porque no habia mas apelacion que delante del señor y los dos jueces supremos. Y así, á lo mas largo, los pleitos árduos, se concluian á la consulta de los ochenta dias, que llamaban nappoallatolli, demas que cada diez ó doce dias el señor con todos los jueces tenian acuerdo sobre los casos árduos y de mas calidad. Eran doce los jueces que estaban repartidos por las salas, y estos tenian otros doce que eran como alguaciles mayores. El oficio de estos era prender á personas principales, y iban á los otros pueblos á llamar ó prender á cualesquier personas que el señor ó los jueces les mandaban. Estos, aunque no traian varas (porque ellos entonces no las usaban), eran conocidos por las mantas pintadas que llevaban, y á doquiera que iban les hacian acatamiento como á muy principales mensajeros del señor y de su justicia mayor. Habia otros muchos mandoncillos que servian de emplazadores y de mensajes, que en mandándoles la cosa iban volando como gavilanes: ora fuese de noche, ora de dia, ora lloviese, ora apedrease, obedecian sin jamas saber rezongar, ni dilatar el tiempo. En las otras provincias sujetas á México y Tezcuco, estaban jueces ordinarios que tenian autoridad limitada para sentenciar en pleitos de poca calidad: mas prender podian á todos los delincuentes, y examinar los pleitos árduos, y estos pleitos guardaban para los ayuntamientos generales que tenian de cuatro en cuatro meses de los suyos de á veinte dias, que eran ochenta dias, en el cual término siempre venian todos los jueces á la cabecera principal, y ayuntados todos, el señor presidia y tenian consulta general, y allí se sentenciaban todos los casos criminales, y duraba esta consulta diez ó doce dias. Y demas de los pleitos, en ella conferian tambien sobre todas las cosas tocantes á sus repúblicas, y á todo el reino, á manera de cortes, y llamaban á esta consulta (como arriba se dijo) nappoallatolli, que quiere decir: «consulta ó plática de ochenta en ochenta dias.»
Capítulo XXIX
De los castigos que daban á los culpados y delincuentes
Sentenciaban á muerte á los que cometian enormes y graves delitos, así como á los homicidas. El que mataba á otro, moria por ello. La mujer preñada que tomaba con que abortar y echar la criatura, ella y la física que le habia dado con que la lanzase, ambas morian. Á las mujeres siempre las curaban otras mujeres, y á los hombres otros hombres. El que hacia fuerza á vírgen, ora fuese en el campo, ora en casa del padre, moria por ello. El que daba ponzoña á otro, con que moria, el homicida y el que le dió la ponzoña con que lo mató, ambos morian. Si el marido mataba á la mujer que le cometia adulterio, aunque la hallase en flagranti delicto, moria por ello, porque usurpaba el oficio de la justicia, porque la habia de llevar ante los jueces para que convencida muriera por sentencia. La mujer que cometia adulterio y el adúltero, tomándolos en el delito, ó habida muy violenta sospecha, prendíanlos, y si no confesaban, dábanles tormento, y despues de confesado el delito condenábanlos á muerte. Unas veces los mataban atándolos de piés y manos, y tendidos en tierra, con una gran piedra redonda y pesada les daban en las sienes de tal manera, que á pocos golpes les hacian la cabeza una torta. Á otros achocaban con unos garrotes de palo de encina hechizos. Otras veces quemaban al adúltero, y á ella ahorcaban. Otras veces á ambos los ahorcaban, y si eran principales, despues de ahorcados les emplumaban las cabezas, y poníanles sendos penachuelos verdes, y así los quemaban, y decian que aquella era señal de que se compadecian de ellos, quemándoles los cuerpos de aquella manera. Á otros adúlteros mandaban los jueces que fuesen apedreados, y llevábanlos á la plaza adonde se juntaba mucha gente, y puestos en medio de la plaza, á él atábanle las manos, y luego disparaban piedras como llovidas sobre ellos, y en cayendo, no penaban mucho, porque luego eran muertos y cubiertos de piedras. Á los que estando tomados del vino cometian adulterio, no los excusaba de la muerte la beodez, antes morian como los demas. El hombre que se echaba con su madrastra moria por ello, y ella tambien si lo consentia; y lo mismo si el hermano se echaba con su hermana, ora fuesen hermanos de padre y madre, ora de solo padre ó de sola madre. El padrastro que se echaba con su entenada, ambos morian. Todos los que cometian incesto en el primer grado de consanguinidad ó de afinidad, tenian pena de muerte, salvo cuñados y cuñadas: antes cuando uno de los hermanos moria, era costumbre que otro de sus hermanos tomase la mujer ó mujeres de su hermano difunto, aunque oviese tenido hijos, quasi ad suscitandum semen fratris, al modo judaico. La pena que daban á las alcahuetas, era que averiguado usar aquel ruin oficio, las sacaban á la vergüenza, y en la plaza delante todos les quemaban los cabellos con tea encendida, hasta que se les calentase lo vivo de la cabeza, y así afrentada y conocida por los cabellos chamuscados, se iba. Mas si la persona que alcahuetaba era de honra y principal, mayor pena y castigo le daban, hasta quitarle la vida: como lo hizo Nezaualpitzintli, rey de Tezcuco, á una alcahueta que metió en su palacio dentro de una petaca(3) á un mancebo señor de Tecoyuca que se habia enamorado de una su hija, y descubierto el negocio, á ambos los mandó ahorcar. Los que cometian el pecado nefando, agente y paciente, morian por ello. Y de cuando en cuando la justicia los andaba á buscar, y hacian inquisicion sobre ellos para los matar y acabar: porque bien conocian que tan nefando vicio era contra natura, porque en los brutos animales no lo veian. Mas el de la bestialidad no se hallaba entre estos naturales. El hombre que andaba vestido en hábito de mujer, y la mujer que andaba vestida en hábito de hombre, ambos tenian pena de muerte. El ladron que hurtaba hurto notable, especialmente de los templos ó de la casa del señor, ó si para hurtar rompian casa, por la primera vez era hecho esclavo, y por la segunda lo ahorcaban. Al ladron que en la plaza ó mercado hurtaba cosa algo de precio, como ropa, ó algun tejuelo de oro, ó frecuentaba hurtos pequeños en el mismo mercado (porque habia algunos ladrones tan sutiles, que en levantándose la vendedora ó en volviendo la cabeza, le hurtaban lo que tenian delante), al tal ahorcábanlo por el hurto y por la circunstancia del lugar. Porque tenian por grave el pecado cometido en la plaza ó mercado. Los que conspiraban ó trataban traicion contra algun señor, ó los que lo querian privar del señorío, aunque fuesen deudos suyos muy cercanos, eran punidos con sentencia de muerte. Las cárceles que estos indios tenian eran crueles, en especial á do encarcelaban los del crímen y los presos en guerra porque no se les soltasen. Tenian las cárceles dentro de una casa escura y de poca claridad, y en ella hacian su jaula ó jaulas; y la puerta de la casa que era pequeña como puerta de palomar, cerrada por defuera con tablas, y arrimadas grandes piedras: y allí estaban con mucho cuidado las guardas; y como las cárceles eran inhumanas, en poco tiempo se paraban los presos flacos y amarillos, y por ser tambien la comida débil y poca, que era lástima de verlos, que parecia que desde la cárcel comenzaban á gustar la angustia de la muerte que despues habian de padecer. Estas cárceles estaban junto adonde habia judicatura, como nosotros las usamos, y servian para los grandes delincuentes, como los que merecian pena de muerte; que para los demas no era menester mas de que el ministro de la justicia pusiese al preso en un rincon con unos palos delante. Y aun pienso que bastaba hacerle una raya (porque tanto montaba) y decirle no pases de aquí. Y no osara menearse de allí, por la mayor pena que le habian de dar, porque huir y no parecer era imposible debajo del cielo. Á lo menos el estar preso con solos los palos delante sin otra guarda, yo lo ví por mis ojos.
Capítulo XXX
De cómo los indios usaban del vino antes y despues de la conquista, y de la pena que daban al que se embeodaba
Despues que se conquistó esta Nueva España,luego por todas partes comenzaron todos los indios á darse al vino y á emborracharse así hombres como mujeres, así principales como plebeyos, que parece que el demonio doliéndose de perder esta gente, mediante la predicacion del Evangelio, procuró de meterlos de rota batida en este vicio, para que por él dejasen de ser verdaderos cristianos. Y esto introdujo fácilmente con la gran mudanza que hubo de apoderarse los españoles de esta tierra, quedando los señores naturales y jueces antiguos acobardados sin la autoridad que antes tenian de ejecutar sus oficios. Y con esto se tomó general licencia para que todos pudiesen beber hasta caer, y irse cada uno tras su sensualidad, lo que no era en tiempo de su gentilidad. Antes estos naturales condenaban por muy mala la beodez, y la vituperaban como entre nuestros españoles, y la castigaban con mucho rigor. El uso que antes tenian del vino era con licencia de los señores ó de los jueces, y estos no la daban sino á los viejos y viejas de cincuenta años arriba ó poco menos, diciendo que de aquella edad la sangre se iba resfriando, y que el vino era remedio para calentar y dormir. Y estos bebian dos ó tres tazuelas pequeñas, ó cuando mucho hasta cuatro, y con ello no se embeodaban, porque es vino el suyo que para emborrachar han de beber mucha cantidad. Mas lo de Castilla poco les basta, y á todos ellos, hombres y mujeres, les sabe bien. En las bodas y en las fiestas y otros regocijos podian beber largo. Los médicos muchas veces daban sus medicinas en una taza de vino. Á las paridas era cosa muy comun darles en los primeros dias de su parto á beber un poco de vino, no por vicio, sino por la necesidad. La gente plebeya y trabajadora cuando acarreaba madera del monte, ó cuando traian grandes piedras, entonces bebian unos mas y otros menos para esforzarse y animarse al trabajo. Entre los indios habia muchos que así tenian aborrecido el vino, que ni enfermos ni sanos lo querian gustar. Los señores y principales, y la gente de guerra, por pundonor tenian no beber vino; mas su bebida era cacao (que es una fruta seca á manera de almendras, que tambien sirve de moneda, y esta se bebe molida y revuelta con agua) y otros brebajes de semillas molidas. Y aunque eran inclinados á este vicio de la embriaguez, no se tomaban del vino tan á rienda suelta como el dia de hoy, no por la virtud sino por el temor de la pena. La pena que daban á los borrachos, y aun á los que comenzaban á sentir el calor del vino, cantando ó dando voces, era que los trasquilaban afrentosamente en la plaza, y luego les iban á derribar la casa, dando á entender que quien tal hacia, no era digno de tener casa en el pueblo, ni contarse entre los vecinos, sino que pues se hacia bestia perdiendo la razon y juicio, viviese en el campo como bestia, y eran privados de todo oficio honroso de la república. Ahora los gobernadores, y alcaldes, y regidores del pueblo, son los que mas facultad y poder tienen para emborracharse cada dia, porque no hay quien se lo impida, sino quien les dé el vino, á trueque de que les vendan gente de servicio. Y con esto, ellos mal pueden reprender y castigar á los otros. Remédielo Dios que puede, que á los que les duele por el daño de sus almas, no les es dado el poderlo remediar.
Capítulo XXXI
De la manera que estas naturales tenian de bailes y danzas, de la gran destreza y conformidad que todos guardaban en el baile y en el canto
Una de las cosas principales que en toda esta tierra habia, eran los cantos y bailes, así para solemnizar las fiestas de sus demonios que por dioses honraban, con los cuales pensaban que les hacian gran servicio, como para regocijo y solaz propio. Y por esta causa, y por ser cosa de que hacian mucha cuenta, en cada pueblo y cada señor en su casa tenia capilla con sus cantores, componedores de danzas y cantares, y estos buscaban que fuesen de buen ingenio para saber componer los cantares en su modo de metro ó coplas que ellos tenian. Y cuando estos eran buenos contrabajos teníanlos en mucho, porque los señores en sus casas hacian cantar muchos dias en voz baja. Ordinariamente cantaban y bailaban en las principales fiestas, que eran de veinte en veinte dias, y en otras menos principales. Los bailes mas principales eran en las plazas, otras veces en casa del mayor señor en su patio, porque todos los señores tenian grandes patios. Bailaban tambien en casa de otros señores y principales. Cuando habian habido alguna victoria en guerra, ó levantaban nuevo señor, ó se casaban con señora principal, ó por otra novedad alguna, los maestros componian nuevo cantar, demas de los generales que tenian de las fiestas de los demonios, y de las hazañas antiguas, y de los señores pasados. Proveian los cantores, algunos dias antes de la fiesta, lo que habian de cantar. En los grandes pueblos eran muchos los cantores, y si habia cantos ó danzas nuevas, ayuntábanse otros con ellos, porque no oviese defecto el dia de la fiesta. El dia que habian de bailar, ponian luego por la mañana una grande estera en medio de la plaza adonde se habian de poner los atabales, y todos se ataviaban y ayuntaban en casa del señor, y de allí salían cantando y bailando. Unas veces comenzaban los bailes por la mañana, y otras á hora de misa mayor, y á la noche tornaban cantando al palacio, y allí daban fin al canto y baile ya noche, ó gran rato andado de la noche, y á las veces á la media noche. Los atabales eran dos, el uno alto y redondo, más grueso que un hombre, de cinco palmos en alto, de muy buena madera, hueco de dentro y bien labrado por defuera y pintado: en la boca poníanle su cuero de venado curtido y bien estirado, desde el bordo hasta el medio: hace su diapente y táñenle por sus puntos y tonos que suben y bajan, concertando y entonando el atabal con los cantares. El otro atabal es de arte que sin pintura no se podria dar bien á entender. Este sirve de contrabajo, y ambos suenan bien y se oyen lejos. Llegados los bailadores al sitio, pónense en órden á tañer los atabales, y dos cantores los mejores, como sochantres comienzan dende allí los cantos. El atabal grande encorado, se tañe con las manos, y á este llaman veuetl. El otro se tañe como los atabales de España, con palos, aunque es de otra hechura, y llámanle teponaztli. El señor, con los otros principales y viejos, andan delante los atabales bailando, y hinchen tres ó cuatro brazas al derredor de los atabales, y con estos otra multitud que va ensanchando y hinchendo el corro. Los que andan en este medio en los grandes pueblos solian ser mas de mil, y á las veces mas de dos mil, y demas de estos, á la redonda anda una procesion de dos órdenes, mancebos grandes bailadores. Los delanteros son dos hombres sueltos de los mejores bailadores, que van guiando el baile. En estas dos ruedas, en ciertas vueltas y continencias que hacen, á las veces miran y tienen por compañero al de enfrente, y en otros bailes al que va junto tras él. No eran tan pocos los que iban en estas dos órdenes, que no allegasen a ser cerca de mil, y otras veces mas, segun los pueblos y las fiestas. En su antigüedad, antes de las guerras, cuando celebraban sus fiestas con libertad, en los grandes pueblos se ayuntaban tres y cuatro mil y mas á bailar, mas agora como se ha disminuido y apocado tanta multitud, son pocos los que se juntan á bailar. Queriendo comenzar á bailar, tres ó cuatro indios levantan unos silbos muy vivos, luego tocan los atabales en tono bajo, y poco á poco van sonando mas. Y oyendo la gente bailadora que los atabales comienzan, por el tono de ellos entiende el cantar y el baile, y luego lo comienzan. Los primeros cantos van en tono bajo, como bemolados, y despacio, y el primero es conforme á la fiesta, y siempre le comienzan aquellos dos maestros, y luego todo el coro lo prosigue juntamente con el baile. Toda esta multitud trae los piés tan concertados como unos muy diestros danzadores de España. Y lo que mas es, que todo el cuerpo, así la cabeza como los brazos y manos, trae tan concertado, medido y ordenado, que no discrepa ni sale uno de otro medio compas; mas lo que uno hace con el pié derecho y tambien con el izquierdo, lo mismo hacen todos, y en un mismo tiempo y compas. Y cuando uno abaja el brazo izquierdo y levanta el derecho, lo mismo y al mismo tiempo hacen todos. De manera que los atabales y el canto y bailadores, todos llevan su compas concertado, y todos son conformes que no discrepa uno de otro una jota: de lo cual los buenos danzadores de España que los ven se espantan, y tienen en mucho las danzas y bailes de estos naturales, y el gran acuerdo y sentimiento que en ellos tienen. Los que andan mas apartados en aquella rueda de fuera, podemos decir que llevan el compasillo, que es de un compas hacer dos, y andan mas vivos, y meten mas obra en el baile, y estos de la rueda todos son conformes unos á otros. Los que andan en medio del corro hacen su compas entero, y los movimientos, así de los piés como del cuerpo, van con mas gravedad: y cierto levantan y abajan los brazos con mucha gracia. Cada verso ó copla repiten tres ó cuatro veces, y van procediendo y diciendo su cantar bien entonados, que ni en el canto, ni en los atabales, ni en el baile, sale uno de otro. Acabado un cantar (dado caso que los primeros parecen mas largos por ir mas despacio, aunque todos no duran mas de una hora), apenas el atabal muda el tono, cuando todos dejan de cantar, y hechos ciertos compases de intervalo (en el canto mas no en el baile), luego los maestros comienzan otro cantar un poco mas alto y el compas mas vivo, y así van subiendo los cantos y mudando los tonos y sonadas, como quien de una baja muda y pasa á una alta, y de una danza en un contrapas. Andan bailando algunos muchachos y niños hijos de principales, de siete y de ocho años, y algunos de cuatro y cinco, que cantan y bailan con los padres, y como los muchachos cantan en prima voz ó tiple, agracian mucho el canto. Á tiempos tañen sus trompetas y unas flautillas no muy entonadas, otros dan silbos con unos huesezuelos que suenan mucho, otros andan disfrazados en traje y en voz contrahaciendo á otras naciones, y mudando el lenguaje. Estos que digo, son truhanes, y andan sobresalientes haciendo mil visajes, y diciendo mil gracias y donaires con que hacen reir á cuantos los ven y oyen. Unos andan como viejas, otros como bobos. Á tiempos les traen bebida, y de ellos salen á descansar y á comer, y aquellos vueltos, salen otros, y así descansan todos sin cesar el baile. Á tiempos les traen allí piñas de rosas y de otras flores, ó ramilletes para traer en las manos, y guirnaldas que les ponen en las cabezas, demas de sus atavíos que tienen para bailar de mantas ricas y plumajes, y otros traen en las manos en lugar de ramilletes sus plumajes pequeños hermosos. En estos bailes sacan muchas divisas y señales en que se conocen los que han sido valientes en la guerra. Desde hora de vísperas hasta la noche, los cantos y bailes se van mas avivando, y alzando los tonos, y la sonada es mas graciosa, que parece que llevan un aire de los himnos que tienen el canto alegre. Los atabales tambien van subiendo mas; y como la gente que baila es mucha, óyese gran trecho, en especial adonde el aire lleva la voz, y mas de noche cuando todo está sosegado, que para bailar en este tiempo proveian de muchas y grandes lumbres, y cierto ello todo era cosa de ver.
Capítulo XXXII
Que trata de la venida de los indios á las partes de México y de las otras provincias de la Nueva España
Si del orígen y generacion de estos indios se tuviera cierta noticia, y de qué otra region vinieron á esta, de nuestros pasados nunca sabida, el órden de la escritura pedia que por aquí se comenzara el proceso de sus antiguallas. Mas como su dependencia y venida á estas tierras donde los hallamos sea á nosotros tan incierta y dudosa, quise comenzar esta materia por las fábulas y ficciones que ellos tenian cerca de la creacion y principio del mundo para dejarlas á un cabo, como boberías y mentiras que no llevan camino. Metido tras esto en los ritos y ceremonias de su idolatría, me he embarazado hasta este lugar, donde sumariamente habré de decir lo que del indiano linaje se puede alcanzar, que como de nuestros libros divinos ni profanos se pueda sacar, será lo que de las relaciones que los mismos indios viejos en el principio de su conversion dieron, se colige. Que aunque esta gente carecia de escritura, no les faltaba para ayuda de la memoria pintura y caractéres por donde se entendian á falta de letras. Aunque en tierra de Champoton dicen que se hallaron, y que se entendian por ellas, como nosotros por las nuestras. Verdad es que viniendo los religiosos y otros españoles seglares curiosos á examinar una misma cosa en diversas provincias, hallaban diversas relaciones, como acaeció en esta materia de saber de dónde vinieron estos naturales mexicanos, y texcucanos, y tlaxcaltecos, sobre lo cual ha habido muy diferentes opiniones. Pero lo que mas comunmente dieron los indios viejos por pintura, fué que sus antepasados vinieron de muy lejos tierras de hácia la parte de Xalisco, que es al poniente respecto de México; y que salieron de aquella gran cueva que ellos llaman Chicomoztoc, que quiere decir «siete cuevas» (de la cual cueva tambien dicen que salieron sus dioses, como arriba se contó), y que vinieron sus pasados poco á poco poblando, tomando, dejando ó mudando sus nombres, conforme á los sitios tierras que hallaban. Los de Texcuco afirman ser primeros moradores de su tierra y ser chichimecos; y al presente, por ventura se hallarán algunos de la misma lengua, á lo menos húbolos despues de haber venido los españoles, con muchos años. Mas generalmente, en los tiempos de agora, ya son los texcucanos cuasi una lengua con los mexicanos, y ayuntados con ellos por casamientos. Dice el padre Fr. Andrés de Olmos, que quien mas le satisfizo cerca de esta materia, fué un indio principal viejo de Texcuco llamado D. Andrés, el cual preguntado por él lo que sabia acerca de la venida de sus pasados, respondió: que lo que de los antiguos habia entendido, era que todos habian venido de lejos tierras en doce ó trece capitanías ó escuadrones, y que unos se adelantaban y andaban mas que otros, y que así llegaron primero los chichimecos sus abuelos á tierra de Texcuco, y la habitaron, no para hacer luego casas, sino que habitaban en chozas ó cuevas, y no sembraban, ni cocian, ni asaban la carne, hasta que despues otras gentes, que ellos llaman culhuaque, vinieron, y de ellos tomaron el sembrar, y asar de la carne, y otras cosas. Despues de estos, dice que llegaron los mexicanos y trajeron los ídolos (que antes no sabian los chichimecos de sacrificios, sino que al sol solamente ofrecian yerba ó otra cosa), y que chichimecos cundieron y poblaron la tierra, viviendo comunmente de caza (como muy diestros que eran en tomarla, y lo son agora, de arco y flecha), sin sembrar ni coger, como el dia de hoy los hay muy muchos en diversas partes, andando desnudos y sucios, la estatura de hombres y lo demás de salvajes. Tornando, pues, al tema de la venida de estas gentes á estas partes de México y Texcuco, no se sabe qué años habrá que vinieron. Algunos dijeron que habria seiscientos años, otros que menos, y en esto no hay que reparar, porque los indios fácilmente se yerran en cosa de cuenta. Dicen que cuando venian, pasaron un brazo de mar, que podria ser el tercero estrecho, y en esto cada cual podrá dar su parecer y admitirse, si no discrepare del recto juicio. El dicho P. Olmos tuvo opinion que en uno de tres tiempos, ó de una de tres partes, vinieron los pasados de quienes descienden estos indios; ó que vinieron de tierra de Babilonia cuando la division de las lenguas sobre la torre que edificaban los hijos de Noé; ó que vinieron despues, de tierra de Sichen en tiempo de Jacob, cuando dieron á huir algunos y dejaron la tierra; ó en el tiempo que los hijos de Israel entraron en la tierra de promision y la debelaron y echaron de ella á los cananeos, amorreos y jebuseos. Tambien podrian decir otros, que vinieron en las captividades y dispersiones que tuvieron los hijos de Israel, ó cuando la última vez fué destruida Jerusalem en tiempo de Tito y Vespasiano, emperadores romanos. Mas porque para ningunas de estas opiniones hay razon ni fundamento por donde se pueda afirmar mas lo uno que lo otro, es mejor dejarlo indeciso, y que cada uno tenga en esto lo que mas le cuadrare.
Capítulo XXXIII
De la genealogía de los indios pobladores de esta Nueva España
Cerca de la dependencia y orígen de los indios que poblaron esta Nueva España (segun la memoria que tenian en sus libros, que eran cinco, pintados por caractéres, de que abajo se hará mencion), comienzan á contar y tomar principio de sus generaciones, de un viejo anciano Iztacmixcohuatl, que residia en aquellas siete cuevas llamadas Chicomoztoc, de cuya mujer llamada Ilancuey, dicen que hubo seis hijos. Al primero llamaron Xelhua, al segundo Tenuch, al tercero Ulmecatl, al cuarto Xicalancatl, al quinto Mixtecatl, al sexto Otomitl. De estos proceden grandes generaciones, cuasi como se lee de los hijos de Noé. El primero, llamado Xelhua, dicen que pobló á Guacachula, y á Izocan, y Epatlan, Teopantlan, y despues á Tcohacan, Cozcatlan y Teutitlan, &c. Del segundo, llamado Tenuch, vinieron los que se dicen tenuchca, que son los puros mexicanos, llamados por otro nombre mexica. Del tercero y cuarto, llamados Ulmecatl y Xicalancatl, tambien descendieron muchas gentes y pueblos. Estos poblaron donde ahora está edificada la ciudad de los Ángeles, y en Totomihuacan. Y andando el tiempo tuvieron grandes guerras, y sus contrarios, que fueron muchos pueblos de aquella comarca, destruyeron á Uicilapa y á Cuetlaxcoapa, que eran á do ahora está la ciudad de los Ángeles y mucha parte de Totomihuacan. Los xicalancas fueron tambien poblando hácia Guazacualco, que es hácia la costa del norte, y adelante en la misma costa está hoy dia un pueblo que se dice Xicalanco, que solia ser de mucho trato, porque se juntaban muchos mercaderes de diversas partes y de lejos tierras que iban allí á contratar. Otro pueblo del mismo nombre hay en la provincia de Maxcalcinco, cerca del puerto de la Veracruz, que parece haberlo tambien poblado los xicalancas; y aunque están ambos en una misma costa, hay mucha distancia del uno al otro. Del quinto hijo Mixtecatl vienen los mixtecas, habitadores de aquel gran reino llamado Mixtecapan, que tiene cerca de ochenta leguas desde el primer pueblo que cae hácia la parte de México, llamado Acatlan, hasta el postrero que se dice Tututepec, que está á la costa del mar del sur. Del postrer hijo llamado Otomitl descienden los otomís, que es una de las mayores generaciones de la Nueva España, pues todo lo alto de las montañas al derredor de México está lleno de ellos, sin las provincias de Xilotepec y Tulla que eran su riñon, y en las mas provincias de la Nueva España los hay pocos ó muchos. El mismo viejo Iztacmixcohuatl, padre de los sobredichos, hubo de otra mujer llamada Chimalmatl, un hijo que se llamó Quetzalcoatl. Este salió hombre honesto y templado, comenzó á hacer penitencia de ayuno y disciplinas, y á predicar (segun se dice) la ley natural: y así enseñó por ejemplo y por palabra el ayuno, en esta tierra antes no usado, sino que desde este tiempo comenzaron algunos á ayunar, y despues se fué aumentando el uso del ayuno, que guardaban estos indios en su infidelidad con excesivo rigor. Este Quetzalcoatl no fué casado, antes dicen que vivió honesta y castamente. Él dicen que comenzó el sacrificio de sacar sangre de las orejas y de la lengua, no por servir al demonio (segun se entendia), mas por penitencia (aunque necia) contra el vicio del oir y hablar, y despues el demonio lo aplicó á su culto y servicio. Á este Quetzalcoatl tuvieron los indios de esta Nueva España por uno de los principales de sus dioses, y llamáronle dios del aire, y por todas partes le edificaron templos, y levantaron su estatua, y pintaron su figura. Mas es de saber, que no todos los indios de las provincias de esta Nueva España concuerdan en decir que este fué su orígen y dependencia, antes en diversos lugares se hallaron sobre esto diversas opiniones. Los de Tezcuco (que fueron de los mas antiguos y principales señores de esta tierra, llamados aculhuaques de la denominacion de toda su provincia dicha Aculhuacan) dicen que su dependencia fué de un valiente y valeroso capitan llamado Aculli, tan alto, que como otro Saul, sobrepujaba á todo el pueblo del hombro arriba, y así tomó el nombre del mismo hombro, porque aculli, quiere decir «hombro.» Los tlaxcaltecos, que tienen la mesma lengua nahual de México y Tezcuco (aunque mas tosca), dicen que sus antecesores vinieron de la parte del norueste, que es entre el poniente y septentrion, y de los pobladores que de aquella su tierra vinieron, tenian guardadas dos saetas como por reliquias, y en las guerras las tenian como los egipcios el vaso ó taza de Joseph, en el cual pensaban que estaba el arte de agorar. Así estos tlaxcaltecos tenian estas dos saetas por principal señal para saber si habian de vencer prosiguiendo la batalla, ó si debian retirarse afuera. Y era de esta suerte, que cuando entraban en ella, dos capitanes los mas principales las llevaban, cada uno la suya, para tirar con ellas á sus enemigos, y procuraban hasta la muerte de tornarlas á cobrar; y si con ellas herian, tenian por cierta señal que habian de vencer, y poníales mucho ánimo y esperanza de captivar muchos en la pelea. Mas si con aquellas saetas no herian á alguno ni sacaban sangre, lo mejor que podian se tornaban á retirar, porque tenian agüero que les habia de ir mal en aquella batalla.
Capítulo XXXIV
De los señores que reinaron en México, antes que los españoles viniesen
Ya queda arriba dicho cómo los chichimecos fueron los primeros que vinieron de otras partes á poblar en esta Nueva España, y tras ellos, al cabo (segun dicen) de treinta años, llegaron los de Culhua, que son los tezcucanos, y despues algun tiempo vinieron los mexicanos. Por donde parece llevar camino lo que un indio viejo de Tezcuco dijo al P. Fr. Toribio Motolinia, uno de los primeros doce, que inquiria de la venida de los indios que poblaron esta tierra, y concuerda con lo que el otro en el mesmo pueblo dijo al P. Olmos, y es que le dijo que todos vinieron de una misma parte, sino que como salieron con escuadrones, ó capitanías distinctas, unos se adelantaron mas que otros, y no vinieron como gente que caminaba para cierto y conocido lugar, sino con mucho espacio, deteniéndose número de años en algunas partes donde hallaban buen cómodo, aunque por no les contentar del todo, pasaron adelante hasta llegaral lugar y asiento donde agora está la ciudad de México, en el año (segun se cuenta) de nuestra redempcion de mil y trescientos y veinticuatro. Y este asiento les cuadró mucho por hallarlo abundante de cazas de aves y pescados y marisco con que se poder sustentar y aprovechar en sus granjerías entre los pueblos comarcanos, y por el reparo de las aguas con que no les pudiesen empecer sus vecinos. Y luego se hicieron fuertes en este sitio, tomando por muralla y cerca las aguas y emboscadas de la juncia y carrizales y matorrales de que estaba entonces poblada y llena toda la laguna, que no hallaron el agua descubierta sino en sola una encrucijada de agua limpia desocupada de los matorrales y carrizales, formada á manera de una aspa de S. Andrés. Y casi al medio de la encrucijada hallaron un peñasco, y encima de él un tunal grande florido, donde una águila caudal tenia su manida y pasto, porque aquel lugar estaba poblado de huesos y de muchas plumas de aves. Y por causa de aquel tunal dicen algunos que llamaron aquella poblacion Tenuchtitlan, que en nuestro castellano se interpreta «junto al tunal ó en el tunal producido sobre piedra.» Aunque tambien pudo ser (y aun lleva mas camino) que le pusiesen este nombre del primer señor que eligieron cuando poblaron en aquel sitio, que se llamó Tenuch, como de nuestra vieja España unos dicen que se llamó Iberia, del famoso rio Ebro llamado en latin Iber, y otros que se nombró así del rey que primeramente la pobló, llamado tambien Ibero. Por otro nombre llamaron á esta ciudad y poblacion México (segun algunos dicen), porque la mesma gente que la pobló se llamaban antes Meciti ó Mexiti, aunque podria ser tambien que la denominasen del mastuerzo silvestre, que lo llaman mexixin, y hay mucho por el campo en esta tierra Dicen que el ejército mexicano trajo por caudillos ó capitanes diez principales que los regian, y estos se llamaron Ocelopan, Quahpan, Acacitli, Auexotl, Tenuch, Tecineutl, Xomimitl, Xocoyol, Xiuhcaqui, Atototl. Entre estos eligieron, luego como hicieron su asiento, por rey y principal señor á Tenuch, que seria el hijo ó descendiente del viejo Iztacmixcohuatl, de quien ellos toman el principio y orígen de su genealogía, en cuyo tiempo (que fueron cincuenta y un años de su reinado) subjetaron por fuerza de armas, y hicieron sus vasallos y tributarios á dos pueblos sus comarcanos, que fueron Colhuacan y Tenayuca. En el año de mil y trescientos y setenta y cinco, sucedió en el señorío Acamapichtli, en cuyo reinado se conquistaron cuatro pueblos nombrados Cuernavaca, Mizquic, Cuitlahuaca y Xuchimilco. Tuvo este señor por grandeza muchas mujeres, y de ellas hubo muchos hijos, que fué causa de haber muchos caciques y capitanes de la casa real, belicosos en guerras. Segun otros dicen, este Acamapichtli tuvo el padre de su mismo nombre que reinó algunos años entre él y Tenuch, y parece lo mas cierto, porque dar á Tenuch cincuenta y un años de reinado, es mucho tiempo. Y cuéntanlo de esta manera: que reinando el dicho Acamapichtli primero de este nombre, se levantó un tirano que lo mató á traicion, y tambien quiso matar al hijo que era del mismo nombre, sino que su madre ó la ama que lo crió lo escapó de noche, metiéndose con él en una canoa ó barco, y llevólo á Coatlichan, cuasi como se escribe de Josaba, que cuando la cruel Athalía por reinar mató á todos los que eran de la sangre real, escondió á Joas, heredero hijo del rey muerto, que despues reinó en Jerusalem, sobrino de la misma Josaba. Así acaeció del Acamapichtli segundo de este nombre, que siendo niño fué escapado de las manos del tirano, y se crió algunos años en Coatlichan, y despues que era grande fué llevado á México, y reconocido por los mexicanos, le dieron el señorío, y tuvo mejor dicha que su padre, porque en su tiempo fué muy ennoblecida la ciudad de México.
Capítulo XXXV
En que se prosigue la materia de los señores que reinaron en México
En el año de mil y trescientos y noventa y seis sucedió á Acamapichtli en el señorío, un su hijo llamado Huitzilihuitzin. Este amplió mucho el señorío mexicano, porque en su tiempo conquistó ocho pueblos ó provincias, que fueron Tultitlan, Cuauhtitlan, Chalco, Tullancingo, Xaltocan, Otumba, Tezcuco, Aculma, y tambien siguiendo el estilo de su padre, tuvo muchas mujeres y hijos. En el año de mil y cuatrocientos y diez y siete, muerto Huitzilihuitzin sucedió en el reino Chimalpopocatzin, hijo suyo, segun algunos, y segun otros, hermano. Este reinó solos diez años, porque le atajaron la vida y lo mataron los de Culhua que eran sus contrarios. Y tambien mataron con él al señor que entonces era de Culhuacan, por ser del linaje de los señores mexicanos, que lo habian ellos puesto de su mano cuando conquistaron á Culhuacan. Y esto no fué en guerra, sino que los tomaron desapercebidos. Este ganó á Tequixquiac, y conquistó segunda vez á Chalco, que se habia rebelado. En el año de mil y cuatrocientos y veintisiete sucedió en el señorío Izcoatzin, hermano de Chimalpopocatzin y hijo de Acamapichtli. Y segun esto, todos tres los que reinaron tras él eran sus hijos, porque era la costumbre de estos indios, que muerto el señor, sucedíanle los hermanos (si los tenia), y á los tios sucedia despues, el hijo del mayor hermano, aunque en algunas partes sucedia el hijo al padre. Mas lo de los hermanos era lo mas comun. Este Izcoatzin fué valiente por su persona y venturoso en armas, subjetó al señorío de México muchos pueblos y provincias, y entre ellas á Tacuba, Azcapuzalco, Cuyoacan, y en ellas edificó muchos templos, y amplió los de México como hombre devoto en las cosas de su religion. Tuvo tambien muchas mujeres y hijos, y murió al cabo de trece años de su reinado. En el año de mil y cuatrocientos y cuarenta, sucedió en el señorío Moteczuma el viejo, llamado así: huehue Moteczuma, que quiere decir «viejo,» nieto de Acamapichtli, hijo de Huitzilihuitzin: fué belicoso en armas y conquistó treinta y tres pueblos. Muerto Moteczuma el viejo, sin hijos varones, heredó el reino una su hija que estaba casada con un muy cercano pariente suyo, llamado Tezozomotli, y de él hubo tres hijos, el primero llamado Axayacatzin, padre de Moteczuma el mozo. El segundo, Tizocicatzin. El tercero, Ahuizotzin, que todos tres reinaron sucesivamente uno tras otro. En el año de mil y cuatrocientos y sesenta y nueve entró en el señorío el primero de estos hermanos, dicho Axayacatzin. Este conquistó treinta y siete pueblos, y entre ellos al Tlatelulco, su convecino, siendo señor de él Moquihuix, hombre poderoso: y por ser bullicioso, dando ocasion al señor de México de trabar guerra con él, hubo entre ellos grandes batallas en que el Moquihuix, yendo huyendo de vencida, se retrujo á un templo, y porque un sacerdote se lo reputó á cobardía, se despeñó de despecho de un pináculo alto, de que murió. El señor de México consiguió la victoria, y desde entonces fueron los de Tlatelulco vasallos del señor de México, pagándole sus tributos. Fué Axayacatzin valentísimo en armas, y vicioso en mujeres, y así tuvo muchos hijos. Fué soberbio, y por ende temido y no amado de sus vasallos. Aprobó y guardó las leyes de Hue hue Moteczuma, y el discurso de su señorío fueron doce años. En el año de mil y cuatrocientos y ochenta y dos, sucedió en el señorío Tizocicatzin, hermano de su antecesor. Conquistó durante su señorío catorce pueblos. Fué por extremo valiente y bellicoso en guerras, y antes que sucediese en el señorío, hizo en armas cosas señaladas, por donde alcanzó título y estado de Tlacatecatl, habiendo sido capitan general de los ejércitos mexicanos, que fué medio propincuo para conseguir el señorío de México. Porque era punto y escalon el de Tlacatecatl para en vacando el señorío suceder en él, como tambien lo fué en sus antecesores, porque sin preceder semejantes méritos, no podian subir al señorío. Tuvo por estado, tener muchas mujeres, en las cuales hubo muchos hijos; fué hombre grave en su gobierno, temido y acatado. Era de buen natural, inclinado á cosas virtuosas, y buen republicano. Mandó enteramente guardar las leyes de sus antecesores, y fué celoso de hacer castigar los malos vicios, y con esto tuvo bien regida su república y vasallos todo el discurso de su señorío, que fueron cinco años. En el año de mil y cuatrocientos y ochenta y seis, sucedió en el señorío el último de los tres hermanos, llamado Ahuizotzin, hombre valeroso y gran guerrero, por donde alcanzó el título de Tlacatecatl, que es como gran capitan, y tras él el señorío supremo, y en su tiempo conquistó cuarenta y cinco pueblos. Fué virtuoso y celoso de la guarda de las leyes de sus antecesores. Vino á encumbrarse en gran majestad, porque tenia la mayor parte de la Nueva España debajo de su señorío, que le reconocian vasallaje y pagaban tributos, mediante los cuales vino su estado á tanta cumbre y alteza: ca como poderoso y magnánimo hacia grandes mercedes y franquezas á los suyos. Fué de templada y benigna condicion, por lo cual sus vasallos y capitanes lo amaban grandemente, y le acataban con gran reverencia. Y por ser él muy alegre de condicion, y aficionado á música, por darle contento le festejaban cuotidianamente con diversas músicas y otros pasatiempos sin vacar las noches. Tuvo por autoridad de su estado y grandeza muchas mujeres, y de ellas muchos hijos. Reinó diez y seis años, al cabo de los cuales murió de muerte natural.
Capítulo XXXVI
Del último señor que tuvieron los mexicanos de su nacion
En el año de mil y quinientos y dos, sucedió en el señorío Moteczuma el segundo de este nombre, hijo de Axayacatzin, en la cual sazon estaba ya el señorío de México en gran potestad, y él por su mucha y demasiada gravedad y severidad lo engrandeció en grado supremo. Y antes de lo alcanzar tuvo méritos de Tlacatecatl, como capitan que fué valentísimo, mediante lo cual y sus buenas habilidades vino á señorearse de cuasi toda la Nueva España, y ser como emperador en ella, teniendo reyes y muchos grandes señores por vasallos y tributarios. Y como hombre sabio, y astuto, y entendido en las artes de astrología y nigromancia (segun ellos las alcanzaban), fué muy temido de los suyos; tanto, que cuando le hablaban, por el mucho temor que le tenian, no le osaban mirar á la cara, teniendo la cabeza inclinada y los ojos en el suelo, por la gran majestad que les representaba, y por el trono en que le vian puesto. Fué algo cruel, aunque buen republicano. Y no solo aprobó y guardó las leyes y fueros de sus antecesores, mas aun añadió otras que le pareció faltaban. Y para la guarda de ellas puso grandes y graves penas, y fué irremisible en la ejecucion de ellas. Dió principio y órden de poner jueces ordinarios y supremos como alcaldes, de los cuales, por via de agravio, apelaban para su consejo: y en él tenia sus oidores, hombres de buen gobierno y prudentes, y para ellos diputada su sala en su propio palacio. Tenia otra sala de consejo de guerra donde se determinaban las cosas de la milicia, y se proveian capitanes para sus ejércitos en las conquistas que hacia. Y de estas salas habia suplicacion para la misma persona real de cosas calificadas; pero todas ellas se determinaban en muy breve tiempo. Por su mucha majestad tuvo muchas casas y grandes, llenas de mujeres, hijas de señores; y las mas de las que así eran señoras tuvo por legítimas mujeres, segun sus ritos y ceremonias, y de ellas tuvo muchos hijos; pero los mas respetados fueron los legítimos. Proveyó Moteczuma en cada pueblo de las provincias á él subjetas, gobernadores y calpixques que servian como corregidores y justicias, y los gobernadores predominaban á los demas; y todos ellos eran hombres principales mexicanos, y segun sus méritos mas ó menos, se les daban los cargos; y tenian por oficio el mantener justicia á los tales pueblos, y cobrar los tributos reales, y hacer guarda para que no se rebelasen. Durante el señorío de este Moteczuma, conquistaron los mexicanos cuarenta y cuatro pueblos. A los diez y seis años de su señorío tuvo nueva, por via de ciertos españoles que aportaron á la costa, de cómo los navíos en que venia Hernando Cortés habian de ser allí dentro de tantos meses, en lo cual los mexicanos tuvieron cuenta y aviso, y así se cumplió. Y á los diez y siete años de su señorío llegó el marqués que despues fué del Valle, con su gente á la ciudad de México; y otro año siguiente, que fué á los diez y ocho del dicho señorío, murió, siendo de edad de cincuenta y tres años; porque al tiempo que sucedió en el señorío, tenia treinta y cinco; y luego el año siguiente, despues de su muerte, se ganó y conquistó la ciudad de México por el dicho Hernando Cortés. Y porque de las grandezas y majestad del Moteczuma está mucho escripto por otros autores (á los cuales me remito), basta lo aquí referido de su reinado y persona.
Capítulo XXXVII
De la costumbre y ceremonias que estas indios tenian y guardaban en las elecciones de los señores
Aunque los señores entre los indios de esta Nueva España venian á heredarse por línea recta, con todo eso, para saber el hijo que habia de heredar, tenian muchos respetos. Lo primero se miraba si el señor que moria tenia hijo de mujer procedida de la casa real de México, como infanta (digamos) de México, ó yerno infante de la dicha casa, ó de Tezcuco en las provincias de Tezcuco subjetas, y á aquel hacian señor, aunque oviese otros primeros hijos habidos en otras mujeres. Y así fué en Tezcuco pocos años antes que viniesen los españoles; que muerto el señor llamado Nezahualcoyotzin no le heredó hermano ninguno, ni el hijo primero, aunque los tenia, mas heredó Nezahualpiltzintli, porque era hijo de la mujer señora mexicana. Lo mismo fué cuando murió Nezahualpiltzintli, que no le heredó hermano de muchos que tenia, ni los primeros hijos, aunque eran habidos en señoras principales y legítimas mujeres recebidas con afecto matrimonial (si mujeres legítimas se pueden decir las de su infidelidad), mas heredó el hijo de la señora mexicana. Y si en Tezcuco esto tenia lugar, mucho mas en los otros señoríos que reconocian mayor vasallaje. Demas de esto, tenian respeto entre los hijos (viendo que el primero no era tan idóneo para elegirlo) á aquel que en las guerras se habla mostrado animoso, y a este elegian. Y en tanto grado tenian á esto respeto, que si acaso por no haber otro de tales prendas elegian al que en las guerras no habia hecho por su persona en que se mostrase esforzado, carecia en su traje de muchas joyas y ropas que se daban á los señores, respecto de sus hazañas y valentía. Tambien acontecia tomar por señor al hijo que el señor viejo mas amaba, y él mismo en vida nombraba, diciendo á sus caballeros que á tal hijo levantasen y tuviesen por señor. Finalmente, si eleccion se puede llamar la que estos indios tenian, era entre los hijos y hermanos del señor difuncto, de suerte que si habia hijo de quien el pueblo tenia satisfaccion, á aquel elegian; mas si era mochacho, ó no suficiente para el gobierno, entraba á gobernar el tio hermano de su padre. Si algun hijo del señor (aunque fuese el mayor y mas principal) antes de tiempo mostraba ambicion por el señorío, y andaba sobornando á los principales para que á él y no á otro eligiesen (como lo hizo Absalon por haber ol reino de Israel), por el mismo caso era privado del señorío ó accion que á él tenia. Y lo mismo si antes de tiempo se ataviaba vanamente y no andaba humilde. No querian ver que el mayorazgo dende mochacho ó mozo fuese muy entremetido y mandoncillo, ni menos tuviese otros siniestros, sino que fuese humilde y de virtuosa inclinacion. Si algun señor de los subjetos al rey cometia algun grande delicto, así como traicion, moria por ello, y no le heredaban sus hijos, sino algun hermano como menos participante del delicto, y al hijo del delincuente, que era el que habia de heredar, hacíanlo gobernador, ó dábanle otro de los principales oficios del señorío. El modo que tenian y ceremonias que guardaban en la eleccion de los señores, era que cuando en México ó Tezcuco habian de levantar señor nuevo, despues de sepultado el viejo con las ceremonias que abajo se dirán, si era en México luego lo hacian saber a los señores de Tezcuco y Tlacuba, que eran como reyes entre todos los demas de la tierra, y tambien lo hacian saber á los otros señores de las provincias á México subjetas, y venian con sus presentes para los dar al que habia de ser electo en señor. Visto y determinado cuál era á quien el señorío pertenecia, era llevado al templo del ídolo principal que era llamado Uizilopuztli, y iban callando sin instrumento alguno: y llegados al patio, y puesto el señor ante las gradas del templo, subíanlo de brazo dos caballeros de la ciudad, y iba desnudo con solos los paños de la puridad como ellos los usaban, y delante de él iban los señores de Tezcuco y Tlacuba. El sacerdote mayor con otros ministros estaban arriba en lo alto, y allí le tenian aparejadas las insignias reales que le habian de poner y de nuevo vestir. Y los que lo guiaban iban vestidos de las insignias de sus dictados. Llegados arriba hacian su acatamiento al ídolo, y en señal de reverencia ponian el dedo en tierra y despues lo llegaban á la cabeza. Lo primero que el gran sacerdote hacia era teñir de negro todo el cuerpo del señor con tinta muy negra, y tenia hecho un hisopo de ramas de cedro y de sauce y de hojas de caña, y puesto el señor de rodillas rociábalo cuatro veces con agua que tenian en un vaso de agua bendita (ó maldita), saludándolo con breves palabras, y luego le vestia una manta pintada de cabezas y huesos de muertos, y encima de la cabeza le ponia dos mantas, la una negra y la otra azul de la misma pintura. Tras esto le colgaban del pescuezo unas correas coloradas largas, y de los cabos de las correas colgaban ciertas insignias, y á las espaldas colgaban una calabacita llena de unos polvos que decian tener virtud para que no llegase á él ni le empeciese enfermedad alguna: y tambien para que ningun demonio ni cosa mala le engañase. Tenian por demonios unas personas malas que eran entre ellos como encantadores y hechiceros. En el brazo le ponian una taleguilla á modo de manípulo con incienso, y dábanle un braserito á manera de incensario con brasas, y allí echaba del incienso, y con todo acatamiento y reverencia iba á incensar el ídolo. Acabadas estas ceremonias, y asentándose el gran sacerdote, le hacia un razonamiento, diciéndole que mirase cómo sus caballeros y vasallos lo hablan honrado, haciéndolo su señor y caudillo, que les fuese grato tractándolos como á hijos, y tuviese mucho cuidado de ellos en que no fuesen agraviados, ni los menores maltratados de los mayores, de suerte que todos entendiesen que les era verdadero padre, y como tal los amparaba y mantenia en toda justicia, porque en él solo tenian puestos los ojos. Y entre las demas cosas le encargaba tuviese mucho cuidado de las cosas de la guerra, y en el servicio y sacrificios de los dioses, porque en ello y en todo lo demas les fuesen propicios, y que castigase con todo rigor á los malos y delincuentes. Acabada aquella plática, el señor otorgaba todo aquello, diciendo que así lo cumpliria, y daba gracias al sacerdote por sus saludables amonestaciones; y luego le bajaban abajo, donde los otros señores estaban esperando para darle la obediencia, y en señal de reconocimiento, despues de hecho su acatamiento, presentábanle algunas joyas ó mantas semejantes á las que arriba le habian puesto. Desde las gradas del templo íbanle acompañando hasta una sala y aposento que estaba dentro del patio, y allí tenia su asiento llamado tlacateco, y no salia del patio por cuatro dias, en los cuales daba gracias á los dioses, y hacia penitencia, y ayunaba comiendo una sola vez al dia, aunque comia carne y los demas manjares de señor. En aquellos cuatro dias, una vez en cada uno y otra á la noche, se bañaba en una alberca que para esto estaba á las espaldas del principal templo, y allí se sacrificaba sacando sangre de sus orejas, y ponia encienso, y esto mismo hacia delante de los ídolos, poniéndoles su ofrenda. Los cuatro dias acabados, venian todos los señores al templo, y hecho su acatamiento á los ídolos, llevaban al señor con mucho aparato y regocijo, y hacian gran fiesta. De allí adelante hacia y mandaba como señor, y era tan obedecido y temido, que apenas osaban levantar los ojos para le acatar y mirar en el rostro, si no era habiendo él placer con algunos señores ó privados suyos. Los señores de las provincias ó pueblos que inmediatamente eran subjetos á México, iban luego allí á ser confirmados en sus señoríos, despues que los principales de sus provincias los habian elegido. Y con algunos señores hacian las mismas ceremonias que están dichas, á unos en lo alto del templo, y á otros en lo bajo. En los pueblos y provincias que inmediatamente eran subjetas á Tezcuco y á Tlacuba tenian recurso por la confirmacion á sus señores; que en esto y otras cosas estos dos señores no reconocian superior. Pero cuando alguno de estos dos moria, luego lo hacian saber al señor de México y le daban noticia de la eleccion, y era tambien suya la confirmacion.
Capítulo XXXVIII
De las ceremonias, penitencia y gastos que hacia el que en las provincias de Tlaxala, Huexotzingo, Cholula, era promovido al dictado de Tecutli
La dignidad ó dictado de Tecutli era entre estos indios como la de caballero, que por sus méritos alcanza de los reyes esta nobleza, y se hace persona digna de mas respeto y exencion de lo que eran sus pasados. Esto usaban mucho pretender y alcanzar los que podian en las provincias (principalmente) de Tlaxcala, Huexotzingo y Cholula, porque era la mayor que entre ellos habia. Y así les costaba excesivo trabajo y gasto, como aquí se dirá. Porque (cuanto á lo primero), los padres del mancebo que esto pretendia, por espacio de dos ó tres años, ó mas, allegaban mucha ropa y muchas joyas, como hacen en nuestra España las personas ricas que allegan mucho ajuar para casar alguna hija honradamente. Llegado el tiempo que el mancebo habia de recebir la dignidad de Tecutli, elegian dia de buen signo, y llamaban á todos los señores y principales, y parientes y amigos, y acompañaban al mancebo hasta la casa del principal demonio, que llamaban Camaxtli, y entrados en el patio subian al mancebo á lo alto del templo, el cual habiendo hecho acatamiento á los ídolos, y puesto de rodillas, venia el sacerdote mayor del templo, y con una uña de águila y un hueso de tigre delgado como punzon, horadábale encima de las ventanas de la nariz, y en cada parte le hacia un pequeño agujero, y allí le ponia unas pedrezuelas de azabache negro, hasta que acabase su penitencia, porque despues servian aquellos agujeros para poner en ellos unas pedrezuelas de turquesa ó esmeralda, ó unos granos de oro no mayores que cabezas de alfileres gordos, porque no eran mayores los agujeros, y en aquello conocian todos que era Tecutli. El horadarle con una de águila y con hueso de tigre significaba que los que, tal ditado recebian habian de ser en las guerras muy ligeros como águilas, para seguir y alcanzar los enemigos, y fuertes y animosos para pelear, como tigres y leones. Y por eso llamabán á los hombres de guerra, Quauhtliocelotl, que quiere decir «águila y tigre.» Luego daban vejámen al nuevo caballero que se ensayaba, vituperándolo y diciéndole denuestos, y no solo de palabra lo injuriaban, mas tambien lo repelaban y empujaban para lo probar de paciencia, y para que como entonces que era nuevo sufria aquello pacientemente, no hiciese menos despues de señor. De las mantas le tiraban tambien, y se las quitaban hasta dejarlo con solos los pañetes que entonces usaban, con que cubrian sus vergüenzas. Y así el nuevo caballero, desnudo, se iba á una de las salas ó aposentos de los que servian al demonio, llamado tlamacazcalco, para comenzar allí su penitencia, que le duraba á lo menos un año, porque algunos hacian dos años de penitencia. El modo de hacerla era que humillado de la manera que se ha dicho se asentaba en el suelo, hasta la noche que le traian una estera y un asiento bajo con otro á las espaldas para se arrimar, y traíanle otras mantas simples con que se cubriese. Toda la otra gente se sentaba á comer con regocijo, y en comiendo se iban de allí, quedándose el nuevo señor haciendo su penitencia. Á la noche le daban un braserito pequeño á manera de incensario, con dos maneras de encienso, para con ello incensar al demonio. Dábanle tambien cierta tinta con que se paraba todo negro, y poníanle delante puas de maguey para se sacrificar y ofrecer su sangre. Quedaban con él dos ó tres hombres diestros en la guerra, que llamaban yaotequihuaque, como maestros para enseñarle las ceremonias, ayudándole á hacer penitencia. Los cuatro dias primeros no le dejaban dormir, salvo que sentado dormia algun ratillo; mas todo el otro tiempo tenia delante sí un despertador, que con unas puas de maguey como punzones, en viendo que se iba á dormir, le punzaba por las piernas ó por los brazos hasta le sacar sangre. Decíanle: «despierta, que has develar y tener cuidado de tus vasallos. No tomas cargo para dormir, sino para velar, y para que huya el sueño de tus ojos, y mires por los que están á tu cargo.» Á la media noche iba á incensar á los ídolos, y sacrificábase ofreciéndoles su sangre. Luego daba una vuelta á la redonda del templo y cavaba delante las gradas, que era al poniente, y despues al mediodía, y al oriente y septentrion, y enterraba allí papel y copal ó ánime, que es el encienso de esta tierra, con otras cosas que tenian de costumbre de enterrar allí. Sobre ello echaba su sangre, sacrificándose en una parte de aquellas de la lengua, en otra de las orejas, en otra de los brazos, y finalmente en otra de las piernas. Á la mañana y al mediodia y al anochecer iba á hacer oracion y á incensar los ídolos, y ante ellos se sacrificaba. Sola una vez le daban de comer á la media noche, y poníanle delante cuatro bollitos de su pan de maiz, tamaño cada uno como una nuez o poco mas, que apenas habia en ellos cuatro bocados, y una copita muy chica de agua que tendria dos sorbos, y de esto comian comunmente la mitad. Otros se esforzaban en los cuatro dias á no gustar nada, y acabados los cuatro dias pedia licencia al gran sacerdote, y iba á acabar su ayuno á los templos de su parroquia, que á su casa no podia ir. Y aunque fuese casado no tenia conversacion con su mujer ni con otra, mientras duraba el tiempo de su penitencia.
Capítulo XXXIX
En que se prosigue la materia del capítulo pasado
Cuando se iba acabando el año de la penitencia, sus padres del nuevo caballero (si los tenia), ó sus parientes y mayordomo aparejaban las cosas necesarias, que no eran pocas. Ponian por memoria los señores que habian de ser convidados, y los principales y menos principales, amigos y parientes. Y segun el número, dentro de casa en unas salas ponian todo lo que habian de dar á cada persona por su parte. Miraban la ropa que tenian, el cacao y gallinas y todo lo demas que habian menester; y si lo que tenian no llegaba á la copia necesaria, deteníase el penitente dos ó tres meses mas, ó medio año. Y cuando todo estaba puesto á punto, señalaban el dia de la fiesta, y miraban que aquel dia fuese de buen signo, y tenian por mal signo el que (segun su cuenta) caia en pares, como cuatro, seis, ocho, y por bueno el de nones. Y á esta causa, porque siempre contaban sobre el número del dia en que habia nacido, si habia nacido en dia de pares, para la fiesta buscaban casa de nones, porque pares y nones siempre son nones. Y por el contrario, si habia nacido en dia ó casa de nones elegian dia de pares, porque todos juntos fuesen nones. Elegido, pues, el dia, iban á convidar á los señores comarcanos) como á los amigos y deudos. El mensajero que iba á convidar á un señor tenia siempre á su cargo de venir delante de él, y de lo aposentar y proveer de todo lo necesario. Si algun señor de los convidados estaba enfermo, ó muy impedido que no podia venir, enviaba en su lugar una de las principales personas de su provincia, y con él venian otros muchos tambien principales, y ponian la silla del señor ausente y par de ella al que venia en su lugar, y delante del asiento de cada uno ponian todos sus presentes y su comida. Y allí hacian todas las ceremonias y acatamiento que hicieran al señor, si presente estuviera. Este mismo estilo se guardaba en las otras fiestas. Lle gado el dia, y congregados todos los señores y principales, y copia innumerable de gente popular, luego por la mañana se lavaba y bañaba el mancebo, y llevábanlo con mucho regocijo de bailes y cantos al templo principal del demonio, donde habia ayunado los primeros cuatro dias; y subidas las gradas del templo, que no eran pocas, y hecho acatamiento á los ídolos, desnudábanle la ropa simple que llevaba, y atábanle los cabellos con una correa colorada, y de esta correa colgaban á los lados unos plumajes ó penachuelos. Dábanle luego una manta buena con que se cubriese, y encima de ella echábanle otra manta rica con las insignias de su nueva caballería. En la mano izquierda le daban un arco, y en la derecha le ponian unas saetas, y hacíanle allí una plática, encomendándole que fuese bueno, y que velase sobre la guarda y buen tratamiento de sus vasallos, cuasi como la del capítulo pasado. Entonces le daban el título de su señorío, llamándolo Xicotencatltecutli, ó Maxixcazintecutli, ó Chichimecatecutli, &c. Luego lo bajaban acompañándolo, y abajo,en el patio comenzaban sus bailes y cantos conforme á la fiesta. Bailaban los de la provincia, y los otros señores forasteros que fueran convidados estaban sentados cada uno en su lugar mirando la fiesta. Llegada la hora de comer, venian con sus presentes muchos servidores unos tras otros en renglera, y tras ellos la comida. Ponian delante de cada señor un toldo muy grande, y este era de buena labor, y cuasi tenia uno harto que llevarlo á cuestas, y valia dos esclavos, y encima de él ponian otro toldo menor y su manta y pañetes, y dábanle otra manta rica, y esta luego se la cubria.Dábanle sus cutaras ó sandalias labradas como de señor, y un plumaje y orejeras con su bezote, y estas, ó eran de piedra de precio, ó de plata, ó de oro. Unos hacian esta fiesta mas cumplidamente que otros. Áotros señores menos principales daban menos, yno tan buena ropa. Á los que venian acompañando á los señores, á cada uno daban segun la calidad de su persona. A los principales ministros del templo daban como á señores, y á los otros á cada uno segun su dignidad. El dia siguiente repartian ropas de mantas y pañetes que llamaban maxtlatl, por los criados y paniaguados, y por los oficiales mecánicos, como plateros, pedreros y carpinteros. Ponian delante de cada señor mucha comida, y era tanta, que de solas gallinas, unos gastaban mil y doscientas, y otros mil y seiscientas, y estas todas eran gallinas de la tierra, que son como pavas. Entre estas habia muchos gallos de papada, sin muchas codornices, conejos, liebres, venados y muchos perrillos de la tierra pequeños, que los tenian capados y cebados, como nosotros gordos cabritos. Para estas fiestas buscaban cuantas cosas de caza podian haber por los campos y por los montes, hasta culebras y víboras de las grandes, que los cazadores cuando las buscan atan á los dedos del pié cierta yerba, que en oliéndola la víbora luego sale huyendo, y échale de la misma yerba y atordécela, y queda como beoda, de suerte que la toma sin peligro con la mano, y sacándoles los dientes y colmillos échanlas en un cántaro y llévanlas vivas. Comian las víboras los viejos cortada la cabeza y la cola. Y así dice Plinio en el libro séptimo, que en la India comen la carne de la víbora; y Dioscórides en el libro segundo dice que la víbora se puede comer seguramente, y que es provechosa para la vista y para los nervios, y hase de (como dicho es) la cabeza y la cola, y desollada cocerla en aceite ó en vino. Estos no la cocian en aceite, que no lo tenian, pero bebian no poco de su vino, y allá adentro hervia y cocia, y hallábanlas de mucho provecho. Amasaban y cocian mucho pan, y de muchas maneras. Pues de su vino no era la cosa que menos se gastaba. Más vasijas y tinajas eran menester, que hay en un gran mercado de Zamora. Habia mucho cacao molido, que era su bebida; ají, ó pimiento, que es la comun especia de todos sus manjares; infinidad de piñas, y sartales de rosas y flores, y cañutos de perfumes. No se contentaban con la fruta de su tierra, mas traian otras muchas de la tierracaliente, y lo mismo era de las rosas y flores. De todas estas cosas se gastaba en mucha cantidad, y la comida alcanzaba á pobres y á ricos. Más se gastaba en una fiesta de estas, que se gasta cuando uno por exámen se gradúa de doctor ó maestro en medicina, cánones ó teología. Estos, aunque envueltos en errores, trabajaban de disponerse y aparejarse para recebir sus oficios y dictados, haciendo mucha penitencia, y sufriendo grandes trabajos sin ningun merecimiento, porque lesfaltaba la lumbre de la fe y el conocimiento y caridad de Dios, y se ejercitaban en las virtudes, así de la obediencia y humildad, como de la paciencia y pobreza. ¿Pues cuánta mas razon seria (para confusion nuestra lo digo) que los cristianos que han de recebir temporales oficios y cargos de república, y principalmente los que son promovidos á las dignidades espirituales se dispusiesen y aparejasen para las recebir dignamente, para que en ellas sirviesen á Dios y alcanzasen corona eterna? Pero vemos que por nuestros pecados, el aparejo y medio para alcanzar las tales dignidades, es ambicion, sobornos, favores y dádivas, y pluguiese á Dios que muchas veces no interviniese simonía. Y así en lugar de virtudes, entran en ellas muchos cargados de vicios y pasiones, y cuales son las elecciones, promociones y confirmaciones de los oficios, tales son las ejecuciones de ellos. Y de aquí es que por los malos prelados, castiga Dios á ellos y al pueblo. Los que tenian el dictado de Tecutli, tenian muchas preeminencias, y entre ellas era que en los concilios y ayuntamientos sus votos eran principales. Y en las fiestas hacian mas cuenta de ellos, así en los lugares y asientos, como en los presentes que se daban y repartian como propinas. Y podian traer tras sí adonde quiera que iban una silleta ó asiento bajo, de palo cavado, muy liviano, de cuatro piés, todo de una pieza, muy bien labrado y pintado, que aun el dia de hoy lo usan muchos.
Capítulo XL
De las ceremonias con que enterraban á los señores, y á los que no lo eran, en esta Nueva España
Cuando algun señor moria, luego lo hacian saber a los pueblos comarcanos y á los señores principales, y á los otros señores de las provincias con quien el señor difunto tenia parentesco y amistad. Y tambien les hacian saber el dia del entierro, que era el cuarto, cuando ya no lo podian sufrir por el mal olor. Hasta entonces lo tenian en su palacio puesto sobre unas esteras, y allí lo velaban. Venidos los señores y los demas principales al enterramiento, para honrar al señor defuncto, traian plumajes, mantas, y rodelas labradas de pluma, y algunos esclavos para matar delante del defuncto, y traian tambien sus banderas pequeñas. Ayuntados todos, componian el cuerpo muerto, y envolviéndolo en quince ó veinte mantas ricas tejidas de labores, metíanle en la boca una piedra fina de esmeralda, y aquella decian que le ponian por corazon. Y así ponian en los pechos de los ídolos unas piedras finas que decian ser sus corazones, como si á los muertos y á las estatuas ovieran de dar aquellas piedras algu na vida. Primero que envolviesen al defuncto, le cortaban una guedeja de cabellos de lo alto de la coronilla, en los cuales decian que quedaba la memoria de su ánima y el dia de su nacimiento y muerte. Aquellos cabellos y otros que le habian cortado cuando nació, y se los tenian guardados, poníanlos en una caja pintada por de dentro de figuras del demonio; y amortajado y cubierto el rostro, poníanle encima una máscara pintada, y allí luego mataban un esclavo. Adornaban al defuncto con las insignias del demonio que tenian por principal en su pueblo, en cuyo templo ó patio se habia de enterrar. Todas sus mujeres y parientes y amigos y señores que allí se hallaban, al tiempo que lo llevaban á enterrar lo iban llorando. Algunos otros iban cantando; mas en este acto no tañian atabales, aunque tienen siempre de costumbre no cantar sin tañer juntamente atabales. Llegados con el defuncto á la puerta del patio adonde estaba el templo, salia el mayor alfaquí con los otros ministros á lo recebir, y puesto delante del principal templo en lo bajo, así como estaba adornado con muchas joyas de oro y plata y piedras preciosas, quemábanlo con tea, y revuelto copal ó ánime, que es su encienso. Aquel primer esclavo que sacrificaron en su casa era uno que el señor defuncto habia tenido con oficio y cargo de poner lumbre y encienso en los altares y oratorios que el señor tenia en su casa. Á aquel mataban para que estuviese con su amo en el infierno, y allá sirviese del mismo oficio. En aquel tiempo que estaban quemando el cuerpo del defuncto, en el mismo patio sacrificaban por su alma ciento ó doscientos esclavos, segun mayor o menor señor era el defuncto: y matábanlos abriéndolos por los pechos con un cuchillo ó navajon de pedernal, y sacábanles de presto los corazones calientes ofreciéndolos al demonio, y daban con los cuerpos donde el señor ardia, no junto á él sino por su parte. Estos esclavos eran parte de los que sus deudos ó amigos habian traido ofrecidos para su enterramiento, y parte de los que el mismo defuncto tenia en su casa y servicio, hombres ymujeres, enanos, corcobados y contrahechos, de que los tales señores se solian servir. Morian allí todos, y decian que iban al otro mundo á tenerle palacio y servir, como acá lo habian hecho. Iban vestidos de sus mantas nuevas y llevaban otras de remuda para el frio, pareciéndoles que en el infierno lo hacia muy grande, por no lo calentar el sol. Allí en el patio y en su casa, antes que lo sacasen, ponian mucha comida y rosas (segun algunos), como en señal que en el otro mundo tambien las tendria. Aunque otros indios decian que no lo hacian por esto, ni tal creian que allá las oviesen de tener, sino porque era costumbre de enterrar así á los señores. Y esto parece que se confirma con que muchas veces en sus regocijos solian decir: «Cantemos y holguemos, que despues de muertos en el infierno lloraremos.» Para que guiase y adiestrase al defuncto en el camino que llevaba, mataban un perro flechándolo con una saeta por el pescuezo; y muerto, poníanselo delante, y decian que aquel perro lo guiaba y pasaba por todos los malos pasos, así de agua como de barrancas, y tenian que no llevando perro no podria pasar muchos malos pasos que allá habia. Otro dia siguiente cogian la ceniza del muerto, y si habia quedado algun huesezuelo, poníanlo todo con los cabellos en la caja, y buscaban la piedra que le habian puesto por corazon y tambien la guardaban allí. Encima de aquella caja hacian una imágen de palo que representaba al señor defuncto, y componíanla, y ante ella hacian sus sufragios, así las mujeres del muerto como los parientes, y cuando hacian esta ceremonia, decian: quitonaltiaya. Cuatro dias le hacian de honras, llevando ofrenda donde lo habian quemado, y tambien ante la caja adonde estaban los cabellos con lo demas, y á algunos les llevaban dos veces al dia la ofrenda. Al cuarto dia, cuando acababan las principales honras del entierro, mataban otros diez ó quince esclavos, porque decian que en aquel tiempo de los cuatro dias iba camino el ánima, y tenia necesidad de socorro. Á los veinte dias sacrificaban cuatro ó cinco esclavos, y á los cuarenta mataban otros dos ó tres, á los sesenta uno ó dos, y á los ochenta mataban diez ó mas ó menos, segun la calidad del señor. Este era como cabo de año, y de allí adelante no mataban mas. Empero cada un año hacian memoria ante la caja; y entonces sacrificaban codornices, conejos, aves y mariposas, y ponian delante de la caja mucho encienso y ofrenda de comida, y vino y rosas y cañutos de perfumes, y esto duraba hasta cuatro años. Los vivos, en esta memoria de los defunctos, bailaban y se embeodaban, y lloraban acordándose de aquel muerto y de los otros sus defunctos. Esta que se ha dicho era la costumbre de enterrar á los grandes señores, y con los demas principales se hacian menos ceremonias, con cada uno conforme á su calidad y estado, y con la gentecomun mucho menos. Comunmente los indios creian, que dentro de la tierra habia infierno, adonde todas las ánimas descendian; y que contenia nueve habitaciones ó moradas, á cada una de las cuales iba cierto género de pecadores, ó segun la manera de sus muertes. Y así, los que morian su muerte natural de enfermedad, decian que iban á una parte. Los que morian de bubas ó de heridas, á otra. Los que morian en guerra ó sacrificados á los ídolos, á otra. Y al tiempo de los enterrar vestíanlos de diversas vestiduras ó insignias de los dioses á quien pertenecian. Porque á cada manera ó género de gente daban un dios por su abogado, y vestíanlos de sus insignias.
Capítulo XLI
De las extrañas ceremonias con que enterraban al Cactzontzin, señor de Michoacan
El señor de Michoacan, llamado Cactzontzin, si llegaba á ser viejo, en su vida nombraba y decia el hijo que le habia de suceder en el reino. Y este queria que comenzase á mandar y ensayarse en el gobierno, y él descansaba como quien se apareja para la muerte. Cuando este señor viejo enfermaba, ayuntábanse á le curar todos los médicos, que no eran pocos. Y viendo que su enfermedad crecia, enviaban por otros médicos á todo su reino. Venidos á le curar, trabajaban mucho por su salud y cura, y al tiempo que veian que estaba muy peligroso y mortal, el nuevo rey que ya mandaba y tenia el señorío enviaba á llamar á todos los señores y principales de su reino, y á los gobernadores y capitanes que el Cactzontzin tenia puestos en su nombre, y al que no venia teníanlo por traidor. Llegados á la corte y palacio del enfermo, saludábanlo y dábanle presentes. Despues, cuando estaba ya muy al cabo, no dejaban entrar á nadie adonde estaba, aunque fuesen señores; mas poníanlos en el patio aposentados en las salas y piezas que el patio tenia en derredor, y los presentes que traian poníanlos en un portal á do estaba la silla ó sitial del señor con sus insignias, que representaban ser aquel su trono. Muerto el Cactzontzin, el hijo que le sucedia hacia saber su muerte á los señores y principales que estaban en el patio. Luego ellos alzaban grandes voces llorando por su señor defuncto, y abiertas las puertas entraban á do él estaba para lo ataviar. Cuanto á lo primero, todos los señores bañaban su cuerpo, y andaban allí muy deligentes con los viejos que le solian acompañar. Bañaban asimismo á todos aquellos que habian de morir y ir en compañía del señor defuncto. Ataviaban el cuerpo muerto de esta manera: vestíanle junto á las carnes una buena camisa de las que usaban los señores. Calzábanle unas sandalias de cuero de venado, y poníanle cascabeles de oro en los tobillos, y en las muñecas piedras turquesas. Tambien le ponian un tranzado de pluma, y en la garganta collares de turquesas, y en los agujeros de las orejas unas orejeras grandes de oro. Atábanle en los brazos dos brazaletes de oro, y en el horado del labio ó bezo bajo poníanle un bezote tambien de turquesas. Hacíanle una cama muy alta de muchas mantas de colores, y ponian aquellas mantas en unos tablones, y al defuncto encima, y atravesaban por debajo unos palos para despues llevarlo en los hombros. Hacian asimismo un bulto como de hombre, formado de ropa, con su cabeza, y poníanlo encima del defuncto, con un gran plumaje de plumas verdes y largas y de precio, y tambien sus orejeras de oro, y sus collares de turquesas ricas, y brazaletes de oro, y su tranzado largo, y á los piés de aquel bulto tambien calzaban sus sandalias, y en las manos le ponian un arco con sus flechas y su carcax de cuero de tigre. Y así ataviado y puesto en aquel lecho, salian sus mujeres y lloraban por él á voz en grito. Era costumbre, y guardábase como ley, que habian de morir con el Cactzontzin muchas personas, hombres y mujeres para llevarlos consigo, y para que le sirviesen (como ellos imaginaban) en el otro mundo. Estos eran señalados por el hijo heredero y nuevo señor que sucedia, y á todos los adornaban y componian. Señalaban siete señoras de sus queridas, una que le llevase todos los bezotes que el defuncto tenia, así de oro como de piedras de precio, y llevábalos atados en un paño y puesto al cuello; iba otra su camarera que llevaba sus joyas, así collares como otras piezas; iba asimismo una servidora de copa, que le servia de darle vino y cacao; y otra que le daba agua á manos y le tenia la taza mientras bebia; otra que servia de cocinera iba, y otra que le daba el orinal, con otras mujeres que le servian de diversos oficios. Pues varones no iban pocos; porque iba uno que llevaba las mantas á cuestas del señor defuncto, otro que le peinaba y tranzaba los cabellos, el que le hacia las guirnaldas de flores, y el que le llevaba su silla; otro que llevaba hachas de cobre para hacer leña, otro el moscador y ventallo para hacer sombra, otro el calzado, otro los perfumes y cañutos de olores, un barbero, un barquero, un remero, un barrendero, un encalador, un platero para hacerle joyas, con otro plumero, y un oficial de arcos y flechas; dos ó tres monteros para caza, un truhan que le dijese chistes, yotros muchos que le habian de servir en diversos oficios. Todos estos decian que habian de ir con él, y á todos estos componian y adornaban con mantas blancas y sus guirnaldas en las cabezas, y teñíanles los rostros con color amarillo; otros de su voluntad se ofrecian á ir con su señor. Juntos ya todos, salian en procesion á la media noche con sus lumbres de tea, llevando delante toda aquella gente que hablan de matar. Unos iban tañendo con unos huesos de caimanes ó lagartos grandes, y en conchas de tortugas, y los parientes del defuncto iban cantando cierto cantar; otros tañian unas trompetas de que usaban, de música infernal. Al defuncto llevaban en hombros los señores que habian venido á su entierro, y todos llevaban sus insignias de valientes hombres. Iban barrenderos delante barriendo el camino, y decian al muerto: «Señor, por aquí has de ir, mira no pierdas el camino.» Con este órden y gran número de gente principal y plebeya lo llevaban hasta el patio del templo mayor, donde ya tenian puesta una gran hacina de leña seca de pino, bien concertada una sobre otra, para que de presto ardiese. Llegados allí, daban con el defuncto cuatro vueltas al derredor de aquel lugar donde lo hablan de quemar, tañendo sus trompetas, y luego lo ponian sobre aquel monton de leña con todo su atavío así como lo traian. Tornaban aquellos sus parientes á decir su cantar, y ponian fuego á la leña por todas partes. Entretanto que ardia achocaban á todos los que habian de morir y ir camino en compañía de su amo, y porque no sintiesen tanto la muerte, teníanlos emborrachados, y enterrábanlos detras del templo de su principal dios con todas las joyas que llevaban, y echábanlos de tres en tres y de cuatro en cuatro. Cuando amanecia ya estaba quemado el Cactzontzin y hecho ceniza, y siempre á todo esto estaban presentes todos aquellos señores que habian venido con él, atizando el fuego y poniendo diligencia en que todo se tornase ceniza. Ya que todo estaba quemado juntaban toda aquella ceniza y huesecitos y todas las joyas que se habian derretido, y llevábanlo todo á la entrada de la casa á los ministros del demonio, y puesto en una manta de algodon hacian un bulto de ropa con las ceremonias y insignias arriba dichas, y poníanle una máscara de turquesas y sus orejeras de oro y su tranzado de pluma, y un plumaje grande de plumas verdes de las largas y ricas, y collares y brazaletes de oro, y calzábanlo, y poníanle en las piernas sartales de cuentas y cascabeles de oro, y una rodela de oro á las espaldas, y al lado su arco y flechas. Luego hacian al principio de las gradas del templo en lo bajo una gran sepultura bien honda de mas de dos brazas y media en ancho y casi en cuadro, y cercábanla de esteras nuevas por las paredes y suelo, y despues cercaban á aquel lugar de rodelas de oro y plata, y á los rincones ponian muchas flechas de buen almacen. Ponian tambien ollas y jarros con vino y comida, y en medio de la sepultura asentaban una cama de madera. Venia luego un sacerdote de los que tenian por oficio llevar los dioses á cuestas, y tomaba aquel bulto en que estaban las cenizas, y cargado con él á las espaldas llevábalo y poníalo en la sepultura, y traíanle una tinaja, y puesta dentro de la sepultura asentaba dentro de ella aquel bulto, de suerte que quedase enhiesto y mirase hácia el oriente. Luego cubrian aquella tinaja y cama con muchas mantas, y echaban tambien allí petacas, que son cajas de estera recia encoradas, y allí le dejaban sus plumajes con que solia bailar, y otras rodelas de oro y plata, y las demas cosas de grandes señores hasta henchir aquella olla, y atapábanla despues con unas vigas y encima de ellas tablas, y embarrábanla muy bien por encima. Las sepulturas de la otra gente henchian y cubrian con tierra. Luego todos aquellos que habian tocado al Cactzontzin ó á los otros muertos, se iban á bañar, porque no se les pegase alguna enfermedad; y lavados, volvian todos los señores y otra mucha gente al patio del Cactzontzin, y allí delante del palacio asentados, el nuevo señor que sucedia les mandaba sacar mucha comida que para aquel entierro tenian aparejada, y despues de haber comido, á cada uno daban un poco de algodon con que se limpiasen los rostros, porque no usaban manteles ni pañizuelos. Y quedábanse allí en el patio sentados tristes, y las cabezas bajas con mucho silencio, por espacio de cinco dias, y en aquel tiempo ninguno de la ciudad molia maiz en piedra (cosa que para comida y cena es menester), y en ningun fogar se encendia lumbre, y todos los mercados y tractos de comprar y vender cesaban, ni andaban ni parecian los hombres por la ciudad, mas toda la gente estaba triste aun dentro de sus casas y en ayuno por la muerte de su señor. Los señores de la provincia salian unos una noche y otros otra, y iban á los templos del demonio y á la sepultura del defuncto, y tenian por órden su vela y oracion; y en la guarda de todas estas cosas y ceremonias, y en las obsequias era muy solícito el hijo del muerto que sucedia en el señorío, para que ninguna cosa faltase de se cumplir muy bien y perfectamente.
Libro tercero de la historia eclesiástica indiana
En que se cuenta el modo como fué introducida y plantada la fe de Nuestro Señor Jesucristo entre los indios de la Nueva España
Capítulo I
De cómo en la conquista que D. Fernando Cortés hizo de la Nueva España, parece fué enviado de Dios como otro Moisen para librar los naturales de ella de la servidumbre de Egipto
En el año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, de mil y quinientos y diez y nueve, gobernando su Iglesia en el sumo Pontificado de Roma el Papa Leon X, y siendo monarca de los príncipes. cristianos el muy católico Emperador D. Cárlos, quinto de este nombre, felicísimo rey de las Españas, el famosísimo y venturosísimo capitan D. Fernando Cortés (que despues fué meritísimo marqués del Valle), desembarcó con cuatrocientos españoles en el puerto de esta tierra firme, llamada entonces Anáhuac, que quiere decir «cerca de las aguas ó junto á ellas», por estar situada entre los dos mares del norte y sur, y agora dicha Nueva España, en cuya demanda venia. Y dando barreno á los navíos en que habian llegado, por quitar á sus compañeros la esperanza de volver atras, los echó á fondo. Y entrando la tierra adentro, la fué poco á poco poniendo en sujecion, parte con el aviso de su buena prudencia y persuasion, atrayendo á unos de paz mediante, la lengua de Marina ó Malinche, india captiva que Dios le deparó, habiendo arribado primero á la costa de Yucatan, y parte compeliendo á otros por fuerza de armas, ayudándose principalmente para esto de la amistad de los señores de la poderosa provincia de Tlaxcala, enemiga capital entonces y competidora del imperio mexicano. Con cuyo favor (despues del de Dios) y de otros indios amigos, al cabo de algunos trabajos y guerras, finalmente vino á ganar segunda vez de todo punto la gran ciudad de México, cabeza de todo el imperio, el año de mil y quinientos y veintiuno, dia de los santos mártires Hipólito y Casiano, que es á trece del mes de Agosto, como todo esto bien largamente se puede ver en su historia. Tenia esta tierra de Anáhuac, adonde se extendia y dilataba el señorío de Moctezuma, emperador de México, y de los reyes sus aliados, al pié de cuatrocientas leguas en largo y como ciento cincuenta en ancho, tomando la anchura de la tierra desde Acapulco, puerto de la mar del sur, hasta Tampico, que está en la costa del norte, echando la línea del uno al otro por México, que estará cuasi en la mitad del camino. Por otras partes hay menos anchura, como es bajando hácia el oriente, y en otras mas, subiendo al poniente, por donde la tierra se va extendiendo y dilatando en tanta manera, que hasta agora no se ha hallado cabo, ni se hallará (á lo que creo) en nuestros tiempos. Lo que era tierra de Anáhuac, que por su fertilidad y lindeza se llamó Nueva España, estaba á la sazon poblada de muchas y diferentes provincias y de diversas lenguas de tanto número de gente indiana, que los pueblos y caminos en lo mas de ellos no parecian sino hormigueros, cosa de admiracion á quien lo veia y que debiera poner terrible terror á tan pocos españoles como los que Cortés consigo traia. Débese aquí mucho ponderar, cómo sin alguna dubda eligió Dios señaladamente y tomó por instrumento á este valeroso capitan D. Fernando Cortés, para por medio suyo abrir la puerta y hacer camino á los predicadores de su Evangelio en este nuevo mundo, donde se restaurase y se recompensase la Iglesia católica con conversion de muchas ánimas, la pérdida y daño grande que el maldito Lutero habia de causar en la misma sazon y tiempo en la antigua cristiandad. De suerte que lo que por una parte se perdia, se cobrase por otra. Y así, no carece de misterio que el mismo año que Lutero nació en Islebio, villa de Sajonia, nació Hernando Cortés en Medellin, villa de España; aquel para turbar el mundo y meter debajo de la bandera del demonio á muchos de los fieles que de padres y abuelos y muchos tiempos atras eran católicos, y este para traer al gremio de la Iglesia infinita multitud de gentes que por años sin cuento habian estado debajo del poder de Satanás envueltos en vicios y ciegos con la idolatría. Y así tambien en un mismo tiempo, que fué (como queda dicho) el año de diez y nueve, comenzó Lutero á corromper el Evangelio entre los que lo conocian y tenian tan de atras recebido, y Cortés á publicarlo fiel y sinceramente á las gentes que nunca de él habian tenido noticia, ni aun oido predicar á Cristo. En confirmacion de esto se halla por la cuenta de las antiguallas de los indios, que el año en que Cortés nació, que fué el de mil y cuatrocientos y ochenta y cinco, se hizo en la ciudad de México una solemnísima fiesta en dedicacion del templo mayor de los ídolos (que á la sazon se habia acabado), en la cual fiesta (que á razon tendria largos ochavarios) se sacrificaron ochenta mil y cuatrocientas personas. Mirad si el clamor de tantas almas y sangre humana derramada en injuria de su Criador seria bastante para que Dios dijese: Ví la afliccion de este miserable pueblo; y tambien para enviar en su nombre quien tanto mal remediase, como á otro Moisen á Egipto. Y que Cortés naciese en aquel mismo año, y por ventura el dia principal de tan gran carnicería, señal particular y evidencia de su singular eleccion. Al propósito de esta similitud que hemos puesto de Cortés con Moisen, no hace poco al caso el haber Dios proveido (y podemos decir miraculosamente) al Cortés (que fuera como mudo entre los indios, y, no pudiera buenamente efectuar su negocio) de intérpretes, y muy á su contento, así como á Moisen (que era balbuciente y no tenia lengua para hablar á Faraon, ni al pueblo de Israel cuando lo guiase como á su caudillo) le dió intérprete con quien hablase á Faraon y al pueblo todo lo que quisiese. Los intérpretes de Cortés fueron la india Marina, natural mexicana que halló en la costa de Yucatan, la cual como oviese estado captiva en Potonchan, sabia bien la lengua de allí, y de la natural suya no estaba olvidada; y Gerónimo de Aguilar, español que en el mismo Potonchan estuvo tambien ocho años captivo. Y el cobrar á este, se puede tener por harto milagro y particular provision divina, porque desde Cozumel, donde el Cortés tuvo noticia de él, envió una barca á la costa de Potonchan con ciertos españoles y con dos indios que se ofrecieron de buscarlo dentro en tierra, aunque era de sus enemigos, y darle una carta que llevaban, y dando los de la barca á los dos indios dos dias que pidieron de plazo para volver, como no volviesen ni aun á los ocho, dieron la vuelta con la barca para Cozumel, haciendo cuenta que á los dos indios habrian muerto, ó sido presos de los de Potonchan. Y haciendo esta misma cuenta Cortés, y desconfiado de haber á las manos á Aguilar, hízose á la vela. Yendo su viaje, con ir todas las naos de nuevo reparadas, quiso Dios que hiciese agua la nao de Alvarado para que volviesen á Cozumel, donde reparada la nao y estando ya segunda vez para salir del puerto, llegaron los dos indios con Gerónimo de Aguilar en una canoa, que es barquillo de los indios. No menos se confirma esta divina eleccion de Cortés para obra tan alta en el ánimo, y extraña determinacion que Dios puso en su corazon para meterse como se metió, con poco mas de cuatrocientos cristianos, en tierra de infieles sin número, y ejercitados en continuas guerras que entre sí tenian, privándose totalmente de la guarida y refugio que pudieran tener en los navíos, si se viesen en necesidad. Lo cual en toda ley y razon humana era hecho temerario y fuera de toda razon, y no cabia en la prudencia de Cortés, ni es posible que lo hiciera, si Dios no le pusiera muy arraigado en su corazon que iba á cosa cierta y segura, y (como dicen) á cosa hecha, como Moisen fué sin temor á la presencia de Faraon. Pues hallar tras este atrevimiento (que parecia grandísimo desatino) tan buen aparejo para irse apoderando en la tierra, como fué dársele por amigos los de Cempoala, Huexotzingo y Tlaxcala, sin cuyo favor era imposible naturalmente sustentarse á sí y á los suyos, cuanto mas ganar á México y las otras provincias, ¿á qué se puede atribuir esto, sino á la disposicion del muy alto? Y esta misma sin falta lo libró y guardó para este fin en muchos y muy grandes peligros y dificultades en que se habia visto, como se colige de su historia, que por no ser prolijo paso aquí por ellos. Y verdaderamente para conocer muy á la clara que Dios misteriosamente eligió á Cortés para este su negocio, basta el haber él siempre mostrado tan buen celo como tuvo de la honra y servicio de ese mismo Dios y salvacion de las almas, y que esto se pretendiese principalmente y fuese por delante en esta su empresa. Porque cuando salió de la isla de Cuba para acometerla, en todas las banderas de sus navíos puso en medio de sus armas una cruz colorada con una letra que decia: Amici, sequamur crucem: si enim fidem habuerimus, in hoc signo vincemus. Que quiere decir: «Amigos, sigamos la cruz, porque si tuviéremos fe, en esta señal venceremos». En ninguna parte de los indios infieles entró que luego no derrocase los ídolos, y vedase el sacrificio de los hombres, levantase cruces y predicase la fe y creencia de un solo Dios verdadero y de su Unigénito Hijo Nuestro Señor Jesucristo: cosa que no todos los victoriosos capitanes, ni todos los príncipes (á cuyo poder vienen las tales presas) suelen tomar tan á pechos. Pues el cuidado que tuvo en procurar ministros cuales convenia para la conversion de estas gentes, y el crédito, autoridad y favor que á estos dió para que las cosas de Dios fuesen de los indios recebidas con mucha reverencia, en el tercero capítulo parecerá; porque el intento principal de esta escritura me obliga á hacer de este punto muy particular mencion. Bien me consta que algunos en sus escritos (y aun personas graves) han condenado á Cortés, y por excesos particulares lo han llamado á boca llena tirano. Mas yo de aquellos mismos excesos (confesándolos por tales) no puedo dejar de excusarlo. Si bien lo consideramos, ¿qué podia remediar un hombre que entre tanta multitud de enemigos, unos claros y otros ocultos (porque del amigo infiel no habia que fiar), se veia con tan pocos compañeros y tan necesitado de ellos, y (á lo que podemos imaginar) tan cobdiciosos del oro, y tan olvidados del prójimo? ¿Qué podia remediar (como digo), si á veces el uno robaba, el otro hacia fuerza, el otro aporreaba sin que él se lo estorbase? Y aunque él mismo pronunciase la sentencia de muerte en causa no justificada, diciendo: ahorquen á tal indio, quemen á este otro, den tormento á fulano, porque en dos palabras le traian hecha la informacion, que era un tal por cual, que hizo matar españoles, que conspiró, que amotinó, que intentó, y otras cosas semejantes, que aunque él muchas veces sintiese que no iban muy justificadas, habia de condescender con la compañía y con los amigos, porque no se le hiciesen enemigos y lo dejasen solo. El mismo Cortés en el fin de la tercera relacion que escribió al Emperador D. Cárlos V, después que ganó á México, confiesa que los indios naturales de esta Nueva España eran de tanto entendimiento y razon, cuanto á uno medianamente basta para ser capaz; y que á esta causa le parecia cosa grave compelerlos á que sirviesen á los españoles, como se habia hecho con los indios de las islas. Pero en fin, dice que por la mucha importunacion de los españoles, y por otras razones que allí pone, no pudiéndose excusar, le fué casi forzado depositar y forzar los señores y naturales de estas partes para que sustentasen y sirviesen á los españoles, hasta que otra cosa su majestad del Emperador mandase. Y pues en negocio tan árduo y tan general confiesa haber hecho contra el propio dictámen, ¿qué seria en otros particulares y de no tanto momento y peso?
Capítulo II
De los prodigios y pronósticos que los indios tuvieron antes de la venida de los españoles, acerca de ella
Dejando por ahora la loa del marques D. Fernando Cortés, de la cual he comenzado mi escritura (porque despues de Dios á él se le deben las primeras alabanzas y gracias del espiritual negocio que aquí tracto), quiero relatar los maravillosos prodigios y portentos que estos indios (segun la relacion y pinturas de los viejos) tuvieron sobre la venida de los españoles á esta su region, y cerca de la destruicion de sus falsos dioses y de su antiguo señorío. Demas de otros acaecimientos naturales (aunque inusitados), como es haber venido un año gran cantidad de langosta, y otro haber nevado mucho por toda la comarca de México (cosa que jamas suele acontecer), y otras cosas así semejantes, el año de mil y cuatrocientos y noventa y nueve acaeció que la laguna grande de México, sin viento ninguno, comenzó á hervir y espumear, y en tanta manera se levantaba el agua, que llegó á la mitad de las casas, y anegó gran parte de la ciudad; lo cual tuvieron los indios por agüero y prodigio, por ser caso al parecer fuera del órden de naturaleza. El año de mil y quinientos y cinco hubo gran hambre en toda la tierra: solamente hubo maiz en lo que llaman Totonacapan, que es una cordillera de serranía hácia la mar del norte, y allí acudieron á proveerse y remediarse los que pudieron. En el año de mil y quinientos y diez acaeció una cosa de grande admiracion, y fué que apareció un fuego lleno de llamas de mucha claridad y resplandor, á la manera que algunas veces suele salir el alba, y echaba centellas en tanta espesura que parecia que polvoreaba, el cual fuego parecia estar clavado en medio del cielo, teniendo su principio en el suelo, de do comenzaba de gran anchor, y de modo que desde el pié iba adelgazando en forma piramidal, haciendo una punta que llegaba á tocar al cielo como columna de fuego. La cual aparecia en el oriente á la media noche, y á la mañana llegaba donde llega el sol al medio dia, y entonces vencida y ofuscada de la claridad del sol, desaparecia. Duró al pié de un año esta señal, y causó grande espanto en esta tierra. Y así, cuando los naturales la veian, hacian algazaras dando gritos y dándose palmadas en las bocas, como era su costumbre hacerlo en cosas que ponen temor y espanto, ó cuando lo quieren poner á otros, como en las guerras. Y tambien multiplicaban los sacrificios de sangre y supersticiones para saber de sus dioses qué pudiese ser aquello, y qué pronosticaba señal tan horrenda. En el año siguiente, de mil y quinientos y once, aparecieron en el aire hombres armados que peleaban unos contra otros y se mataban. Tras esto acaeció que el templo de Huitzilopuchtli (que era uno de los principales ídolos que tenian los mexicanos) se quemó sin que nadie le pegase fuego, y sin que le pudiesen dar remedio; porque aunque acudió mucha gente con cántaros de agua, cuanto mas era la gente y mas priesa se daban, tanto mas crecia la llama, y así se consumió y volvió en ceniza. Lo mismo acaeció del templo llamado Zonmolco, que era dedicado al dios del fuego. Aunque aquí dicen que cayó rayo, pero sin trueno, lloviendo una mollina de agua, y por ser así sin trueno lo llamaron rayo del sol y no de nube, á cuya causa lo tuvieron por abusion y agüero. Otrosí acaeció que siendo de dia y habiendo sol, salieron cometas del cielo de tres en tres, de la parte del occidente, y corrieron hasta el oriente con tanta fuerza y violencia, que parecian ir desparciendo y echando de sí brasas de fuego por donde corrian, y llevaban grandes y largas colas. Y cuando esta señal se vió, hubo grandísima gritería y alarido de los naturales con mucho alboroto y alteracion. Asimismo acaeció otra cosa maravillosa, que los mareantes ó pescadores de la laguna grande de México (donde solia haber infinidad grande de aves, antes que los españoles las aventasen y amedrentasen con sus arcabuces) cazaron una ave parda á manera de grulla, y por la extrañeza que en ella vieron la llevaron luego incontinenti á presentar á su emperador Moteczuma, que á la sazon estaba en sus palacios en una pieza que llamaban la sala negra, y era á tiempo que se ponia el sol. Dicen que esta ave tenia en la cabeza una diadema redonda á manera de espejo diáfano y trasparente, por el cual se veia el cielo y las estrellas y los astillejos que nosotros decimos, de que el Moteczuma quedó espantado, teniendo por señal de gran prodigio el haber visto estrellas siendo de dia. Y que tornando á mirar segunda vez á la cabeza del ave, vió número de gentes que venian andando á manera de escuadrones puestos en ordenanza, aderezados en forma de guerra, y parecian medio hombres y medio venados. Visto por el Moteczuma caso tan extraño, mandó llamar sus agoreros y adevinos para que le declarasen lo que aquello queria pronosticar. Dicen que estando los agoreros para echar sus juicios, desapareció el ave, á cuya causa no pudieron decirle cosa alguna. Tambien dicen que por veces vieron dos hombres unidos en un cuerpo, que ellos llaman tlacanezolli, y otros cuerpos de dos cabezas formadas en un solo cuerpo, los cuales llevaban á los palacios de Moteczuma á la sala negra (que segun parece era la sala de los agüeros), y que llevados allí desaparecian luego, y se hacian invisibles. Ultimamente, en el año que llegaron los españoles á esta tierra, que fué el de diez y nueve, apareció un cometa grande en el aire, de gran resplandor, que estaba fijo en el mismo aire y no se movia, y duró así muchos dias. Por espacio de estos años sobredichos, muchas veces se oia de noche la voz de una mujer que á grandes gritos lloraba y decia acuitándose mucho: ¡Oh! hijos mios, del todo nos vamos ya. Y otras veces decia: ¡Oh! hijos mios, ¿á dónde os llevaré? Demas de esto declararon los naturales de esta tierra, que muchos años antes que los españoles viniesen, por tiempo de cuatro generaciones, los padres y las madres juntaban á los hijos, y los viejos de la parentela á los mozos, y les decian lo que habia de suceder en los tiempos venideros. Sabed (decian) que vendrá una gente barbuda que traerán cubiertas las cabezas con unos como apastles (que son los barreñones ó lebrillos de barro), y con unos como cobertores de las trojes (y esto decian por los sombreros y gorras que ellos nunca antes usaron ni vieron), y vendrán vestidos de colores (que para ellos tambien era cosa nueva). Y cuando estos vinieren cesarán todas las guerras, y en toda parte del mundo habrá paz y amistades (esto decian porque no pensaban que habia mas mundo que hasta la mar), y todo el mundo se abrirá, y hacerse han caminos en toda parte, para que unos con otros se comuniquen, y todo se ande. Decian esto porque en tiempo de su infidelidad todo estaba cerrado, y no se comunicaban ni contrataban, á causa de las continuas guerras que tenian unas provincias con otras. Y así decian: entonces se venderá en los mercados cacao (que es como almendras, de que ellos hacen una fresca bebida), y se venderán plumas ricas, algodon y mantas, y otras cosas, de que entonces en muchas partes carecian, por no haber comercio ni comunicacion de una parte á otra, que aun la sal les faltaba. Y mas decian: entonces perecerán nuestros dioses, y no habrá mas que uno en el mundo, y no nos quedará mas que una mujer á cada uno. ¡Oh! ¿qué ha de ser de nosotros? ¿Cómo hemos de poder vivir? Mirad, hijos, que por ventura esto acontecerá en vuestro tiempo, ó de vuestros hijos ó nietos. Y así andaban los viejos con esta esperanza llena de temor, y siempre de mano en mano avisando á los mozos. Y por esta plática que ellos entre sí traian, miraban mucho en las señales arriba contadas y en otras que no habrán venido á mi noticia, teniéndolas todas por pronósticos de lo que acerca de la destruicion de sus dioses y ritos y libertad en los tiempos advenideros habia de suceder. Juzgando que ya se iba acercando el tiempo, y aguardando cada dia cuándo se cumpliria. Y esta fué la causa porque Moteczuma tanto temia la llegada de Cortés á México, con saber que traia tan poca gente, y así procuraba de se la estorbar, persuadiéndole con sus mensajes á que se volviese, en parte ofreciéndole dones, y en parte oponiéndole temores. Pero cosa es de considerar lo que dicen, que tantos años antes anunciaban los padres á los hijos la venida de los españoles, y lo que con ella habia de suceder. Si fuera de veintisiete años atras cuando se descubrió la isla Española, ó que sea de treinta poco mas ó menos, cuando Colon tuvo noticia de ella, no era mucho, porque el demonio que lo anda todo, lo podia desde entonces conjeturar, que segun es la cobdicia de los hombres, no habian de parar en aquella isla los españoles (pues ya tenian nueva de estas regiones), hasta correrlas todas y subjetarlas á todo su poder, y como hablaba otras cosas á los indios de aquel tiempo, les diria tambien esto. Mas de cuatro edades atras, no sé yo cómo por via del demonio se podia saber, si no es porque él sabia muy bien que el Evangelio se habia de predicar infaliblemente en todo el mundo. Y tambien pudo acertar á decir verdad pensando que mentia. O pudo ser que los que lo contaron, se erraron en la cuenta de los años, y los treinta se les hacian trescientos, aguardando tan grande novedad. O por ventura lo supieron tantos años antes por permision divina, para que advirtiendo algunos de ellos con este aviso en los errores de su gentilidad y ceguedad de sus vicios, se fuesen con buenos deseos y buenas obras disponiendo, y haciéndose en alguna manera capaces para merecer á sí y á su pueblo tan inefable misericordia como la que nuestro clementísimo Dios queria usar con ellos, conforme á aquello que dijo á Abraham: Si hallare cincuenta justos en la ciudad de Sodoma, con todos los demas usaré de misericordia por amor de ellos. Y así se cuentan muchas virtudes de algunos señores y principales del tiempo de la infidelidad, en especial de un Nezahualpiltzintli, y de otro Nezahualcoyotzin, reyes de Tezcuco, el uno de los cuales no solo con el corazon dubdó ser dioses los que adoraban, mas aun lo decia á otros que no le cuadraban ni tenia para sí que aquellos eran dioses. Y entre los otros vicios, como mas feo, dicen que aborrecia al pecado nefando, y que hacia matar á los que lo cometian. Y así habria otros á quien Dios alumbraria para vivir conforme á la ley de naturaleza y dictámen de la razon. Y al propósito de esto hace lo que uno de los primeros evangelizadores de esta nueva Iglesia dejó escripto en un su libro, que cuando ya los españoles venian por la mar para entrar en esta Nueva España, entre otros indios que tenian para sacrificar en la ciudad de México en el barrio llamado Tlatelulco, estaba un indio, el cual debla de ser hombre simple y que vivia en ley de naturaleza sin ofensa de nadie (porque de estos hubo y hay entre ellos algunos que no saben sino obedecer á lo que les mandan, y estarse al rincon, y vivir sin algun perjuicio): este indio, sabiendo que lo habian de sacrificar presto, llamaba en su corazon á Dios, y vino á él un mensajero del cielo, que los indios llamaron ave del cielo porque traia alas y diadema, y despues que han visto cómo pintamos los ángeles, dicen que era de aquella manera. Este ángel dijo á aquel indio: «Ten esfuerzo y confianza, no temas, que Dios del cielo habrá de tí misericordia; y dí á estos que ahora sacrifican y derraman sangre, que muy presto cesará el sacrificar y el derramar sangre humana, y que ya vienen los que han de mandar y enseñorearse en esta tierra». Este indio dijo estas cosas á los indios de Tlatelulco, y las notaron. Y este indio fué sacrificado adonde ahora está la horca en el Tlatelulco, y murió llamando á Dios del cielo.
Capítulo III
Del celo que tuvo y diligencia que paso el capitan Cortés, cerca de la conversion de los indios que habia conquistado
Volviendo á nuestro propósito del cristiano celo de Cortés, no es de pasar por alto la buena diligencia que puso en procurar ministros que doctrinasen á estos naturales en las cosas de nuestra santa fe católica. Y fué que en todas las relaciones y cartas que escribió á la majestad del Emperador, siempre le pidió esto con mucha instancia, declarando la capacidad y talento de los indios de esta Nueva España, y la necesidad que tenian de ministros, que mas por obras que por palabras les predicasen la observancia del santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Y porque mejor se conozca su santo celo en este caso, referiré aquí sus formales palabras sacadas de una de sus relaciones ó cartas, y son las que se siguen: «Todas las veces que á V. S. M. he escrito, he dicho á V.A. el aparejo que hay en algunos de los naturales de estas partes para se convertirá nuestra santa fe católica y ser cristianos, y he enviado á suplicar á V. C. M. para ello mandase proveer de personas religiosas de buena vida y ejemplo. Y porque hasta ahora han venido muy pocos ó casi ningunos, y es cierto que harian grandísimo fruto, lo torno á traer á la memoria á V. A., y le suplico lo mande proveer con toda brevedad, porque de ello Dios Nuestro Señor será muy servido, y se cumplirá el deseo que V. A. en este caso como católico tiene. Y porque con los dichos procuradores Antonio de Quiñones y Alonso Dávila, los concejos de las villas de esta Nueva España y yo enviamos á suplicar á V. M. mandase proveer de obispos ó otros prelados para la administracion de los oficios y culto divino, y entonces pareciónos que así convenia: ahora, mirándolo bien, háme parecido que V. S. M. lo debe mandar proveer de otra manera, para que los naturales de estas partes mas aina se conviertan, y puedan ser instruidos en las cosas de nuestra santa fe católica. Y la manera que á mí en este caso me parece que se debe tener, es que V. S. M. mande que vengan á estas partes muchas personas religiosas, como ya he dicho, y muy celosas de este fin de la conversion de estas gentes. Y que de estos se hagan casas y monasterios por las provincias que acá nos pareciere que convienen, y que á estos se les dé de los diezmos para hacer sus casas y sostener sus vidas, y lo demás que restare de ellos sea para las iglesias y ornamentos de los pueblos donde estuvieren los españoles, y para clérigos que las sirvan, y que estos diezmos los cobren los oficiales de V. M., y tengan cuenta y razon de ellos y provean de ellos á los dichos monasterios y iglesias, que bastará para todo, y aun sobra harto de que V. M. se puede servir. Y que V. A. suplique á su Santidad conceda á V. M. los diezmos de estas partes para este efecto, haciéndole entender el servicio que á Dios Nuestro Señor se hace en que esta gente se convierta, y que esto no se podria hacer sino por esta via. Porque habiendo obispos y otros prelados, no dejarian de seguir la costumbre que por nuestros pecados hoy tienen en disponer de los bienes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y en otros vicios, y en dejar mayorazgos á sus hijos ó parientes. Y aun seria otro mayor mal, que como los naturales de estas partes tenian en sus tiempos personas religiosas que entendian en sus ritos y ceremonias, y estos eran tan recogidos, así en honestidad como en castidad, que si alguna cosa fuera de esto á alguno se le sentia, era punido con pena de muerte; é si ahora viesen las cosas de la Iglesia y servicio de Dios en poder de canónigos ó otras dignidades, y supiesen que aquellos eran ministros de Dios, y los viesen usar de los vicios y profanidades que ahora en nuestros tiempos en esos reinos usan, seria menospreciar nuestra fe, y tenerla por cosa de burla. Y seria á tan gran daño, que no creo aprovecharia ninguna otra predicacion que se les hiciese. Y pues que tanto en esto va, y la principal intencion de V. M. es y debe ser que estas gentes se conviertan, y los que acá en su real nombre residimos la debemos seguir, y como cristianos tener de ello especial cuidado, he querido en esto avisar á V. C. M. y decir en ello mi parecer. El cual suplico á V. A. reciba como de persona súbdita y vasallo suyo, que así como con las fuerzas corporales trabajo y trabajaré que los reinos y señoríos de V. M. por estas partes se ensanchen, y su real fama y gran poder entre estas gentes se publique, que así deseo y trabajaré con el ánima para que V. A. en ellas mande sembrar nuestra santa fe, porque por ello merezca la bienaventuranza de la vida perpetua. Y porque para hacer órdenes y bendecir iglesias, y ornamentos, y olio y crisma, y otras cosas, no habiendo obispos seria dificultoso ir á buscar el remedio de ellas á otras parte; asimismo, V. M. debe suplicar á su Santidad que conceda su poder, y sean sus subdelegados en estas partes las dos personas principales de religiosos que á estas partes vinieren, una de la órden de S. Francisco, y otra de la órden de Sto. Domingo, los cuales tengan los mas largos poderes que V. M. pudiere. Porque por ser estas tierras tan apartadas de la Iglesia romana, y los cristianos que en ellas residimos y residieren tan lejos de los remedios de nuestras conciencias, y como humanos tan subjetos á pecado, hay necesidad que en esto su Santidad con nosotros se extienda en dar á estas personas muy largos poderes. Y los tales poderes sucedan en las personas que siempre residan en estas partes, que sea en el general que fuere en estas tierras, ó en el provincial de cada una de estas órdenes». Este capítulo de carta de Cortés cuadró mucho al Emperador, porque lo mismo le aconsejaron en España las personas que consultó sobre este negocio, en particular dos hermanos llamados los Coroneles, famosísimos letrados, los cuales á pedimiento y mandado de S. M. hicieron una instruccion y doctrina muy docta y curiosamente ordenada, de cómo se les habia de dar á entender á estos indios las cosas de nuestra fe y misterios de ella por manera de historia, conforme á la relacion que tenian de su capacidad. Y (como he dicho) aconsejaron al Emperador, que para su conversion enviase ministros que no recibiesen de ellos sino solo la simple comida y vestuario; porque de otra manera no harian en ellos fructo alguno espiritual. Y así lo cumplió con grandísimo cuidado, como adelante se verá, y no permitió en todo el tiempo que despues reinó (que fueron mas de treinta años), que pasasen á estas partes clérigos seculares, si no fuese algun particular y muy examinado, puesto que algunos otros pasaron á escondidas y ocultamente. Solo en lo de los diezmos, y en dejar de venir obispos, no podia haber efecto la traza que Cortés daba. Porque ni el sumo Pontífice concediera los diezmos de aquella suerte, ni eran menester para los ministros que al principio venian, pues eran frailes observantísimos de S. Francisco, y ni ellos los recibieran, ni pudieran (aunque quisieran), segun su regla y profesion. Aunque cierto historiador (ó por no entender esto que todo el mundo sabe, ó por querer hablar de gracia, como hablan otras cosas que á este tono escriben) dice que Cortés escribió á Fr. Francisco de los Ángeles, general de los franciscos, que le enviase frailes para la conversion, y que les haria dar los diezmos de esta tierra, y que así le envió doce frailes con Fr. Martin de Valencia. Y lleva esto tan poco fundamento, que aun no pudo saber Cortés que Fr. Francisco de los Ángeles era general, cuando ya estaba proveido Fr. Martin de Valencia con sus compañeros. Porque el dicho general fué electo en Búrgos (como abajo diremos) año de mil y quinientos y veintitres, y luego inmediatamente entendió en enviar los religiosos que acá vinieron, como negocio el mas importante que se le ofrecia ni podia ofrecer. Los obispos tampoco podian dejar de venir; pero el Emperador los proveyó segun el intento de Cortés, tan pobres y humildes, y tan despojados del mundo, como los demas que vinieron sin cargo. Y esta provision tan acertada de prelados eclesiásticos y sacerdotes verdaderos despreciadores de las cosas de la tierra, hecha conforme al sentimiento y cristiano celo del buen capitan Cortés, fué despues de Dios la causa total y el instrumento de hacerse la conversion de estos naturales con tan buen fundamento, y que hayan alcanzado el cielo tanta infinidad de ellos, y aun de que se hayan conservado tanto tiempo en su generacion. Porque si por malos de sus pecados hubieran acertado á venir en aquellos principios ministros eclesiásticos en quien cupiera codicia de dinero, y que en este caso se conformaran con sus hermanos los españoles seglares, ¿quién dubda sino que ni hubiera habido fundamento de verdadera cristiandad, ni el dia de hoy hubiera memoria de indios en toda la Nueva España, más que en la isla de Cuba y en la Española, y en las demas de aquella comarca? De donde concluyo, que aunque nunca Cortés oviera hecho en toda su vida otra alguna buena obra, mas que haber sido la causa y medio de tanto bien como este, tan eficaz y tan general para la dilatacion de la honra de Dios y de su santa fe, era bastante para alcanzar perdon de otros muchos mas y mayores pecados de los que de él se cuentan, con solo un Deus, propitius esto mihi peccatori, de verdadera contricion.
Capítulo IV
De cómo muchos religiosos se movieron para venir á predicar á los indios, y entre ellos Fr. Francisco de los Ángeles y Fr. Juan Clapion sacaron para este efecto una bula del Papa Leon X
Si el capitan Cortés (como buen cristiano y celoso de la salvacion de las almas) puso diligencia en pedir recaudo de ministros para la conversion de los indios de esta Nueva España, no con menos celo y solicitud entendió en la provision de este negocio el buen Emperador, como príncipe tan católico, puesto que la ejecucion de ella no se puso tan presto en efecto. Antes la venida de los primeros y principales obreros se dilató por espacio de casi tres años, así por la mucha consulta y acuerdo que para deliberar en esto se tomó, como por estorbos que se ofrecieron á algunos que luego á los principios querian venir;. ó por mejor decir, porque esta espiritual conquista tenia Nuestro Señor guardada para su fiel siervo y diestro caudillo, el santo Fr. Martin de Valencia y sus compañeros. El Emperador, recebidas las primeras cartas y relaciones de Cortés, despues que de todo punto se apoderó en la ciudad de México, luego dió aviso del nuevo descubrimiento de estas gentes al sumo Pontífice Leon X, avisándole de su capacidad y talento diferente de los nuestros, y de lo que Cortés á esta causa para su instruccion en la fe pedia, porque sobre ello se tractase y mirase lo que mas convenia. Y demas de esto S. M. hizo juntas de letrados los mas eminentes de sus reinos, teólogos y juristas, primeramente para satisfacer si con buena y sana conciencia podia recebir y retener en sí y en su corona real de Castilla el señorío de estos reinos y tierras y vecinos y moradores de ellas, por el escrúpulo que muchas personas de ciencia y conciencia le ponian, diciendo que no habia precedido justo título ninguno para las conquistar y subjetar. Lo segundo para saber el medio que se habia de tomar en lo que Cortés pedia tocante á su conversion y doctrina, que no era de poca dificultad por no conformar la particular necesidad de esta gente párvula con el uso que la Iglesia en estos tiempos tiene de ministros para los antiguos cristianos. Divulgóse en breve esta novedad tan nueva del nuevo mundo descubierto, y de tantas y tan nuevas gentes, por todos los reinos de la cristiandad, y de todos ellos hubo muchas personas religiosas que se ofrecieron á Dios en sacrificio, deseando pasar en estas partes para predicar á los indios infieles, y si menester fuese, morir en la demanda. Pero la distancia tan grande de mar y tierras, y el no poder pasar de España para acá sino por mano del Emperador (que no le faltarian personas entre quien escoger), los hizo detener por entonces, aunque despues no dejaron de venir algunos de Francia, Flandes, Italia, y Dacia, y otros reinos, y casi todos hombres doctos y muy escogidos religiosos. Solos tres flamencos tuvieron dicha de pasar en aquellos principios, y de ser los primeros frailes que con espíritu de predicar la fe acá llegaron. Y su ventura fué, juntamente con su buena diligencia, el favor de los grandes de Flandes, como á la sazon mandaban en España; pero no fué con autoridad del Papa, aunque con licencia del Emperador, y así no hicieron cosa de propósito, hasta que vinieron los doce que la trajeron. Estos tres flamencos que digo, fueron el guardian del convento de S. Francisco de la ciudad de Gante, llamado Fr. Juan de Tecto, y otro sacerdote Fr. Juan de Aora, y Fr. Pedro de Gante, fraile lego, digno de perpetua memoria, de quien abajo se habrá de hacer muy en particular. Y los que primeramente pretendieron venir con bendicion del Papa y licencia imperial fueron Fr. Joan Clapion, flamenco, confesor que habia sido del mismo Emperador, y Fr. Francisco de los Ángeles, ó por otro nombre, de Quiñones, hermano del conde de Luna, que por sus buenas partes, así de noble sangre como de letras y observancia en su religion, y muy buena gracia y plática para tractar con todos, era uno de los principales frailes de la orden de S. Francisco, y como tal fué luego electo en ministro general, y despues fué cardenal del título de Santa Cruz. Estos dos, pues, se concertaron de venir en compañía á ejercitar la obra apostólica de la conversion de los indios de esta Nueva España, trayendo consigo compañeros escogidos que les ayudasen. Y como tenian por ganado el beneplácito del rey, y á la sazon se hallasen en Roma, habida primero licencia del ministro general, suplicaron á su Santidad les concediese para sí y para los demás frailes que á trabajar en esta viña del Señor viniesen, las facultades y privilegios que sus antecesores los romanos Pontífices habian otorgado en su tiempo á los frailes de la misma órden que iban á predicar á tierra de infieles. Y el Papa Leon X se lo concedió liberalísimamente con un motu proprio y bula, que fué despachada en Roma á veinticinco de Abril del año de mil y quinientos y veintiuno, y se guarda autenticada en el archivo del convento de S. Francisco de México, cuyo tenor es el siguiente.
Capítulo V
En que se contiene la bula del Papa Leon X, para Fr. Juan Clapion y Fr. Francisco de los Ángeles
Dilectis filiis Joanni Clapioni et Francisco de Angelis, ordinis Minorum de Observantia professoribus, et eorum cuilibet, Leo Papa Decimus. Dilecti filii, salutem et apostolicam benedictionem. Alias, felicis recordationis Nicolaus Quartus, et Joannes Vigessimus secundus, et Urbanus Quintus, et Eugenius Quartus, et alli Romani Pontifices praedecessores nostri, debita meditatione considerantes quod vestri ordinis munda religio, a Christo Domino exemplis ac verbis apostolicis suis tradita, ac beato Francisco et eum sequentibus inspirata fuerit, ac quod nonnullos ejusdem ordinis professores pro fidei propagatione ad infidelium partes (cum jam Apostoli in orbe non existant) destinare opus esset (prout etiam ipse beatus Franciscus suo tempore actualiter fecit), ut in vinea Domini fructuosos palmites producerent, nonnullis vestri ordinis tunc expressis fratribus, ut in terris infidelium tunc designatis existentibus, quod Dei Verbum proponere, et constitutos ibidem (si eorum aliqui excommunicationis censura ligati essent) absolvere, quoscurrique ad unitatem christianae fidei converti cupientes recipere, baptizare, et Ecclesiae filiis aggregare: et hi ex dictis fratribus qui in sacerdotio constituti essent, Poenitentiae, Eucharistiae et Extremae unctionis, aliaque ecelesiastica sacramenta personis praemissis ministrare et exercere, necnon in casu necessitatis, Episcopis in Provincia non existentibus, Confirmationis sacramentum, et ordinationes usque ad minores Ordines fidelibus ministrare, capellas et altaria, necnon calices et paramenta ecclesiastica benedicere, ac ecclesias reconciliandas, vel coemeteria reconciliare, et eisdem de idoneis ministris providere, eisque indulgentias quas Episcopi in suis diaecesibus concedere solent, impartiri, et alia quecumque facere quae ad augmentum divini Nominis, ad conversionem ipsorum infidelium populorum, et amplificationem lidei Orthodoxae et reprobationem et irritationem illorum quae sacris traditionibus contradicunt (sicuti pro loco et tempore viderint expedire) valeant et possint. Necnon uti Oleo sancto et chrismate antiquis usque ad tres annos, cuin in eisdem partibus novum oleum et balsamum sine difficultate magna haberi non possint, libere et licite valerent. Necnon aggregatos eosdem, ubi Episcopi non habentur, clericali insignire charactere, et ipsos ad minores Ordines promovere liceret: etiam sedis apostolicae sententia excommunicationis irretitis absolutionis benefitium juxta formam ecclesiae impartiri, et qui de gentibus schismaticis, vel alias noviter essent conversi dandi licentiam ut uxores suas cum quibus in gradibus a lege divina non prohibitis contraxerunt retinere valerent: et de causis matrimonialibus quas in partibus illis ad audientiam nostram deferri deberent, legitime cognoscendi, et discordantes inter se concordare: ac etiam eisdem fratribus licitum esset, omnium fidelium in terris praedictis confessiones audire, et ipsis injungere poenitentias salutares, et vota commutare, et excommunicatos a Canone vel alio modo, juxta Ecclesia formam. absolvere, dummodo injuriam ac damna passis juxta. possibilitatem satisfecerint: insuper in locis in quibus fratres praeedicti residentiam facere, vel eos hospitari contingeret, missam et divina officia cum solita solemnitate celebrare: et si in eisdem locis vitae necessaria jejuniorum tempore deessent et commode jejunare non possent, ad praedicta jejunia eosdem fratres minime teneri declararunt, cum eisque miscricorditer dispensarunt: et ut de suis laboribus fructum reportarent, fratribus praedictis vere poenitentibus et confessis illam indulgentiam concesserunt quam proficiscentibus in terrae sanctae subsidium Sedes apostolica concedere consuevit: ac etiam omnibus utriusque sexus fidelibus vere poenitentibus et confessis, qui ecclesias et loca fratrum dicti vestri ordinis in partibus praemissis constructa et in posterum construenda singulis diebus quibus visitarent causa devotionis seu elemosynae faciendae, ipsis de injunctis eis poenitentiis, centum dies misericorditer relaxarunt. Quique eisdem fratribus auctoritate apostolica concesserunt, ut in civitatibus, castris, villis seu locis quibuscumque ad habitandum domos et loca quaecumque recipere, seu hactenus recepta mutare, aut ea venditionis, permutationis aut cujusvis donationis titulo, in alios transferre valerent. Ac insuper ut omnes et singuli vestri ordinis professores,qui eodem succensi zelo ad ea loca cum fratribus praedictis transire voluissent, omnibus et singulis praemissis gratiis et indultis gaudere libere possent, prout eisdem fratribus et eorum cuilibet conjunctim vel divisim pro fratrum praedictorum vita tunc pro tempore indultum esset vel concessum. Necnon fugientes a saeculo in ordine praedicto recipere, ac omnia et singula facere quo ad ea quac dicti ordinis concernerent professionem et religionem, quae Ministri Generales et Provinciales ex officio et indultis apostolicis facere possunt, prout in eorumdem praedecesorum desuper confectis litteris latius enarratur. Cum autem, sicut accepimus, vos, quorum zelus Deo est animas lucrifacere, et per vestrae operationis industriam et solicitudinem, divina opitulante gratia, adulterinas plantationes divellere, ac in messe Domini virtutes serere, ac vitia radicitus extirpare, et humanum genus ad cognitionis et salvationis semitas reducere, ad Indianas Insulas aliasque provincias charissimi in Christo filii nostri Caroli Hispaniarum et Romanorum Regis Catholici in Imperatorem electi ditioni subjectas, et illis propinquas terras, ubi homines veritatis fidei cognitione carent, conferre desideretis, et in illis verbum fidei seminando hujusmodi sanctis actionibus vos exercere de superiorum vestrorum licentia intendatis. Nos tam sancto et hominibus hujusmodi pro eorum animarum salute necessario opere, desiderio favorabiliter annuere volentes, motu proprio, et ex certa scientia, ac potestatis plenitudine, vobis et vestrum cuilibet, ut facultatibus, concessionibus et gratiiis ac indultis supradictis juxta superius narratorum continentiam vobis et cuilibet vestrum, et ad vitam vestram a vobis quatuor deputandis uti, potiri et gaudere, prout superius explicatur, libere et licite valeatis, concedimus et indulgemus. Volumus autem quod ea quae ad Episcopalem ordinem ac dignitatem duntaxat pertinent vigore praesentium nullus, vestrum exercere possit, nisi in provinciis ubi catholicus Antistes non fuerit. In aliis enim locis pontificalia solum per Episcopos exerceri valebunt. Quo circa universis et singulis Patriarchis, Archiepiscopis, Episcopis, caeterisque in dignitate constitutis, necnon omnibus et singulis, tam clericis quam laicis ordinum quorumque professoribus sub paena excommunicationis latae sententiae et maledictionis eternae (a qua non nisi per nos, seu de nostro seu dicti Ministri vestri consensu possint absolvi) firmiter inhibemus, ne vos aut vestrum aliquem ad vitam vestram seu deputandos fratres praedictos a vobis vel a Ministro ordinis praedicti in praemissis seu praemissorum aliquo directe vel indirecte per se vel alium quovis quaesito colore impedire praesumant. Quod si quicquam a quovis aliter attentatum fuerit, etiam praetextu quarumcumque litterarum apostolicarum a sede apostolica concessarum, seu in futurum concedendarum (nisi in eisdem litteris praesentes de verbo ad verbum insertae fuerint, et specialiter a nobis revocatae), irritum sit penitus et inane: declarantes ex nunc prout ex tunc, non esse intentionis nostrae, nec in futurum fore in praemissis (dum illis sancte pro tempore intenderitis) vobis impedimentum seu detrimentum afferre. Non obstante prohibitione felicis recordationis Bonifacii Papae Octavi praedecessoris nostri, qua cavetur ne aliquis vel aliqui de Praedicatoribus et Minoribus et aliis religiosis mendicantibus (quibuscumque super hoc privilegiis muniti existant), praedicta praesumant absque sedis apostolicae licentia speciali plenam et expressam faciente de hujusmodi prohibitione mentionem: necnon constitutionibus et ordinationibus ac decretis tam a sede apostolica quam Conciliis generalibus emanatis, consuetudinibus, ac statutis, privilegiis et indultis tam generalibus quam specialibus, etiamsi in eis caveretur quod ipsis derogari non possit, nisi specialis et expressa mentio de illis haberetur. Datum Romae, apud sanctum Petrum sub annulo piscatoris, die XXV Aprilis MDXXI. Pontificatus nostri Anno nono. Evangelista.
En esta bula y por ella concede el sumo Pontífice á los dichos frailes franciscos, que en estas partes de las Indias del mar océano puedan libremente predicar, baptizar, confesar, absolver de toda descomunion, casar y determinar las causas matrimoniales, administrar los sacramentos de la Eucaristía y Extremauncion, y esto sin que ningun clérigo, ni seglar, ni obispo, arzobispo, ni patriarca, ni otra persona de cualquier dignidad se lo pueda contradecir ni estorbar, so pena de descomunion late sententie, y de la maldicion eterna. De la cual censura no pudiesen ser absueltos sino con consentimiento del mismo Pontífice, ó del prelado superior de la órden. Asimismo concedió á los dichos frailes franciscos, que donde no hubiese copia de obispos pudiesen consagrar altares y cálices, reconciliar iglesias y proveerlas de ministros, y conceder en ellas las indulgencias que los obispos en sus obispados suelen otorgar. Y confirmará los fieles, y ordenarlos de prima tonsura y de las órdenes menores. Y otras muchas cosas particulares que en la sobredicha bula se contienen. Y finalmente, que pudiesen hacer todas las demas cosas que segun el tiempo y lugar les pareciese convenir para aumento del nombre del Señor, y conversion de los infieles, y ampliacion de la santa fe católica, y reprobacion y destruicion de aquellas cosas que son contrarias á las ordenaciones y determinaciones de los Santos Padres.
Capítulo VI
En que se contiene otra bula que á peticion del Emperador Cárlos V, concedió Adriano VI á los frailes mendicantes
Con este motu proprio que se ha dicho, y con la bendicion del santo Padre Leon X, salieron de Roma Fr. Juan Clapion y Fr. Francisco de los Ángeles, y vinieron á España, donde apenas fueron llegados, cuando sucedió la muerte del Papa Leon, que falleció en el mismo año de veintiuno, y la eleccion de Adriano VI, maestro que habia sido del Emperador, y á la sazon siendo obispo de Tortosa se halló en la ciudad de Vitoria con los demas señores y grandes de España que gobernaban el reino por S. M. El cual (como en esta coyuntura estuviese en Alemania procurando de atajar los grandes males que en toda la cristiandad causaba la falsa doctrina que habia comenzado á sembrar el perversísimo Lutero, y despues venido á España tuvo harto que hacer en dar el asiento y órden que convenia sobre la alteracion que habia precedido en todo el reino con los de las comunidades, y otros estorbos que se ofrecieron) no pudo despachar tan presto la provision de los ministros eclesiásticos que para esta conversion se habian de enviar. Pero no se descuidó en demandar al nuevo Pontífice el recaudo y despacho que Cortés le habia enviado á pedir para la conversion de los indios y cristianismo de la Nueva España. Antes para este y otros efectos, y por su especial consuelo, quiso verse con su maestro el Papa Adriano, antes que saliese de España para ir á Roma, y así se lo suplicó muy encarecidamente por cartas, y se dió prisa por llegar á tiempo, y desembarcó en España antes que el Pontífice se embarcase en Tarragona; pero visto por las cartas del Papa que no le aguardaria por las razones que para ello le dió, le envió á suplicar que concediese su plena autoridad á los religiosos que para esta obra oviesen de ser enviados de las órdenes mendicantes, en especial de la de S. Francisco, para que con toda su facultad y poder, como sus delegados, pudiesen dar recaudo de remedio espiritual en todo lo que se ofreciese en estas partes tan remotas, de donde no se podia tener recurso ordinario á la Sede apostólica, sino en muy largo tiempo. El Pontífice, condescendiendo á tan justa peticion, expidió la bula de esta concesion dirigida al mismo Emperador, cuya data es en la ciudad de Zaragoza, del reino de Aragon, á nueve de Mayo de mil y quinientos y veintidos años; y guárdase hoy dia en el archivo del convento de S. Francisco de la ciudad de México. Su título, en lugar de sobrescripto, es este: Charissimo in Christo filio nostro Carolo Quinto Romanorum Imperatori. Y el tenor de la bula es el que se sigue.
Adrianus Papa Sextus. Charissime in Christo fili noster, salutem et apostolicam benedictionem. Exponi nobis fecisti tuum flagrans desiderium ad augmentum Christianae religionis, conversionemque infidelium, illorum praesertim qui Christo duce tuae ditioni sunt subjecti in partibus Indiarum, a nobisque instanter petisti ut ad effectum hujusmodi augmenti et conversionis et debitae gubernationis animarum, quas Redemptor noster sui praetiosi sanguinis commertio redemit provideremus.Quatenus ex omnibus religionibus fratrum mendicantium praesertim fratrum Minorum regularis observantiae aliqui ad praefatas partes Indiarum auctoritate nostra trasmitterentur, aliasque in praemissis provideretur, sicut in petitione nobis desuper oblata plenius continetur. Nos autem qui ex injuncta nobis cura pastorali ad ea quae attinent ad salutem animarum. intendere super omnia tenemur, quique ferventissimum zelum tuae Cesareae Majestatis ad augendam rempublicam christianam a teneris annis plenissime agnovimus, tam sanctum ac laudabile opus in Domino commendantes, et desuper providere volentes, hujusmodi supplicationibus inclinati, tenore praesentium volumus, ut omnes fratres Ordinum Mendicantium, praesertim Ordinis Minorum regularis observantiae, a suis praelatis nominati, qui divino spiritu ducti ultro ac sponte voluerint ad partes Indiarum praefatarum causa convertendorum et instruendorum in fide praedictorum Indorum se transferre, licite et libere possint et valeant. Dum. tamen sint talis sufficientiae in vita et doctrina, quod tuae Cesareae Majestati, aut tuo Regali Consilio sint grati ac tanto operi idonei, super quo conscientias suorum superiorum qui eos nominare et licentiare habent oneramus. Ac ut in tam sancto opere meritum obedientiae non desit, omnibus qui (ut praefertur) nominati fuerint, et se sponte obtulerint, ad meritum obedientiae praecipimus, ut praefatum iter et opus, exemplo discipulorum Christi Domini nostri exequantur: pro certo sperantes, ut sicut in labore eos imitati fuerint, ita et in praemio eis sociabuntur: praefatisque fratribus nostram apostolicam benedictionem libentissime ex nunc impartimur. Sed ne forte numerus fratrum hujusmodi sit tantus ut pariat confusionem, volumus ut tua sacra Majestas, aut tuum Regale Consilium assignet et praefigat numerum fratrum mittendorum. Tales autem fratres sic nominatos seu licenciatos ab eorum superioribus stricte praecipimus sub excommunicationis pena ipso facto incurrenda, ne aliquis inferior audeat aliqualiter impedire, etiamsi pro tunc essent in officiis confessionis, praedicationis, lectionis, guardianatus, custodiatus, ministeriatus, provinciealatus, aut commissariatus generalis, quibus non obstantibus transire posint et debeant. Verum, ne praeati fratres sint velut oves absque pastore, statuimus et ordinamus, ut ex seipsis valeant et debeant eligere duos vel tres aut plures qui in dictis terris eis praesint, eo modo quo eisdem, seu eorum majori parti, melius visum fuerit. Qui sic electi per trienium aut aliud majus vel minus tempus juxta suas constitutiones, prout in Hispania fieri consuevit, praelationem hujusmodi habeant, et non ultra, nec alias: maneantque omnes semper in obedientia Generalis Ministri, et Capituli generalis: dummodo nihil eis imponant in praejudicium dicti transitus, et conversionis infidelium. Decernens quicquid absque nostro expresso mandato et assensu super iis fuerit attentatum, nullius esse momenti. Et quia praefata terra Indiarum valde distat a partibus ubi Generalis Minister degere et incedere consuevit, ac propterea difficile foret ad cum recurrere in casibus ei pertinentibus, volumus, ac tenore praesentium concedimus, ut fratres qui pro tempore assumentur ad regimen aliorum fratrum in praedictis terris Indiarum, habeant in utroque foro super fratres sibi commissos omnem auctoritatem et facultatem quam Generalis Minister habere dignoscitur. Ita tamen, quod ipse Generalis Minister (sub cujus obedientia semper manere debent) possit praefatam auctoritatem limitare et arctare, prout eivisum fuerit. Et insuper, ut melius praefata conversio infidelium fieri valeat, et saluti animarum omnium in praefatis terris Indorum pro tempore degentium provideatur, volumus, et tenore praesentium de plenitudine potestatis concedimus, ut praefati praelati fratrum, et alii quibus ipsi de fratribus suis in dictis Indiis commorantibus, duxerint commitendum, in partibus in quibus nondum fuerint Episcopatus creati (vel si fuerint tamen infra duarum dietarum spatium ipsi vel officiales eorum inveniri minime possint) tam quoad fratres sucis et alios cujuscumque ordinis qui ibidem fuerint ad hoc opus deputati, ac super Indos ad fidem Christi conversos, quam. et alios christicolas, ad dictum opus eosdem comitantes, omnimodam auctoritatem nostram in utroque foro habeant, tantam quantam ipsi et per eos deputati de fratribus suis, ut dictum est, judicaverint opportunam et expedientem pro conversione dictorum Indorum, et manutentione ac profectu illorum et aliorum praefatorum in fide catholica et obedientia sanctae Romanae Ecelesiae; et quod praefata auctoritas extendatur etiam quoad omnes actus episcopales exercendos, qui non requirunt ordinem episcopalem, donec per Sedem apostolicam aliud fuerit ordinatum. Et quia, ut accepimus, per praefatos praedecessores nostros Romanos Pontifices aliqua indulta concessa fuerunt fratribus existentibus aut ire procurantibus in dictis et ad dictas Indiarum partes, Nos omnia illa confirmando, ac, quatenus opus est, de novo concedendo, volumus ut praefati praelati fratrum pro tempore existentes, et quibus ipsi de suis fratribus duxerint, concedendum omnibus praedictis indultis in genere vel in specie hactenus concessis, et in posterum concedendis, uti, potiri et gaudere libere et licite possint et valeant. Habentes omnia pro sufficienter expraessis, tanquam si de verbo ad verbum insererentur. Non obstantibus constitutionibus et ordinationibus apostolicis, praesertim Sixti Quarti incipiente: Et si dominici gregis, ac Bulla Coenae Domini, caeterisque in contrarium facientibus quibuscumque. Datum Caesaraugustae, sub annulo piscatoris, die tertia decima Maii, MDXXII, suscepti a nobis apostolatus officii, anno primo.
En esta bula concede el Sumo Pontífice, que todos los frailes de las órdenes mendicantes, en especial de los frailes menores de observancia, que fueren nombrados por sus prelados para esta obra, y ellos movidos con espíritu de Dios, voluntariamente se quisieren ofrecer al trabajo para efecto de convertir y doctrinar en la fe á los indios, pudiesen lícita y libremente pasar á estas partes, con tal que á S. M. ó á su real consejo parezcan idóneos en su vida y doctrina para tan alta obra. Y para esto encarga la conciencia de los superiores que los ovieren de nombrar y darles licencia, que los elijan tales. Y á los así nombrados y señalados, despues que ellos voluntariamente se hayan ofrecido, les manda por el mérito de la santa obediencia que cumplan el viaje y la obra á que son enviados, á ejemplo de los discípulos de Cristo, y les da su apostolical bendicion. Y so pena de excomunion ipso facto incurrenda, manda que ninguno sea osado de se lo impedir por alguna via. En la cual excomunion bien pienso que hartas personas seglares y eclesiásticas neciamente han incurrido (si la ignorancia no los excusó), estorbando la venida á estas partes á muchos siervos de Dios que para ello se habian ofrecido, y venian con sus licencias á tiempo que su trabajo y ayuda fuera mucho menester. Puedo yo testificar de dos muy principales religiosos que pasando yo para estas partes en mi mocedad me quisieron persuadir que no viniese (aunque debajo de buen celo), y el uno de ellos fué causa que un mi compañero se quedase, y por ventura de la misma suerte habrian detenido á otros; y despues de algunos dias fueron ambos estos dos padres (puesto que en diversos tiempos) proveidos en dos arzobispados de los buenos de España, y ninguno de ellos llegó á tomar la posesion de aquella dignidad, porque la muerte les atajó. Si esto fué ó no fué permision de Dios en penitencia de no haber dejado llegar á otros adonde mas le podian servir y Él los llamaba, solo el mismo Señor se lo sabe, que son secretos suyos; mas traese en consecuencia de lo que podria ser. Otrosi concede su Santidad del Papa Adriano en la dicha bula, que los prelados de las órdenes en estas partes de Indias, y los otros frailes á quien ellos lo cometieren, tengan toda la autoridad plena del Sumo Pontífice, tanta cuanta á ellos les pareciere ser conveniente para la conversion de los indios, y para su manutenencia y aprovechamiento de ellos y de los demás cristianos en la fe católica y en la obediencia de la santa Iglesia de Roma, y que esta dicha autoridad tengan, así para con sus frailes y otros de cualquiera órden que acá estuvieren diputados para la tal obra, y para los indios convertidos á la fe, como tambien para los demás cristianos que para ejercitar la tal obra les tuvieren compañía. Y que se extienda esta autoridad para ejercer tambien todos los actos episcopales que no requieren órden episcopal, con tal que usen de esta autoridad solamente en las partes adonde no hubiere obispos criados; y adonde los oviere usen de ella cuando dentro de dos dietas (que son dos jornadas comunes) no se pudiere haber la presencia del obispo ó de sus oficiales. Y demás de esto confirma y de nuevo concede en la dicha bula todos los indultos que sus predecesores concedieron, y los que sus sucesores despues de él concedieren á los frailes que están ó vienen ó procuran venir á estas partes, para que libre y lícitamente usen y gocen de todos ellos.
Capítulo VII
En que se contiene otra bula de Paulo III, en ampliacion y extension de lo concedido en la bula referida de Adriano VI
Paulus Papa Tertius, dilecto filio Vincentio Lunelo, Ordinis Minorum de Observantia, pro Ultramontanis in Curia Romana Generali Commissario. Dilecte fili, salutem et apostolicam benedictionem. Alias, felicis recordationis Adrianus Papa Sextus, praedecessor noster, inter alia voluit ut fratres Ordinis Minorum regularis Observantiae qui pro tempore assumerentur ad regimen aliorum fratrum in terris Indiarum degentium, in utroque foro supra fratres sibi commisos omnem auctoritatem et facultatem haberent quam Generalis Minister dicti Ordinis habet; ita tamen, quod ipse Generalis Minister sub cujus obedientia manere deberent, ipsam auctoritatem prout sibi videretur limitare et arctare posset: ac ad hujusmodi regimen assumpti et alii fratres in dictis terris commorantes per ipsos assumptos deputandi in partibus in quibus nondum essent Episcopatus creati, vel si essent, infra duarum dietarum spatium ipsi vel officiales eorum inveniri non possent, tam super fratres praedictos, quam cujuscurnque ordinis qui ibidem forent, ac super Indos ad fidem Christi conversos, necnon alios christicolas in dictis terris existentes, omnimodam auctoritatem ipsius Adriani, praedeccssoris nostri, in utroque foro haberent, etiam quoad omnes actus episcopales qui ordinem episcopalem non requirerent exercendos, donec per Sedem apostolicam aliud foret ordinatum, prout in litteris ipsius praedecessoris, in quibus omnia indulta quae per Romanos Pontifices praedecessores suos fratribus praefatis eatenus erant concessa confirmavit. Voluit quoque quod praefati assumpti et alii fratres quibus ipsi ducerent concedendum, dictis indultis in genere vel in specie eatenus concessis et in posterum concedendis, quae pro sufficienter expressis ae de verbo ad verbum insertis habuit, uti, potiri et gaudere libere et licite possent, prout in dictis litteris plenius continetur. Cum autem, sicut nobis nuper exponi fecisti, in dictis Indiarum partibus plurimae domus dicti Ordinis fundatae et una provincia et una custodia secundum morem dicti ordinis Minorum de Observantia institutae existant, expediatque plurimum pro felici regimine fratrum in dictis terris, ac directione et instructione ad fidem conversorum, ut litterae praedictae ad loca ubi sunt Episcopatus erecti extendantur, et propterea, nobis supplicari feceris ut in praemissis opportune providere, de benignitate apostolica dignaremur: Nos his quae ad fidei augmentum et propagationem tendere possunt favorabiliter annuentes, hujusmodi supplicationibus inclinati, litteras Adriani praedecessoris hujusmodi, cum omnibus et singulis in eis contentis clausulis, ad dicta loca in quibus Episcopatus sunt erecti vel erigentur in futurum (ita quod ipsorum Episcoporum ad praemissa accedat assensus) extendimus et ampliamus; ac quod fratres ejusdem Ordinis ad partes Indiarum a Generali Ministro dicti ordinis, vel ejus Commissario Generali destinati, in eadem provincia vel custodia in qua dietus Minister vel Commissarius ordinaverint stare teneantur et debeant: illi vero qui absque eorum licentia reperti fuerint, expelli possintstatuimus et ordinamus per praesentes Et nihilominus venerabilibus fratribus Archiepiscopo Hispalensi, et Vuigornensi ac Mexicensi Episcopis per easdem presentes committimus et mandamus quatenus ipsi, vel duo aut unus eorum per se vel alium seu alios, auctoritate nostra faciant praesentes litteras et in eis contenta quaecumque plenum effectum sortiri: illisque omnes et singulos quos quomodolibet concernunt, pacifice frui et gaudere, nec permittant quemquam contra tenorem praesentium quomodolibet molestari, impediri aut inquietari; contradictores quoslibet et rebelles etiam per quascumque de quibus eis placuerit censuras et poenas ac alia juris remedia, appellatione postposita, compescendo, invocato ad hoc, si opus fuerit, auxilio brachii secularis: non obstantibus praemissis ac piae memoriae Bonifacii Papae Octavi et praedecessoris nostri et de una et in Concilio generali de duobus dietis edita: dummodo ultra tres dietas aliquis auctoritate praesentium. non trahatur; aliis apostolicia ac provincialibus et sinodalibus constitutionibus et ordinationibus ac statutis et consuetudinibus, etiam juramento confirmatione apostolica vel quavis firmitate alia roboratia, privilegiis quoque indultis ac litteris apostolicia per quoscumque alios Romanos Pontifices, etiam praedecessores nostros et Nos, ac Sedem apostolicam, etiam motu proprio et ex certa scientia ac de apostoliae potestatis plenitudine et cum quibusvis irritativis, annullativis, cassativis, restrictivis, praeservativis, exceptivis, revocativis, declarativis mentis, attestativis ac derogatoriarum derogatoriis, aliisque efficatioribus efficacissimis et insolitis clausulis quomodolibet, etiam pluries concessis, confirmatis et innovatis, quibus omnibus etiamsi pro illorum sufficienti derogatione de illis eorumque totis tenoribus specialis et individua ac de verbo ad verbum, non autem per clausulas generales idem importantes mentio seu quaevis alia expressio habenda aut exquisita forma servanda foret, et in eis caveatur expresse quod illis nullatenus derogari possent, illarum omnium tenores praesentibus pro sufficienter expressis ac de verbo ad verbum insertis, necnon modos et formas ad id servandos pro individuo servatis habentes, hac vice duntaxat (ilis alias in suo robore permansuris) harum serie specialiter et expresse derogamus caetetisque contrariis quibuscumque. Datum Romae, apud Sanctum Petrum, sub annulo piscatoris, die XV Februarii MDXXXV, Pontificatus nostri anno primo.
Esta bula (como por ella parece) fué concedida á peticion de Fr. Vicente Lunel, comisario de corte romana por la órden de S. Francisco. El cual siendo informado por los religiosos de esta Nueva España, que muchas veces se ofrecia necesidad de la plena autoridad del Sumo Pontífice, y de consagrar cálices y aras, y ejercer algunos actos episcopales dentro de las dos dietas de donde residian los obispos ó sus oficiales, lo cual el Pontífice Adriano VI les habia limitado, diciendo que solamente usasen de la dicha concesion fuera de las dos dietas y no dentro; el dicho comisario de corte romana suplicó al Pontífice Paulo III, fuese servido de ampliar y extender la dicha concesion tambien dentro de las dos dietas. Y su Santidad lo concede así, con tal que sea con el beneplácito de los obispos, cada uno en su obispado. Y para la ejecucion de esta su concesion y ampliacion, señala por sus diputados ó legados á los arzobispos de Sevilla y México, con, el obispo de Vuigornia, que la hagan cumplir.
Capítulo VIII
De cómo fué elegido por primer apóstol y prelado de la Nueva España el varon santo Fr. Martin de Valencia
Habido el despacho del Sumo Pontífice, y resuelto el Emperador en que los primeros ministros de esta nueva gente fuesen frailes menores, no restaba sino señalar los compañeros que habian de traer consigo Fr. Juan Clapion y Fr. Francisco de los Ángeles que (como dicho se ha) eran los primeros, y los que con mas determinacion para el efecto se habian ofrecido, y sacado para su viaje la bula del Papa Leon. Mas como se acercaba el capítulo general que se habia de celebrar en Búrgos la Pascua de Espíritu Santo del año que ya era entrado de veintitres, pareció que era bien, aguardar la eleccion del nuevo general para venir con su licencia y bendicion, así como traian la del Pontífice, y también para escoger los compañeros mas á su gusto, pues allí habian de concurrir los mas principales frailes de la órden y de todas las partes de la cristiandad. Llegado el tiempo del capítulo, quiso Nuestro Señor que los vocales echasen mano (mas que de otro alguno) del Fr. Francisco de los Ángeles, por las buenas partes y méritos que en el se conocian. Y así lo eligieron por general de la órden, á cuya causa fué impedida su venida y deshecha su compañía con Fr. Juan Clapion, el cual tampoco pasó á estas partes, porque la muerte le atajó sus buenos deseos, y el Señor, quiso llevárselo al cielo en aquella sazon para darle el premio de los trabajos á que por su amor se ofrecia; porque para la empresa que él llevaba, tenia escogido otro caudillo y otros soldados en la órden, apenas conocidos, que eran el santo Fr. Martin de Valencia y sus compañeros. Y parece que se ordenó esta divina provision en la forma siguiente. Viéndose Fr. Francisco de los Ángeles impedido para el viaje que pretendiera de las Indias con el oficio de general, no obstante que con la nueva carga se hallaba cargado de muchos cuidados, el mayor que entre todos ellos se le ofrecia, y el que mas suspendia su entendimiento, era el deseo de acertar en la provision del apostolado de las innumerables gentes indianas, del cual humildemente confesaba él y conocia haber sido privado por indigno. Y como cosa que de su deliberacion principalmente dependia, la encomendaba muy de veras á Nuestro Señor, suplicándole que como cosa tan suya y tan importante á su servicio la proveyese de su mano diciendo aquellas palabras con que los santos apóstoles pedian al Espíritu Santo la eleccion de uno que les faltara para cumplir el número duodécimo.: Vos, Señor, que conoceis los corazones de todos los hombres y sabeis lo interior de cada uno de ellos, mostradme quién sea el que teneis escogido para que éntre en mi lugar, y ejercite el ministerio y apostolado que yo por vuestros secretos juicios no he merecido. Y teniendo confianza de ser alumbrado por la misericordia, del Muy Alto, no se descuidaba en poner de su parte la diligencia debida, mirando con atencion las muchas y muy venerables personas que en aquella general congregacion estaban juntas. Y echando los ojos, no una, sino muchas veces por cada uno de ellos, quedó su corazon satisfecho con la vista y aparencia de Fr. Martin de Valencia, provincial de S. Gabriel, adonde á la sazon se guardaba con singular pureza y perfeccion la regla del padre S. Francisco. Contentóle en este varon de Dios la madureza de su edad, la gravedad y serenidad de su rostro, la aspereza del hábito, junto con el desprecio que mostraba de sí mismo, la reportacion de sus palabras, la compostura de sus meneos, y sobre todo, que el espíritu de dentro le decia: este es el que buscas y has menester; porque realmente en aquel, sobre tantos y tan excelentes varones, se le representó el retrato del espíritu ferviente del padre S. Francisco. Y puesto que en él solo repararon sus cuidados para no cansar en buscar otra pieza, diciendo en lo íntimo de su alma: Hallé ya hombre segun mi deseo y voluntad; mas por entonces no le quiso hablar ni tractar del negocio, por haberse de comunicar primero con el Emperador, por cuyo mandato y orden se habia de despachar. Pero expedido el capítulo general, procuró de ir á besar las manos á S. M. con la mayor brevedad que pudo: y dándole cuenta del buen recaudo que (con el favor de Dios) pensaba tener para la conversion de los indios de la Nueva España, y dejado concertado en el consejo de Indias todo lo que para la provision y despacho de los religiosos que se enviasen era menester, se partió el general de la corte, y fué derecho á visitar la provincia de S. Gabriel, para donde principalmente llevaba su designio, y tuvo capítulo provincial en el convento de Belvis, por otro nombre llamado Nuestra Señora de Berrogal, adonde despues de haber hecho un razonamiento espiritual al siervo del Señor Fr. Martin de Valencia, le mandó por santa obediencia, que tomando doce compañeros escogidos conforme á su espíritu, segun el número de los doce apóstoles de Cristo nuestro Redentor, pasase á predicar el santo Evangelio á las gentes nuevamente descubiertas por D. Fernando Cortés en las Indias de la Nueva España. El varon de Dios (que siempre habia tenido este deseo de ir á predicará infieles, y queriéndolo poner por obra algunos años antes, y pasar á los moros de Berbería, se lo habia estorbado cierta persona espiritual, enviándole á decir que no hiciese mudanza de su persona, porque para otra parte lo tenia Dios escogido, y que cuándo fuese tiempo él lo llamaria) viendo lo que el ministro general le mandaba, túvolo por cosa ordenada de la mano de Dios: y como si él mismo en persona se lo mandara, recibió su espíritu un entrañable gozo y júbilo, juntamente con el temor reverencial que causaba él humilde conocimiento de su propia flaqueza y insuficiencia, y dando gracias á Nuestro Señor por tan alto beneficio, cantó su ánima en lo interior del corazon aquel verso de David: Quid retribuam Domino, pro omnibus quae retribuit mihi.? Y ella misma le respondió ofreciéndose toda con el otro verso que abajo en el mismo salmo se sigue: Tibi sacrificabo hostiam laudis, et nomem Domini invocabo. Y luego sin réplica aceptó la obediencia que le fuera impuesta. Y quedándose en la provincia para recoger los compañeros que habia de llevar, el general se fué á la provincia de los Ángeles, donde quedó -que los aguardaria en el convento de Santa María de los Ángeles para la fiesta del padre S. Francisco, y allí les daria el despacho y recaudos de su viaje.
Capítulo IX
De la instruccion que el ministro general dió á Fr. Martin de Valencia y á sus compañeros
Recogidos muy á su gusto los doce compañeros, los diez de ellos sacerdotes y los otros dos legos, el nuevo caudillo de aquella grey apostólica se fué con ellos al convento de Santa María de los Ángeles, como quedara concertado, donde hallaron al ministro general, el cual quiso verlos á todos, hablarles y darles su bendicion y mandato de ir entre los infieles, el mismo dia del bienaventurado S. Francisco, para que hiciesen cuenta que él mismo (cuya persona representaba) los enviaba, como si viviera en las tierras, pues á la verdad vivia en la memoria de aquella su tan célebre festividad. Y quiso el general que fuese en aquel convento que tenia el nombre é imitacion del de Santa María de los Ángeles en Asis, primera casa y cabeza de la órden, de donde el santo padre, viviendo en el mundo, solia enviar sus discípulos y compañeros á predicar la palabra de Dios por todas las partes del orbe. Y como buen pastor y sabio prelado, dió el ministro general á Fr. Martin de Valencia y á sus compañeros una instruccion por escrito de cómo se habian de haber en esta su legacion, en la forma siguiente:
Fr. Francisco de los Ángeles, Ministro General y siervo de toda la Orden de los frailes menores, al venerable y devoto padre Fr. Martin de Valencia, custodio de la custodia del santo Evangelio en la Nueva España y tierra de Yucatan,(4) y á los otros religiosos por mí enviados á la dicha tierra, paz y paternal bendicion. Como la mano del Muy Alto no sea abreviada para hacer misericordia á sus criaturas, no cesa aquel soberano padre de las compañas, Dios y criador nuestro, de granjear en esta viña de su Iglesia, para de ella coger el fruto que su precioso Hijo en la Cruz mereció. Ni hasta la fin cesará, enviando nuevos obreros á su Iglesia. Y porque en esta tierra de la Nueva España ya dicha, siendo por el demonio y carne vendimiada, Cristo no goza de las ánimas que con su sangre compró, parecióme que pues á Cristo allí no le faltan injurias, no era razon que á mí me faltase sentimiento de ellas, pues tanta razon y mas tengo yo que el profeta David para sentir y decir con él: Zelus domus tuae comedit me, et opprobria exprobrantium tibi ceciderunt super me. Y sintiendo esto, y siguiendo las pisadas de nuestro padre S. Francisco, el cual enviaba frailes á las partes de los infieles, acordé enviaros, padre, á vos á aquellas partes ya dichas con doce compañeros por mi señalados, mandando en virtud de santa obediencia á vos y á ellos acepteis este trabajoso peregrinaje por el que Cristo Hijo de Dios tomó por nosotros; acordándoos que asi amó Dios al mundo, que para redemirle envió á su Unigénito Hijo del cielo á la tierra, el cual anduvo y conversó entre los hombres treinta y tres años, buscando la honra de Dios su Padre y la salud de las almas perdidas. Y por estas dos cosas vivió en muchos trabajos y pobreza, humillándose hasta la muerte de cruz. Y un dia antes que muriese dijo á sus apóstoles: Ejemplo os dejo para que como me he habido con vosotros, asi vosotros os hayais unos con otros. Lo cual despues los apóstoles por obra y palabra nos mostraron, andando por el mundo predicando la fe con mucha pobreza y trabajos, levantando la bandera de la Cruz en partes extrañas, en cuya demanda perdieron la vida con mucha alegría por amor de Dios y del prójimo, sabiendo que en estos dos mandamientos se encierra toda la ley y profetas. Y los santos que despues vinieron, siempre procuraron guardar este titulo: inflamados con estos dos amores de Dios y del prójimo, como con dos piés, corrian por este mundo. No su honra, mas la de Dios; no su descanso, mas el de su prójimo buscando y procurando. Y asi como nuestro padre S. Francisco aprendió esto de Cristo y de los apóstoles, así nos lo mostró yendo él á predicar por una parte y enviando sus frailes por otra. Porque nos enseñase cómo habiamos de guardar la regla apostólica y evangélica que prometimos. Y aunque yo, muy amados hermanos en Jesucristo, haya deseado y procurado mucho tiempo há, y deseo ahora ir á vivir y morir en aquellas partes, mostrando á mis súbditos mas por obra que por palabra la guarda del Evangelio, preso y aherrojado en la cárcel de la obediencia de esa misma regla, no hago lo que quiero sino lo que aborrezco. Y pues mis pecados no me dan lugar para que yo en esto me pueda emplear, acordé enviar á vosotros, confiado que por virtud de la obediencia, por la cual vais, andando con estos dos piés que tengo dicho, que son los del amor de Dios y del prójimo, podreis correr de manera que digais con el Apóstol: Sit curro, non quasi in incertum, pues correis por los mandamientos de Dios: Sic pugno, non quasi aerem verberens, pues vuestro cuidado no ha de ser en guardar cerimonias ni ordenaciones, sino en la guarda del Evangelio, y regla que prometistes. Y porque en tan espiritual y alto edificio no os falte el fundamento de la humildad, tened siempre delante de los ojos aquellas palabras: No somos suficientes de nosotros, mas nuestra suficiencia y habilidad es de Dios. Y porque este conocimiento y humildad no emperece los piés que tengo dicho para ir por los trabajos, diciendo: No somos para ello, acordaos, hermanos míos muy amados, que aunque así sea, que ni el que planta ni el que riega hace algo, y que solo Dios es el que da fructo; pero bástanos hacer lo que en nos es. Y el Apóstol no se gloria del provecho que hizo, sino del trabajo que pasó. Porque aunque no convirtais infiel alguno, sino que os ahogueis en la mar, ó os coman las bestias fieras, habreis hecho vuestro oficio, y Dios hará el suyo. Estas pocas palabras llanas y simples os he querido, hermanos amados, decir, más por cumplir con mi oficio, que por suplir vuestro sentir, del cual confio mas que del mio. Y notad bien los puntos siguientes para los principios, hasta que la experiencia otra cosa os dé á sentir.
Lo primero que por vuestra consolacion debeis notar, es que sois enviados á esta unta obra por el mérito de la santa obediencia. Y no solamente mia, en cuanto vicario de S. Francisco y Ministro general, pero Su Santidad por un Breve á mí dirigido dice, que los que yo señalare él mismo los envia auctoritate apostotica como vicario de Cristo. Y asi al presente no envio mas de un prelado con doce compañeros, porque este fué el número que Cristo tomó en su compañía para hacer la conversion del mundo. Y S. Francisco nuestro padre hizo lo mismo para la publicacion de la vida evangélica.
Lo segundo, pues vais á plantar el Evangelio en los corazones de aquellos infieles, mirad que vuestra vida y conversacion no se aparte de él. Y esto hareis si veláredes estudiosamente en la guarda de vuestra regla, la cual está fundada en el santo Evangelio, guardándola pura y simplemente, sin glosa ni dispensacion, como se guarda en las provincias de los Ángeles, S. Gabriel y la Piedad, y nuestro ~ S. Francisco y sus compañeros la guardaron. Podreis empero usar de las declaraciones que declaran y no relajan la regla, entendiéndolas sanamente, dejando otros extremos, los cuales traen peligrosos errores.
Lo tercero, el prelado vuestro y de los frailes que á aquella Nueva España y tierra de Yucatan fueren, se llamará custodio de la custodia del santo Evangelio; y todos los frailes serán á él subjetos como al Ministro general, cuyas veces tiene in utroque foro. Y este custodio será subjeto al ministro general inmediato, sin reconocer otro superior sino al Ministro general ó al comisario por el enviado. Y no es mi voluntad que algun fraile en aquellas partes more, si no quisiere conformarse con vosotros y guardar la forma de vivir que tengo dicha. Y si algunos hay al presente ó fueren despues, y no se quisieren conformar, mando por obediencia que sean remitidos á la provincia de Santa Cruz de la isla Española.
Lo cuarto, porque por el trabajo que por la obediencia tomais, no es razon os prive del privilegio de los otros, por la presente declaro y mando, que cuando alguno de vosotros por alguna causa fuere de vuestro custodio remitido á estas partes, sea rescebido en su provincia de donde salió, como hijo de ella, sin poder ser desechado. Y cuando en vuestras provincias fuere notificado el fallecimiento de alguno de vosotros, quiero, sea por él hecho el oficio, como por otro cualquier fraile que muere, morador de la provincia.
Lo quinto, cuando acaeciere morir el custodio ó acabare el trienio, sea hecha la eleccion del sucesor de esta manera: El sacerdote mas antiguo de donde muriere el custodio llamará á capitulo á todos los sacerdotes que en espacio de treinta dias se pudieren juntar, los cuales todos tendrán voz en la eleccion del custodio: y hacerse ha por escrutinio conforme á los estatutos de la órden: y hasta tanto que sea elegido el sucesor del que murió, aquel padre sacerdote mas antiguo ya dicho, tendrá todas las veces y autoridad del custodio hasta que sea elegido otro, el cual ipso facto será confirmado y habido por prelado de todos los otros.
Lo sexto, el custodio será obligado de venir ó enviar á los capítulos generales, no á los que se celebran de tres en tres años, sino á los que en fin de los seis años para elegir ministro general se celebran. En el cual capítulo no tendrá voto, hasta que por el capitulo general le sea concedido. Pero su venida será á dar noticia de allá, y llevar las provisiones necesarias.
Lo séptimo, que tengais aviso que por el provecho de los otros no descuideis del vuestro. Y para esto si juntos pudiéredes estar en una ciudad, ternialo por mejor; porque el concierto y buen ejemplo que viesen en vuestra vida y conversacion seria tanta parte para ayudar á la conversion como las palabras y predicaciones. Y si esto no oviere lugar, á lo menos dividiros heis de dos en dos ó de cuatro en cuatro; y esto en tal distancia, que en quince dias poco mas ó menos os podais juntar cada año una vez con vuestro prelado á conferir unos con otros las cosas necesarias.
Item, á ejemplo de nuestro padre S. Francisco, que yendo camino, de su compañero hacia prelado, por estar siempre debajo de obediencia cuando el custodio enviare algunos (aunque no sean mas de dos), siempre señale al uno por prelado del otro. Y en todo lo que las constituciones y loables costumbres de la religion no estorbaren de hacer á lo que vais, que es á la conversion de los infieles, es bien sean de vosotros guardadas. Y debeis pensar lo que Cristo dijo: que no vino á quebrantar la ley, sino á guardalla. Y porque esto y todo lo demas remito á la discrecion de vuestro prelado, no digo mas. Otras particularidades que se debrian poner, asi en la conversacion de vosotros unos con otros, como en la conversion de los infieles, las dejo de poner ahora, hasta que viniendo el capítulo general (placiendo á Nuestro Señor), con la experiencia que oviéredes tomado, deis parecer de lo que se debe hacer. Y entretanto remítome á vuestra discrecion, confiando en la gracia que os comunicará Nuestro Señor, el cual os haya en su guarda. Dada en la provincia de los Ángeles, en el convento de Santa María de los Ángeles, dia de nuestro padre S. Francisco, de mil y quinientos y veinte y tres años. Señalada de mi mano y sellada con el sello mayor de mi oficio. Frater Franciscus Angelorum, Generalis Minister et servus.
Capítulo X
De la obediencia que el mismo General dió, y con que vinieron á la Nueva España estos primeros predicadores del santo Evangelio
Estuvieron el siervo de Dios Fr. Martin de Valencia y sus compañeros en el convento de Santa María de los Ángeles con el Ministro general, todo el mes de Octubre, consolándose espiritualmente con él, y él con ellos, armándolos con santas amonestaciones y saludables consejos para la guerra que habian de hacer al príncipe de las tinieblas, que tan apoderado y enseñoreado estaba en este Nuevo Mundo que los caballeros de Cristo venian á conquistar. Y queriéndolos ya despedir para que ellos tambien fuesen á despedirse á su provincia, por fin de Octubre les dió la patente y obediencia con que habian de venir, escrita en latin, firmada de su nombre y sellada con el sello mayor de su oficio; la cual, juntamente con la instruccion sobredicha, originalmente se guardan en el archivo del convento de S. Francisco de México; cuyo tenor, vuelto en castellano, es el que se sigue:
Á los muy amados y venerandos padres Fr. Martin de Valencia, confesor y predicador docto, y á los otros doce frailes de la Orden de los Menores que debajo de su obediencia han de ser enviados á lo partes de los infieles que habitan en las tierras que llaman de Yucatan, es á saber, Fr. Francisco de Soto, Fr. Martin de la Coruña, Fr. José de la Coruña, Fr. Juan Xuarez, Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo y Fr. Toribio de Benavente, predicadores y tambien confesores doctos, y á Fr. García de Cisneros y Fr. Luis de Fuensalida, predicadores, y Fr. Juan de Ribas y Fr. Francisco Ximenez, sacerdotes, y á los hermanos Fr. Andrés de Córdoba y Fr. Bernardino de la Torre, religiosos legos devotos, y á todos los demas frailes que allá se ovieren de recibir, ó de acá en el tiempo venidero se ovieren de enviar, Fr. Francisco de los Ángeles, Ministro general y siervo de toda la misma Orden, salud y paz sempiterna en el Señor. Entre los continuos trabajos que ocupan mi entendimiento en la priesa de los- negocios que cada dia se me ofrecen, este principalmente me solicita y congoja, de cómo por medio vuestro, hermanos carísimos, con el favor del Muy Alto, y á imitacion del varon apostólico y seráfico padre nuestro S. Francisco, procure yo con toda ternura de mis entrañas y continuos sollozos de mi corazon librar de la cabeza del dragon infernal las ánimas redemidas con la preciosísima sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y que engañadas con la astucia de Satanás viven en la sombra de la muerte, detenidas en la vanidad de los ídolos, y hacerlas que militen debajo de la bandera de la Cruz, y que abajen y metan el cuello so el dulce yugo de Cristo. Porque de otra manera no podré huir el celo del sediento Francisco de la salud de las ánimas, que de dia y de noche está dando aldabadas en la puerta de mi corazon con golpes sin cesar. Y lo que por curso de muchos dias desée, es á saber, ser de vuestro número y compañía, y no lo merecí alcanzar de mis superiores (así, Padre celestial, porque así te plugo y asi lo quisiste), mediante el favor divino, en vuestras personas tengo firme esperanza de lo conseguir. Pues como la benignidad del Padre Eterno para ensalzar la gloria de su nombre, y para procurar la salud de los fieles, y para impedir la caida que amenazaba la Iglesia, entre otras muy muchas personas que para este divinal servicio estaban diputadas en su santa Iglesia, señaló al susodicho seráfico alférez de Cristo con sus hijos, conviene á saber, los varones esclarecidos de su órden: los cuales contemplando la vida y merecimientos del bienaventurado S. Pablo, se glorían en sola la Cruz del Señor, despreciando los placeres del mundo por los deleites del paraíso. No se olvidando, pues, el mismo varon de Dios de su vocacion, procuraba de reducir al gremio de la Iglesia militante, así los fieles como los infieles, por su propia persona y por medio de sus hijos, levantando siempre su deseo y aficion al amor de las cosas celestiales; y aun hoy en dia de contino publican la virtud del nombre de Dios por la redondez de las tierras, y ensanchando el culto de la religion cristiana, con cuidadosa atencion trabajan y se fatigan. ¿Qué mas diré? Ciertamente desterrando herejías, y oponiéndose contra otras pestilencias acarreadoras de la muerte, se dedicaron y ofrecieron á voluntario menosprecio de los hombres. Y deseando derramar su propia sangre, inflamados con el fuego del amor de Cristo, el sobredicho padre con algunos de sus hijos sedientos de la palma del martirio, fueron por diversas partes del mundo á tierras de infieles. Mas ahora cuando ya el dia del mundo va declinando á la hora undécima, sois llamados vosotros del Padre de las compañas, para que vais á su viña, no alquilados por algun precio, como otros, sino como verdaderos hijos de tan gran Padre; buscando no vuestras propias cosas, sino las que son de Jesucristo, corrais á la labor de la viña sin promesa de jornal, como hijos en pos de vuestro Padre. El cual así como deseó ser hecho el postrero y el menor de los hombres, así lo alcanzó; y quiso que vosotros sus verdaderos hijos fuésedes los postreros, acoceando la gloria del mundo, abatidos por vileza, poseyendo la alteza de la muy alta pobreza, y siendo tales que el mundo os tuviese en escarnio, y á manera y semejanza de afrenta, y vuestra vida juzgasen por locura, y vuestro fin sin honra: para que así hechos locos al mundo convirtiésedes á ese mismo mundo con la locura de la predicacion. Y no os turbeis porque no sois alquilados por precio, mas antes enviados sin promesa de soldada: porque el varon de Dios alumbrado del Padre de las lumbres con interior inspiracion vió entonces con ojos claros, que por haceros de los postreros, con firme certidumbre de alteza habiais de ser los primeros. Á vosotros, pues, oh hijos mios, doy voces yo, indigno padre, acercándose ya el último fin del siglo, que se va envejeciendo, y vuestras voluntades muevo y despierto para que defendais el escuadron del Alto Rey, que va como de vencida, y ya cuasi huyendo de los enemigos; y emprendiendo la victoriosa pelea del Soberano Triunfador, con palabras y obras prediqueis á los enemigos. Y si hasta aquí buscástes con Zacheo en el sicómoro ó higuera moral, y quesistes ver quién fuese Jesus, chupando el jugo de la Cruz, bajad ahora apriesa á la vida activa. Y si por daros solamente á la contemplacion de los misterios de la Cruz defraudástes á alguno, volved á los prójimos el cuatro tanto por la vida activa juntamente con la contemplativa, derramando (si necesario fuere ) vuestra propia sangre por el nombre de Cristo y por la salvacion de las almas: lo cual pesa el cuatro tanto de sola la contemplacion. Y entonces vereis mucho mejor quién sea Jesus, cuando desconfiados de vosotros mismos para poner esto en obra, lo recibiéredes á él con gozo en la casa de vuestros corazones. El cual hará que siendo vosotros en estatura pequeñitos, alcanceis triunfo del enemigo. Así que, corred con tal priesa, que comprendais y alcanceis la corona. Pues como vosotros, conforme á la alteza de vuestra profesion, con el celo de las almas deseeis correr al olor de los ungüentos de aquellos que siguieron las pisadas de Cristo, y por su amor derramaron su sangre; y á esta causa (segun el tenor de nuestra regla) me habeis pedido con instancia que os envíe á tierras de infieles, para que peleando allí por la fe de Cristo y por la conversion de los mismos infieles, podais ganar á Jesucristo las ánimas de vuestros prójimos y las vuestras, estando aparejados por su amor de él y por la salud de ellos ir á la cárcel y á la muerte; y porque por diversos indicios y experiencias tengo entendida la bondad de vuestra vida, antes por obras he conocido ser vosotros idóneos para llevar, publicar y defender hasta la muerte este estandarte del Rey de la gloria, el cual dais muestras que lo llevareis bien lejos; por tanto, confiado de la divina bondad, por la autoridad de mi oficio, en nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, os elijo y envio á convertir con palabras y ejemplo las gentes que no conocen á Nuestro Señor Jesucristo, y están detenida so el yugo del captiverio de Satanás con la ceguedad de la idolatría, moradores de las Indias que vulgarmente se llaman de Yucatan, ó Nueva España, ó tierra firme. Y al mérito de la santa obediencia os inyungo, y juntamente mando, que vais y traigais fructo, y vuestro fructo permanezca. Y á vosotros los arriba nombrados doce frailes, y á las otros cualesquiera que en lo de adelante á vuestro gremio y compañía se ovieren de allegar, someto y subjeto á vos el sobredicho venerable padre Fr. Martin de Valencia, como á su pastor y verdadero prelado, y á los que os sucedieren en el oficio: y os asigno y constituyo por tal verdadero prelado de ellos, y por el semejante á vuestros sucesores en el oficio, conforme á la instruccion que os tengo de dar del modo y manera de vuestra vida y converacion. Y os llamo, nombro, é instituyo custodio de ellos: y quiero y mando que seais llamado custodio: y os pongo súbdito y subjeto á mi persona sola y á mi obediencia y de mis sucesores en el oficio, y tambien del comisado de España en aquellas cotas en que á tuviéredes recurso vos mismo ó vuestros sucesores con la mayor parte de los frailes por vuestras cartas y letras, hasta que otra cosa os conste á vos ó á vuestros sucesores por lo que se mandare en nuestro capítulo general. Demas de esto á vosotros doce y á los que adelante se juntaren á vuestra compañía, y á cada uno de vosotros y de ellos inyungo y juntamente mando en mérito de santa obediencia, que al dicho padre Fr. Martin de Valencia, así como á vuestro verdadero y cierto prelado y custodio, y á los que le sucedieren en el oficio, obedezcais en todas las cotas en que al general Ministro (segun, el tenor de la regla) y á los demas prelados vuestros estais obligados á obedecer. Y porque así á súbditos como á prelados soy deudor por el cuidado y cargo impuesto con el oficio que sin méritos ocupo, y muchas costa se podrian ofrecer por tiempo cerca de la custodia á vos encomendada que perteneciesen á mi oficio, para las cuales proveer con eficacia se habria de buscar mi presencia; de aquí es que á vos el dicho Fr. Martin de Valencia (de cuyo ferviente celo de religion y loable madureza, ciencia y principal discrecion, y suficiencia universal enteramente confio en el Señor) y á cada uno de vuestros sucesora en el oficio, por el tenor de las presentes plenísimamente cometo mis veces cuanto á todos vuestros súbditos que agora son y por tiempo lo serán adelante, y cuanto á todos y á cada uno de los conventos, si algunos el presente hay de nuestra Orden, y los que habrá en el tiempo venidero en la dicha Nueva España ó tierra de Yucatan, dándoos á vos y á ellos toda y entera autoridad y facultad in utroque foro, así en el exterior judicial como en el interior de la conciencia, no solamente la ordinaria que á mi me compete de oficio, mas tambien la que por privilegios apostólicos me está concedida, con poder de subdelegar, es á saber, para pública y privadamente visitar, amonestar, corregir, castigar, instruir, privar, ordenar, prohibir y disponer, atar y desatar, y dispensar en cualesquier penas, irregularidades y defectos, y contra cualesquier estatutos de la Orden, y cerca de cualesquier preceptos en que yo mismo puedo en cuanto á entrambos fueros y por censuras eclesiásticas y otras penas canónicas constreñir y compeler, interpretar y declarar dubdas; y generalmente para hacer y cumplir en especial todas y cada una de las cosas que el oficio y autoridad del Ministro general en cualquier manera conciernen, como yo mismo personalmente, asi por mi poder ordinario, como por comision de la Silla apostólica podria hacer y cumplir, puesto que fuesen tales cosas que por ser tan árduas tuviesen necesidad de expresa y específica pronunciacion. Las cuales todas y cada una de ellas quiero por el tenor de las presentes ser tenidas por suficientemente pronunciadas y expresas, sacados tan solamente dos casos, los cuales para mi mismo reservo. El primero, de recibir mujeres, ora sean doncellas, ó viudas, ó casadas, á la órden y obediencia de la regla de Santa Clara, así de la primera como de la segunda ó tercera: las cuales órdenes es manifiesto haber instituido el bienaventurado nuestro padre S. Francisco, así como la de los frailes menores. El segundo, de absolver de vínculo de la excomunion á aquellos que por su inobediencia contumaz me acaeciere descomulgar viva voce et in scriptis. Demas de esto, que podais cometer estas mis veces y autoridad en todo ó parte, á uno ó á muchas, cuantas veces os pareciere convenir, y las cometidas revocar á vuestro albedrío. Y porque los grandes trabajos y frecuentes vigilias que andando los tiempos habeis de padecer en cumplimiento y ejecucion de este negocio no enternezcan ni enflaquezcan vuestro ánimo, mas antes lo hallen incansable y renovado de cada dia, y sean para mayor merecimiento; en virtud del Espíritu Santo y estrechamente por obediencia os mando que que ejerciteis fiel y diligentemente el oficio del dicho cargo pastoral y comision, y segun la gracia que el señor os ha dado, y la que en lo de adelante aumentará, lo cumplais. Id, pues, hijos muy amados, con la bendicion de vuestro padre á cumplir el mandamiento que os está impuesto: y armados con el escudo de la fe, con loriga de justicia, con espada de la divina palabra, con el yelmo de salud, y con lanza de perseverancia, pelead con la antigua serpiente, que procura de tener por suyas las ánimas redemidas con la preciosísima sangre de Cristo: y ganadlas para ese mismo Señor: de suerte que á todos los católicos resulten acrecentamientos de fe, esperanza y caridad, y á los malos esté patente el camino de la verdad, y la locura de la herética perversidad se desvanezca, y á los gentiles se muestre clara su ceguera, y la luz de la fe católica resplandezca en sus corazones, y recibireis el reino perdurable. Id con la gracia de Jesucristo, y rogad por mí. Dadas en el convento de Santa María de los Ángeles de la provincia de los Ángeles, á treinta de octubre, año del nacimiento de Nuestro Redentor Jesucristo de mil y quinientos y veinte y tres, con firma y sello mayor de mi oficio. Fr. Francisco de los Ángeles, General Ministro y siervo.
Capítulo XI
Cómo estos apostólicos varones partieron de la provincia de S. Gabriel, y embarcados llegaron con próspero viaje á la Nueva España
De los trece religiosos contenidos en esta obediencia fué menester enviar á la corte el uno de ellos por ciertos despachos que habian de traer á las Indias. Y este fué Fr. José de la Coruña, sacerdote. Y los que quedaban, tomada la bendicion del ministro general, salieron de la casa de Santa María de los Ángeles, y dieron la vuelta á su provincia de S. Gabriel para despedirse de sus hermanos los frailes de ella, y aprestarse en cosas necesarias para su viaje. Partiendo, pues, últimamente del convento de Belvis de la provincia de S. Gabriel, enderezaron su camino para Sevilla, y allí llegaron tres ó cuatro dias antes de la fiesta de la Concepcion de Nuestra Señora. En cuya vigilia llegó tambien á la dicha ciudad el ministro general, donde (porque se les dió tiempo y lugar) estuvieron hasta la Epifanía ó Pascua de Reyes. Y viendo que Fr. José de la Coruña tardaba, y el uno de los dos legos, por nombre Fr. Bernardino, parece que no fué digno de este apostolado, eligieron en su lugar, á semejanza de otro S. Matías, á otro hermano lego de aquella provincia del Andalucía, llamado Fr. Juan de Palos, aunque simple y humilde en su estado, muy enseñado en las cosas del espíritu y mortificacion, porque su número de doce no faltase, conforme al colegio de los apóstoles, pues iban á ejercitar el mismo oficio apostólico. Y tomando segunda vez todos doce la bendicion de su prelado, que presente estaba, y llevando juntamente la del Sumo Pontífice Adriano VI, que por sus letras apostólicas les concedia, fuéronse al puerto de San Lúcar de Barrameda, donde se embarcaron y dieron á la vela mártes veinte y cinco de Enero, año de mil y quinientos y veinte y cuatro, dia de la conversion del apóstol S. Pablo. Lo cual no carece de misterio, sino que parece que quiso Nuestro Señor concordase el dia señalado de su embarcacion con la obra que iban á hacer de la conversion á su santa fe de un mundo de gentes á imitacion de la que su santo apóstol hizo despues de la suya propia, peregrinando por el mundo. Llegaron estos doce santos varones á la Gomera, isla de las Canarias, viérnes á cuatro de Febrero, y tomando allí puerto, el sábado siguiente, dicha misa de Nuestra Señora por uno de ellos en la iglesia llamada Santa María del Paso, y comulgando los demas con mucha devocion, se tornaron á embarcar; y navegando por espacio de veinte y siete dias llegaron á la isla de San Juan de Puerto Rico, donde desembarcaron á tres de Marzo; y habiendo allí descansado diez dias y recibido algun refrigerio, se dieron tercera vez á la vela en trece de Marzo, que fué domingo de Pasion, y fueron á la isla Española ó de Santo Domingo, donde entraron miércoles de la Semana Santa. Y por ser el tiempo que era de Pascuas, y la ciudad de españoles, se detuvieron en ella seis semanas, al cabo de las cuales se embarcaron la cuarta vez, y desembarcaron en la isla de Cuba, donde llaman la Trinidad, postrero dia de Abril, y allí recrearon sus cuerpos por espacio de tres dias: vueltos á embarcar la quinta vez, dieron consigo en el deseado puerto de San Juan de Ulúa, que es de la tierra firme de la Nueva España, en trece de Mayo el mismo año de veinte y cuatro, un dia antes de la vigilia de la Pascua de Espíritu Santo, con cuyo aire y celestial brisa no faltó la necesaria de la mar, que siempre con tiempo bonancible y suavidad nunca vista ni oida en aquella carrera, vino siempre soplando el navío. Y no se tenga por superfluo y vano el poner por tan menudo y extenso los dias que estos siervos de Dios en el discurso de este viaje pasaron, los puertos que tomaron, y lugares donde anduvieron, pues para escribirlo con las circunstancias debidas, y no perder punto de los pasos que dieron, bastaba ser viaje de tan heróicos varones enviados de Dios, por medio de tan graves personas como son el Papa y el Emperador, á emprender una de las mayores conquistas que desde el principio del mundo hasta aquí se han visto. Cuanto mas habiendo cosas particulares que considerar en esta su peregrinacion. Porque si para escribir historias profanas y henchir sus libros los autores se aprovechan de mil menudencias y cosas impertinentes, pintándolas con muchos colores retóricos, mostrándose cronistas puntuales: diciendo de uno que despues de los muchos triunfos y victorias alcanzadas se iba á espaciar á la ribera del mar, y á trebejar con las conchas de los caracoles, ostras y almejas de él: y de otro que viniendo vencido de la batalla pidió á un villano un jarro de agua (cosas de poco momento), con mas razon podré yo escribir estas menudencias (si así se sufre llamarlas), pues escribo historia verdadera y no forjada de mi cabeza, no profana sino eclesiástica, ni de capitanes del mundo sino celestiales y divinos que subjetar on con grandísima violencia al mundo, demonio y carne, y á los príncipes de las tinieblas y potestades infernales. Y para esto tambien me da licencia el ejemplo del glorioso S. Gerónimo, que escribiendo la vida de aquella noble matrona Santa Paula, no se desdeñó de contar con mucha curiosidad los pasos que esta santa mujer dió en la tierra de Palestina, visitando los santos Lugares, las estaciones que anduvo y las palabras que habló. Y así no es mucho que siquiera la primera salida que estos evangélicos predicadores hicieron para su larga peregrinacion y alto ministerio, se cuenten por menudo sus pasos, que á razon si hubiera memoria y bastara el papel, todos los que dieron en el ejercicio y prosecucion de tan santa obra se hubieran de escribir. Y es mucho de considerar cerca de la salida de estos siervos de Dios de su patria y provincia y lugar de su morada, la similitud que tiene con la del patriarca Abraham de su tierra, y natural por mandado de Dios, cuando le dijo: Sal de tu casa y tierra y de tu parentela, y ven á una tierra que yo te mostraré, y hacerte he caudillo de innumerable gente: y bendecirte he, y engrandeceré tu nombre, y serás bendito. Y como cumplió Abraham lo que Dios le mandó, y le obedeció, Dios tambien cumplió con él su palabra, haciéndolo patriarca y padre de muchas gentes. Lo mismo sucedió á estos benditos religiosos que por la obediencia desampararon la tierra de su naturaleza donde eran nacidos, y la provincia donde se criaron y aprendieron la perfecta observancia de la religion, donde eran conocidos y amados, por ir á tierras tan longincuas y extrañas para donde Dios los llamaba. En pago de lo cual los hizo el mismo Dios padres y caudillos y apóstoles de innumerables gentes, y los bendijo, y engrandeció sus nombres con perpetua memoria, y serán benditos en el cielo, donde ya gozarán del mismo que los premió, y en la tierra no perecerá su fama, porque en memoria eterna será el justo. Bendito sea Dios que tales hombres escogió, para que tanta multitud de almas erradas trajesen al conocimiento de su ley y Evangelio, y al camino de salvacion. Tambien es de considerar, que como Dios los traia por obreros escogidos de su viña, no quiso que alguno de ellos peligrase, sino que (como á otros hijos de Israel) los trajo sanos y salvos en aquel tiempo, cuando por la extrañeza y novedad de las tierras y climas solian muchos enfermar y morir. Y los trajo tambien descansadamente haciendo muchas paradas á trechos, y tomando muchos puertos, que despues acá no se toman, sino cuando mucho solos dos. Yo vine por el mismo tiempo, y no tomamos sino solo el puerto de Ocoa en la isla Española, tardando en la navegacion cuatro meses sin faltar un dia: y ellos tardaron poco mas de tres, siendo mas los dias que pausaron y descansaron, que los que anduvieron por la mar.
Capítulo XII
De la devocion y reverencia con que el gobernador D. Fernando Cortés recibió á los doce religiosos, acreditando con su humildad la predicacion del santo Evangelio
Cuando el gobernador D. Fernando Cortés supo la llegada de estos religiosos que él tanto habia deseado y procurado, recibió gran contento y alegría; y holgándose en el alma, dió gracias á Nuestro Señor por esta merced. Y luego mandó á algunos de sus criados les saliesen al camino, y los recibiesen en su nombre, y mirasen por sus personas; lo uno porque no les faltase la provision necesaria á su mantenimiento, y lo otro porque no les sucediese alguna desgracia, á causa de no estar aun del todo las cosas de la tierra entabladas y firmes, por haber poco que los españoles la ganaron, y los pocos que en ella habia estar recogidos en México, y no sin recelo de alguna novedad. Era uno de estos criados de Cortés, Juan de Villagomez, de quien yo tuve esta relacion que aquí escribo. Y mientras estos religiosos caminaban para México (que dista del puerto donde desembarcaron sesenta leguas) á pié y descalzos, y sin querer recibir mucho regalo, mandó el gobernador llamar á su presencia todos los indios caciques y principales de las mayores poblaciones que en el contorno de México habia, para que todos juntos se hallasen en su compañía á recibir los ministros de Dios que de su parte venian á enseñarles su ley y mostrarles su voluntad, y guiarlos por el camino de su salvacion. Pasando estos siervos de Dios por Tlaxcala, detuviéronse allí algun dia por descansar algo del camino y por ver aquella ciudad que tanta fama tenia de populosa, y aguardaron al dia del mercado, cuando la mayor parte de la gente de aquella provincia se suele juntar, acudiendo á la provision de sus familias. Y maravilláronse de ver tanta multitud de ánimas cuanta en su vida jamas habian visto así junta. Alabaron á Dios con grandísimo gozo por ver la copiosísima mies que les ponia por delante. Y ya que no les podian hablar por falta de su lengua, por señas (como mudos) les iban señalando el cielo, queriéndoles dar á entender que ellos venian á enseñarles los tesoros y grandezas que allá en lo alto habia. Los indios se andaban tras ellos (como los muchachos suelen seguir á los que causan novedad) y maravilláronse de verlos con tan desarrapado traje, tan diferente de la bizarría y gallardía que en los soldados españoles antes habian visto. Y decian unos á otros: ¿Qué hombres son estos tan pobres? ¿qué manera de ropa es esta que traen? No son estos como los otros cristianos de Castilla. Y menudeaban mucho un vocablo suyo diciendo: motolinea, motolinea. Y uno de los padres llamado Fr. Toribio de Benavente preguntó á un español, qué queria decir aquel vocablo que tanto lo repetian. Respondió el español: Padre, motolinea quiere decir pobre ó pobres. Entonces dijo Fr. Toribio: Ese será mi nombre para toda la vida; y así de allí adelante nunca se nombró ni firmó sino Fr. Toribio Motolinea. Llegados, pues, á México, el gobernador acompañado de todos los caballeros españoles y indios principales que para el efecto se habian juntado, los salió á recibir, y puestas las rodillas en tierra, de uno en uno les fué besando á todos las manos, haciendo lo mismo D. Pedro de Alvarado y los demas capitanes y caballeros españoles. Lo cual viendo los indios, los fueron siguiendo, y á imitacion de los españoles les besaron tambien las manos. Tanto puede el ejemplo de los mayores. Este celebérrimo acto está pintado en muchas partes de esta Nueva España de la manera que aquí se ha contado, para eterna memoria de tan memorable hazaña, que fué la mayor que Cortés hizo, no como hombre humano sino como angélico y del cielo, por cuyo medio el Espíritu Santo obraba aquello para firme fundamento de su divina palabra. Que así como por hombres pobres y bajos al parecer del mundo, en él la introdujo en sus principios, ni mas ni menos por otros hombres pobres, rotos y despreciados la habla tambien de introducir en este nuevo mundo, y publicar á estos infieles que presentes estaban, y al innumerable pueblo y gentío que de ellos dependia. Y cierto esta hazaña de Cortés fué la mayor de las muchas que de él se cuentan, porque en las otras venció á otros, mas en esta venció á sí mismo. El cual vencimiento, segun doctrina de los santos y de todos los sabios, es mas fuerte y poderoso y mas dificultoso de alcanzar, que el de las otras cosas fortísimas del mundo. Porque ¿qué hombre oviera que puesto en la cumbre y alteza en que él se via, enseñoreado de un nuevo mundo, temido y respetado de los mismos señores de él, y reputado de ellos por otro dios Júpiter, se abajara y humillara hasta ponerse de rodillas delante de unos pobres hombres mendigos y remendados, y al parecer del mundo, dignos de ser tenidos en poco, y besarles sus manos? Verdaderamente ella fué obra de tal varon y de tan católico pecho, que consideraba bien la honra que á los sacerdotes se debe por indignos que parezcan, pues son ministros de Dios en la tierra, y sus vicarios y lugartenientes en ella: lo cual por no se haber guardado en algunas partes del mundo que solian ser católicas, han venido á caer de la fe y en tantos errores. Y si esta honra se le debe y ha de hacer á los sacerdotes de Cristo en todas partes, más particularmente en aquellas que son nuevas en la fe, donde por ser las plantas tiernas advierten y miran con atencion cómo tratan y conversan los antiguos cristianos con sus sacerdotes, y cómo les dan la honra que su dignidad merece, para ser ellos guiados y regidos por aquel ejemplo. Aposentados, pues, los nuevos huéspedes y acariciados con mucha humildad por el gobernador, vuelto á los caciques y indios principales (que estarian como atónitos y pasmados de ver el extraordinario acto referido) les habló, diciendo: que no se maravillasen de lo que habian visto, que siendo él capitan general, gobernador y lugarteniente del Emperador del mundo, habia reconocido obediencia y subjecion á aquellos hombres que en hábito pobre y despreciado habian llegado de las partes de España. Porque nosotros, dijo él, que tenemos dominio y señorío y gobernamos á los demas que están debajo de nuestro mando, aunque es verdad que todo procede y viene del sumo Dios, porque el Emperador que nos lo da (como mayor Señor de la tierra) lo tiene concedido y dado del mismo Dios; este poder, empero, que alcanzamos lo tenemos limitado, que no se extiende mas que hasta los cuerpos y haciendas de los hombres, y á lo exterior y visible que se ve y parece en este mundo perecedero y corruptible. Mas el poder que estos (aunque pobres) tienen es sobre las ánimas inmortales, que cada una de ellas es de mayor precio y estima que cuanto hay en el mundo, aunque sea oro ó plata ó piedras preciosas, y aun que los mismos cielos que desde aquí vemos. Porque tienen poder concedido de Dios para encaminar las ánimas al cielo á gozar de gloria perdurable, queriendo los hombres aprovecharse de su socorro y ayuda, y no queriendo, se perderán y irán al infierno á padecer tormentos eternos, como los padecen todos vuestros antepasados, por no haber tenido ministros semejantes á estos, que les enseñasen el conocimiento de nuestro Dios que nos crió, y de lo que manda que guardemos para que consigo nos lleve á reinar en el cielo. Y porque á vosotros no os acontezca lo mismo, y por ignorancia no vais adonde fueron vuestros padres y abuelos, vienen estos sacerdotes de Dios, que vosotros llamais teopixques, para enseñaros el camino de salvacion. Por tanto, tenedlos en mucha estima y reverencia como á guias de vuestras ánimas, mensajeros del muy Alto Señor, y padres vuestros espirituales. Oid su doctrina, y obedecedlos en lo que os aconsejaren y mandaren, y haced que todos los demás los acaten y obedezcan, porque esta es mi voluntad y la del Emperador nuestro señor, y la de ese mismo Dios (por quien vivimos y somos) que á estas tierras nos los envió.
Capítulo XIII
De una plática que los doce padres hicieron á los señores y caciques, dándoles cuenta de su venida, y pidiéndoles sus hijos para enseñarlos en la ley de Dios
El padre Fr. Bernardino de Sahagun, de buena memoria, que vino pocos años despues de los primeros, y trabajó en esta obra de la conversion y doctrina de los indios mas de sesenta años, dejó entre otros sus escritos ciertas pláticas que los doce, luego como llegaron á México, hicieron á los caciques y principales de este reino, que por mandado del gobernador habian hallado allí juntos y congregados. Y esto harian por lengua de Gerónimo de Aguilar ó de otro intérprete de Cortés; porque ni ellos en aquella sazon sabian la lengua de los indios, ni traian quien se la interpretase. Y porque aquellas pláticas contienen por extenso toda la doctrina que de nuevo se debe enseñar á los infieles que se han de convertir á la fe cristiana, yo, por abreviar, no traeré aquí mas de lo que en la primera plática les dieron á entender. Y fué (despues de saludados) decirles, que por lo que habian visto que el gran capitán y gobernador del Emperador habia usado con ellos, recibiéndolos con tanta honra y acatamiento, que no imaginasen de sus personas alguna divinidad, porque no eran sino hombres mortales y perecederos como ellos, y de la misma masa y naturaleza. Salvo que eran dedicados al culto divino, habiendo renunciado por amor de Dios todos los regalos y riquezas que pudieran tener en el mundo. Y la causa de su venida era, ser mensajeros de un Señor y Prelado universal que nuestro Señor Dios tiene puesto en su lugar en el mundo, llamado Santo Padre, para que en su nombre rija y gobierne á todos los hombres, criaturas suyas que mucho ama en lo espiritual; procurando de guiarlos y encaminarlos para el cielo, donde ese Dios está y se muestra á los que en el mundo le han servido, comunicándoles su gloria y riquezas inefables que para siempre han de durar. Y porque este Santo Padre y Señor espiritual ha sido avisado por parte del gran Emperador D. Cárlos (que en lo temporal gobierna el mundo) cómo su capitan D. Fernando Cortés ha descubierto de nuevo estas tierras, y en ellas innumerables gentes que no tienen conocimiento de su Dios, sino que andan errados y engañados de los demonios enemigos del género humano, metidos en abominables vicios y pecados, por donde se condenan y van á padecer las penas y fuego perdurable del infierno: por tanto, movido de compasion de vuestras ánimas, y por la obligacion que de su oficio tiene para mirar por la salud eterna de todos, nos envia como á sus embajadores y ministros para que con el poder, facultad y, autoridad que nos dió (así como él mismo la tiene) hagamos lo que él en persona oviera de hacer (y no puede por estar tan lejos), que es mostraros claramente el engaño y daño en que hasta aquí habeis estado por no conocer á vuestro Dios y Criador, y dároslo á conocer y haceros saber su voluntad, y cómo os habeis de haber, y lo que habeis de hacer para le servir y agradar y tenerlo propicio; porque mientras viviéredes en este destierro, os provea como á hijos queridos de todo lo necesario al cuerpo para pasar la vida humana; y para que el ánima no peligre ni sea engañada por sus enemigos, os guarde y conserve con su gracia, y despues de esta vida os dé la que para siempre ha de durar en su gloria. Á esto nos envia aquel Señor y Prelado universal que os decimos, y á solo esto venimos nosotros de tan lejos tierras, y con tan grandes peligros de la vida como se ofrecen en tan largo viaje de mar y tierra, y no á pretender ni buscar oro ni plata, ni otro interese ni provecho temporal, sino el perpetuo de vuestra salvacion, como con el favor de Dios por obra lo vereis. Para esto, hermanos muy amados, es necesario cuanto á lo primero, que vosotros nos deis y pongais en nuestras manos á vuestros hijos pequeños, que conviene sean primero enseñados: así porque ellos están desembarazados, y vosotros muy ocupados en el gobierno de vuestros vasallos, y en cumplir con nuestros hermanos los españoles, como tambien porque vuestros hijos, como niños y tiernos en la edad, comprenderán con mas facilidad la doctrina que les enseñaremos. Y despues ellos á veces nos ayudarán enseñándoos á vosotros y á los demas adultos lo que ovieren deprendido. Los caciques y principales respondieron á esto dándoles las gracias por su buena venida y deseo que traian de su aprovechamiento, y se ofrecieron que les entregarian sus hijos para el efecto que pretendian: que reposasen y descansasen, y ninguna cosa les diese pena.
Capítulo XIV
De cómo estos padres tuvieron su capítulo, y se dividieron en cuatro reinos ó provincias principales
Hallaron los doce algunos religiosos de su órden que habian venido antes que ellos á esta tierra, no con autoridad apostólica (como ellos la traian) ni con mandato del ministro general, sino con sola licencia de sus provinciales. Y á esta causa no se cuentan por primeros. Y estos fueron cinco. Los dos de ellos (de cuyos nombres no tuve noticia porque murieron en breve, aunque supe que se enterraron en Tezcuco) vinieron á vueltas de los españoles al tiempo de la conquista, y serian de los moradores de las islas, que ya entonces habia conventos en ellas. Los otros tres eran flamencos, venidos del convento de S. Francisco de la ciudad de Gante, los cuales oida la nueva del descubrimiento de tantas gentes infieles en la Nueva España, con licencia del Emperador (la cual alcanzaron por ser todos tres de su patria, y el principal de ellos que á la sazon era guardian del convento de Gante, llamado Fr. Juan de Tecto, muy conocido de S. M. por ser hombre noble y su confesor) pasaron á estas partes con intento de ofrecer sus vidas á Dios, predicando á los infieles, si por ello los matasen. Y por estar la ciudad de México arruinada de la guerra pasada y ocupada con los españoles, se fueron á Tezcuco, donde uno de los principales indios los acogió, y les dió algunos niños hijos y parientes suyos que le pidieron para enseñarlos. Y en esto comenzaban á ocuparse, y en coger algunos vocablos de la lengua mexicana, cuando llegaron los doce; aunque no salian de su recogimiento, ni se mostraban fuera, que así se lo habia rogado su huésped, porque los otros indios no se alborotasen. Los otros dos frailes de las islas andaban en compañía de los españoles, sirviéndoles de capellanes. Á todos recogió el padre Fr. Martin de Valencia como prelado supremo en esta nueva tierra: y viendo que ya habian llegado á número de diez y siete por todos, y considerando la copiosísima mies que el Señor habia puesto en sus manos, de gentes sin cuento y provincias distintas de grandes poblaciones, parecíale que era necesario repartirse en diversos lugares para que él ministerio de la doctrina y palabra de Dios alcanzase mas en breve á todas partes. Y así habiendo estado en México por espacio de quince dias después que llegaron, ocupados dia y noche en oracion y contemplacion pidiendo á Nuestro Señor su favor y gracia para comenzará desmontar aquella su tan amplísima viña llena de espinas, abrojos y malezas, añadiendo á la oracion ayunos y disciplinas, tuvo capítulo á sus frailes el dia de la Visitacion de Nuestra Señora, dándoles libertad para que eligiesen custodio de nuevo, diciendo que él no habia venido sino por su comisario hasta llegar á esta Nueva España. Y ellos, reconociendo la ventaja que el santo prelado á todos hacia, y la necesidad que de su persona tenian para su buen gobierno, todos le dieron sus votos; y puesto que lo rehusaba, le compelieron á que aceptase el cargo de custodio. Luego en aquel capítulo consultó con los compañeros lo que habia. pensado de que se dividiesen y tomasen algunos conventos. Y pareciéndoles á todos cosa muy conveniente y que no se podia excusar, y resueltos en ponerlo por obra, prevínolos para la peligrosísima batalla en que habian de entrar, con saludables amonestaciones, representándoles cuanto á lo primero la obligacion que tenian de dar infinitas y continuas gracias á Nuestro Señor por la inestimable merced que les habia hecho en elegirlos por sus ministros en aquel apostolado, fundadores de la fe y religion cristiana en un nuevo mundo, y de ser gratos á tan alto beneficio, guardando la fidelidad debida en el oficio de evangelizadores y varones apostólicos. Y que mirasen que el ejemplo de su vida y costumbres habia de ser la principal predicacion para convertir á su Criador á aquellas ánimas, por la ceguedad de la idolatría metidas en muchos y abominables vicios: que ya veian la facilidad de la gente, las ocasiones grandes en que se habian de ver tratando con ellos. Finalmente, habiéndose informado de las provincias que eran mas principales por aquella comarca en contorno de veinte leguas de México, y, situadas en el mejor paraje para de allí acudir-á todo lo demas, ordenó de quedar él mismo en México con cuatro frailes, y los otros doce repartió de cuatro en cuatro por las ciudades de Tezcuco, Tlaxcala y Guaxozingo. Tendria en aquel tiempo la ciudad de Tezcuco al pié de treinta mil vecinos, sin quince provincias que le eran subjetas; la de Tlaxcala con sus subjetos mas de doscientos mil, y la de Guaxozingo ochenta mil. Y habiéndose comunicado entre todos el modo cómo se debian de haber con los indios, y la manera que habian de tener para atraerlos y doctrinarlos, los que habian de ir fuera de México tomaron la bendicion de su prelado, y abrazándose los unos á los otros, con lágrimas se despidieron, encomendándose mucho á Nuestro Señor, y tomaron el camino que habian de llevar.
Capítulo XV
Del modo que tuvieron para enseñar á los niños hijos de los caciques y principales
El padre Fr. Martin de Valencia con sus compañeros en México, y los demas religiosos en las provincias y pueblos que les cupieron por repartimiento, cuanto á lo primero habiendo tomado su asiento en los sitios que mas cómodos les parecieron, dieron órden con los indios principales cómo junto á su monasterio edificasen un aposento bajo en que oviese una pieza muy grande, á manera de sala, donde se enseñasen y durmiesen los niños sus hijos de los mismos principales, con otras piezas pequeñas de servicio para lo que les fuese necesario, lo cual se hizo con brevedad, como en aquella sazon la gente era mucha y los señores y principales tenian muy en la memoria lo que el gobernador (á quien no osaban desagradar) les tenia mandado, que obedeciesen á aquellos sacerdotes y siervos de Dios en todo lo que les dijesen, como á su propia persona. Y por la misma razon, acabados de hacer los aposentos, siéndoles pedido que trajesen allí á sus hijos, comenzaron á recogerlos, muchos de ellos (ó por ventura la mayor parte) más por cumplimiento que de gana. Y esto se vió bien claro, porque algunos no sabiendo en lo que habia de parar el negocio, en lugar de traer á sus hijos, trajeron otros mozuelos hijos de sus criados ó vasallos. Y quiso Dios que queriendo engañar, quedaron ellos engañados y burlados; porque aquellos hijos de gente plebeya siendo allí doctrinados en la ley de Dios y en saber leer y escribir, salieron hombres hábiles, y vinieron despues á ser alcaldes y gobernadores, y mandar á sus señores. De estos niños así recogidos se encerraban en aquella casa seiscientos ó ochocientos ó mil, y tenian por guardas unos viejos ancianos que miraban por ellos, y les daban de comer lo que les traian sus madres, y la ropa limpia, y otras cosillas que habian menester, que para lo demas no tenian necesidad de guardas, porque en todo el dia no se apartaban de ellos algunos de los religiosos, trocándose á veces, ó estaban allí todos juntos. Y esto era lo ordinario, porque allí delante de los niños rezaban el oficio divino, teniendo puestas algunas imágenes de Cristo nuestro Redentor y de su Santísima Madre en la cabecera de la sala: y allí se ponian en oracion, á veces en pié y á veces de rodillas, y á veces puestos los brazos en cruz, dando ejemplo á aquellas inocentes criaturas, y enseñándolos primero por obra que por palabra en lo tocante al culto divino y devocion y reverencia con que hemos de buscar á Dios. Tambien allí iban á rezar sus maitines á media noche, y hacian su disciplina. Y despues que comenzaron á hablar en la lengua, no dormian despues de maitines, sino que en acabando de tener su oracion se ocupaban en enseñar á los indios hasta la hora de misa, y despues de misa hasta hora de comer. Despues de comer descansaban un poco, y luego volvian á la escuela hasta la tarde. Y tambien enseñaban á los niños á estar en oracion. Lo primero que en las escuelas les comenzaron á enseñar fué lo que al principio se enseña á los hijos de los cristianos: conviene á saber, el signarse y santiguarse, rezar el Pater noster, Ave María, Credo, Salve Regina, todo esto en latín (por no saber los religiosos su lengua ni tener intérpretes que lo volviesen en ella): lo demás que podían, por señas (como mudos) se lo daban á entender, como decir que habia un solo Dios y no muchos como los que sus padres adoraban: que aquellos eran malos y enemigos que engañaban á los hombres: que habia cielo allá en lo alto, lugar de gloria y bienaventuranza, donde nuestro Dios y Criador estaba, y adonde iban á gozar de sus riquezas y regalos los que acá en el mundo lo confesaban y servian. Y que habia infierno, lugar de fuego y de infinitas penas y tormentos increíbles, y morada de aquellos que sus padres tenian por dioses, donde iban los que en este siglo los adoraban y obedecian, y ellos mismos en pago de sus servicios los atormentaban. Que aquella imágen que veian de hombre crucificado, era imágen de nuestro Dios, no en cuanto Dios que no se puede pintar porque es puro espíritu, sino en cuanto hombre que se quiso hacer por redemir á los hombres que le creyesen y obedeciesen, y librarlos de las penas del infierno y darles gloria para siempre, muriendo por ellos en una cruz. Y que la imágen de mujer que allí veian era figura de la Madre de Dios, llamada María, de quien quiso tomar nuestra humanidad: y como tal Madre suya queria que fuese honrada y reverenciada, y que la tuviésemos por nuestra abogada y medianera para alcanzar de Dios lo que nos conviniese. juntamente con esto les enseñaban á leer y escribir. y sobre todo, su doctrina era más de obra que por palabra.
Capítulo XVI
Del trabajo que pasaron estos padres por no saber la lengua de los indios, hasta que la aprendieron
Demas del ejercicio en que estos religiosos se ocupaban de enseñar á los niños, porque tambien los adultos comenzasen á tomar de coro los primeros rudimentos de la cristiandad, hicieron con los principales, que por sus barrios viniesen y se juntasen hombres y mujeres en patios grandes que tenian junto á las casas donde se habian aposentado. Y así lo cumplian, porque en cuanto á lo que era exterior no querian desagradar al gobernador Cortés, faltando en lo que les tenia mandado. Decian allí las oraciones en latín, respondiendo á los que se las enseñaban, que eran á veces los mismos frailes, y á veces los niños sus discípulos, que luego con mucha facilidad las aprendieron, como vivos que son de ingenio y hábiles para cualquier cosa que les muestren. Era esta, doctrina de muy poco fructo, pues ni los indios entendian lo que se decia en latin, ni cesaban sus idolatrías, ni podian los frailes reprendérselas, ni poner los medios que convenia para quitárselas, por no saber su lengua. Y esto los tenia muy desconsolados y afligidos en aquellos principios, y no sabian qué se hacer, porque aunque deseaban y procuraban de aprender la lengua, no habia quien se la enseñase. Y los indios con la mucha reverencia que les tenian, no les osaban hablar palabra. En esta necesidad (así como solian en las demas) acudieron á la fuente de bondad y misericordia, nuestro Señor Dios, augmentando la oracion y interponiendo ayunos y sufragios, invocando la intercesion de la sagrada Vírgen Madre de Dios y de los santos ángeles, cuyos muy devotos eran, y la del bienaventurado padre S. Francisco. Y púsoles el Señor en corazon que con los niños que tenian por discípulos se volviesen tambien niños como ellos para participar de su lengua, y con ella obrar la conversion de aquella gente párvula en sinceridad y simplicidad de niños. Y así fué, que dejando á ratos la gravedad de sus personas se ponian á jugar con ellos con pajuelas ó pedrezuelas el rato que les daban de huelga, para quitarles el empacho con la comunicacion. Y traian siempre papel y tinta en las manos, y en oyendo el vocablo al indio, escribíanlo, y al propósito que lo dijo. Y á la tarde juntábanse los religiosos y comunicaban los unos á los otros sus escriptos, y lo mejor que podian conformaban á aquellos vocablos el romance que les parecia mas convenir. Y acontecíales que lo que hoy les parecia habian entendido, mañana les parecia no ser así. Y ya que por algunos dias fueron probados en este trabajo, quiso Nuestro Señor consolar á sus siervos por dos vias. La una, que algunos de los niños mayorcillos les vinieron á entender bien lo que decian; y como vieron el deseo que los frailes tenian de deprender su lengua, no solo les enmendaban lo que erraban, mas tambien les hacian muchas preguntas, que fué sumo contento para ellos. El segundo remedio que les dió el Señor, fué que una mujer española y viuda tenia dos hijos chiquitos, los cuales tratando con los indios habian deprendido su lengua y la hablaban bien. Y sabiendo esto los religiosos, pidieron al gobernador D. Fernando Cortés que les hiciese dar el uno de aquellos niños, y por medio suyo holgó aquella dueña honrada de dar con toda voluntad el uno de sus hijuelos llamado Alonsito. Este fué otro Samuel ofrecido á Dios en el templo, que desde su niñez le sirvió y trabajó fidelísimamente, sin volver á la casa de su madre ni tener cuenta con ella, sino solo con lo que le mandaban los ministros de Dios, haciendo desde niño vida de viejo. Tenia su celda con los frailes, comia con ellos y leíales á la mesa, y en todo iba siguiendo sus pisadas. Este fué el que sirviendo de intérprete á los frailes dió á entender á los indios los misterios de nuestra fe, y fué maestro de los predicadores del Evangelio, porque él les enseñó la lengua, llevándolo de un pueblo á otro donde moraban los religiosos, porque todos participasen de su ayuda. Cuando tuvo edad tomó el hábito de la órden, y en ella trabajó hasta la última vejez con el ejemplo y doctrina que se verá en el catálogo de los claros varones, quinto libro de esta historia, tratando de su vida. Llamóse despues Fr. Alonso de Molina.
Capítulo XVII
De cómo esta conversion de los indios fué obrada por medio de niños, conforme al talento que el Señor les comunicó
Nuestro omnipotentísimo Dios, cuyas obras son en sí maravillosas, siempre tuvo por estilo de engrandecer las cosas en el mundo humildes y pequeñas y abatir las altas. Y las misericordias y grandezas que por su infinita bondad ha querido mostrar á los hombres, siempre las obra por medio de instrumentos bajos y de poca estima cuanto al parecer del mundo. ¿Qué cosa mas aviltada ni mas menospreciada y tenida en poco hubo en el mundo, que la sacratísima humanidad de nuestro Redentor Jesucristo, acoceada, abofeteada, escupida, y en mil modos escarnecida, por cuyo medio obró Dios la redencion del género humano, la cosa mas grandiosa y preciada que en el mundo se ha hecho? Pues la que de aquí se siguió, que fué convertir al mundo engañado, reyes, emperadores y grandes señores, á que conociesen y confesasen por su Dios á aquel que con tanta deshonra sabian haber sido condenado y muerto con muerte de cruz, ¿por cuyo medio lo obró, sino de unos pobres y desechados pescadores, hombres idiotas, sin letras, sin poder ni valor, ni otro favor humano? Pues por la misma traza quiso que se hiciese la conversion de este nuevo mundo (que en número de gentes ha sido mayor que la que hicieron los apóstoles), no por otro instrumento sino de niños, porque niños fueron los maestros de los evangelizadores. Los niños fueron también predicadores, y los niños ministros de la destruicion de la idolatría. Y puesto que los principales obreros fueron los bienaventurados religiosos que el Señor escogió para enviar á este apostolado, con ser ellos en humildad, llaneza y sinceridad harto semejantes á la pureza y inocencia de los niños, aun quiso humillarlos mucho mas, y hacerlos mas semejantes á ellos, hasta ponerlos en necesidad de burlar con niños, y hacerse niños con ellos. Bien pudiera Dios darles luego en llegando, la lengua que tanto deseaban saber, y que de fuerza habian menester para la ejecucion de su ministerio, como la dió á los apóstoles el dia de Pentecostés, y como se la dió después á estos mismos, y á otros por ventura de menos perfeccion, que la supieron más por don concedido que por industria y trabajo; empero, quiso que los primeros evangelizadores de estos indios aprendiesen á volverse como al estado de niños, para darnos á entender que los ministros del Evangelio que han de tractar con ellos, si pretenden hacer buena obra en el culto de esta viña del Señor, conviene que dejen la cólera de españoles, la altivez y presuncion (si alguna tienen), y se hagan indios con los indios, flegmáticos y pacientes como ellos, pobres y desnudos, mansos y humílimos como lo son ellos. Por esta humildad que aquellos benditos siervos de Dios mostraron en hacerse niños con los niños, obró el Espíritu Santo para su consuelo y ayuda en su ministerio una inaudita maravilla en aquellos niños, que siéndoles tan nuevos y tan extraños á su natural aquellos frailes, negaron la aficion natural de sus padres y madres, y pusiéronla de todo corazon en sus maestros, como si ellos fueran los que los habian engendrado y criado; en tanta manera, que ellos mismos fueron los que descubrieron á los siervos de Dios los ídolos que sus padres tenian escondidos, y los acusaron de sus supersticiones y errores, como se verá adelante en el proceso de esta historia.
Capítulo XVIII
De cómo se edificó la iglesia de San Francisco de México, y se puso en ella el Santísimo Sacramento, y el provecho que de ello se siguió
La primera iglesia que hubo en todas las Indias de lo que se llama Nueva España y Pirú, fué la de S. Francisco de México, la cual se edificó el año de mil y quinientos y veinte y cinco con mucha brevedad; porque el gobernador D. Fernando Cortés puso en la edificacion mucha calor, y por poca que pusiera bastara, segun era la multitud de la gente. Cubrióse el cuerpo de la iglesia de madera, y la capilla mayor de bóveda, y en ella pusieron las armas de Cortés; no porque él la oviese edificado á su costa (que en aquellos tiempos ni muchos años despues no se les pagaba á los indios lo que trabajaban en edificio de iglesias, sino que cada pueblo hacia la suya, y aun á las obras de México otros muchos pueblos ayudaron á los principios sin paga, y cuando mucho daban de comer en los monesterios á los trabajadores), mas pusiéronse en aquella capilla por el mucho favor que daba á los frailes, no solo en aquella obra, sino en todo lo que se les ofrecia, así de necesidades temporales como para la conversion y ministerio de los indios. El mismo año de veinte y cinco se puso en aquella iglesia el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Y para esta solemnidad (como era razon) se buscaron todas las maneras posibles de fiesta, así en ayuntamiento de gentes, sacerdotes, españoles seglares y indios principales de toda la tierra comarcana, como de atavíos, ornamentos, músicas, invenciones, arcos triunfales y danzas, que fué de grande edificacion á los naturales de la tierra, y ocasion para convertirse muchos de ellos y pedir el santo bautismo, viendo la diferencia que habia de las fiestas con que en la tierra se honra nuestro Dios, llenas de alegría y regocijo espiritual, á las con que ellos honraban á sus dioses, llenas de sangre humana y de toda espurcicia, hediondez y fealdad. Y de aquí tomaron ellos ejemplo para celebrar despues de cristianos las festividades de Nuestro Señor y de sus santos con el aparato y suntuosidad que por ventura adelante se tocará, mayormente en la fiesta de Corpus Christi. En los tres años primeros ó cuatro despues que se ganó la ciudad de México, no hubo Sacramento sino en sola la iglesia de S. Francisco, y despues el segundo lugar en que se puso fué en Tezcuco. Y así como se iban haciendo las iglesias de los monesterios, iban poniendo el Santísimo Sacramento, y por el consiguiente cesando los aparecimientos y ilusiones del demonio, que antes de esto eran muy continuas. Porque viéndose el desventurado privado de los servicios y sacrificios con que de tan innumerable gentío y por espacio de tantos años habia sido obedecido y reverenciado, no lo podia llevar en paciencia, y así aparecia á muchos en diversas formas y los traia en mil maneras de engaños, diciéndoles que por qué no le servian y adoraban como, antes solian, pues era su Dios, y que los cristianos presto se habian de volver para su tierra. Y así lo tuvieron creido los primeros años, y de cierto pensaban que los españoles no estaban de asiento en esta tierra, sino que habian venido para volverse. Y persuadíanse á ello viendo la priesa que se daban á recoger el oro y plata y otras cosas de precio y estima que podian haber: y así esperaban este dia de su partida. Otras veces les decia el demonio que aquel año queria matar á los cristianos. Otras veces les persuadia que se levantasen contra los españoles y los matasen, que él les ayudaria. Y á esta causa se movieron algunos pueblos y provincias á rebelarse, y les costó caro, porque iban sobre ellos los cristianos, y mataban y hacian esclavos á muchos. Otras veces los amenazaban los demonios que no les habian de dar agua ni habia de llover, porque los tenian enojados. Y en esto mas claro que en otras cosas mintieron, porque nunca tanto ni tan bien llovió en los tiempos de su infidelidad, ni jamas tuvieron tan buenos años de cosecha y fertilidad, como despues que se puso el Santísimo Sacramento: que antes apenas pasaban dos ó tres años que no tuviesen otro de esterilidad y hambre. Para esto tambien tuvo el demonio sus ministros que le ayudaban, hechiceros y embaucadores que andaban de secreto por los pueblos, persuadiendo á la gente simple lo que el enemigo les enseñaba. Y á los que les creian y eran baptizados, les lavaban la cabeza y el pecho, diciendo que les quitaban la crisma y olio santo que habian recebido en el baptismo. Mas los que se hallaban de estos hechiceros (que fueron muchos) eran castigados por los ministros de la Iglesia. Y por mucho que el demonio se esforzó, Jesucristo lo desterró del reino que aquí poseia: y donde antes todos eran suyos, ahora aun no hay endemoniados como los hay en otras partes. Y aunque ovo nigrománticos que encantaban á muchos, y hechiceros que mataban á otros y hacian otros daños, no pudieron empecer á los cristianos. Y espantados de esto decian, que los que habian venido eran xochimilca (que así llamaban á los muy sabios encantadores), y los ídolos nunca mas les dieron respuestas. Una cosa notable acaeció cuando se puso el Santísimo Sacramento en México, y fué que un volcan muy alto que juntamente con otra alta sierra cerca de él suelen estar nevados mucha parte del año y echaba siempre humo, cesó de lo echar desde entonces por espacio de casi veinte años, y despues volvió á echarlo como ahora lo echa. Misterio es, que solo Dios lo sabe: y plegue á su Majestad divina no sea que entonces huyeron los demonios por aquel tiempo que fué de grande conversion de ánimas para Dios y de edificacion, y que despues hayan vuelto por haberles dado lugar los cristianos para se enseñorear de nuevo con abusos y malos ejemplos, y ofensas de Dios nuestro Señor, y escándalos de los pequeñuelos.
Capítulo XIX
De cómo á los indios se les dió doctrina en su lengua, y de cómo los discípulos de los religiosos comenzaron á predicar
Acabo de medio año que estos apostólicos varones habian llegado á esta tierra, fué servido el Señor de darles lengua para poder hablar y entenderse razonablemente con los indios. Los primeros que salieron con ella fueron Fr. Luis de Fuensalida y Fr. Francisco Ximenez, que despues compuso arte en ella. Y con esta inteligencia y con ayuda de los mas hábiles de sus discípulos, que estaban ya muy informados en las cosas de la fe, tradujeron lo principal de la doctrina cristiana en la lengua mexicana, y pusiéronla en un canto llano muy gracioso que sirvió de un buen reclamo para atraer gente á la deprender. Porque como los niños de la escuela la ovieron dicho algunos dias de aquella manera á los que se juntaban en el patio, fué tanto lo que se aficionaron á ella, y la priesa que se daban por saberla, que se estaban hechos montoncillos como rebaños de corderos tres y cuatro horas cantando en sus ermitas y barrios y casas: que por doquiera que iban de dia y de noche no decian ni se oia otra cosa sino el canto de las oraciones, artículos y mandamientos de Dios: que era para darle á ese mismo Señor que lo obraba infinitas gracias, con que se despertó entre los indios gran fuego de devocion. Juntamente con esto no les faltaba la predicacion de la palabra de Dios, porque los religiosos no se atreviendo á predicar en la lengua de los indios hasta perfeccionarse en ella, y viéndose cercados de tantas gentes y pueblos á quien doctrinar, y conociendo que muchos de sus discípulos entendian muy de raiz las cosas de nuestra fe que les habian enseñado, y se mostraban muy hábiles en todo lo que ponian mano, quisieron aprovecharse de su ayuda y probar para cuánto eran en el ejercicio de la predicacion, pues en su lengua podian decir propia y perfectamente lo que los frailes les propusiesen. Y en esto siguieron el consejo que Jethro dió á su yerno Moisen; porque si no se ayudaran de sus discípulos, aunque todo el dia y el año trabajaran, se pudiera de ellos decir lo que aquel dijo: Fatigais os con indiscreto trabajo, porque este negocio excede á vuestras fuerzas. Y así estando el religioso presente, y habiéndole declarado al mozuelo sus conceptos en que antes le tenia instruido (como intérprete del religioso), predicaba en su nombre todo lo que le habia dicho: lo cual bien entendia el religioso, aunque no se atrevia á proponerlo personalmente, y echaba de ver si iba enteramente dicho, ó si habia en ello alguna falta. La cual no hallaban, sino que eran muy fieles y verdaderos, y en extremo hábiles: que no solamente decian lo que los frailes les mandaban, mas aun añadian mucho mas, confutando con vivas razones que habian deprendido, reprehendiendo y reprobando los errores, ritos y idolatrías de sus padres, declarándoles la fe de un solo Dios, y enseñándoles cómo habian estado engañados en grandes errores y ceguedades, teniendo por dioses á los demonios enemigos del linaje humano. Tenian tanta memoria, que un sermon ó una historia de un santo de una ó dos veces oida se les quedaba en la memoria, y despues la decian con buena gracia y mucha osadía y eficacia. Yo que escribo esto llegué á tiempo que aun no habia suficiencia de frailes predicadores en las lenguas de los indios, y predicábamos por intérpretes. Y entre otros me acaeció tener uno que me ayudaba en cierta lengua bárbara. Y habiendo yo predicado á los mexicanos en la suya (que es la mas general) entraba él vestido con su roquete ó sobrepelliz, y predicaba á los bárbaros en su lengua lo que yo á los otros habia dicho, con tanta autoridad, energía, exclamaciones y espíritu, que á mí me ponia harta envidia de la gracia que Dios le habia comunicado. Tanta fué la ayuda que estos intérpretes dieron, que ellos llevaron la voz y sonido de la palabra de Dios, no solo en las provincias adonde hay monesterios y en la tierra que de ellos se predica y visita, mas á todos los fines de esta Nueva España que está conquistada y puesta en paz, y á todas las otras partes adonde los mercaderes naturales llegan y tractan, que son los que calan mucho la tierra adentro. No faltaron algunos en aquel tiempo á quien parecia mal y murmuraron de que los indios predicasen, y lo contradecian, no estribando en otro fundamento sino en el que estriban los que los aniquilan, diciendo son indios, no acordándose de lo que dirán cuando vean y miren con mas claros ojos. Nosotros, como tontos y necios, teniamos por cosa de burla la vida de estos, como si S. Pablo y sus discípulos y los de los otros apóstoles no ovieran predicado en acabándose de convertir, y otros muchos de la primitiva Iglesia, y como si Dios no oviera ordenado que de la boca de los niños y de los que aun maman la fe se perficionase su alabanza entre los enemigos de ella, que son los infieles.
Capítulo XX
Cómo los religiosos, con ayuda de sus discípulos derrotaron los templos de los ídolos
Aunque estos siervos de Dios por una parte tenian harto contento en ver cuán bien acudia la gente á sus predicaciones y doctrina, por otra parte les parecia que aquel concurso de indios á la iglesia, más seria por cumplimiento exterior por mandado de los principales para tenerlos engañados, que por moverse el pueblo por voluntad propia á buscar el remedio de sus ánimas, renunciando la adoracion y culto de los ídolos. Y á esto se persuadian, porque eran avisados que aunque en lo público no se hacian los sacrificios acostumbrados en que solian matar hombres, pero en lo secreto por los cerros y lugares arredrados, y de noche en los templos de los demonios que todavía estaban en pié, no dejaban de hacerse sacrificios, y los templos se estaban servidos y guardados con sus ceremonias antiguas, y los mismos religiosos á veces oian de noche la grita de los bailes, cantares y borracheras en que andaban. Visto esto, escribieron al gobernador D. Fernando Cortés, que á la sazon se partia para las Higueras, pidiéndole proveyese y mandase con mucho rigor que cesasen los sacrificios y servicios de los demonios, porque mientras esto durase, poco aprovecharia la predicacion de los ministros de la Iglesia, antes su trabajo seria en balde. Proveyólo el gobernador como se le pedia, muy cumplidamente. Mas como los españoles seglares que habian de ejecutar las penas y andar solícitos en busca de los delincuentes, estaba cada uno ocupado en edificar su casa y sacar el tributo de los indios, contentábanse con que delante de ellos no oviese sacrificio de homicidio público, y de lo demas no tenian cuidado. Por esta causa andaba el negocio como de antes, y la idolatría permanecia; y sobre todo, veian que era tiempo perdido y trabajar en vano mientras los templos de los ídolos estuviesen en pié. Porque era cosa clara que los ministros de los demonios habian de acudir allí á ejercitar sus oficios, y convocar y predicar al pueblo, y hacer sus acostumbradas ceremonias. Y atento á esto se concertaron los que estaban repartidos por las provincias arriba dichas, de comenzar á derrocar y quemar los templos, y no parar hasta tenerlos todos echados por tierra, y los ídolos juntamente con ellos destruidos y asolados, aunque por ello se pusiesen en peligro de muerte. Cumpliéronlo así, comenzando á ponerlo por obra en Tezcuco, donde eran los templos muy hermosos y torreados, y esto fué el año de mil y quinientos y veinte y cinco, el primer dia del año. Y luego tras ellos los de México, Tlaxcala y Guexozingo, llevando los frailes en su compañía los niños y mozuelos que criaban y enseñaban, hijos de los mismos indios señores y principales, que para aquello les daba Dios fuerzas de gigantes, ayudándoles tambien de la gente popular los que ya estaban y se querian mostrar confirmados en la fe. Y esto ordenaron se hiciese á tal tiempo y sazon, que los que podian contradecirlo estuviesen mas descuidados y divertidos en otras cosas que los ponian en cuidado. Y como en lo mas de ello intervino fuego que lo quemaba y abrasaba con velocidad, no pudo haber resistencia ni consejo para poderla poner. Y así cayeron los muros de Jericó con voces de alabanza y alarido de alegría de los niños fieles, quedando los que no lo eran espantados y abobados, y quebradas las alas (como dicen) del corazon, viendo sus templos y dioses por el suelo. De esta heróica hazaña quisieron algunos argüir á los frailes, diciendo: lo uno, que fué hecho temerario, porque se pudieran indignar y alborotar los indios, y poner en ellos las manos y matarlos; y lo otro, que no se les podia hacer con buena conciencia aquel daño en sus edificios que les destruyeron, y en las ropas, atavíos y cosas de ornato de los ídolos y templos que allí se abrasaron y perdieron. Á lo cual respondieron los frailes con muchas y buenas razones que del capítulo siguiente se entenderán.
Capítulo XXI
Del gran provecho que se siguió tos la destruicion de los principales templos y ídolos, así para lo espiritual como para lo temporal
En la relacion que hallé cerca de la culpa que sobre el caso precedente se imponia á los frailes, parece se da á entender que á estos murmuradores ó argüidores les movia invidia de que los frailes se hiciesen dueños de la destruicion de la idolatría, porque á solas se habian atrevido á cosa tan peligrosa, sin llamarlos para que les ayudasen. Y como en aquella sazon no oviese otros frailes ni ministros de la Iglesia sino los franciscos, bien se sigue que aquestos eran españoles seglares. Y seria que como vinieron en compañía del capitan D. Fernando Cortés (el cual como tan católico cristiano y celoso de la honra y servicio de Dios, por doquiera que pasaba les hacia que destruyesen los templos y ídolos que en público parecian), debíanse de preciar de conquistadores en lo espiritual, así como lo eran en lo temporal, y no querian que en esto algun otro les quitase el blason y gloria de que se jactaban. Y en esto no tenian razon, por que puesto que era verdad que habian destruido templos y ídolos, pero fueron pocos, como cosa de paso, y no que se detuviesen de propósito para ello. Mas en pasando, los indios luego los volvian á reedificar. Los frailes empero como cosa que impedia su ministerio, entendieron en desarraigar totalmente la idolatría. Tambien podian ser algunos que del saco de aquellos templos quisieran haber algun aprovechamiento, si los frailes les dieran parte de lo que intentaban. Aunque (á lo que yo pienso) más les moveria á tachar aquella obra el temor de que los indios se alborotasen y levantasen contra ellos, y como eran pocos y el gobernador ausente, los matasen á todos, que este temor por muchos años duró entre los españoles seglares, mas no entre los frailes. Lo uno, porque no temian recebir la muerte por amor de Dios; y lo otro, porque conocian la calidad y condicion de los indios, que si veian temor ó pusilanimidad en los que los tractaban, cobrarian ánimo para atreverse. Y por el contrario, si conocian brio y fortaleza en sus contrarios y opuestos, luego se amilanarian y acobardarian, como en realidad de verdad en este mismo caso se halló por experiencia. Porque cuanto á lo temporal pasa así que los indios en aquella misma sazon andaban en conciertos de levantarse contra los españoles, y querian ofrecer nuevos sacrificios á los ídolos, demandando á sus dioses favor contra los cristianos, á los cuales no tenian en nada por ser pocos y mal avenidos, que andaban entonces en bandos sobre quién mandaria á los indios para aprovecharse mas de ellos. Y porque Cortés (á quien tenian respeto y temor) no estaba en la tierra. Y visto que los frailes con tanta osadía y determinacion pusieron fuego á sus principales templos, y destruyeron los ídolos que en ellos hallaron, habiendo precedido poco antes el pregon y mandato riguroso del gobernador sobre que no se hiciese mas sacrificio ni servicio á los demonios, parecióles que esto no iba sin fundamento, y que el gobernador debia de volver y habria por ventura venido mas gente de Castilla. Y con esto amainaron y cesaron de sus conciertos y temieron, viendo que los españoles no temian. Que si tomaban antes de esto ánimo para rebelarse, era porque sintieron que los españoles andaban con temor: y fué así que unos veinte á treinta dias velaron la ciudad de México, y con tanto temor que no osaban andar con estruendo de caballos, sino como quien vela espiando, ni se atrevian á andar por alguna parte fuera de México. Aunque despues por cobdicia de unas minas que se descubrieron se iban ya saliendo y dejaban sola la ciudad con harto peligro de sus vidas y de perderlo todo. Que por poco fuera tambien esto causa y ocasion de rebelarse los indios, si los frailes no procuraran de lo estorbar, como en el siguiente capítulo parecerá. Pues cuanto á lo espiritual (que principalmente deseaban los frailes), bien se experimentó el provecho que resultó de destruir los templos y ídolos. Porque viendo los infieles que lo principal de ellos estaba por tierra, desmayaron en la prosecucion de su idolatría, y de allí adelante se abrió la puerta para ir asolando lo que de ella quedaba. Porque ya como vencidos en lo mas, no tractaban de resistir á lo que era menos, cuando los religiosos iban ó enviaban á sus discípulos á buscarles los ídolos que tenian y quitárselos, y á destruir los demas templos menores que quedaron. Antes fué tanta la cobardía y temor que de este hecho cobraron, que no era menester mas de que el fraile enviase algunos de los niños con sus cuentas ó con otra señal, para que hallándolos en alguna idolatría ó hechicería ó borrachera se dejasen atar de ellos, diciéndoles que el padre los enviaba por ellos. Y esta increible subjecion y respeto que á los religiosos tuvieron fué menester para el aprovechamiento de su cristiandad.
Capítulo XXII
De dos cosas en que los conquistadores y los demas españoles de la Nueva España tienen grande obligacion á los religiosos de la órden de S. Francisco
Por ocasion de la materia que en el capítulo pasado se ofreció, y por la razon que hay de que se tenga reconocimiento y agradecimiento de las buenas obras que los hombres reciben, me pareció representar aquí dos cosas en que los españoles de la Nueva España tienen particular obligacion á los frailes menores de S. Francisco, y por el consiguiente razon de reconocerla y agradecerla. Y es la una la que agora se acabó de tocar, aunque no se declaró como aquí la declaro: que la conservacion de esta tierra, y el no haberse perdido despues de ganada, se debe á los frailes de S. Francisco, así como la primera conquista de ella se debe á D. Fernando Cortés y á sus compañeros. Si fué justa ó injusta, lícita ó ilícita, no trato de ello, sino de la similitud en razon de las gracias que se deben, así en lo uno como en lo otro. Esta verdad me atrevo á afirmar con autoridad del padre Fr. Toribio Motolinia, uno de los doce, como testigo de obra y de vista, el cual fué mi guardian y lo tracté y conocí por santo varon, y por hombre que por ninguna cosa dijera sino la mera verdad, como la misma razon se lo dice. Porque en aquella sazon (como las historias seglares tambien lo deben de contar) con ser tan pocos los españoles que quedaron en México, que apenas llegaban á doscientos (porque con D. Pedro de Alvarado habian ido á la conquista de Guatimala un buen escuadron, y luego llevó otro á las Higueras Cristóbal de Olid, y tras él fué despues con otro Francisco de las Casas, y no muchos dias despues se hubo de partir el gobernador D. Fernando Cortés con la mas lucida gente y la mayor parte de los caballos), con ser tan pocos, como digo, andaban entre sí á malas unos con otros por la negra ambicion y cobdicia, sin consideracion del manifiesto peligro en que estaban, cercados de millones de indios sus contrarios, porque los tenian forciblemente avasallados. Y mas estando avisados de los frailes que mirasen por sí, y de hecho atemorizados. Y con todo esto, tan apasionados y ciegos, que vinieron á las armas, y tan trabados, que ninguno habia que tratase de paz ni se pusiese de por medio, ni se metiese entre las espadas, lanzas y artillería, sino solos los frailes. Y á estos dió Nuestro Señor gracia para los poner en paz, que de otra suerte ellos fueran adelante con su ceguera y se comenzaran á matar, y luego acudieran los indios para acabarlos á los unos y á los otros, que no aguardaban otra cosa. Porque afirma este venerable padre, que con haber estado los señores y principales de estos reinos en su infidelidad siempre los unos enemigos de los otros, y haciéndose guerras, los vió en este tiempo muy unidos y aliados y apercebidos de guerra. Y por medio de los indios que criaban los frailes, de todo lo que pasaba eran los mismos frailes avisados, y por las vias que mejor les parecia iban deteniendo y estorbando el intento de los principales, y de lo que habia advertian á los españoles. Y por consejo de los frailes velaron la ciudad algunos dias (como arriba se dijo), y por sus predicaciones y reprehensiones que les daban en sus cabildos, vinieron á abrir los ojos, y á hacerse á una y mirar por lo que les convenia, y á poner silencio en las minas que se descubrian, á do se iban unos tras otros, dejando la ciudad desamparada, con cobdicia de la plata. Aunque mas por entero puso Dios silencio á aquellas minas ricas, echándoles una sierra encima, con que nunca mas parecieron. Para lo segundo que propongo no será menester buscar testigos, pues es cosa tan sabida de todo el mundo, que si no fuera por los frailes (que sin cesar anduvieron clamando sobre ello á nuestros católicos reyes el Emperador y su hijo), no oviera mas desventurada y pobre gente en el mundo que los españoles vecinos de la Nueva España, como lo serán cuando se les acabaren los indios. Y estos no los tuvieran si no fuera por el teson que sobre ello tuvieron los frailes en vol ver por ellos: que de otra manera ¿cuántos años há que los hubieran acabado como acabaron los de las islas? ¿Quién dubda esto? Y lo bueno es que en lugar de buenas gracias, siempre por ello los frailes las han llevado malas, quejándose los españoles y murmurando de ellos, que les hicieron quitar los esclavos y que no les dejan aprovecharse de los indios como querrian. Y lo que querrian es servirse de ellos de tal manera que se acabasen de presto, porque no tienen cuenta con mas de que haya para su tiempo. Y que los frailes hayan sido causa de la conservacion de los indios donde los hay, vese claro. Porque solamente donde ellos han tenido cargo de doctrinar, ha habido indios en cantidad, hasta ahora que con el servicio de por fuerza se van por todas partes consumiendo. Ejemplo tenemos de esto en lo de Nicaragua y Honduras, y por acá en las costas del sur y norte, donde de muchos años acá no ha habido casi gente, porque no tuvieron religiosos que los amparasen.
Capítulo XXIII
De cómo se fueron desarraigando muchas idolatrías que habian quedado ocultas y secretas
Ya que pensaban los religiosos que con estar quitada la idolatría de los templos principales del demonio, y con venir algunos á la doctrina y baptismo, estaba todo hecho, hallaron que era mucho mas lo que les quedaba por hacer y vencer. Y era que de noche se ayuntaban y llamaban unos á otros, y hacian fiestas al demonio con muchos y diversos ritos que tenian antiguos, en especial cuando sembraban los maizales y cuando los cogian. Y de veinte en veinte dias que tenian sus meses (porque contaban diez y ocho meses en el año), al postrero dia de estos veinte era fiesta general en toda la tierra; cada dia de estos dedicado á uno de los principales de sus dioses, los cuales celebraban con diversos sacrificios de muertes de hombres, y de otras ceremonias. Y como estaban á ellas acostumbrados de tantos años atrás y tiempos, y las tenian heredadas no solo de padres y abuelos, sino de muchos abolorios, no era maravilla que se les hiciese dificultoso dejarlas, mayormente instigándolos el demonio, que debia de aparecerles como solia, y les amenazaba si le dejasen de servir con sus usados sacrificios, y los solicitaba por medio de sus ministros los sacerdotes de los ídolos; que estos fueron siempre los que contradijeron y impugnaron la verdad de la fe por sus intereses, como se ve en las historias y vidas de los apóstoles y mártires. Porque muchas veces estaban los pueblos para convertirse y recebir el baptismo por la predicacion del Evangelio y milagros que veian, y los sacerdotes de los ídolos con la autoridad que de los reyes tenian, movian alborotos y sediciones y escándalos en los pueblos, y así lo estorbaban por no perder sus percances y aprovechamientos temporales. Esto mismo leemos en el Evangelio que hicieron los sacerdotes de los judíos, negando al verdadero Mesías y procurándole la muerte, y en quien claramente se cumplia todo lo escripto de él por los profetas. Porque si admitieran la ley evangélica, parecíales que perecia su sacerdocio y autoridad. Y lo mismo se cuenta de los judíos rabíes que venian á confesar que por su interese defendian su ley vieja cuando vivian en Castilla, como lo refirió en el púlpito de Sevilla un padre de la órden de Santo Domingo, excelente predicador, siendo ya obispo; y dijo que antes que lo fuese, disputando una vez en Segovia con los sacerdotes y rabíes de aquella ley, y convenciéndolos con lugares de la sagrada Escritura, los reprehendia de su ceguedad y engaño, diciéndoles: «¿Vosotros no veis vuestro engaño en esta y esta profecía, y en este y aquel paso de la sagrada Escritura? ¿Pues porqué traeis engañados á estos simples desventurados?». Á estas y otras semejantes palabras le respondieron: «Señor, bien lo vemos; pero qué quereis que hagamos, que estos nos sustentan y dan de comer». Lo mismo les acontecia á los sacerdotes de los ídolos de estos indios, que no tenian palabras ni razon alguna para contradecir á la predicacion de los siervos de Dios que les enseñaban el camino del cielo; mas por no perder sus intereses, autoridad y crédito (que lo tenian muy grande por las respuestas que recebian de los oráculos que manifestaban á los reyes y señores, y eran obedecidos y reverenciados como los mismos señores), procuraban de secreto allegar su gente como solian, y conservarlos en sus ritos, sacrificios y cerimonias antiguas. Los frailes tarde ó temprano venian á saber todo lo que pasaba, porque los ya convertidos y firmes en la fe los avisaban, y acudian luego á do tenian ídolos escondidos, y se los quitaban y quemaban; aunque fuesen de oro ó plata (que ellos preciaban) todo lo llevaban abarrisco. Y los mismos niños sus discípulos, como á veces iban á casa de sus padres, descubrian todo lo que veian tocar á idolatría, y manifestaban los lugares secretos donde se hallaria. Y entre los ídolos de los demonios hallaban tambien imágines de Cristo nuestro Redentor y de Nuestra Señora, que los españoles les habian dado, pensando que con aquellas solas se contentarian. Mas ellos si tenian cien dioses, querian tener ciento y uno, y mas si mas les diesen. Y como los frailes les mandaron hacer muchas cruces y poner por todas las encrucijadas y entradas de pueblos, y en algunos cerros altos, ponian ellos sus ídolos debajo ó detras de la cruz. Y dando á entender que adoraban la cruz, no adoraban sino las figuras de los demonios que tenian escondidas. Y esto fué luego á los principios, en que tuvieron bien que hacer los frailes para desarraigarlo de todo punto, cuasi dos años.
Capítulo XXIV
De cómo los niños de la escueta de Tlaxcala mataron á un sacerdote de los ídolos que se fingia ser el dios del vino
En el primer año que los frailes poblaron en la ciudad de Tlaxcala y comenzaron á recoger los hijos de los señores y principales para los enseñar (como arriba queda dicho), los que servian en los templos de los demonios no cesaban de ministrar y servir á los ídolos, y inducir al pueblo que no dejasen á sus dioses, porque aquellos eran los verdaderos que les proveian de todo lo que habian menester, y no el Dios que predicaban los frailes y sus discípulos, y que así lo sustentarian. Por esta causa quiso uno de ellos hacer demostracion ante el pueblo, para que entendiese la gente que no habia que temer al Dios de los cristianos ni á sus predicadores. Y para esto vistióse de las insignias de un dios que ellos tenian, llamado Ometochtli, que decian ser el dios del vino (como otro Baco), y salió al mercado, mostrándose muy feroz y espantable. Y para mas ostentacion de su ferocidad traia en la boca unas navajas de cierta piedra negra, que á ellos les servian de cuchillos, y andábalas mascando y corriendo por el mercado, y mucha gente tras él, como maravillándose de aquella novedad. Porque pocas veces acontecia salir estos de los templos así vestidos; pero cuando salian teníanles mucho acatamiento y reverencia: tanto que apenas osaban alzar los ojos para mirarlos al rostro. Á esta sazon venian los niños que se enseñaban en el monesterio, de lavarse del rio, y habian de atravesar por el mercado, y como viesen tanta gente tras el demonio, ó su figura, preguntaron qué era aquello. Respondieron algunos: «Nuestro dios Ometochtli». Los niños dijeron: «No es dios, sino diablo que os miente y engaña». É estaba en medio del mercado una cruz á do los niños iban de camino á hacer su acatamiento como estaban enseñados. Y allí deteníanse un poco para ayuntarse, que como eran muchos, venian derramados. Entonces fuése para ellos aquel que traia las insignias del demonio, y comenzó á mostrarse enojado, y á reñirles, diciéndoles que presto se habian de morir porque lo tenian enojado en dejar su casa y irse á la del nuevo Dios y de Santa María (que así se llamó y llama hoy dia la principal iglesia de Tlaxcala). Luego algunos de los mas grandecillos con ánimo y osadía le dijeron que no le habian miedo, y que él era mentiroso, y ellos no habian de morir presto como él decia. Y que, no habia mas que un solo Dios, Señor del cielo y de la tierra y de todas las cosas. Y que él no era dios, sino el demonio, ó su figura. El ministro del demonio afirmando que era dios, y denostando y espantando á los niños para ponerles temor, mostrábase mas enojado contra ellos. Ya á aquesta sazon habíase allegado mucha gente al derredor de ellos para ver en qué paraba aquella contienda. Y como él porfiase á decir que era dios, y los niños que no era sino demonio, uno de ellos abajóse por una piedra, y dijo á los otros: «Echemos de aquí este diablo, que Dios nos ayudará». Y diciendo esto arrojóle la piedra, y acudieron los demas. Y aunque al principio el demonio hacia rostro, como cargaron todos los niños, comenzó á huir, y ellos tras él tirándole piedras. Y por poco se les fuera, sino que permitiéndolo Dios, y mereciéndolo sus pecados, hubo de tropezar. Y apenas cayó cuando lo tuvieron muerto y cubierto de piedras, quedando los muchachos muy gloriosos, como quien ha hecho una grande hazaña, y diciendo: «Ahora verán los de Tlaxcala cómo este no era dios, sino malo y mentiroso; y que Dios y Santa María son buenos, que nos ayudaron á matar al demonio». Y á la verdad acabada aquella contienda, y muerto aquel loco y desventurado, no parecia que habian muerto hombre, sino al mismo demonio. Y como los soldados, la batalla rompida, por los que queda el campo están alegres y victoriosos, y. los vencidos desmayados y caidos, así quedaron los que servian y creian en los ídolos, y los fieles gozosos. Y aunque llegaron luego muchos de los ministros de los ídolos y quisieran poner las manos en los muchachos, no se atrevieron, antes quedaron atónitos y espantados viendo muerto al que habia salido á poner temor á los otros. Los niños entraron en el monesterio muy ufanos y regocijados, alabándose que habian muerto al demonio. Los frailes no los entendian, hasta que llamaron un indio ladino que venia del mercado, y se lo preguntaron. Y sabido lo que era, y queriéndolos castigar, preguntáronles que cuál de ellos habia muerto á aquel hombre. Ellos respondieron que todos, y que no era hombre sino demonio, y se quiso hacer dios, y los quiso maldecir y matarlos si pudiera, y no pudo porque Dios y Santa María los habia librado de sus manos, y dádole á él el castigo que merecia.
Capítulo XXV
De un niño que fué martirizado de su propio padre, porque le reprehendia la idolatría y embriaguez
Ya queda dicho arriba cómo en Tlaxcala habia cuatro señores ó cabeceras principales á las cuales se reducia toda la provincia. Y los hay el dia de hoy, los cuales han sucedido por herencia, aunque no con la autoridad y majestad que entonces tenian. Demas de estos cuatro habia segundariamente otros muchos principales señores, y hartos de ellos que tenian muchos vasallos. Uno de estos, llamado Acxotecatl, que tenia su señorío y casa en Atlihueza, legua y media de la cabecera y ciudad de Tlaxcala, tenia sesenta mujeres, y de las mas principales de ellas (que eran señoras) tenia cuatro hijos. Los tres de estos fueron enviados al monesterio de Tlaxcala cuando se recogieron los niños hijos de señores para ser enseñados, como arriba se dijo. Y el mayor y mas bonito que él mas amaba, dejóle en su casa como escondido. Pasados algunos dias que ya los niños del monesterio iban descubriendo los secretos, así de idolatrías como de otros niños que sus padres tenian escondidos, aquellos tres hermanos dijeron á los frailes, cómo su padre tenia escondido en casa un su hermano mayor. Lo cual sabido, pidiéronlo á su padre, que no pudo hacer menos de darlo, y seria de edad de doce ó trece años. Este muchacho en breve tiempo supo la doctrina cristiana, y estando suficientemente instruido en las cosas de la fe, pidió el baptismo y se lo dieron, y en él se llamó Cristóbal. Y como era de los mayores y señor (aunque muchacho), dió entre los otros muestras de buen cristiano. Y de lo que él oia y se enseñaba en la casa de Dios (que así han llamado ellos y llaman siempre á las iglesias y monesterios) luego comenzó á enseñar á los criados y vasallos de su padre. Y al mismo padre decia, que dejase los ídolos y los pecados pasados, en especial la embriaguez, porque ya era tiempo que conociese que los ídolos eran figura de los demonios, y la embriaguez muy gran pecado; y que llamase á Dios del cielo, el cual solo es Señor nuestro y piadoso, que le perdonaria; y conociese el error en que hasta entonces todos habian estado, como era muy gran verdad, y así lo enseñaban los padres que sirven á Dios y enseñan la verdadera fe. El padre del muchacho era un indio de los mas encarnizados en guerras y envejecido en maldades de los de su tiempo, y sus manos llenas de sangre de homicidios, segun despues pareció; y así las amonestaciones de su hijo no hacian mella en sus duras entrañas, ni pudieron poco ni mucho ablandar su empedernido corazon, sino que se quedaba seco, hecho un guijarro como de antes. El mozuelo, viendo que no aprovechaban palabras, en topando algunos ídolos, ora fuesen de su padre, ora de sus vasallos, luego los desmenuzaba, y quebraba las tinajas ó vasijas del vino, porque siempre lo bebian para embeodarse. Y aunque tuviesen tres ó cuatro cántaros de vino, todo lo habian de acabar en una noche, hasta caer y quedar hechos unos cueros. Los criados de casa quejábanse á su padre, diciéndole cómo su hijo Cristóbal quebrantaba sus ídolos y los de todos sus vasallos, y las vasijas del vino, con que á él lo echaba en vergüenza y á los suyos en pobreza, por el gasto que de nuevo habian de hacer. Demas de esto una de sus principales mujeres, llamada Xuchipapalotzin, madre de uno de los otros tres niños, deseaba que su hijo heredase el señorío, y aprovechándose para ello de esta ocasion de las quejas de los criados, quejábase tambien ella, y atizaba el fuego y cólera del Acxotecatl contra Cristóbal, diciéndole que cómo sufria el atrevimiento de aquel muchacho, que á todos los traia desasosegados: que lo desollase y matase: que para qué queria tal hijo que le escupiese á las barbas y se le alzase á mayores. Á todo esto el buen Cristóbal no dejaba de hacer su oficio de quebrantar ó quemar los ídolos y quebrar las tinajas del hediondo vino, por evitar en los suyos las ofensas que contra Dios cometian. Y con achaque de esto, tanto indignó aquella mala mujer á su marido, que determinó de matar al hijo mayor Cristóbal. Y para ponerlo en efecto, envió á llamar secretamente á todos sus hijos, que en aquella sazon estaban en el monesterio, diciendo que queria hacer una fiesta, y que se hallasen en ella. Llegados á casa, llevólos á unos aposentos en lo mas interior de ella, y habiéndoles hablado disimuladamente á todos algunas razones, dijo á Cristóbal que se quedase allí, y mandó á los otros hermanos que se saliesen fuera á jugar en los patios de la casa. Pero el mayor de los tres, que, se llamaba Luis (y fué el que, entre otros, relató esta historia á los frailes), teniendo algun recelo, por haber mandado salir fuera los tres y quedar aquel solo, no se alejó mucho del aposento do quedaba. Y dende á poco,. oyendo la voz de su hermano mayor (á quien mucho amaba) como de maltratado, subióse á una azotea ó terrado, y por una ventana vió cómo el cruel padre tenia á su hijo Cristóbal por los cabellos, arrastrado por el suelo, y dándole muy recias coces, de que fué maravilla no le acabase, segun tenia las fuerzas; y le daba de gana, porque era un hombre valentazo y robusto. Y como con esto no lo pudiese matar, ya encarnizado y olvidado del amor paternal y natural, y mudado en crueldad feroz y bestial, tomó un palo grueso de encina, y dióle con él por todo el cuerpo muchos golpes hasta quebrantarle y molerle los brazos y piernas y las manos con que defendia la cabeza, y la misma cabeza, tanto que cuási de todas las partes de su cuerpo corria sangre. Y á todo esto el niño llamaba continuamente á Dios en su lengua, diciendo: «Señor Dios mio, habed merced de mí». Y más decia: «Señor, si quieres que yo muera, muera yo: y si tú quieres que yo viva, líbrame de esta crueldad de mi padre: sea como tú, Señor, quisieres». El padre, cansado de atormentar con coces y palos á su hijo, paróse á descansar, ó por ventura le pareció que bastaba lo hecho: y segun dicen, el muchacho con todas sus heridas se medio levantaba y iba á salir arrastrando por la puerta afuera, que ya el padre de cansado lo dejaba ir, sino que aquella cruel homicida mujer que habia sido la causa de que así lo parase, lo detuvo en la puerta y no lo dejó salir. En esta sazon, supo la madre del Cristóbal atormentado (que estaba lejos en otros aposentos) cómo su hijo estaba más muerto que vivo, y vino desalada con las entrañas abiertas de madre, y no paró hasta entrar á do su hijo estaba caido. Y quejándose con voces contra el marido, queriendo tomar el niño para apiadarlo y llevarlo consigo, el cruel marido, ó por mejor decir enemigo, se lo estorbó. Y ella llorando y querellándose decia: «¿Porqué matas á mi hijo? ¿Cómo tuviste manos para tratar así á tu propio hijo? Matárasme á mi primero, y no viera yo tan cruelmente atormentado á un solo hijo que parí. ¿Porqué lo has así tratado? ¿Porque te aconsejaba como hijo á padre? Y tú haslo hecho con él como enemigo. Déjame llevar á mi hijo. Y si quieres, mátame á mí y déjalo á él, que es niño y hijo tuyo y mio que yo parí». En esto aquella bestia ensangrentada tomó tambien á la madre del niño por los cabellos, y acoceóla inhumanamente hasta cansarse, y llamó á quien se la quitase de allí. Y vinieron ciertos indios, y llevaron á la triste madre, que más sentia y lloraba los tormentos del hijo que los suyos propios. Viendo el malvado padre que el niño estaba con buen sentido, aunque muy atormentado y llagado, mandólo echar en un gran fuego de muy encendidas brasas de cortezas de encina secas; porque en ellas está el fuego muy intenso y dura mucho. En este fuego lo revolvió, ya de pechos, ya de espaldas, dándole en aquellas brasas una calda, como lo hicieron los infieles á S. Lorenzo, llamando el niño siempre á Dios que le ayudase. Y sacado de allí cuasi por muerto, aun dicen que el padre lo quiso acabar con hierro, y fué en busca de una espada que tenia de Castilla, que debiera de haber quitado á algun español, y de muy escondida y guardada no la halló. Y con esto se descuidó de volver para el hijo, y hubo lugar de tomar al niño algun indio ó india de casa que se compadeció de él, y lo queria bien, y envolviéronlo en unas mantas que ellos usan como sabanillas, y toda aquella noche estuvo padeciendo con mucha paciencia el desmedido dolor que el fuego y las heridas le causaban, encomendándose Dios y llamándole siempre, aunque con voz baja y desmayada. Por la mañana dijo el niño que le llamasen á su padre, y venido, hablóle diciendo: «¡Oh padre! no pienses que estoy enojado contra tí por haberme puesto de la manera que estoy. No estoy sino muy alegre, y sábete que me has hecho mas merced, y me has dado mas honra que si heredara tu señorío.» Y amonestándole como solia á la enmienda de la vida, pidió de beber. Y diéronle un vaso de cacao, que es una bebida fresca: y en bebiéndolo, luego llamando á Dios le encomendó su espíritu y lo puso en sus manos, acabando esta vida gloriosamente. Muerto el niño, mandó su padre que lo enterrasen en un rincon de un aposento, y puso mucho temor á la gente de su casa, que nadie tratase de lo que habia pasado. Y más en particular encargó el secreto á los otros tres sus hijos que se enseñaban en el monesterio, amenazándolos que los mataria con mayores tormentos, si alguna palabra tocante á esto saliese de su boca. Todo esto pasó en el año de mil y quinientos y veinte y siete, y por juntarlo con lo de arriba que trata materia de niños de la escuela (dejando para despues otras cosas que antes de esto pasaron), se puso en este lugar.
Capítulo XXVI
Del castigo que se hizo es este mal hombre, y de cómo fué hallado y sepultado el cuerpo del niño Cristóbal
Dice el Salmista, que un abismo llama á otro: esto es, que un pecado (cuando no es purgado por algun sacramento) acarrea otro pecado. Y así le acaeció á este perverso hombre, llamado Acxotecatl, quien no contento con haber muerto á su hijo heredero, quiso añadir maldad á maldad, haciendo matar tambien á la madre del inocente y mujer suya propia, temiendo que con sentimiento de la muerte de su hijo lo vendria á descubrir. Y por no ver mas ruido dentro de su casa, mandóla llevar á una estancia ó aldea de sus vasallos, llamada Quimichuca, cuatro leguas de allí. Y á los que la llevaron mandó que la matasen y enterrasen secretamente, como de hecho lo cumplieron; aunque no se supo qué género de muerte le dieron. Cuando aquel homicida de su propio hijo y mujer pensó que sus pecados estaban muy secretos y ocultos, descubriólos Dios, cumpliéndose su palabra que dijo en el Evangelio: Ninguna cosa hay encubierta que no venga á descubrirse: ni ninguna tan oculta que no se sepa. Lo cual pasa de esta manera. Un español pasaba por la tierra de aquel cacique Acxotecatl, y hizo un maltratamiento á unos vasallos suyos, los cuales se le vinieron á quejar. Ido Acxotecatl adonde el español estaba, tratólo malamente. Y cuando de sus manos se escapó, dejándole cierto oro y ropas que traia, no pensó que habia hecho poco. Y no se durmiendo mucho en el camino, llegó á México y dió queja á la justicia del maltratamiento que aquel indio principal le habia hecho, y de lo que le habia tomado. Y aunque enviaron mandamiento á un alguacil español que residia en Tlaxcala, no se atrevió á echarle mano, ni á ponerse con él, por ser uno de los mas principales despues de los cuatro señores. Y fué menester que viniese un pesquisidor con poder del que gobernaba en ausencia de Cortés. Para lo cual fué enviado Martin de Calahorra, vecino de México, hombre de toda confianza. Este prendió al Acxotecatl: y hecha su pesquisa sobre el agravio del español, y concluso el pleito, y vuelta su hacienda, cuando pensó el indio que ya quedaba libre, y que lo habian de soltar, comenzaron á descubrirse algunos indicios de las muertes de su hijo y de su mujer, y en breve tiempo se vino á declarar y probar cómo era verdad que los habia muerto, segun queda dicho. El pesquisidor procedió contra él y lo sentenció á muerte, principalmente por estos dos homicidios, y juntamente por otros gravísimos delictos que le acumularon. Y llevada la informacion á México, y confirmada la sentencia por el gobernador, para la ejecucion de ella juntó Martin de Calahorra todos los españoles que pudo, con algun temor, por ser el indio valiente por su persona, y muy emparentado. El cual, con estar sentenciado á muerte, parecia no tener miedo de morir. Y ya que lo llevaban á la horca, iba diciendo: «¿Esta es Tlaxcala? ¿Cómo, y vosotros, tlaxcaltecas esforzados, consentís que yo muera? ¿Y todos vosotros no sois para quitarme de mano de estos pocos? No sois vosotros de los valientes y animosos que solia tener Tlaxcala, sino unos cobardes y apocados». Con estas palabras, sabe Dios si los españoles iban allí con mas miedo que vergüenza. Mas no hubo hombre de los indios que se menease, ni hablase en su favor; porque era justicia aquella que venia de lo alto. Y así aquellos pocos españoles lo llevaron hasta dejar su cuerpo en la horca; y segun sus maldades, presto descenderia su ánima á los infiernos. Leemos que Dios en otro tiempo descubrió los sepulcros de los gloriosos mártires y hermanos S. Juan y S. Pablo, que secretamente Terenciano habia muerto por mandado del Emperador Juliano Apóstata, y los sepultó secretamente dentro de sus casas. Así descubrió Dios la muerte y sepultura del inocente niño Cristóbal. Y luego que se supo á do el padre lo habia sepultado, fué por su cuerpo un fraile lego, uno de los doce, llamado Fr. Andrés de Córdoba, con muchos principales que lo acompañaron. Y con haber mas de año que estaba allí enterrado, dicen que estaba seco, mas no corrompido. El cual traido á Tlaxcala lo sepultaron cerca de un altar que tenian en una capilla donde de prestado decian misa, hasta que se acabase la iglesia y monesterio que entonces se edificaba. Despues el padre Fr. Toribio (que dejó escripta esta su historia) trasladó sus huesos á la iglesia principal, que tiene por vocacion la Asuncion de la Madre de Dios.
Capítulo XXVII
De otros niños que fueron muertos porque tambien destruian los ídolos
Dos años despues de la muerte del bendito niño Cristóbal, sucedió que llegó á Tlaxcala un religioso de la órden de Santo Domingo, llamado Fr. Bernardino Minaya, con otro compañero, que iban encaminados á la provincia de Oaxaca, y quisieron ver de camino al varon santo Fr. Martin de Valencia, que era allí guardian en aquella sazon. Y viendo aquel padre Fr. Bernardino tantos niños y tan doctrinados en aquel convento, y que él iba sin ayuda alguna á tractar con gente inculta, tractó con el guardian si habria algunos de aquellos niños que quisiesen ir en su compañía, para ayudarle en la doctrina de los huaxtecos: que él los tendria y trataria como á propios hijos. Púsose esta su demanda y deseo en pública plática, y entendido por los mozuelos, ofreciéronse al trabajo dos de ellos, hijos de muy principales señores: al uno llamaban Antonio, y este llevaba consigo un criado de su edad, llamado Juan, y el otro se decia Diego. Viendo el santo viejo Fr. Martin de Valencia que lo tomaban tan deveras, y se apercebian para el camino, quiso probar el espíritu que llevaban; si los llamaria Dios para aquella su obra, ó si era liviandad de muchachos, y dijoles: «Hijos míos, mirad que vais lejos de vuestra tierra á pueblos extraños, y entre gente que aun no conoce á Dios, donde se os ofrecerán muchos trabajos y peligros. Téngoos mucha lástima como á hijos, porque sois niños, y temo que os maten por esos caminos: por eso miradlo y consideradlo bien antes que os determineis». Entonces respondieron los niños: «Padre, bien mirado tenemos eso que dices, y algo nos habia de aprovechar la ley y palabra de Dios, y su santa fe que nos has enseñado. ¿Pues no habia de haber entre tantos quien se ofreciese á este trabajo por Dios? Aparejados estamos para ir con los padres, y para recebir de buena voluntad todos los trabajos que se ofrecieren por Dios. Y si él fuere servido con nuestras vidas, ¿porqué no las pondremos por su amor, pues él primero murió por nosotros?». Y dijeron más: «¿No mataron á S. Pedro crucificándolo, y á S. Pablo degollándolo? ¿Y S. Bartolomé no fué desollado por Dios? «Esto dijeron porque en aquella semana habian oido el sermon y historia de S. Bartolomé. Entonces, dándoles el bendito padre su bendicion, se partieron y fueron con los padres de Santo Domingo á Tepeaca, provincia grande, que está como diez leguas de Tlaxcala, donde aun no habia monesterio de frailes como ahora; mas era visitada aquella provincia del monesterio de Huexocingo, que está de allí otras diez leguas, aunque por ser pocos los frailes, y muchos los pueblos y provincias de su visita, iban pocas veces. Y á esta causa estaba Tepeaca y su comarca llena de ídolos, puesto que no públicos. Sabido esto, luego el Fr. Bernardino envió los niños á que buscasen por las casas de los indios los ídolos que tuviesen (como lo solian hacer en Tlaxcala) y se los trajesen; en lo cual se ocuparon tres ó cuatro dias. Y ya que por allí cerca no hallaban ídolos, desviáronse una legua de Tepeaca á buscar en otros pueblos, que el uno se llama Quautinchan y el otro Tecali. De unas casas de este pueblo sacó aquel niño llamado Antonio unos ídolos, acompañándole su pajecito Juan. Á este tiempo ya algunos señores y principales se habian hablado y concertado de matarlos (segun despues pareció), porque les quebraban sus ídolos y les quitaban sus dioses. Vino Antonio con los ídolos que traia recogidos del pueblo de Tecali á buscar en el otro que se dice Quautinchan, y entrando en una casa á buscar ídolos, no estaba en ella mas de un niño guardando la puerta, y quedó con él el criadillo ó paje llamado Juan. Y como los traian espiados, luego vinieron dos indios principales con sendos palos de encina en las manos; y en llegando, sin mas decir, los descargaron sobre el muchacho Juan que habia quedado á la puerta. Al ruido salió luego Antonio, y como vió la crueldad de aquellos sayones, no echó á huir, aunque vio que tenian cuasi muerto á su compañero, y no cesaban de darle moliéndole la cabeza y los brazos, mas dijoles: «¿Por qué matais á mi compañero? Si hay culpa, no la tiene él, que yo soy el que os quito los ídolos, porque sé que son demonios y no dioses. Dejad á ese que no tiene culpa: yo soy el que os los quito, que no él». Apenas hubo acabado estas palabras, cuando descargaron los palos sobre él, que al otro ya lo tenian muerto. Antonio, llamando á Dios y encomendándose á él, fué tambien muerto de la misma manera. Y en anocheciendo tomaron los cuerpos de aquellos benditos niños, que eran de la edad de Cristóbal, y habiéndolos muerto en el pueblo dé Quautinchan, lleváronlos al de Tecali que está cercano, y echáronlos en una barranca, pensando que de nadie se pudiera saber. Pero como faltó el niño Antonio, luego pusieron mucha diligencia los padres dominicos en buscar al que faltaba, y encargáronlo mucho á un alguacil que residia en Tepeaca, llamado Álvaro de Sandoval. Este, juntamente con los religiosos, pusieron tanto cuidado, que en breve hallaron los niños muertos, siguiendo el rastro por do habian ido, y donde habian desparecido. Supieron luego quién los habia muerto, y presos los homicidas, nunca confesaron por cuyo mandado los habian muerto; aunque dijeron que ellos los habian muerto achocándolos, y que bien conocian cuán grande mal habian hecho, y que bien merecian la muerte. Y rogaron que los baptizasen antes que los matasen. Parece que ya en estos comenzaban á obrar las oraciones, sangre y méritos de aquellos benditos inocentes, pues no habian sido predicados ni enseñados mas de por la paciencia y inocencia con que vieron morir á los que ellos mataron. Luego fueron por los cuerpos de los niños, y traidos los enterraron en una capilla adonde los frailes cuando allá iban decian misa. Mucho se afligian y los lloraban aquellos padres de Santo Domingo, viendo la muerte tan cruel que les habian dado llevándolos debajo de su amparo; mayormente por la del niño Antonio, que era nieto de Xicotenga, uno de los cuatro señores de Tlaxcala, y que heredaba su estado. Y tenian mucho dolor y pena de lo que habia de sentir el siervo de Dios Fr. Martín de Valencia cuando lo supiese. Acordóse que los homicidas los llevasen á Tlaxcala para que mas por entero se satisficiesen los padres y deudos de los niños muertos, y para que humillándose á ellos los delincuentes, por ventura alcanzarian perdon de su culpa. Y como esto entendió el señor de Quautinchan y sus principales, que debian de ser culpados en haberlo mandado, temiendo que les caeria á cuestas si allá lo preguntaban á los homicidas, dieron joyas de oro á un español que estaba en Quautinchan, porque estorbase que los presos no fuesen á Tlaxcala. El español partió de las joyas que le dieron con otro que tenia cargo en Tlaxcala, el cual salió al camino y estorbó la ida de aquellos indios. Mas todas estas diligencias fueron en daño de los solicitadores, porque los dos españoles codiciosos fueron despues azotados y no gozaron del oro, y la justicia de México envió luego por los presos y los ahorcaron. El señor de Quautinchan (como no se enmendase, antes añadiese otros pecados) tambien murió ahorcado, con otros de sus principales por cuyo mandado los niños fueron muertos. Cuando el santo Fr. Martín de Valencia supo la muerte de estos sus hijos que espiritualmente habia criado, y como habian ido con su licencia y bendicion, causóle mucho dolor, y llorábalos como á hijos muy queridos; aunque por otra parte se consolaba en ver que tenia ya el cielo primicias de los recien convertidos de esta tierra, y que habia en ella quien muriese por destruir las idolatrías, confesando á Dios y procurando de quitar sus ofensas, y por esta via les tenia envidia, porque él habia deseado morir por esta razon, y pedídolo con mucha instancia al Señor, y no lo merecia alcanzar. Mas cuando se acordaba de lo que habian dicho al tiempo de su partida, no podia contener las lágrimas, en especial de aquellas palabras que dijeron: «¿No mataron á S. Pedro y á S. Pablo, y desollaron á S. Bartolomé? Pues que nos maten á nosotros ¿no nos hace Dios gran merced?». Podriamos aquí decir con harta congruidad y conveniencia, hablando con Tlaxcala, lo que el bienaventurado S. Agustin dice hablando con la ciudad de Bethlehem: «Bienaventurada eres, Bethlehem, tierra de Judá, que sufriste la crueldad y inhumanidad de Herodes en la muerte de los niños Inocentes ». Tlaxcala significa lo mismo que Bethlehem, porque quiere decir casa de pan, y se puede decir tierra de Judá, que es confesion. Porque en la conversion de este nuevo mundo, en Tlaxcala fué recebida primeramente la fe, confesada y favorecida: y así de ella tomó Dios las primeras primicias de la fe en la muerte de estos niños Inocentes, como de los que Herodes mató en tierra de Bethlehem. Y estos de Tlaxcala fueron tres por confesion de la Santísima Trinidad; mas adultos han sido muertos muchos á manos de bárbaros por ir entre ellos con celo de enseñarles á ser cristianos, como acaeció no há muchos años á algunos, de cuatrocientos casados que desterrándose de sus deudos y natural fueron á poblar entre bárbaros chichimecos, para los amansar y traer á la fe, por órden del virey de esta Nueva España D. Luis de Velasco. Y el que esto escribe no fué el que menos trabajó en el negocio, porque en aquella sazon era su guardian. Otros indezuelos niños han sido tambien muertos en compañía de frailes por los infieles en fronteras de guerra. De algunos de ellos se hará mencion en el fin de esta historia, tratando de los frailes que han muerto á manos de infieles.
Capítulo XXVIII
De diversos modos que los indios usaron para aprender la doctrina cristiana, y del ejercicio que en ella se ha tenido
Como en nuestra nacion española y en todas las demas nos enseña la experiencia que hay diferencias de ingenios y habilidades, en unos mas y en otros menos, así tambien las hubo y hay entre los indios. Aunque los niños, más agudos y vivos parece son en general los nacidos en esta tierra, que los nacidos en nuestra España y en otras regiones, puesto que despues creciendo suelen muchos perder esta viveza. Y por ventura será por ocasion de la ociosidad y abundancia de mantenimientos; y mucho mas los indios por el vicio de la embriaguez. Ya queda dicho cómo los niños enseñados por nuestros religiosos, con mucha facilidad aprendian la doctrina cristiana; y tambien algunos de los de fuera por tener buen ingenio la tomaban en pocos dias en el modo comun que se usa enseñarla, es á saber, diciendo el que enseña: Pater noster, y respondiendo tambien los que aprenden, Pater noster. Y luego, qui es in caelis, y procediendo adelante de la misma manera. Empero otros muchos, en especial de la gente comun y rústica (por ser rudos de ingenio), y otros por ser ya viejos, no podian salir con ello por esta via, y buscaban otros modos, cada uno conforme á como mejor se hallaba. Unos iban contando las palabras de la oracion que aprendian con pedrezuelas ó granos de maiz, poniendo á cada palabra ó á cada parte de las que por sí se pronuncian una piedra ó grano arreo una tras otra. Como (digamos) al Pater noster, una piedra; al qui es in caelis, otra; al sanctificetur, otra, hasta acabar las partes de la oracion. Y despues, señalando con el dedo, comenzaban por la piedra primera á decir Pater noster, y luego qui es in caelis á la segunda, y proseguíanlas hasta el cabo, y daban así muchas vueltas hasta que se les quedase toda la oracion en la memoria. Otros buscaron otro modo, á mi parecer mas dificultoso, aunque curioso, y era aplicar las palabras que en su lengua conformaban algo en la pronunciacion con las latinas, y poníanlas en un papel por su órden; no las palabras, sino el significado de ellas, porque ellos no tenian otras letras sino la pintura, y así se entendian por caracteres. Mostremos ejemplo de esto. El vocablo que ellos tienen que mas tira á la pronunciacion de Pater, es pantli, que significa una como banderita con que cuentan el número de veinte. Pues para acordarse del vocablo Pater, ponen aquella banderita que significa pantli, y en ella dicen Pater. Para noster, el vocablo que ellos tienen mas su pariente, es nochtli, que es el nombre de la que acá llaman tuna los españoles, y en España la llaman higo de las Indias, fruta cubierta con una cáscara verde y por defuera llena de espinillas, bien penosas para quien coge la fruta. Así que, para acordarse del vocablo noster, pintan tras la banderita una tuna, que ellos llaman nochtli, y de esta manera van prosiguiendo hasta acabar su oracion. Y por semejante manera hallaban otros semejantes caracteres y modos por donde ellos se entendian para hacer memoria de lo que habian de tomar de coro. Y lo mismo usaban algunos que no confiaban de su memoria en las confesiones, para acordarse de sus pecados, llevándolos pintados con sus caracteres (como los que de nosotros se confiesan por escrito); que cierto era cosa de ver, y para alabar á Dios, las invenciones que para efecto de las cosas de su salvacion buscaban y usaban, que finalmente argüia cuidado y diligencia en lo que tocaba á su cristiandad, y no podia dejar de dar contento á sus ministros eclesiásticos. Esto que digo fué en el principio de su conversion, que despues como todos los domingos y fiestas de guardar, antes del sermon y de la misa se les dice y ha dicho siempre dos ó tres veces la doctrina, estando todo el pueblo junto en el patio de la iglesia, harto descuidado y torpe será el que con tanta continuacion y frecuencia no la tomare de coro. Y para las confesiones no han menester otros caracteres, que ya saben leer y escribir en su lengua, y muchos en la nuestra. El cuidado y curiosidad que se ha tenido en esta Nueva España en la doctrina y enseñamiento de los naturales indios para su cristiandad, no se ha tenido con otra gente del mundo, como á la verdad lo habian menester. Y porque no se puede especificar con pocas palabras, con el favor de Dios se tratará de ello en algunos capítulos del libro cuarto, segun las materias que se fueren ofreciendo.
Capítulo XXIX
Del gran trabajo que los primeros padres evangelizadores tuvieron al principio, por ser tantas las provincias de la Nueva España, y ellos tas pocos
Para que se entienda lo mucho, que aquellos siervos de Dios primeros predicadores del santo Evangelio tuvieron que hacer en los principios de la conversion de las gentes de esta Nueva España, es necesario presuponer la muchedumbre de provincias que en ella habia, todas muy pobladas de gente, y cómo todas ellas estaban á cargo de aquellos poquitos religiosos, hasta que fueron viniendo otros, así de la misma órden del padre S. Francisco, como de las órdenes de los bienaventurados Santo Domingo y S. Agustin, que han sido los principales obreros de esta tan amplísima viña del Señor. Ya queda dicho arriba, cómo los doce frailes con otros cinco que acá se hallaron fueron repartidos en cuatro monesterios en las mayores poblaciones que entonces habia, no muy lejos de la ciudad de México. Y entre aquellos cuatro monesterios repartieron toda la tierra de la Nueva España, tomando cada uno á su cargo la pertenencia que le cabia por la banda que mas venia á su mano, en que habia muy muchas y muy pobladas provincias de diversas lenguas y naciones. Y porque mejor esto se pueda percebir, digo que si queremos dividir á la Nueva España en buenos reinos de muchas provincias cada uno de ellos, habria, á mi parecer, como treinta reinos, antes mas que menos. Y si la dividimos en provincias ó gobernaciones distintas, serian mas de cuatrocientas; y en esto no me alargo, porque antes pienso que digo poco que mucho. Los cuatro monesterios ó religiosos de ellos repartieron sus distritos de esta manera: á México acudia todo el valle de Toluca, y el reino de Michoacan, Guatitlan, y Tula, y Xilotepec, con todo lo que ahora tienen á cargo los padres augustinos hasta Meztitlan: á Tezcuco acudian las provincias de Otumba, Tepepulco, Tulancingo, y todas las demas que caen hasta la mar del norte: á Tlaxcala acudia Zacatlan, y todas las serranías que hay por aquella parte hasta la mar, y lo de Xalapa tambien hasta la mar, y lo que cae hácia el rio de Alvarado: á Guaxocingo acudian Cholula, Tepeaca, Tecamachalco y toda la Mixteca, y lo de Guacachula y Chietla. Á cabo de ocho ó nueve meses que habian llegado los doce primeros á México, vinieron á ayudarles en la segunda barcada, Fr. Antonio Maldonado, Fr. Antonio Ortiz, Fr. Alonso de Herrera, Fr. Diego de Almonte, y otros muy esenciales religiosos de la misma provincia de S. Gabriel, y con esta ayuda fundaron el quinto convento en el pueblo de Cuernavaca, que es cabeza de lo que acá llamamos Marquesado, por ser tierra del marqués del Valle, aunque no es aquello el valle de donde se intitula marqués, sino el de Guaxaca. De aquel convento de Cuernavaca, visitaban á Ocuila y á Malinalco, y toda la tierra caliente que cae al mediodia hasta la mar del sur. Desde entonces por maravilla pasó año que dejasen de venir algunos religiosos de la órden de los menores á esta provincia del Santo Evangelio (que fué madre de las otras que despues se erigieron), enviados con mucho cuidado por mandado de los católicos Emperador D. Cárlos, de buena memoria, y rey D. Felipe su hijo, nuestros señores, á su real costa, cada uno en su tiempo; ni deja de enviarlos aun ahora, cuando S. M. es informado que en alguna provincia son menester. Aunque para esta del Santo Evangelio, por estar proveida de los religiosos que en ella toman el hábito, no ha sido necesario venir frailes de España de mas de veinte años á esta parte. Y así como fueron viniendo frailes, se iban tambien fundando otros conventos en las partes donde habia mayor necesidad de su asistencia, como en Tepeaca, Guatitlan, Toluca, Tlalmanalco, y los demas que han ido procediendo hasta llegar á setenta monesterios en sola esta provincia de México, sin dos custodias que tiene anexas: y habiéndose proveido de aquí como hijas que nacieron de esta madre, las provincias de Michoacan, Guatemala y Yucatan. Y juntamente con esto vinieron el año de veinte y seis, religiosos de la órden de Santo Domingo, y los de S. Agustin el año de treinta y tres, que se han despues acá extendido tambien por toda la tierra con mucho número de monesterios, demas de los partidos y vicarías de los padres clérigos, que no son menos. Y por aquí se verá cuán acosados y trabajados debian de andar aquellos benditos padres cuando eran tan pocos, siendo la gente ocho veces más de lo que ahora son, y estando por doctrinar y baptizar. Finalmente, ellos fueron los que desmontaron y labraron la tierra, para que sus sucesores con poco trabajo hayan gozado y gocen del fruto que en ella se coge, de las muchas ánimas que se salvan. Y para que mejor se entienda el trabajo que en los primeros tiempos tuvieron los predicadores del santo Evangelio en estas partes, puédese cotejar con el de los predicadores de España y de otros reinos de la cristiandad. En España sabemos ser cosa comun á los predicadores, cuando predican un sermon, quedar tan sudados y cansados, que han menester mudar luego la ropa, y calentarles paños, y hacerles otros regalos. Y si á un predicador (acabado de predicar) le dijesen que cantase una misa, ó fuese á confesar un enfermo, ó á enterrar un difunto, pensaria que luego le podian abrir á él la sepultura. Pues es cierto que el comun ordinario de esta tierra era un mismo fraile contar la gente por la mañana, y luego predicarles, y despues cantar la misa, y tras esto baptizar los niños, y confesar los enfermos (aunque fuesen muchos), y enterrar si habia algun difunto. Y esto duró por mas de treinta ó cuasi cuarenta años; y el dia de hoy en algunas partes se hace. Algunos hubo (y yo los conocí) que predicaban tres sermones uno tras otro en diversas lenguas, y cantaban la misa, y hacian todo lo demas que se ofrecia, antes de comer. Y llegados á la mesa el regalo que tenian era echarse un jarro de agua á pechos, y no beber gota de vino, por guardar la pobreza, á causa de ser en esta tierra el vino costoso. Fraile hubo que sacó en mas de diez distintas lenguas la doctrina cristiana, y en ellas predicaba la santa fe católica, discurriendo y enseñando por diversas partes. Algunos usaron un modo de predicar muy provechoso para los indios por ser conforme al uso que ellos tenian de tratar todas sus cosas por pintura. Y era de esta manera. Hacian pintar en un lienzo los artículos de la fe, y en otro los diez mandamientos de Dios, y en otro los siete sacramentos, y lo demas que querian de la doctrina cristiana. Y cuando el predicador queria predicar de los mandamientos, colgaban el lienzo de los mandamientos junto á él) á un lado, de manera que con una vara de las que traen los alguaciles pudiese ir señalando, la parte que queria. Y así les iba declarando los mandamientos. Y lo mismo hacia cuando queria predicar de los artículos, colgando el lienzo en que estaban pintados. Y de esta suerte se les declaró clara y distintamente y muy á su modo toda la doctrina cristiana. Y no fuera de poco fruto si en todas las escuelas de los muchachos la tuvieran pintada de esta manera, para que por allí se les imprimiera en sus memorias desde su tierna edad, y no hubiera tanta ignorancia como á veces hay por falta de esto.
Capítulo XXX.
Del ejemplo con que estos siervos de Dios edificaban á los indios, y del amor y aficion grande que por esto los mismos indios les tomaron
Antes que nos metamos en la materia de la administracion de los sacramentos (que habrá de ser un poco larga), será bien decir algo del ejemplo con que estos siervos de Dios y primeros evangelizadores vivian y tractaban entre tanta multitud de infieles, que para su conversion fué una viva predicacion, y suplió la falta de milagros que en la primitiva Iglesia hubo, y en esta nueva no fueron menester. Porque segun la preordinacion divina, y conforme á la capacidad de la gente, bastó la pureza de vida y santas costumbres que en aquestos ministros de Dios estos indios conocieron, para creer que verdaderamente eran sus mensajeros y venian de su parte como enviados del cielo para remedio y salvacion de sus almas, como ellos se lo habian dicho. Veian en todos ellos una grande mortificacion de sus cuerpos, andar descalzos y desnudos con hábitos de grueso sayal cortos y rotos, dormir sobre una sola estera con un palo ó manojo de yerbas secas por cabecera, cubiertos con solos sus mantillos viejos sin otra ropa, y no tendidos sino arrimados, por no dar á su cuerpo tanto descanso: su comida era tortillas de maiz y chile, y cerezas de la tierra y tunas, que en Castilla llaman higos de las Indias, de la suerte que atras se ha dicho. Y cuando hacian sus moradas, no querian sino que fuesen humildes y bajas, aunque esto no era de tanta edificacion para los indios, porque en caso de penitencia, mengua y estrechura en lo temporal y corporal, S. Francisco que viniera de nuevo al mundo no les hiciera ventaja. Pero en respecto de lo que vian usar y buscar á los españoles seglares de abundancia, aderezo y regalo en sus personas, cama y comida y grandes palacios, bien notaban la diferencia de lo que pretendian los unos y los otros. Sobre todo, el menosprecio de sí mismos, mansedumbre y humildad; inviolable honestidad, no solo en la obra sino en la vista y palabras; desprecio del oro y de todas las cosas del mundo; paz, amor y caridad entre sí y con todos. Esto era lo que mas estimaban los indios, y les parecian calidades de hombres del cielo más que de la tierra. Veíanles el poco sueño que tomaban, lo mucho que oraban y se disciplinaban, el ferviente deseo que de enseñarles mostraban, y lo que en esto de dia y de noche trabajaban. Cuando iban camino, veíanlos ir cada uno por su parte rezando, muchas veces puestos los brazos en cruz y otras veces arrodillándose. Y cuando llegaban adonde estaban levantadas cruces (que era en muchas partes), postrarse delante de ellas y detenerse allí en oracion, si no iban de priesa. Vieron los denuestos, injurias y molestias con que algun tiempo los que gobernaban la tierra los persiguieron, y la mucha paciencia con que ellos por amor de Dios lo llevaban. Vieron que á algunos de ellos se les ofrecian obispados y honras, y que no las querian recebir, sino permanecer en su bajo y humilde estado. Donde quiera que iban, cuando vian que era hora de vísperas ó completas, en el camino se paraban y las rezaban, y lo mismo hacian siendo tiempo para rezar las otras horas. Y demas de ser estos apostólicos varones en todo tiempo y para con todos muy humildes, sobre todo mostraban grandísima mansedumbre y benignidad á los indios. Y si algunas culpas de ellos venian á su noticia, procuraban de reprehenderlos y corregirlos en secreto, y en especial á los principales, porque la gente comun no les perdiese el respeto y los tuviesen en poco. Y con esto y otras cosas semejantes se edificaban tanto los indios, y quedaban tan satisfechos de la vida y doctrina de aquellos pobres frailes menores, que no dubdaban de ponerse totalmente en sus manos, y regirse por sus saludables amonestaciones y consejos, cobrándoles entrañable amor, mucho mas que si fueran sus propios padres y madres que los habian engendrado; tanto que como niños que se están criando á los pechos y leche de sus madres no pueden sufrir ser de ellas apartados y llevados de otras por mucho mas que los regalen, así al tiempo que venian religiosos y ministros de otro hábito, y se iban repartiendo por la tierra y pueblos de ella para se ayudar unos á otros(porque la doctrina se extendiese y fuese mas copiosa en todas partes), los que estaban hechos á la crianza y enseñamiento de aquellos hijos y imitadores del humilde S. Francisco no podian llevar en paciencia el apartarse de ellos y ser encomendados á otros padres espirituales, cualesquiera que fuesen, como acerca de esto se verán ejemplos harto notables en otra parte. El obispo que habia sido de Santo Domingo ó isla Española, D. Sebastian Ramirez, verdadero padre y aficionado á los indios, gobernando esta Nueva España, y entendiendo con celo de su bien y provecho de ellos en la obra de repartir la doctrina y fundar monesterios de todas las órdenes que á la sazon habia, se vió en harto trabajo, acudiendo por momentos los indios á le importunar que no les diese á conocer otros padres ni madres, sino á los frailes de S. Francisco, que los habian criado. Y diciéndoles el buen gobernador y prelado: «Mirad, hijos, que estos padres á quien de nuevo os encomendamos, aunque visten ropa de otra color, de la misma condicion y maneras son que los que os han criado: sacerdotes son, padres espirituales son, ministros de Jesucristo. La doctrina que esotros padres os han enseñado, esa misma os han ellos de enseñar sin alguna mudanza. Como los otros os amaban y volvian por vosotros, así os amarán estos y os ayudarán».Con cuantas razones destas les decia, respondian que no estaban contentos sus corazones. Y venido á preguntarles y examinar el porqué, y qué era lo que hallaban mas en los unos que en los otros, luego acudian al bordon que siempre han tenido, diciendo: «Señor, porque los padres de S. Francisco andan pobres y descalzos como nosotros, comen de lo que nosotros, asiéntanse en el suelo como nosotros, conversan con humildad entre nosotros, ámannos como á hijos; razon es que los amemos y busquemos como á padres». Y en esto que decian, no sé si los llevaba más la cobrada aficion que la razon. Porque en aquel tiempo (fuera de los padres clérigos, que es diferente su manera de vivir y tratarse) todos los religiosos dominicos y augustinos tan á pié andaban como los franciscos. Y aunque no los piés del todo descalzos, á lo menos con solos alpargates. Y en lo demás tan rotos y pobres y sin rentas sin alguna diferencia, hasta que por la necesidad y variedad de los tiempos les fué forzoso tenerlas, y andar á caballo, como á muchos de nosotros nos ha traido á esto último nuestra flojedad y tibieza, y no querer seguir y imitar las pisadas y espíritu de nuestros pasados.
Capítulo XXXI
De particulares ejemplos de abstinencia y pobreza de aquellos apostólicos varones para nuestra imitacion
Pues hemos hablado algo en comun de la mucha pobreza y penitencia de aquellos bienaventurados que fueron nuestros antecesores con que confirmaron en los corazones de los indios la doctrina del santo Evangelio que les predicaban, justo será que para nuestra imitacion (pues les sucedimos en la mesma obra, y tenemos obligacion de seguir sus pisadas), traigamos á la memoria algunos ejemplos de los muchos que nos dejaron de su abstinencia y penitencia, y serán de los que yo supe y alcancé, los pocos que me pudiere acordar. El padre Fr. Diego de Almonte (que fué de los segundos que vinieron á esta tierra) contaba, que en el adviento,. por no tener las coles y otras hortalizas que ahora á nosotros nos sobran, hacian cocina de las manzanillas silvestres de la tierra, que dentro están llenas de granillos, y son ásperas como níspolos antes que maduren, cosa que apenas con mucha hambre se puede comer. Pues ¿qué aceite ó manteca habria en aquel tiempo para guisarlas? Á otros (muchos años despues) les acaecia apenas encender fuego para guisar, sino que á la hora del comer iban á la plaza ó mercado de los indios, y pedian por amor de Dios algunas tortillas de maiz y chile, y si les daban alguna frutilla, y aquello comian. Y no por esto tenian en menos los indios á los frailes, antes en mas, porque veian que lo menospreciaban todo y querian padecer por amor de Dios. Que comida de gallinas cierto es que no les faltara, donde habia tanta abundancia de ellas. Y si algunas veces las comian cuando se las daban, era repartiendo una gallina en tantas comidas, que apenas llegaban á gustar el sabor de gallina, como yo supe que lo hacian dos religiosos que moraron juntos harto tiempo. Y cuando en carnal comian gallina, era una sola en toda la semana, repartiéndola de esta manera: el domingo cocian y comian el menudo, que es pescuezo y cabeza, hígado y molleja; los otros cuatro dias guisaban cada dia su cuartillo sin otra carne, y á la noche no cenaban, porque esta era general costumbre en toda la provincia, no cenar, sino solamente el domingo alguna poca cosa. Y así acaecia á algunos religiosos á causa de la mucha abstinencia y falta de comida venir á tanta flaqueza, que se caian de su estado andando visitando por los caminos. Y alguno certificó de sí que todas las veces que tropezaba (que serian hartas) caia en el suelo, porque no tenia fuerza para hacer piernas. Y con todo esto trabajaban en la doctrina y visitas mucho mas que ahora; y el Señor los esforzaba y consolaba, porque no en solo pan vive el hombre. El vino, siempre los padres antiguos de esta provincia tuvieron por vicio beberlo, así por venir de España y valer caro, como también porque en esta tierra es fuego, y enciende el cuerpo demasiadamente, por lo cual los frailes manifiestamente necesitados buscaban otros géneros de bebida, cociendo el agua simple, porque no les dañase, con hojas de ciertos árboles, como yo lo ví, y lo usé con los demas, viéndome en necesidad. El padre Fr. Francisco de Soto, uno de los doce, decia que el vino en esta tierra habia de estar en las boticas, para darlo por medicina á los necesitados. El padre de Ciudad Rodrigo, siendo guardian en el convento de México, no quiso recebir una botija de vino que el santo arzobispo Zumárraga le enviaba en una pascua para regalo de sus frailes, enviándole las gracias, y juntamente á decir: que pues tanto amaba á sus frailes, le suplicaba no se los relajase ni pusiese en malas costumbres. Otra vez el siervo de Dios Fr. Martin de Valencia reprehendió al mismo obispo porque en cierto camino que caminaban juntos hizo llevar una bota de vino para dar un poco á los frailes, considerando el trabajo y cansancio que llevaban. Finalmente, no consentian que hubiese dos botijuelas de vino de las pequeñas en el monesterio, sino una sola para las misas. Cerca del vestuario fué tanta la pobreza entre aquellos padres antiguos, que el padre Fr. Diego de Almonte contaba de sí mismo, que teniendo ya el hábito que trajo de España tan roto que no lo podia traer de hecho pedazos, hizo que los niños de la escuela lo deshiciesen, y destorciesen el hilo hilado y tejido, y lo volviesen como pelos de lana. Y aquella lana la volvieron á hilar y tejer unas indias, como ellas tejen su algodon, y de aquello se hizo otro habitillo bien flojo, que fué de poco provecho: y hizo esto el Fr. Diego, porque entonces aun no habia lana de que hacer otro. Y todos ellos pasaban esta desnudez, que fué muy grande en aquellos principios; porque los frailes que á la sazon venian de España no usaban mas ropa de la que traian vestida, y aquella se les acababa en poco tiempo, y no habia sayal, ni de qué la hacer, si no eran mantas de algodon teñidas de pardo. Y porque parece venir á propósito de esta materia, contaré la devocion que tuvo un indio principal para vestir los frailes, y la habilidad y diligencia que unos sus criados pusieron para hacer el sayal. Este principal que digo se llamaba D. Martin, señor del pueblo de Guacachula, devotísimo en extremo de los religiosos, y que usó grandes liberalidades con ellos. Como veia la mengua grande que padecian en el vestido, y compadeciéndose de ellos, supo que habia llegado á México un oficial que hacia sayal, y como era el primero, apenas lo habia hecho cuando se lo tenian comprado. Mandó este indio á ciertos vasallos suyos, que fuesen á México, y que entrasen á soldada con aquel sayalero, y que mirasen bien y disimuladamente cómo lo hacia, y en deprendiendo el oficio se volviesen. Ellos lo hicieron tan bien, que tomaron secretamente las medidas del telar y del torno, y cada uno miraba cómo se hacia, y en alzando de obra platicaban lo que habian visto; de suerte que en pocos dias supieron bien el oficio, salvo que el urdir la tela los desatinaba. Pero en breve lo entendieron, y sin despedirse del español, cogieron el hacecillo de varas que tenian de las medidas que habian tomado, y volviéronse á Guacachula, y asentaron telar, y hicieron sayal de que los frailes se vistieron, y los indios quedaron maestros para hacerlo de allí adelante. No será impertinente en este lugar que toca la pobreza de aquellos padres benditos, referir los estatutos que hicieron, tuvieron y guardaron en su tiempo cerca de este artículo de la santa pobreza, cuya cláusula decia así: «Ordénase, que todos los frailes de nuestra provincia, en su vestido usen de la tela que vulgarmente se llama sayal, y anden los piés desnudos. Y los que fueren necesitados podrán usar de sandalias con licencia de sus superiores. Item: se ordena, que en cada convento puedan tener los frailes dos casullas de seda: una que sea blanca para las festividades de Nuestra Señora, y otra de otra color. Y donde no las oviere de seda, sean de paño honesto con la cenefa labrada, como se acostumbra en la provincia. Y no se permita que los indios de aquí adelante nos den casullas bordadas. Item: ordenamos que los predicadores y confesores puedan usar de un libro cual quisieren, corn todos los escriptos de su mano; y á los demas frailes se concede un libro de devocion por su especial consolacion. Item: los edificios que se edificar para morada de los frailes sean paupérrimos y conformes á la voluntad de nuestro padre S. Francisco; de suerte que los conventos de tal manera se tracen, que no tengan mas de seis celdas en el dormitorio, de ocho piés en ancho y nueve en largo, y la calle del dormitorio á lo mas tenga espacio de cinco piés en ancho, y el claustro no sea doblado, y tenga siete piés en ancho». La casa donde yo esto escribo edificaron á esta misma traza. Estas ordenaciones enviaron en latin al general de la órden Fr. Vicente Lunel para que se las confirmase, y él las mostró al señor Papa Paulo tercio, el cual echó su bendicion á los frailes que las guardasen, como lo dió por testimonio el mesmo general, diciendo: «Nos Fr. Vicente Lunel, ministro general y siervo de toda la órden de los frailes menores, deseando cuanto nos es posible en el Señor Dios, que las sobredichas ordenaciones todas, así como muy convenientes á la observancia de nuestra regla, sean guardadas de todos los frailes que moran y residen en las partes de las Indias, aprobamos y confirmamos las dichas constituciones, y queremos que la cláusula ó capítulo de la pobreza que en ellas se contiene, inviolablemente se guarde de todos los frailes de la provincia del Santo Evangelio, presentes y futuros: y asimismo de los de las otras custodias y provincias cualesquiera que adelante se erigieren, para que desnudos de las cosas de este siglo, allegándose á Dios, con su ejemplo, así los fieles como los infieles (á los cuales tambien somos deudores) puedan con mas facilidad poseer á Cristo. Lo cual así como será muy agradable á nuestro inmenso Dios y Señor, y á nuestro padre S. Francisco, así nuestro santísimo padre y señor Paulo, por la divina clemencia Papa tercio, de la benignidad apostólica dió su bendicion á todos y cada uno de los frailes moradores de aquellas partes y regiones aficionados á la guarda de los sobredichos estatutos. En cuya fe y testimonio lo firmamos y sellamos con el sello mayor de nuestro oficio. En Roma, en Araceli, á cinco de Mayo de mil y quinientos y cuarenta y un años».
Capítulo XXXII
Que comienza á tratar del sacramento del baptismo
Aunque arriba se comenzó á decir cómo algunos indios de los de fuera venian de su voluntad á pedir el baptismo, no se declaró si lo habian recebido ó no, dejando esta materia para tratarla consecutivamente con los demás sacramentos, uno en pos de otro, por el órden que la Iglesia los administra. Y cerca de este del baptismo (que es entrada y puerta de los otros) es de saber, que los primeros religiosos tuvieron esta órden: que primero baptizaban á sus discípulos, los que junto al monesterio se criaban con su doctrina, á unos antes que á otros, conforme al aprovechamiento que hallaban en cada uno de ellos. De los de fuera, si les traian niños chiquitos, luego los baptizaban por el peligro que podian correr; presupuesto que cuando llegasen á edad de discrecion no podian dejar de ser cristianos, pues la ley evangélica estaba generalmente promulgada en las cabezas, que eran los señores y principales, y por ellos en nombre de todos sus vasallos admitida sin contradiccion alguna, porque sin dificultad fueron convencidos del error de la idolatría y servicios de ella. Que si de secreto los continuaban y volvian á ellos, no era porque tuviesen por acertado adorar los ídolos y seguir las cerimonias y ritos de sus pasados como cosa fundada en alguna razon, ni porque les pareciese mal la nueva ley que los frailes les predicaban, sino que como aun no bien instructos ni hechos á ella, y como tan habituados á lo que el demonio les tenia enseñado, se iban tras aquello por sola la costumbre sin otra consideracion, ayudados tambien á esto con la solicitud de los ministros de los ídolos, que (como se toca arriba) sentian mucho el ser privados de sus oficios y ministerio. Con los adultos de fuera guardaban lo mesmo que con los criados en la iglesia, que los hacian enseñar en la doctrina cristiana, y estando suficientemente instruidos en ella, los iban baptizando. Y de estos hubo pocos en el primer año, que era el de veinte y cuatro. Y entiéndese que con los enfermos no se guardaba el rigor que con los sanos, sino que de ellos con menos se contentaban los ministros, como con muestras de entera fe y devocion al baptismo y contricion de sus pecados. Y en aquellos principios recibiéronlo muchos, como el eunuco de la reina de Candacia, con sola agua y las palabras sacramentales, sin olio y crisma, porque entonces no la habia. Mas despues que la hubo, fueron llamados los simplemente baptizados para que la recibiesen, y se les dió. En especial se puso en esto mucha diligencia cuando vinieron á recebir el sacramento de la confirmacion; y á mí me cupo alguna parte de este ejercicio y ministerio. Algunos quisieron decir que frailes habian baptizado con hisopo cuando se juntaba gran multitud de indios para se baptizar. Mas no tuvieron razon, porque uno de los doce, varon santo y digno de todo crédito, como buen testigo de aquel tiempo, afirma que nunca fraile de su órden hizo tal cosa. Pues de las otras dos órdenes, yo estoy seguro que no lo harian, porque anduvieron en este negocio con mucho recato. En los primeros dos años despues que vinieron los doce, muy poco salieron á visitar fuera de los pueblos ya nombrados á do residian, por aprender primero alguna lengua, y porque en ellos tenian tanto que hacer, que aunque fueran diez tantos no bastaran. El haber tomado por primero y principal ejercicio congregar y erigir seminarios de niños, les dió la vida, como obra inspirada por el Espíritu Santo. Porque como de todos los pueblos principales, aunque estuviesen algo lejos, hacian traer los hijos de los señores y mandones á las escuelas, despues de bien doctrinados aquellos, enviábanlos á sus tierras, para que allá diesen noticia de lo que habian aprendido de la ley de Dios, y lo enseñasen á sus padres, parientes y vasallos, dando órden como se juntasen ciertos dias para ser enseñados, como se hacia en los pueblos donde habia monesterios. Y esta instruccion iba de mano en mano por toda la tierra, y mediante la noticia que por esta via tenian los de muy lejos de los sacerdotes y ministros del gran Dios de los cristianos, y de la doctrina que enseñaban, algunos acudian á verlos y saludarlos, y á rogarles que fuesen á sus pueblos; aunque esto no se pudo cumplir en lo de lejos por algunos dias. Mas por muy lejos que estuviesen, no dejaban de guardar dos cosas en el entretanto que los frailes allá llegaban. La una era no celebrar públicamente los sacrificios acostumbrados y adoracion de sus ídolos. La segunda, que se juntaban para ser enseñados en la doctrina cristiana por medio de los discípulos de los religiosos que iban discurriendo por toda la tierra, y disponiendo las almas, como lo hicieron los que ante sí envió el Salvador á todas las ciudades y lugares adonde su Sacra Majestad habia de llegar.
Capítulo XXXIII
De algunos pueblos de la comarca de México que vinieron á la fe, y recibieron el baptismo
Si se oviese de tratar en particular de cada uno de los pueblos ó provincias adonde estos predicadores del Evangelio llegaron, y del modo como los indios se convirtieron á nuestra fe y se baptizaron, seria hacer un volúmen incomportable y de lectura enfadosa. Por que como todos ellos son cortados por una tijera, y vinieron á recebir la fe cuasi de una misma manera, hubiérase de reiterar millares de veces una misma cosa. Por tanto bastará decir lo que pasó en algunas salidas que estos religiosos hicieron, y pueblos á do llegaron; porque de aquí se colegirá el modo conque se procedió en las demas partes (á lo menos lo general de la conversion); que casos singulares fueron muy muchos los que acontecieron en esta demanda. Y aunque fueron muchos y muy dignos de notar los que acontecieron á los primeros ministros, serán pocos los que yo referiré; porque por haber acordado tarde de escrebir esta historia, estas y otras cosas muchas por la injuria de los tiempos se han pasado de la memoria. Los primeros pueblos á do salieron á visitar y enseñar los religiosos que residian en México, fueron Guatitlan y Tepuzotlan, cuatro leguas ambos de México, que caen muy cerca el uno del otro entre el poniente y el norte. Y la causa de ir primero á estos que á otros, fué porque entre los hijos de los señores que se criaban en México con la doctrina de los frailes, estaban dos que heredaban aquellas dos cabeceras, sobrinos ó nietos del emperador Motezuma. Y como los frailes estaban enfadados del mucho ruido que por entonces habia en México, y deseaban hacer alguna salida en parte do aprovechasen, aquellos niños solicitarian que fuesen á sus pueblos, que no estaban lejos. Allegados allá fueron muy bien recebidos, y comenzaron á doctrinar aquella gente y baptizar los niños. Y prosiguiéndose la doctrina, fueron aprovechando mucho en toda buena cristiandad; de suerte que en este caso siempre aquellos dos pueblos se mostraron primeros y delanteros, y lo mismo los á ellos subjetos y sus convecinos. El santo varon Fr. Martin de Valencia, como era custodio y prelado de sus compañeros, puesto que quedó como de asiento en México, iba de cuando en cuando á visitar y esforzar á sus hermanos en los pueblos á do residian, segun está dicho que fueron repartidos. Y habiendo dado una vuelta por todos ellos dentro del primer año que llegaron, quiso tambien hacer otra visita por los pueblos mas principales y populosos que le dijeron habia en aquella comarca de México, por la laguna que llaman dulce, á diferencia de otra salada. Para cuyo entendimiento es de saber que la ciudad de México tiene dos lagunas; la una es salada porque está en tierra salitral, y así es estéril de pescado, y es adonde se recogen todas las aguas que bajan de las sierras y conados, de que está cercado México, cuyo sitio es como en medio de un valle, de manera que entran en ella así la laguna dulce como los demas rios, aunque no son muchos ni muy grandes. Tendrá esta laguna de boj como diez y seis ó diez y ocho leguas, lo mas de ella en forma redonda y en partes prolongada. Y en su circúito fué llena de muchas y muy hermosas poblaciones, que por nuestros pecados siempre despues que nos conocieron á los españoles han ido y van á menos. Será por ventura esta laguna como el mar que dicen de Galilea, ó estanque de Genesareth. Tiénela México á la parte del oriente, y ningun provecho le hace para su sanidad; mas sírvele para llevarle por ella vituallas de los pueblos de su comarca. La laguna dulce corre por distancia de ocho leguas hácia México, por la banda de entre el oriente y mediodia, y su agua es de fuentes muchas que nacen en el mismo llano, y algunas tan hondables que puede en ellas nadar una carraca. Esta laguna corre por sus calles, que van y atraviesan de unas partes para otras, y sus puentes sobre ellas (como dicen de Venecia), y lo demas, fuera de las calles, son poblaciones riquísimas (á lo menos lo eran en su tiempo), y sementeras de maizales y ají y otras legumbres, que nunca faltan por no les faltar la humedad. Por esta segunda laguna salió el bendito padre Fr. Martin de Valencia á evangelizar desde México, tomando un compañero que ya medianamente sabia la lengua de los indios, que por allí es toda mexicana, y comenzó por el pueblo llamado Xuchimilco, que es el mas principal, donde los recibieron con grande aplauso y regocijo de los indios, al modo que ellos usan recebir á los huéspedes principales y dignos de honra y reverencia, de que se pudiera hacer un particular capítulo. Hallaron toda la gente junta para proponerles la palabra de Dios. El padre Fr. Martin, como no sabia la lengua para hablar en ella, dada la bendicion á su compañero, púsose en oracion (como lo tenia siempre de costumbre) rogando íntimamente al Señor fuese servido que su santa palabra hiciese fruto en los corazones de aquellos infieles, y los alumbrase y convirtiese á la luz y verdad de su santa fe. Era de tanta eficacia el crédito que los indios por toda la tierra habian concebido del ejemplo y santidad de vida de los frailes, que viéndolos y oyendo su palabra, no habia réplica á todo cuanto les predicaban y mandaban, sino que luego á la hora traian á su presencia los ídolos que podian haber, y delante de los frailes, los mismos señores y principales los quebrantaban, y levantaban cruces, y señalaban lugares y sitios para edificar sus iglesias. Y pedian ser enseñados ellos y sus hijos y toda la familia, y que les diesen el santo baptismo. Los frailes, maravillados y consolados de ver tan próspero principio, no se hartaban de dar gracias á Dios, y decian aquellas palabras que S. Pedro dijo cuando comenzaron los gentiles á venir á la fe: «En verdad hemos hallado, que no es Dios aceptador de personas, sino que de cualquiera gente ó generacion, al que lo busca obrando justicia no lo desecha, antes lo recibe». Volvieron á predicarles despues, animándolos para el aparejo que se requeria y disposicion del baptismo; y baptizados algunos niños pasaron á Cuyoacan, otro gran pueblo y muy cercano á Xuchimilco, donde hicieron la misma obra. Y mientras se detuvieron en estos dos pueblos, los vinieron á buscar y llamar de los otros, rogándoles con mucha instancia que fuesen á visitarlos y á hacer misericordia con ellos (que este es su modo de hablar cuando piden algo de lo que mucho desean), y así anduvieron por todos aquellos pueblos de la laguna dulce, que son ocho principales y cabezas de otros pequeños que les son subjetos. Y entre ellos el que mas diligencia puso para llevar los frailes á que les enseñasen, y en ayuntar mas gente y en destruir los templos de los demonios con mas voluntad, fué Cuitlauac, que es un pueblo fresco y todo él fundado sobre agua, á cuya causa los españoles la primera vez que en él entraron lo llamaron Venezuela. En este pueblo estaba un buen indio, que de tres señores que en él habia, él solo (como mas prudente y avisado) lo gobernaba todo. Este envió á buscar los frailes por dos ó tres veces, y llegados allí no se apartaba de ellos, antes estuvo gran parte de la noche preguntándoles cosas de la fe, y oyendo con mucha atencion la palabra de Dios. Otro dia, de mañana, ayuntada la gente despues de misa y sermon, y baptizados muchos niños (de los cuales los primeros fueron hijos y sobrinos de este gobernador), el mismo principal con mucho fervor y ahincadamente pidió al padre Fr. Martin que lo baptizase, porque él renegaba de los demonios que lo habian tenido hasta allí engañado, y queria ser siervo del Redentor del mundo, nuestro Señor Jesucristo. Y vista la devocion y importunacion, y conociendo ser hombre de mucha razon y que ya entendia lo que recebia, catequizáronlo, y baptizado, le pusieron por nombre D. Francisco. Este entre los otros dió muestras de gran cristiandad, porque mientras él vivió, aquel su pueblo hizo ventaja á todos los de la laguna por su buen ejemplo y gobierno, y envió muchos niños al monesterio de S. Francisco de México. Y tanta diligencia puso con ellos en que aprovechasen, que precedieron á los que muchos dias antes se estaban enseñando. Y demás de otras iglesias que hizo edificar, fundó una de tres naves en la cabecera del pueblo á honra del bienaventurado S. Pedro, príncipe de los apóstoles, donde al presente residen religiosos de Santo Domingo en un muy principal monesterio. De este D. Francisco cuenta el padre Fr. Toribio, que andando un dia muy de mañana por la laguna en un barquillo de los que ellos usan, oyó un canto muy dulce y de palabras muy admirables, y que él mismo las tuvo escriptas, y muchos cristianos las vieron, y juzgaron que aquel canto no habia sido sino canto de ángeles. Y certificábanse mas en ello por haber conocido en aquel indio tan grandes muestras de cristiandad. Y aun dicen, que de allí adelante fué en ella mas aprovechando hasta que llegó la hora de su fin en la última enfermedad, en la cual pidió el sacramento de la confesion, y confesado con mucho aparejo, y llamando siempre á Dios, murió como fiel cristiano.
Capítulo XXXIV
De la ciudad de Tezcuco y su comarca y cómo crecia el fervor de venir al baptismo. Y de los casos notables que acontecieron á dos baptizados
En el año tercero de la venida de los frailes, comenzaron en lo de Tezcuco á acudir con fervor á las cosas de su salvacion, juntándose cada dia en el patio del monesterio, y poniendo mucha diligencia y cuidado en aprender y saber todos la doctrina cristiana, y viniendo mucha gente á pedir el baptismo. Y de este buen templo y fervor iban otros pueblos recibiendo calor. Y como la provincia de Tezcuco era muy poblada, en el monesterio y fuera de él no se podian valer ni dar á manos los frailes que allí residian. Entonces se baptizaron muchos del mismo Tezcuco, y de Guaxutla, Guatlichan, y Guatepec, adonde comenzaron luego á edificar su iglesia que se llama Santa María de Jesus. Y fué con tanta voluntad y gana, y tan buena priesa se dieron, que la acabaron en breve. Despues de haber andado algunos dias por los pueblos cercanos á Tezcuco (que son muchos y de lo mas poblado entonces de la Nueva España), pasaron adelante á otros pueblos (y lo mismo hacian en las otras provincias á do habia frailes), y como aun no sabian mucho de la tierra, saliendo á visitar un lugar iban á rogarles de otras partes que fuesen tambien á sus pueblos á decirles la palabra de Dios. Y muchas veces llevando su camino enderezado á cierto pueblo, salian de traves de otros poblezuelos cercanos al camino, y llegando allí por su ruego, los hallaban congregados con su comida aparejada, esperando y rogando á los frailes que comiesen, y les enseñasen la ley de Dios. Otras veces llegaban á partes donde ayunaban con mucha penuria lo que antes les habia sobrado, como le acaecia á S. Pablo, que decia: «Experimentado he la abundancia cuando se me ofrece, y tambien paso con paciencia la necesidad y penuria». Pasaron á Otumba, Tulancingo y Tepepulco, principales pueblos. En Tepepulco mas particularmente, les hicieron un recibimiento mucho de ver. Era por la tarde cuando llegaron, y como. hallaron toda la gente junta, luego les predicaron. Despues del sermon estuvieron enseñando, y en espacio de tres ó cuatro horas muchos de aquel pueblo supieron el Per signum crucis y el Pater noster, y esto antes que los frailes de aquel lugar donde enseñaban se levantasen, Otro dia de mañana vino mucha gente, y predicados y enseñados en lo que convenia á gente que ninguna cosa sabia ni habia oido de Dios, y recebida su santa palabra con deseo y voluntad, tomados aparte el señor y principales, y diciéndoles como solo Dios del cielo era Señor universal y criador de todas las cosas, y quien era el demonio á quien ellos hasta entonces habian servido, y como los habia tenido engañados, y otras cosas; y que en esto se veria su buena voluntad y buen corazon para recebir la doctrina del verdadero Dios, si ellos mismos quebrantasen las figuras de los ídolos, y derribasen sus profanos templos. Oido esto, luego sin mas dilacion delante de los frailes que estas palabras les decian, destruyeron y quemaron su principal idolatría que allí tenian, poniendo fuego á uno de los grandes y vistosos templos que habian visto. Porque como Tepepulco era gran pueblo y tenia muchos subjetos, el templo principal era muy grande. Que esta era regla general para conocer el pueblo, si era grande ó pequeño, si tenia mucha ó poca poblacion, mirar qué tan grande era el templo y casa mayor del demonio. En este tiempo en todos los pueblos á do habia frailes salian tambien poco á poco por las visitas, y la voz de la palabra de Dios se extendia, y el fuego de la caridad y fe del Señor se dilataba, y aumentábanse los creyentes, y de otros muchos pueblos venian á rogar y procurar les diesen frailes. Y en viniendo los obreros que el Señor enviaba de España á esta su mies, con algunos que acá tomaban el hábito, íbanse multiplicando los monesterios. Y como en muchas partes deseasen que siquiera los fuesen á visitar los frailes, cuando por sus pueblos los veian gozábanse mucho con ellos, y obedecianlos en todo lo que les decian y predicaban, porque veian que era santo y bueno, y conocian que lo que hasta allí habian seguido, era error y ceguera. Venian desalados al baptismo: unos rogando y importunando; otros para pedirlo se ponian de rodillas; otros alzaban las manos plegadas en alto, gimiendo y encogiéndose; otros suspirando y llorando recebian el baptismo: y así por señales visibles se veia ir desterrado el fuerte demonio que en paz poseia estas ánimas, y sobrevenir el mas fuerte y verdadero Rey pacífico Jesucristo, quitándole las armas de su inicua potencia y tiránica subjecion, poseyendo la heredad que su Eterno Padre le da, segun aquello del salmo: «Pídeme, y darte he gentes por herencia tuya». Y que esto sea verdad, por muchos ejemplos se vió en esta Nueva España, y de ellos diré aquí dos. En Tezcuco, yendo una mujer baptizada con un niño á cuestas (segun que en esta tierra traen las madres indias á sus hijos) y el niño aun no estaba baptizado, pasando de noche por el patio que estaba delante del templo de los ídolos, salió á ella el demonio y echóle mano del niño, diciendo que era suyo, porque aun no estaba baptizado. La mujer muy espantada llamaba el nombre de Jesus á gran priesa, y tenia fuertemente al niño porque no se lo llevase. Y cuando ella nombraba el muy alto nombre de Jesus se lo dejaba. Y cuando cesaba de llamar y pedir la divina ayuda, tornaba á se lo querer quitar, y esto por tres veces, hasta que la madre del niño perseverando en llamar el suave nombre de Jesus salió de aquel temeroso lugar. Luego otro dia por la mañana, porque no le acaeciese cosa semejante, llevó el niño á la iglesia para que los frailes se lo baptizasen y señalasen con la señal de la cruz. Y con esto se vió libre de la persecucion del demonio. En México pidió el baptismo un hijo de Montezuma, señor que era del pueblo de Tenayuca. Y por estar enfermo fueron los frailes á su casa, que era junto donde ahora está edificada la iglesia de S. Hipólito, en cuyo dia se acabó de ganar la ciudad de México. Sacaron al enfermo en una silla para lo baptizar, y procediendo en el oficio, cuando en el exorcismo llegó á decir el sacerdote aquellas palabras Ne te lateat Sathana, &c., comenzó á temblar, no solo el enfermo, mas tambien la silla en que estaba asentado, tan recio y de tal manera, que todos los que lo vieron juzgaron que entonces salia el demonio, y lo dejaba. É estuvieron á esto presentes algunos oficiales de la justicia real, y entre ellos Rodrigo de Paz, alguacil mayor de la ciudad, que fué padrino del baptizado, y por su respeto y contemplacion se le puso por nombre Rodrigo de Paz. Otra mucha gente se halló allí presente, que admirándose alabaron á nuestro Dios que tan admirable es en sus obras.
Capítulo XXXV
De algunos pueblos de tierra caliente, y de la grande multitud de gente que se iba baptizando
Del Monesterio de Cuernavaca, que fué el quinto donde se pusieron frailes, salieron á visitar por la comarca de lo que llaman Marquesado, y hallaron la gente en tan buena disposicion y aparejo para ser cristianos, como en los pueblos de que arriba se ha hecho mencion; especialmente en los llamados Yacapichtla y Guaxtepec, por el cuidado y favor que tuvieron de los indios principales que los gobernaban, por ser indios quitados de vicios, mayormente del general que reina en los naturales de esta tierra, y les es mas nocivo y dañoso, que es el de la embriaguez, como raiz y causa de otros muchos. Estos indios gobernadores que digo no bebian vino. Y los que entre ellos hallaban de esta calidad eran y lo son agora mas hombres, y viven mas virtuosamente que los otros. Dada vuelta por aquella comarca, fueron los frailes por otra banda á lo que llaman Cohuisco y Tasco, tierra mas baja y mas cálida, donde entonces habia mucha gente, y ahora bien poca. Fueron muy bien recebidos, y muchos niños baptizados, y iglesias señaladas y comenzadas á edificar. Y como no pudiesen andar por todos los pueblos, cuando uno estaba cerca de otro, iban del pueblo menor al mayor para oir la palabra de Dios, y ser enseñados en la doctrina, y para baptizar sus niños. Y como entonces era el tiempo de las aguas (que en esta tierra comienzan por Abril y cesan por fin de Septiembre, poco mas ó menos), aconteció que habiendo de venir de un pueblo á otro, donde habia un arroyo en medio, llovió tanto aquella noche, que venia el arroyo hecho un gran rio. Y como por la mañana venia la gente del otro pueblo, hallóse aislada de aquella parte, y aguardó allí hasta que en el pueblo mayor se acabó el sermon y la misa y el baptismo de los niños, aunque algunos de los aislados pasaron á nado, y fueron á rogar á los frailes que les fuesen á decir algo de Dios á los que estaban de la otra parte del arroyo. Cuando los frailes fueron hallaron junta la gente, y llegáronse donde mas se estrechaba el rio, y los indios de la una parte y los frailes de la otra, el predicador les predicó y consoló. Pero no quisieron irse de allí, sin que primero les baptizasen sus hijos. Para lo cual hicieron una pobre balsa de cañas, que en los grandes rios suelen armar sobre unas calabazas grandes, con que acostumbran pasar á los españoles su hato, y tambien pasan á los frailes cuando andan visitando por aquellas tierras, adonde los rios son grandes, y van delante guiando la balsa dos ó tres indios nadadores, y otros tantos ayudando á los que llevan la balsa; y de esta manera pasaron á los frailes, aunque con trabajo, por ser flaca la balsa, medio en brazos y medio por el agua, para que baptizasen los niños, y baptizados los volvieron á su puesto. Era mucho de ver cómo aquellas gentes venian á oir la palabra de Dios, á ejemplo de los que en otro tiempo salian al desierto y ribera del Jordan á oír la palabra del divino precursor S. Juan Baptista, y á ser de él baptizados. Venian de esta manera muy muchos, ya no como solian en solo los domingos y fiestas que para esto principalmente les estaban señalados, mas cada dia, niños, y adultos, sanos y enfermos, no solo de los pueblos y provincias á do residian los frailes, mas tambien de todas las comarcanas. Y cuando iban visitando, en las iglesias (que ya en muchas partes estaban levantadas) se iba mucha gente á baptizar. Y de las estancias y casas salian otros muchos y iban en seguimiento de los frailes por los caminos con los niños y enfermos á cuestas, y entre ellos viejos decrépitos. Los maridos baptizados llevaban á sus mujeres al baptismo y las mujeres baptizadas á los maridos. Otros cojos y ciegos y mudos iban arrastrando, padeciendo gran trabajo y hambre, por ser comunmente esta gente muy pobre. Quien estas cosas mirare con ojos claros de fa fe, con celo y amor de ella, y con pecho cristiano las considerare, vera como á la letra se cumplió el santo Evangelio en estos indios, que con ser débiles y cojos y desechados, los compele Dios á entrar en su cena, que para los escogidos tiene aparejada, dejando fuera de ella á muchos de los que habian sido convidados, porque excusándose con el cuidado y cobdicia de las cosas de la tierra, se hicieron indignos. Eran tantos los que en aquellos tiempos venian al baptismo, que á los ministros que baptizaban, muchas veces les acontecia no poder alzar el brazo con que ejercitaban aquel ministerio. Y aunque mudaban los brazos ambos, se les cansaban, porque á un solo sacerdote acaecia baptizar en un dia cuatro y cinco y seis mil adultos y niños. En Suchimilco baptizaron en un dia dos sacerdotes mas de quince mil. El uno de ellos ayudó á tiempos, y á tiempos descansó, y este baptizó pocos mas de cinco mil. Y el otro que tuvo la tela baptizó mas de diez mil por cuenta. Y porque eran muchos los que buscaban y pedian el baptismo, visitaban y baptizaban en un dia tres y cuatro pueblos, y á las veces mas, y hacian el oficio del baptismo muchas veces al dia. En muchas partes de esta tierra tuvieron los indios en su infidelidad una manera como de baptismo para los niños, y era que á los ocho ó diez dias despues de nacidos los bañaban, llevándolos á las fuentes, donde las habia, ó al rio, y despues de bañado el niño, al varon poníanle una rodela pequeñita en la mano izquierda, y una saeta en la mano derecha, dando á entender que como varon habia de ser valiente y pelear varonilmente contra sus enemigos. Á la niña le daban una escoba pequeñita en la mano, significando que su oficio habia de ser barrer la casa y tenerla limpia. Y si lo aplicaran al espiritual y verdadero significado, con harta propiedad les pudieran poner en el baptismo de la Iglesia estas mismas insignias, significando que los baptizados habian de pelear varonilmente contra los enemigos del ánima, y habian siempre de barrerla de cualesquier inmundicias, y tener aparejada á Cristo morada limpia en sus corazones.
Capítulo XXXVI
De los estorbos que el demonio procuró poner para la ejecucion del baptismo en aquel tiempo de tanta necesidad, con diversidad de opiniones en los ministros
Cerca de administrar el sacramento del baptismo, aunque en los primeros años todos los ministros fueron conformes y de un sentimiento, despues como vinieron religiosos de las órdenes de Santo Domingo y S. Augustin y tambien clérigos seglares, no faltaron opiniones diversas entre ellos, afirmando algunos que el sacramento del baptismo no se debia dar á los indios sino con toda la solemnidad y cerimonias que la Iglesia tiene ordenadas y usa en España y en las demas partes de la cristiandad, y no con sola agua y las palabras sacramentales, como los primeros ministros, que eran los franciscos, y algunos de otra órden lo habian hecho y hacian todavía, arguyéndolos en ello de pecado. Y aun algunos añadian á esta opinion, que el baptismo no se debia dar á los adultos sino en solos dos dias del año, que son los sábados de las dos pascuas de Resurreccion y de Pentecostés, conforme al uso antiguo de la Iglesia. Y segun pareció, los que mas eficacia ponian en sustentar y publicar esta su opinion, y tratar mucho de ella, aunque en el oficio sacerdotes y levitas, no llegaban como el Samaritano á compadecerse del caido en manos de ladrones, y herido gravemente, con el vino de la caridad y el olio de la misericordia. Porque ni entendian en la obra de la conversion de los indios, ni se aficionaban á deprender su lengua, y mucho menos á ellos; antes les causaba fastidio su desnudez y olor de pobres, y no faltaba entre ellos quien dijese. que no habia de emplear su estudio de tantos años con gente tan bestial y torpe como los indios. Fueron causa estos celadores (que presumian de letrados) de harta inquietud y turbacion á los que primero habian venido, y tenian con su sudor plantada esta viña del Señor: que aunque por su humildad y propio menosprecio holgaban de ser tenidos por simples y sin letras, todos ellos habian oido, unos el derecho canónico, y otros la sacra teología. Y así el ministro general Fr. Francisco de los Ángeles, en la obediencia que dió á los doce, intitula á los mas de ellos predicadores doctos. Y de los que con ellos comenzaron á baptizar desde el principio, hubo uno que habia leido en Paris catorce años cátedra de teología, que era Fr. Juan de Tecto, guardian del convento de S. Francisco de la ciudad de Gante. Y con mucho acuerdo habian consultado cómo habian de proceder en la conversion, doctrina y baptismo de los naturales, y no ignoraban la solemnidad y ceremonias que la Iglesia tiene ordenadas para la administracion del santo baptismo, y que se deben guardar de los que baptizan fuera de urgente necesidad, como ellos las guardaron cuando cesó la multitud de los que venian á baptizarse. Mas en el tiempo del concurso de esta multitud que decimos (que fué el mayor de cuantos ha habido en la Iglesia de Dios) no era posible guardar las cerimonias del baptismo, ni bastaban fuerzas humanas para ello, siendo tantos los que venian á baptizarse, y tan pocos los ministros. Salvo si lo quisieran hacer, como lo hicieron algunos de estos escrupulosos, á costa de muchas ánimas que se perdieron sin alcanzar el baptismo, dilatandolo para cuando ellos lo querian hacer muy á su espacio. Y en este medio se morian muchos, así de los niños como de los adultos, y á otros se les resfriaba el espíritu viendo la dilacion que les ponian, y se volvian á sus casas y tierras, porque venian de lejos y no podian aguardar tanto espacio, muriéndose de hambre. ¿Cómo es posible (decian los benditos evangelizadores de esta nueva Iglesia) que un pobre sacerdote en un dia pueda con tanto, como es decir misa, pagar el oficio divino, predicar, desposar y velar, y enterrar, catequizar los catecúmenos, deprender la lengua, ordenar y componer sermones en ella, enseñar á los niños á leer y escribir, examinar matrimonios, concertar y concordar los discordes, defender á los que poco pueden, y baptizar tres ó cuatro mil (que no quiero decir ocho ó diez mil) guardando con ellos las ceremonias y solemnidad del baptismo? ¿Qué saliva habia de bastar para ponérsela á todos, aunque á cada paso fuera bebiendo? ¿Qué es de la iglesia ó templo para meterlos en ella de la mano, pues en aquel tiempo en pocas partes las habia, sino que era forzoso baptizar en el campo, y á las veces sin candela, porque por el aire se apagaba? Estas cosas no las puede entender sino el que se ejercita en ellas. Y como estos padres escrupulosos no se querian meter en tantas dificultades, hablaban de talanquera, y tan á pechos lo tomaron, que fueron causa que algunas veces los fieles obreros cesasen de administrar el baptismo, con gran detrimento de las almas, porque morian grandes y chicos sin remedio, y en especial los niños y enfermos. Y vino á tanto el negocio, que fué menester congregarse toda la Iglesia que entonces habia en esta tierra, como eran los señores obispos, y los demas prelados, y los señores de la real audiencia, y letrados que habia en la ciudad de México, y allí se ventiló esta materia, alegando los que eran tenidos por simples las razones que habia de su parte, y los dichos de doctores, y ejemplos de otras partes donde no hubo tan urgente necesidad, en que se fundaron y fundaban, afirmando que hasta que cesase la multitud de la gente que venia al baptismo no convenia hacer otra cosa. Y como allí no se pudiese determinar precisamente la causa, fué llevada toda la relacion de ella á España, declarando el modo que hasta entonces se habia tenido en baptizar. Y visto por el consejo real, y por el de las Indias, respondieron que se debia continuar lo comenzado hasta que se consultase con su Santidad. Y consultado esto y otras cosas que tocaban á la necesidad de los recien convertidos, por su flaqueza, despachó el Sumo Pontífice Paulo tercio una bula, la cual es del tenor siguiente.
Capítulo XXXVII
En que se contiene la bula del Papa Paulo tercio dada en favor de los indios
Paulus Episcopus, servus servorum Dei: Venerabilibus fratribus universis Episcopis Occidentalis et Meridionalis Indiae, salutem et apostolicam benedictionem. Altitudo divini consilii, quod humana nequit ratio comprehendere, ex suae immensae bonitatis essentia aliquid semper ad salutem humani generis pullulans, tempore congruo et aoli suo secreto ministerio, quod ipse Deus novit, opportuno, producit et manifestat, ut cognoscant mortales ex suis meritis, tamquam ab ipsis, nihil proficere posse, sed eorum salutem et omne donu, gratiae ab ipso summo Deo et Patre luminum provenire. Sane cum sicut, non sine grandi et spirituali mentis nostrae laetitia, accepimus quam plures incolae Occidentalis et Meridionalis Indiae, licet divinae sint legis expertes, Sancto Spiritu tamen cooperante, illustrati, errores quos hactenus observarunt, penitus ab eorum mentibus et cordibus abjecerint, ac fidei catholicae veritatem et sanctae Romanae Ecelesiae unitatem amplecti, et secundum ritum ejusdem Romanae Ecclesiae vivere desiderent et proponant; Nos, quibus omnes oves divinitus sunt commissae, cupientes eas quae extra verum ovile, quod est Christus, sunt, ad ipsum ovile, ut fiat ex illis unus pastor et unum ovile, perducere, ac sarictissimorum apostolorum qui nobis verbo et exemplo pastoralis officii formam tradentes, nascentis Ecclesiae infantiam lacte, provectam vero eius aetatem solido cibo nutrierunt, vestigiis inhaerendo, novellas plantationes ipsius Ecclesiae quas in dicta Occidentali et Meridionali India Altissimus plantare dignatus est, sic (donec coalescant) ut non omnia quae per orbem Ecclesia jam firmata custodit, illis custodienda mandemus, sed tamquam parvulis in Christo, aliqua paterno affectu indulgeamus confovere. Ac circa eorum regenerationes nonnulla, ut etiam accepimus, suborta dubia primitus submovere volentes, matura super hoc deliberatione praehabita, auctoritate apostolica nobis ab ipso Domino nostro Jesu Christo per beatum Petrum, cui et successoribus suis apostolatus ministerii dispensationem commissit, tradita, tenore praesentium decernimus et declaramus, illos qui Indos ad fidem Christi venientes, non adhibitis caeremoniis et solemnitatibus ab Ecclesia observatis, in nomine tamen Sanctissimae Trinitatis baptizaverunt, non peccasse, cum consideratis tunc ocurrentibus, sic illis bona ex causa putamus visum fuisse expedire. Et ut hujusmodi novellae plantationes quantae dignitatis lavacrum regenerationis, quantumque ab illis lavacris quibus antea in sua infidelitate utebantur differat, non ignorent, statuimus ut qui in posterum extra urgentem necessitatem sacrum baptisma ministrabunt, ea observent quae a dicta Ecelesia observantur, oneratis super tali necessitate conscientiis corum; extra quam quidem necessitatem, saltem haec quatuor observentur: primum, aqua sacris actionibus sanctificetur: secundum, cathecisinus et exorcismus fiat singulis: tertium, sal, saliva, capillum et candela ponatur duobus vel tribus pro omnibus utriusque sexus tunc baptizandis: quartum, chrisma ponatur in vertice capitis, et oleum cathecumenorum ponatur super cor viri adulti, puerorum et puellarum; adultis vero mulieribus ponatur in illa parte quam ratio pudicitiae demonstrabit. Super eorum matrimoniis hoc observandum decernimus, ut qui ante conversionem plures, juxta illorum morem, habebant uxores et non recordantur quam primo acceperint, conversi ad fidem unam ex illis accipiant, quam voluerint, et cum ea matrimonium contrahant per verba de praesenti, ut moris est; qui vero recordantur quam primo acceperint, aliis dimissis, eam retineant. Ac eis concedimus ut conjuncti etiam in tertio gradu, tam consanguinitatis quam affinitatis, non excludantur a matrimoniis contrahendis, donec huic sanctae Sedi super hoc aliud visum fuerit statuendum. Et circa abstinentiam ab illis suscipiendam, etiam statuimus quod in Vigilia Nativitatis, et Resurrectionis Domini nostri Jesu Christi, et omnibus sextis feriis quadragesimae jejunare teneantur: caeeteros vero jejuniorum dies, eorum beneplacito, propter novam eorum ad fidem conversionem et ipsius gentis infirmitatem permittimus; ita quod jejunium repugnans sanitati, vel non bene quadrans officio vel exercitio alicujus, non censeatur illi ab Ecclesia praeceptum. Eisque etiam concedimus quod quadragesimalibus et aliis prohibitis anni temporibus, lacticiniis, ovis et carnibus tunc temporis duntaxat vesci possint, cum caeteris christianis ob aliquod sanctum opus obeundum similibus cibis vesci posse a Sede apostolica pro tempore fuerit concessum. Dies autem in quibus eos volumus a servilibus operibus cessare, declaramus esse omnes dies dominicos, ac Nativitatis, Circuncisionis, Epiphaniae, Resurrectionis et Ascensionis ac Corporis ejusdem Domini nostri Jesu Christi, et Penthecostes: necnon Nativitatis, Annunciationis, Purificationis et Assumptionis gloriosae Dei Genitricis Virginis Mariae: ac ejusdem beati Petri et sancti Pauli ejus coapostoli: caeteros vero dies festos, ex causis supradictis, illis indulgemus. Et insuper considerantes maximam ipsius India Occidentalis et Meridionalis a Sede apostolica distantiam, tan vobis qui in partem apostolicae solicitudinis assumpti estis, quam iis quibus super hoc vices vestras auctaritate per Nos vobis super hoc concessa specialiter duxeritis commitendas, omnes noviter conversos praedictos in quibuscumque Sedi apostolicae reservatis casibus, etiam in litteris in Die Coenae Domini legi consuetis (nihil nobis de illorum absolutionibus reservantes) auctoritate apostolica, injuncta eis poenitentia salutari, in forma Ecclesiae consueta, prout prudentiae vestrae videbitur expedire, absolvendi plenam et liberam (ad dictae Sedis beneplacitum) facultatem concedimus. Et postremo, ne isti in Christo parvuli malis exemplis corrumpantur, quod aliquis apostata in illis partibus se conferre non praeesumat, sub excommunicationis latae sententia poena, a qua nisi post suum isthinc recessum absolvi nequeat decernimus, vobis nihilominus injungentes, ut ipsos apostatas ex vestris dioecesibus omnino expellatis et expellere satagatis, ne teneras in fide animas corrumpere et seducere possint. Et quia difficile foret praesentes litteras nostras ad singula loca ubi opus fuerit deferre, volumus et eadem auctoritate apostolica decernimus, quod ipsarum litterarum trassumptis, manu alicujus notarii publici subscriptis et sigillo alicujus Episcopi munitis, eadem fides prorsus in judicio et extra judicium adhibeatur, sicuti adhiberetur originalibus litteris, si forent exhibitae vel ostensae. Non obstantibus constitutionibus et ordinationibus apostolicis, caeterisque contrariis quibuscumque. Datis Romae, apud Sanctum Petrum, Anno Incarnationis Dominicae MDXXXVII, Kalend. Junii, Pontificatus nostri anno tertio. Blosius B. Motta.
En esta bula, habiéndosele hecho relacion al Papa Paulo, tercero de este nombre, de la dubda que algunos ponian, si habian sido bien baptizados los que en aquellos principios baptizaron los frailes sin las cerimonias y solemnidades que la Iglesia guarda en la administracion de este sacramento, ó si en ello pecaron los tales ministros, declara y dice el Sumo Pontífice, que los dichos ministros no pecaron en baptizar sin las dichas solemnidades, con tal que oviesen baptizado en el nombre de la Santísima Trinidad, porque juzga que con justa causa les pareció que convenia hacerlo así, consideradas las ocasiones que entonces ocurrian. Y porque los nuevos convertidos entiendan de cuánta dignidad sea el lavamiento del sagrado baptismo, y no ignoren la grande diferencia que hay de él á los lavatorios de que ellos antes usaban en su infidelidad, ordena y manda que los que de allí adelante ministraren el sagrado baptismo (fuera de necesidad urgente) guarden las cerimonias que suelen ser guardadas por la Iglesia, encargándoles sobre ello las conciencias. Á lo menos se guarden cuatro cosas fuera de la dicha necesidad. La primera, que la agua sea santificada con el exorcismo acostumbrado. La segunda, que el catecismo y exorcismo se haga á cada uno. La tercera, la sal y saliva y el capillo y candela se ponga, á lo menos, á dos ó tres de ellos, por todos los que entonces se han de baptizar, así hombres como mujeres. La cuarta, que la crisma se les ponga en la coronilla de la cabeza, y el olio sobre el corazon de los varones adultos, y de los niños y niñas, y á las mujeres crecidas en la parte que la razon de honestidad demandare. Y cerca de los matrimonios de los indios que se convirtieren, determina se guarde lo siguiente: que los que antes de su conversion (segun su costumbre) tenian muchas mujeres, y no se acordaren á cuál de ellas recibieron primero, convertidos á la fe tomen una de ellas, la que quisieren, y con ella contraigan matrimonio por palabras de presente, como es costumbre. Mas los que se acuerdan á cuál recibieron primero, queden con aquella, dejadas las demas. Y les concede que puedan casarse dentro del tercero grado de consanguinidad y afinidad, hasta que por la Sede Apostólica otra cosa fuere determinada. Y cerca de los ayunos, tambien determina que sean obligados á ayunar las vigilias de la Natividad y Resurreccion de nuestro Señor Jesucristo, y los viérnes de la cuaresma. Y los demas dias de ayuno los deja á su voluntad y beneplácito, no los obligando á ellos por ser nuevamente convertidos á la fe, y por su natural flaqueza. Declarando que el ayuno que repugnare á la salud ó no cuadrare con el oficio ó ejercicio y trabajo de alguno, no se entienda serle mandado por la Iglesia. Y demas de esto les concede, que en la cuaresma y demas tiempos prohibidos por la Iglesia, puedan comer cosas de leche, y huevos y carnes, solamente cuando á los otros cristianos por alguna santa obra fuere concedido de la Silla Apostólica que puedan comer semejantes manjares. Demas de esto declara los dias de fiesta que quiere, sean obligados á guardar: es á saber, todos los domingos del año, la Natividad, Circuncision, Epifanía, Resurreccion, Ascension, Corpus Christi y Pentecostés. Item, la Natividad, Anunciacion, Purificacion y Asuncion de la gloriosa Virgen María Madre de Dios, y el dia de San Pedro y San Pablo. Y de todos los demas dias de fiesta, por las causas sobredichas, los hace exentos. Item: considerando la mucha distancia que hay desde esta region de las Indias á la ciudad de Roma, donde reside el Sumo Pontífice, concede que los obisposde estas partes, y otros á quien ellos pareciere cometer esta facultad, por autoridad apostólica puedan absolver á los dichos nuevamente convertidos, de todos los casos á la Sede Apostólica reservados, aunque sean de los que se suelen leer en el dia de la Cena del Señor, sin reservar alguna cosa de ellos para su Santidad, imponiéndoles penitencia saludable en la forma acostumbrada por la Iglesia. Y al cabo manda, so pena de excomunion late sententiae, que ningun apóstata presuma de venir y pasar á estas partes, porque estos nuevos indios no sean inficionados ó pervertidos con malos ejemplos. Y que de la tal excomunion no pueda ser absuelto el apóstata que así viniere, sino despues que se haya ido de esta tierra. Y á los obispos les encarga, que de sus obispados echen y procuren echar de todo en todo á los dichos apóstatas, porque no puedan depravar ó engañar las ánimas tiernas en la fe.
Capítulo XXXVIII
De lo que cerca de esta bula determinaron los señores obispos, y de tres mil indios que en un dia se baptizaron y casaron, y la suma de los que se baptizaron en los primeros años de su conversion
Venida esta bula de Paulo tercio, de buena memoria, por donde da por bueno lo que cerca del baptismo los religiosos hasta allí habian hecho, luego en él principio del siguiente año de treinta y nueve los obispos de esta Nueva España, cuatro en número (de cinco que entonces habia), se juntaron y determinaron la sobredicha bula se guardase en la forma siguiente. Lo que tocaba al catecismo dejáronlo remitido al ministro del baptismo. El exorcismo, que es el oficio del baptisterio, abreviáronlo cuanto fué posible, rigiéndose por un misal romano antiguo, que traia inserto un breve oficio. Y aun de aquel se abreviaron ciertas cosas que se mandaban doblar. Ordenaron que á todos los que se oviesen de baptizar, se les pusiese olio y crisma, y que esto se guardase por todos precisa y inviolablemente, así baptizando niños como adultos, así pocos como muchos. La urgente, necesidad declararon ser enfermedad, ó haber de pasar la mar, ó entrar en batalla, ó ir entre enemigos, &c.: y finalmente, las cosas que se ponen por extrema necesidad. Á algunos les pareció que se estrechaban mucho en declarar esta urgente necesidad, porque la urgente habria de ser media entre simple necesidad y extrema; que en la extrema necesidad tambien puede baptizar una mujer y un judío y un moro en fe de la Iglesia; y pedian se declarase por urgente necesidad haber mucha gente que baptizar y pocos ministros, y aquellos llenos de ocupaciones tocantes á la conversion de los naturales, y á su propio estado, pues que el Pontífice, respecto de estas razones que se le dieron por relacion, aprobó por urgente necesidad la que hasta allí movió á. los ministros en dar las cerimonias y no guardarlas. Pero como algunos de los obispos habian sido al principio de la cuestion contrarios á esta opinion (no obstante que el Pontífice remite á las conciencias de los ministros del baptismo que ellos vean cuál sea urgente necesidad), no quisieron ellos admitir lo de la multitud, con las circunstancias dichas, por necesidad urgente. Y así ovieron de pasar los ministros del baptismo grandes trabajos y harto excesivos en semejantes ocasiones; aunque ya se les volvian en recreacion y consuelo, viendo el gran fruto que se hacia en esta viña del Señor, y la innumerable muchedumbre de ánimas que cada dia se agmentaban á la confesion de su santa fe, y se aplicaban al gremio de su Iglesia católica. Para honra y gloria suya diré lo que un religioso, que á ello se halló presente, me contó se habia trabajado una mañana en cierto monesterio en gran servicio del Señor, y fué que un dia de pascua de Navidad se baptizaron y casaron juntamente tres mil indios adultos, desde que amaneció hasta que fué tiempo de la misa mayor, la cual se dijo con mucha solemnidad, dando gracias á Nuestro Señor que para todo ello habia dado fuerzas y su gracia. Y porque se vea la diligencia y cuidado con que estas santas obras se hacian, y no parezca á alguno imposible poderse hacer, diré el órden y manera que en ello se tuvo. Los indios estaban ordenados por sus rengleras, y apareados cada uno con su mujer. Y estándose ellos quedos en su ordenanza, iba un sacerdote poniéndoles el olio de los catecúmenos. Y como recebian el olio luego se iban unos tras otros en procesion sin salir de la ordenanza, con sus candelas encendidas, hácia la pila, donde otro sacerdote estaba aguardando, que los iba baptizando; y baptizados salian unos tras otros por el órden que habian venido, tras la cruz, que llevaban delante con los demas religiosos que iban cantando las letanías con los indios cantores de la iglesia, y íbanse á poner sin impedirse unos á otros en la postura en que antes cuando les pusieron el olio estaban. Y el mismo sacerdote que se lo puso, en acabando de ponerlo á los últimos, comenzaba á poner la crisma á los que habian sido primeros. Y el otro sacerdote que habia acabado de baptizar iba tras del que ponia la crisma, tomándoles las manos, y administrando el sacramento del matrimonio. Y en esto se conocerá cuán dóciles y fáciles son los indios para ponerlos en cualquier cosa de órden y concierto. Aunque á la verdad estaban bien industriados y apercebidos para lo que habian de hacer. Mas juntamente con esto, el modo de ordenarse y ponerse en hilera para cosas semejantes, ellos lo usaban y guardaban mucho en su antigüedad. Y aun el dia de hoy cuando vienen los domingos á la iglesia, se ponen en el patio cada barrio por sí por sus hileras, para que los cuenten. El padre Fr. Toribio Motolinea, uno de los doce (de quien muchas veces se hace aquí, mencion), fué el mas curioso y cuidadoso que hubo de los antiguos en saber y poner por memoria algunas cosas que eran dignas de ella, ó por mejor decir, él solo fué cuidadoso en este caso, para que muchas cosas no se perdiesen por la injuria de los tiempos; porque de otros casi no he visto cosa que dejasen escripta cerca de esta materia. Muchas veces este padre hizo cuenta de los indios que él y sus compañeros podrian haber baptizado, y mas en particular la hizo el año de mil y quinientos y treinta y seis, y halló que se habrian para entonces baptizado cerca de cinco cuentos ó millones de ánimas por mano de los frailes menores, que de los otros no trata. Despues hizo la cuenta en el año de cuarenta, y halló que para entonces serian los baptizados mas de seis millones, que son sesenta veces cien mil. En la segunda parte de las crónicas de los frailes menores se cuenta que por medio suyo de ellos fué hecha gran conversion de herejes en el año de mil y trescientos y setenta y seis, en Bulgaria junto del reino de Hungría, en que baptizaron ocho frailes, dentro de cincuenta dias, mas de doscientas mil personas. Pero á la conversion y baptismo de esta Nueva España, tanto por tanto comparando los tiempos, pienso que ninguno le ha llegado desde el principio de la primitiva Iglesia hasta este tiempo que nosotros estamos. Por todo sea alabado y bendito el nombre de Nuestro Señor.
Capítulo XXXIX
Del daño que se seguia en estorbar el baptismo de los adultos, y los muchos que se baptizaron en Guacachula y Tlaxcala
En aquella sazon que los señores obispos se juntaron fué puesto silencio al baptismo de los adultos, y en muchas partes no se baptizaban sino niños y enfermos. Y esto duró tres ó cuatro meses, hasta que se determinó lo arriba dicho. En este tiempo se cumplió bien á la letra lo que habia dicho el profeta Jeremías: «Los chiquitos pidieron pan, y no habia quien se lo partiese». Andaban muchos hambrientos en busca del baptismo, y no lo hallaban. Era la mayor lástima del mundo verlos ir y venir y volver de acá para acullá, y de todas partes ser despedidos, negándoles el remedio de sus ánimas, que tan justamente pedian. Mas oyendo Dios su clamor, proveyó como Padre piadoso á su necesidad y deseo. Y entre otras abrióles una puerta en el monesterio del pueblo de Guacachula. Allí comenzaron á ir pidiendo medicina y misericordia. Los frailes estuvieron dudosos si los recibirian ó no; mas como al Señor que los traia no hay quien le pueda resistir, no fué en su mano dejar de baptizarlos. Al principio comenzaron á ir de doscientos en doscientos, y de trescientos en trescientos, y siempre fueron creciendo y multiplicándose, hasta venir á millares; unos de dos jornadas, otros de tres, otros de cuatro, y de mas lejos; cosa á los que lo veian de mucha admiracion. Acudian chicos y grandes, viejos y viejas, sanos y enfermos. Los baptizados viejos traian á sus hijos para que se los baptizasen, y los mozos baptizados á sus padres; el marido á la mujer, y la mujer al marido. Y en llegando tenian sus aposentadores y enseñadores. Y aunque los mas de los adultos venian enseñados y sabian la doctrina, tornábansela allí á reducir á la memoria, y á mejor enseñar y pronunciar, y catequizábanlos en las cosas de la fe. Allí estaban dos ó tres dias disponiéndose y aparejándose, y todo aquel tiempo expendian en enseñarse. En tañendo la campana á maitines, tanto era el fervor que traian, que todos estaban en pié, y daban mil vueltas con la memoria al Pater noster, Ave María y Credo, con lo demas. Y al tiempo que los baptizaban, muchos recibian aquel sacramento con lágrimas. ¿Quién podia atreverse á decir que estos venian sin fe, pues de tan lejos tierras venian con tanto trabajo, no los compeliendo nadie, á buscar el sacramento del baptismo? Cuando S. Valeriano, esposo de Santa Cecilia, fué á pedir el baptismo á S. Urbano Papa, dijo el santo viejo: «Este, si no creyera, no viniera aquí en busca del baptismo». Y S. Valeriano fué allí de poco mas de una legua, y los pobres indios iban de mas de veinte leguas. Y mas que la tierra de aquella comarca de Guacachula es muy fragosa, y de muy grandes barrancas y sierras. Y todo esto pasaban con muy pobre comida, solo por se baptizar. Entraron entonces en la iglesia dos viejas asidas la una de la otra, que apenas se podian tener, y pusiéronse con los que se querian baptizar. El que los examinaba quísolas echar fuera de la iglesia, diciendo que aun no estaban bien enseñadas. Á lo cual respondió la una y dijo: «¿Á mí que creo en Dios me quieres echar fuera de la iglesia? ¿Porqué lo haces así? ¿Qué razon hay para que á mí que creo en Dios me eches fuera de la iglesia de Dios? Si me echas de la casa del misericordioso Dios, ¿adónde iré? ¿No ves de cuán lejos vengo? Si me echas sin baptizar, en el camino me moriré. Mira que creo en Dios, no me eches de su iglesia». En aquella sazon quiso Dios traer por allí al sacerdote que los habia de baptizar, y gozándose de la plática y armonía de la buena vieja, consolóla, y dejólas á ella y á su compañera con los demas que estaban aparejados para baptizarse. No dijo mas S. Cipriano cuando el diácono lo quiso echar de la iglesia. «Siervo soy de Jesucristo, y tú quiéresme echar fuera de la iglesia?». Estos que hemos dicho vinieron á baptizarse á Guacachula, no fueron por espacio de tres ó cuatro dias, sino por mas de tres meses, y en tanto número, que afirma un religioso siervo de Dios, que pasó por allí huésped, que en cinco dias que allí estuvo baptizaron él y otro sacerdote por cuenta catorce mil y doscientos y tantos. Y aunque el trabajo no era poco (porque á todos ponian olio y crisma), dice que sentia en lo interior un no sé qué de contento en baptizar aquellos mas que á otros; porque su devocion y fervor de aquellos ponia al ministro espíritu y fuerzas para los consolar á todos, y para que ninguno se les fuese desconsolado. Y cierto fué cosa de notar y maravillar, ver el ferviente deseo que estos nuevos convertidos traian al baptismo, que no se leen cosas mayores en la primitiva Iglesia. Y no sabe hombre de qué se maravillar mas, ó de ver así venir á esta nueva gente, ó de ver cómo Dios los traia. Aunque mejor diremos, que de ver cómo Dios los traia y recebia al gremio de su santa Iglesia. Despues de baptizados, era cosa notable verlos ir tan consolados, regocijados y gozosos con sus hijuelos á cuestas, que parecia no caber en sí de placer. En este mismo tiempo y de la misma manera que hemos contado, fueron otros indios de muchas partes al monesterio de Tlaxcala á buscar el baptismo de tres y cuatro jornadas; empero no duró tanto tiempo, porque en el mayor fervor, y cuando mas venian, los impidieron. Y lo mismo fué en Guacachula, que el enemigo del género humano, viendo lo mucho que iba perdiendo, procuraba de instigar á los que con buen celo habian comenzado á poner estorbo en el baptismo de la multitud sin las cerimonias, para que no cesasen de lo contradecir, aunque ya les ponian el olio y crisma, conforme á la bula del señor Papa, y guardando lo que por ella mandaba. Porque decian que aquellos no traian fe verdadera, sino que venian unos al hilo de los otros, sin entender lo que habian de recebir. Mas para satisfaccion de esto bastaba el crédito que se debia tener de los ministros que lo hacian, que no eran idiotas, sino hombres de buenas letras: sobre todo, temerosos de Dios y de sus conciencias, y certificaban que todos los que se baptizaban eran primero enseñados y catequizados, y daban cuenta de la doctrina cristiana, y se les habia predicado muchas veces la ley de Dios. Y para muestra de la fe que traian, que más era menester de que viniesen confesando á ese mismo Dios y pidiendo su santo baptismo para remision de sus pecados, habiendo andado y venido con este deseo tres y cuatro jornadas, y en tiempo de muchas lluvias, pasando arroyos y rios con mucho trabajo y peligro, con comida poca y flaca, que apenas les quedaba para la vuelta. Y las posadas eran donde les tomaba la noche, y á las veces debajo de un árbol. Y con todo esto por dar contento á los canes que tanto ladraban, hubieron de despedir al mejor tiempo y negar el baptismo á la multitud que acudia, que se hallaron á la sazon en el patio del monesterio de Guacachula mas de dos mil ánimas, y en el de Tlaxcala pocas menos, que aguardaban el baptismo, y se ovieron de volver á sus casas sin él, llorando y quejándose, y diciendo mil lástimas, que eran para quebrar los corazones, aunque fueran de piedra, diciendo: «¡Oh desventurados de nosotros! ¿cómo hemos de volver desconsolados y tristes á nuestras casas? Venimos de tan lejos, y muchos de nosotros enfermos, que nos duelen los piés y todo el cuerpo. ¡Oh con cuánta hambre y trabajo venimos acá! Si fuéramos baptizados, todo se nos tornara en alegría y consolacion; mas de la suerte que vamos, todo se nos vuelve en tristeza y dolor. ¿Pues cómo el baptismo y el agua de Dios nos niegan? ¿Porqué nos predican los padres que Dios es misericordioso, y que á brazos abiertos recibe á los pecadores, y á nosotros nos envian y nos echan sin misericordia, para que nos muramos por el camino sin baptismo?». Estas y otras muchas lástimas y quejas decian, que quebrantaban los corazones de los que las oian. Los sacerdotes que presentes se hallaron baptizaron los niños y los enfermos, y algunos sanos, que no los pudieron echar de la iglesia ni del patio, porque decian con muchas lágrimas que en ninguna manera se irian, sino que allí se dejarian morir. Otros sacerdotes ausentes que supieron esto, no excusaban de culpa á los que allí se hallaron, porque enviaron aquella gente tan desconsolada y afligida, diciendo que en tal caso más justo fuera obedecer al Sumo Pontífice Jesucristo y á su Vicario en la tierra (cuya autoridad ellos tenian), que á otro cualquier prelado. Y que era negocio que debieran tomar sobre sus conciencias por no les echar mayor carga, porque de aquellos que despidieron no dejarian de morir algunos sin baptismo, como en cierto pueblo se halló, que en aquellos dias, por haber mandado el Ordinario á los frailes de aquel monesterio que cesase el baptismo hasta que se determinase el modo que en él se habia de guardar (y cesó por espacio de tres meses), habian muerto sin baptismo mas de cuatrocientas personas.
Capítulo XL
Que trata del sacramento de la confirmacion
Los doctores teólogos, en el cuarto libro de las Sentencias, suelen ventilar una cuestion: si solos los obispos consagrados son ministros del sacramento de la confirmacion, ó si lo pueden tambien administrar otros sacerdotes que no sean obispos; teniendo unos la primera opinion, fundándose en ella por el uso comun de la Iglesia y en la disposicion de los sacros cánones, y otros teniendo la segunda, por haber concedido muchos Sumos Pontífices á religiosos sacerdotes simples, que iban á tierras de infieles á entender en su conversion, que pudiesen administrar el sacramento de la confirmacion; como fué concedido expresamente por el Papa Leon X á los primeros religiosos que venian á estas partes, segun parece por lo arriba escripto. Á esto decian los de la primera opinion, sustentando su parte, que en caso que el Pontífice concediese esto á algunos sacerdotes, ya respecto de aquel ministerio y para su efecto los hacia obispos. Esta cuestion (porque los letrados no se quiebren las cabezas sobre ella) tiene bien determinada el sacro Concilio Tridentino en la sesion séptima, cánon tercero, condenando con sentencia de anatema y excomunion á cualquiera que dijere que solo el obispo no es ministro ordinario de este sacramento de la confirmacion, sino que cualquiera sacerdote lo puede ministrar. Donde bien claro se colige que solo el obispo es propio ministro de este sacramento regularmente. Mas añade ordinario, dando á entender que el Sumo Pontífice bien puede extraordinariamente en casos que se ofrecen cometer el ejercicio y ministerio de él á sacerdotes que no son obispos, como leemos y vemos que lo ha hecho. Traigo esto para que de raiz se entienda (pues hablamos en romance) lo que quiero decir: que de solo un sacerdote supe que oviese ministrado el sacramento de la confirmacion en esta nueva Iglesia, usando de las concesiones de los Sumos Pontífices, y este fué el padre Fr. Toribio Motolinea, porque ofreciéndose ocasion de haberse de hacer, se lo cometieron á él. Venidos los primeros obispos, tuvieron bien que trabajar en este su oficio, donde tantas gentes estaban represadas sin haber recebido este sacramento. Y como en aquel tiempo proveyó Dios que fuesen los obispos varones santos y pobres, como sus pobres ovejas, imitando á los primeros obreros de los demas sacramentos, que no habian tenido ni buscado un punto de descanso, por baptizar, confesar, y casar, y enseñar á todas aquellas gentes, puesto que la confirmacion no fuese tan necesaria (pues sin ella se podian salvar), porque alcanzasen la gracia y fortaleza que en aquel sacramento se da, procuraron que ninguna de sus ovejas quedase sin recebirlo. Y esto sin mezcla de interese ó temporal aprovechamiento, porque los mismos obispos llevaban consigo las candelas, no consintiendo que se las mandasen comprar á los indios, por su mucha pobreza. Y esto procederia de que entonces no llevaban fausto, ni aparato de muchos criados á quien aprovechar, porque iban de pueblo en pueblo con solo un compañero (si era fraile el obispo), ó con un clérigo y un paje, ó cuando mucho, con un par de pajes, más para compañía que para servicio. Y comian de lo poco que los frailes entonces tenian en sus monesterios, sin echar en costa á los pobres desnudos. Fué tanto el fervor que estos santos prelados tuvieron y mostraron en la administracion del sacramento de la confirmacion á sus ovejas, sin tener cuenta con cosa de su regalo, ni de propio descanso, ni aun de su salud, que algunos de ellos murieron de achaque de molidos y quebrantados por ministrar á mucha gente este santo sacramento. Y estos fueron solos dos (que de otros yo no he sabido): el uno el santo primero arzobispo de México Fr. Juan de Zumárraga, y el otro el bendito Fr. Martin de Hojacastro, segundo obispo de Tlaxcala, como se puede ver en sus vidas en el quinto libro de esta Historia.
Capítulo XLI
De algunas maneras de confesion vocal que los indios tuvieron en su infidelidad, y cómo les cuadró la confesion sacramental de la Iglesia
En algunas provincias de esta Nueva España usaban los indios en su infidelidad una manera de confesion vocal, y esta hacian dos veces en el año á sus dioses, apartándose cada uno en un rincon de su casa, ó en el templo, ó se iban á los montes, ó á las fuentes, cada uno donde mas devocion tenia, y allí hacian muestras de grandísima contricion, unos con muchas lágrimas, otros juntando las manos, á manera de quien mucho se cuita, ó torciendo y encajando los dedos unos con otros, y haciendo visajes, confesando sus culpas y pecados. Y los dias que duraban en este ejercicio, nunca se reian, ni admitian placer alguno, sino que todo era tener y mostrar tristeza, pesar y amargura. Tambien confesaban á veces sus pecados á los médicos ó á los sortílegos, á quienes acudian á pedir remedio ó consejo en sus necesidades. Porque el médico que era llamado para curar el enfermo, si la enfermedad era liviana, poníale algunas yerbas ó cosas que usaba por remedios; pero si la enfermedad era aguda y peligrosa, decíale: tú algun pecado has cometido. Y tanto le importunaba y angustiaba con repetírselo, que le hacia confesar lo que por ventura muchos años antes habia hecho. Y esto era tenido por principal medicina: echar el pecado de su ánima para la salud del cuerpo. Lo mismo era cuando pedian consejo á algun sortílego ó embaidor, qué harian para tener hijos, cuando carecian de ellos; por que era una de las cosas que mas deseaban y pedian á sus dioses. El hechicero ó embaidor, echadas sus suertes, les respondia, que por algun pecado suyo los dioses no les habian dado hijos, y ellos se lo confesaban. Y les mandaban hacer penitencias; y lo que mas comunmente les imponian, era que apartasen cama ellos de sus mujeres cuarenta ó cincuenta dias: que no comiesen cosa con sal: que comiesen pan seco y no fresco, ó solo maiz en grano: que estuviesen tantos dias en el campo en alguna cueva que les señalaban: que durmiesen sobre la haz de la tierra: que no se bañasen en tanto tiempo. Finalmente, tenian entendido que por los pecados les venian todos los trabajos y necesidades. Y mucho mejor entendieron ser esto gran verdad, cuando se les predicó, conforme á la ley de Dios. Y así les cuadró más de veras el remedio de la confesion, mayormente con las propiedades que en la sacramental confesion concurren. Comenzóse á ejercitar este sacramento de la penitencia entre ellos, en el año de mil y quinientos y veinte y seis, en la provincia de Tezcuco. Y al principio (como cosa que no estaban hechos á ella) poco á poco iban despertando, y Dios, alumbrándolos y quitando las imperfecciones, y alanzando las tinieblas antiguas, administrábales su gracia. Y así andando el tiempo, vinieron á confesar distinta y enteramente sus pecados. Unos los iban diciendo por los mandamientos, conforme al uso (que se les enseñaba) de los antiguos cristianos. Otros los traian pintados con ciertos caracteres ,por donde se entendian, y los iban declarando; porque esta era la escriptura que ellos antes en su infidelidad tenian, y no de letras como nosotros. Otros, que habian aprendido á escribir, traian sus pecados escritos con mucha particularidad de circunstancias. Muchos, aun en aquellos principios, no se contentaban con se confesar una vez en el año, sino que acudian á confesarse las pascuas y fiestas principales, segun á los fieles lo aconseja nuestra madre santa iglesia. Y aun muchos no esperaban á esto, sino que en sintiéndose agravados de algunas culpas, muy presto trabajaban de alimpiarse de ellas por el sacramento de la penitencia, no queriendo que se les pusiese el sol en pecado mortal, pudiendo haber copia de confesores. La fe que los indios tuvieron desde el principio de su conversion, y tienen en este sacramento, es para alabar á Dios, y para confusion de los malvados herejes que lo niegan, y aun de los malos cristianos que casi por miedo ó vergüenza se van á confesar. En aquellos tiempos de que ahora tratamos, como habia muchos indios y pocos ministros, era cosa de grima la priesa que habia y el fervor con que venian á buscar los confesores. Acaecia por los caminos, montes y despoblados, seguir á los religiosos mil y dos mil indios y indias, solo por confesarse, dejando desamparadas sus casas y haciendas; y muchas de ellas mujeres preñadas, y tanto que algunas parian por los caminos, y casi todas cargadas con sus hijos á cuestas. Otros viejos y viejas que apenas se podian tener en pié con sus báculos, y hasta ciegos, se hacian llevar de quince y veinte leguas á buscar confesor. De los sanos muchos venian de treinta leguas, y otros acaecia andar de monesterio en monesterio mas de ochenta leguas buscando quien los confesase. Porque como en cada parte habia tanto que hacer, no hallaban entrada. Muchos de ellos llevaban sus mujeres y hijos y su comidilla, como si fueran de propósito á morar á otra parte. Y acaecia estarse un mes y dos meses esperando confesor, ó lugar para confesarse. Porque se vea si fuera de mas importancia confesar y consolar á estos pobres, que detenerse con muchas cerimonias en el baptismo. Yo soy testigo que por los caminos hartas veces nos hacian perder la paciencia, porque teniendo de ellos grandísima compasion, por ser mucha la gente que nos seguia (que era imposible confesarlos en muchos dias, y que se alejaban de sus pueblos y no llevaban que comer) les rogábamos que se volviesen, que otro dia volveriamos por sus casas; y no aprovechaba amonestarlos, ni reñirles, ni amenazarlos los indios alguaciles que nos guiaban y acompañaban. Ver el fervor y lágrimas con que lo pedian, y los ofrecimientos que hacian de padecer por ello hambre y cansancio, era para quebrantar el corazon. Acaecia ir el religioso por la laguna de México, que atraviesa siete leguas, y ir tantas barquillas tras él, que cerraban la laguna, y algunos indios y indias echarse al agua por llegar primero á confesarse. Verdaderamente no parecia sino á la letra cumplirse lo que leemos en el Evangelio, de las turbas ó compañas que seguian á nuestro Redentor Jesucristo por doquiera que iba, como en la verdad á él tambien seguian y buscaban estos pobrecillos, que no al fraile, mas de cuanto les comunicaba su virtud y gracia, mediante el sacramento que les administraba. El sacar los enfermos, cojos y tullidos á los caminos por do habia de pasar algun religioso para que los confiese, cosa ordinaria ha sido siempre, y lo es el dia de hoy, haciendo para ello sus enramadas ó toldos; y traerlos á cuestas á la iglesia de muy lejos, cada dia lo hacen. Hasta los niños que apenas tienen siete años, estando enfermos, luego dicen á sus padres que los lleven á la iglesia á confesar. Cosa maravillosa es y para bendecir á Dios, que apenas le ha dado la calentura ó dolor de cabeza al indio, cuando á la hora viene por su pié á la iglesia á se confesar, y si no puede, ruega á sus deudos que lo lleven. ¿Y que haya cristianos viejos que estando ya bien peligrosos y para morir, sea menester usar con ellos de ruegos y buscar rodeos para persuadirles que se confiesen? Cosa es esta de grandísima lástima y confusion. Y no es menos la de los herejes que niegan tan santo y necesario sacramento, como es el de la penitencia, de sus antepasados tan recebido y usado en Alemania, Flandes, Francia y Inglaterra, y ahora de ellos tan aborrecido, y de los indios tan abrazado, que vengan treinta y cincuenta y ochenta leguas á buscarlo. Mas guay de ellos! que en el dia del juicio, con Tiro y Sidon se usará de mas piedad que con ellos, y por su soberbia serán juzgados de estos pobrecillos, que por su humildad y sinceridad han merecido ser alumbrados.
Capítulo XLII
De algunos ejemplos de los que venian de lejos á buscar la confesion y el remedio de sus almas
Puédese bien creer que cada uno de los obreros que plantaron esta viña del Señor desde su principio, pudiera escribir un libro bien copioso de casos notables y maravillosos que les acaecian con estos indios, administrándoles la palabra de Dios y sus santos sacramentos. Y aun yo, que fuí el mínimo de los últimos, pudiera contar hartos, si con otros cuidados y ocupaciones no se me ovieran ido de la memoria. Entre los muchos que de lejos venian con ansia de remediar sus almas, diré de algunos, por donde se entenderá lo que por los otros pasaba. Un indio principal, natural del pueblo de Guacachula, llamado D. Juan, ya viejo, alcanzó gracia particular con nuestro benignísimo Dios en su llamamiento. Porque venido con mucho fervor al baptismo, en breve tiempo dió muestras de singular cristiandad. Y como en su pueblo aun no habia monesterio, ni residian frailes, acudia cada año en las pascuas y fiestas principales al monesterio de Guaxozingo, que estaba ocho leguas de allí. Y en cada fiesta de estas se detenia allí por espacio de ocho ó diez dias, en los cuales se aparejaban y confesaban él y su mujer, y algunos de los que consigo traian. Que como era el mas principal del pueblo (despues del señor) y casado con una señora del linaje de Motezuma, el gran señor de México, seguíanle muchos, así de su casa, como otros que con su buen ejemplo los traia á su compañía. Y á veces tambien venia allí el mismo señor mas principal de Guacachula con otros muchos, y unos se baptizaban, otros se desposaban, y muchos se confesaban. Y como en aquel tiempo eran pocos los que habian despertado del sueño de sus errores, edificábanse mucho y maravillábanse, así los naturales como los españoles, de ver aquel viejo D. Juan tan aprovechado en las cosas de la fe y cristiandad. Este vino la última vez á aquella ciudad de Guaxozingo por las pascuas de Navidad y de los Reyes, y traia hecha una camisa, que entonces aun no se las vestian, porque su vestido antiguo (aunque fuese el mayor señor de ellos) no era mas que unos pañetes por la honestidad, y mantas de algodon ceñidas al hombro; pero estas muy limpias y labradas, entre la gente principal. Y mostrando la camisa á su confesor, le dijo: «Ves aquí traigo esta camisa para que me la bendigas y me la vistas. Y pues las veces que aquí he venido, solamente me he confesado, y son ya muchas, ruégote que ahora me quieras confesar y comulgar, que cierto mi ánima desea mucho recebir el cuerpo de mi señor Jesucristo». Decia esto con tanta eficacia, que el confesor, viendo su devocion y constándole de la enmienda de su vida pasada, y el buen aprovechamiento que en él se habia visto despues de cristiano, no se atrevió a negárselo, aunque hasta entonces no se habia dado el santísimo sacramento de la Eucaristía á otros indios. Y así pienso fué este el primero que lo recibió en esta Nueva España. Conocióse en este buen hombre, que aquel Señor que lo queria llevar larga jornada, le movió á pedir el. viático para el camino. Y que en aquella sazon, con la nueva camisa blanca y limpia que en lo exterior habia dado al cuerpo, pareciese la limpieza de su ánima con que se habia vestido del nuevo hombre para reinar con Cristo. Porque cuando se confesó y comulgó estaba bueno y sano, y desde á tres ó cuatro dias adoleció y murió, llamando y confesando á Dios, y dándole gracias por las mercedes que le habia hecho. ¿Quién dubda sino que aquel Señor á quien él venia á buscar á casa y tierra ajena lo llevó á la suya propia del cielo, y de las fiestas terrenales á las celestiales y eternas? De los primeros pueblos, y que de lejos salieron á buscar el sacramento de la penitencia, fueron los de Teguacan, que hasta que les dieron frailes á cabo de algunos años, iban al mismo pueblo y ciudad de Guexozingo á se confesar y recebir los demas sacramentos, con haber veinte y cinco leguas de camino. Estos pusieron mucha diligencia por llevar frailes á su pueblo, y perseveraron tanto, que los alcanzaron. Y demas de haber ellos mucho aprovechado en toda cristiandad y bondad, ha sido aquel monesterio una candela de mucho resplandor, y ha hecho mucho fruto en todos los pueblos á él comarcanos y á otros de mas lejos. Porque Teguacan está de México cuarenta leguas á la parte del oriente, un poco hácia el mediodia al pié de unas sierras, y está en frontera de muchos pueblos y provincias que de allí se visitaban, y ahora tienen clérigos. Era gente muy dócil y sincera, más que la mexicana, dispuesta y aparejada para hacer de ellos lo que quisiesen en cosa de virtud. Á aquel monesterio, luego que se fundó, acudieron de todos aquellos pueblos y provincias los señores y principales con muchos de sus vasallos cargados con grandísima cantidad de ídolos, y á enseñarse en las cosas de nuestra santa fe católica y á pedir el sacramento del baptismo. Y despues de cristianos, por el consiguiente venian allí á confesarse, y los dias de pascua y fiestas principales á oir los oficios divinos, y en especial los de la Semana Santa. Y estos venian de cuarenta provincias, unos de cincuenta leguas, otros de sesenta, sin ser compelidos ni llamados, sino por su propia devocion, y entre ellos habia doce lenguas ó doce naciones distintas. Todas estas naciones y generaciones despues de adorar y confesar á Dios, bendecian á su santísima Madre y Señora nuestra la Vírgen María, de cuya limpia Concepcion es la vocacion de aquel monesterio, donde se verificaba lo que esa misma Señora dijo en su cántico de Magnificat: «Bienaventurada medirán todas las generaciones». Estos que venian á las fiestas, siempre traian consigo de nuevo otros para se baptizar y casar, y muchos para se confesar. Entre otras gentes que allí acudieron, vino una señora de un pueblo que se llama Tecciztepeque con muchas cargas de ídolos para que los quemasen, y la enseñasen y mandasen lo que habia de hacer para conocer y servir á Dios. Esta, despues de enseñada y aparejada, baptizóse, y por ser á Dios grata, dijo que no se queria volver á su casa hasta que diese gracias á Nuestro Señor por el gran beneficio y mercedes que le habia hecho, y queria estar algun tiempo oyendo la palabra de Dios y fortificando su espíritu. Habia esta señora traido consigo dos hijos para lo mismo que ella vino. Y al que heredaba el señorío mandó que se enseñase muy de propósito, no solo por lo que á él le convenia, mas tambien para enseñar y dar ejemplo á sus vasallos. Y estando esta sierva de Dios en tan buena obra, y con vivos deseos de servir al mismo Dios, vino á enfermar y en breve tiempo murió. De creer es, que la que no quiso volver á su morada y señorío de la tierra, por mas amar y conocer á su Dios, que ese mismo Señor la llevó al cielo, para reinar eternalmente en compañía de sus ángeles. En este mismo tiempo vinieron á Teguacan todos los principales de una provincia que se dice Tepeuicila, treinta leguas de allí, con todos los ídolos de su tierra, que fueron muy muchos; cosa de mucha admiracion y edificacion para los naturales de donde venian y por donde pasaban. Y porque seria proceder en infinito tratar de todos en particular, bastará lo dicho para que se considere la copiosa materia que los hombres cristianos tenian en aquel tiempo para alabar á Dios en la conversion de tan innumerables gentes, que con tanta voluntad y alegría corrian en busca del Señor, al olor de sus preciosos ungüentos, y á recebir sus santos sacramentos.
Capítulo XLIII
Que trata con cuanta facilidad los que se confesaban restituian lo ajeno, y perdonaban las injurias
No sin misterio quiso Nuestro Señor que estas gentes indianas fuesen reveladas, antes que se descubriesen, á su siervo Fr. Martin de Valencia, en la consideracion de aquel verso del salmo cincuenta y ocho, que dice: «Convertirse han á la tarde, y, padecerán hambre como perros hambrientos, y andarán cercando la ciudad». Por que no parece sino que esta profecía se dijo solamente por estos indios, que como vemos, se convirtieron á la tarde del mundo, y padecieron hambre de baptismo, y hambre de confesion y de los demas sacramentos, y como perros hambrientos anduvieron cercando la ciudad de la Iglesia, tras los ministros de ella que guardan y reparten el pan de la palabra de Dios y de sus sacramentos. Esta hambre era tan canina, que á trueque de alcanzar el beneficio de la absolucion de sus pecados, ninguna dificultad se les ponia por delante, como ordinariamente se les suele poner á los antiguos cristianos, y hacérseles muy de mal el restituir lo ajeno al tiempo que se confiesan Estos por el contrario, eran tan fáciles en este caso, y lo son el dia de hoy algunos de ellos, que muchos en aquel tiempo y algunos ahora, antes de venir á p los piés del confesor tenian descargada la conciencia en lo tocante á restitucion de lo ajeno. Á lo menos, mandándoselo el confesor, luego se cumplia inmediatamente. Y de esta materia cada cuaresma se ofrecian cosas nuevas
y notables, y de ellas traeré por ejemplo algunas pocas. En cierta parte, confesándose un indio, era en cargo de restituir alguna cantidad respecto de la pobreza que ellos tienen. El confesor le dijo que no lo podia absolver si no restituia lo ajeno, porque así lo mandaba la ley de Dios y lo requeria la caridad del prójimo. Él dijo que le placia, aunque supiese venderse por ello. En el mismo dia trajo diez tejuelos de oro que pesaria cada uno cinco ó seis escudos, que era la cantidad de lo que él debia. Y dada órden como los hubiese su dueño, él quedó muy contento, puesto que la hacienda que le quedaba no montaria la quinta parte de lo que restituyó. Pero mas quiso quedarse pobre de lo temporal, que tener el alma obligada y embarazada con hacienda ajena. Y no aguardó á que sus hijos y albaceas lo cumpliesen por él, sino hacerlo él en vida y de presto, y para ello no fueron menester largas amonestaciones, ni muchas idas y venidas. Otro, confesando que era en cargo una manta, y diciendo que no tenia otra, ni cosa que lo valiese, sino la que traia á cuestas con que se cubria, quiso el confesor probar el espíritu que traia y prontitud para lo que se le mandase, y díjole que ya sabia, segun la ley de Dios, que lo ajeno se habia de restituir. Entonces el penitente con mucha presteza quitóse la manta que traia vestida, y púsola apartada de sí para que se diese á quien la debia. Y quedando desnudo y puesto de rodillas, dijo en su lengua: «Ahora no tengo nada, ni quiero nada: ahora ni tengo, ni debo, ni lo quiero». El confesor, visto aquello, quedó bien satisfecho del aparejo del indio, y mandóle que se vistiese su manta; y dijole que no debia nada, mientras no tenia con que buenamente pagar la otra manta. Estos indios en su infidelidad usaron tener esclavos de su misma nacion, que se vendian y compraban de muchas y diversas maneras, que no hacen á nuestro propósito, aunque la servidumbre de estos no era tan penosa como la de los morenos entre los españoles; mas como quiera que fuese, ella y toda cualquier manera de hacer esclavos á los indios fué dada por ilícita, y mandada cesar en tiempo del muy católico y benignísimo Emperador D. Cárlos V, digno de perpetua memoria. Publicada esta ley y sabido por los indios dueños de esclavos que se iban haciendo cristianos, cómo de aquel servicio se habian aprovechado injustamente, cuanto á lo primero, para haberse de confesar ponian los que habian tenido por esclavos en su libertad, y para satisfacerles el servicio que de ellos habian recebido, favorecíanlos en todo lo que podian. Y procuraban ponerlos en estado de matrimonio, si no eran casados, y ayudábanlos dándoles con que viviesen. Otros, que habian vendido algunos esclavos que tenian, buscábanlos con diligencia y rescatábanlos para déjarlos en su libertad, y no pudiéndolos haber, afligíanse Con harto dolor de su corazon, por saber que no eran esclavos habidos con justo título, y restituian por ellos el precio que habian recebido, dándolo á pobres, ó rescatando á otros que podian haber en lugar de los que no parecian. Finalmente, daban muestra de la fe y amor de Dios y del prójimo, que iba creciendo en sus corazones. Tambien restituian las heredades que poseian, cuando sabian que no las podian tener con buena conciencia, por no les pertenecer con buen título, ora las oviesen heredado, ora las oviesen adquirido segun sus costumbres antiguas forcibles. Y de las suyas propias, con buen título poseidas, bajaron el arrendamiento á sus terrazgueros, no llevándoles despues de cristianos lo que en otro tiempo solian, y quitando servicios extraordinarios que les hacian. Por una cláusula de carta que un religioso escribió de Tlaxcala á su provincial, se verá algun ejemplo de lo que vamos tratando. Comienza, pues, así la carta: «Tomada la paternal bendicion, no sé con qué dar á Vuestra Caridad mejores pascuas, que con contarle y escribirle las buenas que el Señor ha dado á estos sus hijos los tlaxcaltecas, y á nosotros con ellos. Aunque no sé cómo lo diga ni por do comience, porque es muy de sentir lo que Dios en esta gente obra. Cierto mucho me han edificado en esta cuaresma y pascua las restituciones que hicieron. Yo creo que pasaron de diez ó doce mil pesos, de cosas que eran á cargo, así del tiempo de su infidelidad como despues de cristianos. Unos de cosas pobres y otros de mas cantidad; y hubo muchas restituciones de harta calidad, así de joyas de oro y piedras de precio, como de tierras y heredades. Alguno ha habido que ha restituido doce suertes, y la que menos de trescientas brazas, y otras de quinientas y ochocientas, y suerte de mil y doscientas, con muchos vasallos y casas dentro en las heredades. Otros han restituido y dejado quince suertes, y otros veinte, y otros mas y menos, las cuales sus padres y abuelos tenian usurpadas con mal título. Los hijos, como ya cristianos, y que por Cristo esperan otra mayor herencia del Padre celestial, dejan de buen grado el patrimonio terreno, aunque aman las heredades como la gente del mundo que mas las ama, porque no tienen otros ganados ni granjerías. Han hecho tambien muchas limosnas á pobres y á su hospital, y muchos ayunos de mucha abstinencia, disciplinas secretas y públicas, y en la cuaresma, demas de los tres dias en la semana, lúnes, miércoles y viérnes, que se disciplinan en sus iglesias y ermitas, muchos tornaban á disciplinarse haciendo procesion de iglesia en iglesia. Á la del Juéves Santo vinieron tantos, que al parecer de los españoles que aquí se hallaron, pasaban de veinte mil, ó poco menos de treinta mil. Toda la Semana Santa vacaron á los oficios divinos, y en el sermon de la Pasion hubo hartas lágrimas, y no menos en la comunion. Comulgaron muchos con grande aparejo, devocion y reverencia, de que los frailes recien venidos de España se edificaron mucho, alabando á Dios en el aprovechamiento de estos nuevos en la fe». Lo susodicho, con otras cosas al propósito, contiene la carta de aquel religioso. Pues perdonar injurias y pedir perdon á quien han ofendido, cuán fácilmente lo hagan estos indios, cosa es á todos muy notoria. Que ellos mismos de su voluntad, antes que vengan á los piés del confesor, suelen ir á pedir perdon á los que han ofendido, de uno en uno, ó juntar en su casa todas las personas que han agraviado, y allí, despues de darles colacion, les ruegan que se aplaquen sus corazones, y se perdonan unos á otros, y se abrazan. Y aun toman tan de buena gana este negocio, que sin haber precedido particular ofensa, por solas las ocasiones y murmuraciones que se suelen ofrecer en ausencia, ó mohinas y disgustos intrínsecos, aunque no se muestren por palabras de fuera, suelen algunos juntar (al tiempo que se quieren confesar) toda su parentela y vecinos con quien comunican, y pedirles perdon en la manera dicha.
Capítulo XLIV
De la buena gana con que aceptaban y pedian las penitencias, así los viejos como los mozos
El ejercicio y ocupacion de algunos de estos naturales, más parecia de religiosos que de gentiles recien convertidos, porque tenian mucho cuidado de guardar la ley de Dios y de cumplir y poner por obra todo cuanto el confesor les mandaba, por dificultoso que fuese, áspero ó penoso, ó en detrimento de su hacienda: Y cuando el confesor veia que no convenia mandar ayunar á muchos, que por sus culpas no se le debia imponer ayuno, decian: «¿Pues no me mandas, padre, ayunar? Muy bien lo podré hacer; aunque sea flaco ó pobre, y tenga poco que comer, Dios me esforzará». Muchas preñadas, y otras que criaban sus hijuelos chiquitos, aunque se les predicaba y sabian no ser obligadas á ayunar ni á tomar otros trabajos, no por eso dejaban de seguir en el ayuno á los demas. Otros, que no les mandaban hacer disciplina, preguntaban que cuántas veces se habian de disciplinar. Y esta penitencia es la que ellos hacen con mas voluntad, y aun para hacerla con mas facilidad andan mas apercebidos que otras gentes, por traer poco que desabrocharse, y poca ropa que echar aparte. Otros preguntaban despues de absueltos: «¿Á cuántos pobres tengo de dar mantas, ó á cuántos pobres tengo de dar de comer en tal fiesta?». Si les decia el confesor á algunos, que no venian aparejados bien y que volviesen á recorrer su memoria y á acordarse bien de sus pecados para hacer entera y perfecta confesion, y que hecha esta diligencia volviesen para tal dia, por ninguna via dejaran de volver al término señalado, trayendo sus culpas y vidas escritas los que sabian escrebir, y los que no, por figuras que ellos usaban, bien demostrativas, y por ellas se confesaban clara y distintamente. Dije que algunos las traian escritas, porque luego desde el principio de su conversion, señores hubo y principales de los viejos, y algunas señoras, que deprendieron á leer y á escribir, enseñándoselo en sus casas sus hijos ó hermanos ó parientes niños, que se criaban en las escuelas de los frailes. Y las primeras veces que vieron los frailes confesarse de esta manera las mujeres, maravillábanse mucho que supiesen leer y escribir, hasta que entendieron cómo lo habian aprendido. Muchas veces los confesores suspendian (y hoy dia suspenden) á algunos de estos indios la absolucion, cuando ven que les conviene para la enmienda de sus vidas, á lo cual ellos no tienen réplica, sino que con toda humildad lo reciben, y cumplen las diligencias que les mandan hacer por ciertos dias, y al término que se les puso no faltaran, aunque fuesen de otros pueblos bien lejos, como acaecia en aquellos tiempos, que ahora todos por la gracia de Dios tienen cerca los confesores. Ablandaba la bondad divina la obstinada dureza que en los viejos suele causar la larga y mala costumbre, y traia Dios en esta tierra muchos viejos y viejas á penitencia, que sacando fuerzas de flaqueza, se esforzaban á ayunar y disciplinarse con tan buen brío como los mozos, que á cualquiera que los viera pusiera mucha admiracion y compuncion. Y mucho mas en verlos venir á la confesion, en la cual les daba Dios mucho sentimiento de sus pecados pasados, y así los sentian y confesaban con muchas lágrimas y dolor. Ayunaban muchos viejos la cuaresma, sin tener obligacion mas que los viérnes y vigilias de pascua de Navidad y Resurreccion, y frecuentaban las iglesias. Levantábanse cuando oian la campana de maitines, á orar y llorar sus pecados, y muchas veces á hacer la disciplina, sin imponerles alguno en ello. Los que entre ellos tenian de que hacer limosna, buscaban los pobres para los vestir y dar de comer, en especial en las fiestas, cosa que en los tiempos de su infidelidad no se acostumbraba, ni apenas habia quien mendigase, sino que el pobre y el enfermo se allegaban á algun pariente, ó á la casa del principal señor, y allí pasaban mucha miseria, y algunos de mengua se morian, porque no era conocida la caridad. Empero ahora como ya los viejos despertaban del sueño de la vieja vida pasada, daban ejemplo á los otros. Y aunque estos eran muchos, y los habia en muchas partes, y particularmente en Tlaxcala, diré aquí de uno, natural de la villa de Cuernavaca, que cuando él comenzó á dar ejemplo habia pocos alumbrados, antes fué de los primeros bien convertidos en toda la tierra. Este, como he dicho, era natural de Cuernavaca, hombre principal, y llamábase Pablo: fué tanta la gracia que el Señor le dió y comunicó despues de regenerado con el sacro baptismo, que de lobo robador vuelto manso cordero como otro Saulo, todo aquel pueblo lo tenia por ejemplo y dechado de virtud, porque á la verdad ponia freno á los vicios y espuelas á la virtud. Entre los frios era ferviente, y entre los dormidos despierto. Continuaba mucho la iglesia, y estaba siempre en ella las rodillas desnudas en tierra. Y con ser muy viejo, y todo cano, estaba tan derecho de rodillas como pudiera estarlo un mozo muy recio. Y con este animaban y reprendian los religiosos á los otros principales y vecinos de aquel pueblo. Este Pablo, perseverando en su buena cristiandad, diciéndole el espíritu que se le llegaba su fin, estando sano fué á la iglesia y se confesó generalmente (que aun entonces pocos se confesaban), y confesado, enfermó de su postrera enfermedad, y en ella otras dos veces se reconcilió, purificando su ánima con el sacramento de la penitencia. Hizo testamento, que seria el primero que indio hizo en esta tierra, que no era cosa que ellos usaban, aunque por sus antiguas costumbres se regian en lo que tocaba á las herencias. En el testamento dejó y distribuyó á pobres parte de los bienes que poseia. Fué llorada y sentida la muerte de este buen viejo Pablo, y mucho mas la falta de su buen ejemplo, que no fué poca, porque estaba muy dormida aquella gente, y aun parecia de menos quilates de buen sentimiento que otra. El religioso que lo enterró, predicó á su entierro, tomando motivo de aquellas palabras de la Escritura, que dicen: «Muérese el justo, y ninguno lo echa de ver, ni considera», esto es, como se ha de considerar. Yo puedo decir de otro Pablo, por sobrenombre Hernandez, que lo tuve por fiscal de la iglesia en el pueblo de Toluca, y por intérprete para ayudarme á predicar en la lengua matalcinga de aquella tierra lo que yo predicaba á los mexicanos (porque hablan allí ambas lenguas), en el cual conocí tanta bondad natural, tanta cristiandad y virtud sobre todos cuantos he visto, que cuando murió me pareció le hacia injuria si en su sepultura no dejaba la memoria de sus méritos y nombre. Y para ello tuve labrada la lápida y esculpidas las letras, sino que considerando despues cuántos religiosos siervos de Dios y conocidos por santísimos varones dignos de eterna memoria, plantadores de la fe y religion cristiana en este nuevo mundo, estaban enterrados y se enterraban generalmente sin esta memoria, y en la misma iglesia de Toluca yace simplemente sepultado el primer apóstol de aquélla nacion matalcinga, Fr. Andrés de Castro, que merecia sepulcro riquísimo de mármol ó jaspe, mudé parecer y no puse la lápida. Y para concluir este capítulo, y para que Nuestro Señor sea alabado en sus siervos, solo quiero referir un caso que acaeció á un religioso nuestro, confesor, en tierra de la Guasteca. Este confesó á un indio en aquella tierra en el pueblo de Zuluama, el cual se vino tres ó cuatro dias antes de su muerte á confesar á la iglesia por sus propios piés. Y diciéndole el confesor, que pues no estaba enfermo, que para qué se queria confesar; le respondió: «Padre, yo sé que me tengo de morir ahora en breve, por eso hazme misericordia y confiésame». Tenia este indio de edad mas de ochenta años, y preguntando el confesor (como es costumbre) en su interrogatorio, que si habia fornicado ó adulterado con alguna mujer, le respondió: «Pasa adelante, padre, con tus preguntas, porque acerca de este artículo del adulterio, despues que recebí cuando mozo el agua del santo baptismo, por la misericordia de Dios, ni he conocido otra mujer que la mia propia legítima, ni tampoco me he emborrachado ». Háse traido esto á consecuencia de que ha habido particulares indios muy escogidos, que despues del baptismo sirvieron á Nuestro Señor muy deveras, y fueron notables en ejemplo y cristiandad.
Capítulo XLV
De los diversos pareceres que hubo cerca de administrar el sacramento de la Eucaristía á los indios
No es cosa nueva sino muy usada entre los hijos del viejo Adan (y aun cuasi vuelta en otra naturaleza despues del pecado) no conformarse los hombres en una sentencia y determinacion en las cosas que se tratan, mas antes ser muy diversos los pareceres sobre una misma cosa, y tener cada uno el suyo, y aun ser mas amigo del propio que del ajeno, como lo sintió el que dijo: Quot capita, tot sensus: cuantas son las cabezas ó los hombres que hablan, tantos y tan diversos son los sentimientos. Hasta los santos, sabemos que en cosas no de fe (que si fueron santos en estas todos conformaron), sino de costumbres, y de Dios abajo (como suelen decir), tuvieron opiniones muy diferentes y contrarias, y sobre ellas algunos cuasi riñeron, á lo menos diciéndose el uno al otro: en eso no acertais, ni sabeis lo que os decís. Pero ciertamente para mejor acertar y evitar reyertas, gran virtud es la de la discrecion, que huye de los extremos y siempre sigue el medio. Y por esto no sin causa dijo un poeta: «El medio tuvieron los santos». Y comunmente se dice que los extremos son viciosos. Arriba se tocó el desasosiego que hubo entre los ministros de esta nueva Iglesia, y que resultó en daño de muchas ánimas sobre baptizar á los indios (cuando concurria multitud de ellos) sin las ceremonias ordenadas por la Iglesia ó con ellas de por fuerza. Paréceme que para quitar diferencias, no habia mas que hacer, sino buscar el medio y seguirlo, como despues lo hizo el Pontífice Sumo, diciendo: «Cuando no se ofreciere necesidad urgente, guárdense las ceremonias, y sean moderadas, por la mucha ocupacion de los ministros. Mas habiendo necesidad de dejarse las cerimonias, porque no peligren algunas ánimas dejándose de baptizar, ó porque no se impidan otras obras de mas importancia, entonces cesen las cerimonias, y baste lo que es esencial del baptismo». Lo mismo pudiera ser cuanto á la administracion del santísimo sacramento de la Eucaristía á los indios, que tomando el medio de la discrecion pudiéramos convenir todos en un parecer, rigiéndonos por la regla de los juristas, que dice: «Haz diferencia de los tiempos, y concordarás los derechos». Pues para esto es la discrecion, para discernir y considerar diferentemente las cosas, conforme á los tiempos y personas y negocios, y no subirnos á las nubes ó arrojarnos á los abismos. Mas en fin, como hombres (y para mostrar que lo somos), tambien en esta materia de la sagrada comunion ha habido diferencia de pareceres. Unos siguieron un extremo, teniendo opinion que á los indios (generalmente hablando) no se les habia de dar este sacramento, y murmurando y juzgando á los que se lo daban, por inconsiderados, no fundándose en mas razon de la poca que tienen los que á bulto conciben mala opinion en general de los indios, sin examinar sus conciencias ni conocer la diferencia que hay entre ellos de unos á otros, y sin advertir que hay malos y buenos, como entre nosotros. Y así fueron los de esta opinion, ó personas seglares, ó religiosos que ni sabian su lengua, ni se daban á aprenderla, ni aun le tenian aficion. Y plegue á Dios que no incurriesen en la suerte de aquellos que (segun el profeta Isaías, y lo refiere el glorioso S. Agustin) decian á su prójimo: «Apártate lejos de mí, no me toques, que yo soy limpio»; como si dijesen, y tú eres sucio y de todo bien indigno. Pues deberian considerar que Dios sabe de quién se agrada, y que á los pobres y humildes mira de cerca, y á los altivos de lejos. Esta opinion cuán errada sea, quienquiera lo verá, pues cierra la puerta de la caridad en cosa tan necesaria á la salud espiritual del alma á gentes sin número, redemidas con la sangre del Cordero sin mancilla; y va directamente contra lo que el Redentor del mundo en su Evangelio nos enseña que quiere, y lo que la santa madre Iglesia tiene ordenado y mandado. Mayormente que cerca de esta dubda fué consultado nuestro muy santo padre Paulo tercio, haciendo relacion de la capacidad y calidad de los indios, y cómo pedian este sacramento con deseo. Y remitido á ciertos cardenales y doctores, se determinó que no se les negase. Y lo mismo se mandó en una junta que hizo para este efecto el visitador Tello de Sandoval, año de mil y quinientos y cuarenta y seis, de cinco obispos y los prelados de las órdenes y clérigos. Otros han seguido despues el contrario extremo opósito al pasado, afirmando ser mal hecho negar este sacramento á los indios, y que se debe dar á todos ellos, como de hecho se lo dan los que esta opinion tienen, indiferentemente. Y esto tampoco se puede aprobar por bueno, porque á los que tratamos y conocemos á los indios, nos consta haber muchos entre ellos que no se les levanta el espíritu un dedo del suelo, ni tienen capacidad para hacer distincion entre el pan material y el sacramental. Y otros tan zabullidos en el vicio de la embriaguez, y tan enseñoreados de él, y con tanta publicidad sin esperanza de enmienda, que seria escándalo á los fieles y grande injuria al mismo sacramento, si se les diese y comunicase. Antes en pena de su dureza (puesto que por otra parte fuesen hábiles y entendidos cuanto quisieren) conviene negárselo si lo pidiesen. El medio entre estos dos extremos usan los discretos siervos de Dios, y este tuvieron aquellos varones santos primeros ministros, que en este caso y en los demas fueron entrando poco á poco y atentadamente, no dando este sacramento de la Eucaristía sino á pocos, y con el aparejo que se requiere. Ya dije cómo el primero que lo recibió fué un D. Juan, natural de Guacachula, y despues se refirió en la carta de aquel religioso de Tlaxcala, con cuánta devocion, reverencia y edificacion habian comulgado allí algunos una pascua. Y el aparejo con que algunos comulgaban en aquellos principios, no era como quiera, sino que se disponian con mucha oracion, ayunos y limosnas, los que tenian con que las hacer. Y los que comulgaban fuera de la cuaresma, primero ayunaban una semana. Indio hubo que en la cuaresma, juntamente con su mujer, disponiéndose para comulgar en la pascua, ayunaba toda la cuaresma, no comiendo cosa alguna los lúnes, miércoles y viérnes, y solo una vez los mártes, juéves y sábados. Aun en el tiempo presente, con haber pasado tantos años despues de su conversion, son los menos los que comulgan en los pueblos que nosotros los frailes franciscos tenemos cargo de la doctrina. Y esto no porque no querriamos que todos comulgasen, disponiéndose á ello (que harto los llamamos, convidamos y persuadimos, á lo menos á que todos lo pidan para cumplir con su obligacion, y que el confesor despues vea lo que á cada uno le conviniere), mas son pocos los que se disponen. Y no sé si lo causa, que como son tan miserables y pobres, y andan alcanzados de tiempo y de todo lo demas, y con las muchas cargas temporales, no pueden alear ni cobrar resuello para disponerse á lo espiritual y aficionarse á ello. Provea Nuestro Señor de este espíritu que á ellos les falta, y á que se les dé el esfuerzo y ayuda que conforme á su mucha flaqueza han menester.
Capítulo XLVI
Que trata dónde y cómo tuvo principio el sacramento del matrimonio, y de lo mucho que tenian que hacer los ministros
El primero que en faz de la Iglesia se casó en esta Nueva España, fué un mancebo principal del pueblo ó ciudad de Huexocingo, llamado D. Calixto, á quien yo muy bien conocí. Y casaron á este aquellos padres, antes que á otros se comenzase á ministrar el sacramento del matrimonio, porque entró á enseñarse en la iglesia juntamente con los niños, siendo ya grandecillo. Y instruido en las cosas de la fe y doctrina cristiana, quisiéronlo despedir de la iglesia con aquella honra de enviarlo casado, aunque simplemente sin las cerimonias con que la Iglesia solemniza el matrimonio. Y á esta causa el padre Fr. Toribio (refiriendo esto mismo) dejó escrito, que el sacramento del matrimonio in facie Ecclesiae tuvo principio en esta Nueva España en la ciudad de Tezcuco, donde se casó el año de mil y quinientos y veinte y seis, domingo catorce de Octubre, con las solemnidades acostumbradas, D. Hernando Pimentel, hermano del señor de Tezcuco (que despues le sucedió en el señorío), con otros siete compañeros suyos, criados y enseñados en la iglesia. Y porque nuestro Señor Dios por sí mismo instituyó este santo sacramento en el estado de la inocencia, y despues lo confirmó con su presencia, y honró con el primer milagro que hizo, convirtiendo el agua en vino, procuraron que este sacramento, por ser tambien de personas muy principales, se celebrase con mucha solemnidad. Y para ello vinieron de la ciudad de México por padrinos personas honrosas, que fueron Alonso Dávila y Pedro Sanchez Farfán, con sus mujeres, y consigo trajeron otras personas, y dones para dar y ofrecer á sus ahijados, por dar ejemplo á los indios y honrar el matrimonio, como cosa que habia de ser muestra y dechado para toda la Nueva España. Y desposados, hiciéronse grandes fiestas y bailes de mucha gente: que entonces solíanse juntar á un baile mas de mil indios principales. Y el domingo siguiente, dia de las once mil Vírgenes, fué mayor la fiesta, porque aquel dia se velaron con la pompa y aparato acostumbrado de arras y anillos. Y acabada la misa los llevaron al palacio del señor sus padrinos, con acompañamiento de toda la nobleza de Tezcuco, y música y bailes de mucha gente. Despues de vísperas los sacaron en público al patio, donde tenian hecho un tálamo muy ataviado, y sentados allí los novios, ofrecieron delante de ellos, al uso de Castilla, los señores y principales, parientes y amigos, ajuar de casa y atavíos para sus personas. Y el marques del Valle (que entonces se servia de aquella ciudad de Tezcuco), mandó á un su criado que allí tenia, que ofreciese en su nombre, y ofreció bien largamente. Y de esta manera allí en Tezcuco, y en todas las partes á do habia monesterios, donde se enseñaban los hijos de los señores y principales, los que eran de edad íbanse casando, porque en estos que eran mozos, sin impedimento de otros primeros casamientos, no habia dificultad. Ni tampoco habia mucha en los casados de la gente comun y popular en su infidelidad, porque estos, por la mayor parte ó cuasi en general, sola una mujer tenian, y con aquella despues se desposaban y velaban. Y de estos y de los mancebos que de nuevo venian, eran tantos los que se casaban en faz de la santa madre Iglesia, que henchian las iglesias. Y no se detenian en buscar confites ni otras colaciones, ni atavíos ni joyas, ni ahora se tardan en esto, que si no están cerradas las velaciones (como para ellos nunca lo habian de estar), luego se vienen á velar. Y si les alargan el tiempo de las velaciones, despues son dificultosos de hallar, por andar muy derramados en sus ocupaciones temporales, y en las que les imponen, y á veces por mudarse de un pueblo á otro. Y por haber sido siempre mucha la gente respecto de los ministros, no se podia tener cuenta, ni puede con tantos. Y por esta causa digo, que para los indios en ningun tiempo se habrian de cerrar las velaciones, sino dispensar con ellos para siempre. Con esta frecuentacion y continuacion de sacramentos de estos nuevos convertidos, podemos considerar cuán gozosa estaria y está nuestra madre la Iglesia con haber hallado por acá la preciosa dracma ó moneda que tantos años habia que estaba perdida en el cieno y lodo de los pecados, pues le cuesta tanto trabajo en haber revuelto y trastornado con oraciones toda la casa del cielo, y haber parido á estos con dolor, de los cuales muchos años estuvo preñada con gran deseo de su salvacion. Y ahora regenerados en Cristo su esposo, no se acuerda de los trabajos y dolores pasados; mas con estos sus hijos templa las aflicciones que el apóstata Lutero y sus secuaces le causan. Como se augmentó el ministerio de este sacramento del matrimonio, fué tambien acrecentándose la ocupacion y trabajo de los sacerdotes por el mucho exámen y averiguaciones que este negocio requeria, y por ser muchos los que acudian á lo recebir. Y para que esto se entienda mejor cómo pasaba en todas partes, pondré aquí un ejemplo en lo de la guardianía de Tlaxcala, como lo cuenta el padre Fr. Toribio que estaba allí presente. Y dice que al mismo tiempo que estaba él escribiendo aquellos sus memoriales, que era cerca del año de mil y quinientos y cuarenta, llegaron á pedir al guardian del monesterio un sacerdote que fuese una legua de allí á un pueblo de la vocacion de Santa Ana (que ahora ya tiene monesterio, y entonces era visita de Tlaxcala) para que confesase los enfermos y administrase los demás sacramentos, juntamente con la palabra de Dios, que en todo tiempo es necesaria, y mas á los nuevos en la fe. Fué el sacerdote, y llegado á la iglesia de Santa Ana halló mas de veinte enfermos para confesar, doscientos pares para desposar, y muchos niños y adultos que baptizar, y un defunto que enterrar, y el pueblo que estaba ayuntado para oír la palabra de Dios, el cual le dió fuerzas y gracia para cumplir con todas aquellas necesidades. Y lo que aquel dia (que era juéves dentro de la octava del Espíritu Santo) se habia leido en la epístola que la Iglesia canta, conformaba con la obra que este religioso aquí hizo. Porque se cuenta allí cómo los de Samaria recibieron la palabra de Dios por la predicacion de S. Felipe el Diácono, y cómo les curó los enfermos y les sanó los endemoniados, por donde en aquel dia se hicieron grandes alegrías en aquella ciudad. Lo mismo parecia que obraba Dios acá espiritualmente por medio de aquel su ministro. Y así sucedió que unos baptizados, otros desposados, otros confesados, y todos ellos enseñados y doctrinados, quedó todo el pueblo lleno de gozo y alegría, alabando y bendiciendo á Dios en sus misericordias. Otro dia aquel mismo sacerdote, en otro pueblo junto á Santa Ana, despues de haber dicho misa y predicado al pueblo, baptizó, chicos y grandes, mil y quinientos, poniendo á todos olio y crisma, y confesó en este mismo dia quince personas enfermos y sanos; pero ya habia pasado una hora despues de anochecido cuando acabó su obra. Vuelto este religioso al convento de Tlaxcala, luego la semana siguiente salieron otros dos obreros á trabajar en la viña del Señor por la misma visita, un viérnes por la tarde, y llegados á la misma iglesia de Santa Ana, aquel dia y el sábado por la mañana desposaron cuatrocientos pares, habiendo tan pocos dias que se desposaron doscíentos, y baptizaron algunos, y confesaron diez enfermos. Hecho esto se partieron para un pueblo que se llama Zumpanzingo, por ser algo grande, y decir allí misa otro dia de domingo, y antes de llegar allá, en dos aldeas que caian cerca del camino desposaron cien pares, y baptizaron ochenta niños y veinte adultos. En Zumpanzingo, por oir misa (como era domingo) acudió la gente de una legua á la redonda, y de esta gente se desposaron cuatrocientos y cincuenta pares, y se baptizaron setecientos niños y quinientos adultos, y se velaron aquel dia doscientos pares, y el lúnes por la mañana se velaron trescientos y sesenta pares, y despues de misa se desposaron allí ciento y cincuenta, y los mas de estos se fueron tras los frailes para velarse en el otro pueblo á do iban, llamado Tecoaque, tres leguas de allí, que no quisieron aguardar á otro tiempo. Aquel mismo dia lúnes se baptizaron en Tecoaque ciento y cincuenta niños y trescientos adultos; desposárose doscientos y cuarenta pares. El mártes se velaron estos y los que del otro pueblo habian venido tras los frailes, y despues de misa se baptizaron ciento, chicos y grandes, y se desposaron ciento y veinte. La vuelta fué por otros pueblos, donde se baptizaron muchos, así chicos como grandes, que aunque los iban contando, se descuidaron en escrebirlos, y á esta causa no se supo el número cierto; pero súpose que hubo dia en que se desposaron mas de setecientos y cincuenta pares. Y en el mismo convento de Tlaxcala no estaban los religiosos de balde, que mas obra se hacia allí que en las visitas. Y así habia dia que pasaban de mil pares los que se desposaban. Y hase de advertir que esto era por el año de mil y quinientos y cuarenta. ¿Pues qué seria algunos años atras, cuando comenzó el fervor de pedir los sacramentos? Lo mismo que se ha dicho de Tlaxcala se ha de entender que pasaba en todos los otros pueblos donde habia monesterios (que serian al pié de cuarenta) y en sus visitas. Tambien se ha de advertir, que todos estos que así se baptizaban, siendo adultos, y los que se casaban, ya estaban antes examinados y aparejados, y no tenia que hacer el ministro cuando llegaba, mas que ver la minuta que llevaba, y si eran aquellos los en ella contenidos. Y es mucho de ponderar la fe de los indios, que les acaecia á muchos haber dejado las mujeres legítimas, porque no les tenian amor, y andar revueltos con las mancebas á quien estaban aficionados, y tener en ellas tres y cuatro hijos, y por cumplir lo que se les mandaba, dejaban estas en quien tenian puesta su aficion, y iban á buscar las otras, quince y veinte leguas, porque no les negasen el baptismo.
Capítulo XLVII
De las grandes dificultades que se ofrecieron cerca de los matrimonios, y de la diligencia que se puso para averiguar en ellas lo cierto
Los ministros que envió Dios á esta tierra para la conversion de los indios, quiso que fuesen pequeños en su estimacion, humildes, y simples (aunque no idiotas), porque no confiasen en alguna ciencia acquisita, sino que siempre en las dubdas que se les ofreciesen, acudiendo á la oracion tuviesen recurso á aquel Señor que sus secretos esconde á los grandes sabios y prudentes del mundo, y tiene por bien de revelarlos á los pequeñuelos y tenidos por simples. Y esto, porque á ese mismo Señor se le dé la honra y gloria de todo. Pues considerando los primeros ministros de esta nueva Iglesia que estas gentes eran incógnitas hasta nuestros tiempos, y que no tenian escritura ni noticia de ella, y tambien que antes que se descubriese esta Nueva España, treinta años habia que se descubrieron las islas Española y Cuba y otras sus comarcanas, donde los naturales eran tambien indios á la manera de aquestos y cuasi de la misma calidad, de quien no se ha sabido ni platicado que hubiese entre ellos matrimonio; aunque es verdad que esto se dejaria de saber por no haber tenido ministros que de raiz hubiesen entendido su lengua, por el mal aparejo que tuvieron y estorbo que dieron las minas, y el buscar del oro, y la priesa de consumirlos, que antes los acabaron que se entendiesen bien con ellos. Como quiera que sea, con este motivo de que entre aquellos no se supo que oviese legítimo matrimonio, y ver que muchos de estos tenian muchas mujeres, pensaron algunos ( y así lo afirmaban y tenian) que entre estas gentes no habia matrimonio; en tanto grado, que como cosa de burla y risa tenian preguntar si usaban de matrimonio legítimo, y decian: «¿No veis que tienen cuantas quieren, y dejan y toman las que se les antoja?». Por otra parte se hallaba que el comun de la gente vulgar y pobre no tenian ni habian tomado sino sola una mujer, y muchos habia que moraban juntos treinta y cuarenta y cincuenta y mas años haciendo vida maridable, como quien habia contraido verdadero y legítimo matrimonio, y esto daba claro indicio de que lo habia entre ellos, sino que los señores y principales, como poderosos, excederian los límites del uso matrimonial, tomando despues otras, las que se les antojaba. Con este recato, los prudentes ministros no quisieron admitir á la recepcion de este sacramento á los tales que estaban cargados de muchas mujeres, si no fuese con estrecho exámen y averiguacion de si con alguna ó algunas de ellas habian contraido con afecto maridable; y si habia sido esto con mas que una, cuál era la primera. Mas venido á examinar uno de estos, eran tantos los impedimentos y embarazos que se iban descubriendo, que no bastara la ciencia del abad Panormitano para desmarañar y desenredar las tramas y madejas que se hallaban trabadas. Y esto puso en gran cuidado á aquellos benditos padres, y les hizo temer de meterse en aquellas redes, si no fuese con grandísimo tiento. Y así fueron pocos los que de estos enmarañados casaron, hasta el año poco mas ó menos de treinta. Porque realmente entendieron luego á los principios, que estos indios en su infidelidad contraian legítimo matrimonio, por las cerimonias que guardaban en pedir y recebir algunas mujeres, lo que no guardaban con otras que tomaban por mancebas, como se vió esto mas largamente en el libro segundo en el capítulo veinte y cinco, que tracta de sus antiguos casamientos. Y á esta causa no se descuidaron en se apercebir con tiempo para cuando llegasen á verse en estas dificultades; antes desde luego en fin del mismo año en que llegaron á esta Nueva España, que fué el de mil y quinientos y veinte y cuatro, á su pedimento el gobernador D. Fernando Cortés ayuntó en S. Francisco de México tres ó cuatro letrados que habia en la ciudad, y juntamente con los religiosos comenzaron á tratar de este negocio, y confirieron sobre el contraer de estos naturales y de sus casamientos. Mas como entonces faltaba la experiencia, y la lengua de los indios aun nadie la sabia enteramente para hacer con ellos las averiguaciones que convenian, no se resolvieron por entonces en cosa alguna. Despues de esto, aunque en todos los capítulos de los frailes menores se trataba esta materia, nunca quedaban satisfechos para alcanzar determinadamente si estos indios tenian ó no tenian entre sí matrimonio verdadero. Lo mismo sucedió despues que llegó á México el primero y buen obispo D. Fr. Juan Zumárraga el año de veinte y ocho, que muchas veces entraba con sus frailes en sus capítulos y congregaciones, y siempre martillando sobre esta materia, y á veces juntamente con los letrados de México, los cuales alegando sus derechos siempre se allegaban á esta opinion, que entre los indios no habia matrimonio. Pero los frailes que tenian experiencia de los indios, y de cómo se platicaban entre ellos los casamientos, decian lo contrario, que los indios tenian legítimo matrimonio, y con esto se despedian sin determinarse á una parte ni á otra. Desde á poco tiempo platicóse la misma materia en un capítulo que se tuvo en S. Francisco de México, y tampoco se declaró del todo esta dificultad, mas de que se dijo y dió por consejo, que el que se quisiese casar fuese persuadido que tomase la primera mujer, mas que no fuese compelido. Despues de todo esto fueron religiosos por tres veces á España y consultaron con varones doctos esta materia, y entre ellos con el señor cardenal Cayetano, que á la sazon era vivo, y conforme á la relacion que se les daba, respondieron, que cuando no supiesen los indios declararse en cuál de las mujeres fué la que tomaron con afecto matrimonial, se les diese la que quisiesen. Y dijo el Cayetano, que el escrúpulo que se tenia de si consentian ó no consentian en modo conyugal, no era suficiente, ni se debia tener la hora que se juntaban no en modo fornicario. Todos estos mensajeros fueron faltos de bien informar, porque ellos carecian de la experiencia que se requeria, que no eran muy buenas lenguas, y así no satisfizo la respuesta que enviaron á las dudas propuestas. Fué por otra parte informado nuestro muy santo padre Paulo tercio de estas dificultades, y conforme á la relacion que se le dió, envió una bula ó breve en que mandaba que al que viniere á la fe, se le dé la primera de muchas mujeres. Y en capo que no se sepa declarar cuál es la primera, se le dé la que él quisiere. Y que aunque sea verdad que fué otra la primera, en caso de dubda quede satisfecha la conciencia. Todo esto es conforme á derecho y declaraciones de doctores. Ni el Papa podia hacer en este caso otra cosa, porque presupuesto que era matrimonio, no habia dispensacion. Y son de notar estas respuestas, y en especial la del Sumo Pontífice (que es de creer seria del Espíritu Santo), que en ninguna de ellas se pone dubda, si habia ó no habia matrimonio entre los indios, aunque los que hicieron la relacion no sabian todos los ritos y cerimonias que los indios guardaban en sus casamientos. Ni tampoco eran de los que favorecian mucho la parte afirmativa, que habia matrimonio legítimo entre los indios.
Capítulo XLVIII
En que se prosigue y concluyo la misma materia del santo sacramento del matrimonio
Llegada á México y vista la bula del Sumo Pontífice Paulo tercio, el obispo hizo junta en su casa de los religiosos doctos de las tres órdenes, y de los letrados que habia en México, y no una vez, sino muchas, y con lo que allí se consultó y altercó, fueron todos á casa del virey D. Antonio de Mendoza, y en ambas partes se dió entera noticia y larga relacion de los ritos y cerimonias que usaban estos indios en sus casamientos en tiempo de su infidelidad. Y los que mas noticia tenian de las cerimonias y ritos de otros infieles (entre los cuales hay matrimonio) también lo declararon. Y mirádolo todo, y pensado bien con mucho acuerdo, determinóse allí que sin alguna duda los naturales de la Nueva España tenian legítimo matrimonio y como tal usaban de él, y con esto quedó quitada la duda que antes se tenia. La mayor dificultad que se hallaba para venir á determinar esto, y la objecion que los de la opinion contraria ponian, era haberse visto por experiencia que muchas veces estos indios dejaban las mujeres que primero habian recebido, y no con mucha causa, sino como se les antojaba, y lo mismo hacian ellas, que los dejaban á ellos. Para respuesta y solucion de este argumento se vino a averiguar, que este modo tan fácil de repudio que se experimentó en los indios, solamente lo habian usado despues que fueron subjetos á los españoles, porque entonces comenzó á perderse entre ellos el concierto y policía, y el rigor de la justicia que antes tenian. Y perdido el temor cobraron atrevimiento para alargarse y extenderse á su voluntad en lo que antes pocas veces se les permitia. Porque puesto ser verdad que en tiempo de su infidelidad usaron el repudio, fué, segun pareció, en algunas provincias por via de sentencia de los jueces que determinaban los demas pleitos. Y aunque en otras partes no aguardaban sentencia, súpose que era raro el repudio, y no por leves ocasiones, sino por adulterio ó por semejante causa. Antes donde iba el negocio por judicatura, lo evitaban cuanto era posible. Y así se halló y averiguó en Tezcuco (donde estaban las leyes de estos naturales mas en su vigor), que en semejantes casos de discordia entre marido y mujer, se procedia en esta forma. Que llegadas ambas partes ante los jueces en su sala) oian primero al querellante, y hecha su plática y dicha la queja, preguntaban luego al otro si era aquello verdad, y sí pasaba así como delante de ellos se habia propuesto la queja. Preguntaban tambien de qué manera se habian ayuntado: si habia sido en modo matrimonial, de consentimiento y licencia de sus padres y con las cerimonias usadas, ó por modo fornicario de amancebados. Y si era por modo de amancebados, hacian poco caso de que se apartasen ó quedasen juntos; pero si eran casados segun sus ritos matrimoniales, una y dos y muchas veces trabajaban de los concertar, mas nunca consentian que se apartasen. Porque les parecia, y así lo tenian heredado de sus antecesores, que una cosa que pasó en público en vista del pueblo con tanto acuerdo y con tan solemnes cerimonias, era mal hecho dar lugar á que se deshiciese, y que era mal ejemplo y perjuicio de toda la república. Con todo, se apartaban algunos de hecho, y en el pueblo era murmurado y tenido por caso feo. Y decian: «¿Cómo quebrantó aquel ó aquella la palabra, y cómo no han tenido vergüenza de haber dado tan mal ejemplo á todo el pueblo?». Y aunque con algunos se disimulaba por ser principales y tener favor, á otros echábanlos algunos dias en la cárcel, y despues quemábanles los cabellos con resina y tea, y así andaban con los cabellos quemados, como en nuestra España anda señalado el que dos veces se casa. Otra razon alegaban de su parte los que decian que entre estos indios no habia matrimonio, que era decir, que el matrimonio ha de ser entre legítimas personas; es á saber, que no estén impedidas por parentesco en los grados prohibidos, y que estos no hacian diferencia de parienta, porque se hallaban algunos que hacian vida con sus propias hermanas, y otros con sus madrastras, y aun quisieron decir que con sus suegras. Mas los que esto alegaron no tuvieron razon. Lo uno, porque querian obligar á estos en su infidelidad á la ley divina positiva (como es la mosáica y evangélica, de que ellos nunca tuvieron noticia), no estando obligados los infieles á mas que á la divina natural, que es entre los ascendientes y descendientes. De suerte que si estos indios tuvieran por costumbre lícita y usada casarse con sus hermanas, fuera lícito y legítimo su matrimonio, y venidos á la fe no los apartaran, sino que los dejaran juntos como antes estaban. Lo otro, no tuvieron razon en alegar esto para probar que no tenian verdadero matrimonio, porque de los singulares (dice el Filósofo) no hay ciencia, ni se han de traer á consecuencia los casos particulares, que no hacen costumbre. Si se hallaron algunos indios casados con sus hermanas, fueron solos cuatro ó cinco, y á estos los apartaron, porque en ninguna provincia de la Nueva España se halló tal costumbre de poderse casar hermano con hermana, ni el tal ayuntamiento se tuvo por lícito ni permitido, sino por malo y reprobado y digno de castigo. Y si alguno tal se permitia ó disimulaba, era por defecto de justicia, ó porque era señor ó muy principal, á quien muchas veces no tocan las leyes (conforme al dicho vulgar), que van do quieren los reyes. Cuanto á la madrastra, es tambien verdad que entre los señores y principales personas (que usaban de muchas mujeres) habia una manera de costumbre, que muerto el padre, el hijo mayor y principal que quedaba con el señorío, ó con la casa y herencia, tomaba por suyas las mujeres ó mancebas que dejaba. Y esta costumbre era mas ó menos en unas provincias que en otras, y en las principales y cabeceras de otras (como era México y Tezcuco) poco se usaba. En otras provincias á do mas se usaba, era de esta manera: que el hijo sucesor del padre tomaba aquellas mujeres de su padre en quien no habia habido hijos, cuasi como para despertar, levantar ó renovar la generacion que habia faltado en el padre, como entre los hebreos lo hacia el hermano con su hermano difunto. Y esta costumbre, aunque se usaba, no se tenia por buena ni lícita, mas antes cuanto mas cerca de la cabeza, que son México y Tezcuco, tanto mas se tenia por no lícita, y así le decian en su lengua, Totetzauh, que quiere decir « nuestro prodigio», como quien dice: prodigio es para nosotros y cosa espantosa. Y estas mujeres que así tomaban dejadas del padre, no era para ser legítimas, sino para mancebas. Y usáronlo como principales y personas poderosas, que no tenian quien les fuese á la mano, y no fueron muchos los que de estos se hallaron; y estos, venidos á la fe, fueron apartados, porque aquel uso no fué costumbre sino abuso. Cerca de las suegras, aunque se inquirió en todo lo de México y Tezcuco, no se halló tal cosa; mas solamente en la provincia de Michoacan (que era otro reino distinto por sí) se dijo era costumbre de casar con la suegra. Y tambien que si uno casaba con mujer mayor en dias, y la tal tenia hija de otro marido (por contentar al que entonces tenia, y porque no la desechase por vieja) le daba la propia hija, y así tenia á madre y hija; mas no se juzgaba lo uno ni lo otro por lícito ni honesto, sino por cosa vergonzosa, y que ponia admiracion y escándalo. Otra dificultad hubo harto reñida y ventilada, y fué que como algunos casaron en haz de la santa madre Iglesia con la segunda mujer, por no acordarse cuando se casaban cuál fué la primera, despues se vino á averiguar y saber que fué otra, y no la con quien casaron. Era, pues, la dubda, si habian de dejar la segunda con quien casaron y tomar la primera, ó quedarse con la segunda con quien ya estaban casados. Esta segunda parte tenian algunos, diciendo que ya que estaba hecho, era mejor dejarlos así, porque seria escándalo apartar á los que ya estaban casados, con otras razones que por su opinion alegaban. Otros tuvieron lo contrario, diciendo que antes se ha de permitir que suceda escándalo, que dejar la verdad de la vida. Y que sabiéndose cuál era la primera mujer, era cierta cosa ser aquella la legítima, y viviendo aquella, otra cualquiera habia de ser manceba. Y esta verdad fué la que prevaleció, y así á los tales los apartaban de la segunda y los hacian volver á la primera. De estas dificultades hubo tantas en los matrimonios de los indios, que excedieron el número de los casos que todos los doctores teólogos y canonistas escribieron, con que los ministros de esta nueva Iglesia anduvieron bien afligidos y congojados, especialmente desde el año de mil y quinientos y treinta hasta el de cuarenta. Y los clandestinos por su parte les dieron harto en que entender, hasta que se publicó en esta tierra el sacro concilio tridentino, que fué el año de mil y quinientos y sesenta y cinco.
Capítulo XLIX
De la gran devocion y reverencia que los indios cobraron y tienen á la santa Cruz del Señor, y cosas maravillosas que cerca de ella acaecieron
Del sacramento de la extremauncion no hay que decir, mas de que á los principios en muchos años no se dió á los indios por haber pocos ministros, y estos estar tan ocupados que aun no bastaban para administrar á tanta gente los sacramentos que son de necesidad para la salvacion del alma. Despues que hubo copia de sacerdotes para cumplir con todo, se les dió á entender más de propósito la eficacia y virtud de este sacramento, y poco á poco comenzaron á pedirlo algunos, y cada dia ha ido en mas augmento, de suerte que ahora lo piden y reciben muchos, aunque no todos: unos por estar tan derramados y lejos de las iglesias, y otros por descuido, ó por no tener quien vaya á pedirlo á la iglesia; mas finalmente, se da á todos los que lo piden. En la provincia de Michoacan lo reciben todos, así por ser poca la gente, como por tener tal concierto, que todos ellos, desde el menor hasta el mayor, van á curarse y á morir en el hospital, adonde reciben todos los sacramentos. Fuera de aquella provincia, en todas las demas no se pudo ni puede acabar con los indios que entren en el hospital á curarse, si no es algun pobre que no tiene quien mire por él. Los demas, más quieren morir en sus casas, que alcanzar salud en el hospital, lo cual no se puede remediar. Tras esta materia de los sacramentos, parece que viene á pelo decir algo de la mucha devocion que los indios desde el principio de su conversion tomaron á la imágen ó figura de la santa Cruz, en que nuestro Señor Jesucristo quiso morir para nos redemir. El orígen de esta devocion seria la continua predicacion y doctrina que aquellos sus primeros maestros les daban de la muerte y pasion del Hijo de Dios en el madero de la cruz, y el ejemplo que por obra les enseñaban con su vida, que toda era cruz y penitencia. Y en especial viéndolos poner muchas veces en la oracion en cruz, en casa y por los caminos, y que en las necesidades y trabajos que se ofrecian (como era en tiempo de pestilencias ó faltas de agua), se iban disciplinando hasta algun humilladero, donde estaba levantada la cruz, y allí alcanzaron hartas veces lo que á Nuestro Señor pedian. Y demas de esto siempre persuadieron á los indios, que para librarse de las asechanzas y molestias de los demonios (que por haberlos dejado procurarian de los inquietar y atemorizar) levantasen cruces por las encrucijadas de las calles y de los caminos. Y ellos lo tomaron tan de gana, que levantaron muchas en los mogotes de los cerros y en otras muchas partes, y cada uno de ellos querria tener una cruz frontero de su casa. Á lo menos tiénenlas dentro con otras imágines, porque por maravilla hay indio que deje de tener su oratorio cual puede; y algunos tan adornados, que con decencia se podria celebrar en ellos misa. Muchos usan traer una cruz al cuello, y en la cuaresma por su devocion se cargan de una cruz bien pesada, y van con ella á alguna ermita ó iglesia harto lejos del pueblo donde moran. Yo los he visto ir mas de media legua, y en la Semana Santa es cosa de ver los crucifijos y cruces que sacan; y las que tienen por las calles y caminos, tienen mucho cuidado de enramarlas, en especial los dias de fiesta, y adornarlas con sartas de rosas y flores. Finalmente, en todo lo que ellos pueden y se les ofrece, muestran la devocion que tienen á la santa cruz, porque han experimentado su virtud en muchos peligros de que por ella se han librado, siendo perseguidos de sus enemigos los demonios. Han tambien acaecido cosas maravillosas en esta tierra en algunas cruces que se han levantado. En los indios viejos de Tlaxcala quedó memoria de una cruz, la primera que se levantó en el mismo lugar, donde los señores de aquella ciudad recibieron al capitan D. Fernando Cortés y á su gente, que es una de las cuatro cabeceras, llamada Tizatlan. Dicen que ellos no supieron de dónde vino, ni quién la hizo, mas de que la noche siguiente despues que llegaron allí los españoles, á la media noche hallaron levantada una cruz de altura de tres brazas, bien labrada, y que Cortés fué el primero que la vió, y por la mañana mandó que la quitasen de su lugar y la tendiesen en el suelo, y mandó á los dos señores mas principales, que eran Maxixcazin y Xicotenga, que ellos la levantasen y pusiesen donde habia de estar. Y asió Maxixcazin del cabo de ella, y Xicotenga del medio, y Cortés de la cabeza, y así la pusieron en su lugar, donde estuvo muchos años, hasta que consumida se puso otra. Al tiempo que se levantó aquella cruz primera, dicen que el sacerdote mas principal de los ídolos, que tenia á su cargo el templo mayor (que era como catedral) donde estaba su principal dios que llamaban Camaxtli, temiendo que aquellos hombres recien venidos se lo tomarian (como habia oido que lo hacian en otras partes), la misma noche que acullá se puso la cruz, mandó poner mucha gente de guarda por su órden para que diesen aviso con muchos fuegos. Fué este á la media noche á poner encienso, y á hacer sus cerimonias al ídolo, el cual guardaban por todas cuatro partes. Y súbitamente vino sobre ellos una gran claridad á manera de relámpago que los turbó á todos. Y á los que estaban de cara al oriente les pareció vino de allá la claridad, y á los que al occidente que de aquella parte, y así de las otras dos partidas, de manera que pareció que venia de todas cuatro partes del mundo. Maravillados todos de esto, el sacerdote tornó á orar y incensar. Y la misma claridad y resplandor vieron los que estaban junto á la cruz. Y otro sacerdote de otro templo que estaba un tiro de arcabuz de allí, donde ahora está una iglesia de S. Buenaventura, vió entonces salir del templo de Tizatlan (donde se puso la cruz) al demonio que allí era adorado, llamado Macuiltonal, en una forma espantosa, que le pareció tiraba algo á puerco, y se fué corriendo por la ladera de una cuesta que la nombran Moyotepeque, y en lo alto desapareció. Dicen más, que los señores se juntaron despues con los sacerdotes para tractar de aquella gran claridad y resplandor que todos ellos vieron, y qué cosa seria. Y entre otros juicios y pláticas que sobre esto pasaron, concluyeron que aquella claridad que de todas cuatro partes del mundo pareció venir, significaba la paz universal que se habia de seguir de allí adelante, y que sus ritos y religion del todo cesarian, y llegaria la fama de los nuevamente venidos á todas partes, y se cumpliria lo que tanto tiempo habia que esperaban. Y decian: «Ya hemos venido al tlazompan, que es la fin del mundo, y estos que han venido son los que han de permanecer: no hay que esperar otra cosa, pues se cumple lo que nos dejaron dicho nuestros pasados». Á esta cruz (como no le sabian el nombre) llamaron ellos Tonaca cuauitl, que quiere decir, «madero que da el sustento de nuestra vida »; porque por voluntad de Dios (que lo puso en sus corazones) entendieron que aquella señal era cosa grande, y la comenzaron á tener en mucha reverencia, tanto que despues todos los señores principales la pusieron en los patios de sus casas en muy encaladas peañas y cercos, y la adornaban, como queda dicho, con muchas buenas y olorosas yerbas, rosas y flores, y allí hacian oracion á los principios, cuando aun no tenian otras imágines ni oratorios, y allí se disciplinaban con la gente de sus casas. Tambien fué cosa notable lo que en aquellos tiempos acaeció en Cholula (que era el santuario de toda la tierra, como otra Roma), donde por grandeza habian levantado hecho á manos un cerrejon tan grande, que en trescientos años no lo pudieran edificar muchos millares de hombres, y hoy en dia está en pié la mayor parte de él. Encima de este cerro ó monte tenian un templo del demonio que los frailes derrocaron, y en su lugar pusieron una bien alta cruz. El enemigo, de rabia de que le destruyeron aquel su templo donde tenia su cierta ganancia, ó permitiéndoselo Dios, ó por voluntad de ese mismo Dios, que no queria estuviese su cruz por entonces en aquel lugar, por lo que despues pareció, fulminó un rayo que hizo pedazos la cruz. Quebrada aquella, pusieron otra, y cayó otro rayo que asimismo la hizo pedazos. Pusieron la tercera, y acaeció lo mismo, y esto fué el año de mil y quinientos y treinta y cinco. Los religiosos espantados de esto y en parte avergonzados por la indevocion que entre los indios se podia seguir á la cruz del Señor, acordaron de cavar hasta tres buenos estados, y hallaron algunos ídolos enterrados y otras cosas ofrecidas al demonio, de que se holgaron mucho, porque no se echase la culpa de los rayos á la cruz. Y aunque entendieron no ser aquello cosa fresca sino de años atras, afrentaron con ello á los indios, diciéndoles que porque se descubriesen aquellas sus idolatrías, permitió Dios que cayesen aquellos rayos. Finalmente, puesta otra cruz, permaneció, hasta que este año pasado de noventa y cuatro se edificó en aquel lugar una ermita de nuestra Señora de los Remedios, que con particular devocion es muy frecuentada de los indios.
Capítulo L
De las grandes persecuciones que los primeras religiosos padecieron por parte de sus hermanos los españoles
Por llevar á hecho lo tocante al ministerio de los sacramentos, dejé para este lugar lo que respecto del tiempo fué primero, y antes que otras cosas de las referidas. Mas no viene fuera de sazon, acabando de hablar de la cruz del Señor, tratar consecutivamente de la cruz que á imitacion suya y por su amor tomaron sobre sus hombros estos benditos religiosos de quien vamos hablando, verdaderos discípulos suyos, llevando en paciencia las persecuciones y contradicciones que en este ministerio se les ofrecieron. No eran pequeños trabajos los ordinarios de su cuotidiana ocupacion (como de lo escripto arriba parece), en aprender lenguas extrañas, en predicar, enseñar, baptizar, confesar, casar, y en conferir muchas dificultades que en estos actos entrevenian; mas como el trabajo y cansancio que en estos ejercicios se pasaba, se les hacia suave con el gusto y contento del fructo que de allí se sacaba de la salud de las almas, quiso el Señor (como lo acostumbra hacer con sus escogidos) probar y purgar á estos sus siervos en el crisol de las muy sensibles y penosas adversidades, como suelen ser las persecuciones que recebimos de nuestros domésticos, y disfavores de aquellos de quien cuelga nuestro abrigo, ayuda y favor en lo que principalmente y muy deveras pretendemos. Visto está que entre tanta multitud de infieles ó nuevos en la fe, como se vian los frailes en aquellos tiempos, así para su defensa y amparo, como para el favor y ayuda que requeria la obra de la conversion en que se ocupaban, todo su recurso y refugio, á razon oviera de estar en los domésticos de la fe y cristianos viejos, como eran los españoles que entonces aquí se hallaban, y mayormente en los que tenian en su mano el gobierno de la tierra, como lo tuvieron en el devotísimo capitan D. Fernando Cortés todo el tiempo que la gobernó; mas fué tan al contrario todo el demas tiempo que el buen Cortés faltó del gobierno, hasta la venida del obispo de Santo Domingo D. Sebastian Ramirez de Fuenleal por presidente, que no faltó sino matar á los frailes, segun el odio y enemistad que contra ellos concibieron. Y esto bien se deja entender que no seria por mal que los frailes les hiciesen ni dijesen, sino solo por decirles (conforme á su obligacion) lo que cumplia á la salvacion de sus ánimas y al bien universal de toda la república. Como los españoles en aquel tiempo se veian señores de una tan extendida tierra, poblada de gente innumerable, y toda ella subjeta y obediente á lo que les quisiesen mandar, vivian á rienda suelta, cada uno como queria y se le antojaba, ejercitándose en todo género de vicios. Y trataban á los indios con tanta aspereza y crueldad, que no bastaria papel ni tiempo para contar las vejaciones que en particular les hacian. En lo general los tributos que les pedian eran tan excesivos, que por no los poder cumplir vendian las tierras que poseian, y á mercaderes renoveros (que solia haber entre ellos) vendian los hijos de los pobres, con que venian á ser esclavos. Y como los tributos eran ordinarios y continuos, y no bastase vender todo lo que tenian, algunos pueblos cuasi del todo se despoblaron, y otros se iban despoblando si no se moderaran los tributos. De cuarenta y cincuenta leguas de México iban á servir á sus encomenderos por semanas, y llevaban á cuestas todo lo que en casa de sus amos era menester aquella semana; gallinas, maiz, fruta, pescado, cacao para bebida, leña para quemar, yerba para los caballos, y lo demas que les querian pedir, y mujeres que amasasen las tortillas. Pues para edificarles sus casas (que no eran menos que casas de palacio), toda la cal y madera que era menester traian de la misma distancia de cuarenta y cincuenta leguas. Los frailes, viendo cuán grande inconveniente era pasar sin remedio aquellas vejaciones, para que los indios tomasen amor á nuestra fe y religion cristiana, predicaban contra aquellos vicios y pecados que públicamente se cometian, y reprendianlos pública y particularmente con toda libertad cristiana. Lo cual viendo los que gobernaban (que tambien eran participantes en estos delictos y en otros peores, como era hacer esclavos á su voluntad), pusiéronse de directo contra los frailes como si fueran enemigos capitales, no solo quitándoles las limosnas que antes les daban, mas aun procurando de infamarlos y ponerlos en mala opinion con el pueblo, y dándoles pena y disfavor en todo cuanto podian. Y temiendo que los frailes darian noticia al rey y á sus consejos de sus tiranías, pusieron la posible diligencia en atajar todos los pasos y caminos por donde podian escribir y avisar. Y así proveyeron que nadie llevase carta de religioso, sin que ellos primero la viesen. Y despues enviaban á visitar los navíos, y trastornábanlo todo hasta el lastre, mirando si iban allí cartas de frailes. Y no contentos con esto, por sí ó por no, quisiéronse prevenir á costa de la honra de los inocentes, porque no se les diese crédito, si alguna carta de ellos allá llegase. Y para este efecto, siendo ellos mismos los testigos y escribanos, hicieron sus informaciones, infamando al santo obispo y á los frailes, de cosas feas que no cabian en su imaginacion. Al tiempo que estas informaciones fueron á España, el Emperador estaba fuera de aquellos reinos, y la cristianísima Emperatriz, que gobernaba, aunque veia autorizadas aquellas acusaciones, no les daba crédito, diciendo que no era posible tanto buen fraile como acá habia pasado, ser todos malos, y en especial el primer obispo de quien tenia todo buen crédito. Los de su consejo estaban dubdosos, teniendo noticia de los frailes virtuosos y aprobados que habian visto venir. Mas viendo las informaciones, y que de parte de los religiosos no habia excusas, estaban en gran manera perplejos, y dijeron á la Emperatriz que pues los frailes no escribian ni se excusaban, algo debia de haber. Nuestro buen Dios (que permite que los suyos padezcan á tiempos porque merezcan, mas no para siempre) quiso remediar esta calamidad por medio de un marinero vizcaino que vino en un navío de Castilla, el cual, como supo la afliccion en que estaba el obispo (que debia de ser de hácia su tierra) llegó á México, y hablándole en puridad, se le ofreció de llevarle cartas á España con toda seguridad, y de darlas á la Emperatriz en su mano. Lo cual él cumplió, porque dándole cartas el obispo, las llevó con toda fidelidad metidas en una boya, como despues se dirá contando la vida de este santo obispo Fr. Juan de Zumárraga. Entretanto, las justicias ó gobernadores de esta Nueva España, como veian que traian á mal andar á los frailes, descuidados de que en Castilla se supiesen sus cosas, hacíanles mil afrentas y desacreditábanlos con los indios, y vedaban que no los pudiesen castigar por las cosas que de derecho pueden los eclesiásticos, ni hacerles fuerza á que se juntasen á la doctrina. Tanto, que Fr. Luis de Fuensalida, que á la sazon era custodio, viendo que quitada aquella facultad y autoridad de padres para con los indios no se podia hacer cosa de provecho en su doctrina, acordó de mandar á sus frailes que no entendiesen en cosa alguna de la doctrina, pues los que gobernaban la audiencia así lo querian. Y estando para escrebir esto á los guardianes, llegó un hombre á decirle cómo el obispo tenia cartas de la Emperatriz, y que los oidores estaban temblando con una que á ellos les escribió de reprehension y amenazas. Luego tras esto llegó el obispo con dos cartas, una para sí y otra para los frailes, y leidas delante de todos con hartas lágrimas de gozo en ver cómo el Señor volvia por ellos, y dándole por ello muchas gracias, el custodio escribió á los guardianes al contrario de lo que tenia pensado, dándoles cuenta de lo que pasaba, y animándolos á que trabajasen con nuevo espíritu, pues Nuestro Señor no los tenia olvidados. De ahí á pocos meses llegaron nuevos oidores con su presidente, muy cristianos y devotos, que dieron favor á todo lo que era virtud y servicio de Dios, con que volvió á alentar la pequeña grey de esta nueva Iglesia, que habia andado muchos dias harto atribulada. El gobernador, privado del oficio, se vió preso en la cárcel pública y con harta necesidad, y los oidores pasados bien maltratados y abatidos; aunque de su daño ningun placer recibieron aquellos apostólicos varones, que con la debida paciencia llevaban aquellos trabajos, como se verá en el siguiente capítulo.
Capítulo LI
De la paciencia y humildad con que estas siervas de Dios llevaron estas y otras persecuciones
Antes que lo sobredicho sucediese, se ofrecieron otras ocasiones en que los que en aquel tiempo gobernaron dieron harto en que merecer á los frailes, los cuales (despues que llegaron á México) solos siete ó ocho meses tuvieron de sosiego y quietud, por la presencia del capitan y gobernador D. Fernando Cortés que en todo y por todo les daba favor, ayuda y consuelo. Mas en faltando el gobernador, que se embarcó para las Ihueras, luego por industria del demonio, enemigo de la paz y amigo de discordias, comenzó á descubrirse entre los españoles que quedaban en México, grande ambicion y codicia, que fué causa de mucha discordia y enemistad entre ellos; tanto, que vinieron á las manos y por poco vinieran á perder la tierra que habian ganado, si no fuera por la predicacion, consejo y amonestaciones de los frailes, como arriba queda dicho. Hasta este tiempo, el padre Fr. Martin de Valencia por su humildad no habia querido usar de la autoridad y poder que tenia del Sumo Pontífice, así en el fuero de la conciencia como en el exterior judiciario, ni presentar los breves y recaudos que para ello habia traido. Mas viendo que en estas regiones aun no habia otros prelados ni jueces eclesiásticos, y que se comenzaban á ofrecer cosas que pedian remedio, compelido de la necesidad y harto contra su voluntad, hubo de presentar los breves de Leon X y Adriano VI, y fueron luego aceptados y recebidos por los oficiales reales y cabildo de la ciudad, y él reconocido por prelado y juez eclesiástico, y así comenzó á usar de su autoridad y jurisdiccion, por donde se le recrecieron grandes trabajos, angustias y tormentos á él y á sus frailes á quien cometia el cargo de la jurisdiccion. Porque aunque de palabra los que gobernaban lo temporal obedecieron á las letras apostólicas y á él reconocieron por juez y prelado, venidos al efecto no hacian mas caso de sus mandamientos que si fuera un simple fraile sin autoridad alguna ni poder (como él lo deseaba ser), ni por descomuniones ni otras censuras dejaban de venir contra la Iglesia en los casos que se ofrecian, particularmente en sacar y justiciar sin algun término ni respeto á los que á ella se retraian. Visto esto, el siervo de Dios (entrando una vez con ellos en el cabildo) quísolos poner en razon con buenas palabras, alegando lo que disponian los derechos cerca de los clérigos de primera tonsura (que llaman de corona), convenciéndolos de que á estos tales les vale la iglesia. Mas ellos no haciendo caso de lo que el santo varon proponia y les pedia, absolutamente dijeron que no lo habian de hacer. Y viendo que no aprovechaban razones ni ruegos con ellos, púsose de rodillas delante de un crucifijo que allí estaba, y á voces de parte de Dios los maldijo si no obedeciesen á los mandatos de la santa madre Iglesia, lo cual les hizo temblar de temor, y todos callaron que no osaron hablar mas por entonces, mas no por eso se enmendaron, que como reinaba en ellos tanto la pasion y enemistad que unos á otros se tenian, á los que no eran de su bando y opinion luego les buscaban un traspié y les echaban mano, y sacaban de la iglesia sin órden, término ni respeto á los que se acogian á ella, y por ejecutar su ira los condenaban en las penas que no merecian. Y esto era lo que causaba mucho dolor á los frailes; que si se guiaran estos jueces por alguna manera de razon y celo de castigar los delincuentes, no lo sintieran tanto. Del modo que se ha dicho sacaron en aquella sazon del monesterio de S. Francisco cuatro ó cinco retraidos, haciendo fuerza y violencia á la iglesia y quebrantando su inmunidad, y diciendo muchos vituperios y injurias á los religiosos, y sin oir á los que así sacaron, ni darles apenas tiempo para se confesar, los condenaron á muerte, poniéndolos en peligro de condenar sus almas por darles muerte repentina y con conocida pasion, porque sus delictos no merecian muerte, aunque los prendieran en la plaza. Y de estas muertes tan injustamente ejecutadas nunca hicieron penitencia, ni satisfaccion alguna á la Iglesia ofendida, ni á los muertos. Pues viendo el siervo de Dios Fr. Martin de Valencia que él y sus compañeros se desasosegaban con el cargo de la judicatura, y les era detrimento para la conversion de los indios y aprovechamiento de los españoles, acordó de dejar y renunciar la jurisdiccion cuanto á lo que tocaba á los españoles, como lo hizo, y diéronse él y sus frailes á trabajar en la obra de los indios, procurando de favorecerlos y librarlos de los agravios que los españoles les hacian, por donde no menos odio les cobraron (como se vió en el capítulo pasado), hasta echar á algunos predicadores del púlpito porque les reprendian los malos tratamientos que á los naturales hacian. Parecíales á aquellos españoles que tenian razon de quejarse de los frailes y de estar mal con ellos, porque volvian tanto por los indios, diciendo que en aquello los frailes destruian la tierra, y que con aquel favor les daban ocasion y alas para que se levantasen contra ellos y los matasen á todos. Y cuando muy indignados decian esto delante de los mismos frailes, ellos con mucha paciencia (como siempre la tuvieron) y con palabras blandas les respondian: «Hermanos, si nosotros no defendiésemos á los indios, ya no tendríades quien os sirviese; nosotros les favorecemos y trabajamos que se conserven porque tengais quien os sirva. Y en defenderlos y enseñarlos, á vosotros servimos y vuestras conciencias descargamos. Que cuando os encargástes de ellos fué con obligacion de enseñarlos en la doctrina y vida cristiana, y no teneis otro cuidado sino que os sirvan y os den cuanto tienen, y aun lo que no tienen, aunque se mueran y acaben; pues si los acabásedes, ¿quién os serviria? Y en decir que favoreciéndolos les damos ocasion para que se alcen contra los españoles, no teneis razon, antes es al revés, que el maltratamiento es causa de exasperarlos y indignarlos, y lo podria ser de que como desesperados se alzasen. Y con ver que nosotros los acariciamos y volvemos por ellos, se pacifican y quietan». Á lo cual replicaban á veces los españoles, diciendo: «No lo haceis por eso, sino que quereis mas á los indios que á nosotros, y á nosotros reprendeis y reñís mas que á los indios». Los frailes con mucha mas paciencia respondian á esto: «Mirad, señores, que vosotros y nosotros todos somos unos, naturales de un mismo reino y nacion, y por ventura algunos de una misma patria y generacion; ¿pues en qué razon cabe, y quién se puede con razon persuadir ni creer que nosotros contra nuestros naturales hayamos de favorecerá los extraños? Bien sabeis que los frailes siempre os hemos tenido todo amor y voluntad, como á naturales nuestros, y respeto como á mayores y mas poderosos, y que en las necesidades que se os ofrecen, así espirituales como corporales, tanto por tanto con mas prontitud acudimos á vosotros que á los indios, y si á veces os parece que en esto acudimos mas á los indios, tampoco es de maravillar, porque los españoles sois pocos, y teneis otros ministros clérigos que acuden á esto, y los indios son muchos, y no tienen otros ministros sino unos pocos frailes que aprendimos su lengua. Decís que os reprendemos mas que á los indios: ¿cómo puede ser esto? que á ellos no solamente los reprendemos de palabra, mas también los azotamos como á muchachos. Y viendo que lo hacemos con caridad y por su provecho, no solo lo llevan en paciencia, mas por ello nos dan las gracias, diciendo que les hacemos mucha merced, y vosotros no quereis sufrir que os digamos que haceis mal en lo que es muy malo y abominable delante de Dios y de los hombres. Y si os lo decimos, ¿qué nos mueve sino el celo de la salvacion de vuestras ánimas, y evitar que no asoleis estas tierras que Dios tiene pobladas de gente, como se asolaron las islas?». Con todas estas y otras semejantes satisfacciones, y con que los frailes con mucha humildad se iban á meter por sus puertas pidiéndoles limosna por amor de Dios, y llevando á veces en lugar de pan muchas palabras injuriosas, no se satisfacian los pechos de algunos, emponzoñados y enseñoreados de pasion y cobdicia, antes fueron creciendo estas dos cabezas de sierpes en tanto grado, que los frailes por no ser con su presencia ocasion de mayor daño para las almas de aquellos hombres ciegos, ovieron de desamparar el convento de México, consumiendo el Santísimo Sacramento y descomponiendo los altares de la iglesia, y fuéronse al monesterio que tenian en Guaxozingo, cerca de veinte leguas de allí, sin hacer de ello caso ni sentimiento nuestros cristianos viejos. Y si algunos lo sintieron y quisieran ir á detenerlos, no se atreverian por conformarse con Herodes, con cuya turbacion se turbó toda Jerusalem. En Guaxocingo, estuvieron los frailes mas de tres meses, hasta que ya por temor ó vergüenza de lo que sonaria en España les enviaron á rogar que volviesen. Y volvieron con todo amor y voluntad, mas no aprovechó su humildad y paciencia, hasta que vino el negocio á parar en lo que se concluyó el capítulo pasado. Escríbese esto sin nombrar los culpados, para que se entienda y sepan los por venir, que si no fué derramada la sangre de los ministros en la fundacion de esta nueva Iglesia, á lo menos fueron bien corridos y perseguidos con infamias y otros trabajos, de los cuales el Señor por su misericordia los libró.
Capítulo LII
De la crianza y doctrina de las niñas indias, y ejemplos de virtud de algunas doncellas
Pues que Dios crió desde el principio del mundo al varon y á la hembra, y ambos sexos despues de caidos vino á buscar, curar y redimir, no fuera plena ó perfecta conversion si todo el cuidado de los ministros se pusiera en sola la instruccion y doctrina de los varones, dejando olvidadas las mujeres. Y por no caer en esta falta aquellos primeros fundadores de la fe entre estas gentes, el mismo cuidado que tuvieron de los niños dentro de las escuelas, tuvieron tambien de las niñas en que aprendiesen la doctrina cristiana, fuera de la iglesia en los patios. Allí se juntaban, repartidas en corrillos, y salian de la escuela los niños que eran menester, para cada corrillo uno de los que ya sabian la doctrina, y estos la enseñaban, hasta que hubo de ellas quien la supiese, y despues ellas mismas se enseñaban unas á otras. Y esta misma costumbre se ha guardado y conserva hasta el dia de hoy, como adelante por ventura se dirá mas por extenso. Algunos años despues que comenzaron á ser cristianos estos indios, teniendo noticia la cristianísima Emperatriz Doña Isabel, por aviso del obispo Fr. Juan Zumárraga, de la calidad y condicion de esta gente indiana, y cómo sus hijos y hijas en la tierna edad eran tan domésticos y subjetos para ser enseñados en lo que les quisiesen poner, con santo celo de su aprovechamiento mandó venir de Castilla algunas dueñas devotas dadas al recogimiento y ejercicios espirituales, con favores suyos que trajeron, para que repartiéndose por las principales provincias les hiciesen casas honestas y competentes donde pudiesen tener recogidas alguna cantidad de niñas hijas de los indios principales, y allí les enseñasen principalmente buenas costumbres y ejercicios cristianos, y junto con esto los oficios mujeriles que usan las españolas, como es coser y labrar y otros semejantes; que tejer sabíanlo muy bien las mujeres naturales de esta tierra mejor que las de Castilla, porque lo usaban mucho y hacian telas de mil labores y muy vistosas, de que hicieron en aquel tiempo frontales para los altares y casullas y otros ornamentos de la iglesia. Finalmente, púsose por obra lo que la devota Emperatriz mandaba, y hechas las casas recogiéronse las niñas, y aquellas buenas mujeres que les dieron por madres pusieron todo cuidado en doctrinarlas. Mas como ellas (segun su natural) no eran para monjas, y allí no tenian que aprender mas que ser cristianas y saber vivir honestamente en ley de matrimonio, no pudo durar mucho esta manera de clausura, y así duraria poco mas de diez años. En este tiempo muchas que entraron algo grandecillas se casaban, y enseñaban á las de fuera lo que dentro y en el recogimiento habian aprendido; es á saber, la doctrina cristiana y el oficio de Nuestra Señora romano, el cual decian en canto y devotamente en aquellos sus monesterios ó emparedamientos á sus tiempos y horas, como lo usan las monjas y frailes. Y algunas despues de casadas, antes que cargase el cuidado de los hijos, proseguian sus santos ejercicios y devociones. Y entre los otros pueblos, particularmente en el de Guaxozingo quedó esta memoria por algunos dias mientras hubo copia de estas nuevamente casadas, que tuvieron cerca de sus casas una devota ermita de Nuestra Señora, donde se juntaban por la mañana á decir prima de la sagrada Vírgen hasta nona, y despues á su tiempo las vísperas. Y era cosa de ver, oirlas cantar sus salmos, himnos y antífonas, teniendo su hebdomadaria ó semanera y cantoras que las comenzaban. Al tiempo que estuvieron en clausura no dejaban de salir algunas á lo que era menester, pero siempre acompañadas, á veces con sus maestras y á veces con las viejas que tenian por porteras y guardas de las niñas. Y á lo que salian era solamente á enseñar á las otras mujeres en los patios de las iglesias ó á las casas de las señoras, y á muchas convertian á se baptizar, y ser devotas cristianas y limosneras, y siempre ayudaron á la doctrina de las mujeres, y fueron despues las matronas de quien (siendo Dios servido) se hará particular mencion adelante. De estas mozas criadas en los monesterios hubo muchos ejemplos de virtud y honestidad, por donde se conoció no haber sido infructuosa esta buena doctrina. En cierto pueblo aconteció que una de estas mozas despues de casada enviudó en breve, y viéndola sin marido, un indio casado comenzó á requerirla á doquiera que la podia ver, y ella se defendia varonilmente. Sucedió andando el tiempo la ocasion que él deseaba, que era verse solo con ella, y encendido en su torpe deseo quiso hacerle fuerza. Entonces ella, visto el peligro en que estaba, tomó por remedio encomendarse á Dios y á su Madre santísima, y cobrando un fervor de espíritu, reprendióle diciendo: «¿Cómo intentas, dí, y procuras de mí tal cosa? ¿Piensas que por no tener marido que me guarde, has de ofender conmigo á Dios? Ya que otra cosa no mirases, sino que ambos somos cofrades de la cofradía de Nuestra Señora, y en esto la ofenderiamos mucho, y con razon se enojaria de nosotros, y seriamos indignos de llamarnos cofrades de Santa María y de tomar sus candelas benditas en nuestras manos, por esto era mucha razon que tú me dejases. Y en caso que tú no quieras dejarme por amor de Nuestra Señora, sábete que yo antes tengo de morir que cometer tal maldad como esa». Fueron estas palabras de tanta eficacia, y tanta impresion hicieron en el corazon de aquel indio, y tanto lo compungieron, que luego respondió: «Hermana, tú has ganado mi alma, que estaba perdida y ciega. Tú has hecho como buena cristiana y sierva de Santa María. Yo te prometo de no intentar más este pecado, y de me confesar y hacer penitencia de él». En este caso, bien claro parece que concurrió particularmente Dios con el honesto deseo de aquella buena moza, apagando el fuego que el demonio en aquel agresor habia infundido; que de otra manera en tal tiempo y sazon poco aprovecharan palabras devotas. Y porque tambien á otra mozuela (que se iba á recoger al monesterio) ayudó el Señor, dándole fuerzas más que de mujer, contaré aquí el caso como pasó, dejando otros muchos que se pudieran contar. En la ciudad de México una doncella muchacha era muy molestada y requerida de un mancebo. Y como se defendiese de él, despertó el demonio á otro para que intentase con ella la misma maldad que el primero. Y como ella tambien se defendiese del segundo, y ellos se oviesen entendido el uno al otro, concertaron de juntarse de consuno y hacer violencia á la doncella, cumpliendo con ella por fuerza su dañada voluntad. Para lo cual anduvieron siguiéndola y aguardándola un dia tras otro, hasta que una tarde al anochecer saliendo sola á la puerta de su casa, la cogieron sin que pudiese valerse, y la llevaron á una casa yerma, donde el uno de ellos la acometió queriendo aprovecharse de ella. Mas ella, defendiéndose varonilmente, llamó á Dios y á Santa María en su ayuda, de suerte que el pecador no pudo conseguir su deseo. Y llegando el otro compañero á probar ventura, le acaeció lo mismo. Viendo, pues, que cada uno por sí no la podia subjetar, fueron ambos juntos para ella, y tentándola primero por ruegos, como no le hiciesen mella, comenzaron á maltratalla, dándole muchas bofetadas y puñadas, y mesándola cruelmente. Á todo esto ella perseveraba con mas fortaleza en la defension de su honra; y aunque ellos no cesaban de impugnarla, dióle Dios (á quien ella llamaba) tanta fortaleza, y á ellos así los embazó y desmayó, que como la tuviesen toda la noche, nunca contra ella pudieron prevalecer, mas quedó la doncellita ilesa y guardada su integridad. Entonces ella por guardarse con mas seguridad, fuése luego por la mañana á la casa de las niñas recogidas, y contó á la madre lo que le aconteciera con los que le querian robar el tesoro de su virginidad. Y fué recebida en la compañía de las hijas de los señores (aunque ella era pobre) por el buen ejemplo que habia dado, y porque la tenia Dios guardada de su mano.
Capítulo LIII
Del cuidado y ansia con que los indios procuran tener frailes en sus pueblos, y edificarlos con brevedad sus monesterios
Una de las notables cosas que sucedieron en la conversion de estos indios de la Nueva España, fué la devocion grande y deseo que mostraron de tener frailes de S. Francisco de asiento en sus pueblos para que los doctrinasen y predicasen y ayudasen á ser buenos cristianos. Y por alcanzar esto, que (como ellos dicen) deseaba mucho su corazon, no habia trabajo ni fatiga ni otro interese que se les pusiese por delante. Luego como abrieran los ojos y entendieron las cosas de nuestra santa fe, comenzaron á entender en esta su pretension, importunando sobre ello al que era prelado, y poniendo por medianeros las personas que entendian ser parte para lo alcanzar, mayormente cuando los frailes se ayuntaban en sus capítulos; entonces era tanto el concurso de gente de los pueblos que pedian religiosos, que los capitulares no sabian qué hacerse con ellos, porque no podian cumplir sino con muy pocos, conforme á los que eran enviados y venian de España para entender en esta obra, porque acá muy poquitos eran los que tomaban el hábito de la órden. Y estos se habian de ir criando y instruyendo por largo tiempo en las cosas de la religion. De suerte que si de nuevo tomaban monesterio en dos ó tres partes, dejaban de tomarlo en otras veinte ó treinta que lo pedian, quedando los indios de aquellos pueblos muy desconsolados y tristes, y los religiosos no menos en ver su tristeza, especialmente por ser algunos de ellos de lejos, y haber venido todos ellos con sus presentillos de aves, pan y frutas de muchas maneras, miel y pescado y las demás cosas que se hacian en sus tierras, con que se sustentaban los frailes del capítulo, que no era menester buscar quien hiciese la costa. Los que llevaban frailes, iban que no cabian de gozo, y adelantábase el que mas podia para dar la nueva y ganar las albricias de los vecinos de su pueblo. Y cuando sabian que ya venian sus frailes (porque para ello tenian puestas espías ó atalayas) salian á recebirlos, barridos los caminos y llenos de muchas flores, música y bailes de gran regocijo. Si no tenian edificado el monesterio, no tardaban en hacerlo de la forma y traza que les querian dar. Y era cosa maravillosa la brevedad con que lo acababan, siendo de cal y canto, que apenas tardaban medio año, y algunos se prevenian teniéndolo ya hecho y derecho para cuando los frailes llegasen. Á los que quedaban sin frailes (ya que mas no podian) consolábanlos de palabra, diciendo que seria el Señor servido de enviar obreros á esta su viña, y entonces se les daria el recado que deseaban, y en el entretanto no dejarian de visitarlos á menudo y socorrerlos en todas sus necesidades espirituales, como siempre lo habian hecho. Mas como los pueblos eran tantos y los frailes venian de tarde en tarde, y no muchos, no los podian proveer á todos, como ellos deseaban. Indios hubo que acudieron á los capítulos mas de quince ó veinte veces con una increible perseverancia por alcanzar á tener frailes; porque en lo que ellos mucho desean y pretenden, son incansables. En esta necesidad tan grande y falta de ministros, no se descuidaban los de acá en escrebir á España á los prelados generales de la órden, y al rey y á su consejo de Indias, pidiendo la ayuda que habian menester. Y oyendo acá decir, cómo muchos, así de la misma órden como de fuera de ella, persuadian y estorbaban á los buenos frailes que se movian para venir, que no viniesen, afligíanse en grandísima manera, y clamaban á Dios, suplicándole volviese por su obra y por su nueva Iglesia y planta que se iba edificando y cultivando en estas regiones. Y aunque les llegaba al alma carecer de un fraile de los que acá trabajaban (puesto que fuese por un poco de tiempo, cuánto mas habiendo de tardar tanto, y no sabiendo lo que de él sucederia por la mucha distancia que hay dende aquí á España, y tantos peligros de mar y tierra), con todo eso enviaban de cuando en cuando algun religioso que solicitase la venida de frailes en España, y siempre nuestros reyes católicos, siendo informados de la falta que habia, acudian con muchas veras al cumplimiento de este menester, escribiendo á los prelados convidasen á este apostolado á sus frailes, y entre ellos escogiesen los mas idóneos, y cuando habian de embarcarse mandábanlos proveer con mucha largueza del matalotaje y de lo demas que les era necesario. En tiempo de la mayor necesidad (que fué entre los años de treinta y cuarenta), teniendo noticia de esta falta de ministros el buen Emperador D. Cárlos, de perpetua memoria, pidió y alcanzó un breve del Pontífice Paulo tercio, en que mandaba al general de los frailes menores de observancia, que diese ciento y veinte frailes para esta Nueva España, y los recogió de diversas provincias Fr. Jacobo de Testera, que siendo custodio fué al capítulo general de Niza, y entre ellos trajo frailes muy doctos y muy principales, que ilustraron esta provincia y las demas que de ella se fundaron. Empero, antes que este socorro llegase fué muy grande la penuria que pasaron, y cosa de lástima lo que se sintió entre los indios, porque ovieron de descomponer algunas guardianías de pueblos principales, entendiendo los indios que les quitaban los frailes. Y porque se vea el sentimiento que de esto hicieron, á diferencia del poco que hubo en México cuando los frailes desampararon el monesterio (como arriba se dijo), contaré lo que pasó en algunas partes.
Capítulo LIV
Del sentimiento que hicieron los indios de Guatitlan, entendiendo les querian quitar los frailes que les habian dado
En un capítulo que los frailes menores celebraron en México, año de mil y quinientos y treinta y ocho por el mes de Mayo, pareció convenir por la falta que habia de frailes, que algunos monesterios cercanos á otros, no fuesen conventos sino como vicarías subjetas a otros conventos, y de allí los proveyesen los guardianes de frailes que los tuviesen á cargo y enseñasen, con aquella subjecion de ser visitados y regidos por los guardianes de los conventos. Esto así ordenado, sonó de otra manera en los oidos de los indios, es á saber, que los dejaban sin frailes, y que se los quitaban del todo. Y como se leyó la tabla del capítulo (que siempre la están esperando los indios, y los principales tienen puestos mensajeros como postas á trechos para saber á quién les dan por guardian é por predicador en su lengua), y como en algunas casas no se nombraron frailes señalados, dejándolas para que de otras se proveyesen, fué una de ellas Guatitlan, pueblo grande y de mucha autoridad en aquellos tiempos, que dista cuatro leguas de México. Como fué la nueva al señor y principales de que no les daban frailes, en un punto se congregó la mayor parte del pueblo, y fueron clamando y llorando al monesterio, de que los religiosos que estaban en casa ya recogidos se maravillaron, no sabiendo la causa de su alteracion y sentimiento, porque aun de lo proveido por el capítulo y en la tabla estaban ignorantes, que habia pocas horas que se habia leido en México aquella tarde, víspera de la Ascension del Señor, y esto era poco despues de haber anochecido. Sabido por los frailes porqué hacian aquel llanto, consoláronlos lo mejor que pudieron, diciéndoles que se sosegasen y se fuesen á reposar, que por ventura los habian engañado. Salidos del monesterio, muchos de ellos no pudieron reposar, sino que fueron á amanecer á México, y derechos á la presencia del provincial, hablándole con tanta angustia, que el provincial no pudo tener las lágrimas, y dijéronle las palabras de los discípulos de S. Martin á su maestro: «¿Porqué, padre, nos quieres dejar? ¿O á quién nos dejas encomendados tan desconsolados? ¿No somos vuestros hijos, que nos habeis baptizado y enseñado? Ya sabes cuán flacos somos, si no hay quien nos hable y esfuerce y guien lo que hemos de hacer para servir á Dios y salvar nuestras ánimas. No nos dejes, padre, por amor de Dios». Y añadieron mas: «¿Los enfermos quién los confesará? Cada dia se morirán por ahí sin aparejo. ¿Quién baptizará tantos niños como cada dia nacen? Y las preñadas tambien ¿quién las confesará? ¿Qué haremos de nuestros hijos chiquitos que se crian y enseñan en la casa de Dios? ¿Quién mirará por ellos y por los cantores de la iglesia? ¿Quién nos dirá los dias que son de ayunos, y las fiestas de guardar? Las grandes fiestas y pascuas que soliamos celebrar con tanto regocijo y alegría, ahora se nos tornarán en lloro y tristeza. ¡Oh cuán sola quedará nuestra iglesia y pueblo sin nuestros padres, y nosotros andaremos como huérfanos sin algun consuelo». Y decian más: «¿Cómo, y el Santísimo Sacramento que nos guarda y abriga, habiadesnoslo de quitar? ¿En lugar de aprovechar y ir adelante, habiamos de volver atras, y quedar como gente sin Dios, como cuando no éramos cristianos?». Con estas y otras palabras que decian para quebrantar los corazones de piedra, estaba el provincial pasmado que no sabia qué les responder, sino llorar con ellos sin poder resistir las lágrimas, ni poder hablar, y así los consoló con brevedad, enviando con ellos dos frailes, el uno de ellos el mismo que habian tenido por guardian, porque mejor se consolase aquel pueblo. Saliéronlos á recebir por cuasi todo el camino que hay de Guatitlan á México, como si fuera Jesucristo en persona, con ramos y flores y cantos, limpiando los caminos, y apartando las piedras, llorando y sollozando de placer. Llegados al pueblo y entrando en la iglesia los que pudieron caber, quísoles aquel padre hablar y consolar; pero dichas cuatro ó cinco palabras, comenzaron todos á llorar, que no se podian contener de dar voces y clamores, de suerte que la plática no pudo pasar adelante. Y porque era ya tarde, los dejó y metióse en casa. Y los porteros queriendo cerrar las puertas, no los podian echar de la iglesia; mas ya que se fueron, no se descuidaron de poner guardas toda la noche, porque la presa que tenian no se les fuese. Otro dia de mañana (que era la fiesta de la Ascension del Señor) predicóles aquel religioso, y no faltó llanto en el sermon, el cual acabado, hizo la procesion por el patio, que lo tenian bien ataviado, y despues de dicha la misa no se quiso salir mucha gente de la iglesia ni del patio, ni tuvieron cuenta con ir á comer, porque bien sabian que aquellos dos religiosos no habian venido para residir allí, sino para volverse. Despues de medio dia juntáronse los principales, así del pueblo como de la provincia, y hablaron con el religioso una larga y lastimosa plática. Y aunque él les decia que no los dejaban, que siempre tendrian religiosos que les ayudasen y consolasen, no se satisfacian ni dejaban de llorar. Y dijéronle con humildad las palabras siguientes: «Mira, padre, bien sabemos y vemos que tú no has de estar aquí, pues te mandan ir á otra casa; pero queremos te detener hasta que vengan otros padres que tengan cargo de nosotros: por eso perdónanos». El religioso les dijo que mirasen lo que hacian, porque él tenia mandato de su prelado para irse otro dia de mañana, y que aquel mandato era como si un ángel se lo mandara, de parte de Dios. Y que si ellos se lo estorbaban, era ir contra la voluntad de Dios, que por ello los castigaria. Ellos todavía rogaban que los perdonase, y que escribiese en su favor para que les diesen otros frailes. Estando en estas pláticas trajeron algunos enfermos, y llegaron otros sanos para que los confesase, y entre ellos una mujer llorando le rogaba la confesase, pues en la cuaresma habia venido y por la mucha gente que habia no se pudo confesar, y que no habia comido carne ni la comeria hasta haberse confesado. El religioso los confesó y consoló á todos, y en esto se pasó el dia, y á la noche tornaron á poner guardas. Otro dia, viérnes, queriéndose partir con su compañero, como salieron al patio, comenzaron con lágrimas y clamores á rogarle que no se fuese, y que no los dejase huérfanos sin padre. Y como ya quisiesen salir del patio para comenzar su camino, cercáronlos tanta gente de hombres, mujeres y niños, que no los dejaron pasar adelante, con tantos lloros y clamores que al cielo llegaban, poniendo á Dios por testigo de que en esto no pretendian sino lo que era de su servicio y bien de sus ánimas, que oirlo era grandísima compasion. Oviéronse de volver los religiosos al convento, visto lo que pasaba, y llamando al señor y principales del pueblo, rogáronles que mandasen á aquella gente que los dejasen ir donde la obediencia les mandaba. Mas ellos se excusaban diciendo: «¿Qué aprovechará, padres? ¿Qué les hemos de hacer? Que no nos quieren obedecer, y se volverán contra nosotros». Entonces disimulando como que se quedaban, dejando toda la gente en el patio buscaron una parte secreta por donde se salieron, y comenzaron á caminar por otro camino y no por el de México. Mas antes que anduviesen un cuarto de legua supo la gente por donde iban, y fueron tras ellos desalados para detenerlos, y viéndolos el religioso se volvió á ellos, y riñéndoles con alguna pesadumbre les dijo: « Hijos, mirad que nos dais pena. ¿No quereis que obedezcamos á nuestro prelado?». Ellos respondieron: «Sí queremos que obedezcais; pero tambien querriamos que no nos dejeis solos y tan desabrigados, hasta que vengan otros padres que nos consuelen. «Para este tiempo ya habian enviado á México á decir al provincial cómo no los dejaban ir hasta que enviase otros en su lugar, y certificándoles que no dejarian de venir otros, tornaron á rogarles que por amor de Dios los dejasen ir, y hiciesen un poco de calle. Y dándoles lugar iba toda la gente llorando tras ellos, que ninguna cosa aprovechaba rogarles que se volviesen. Ya que habian andado un poco, cuando menos se catan, llega un escuadron de gente por delante de ellos para los detener y cercar, mas con ruegos y palabras sentidas que aquel padre les dijo, los dejaron pasar. Y fué por ventura sabiendo que habian de caer en manos de otros que los aguardaban. Eran estos otro escuadron de mancebos que se determinaron de hacer de hecho lo que pensaron, y no curar de palabras. Y era que estaban esperando un poco mas adelante, y como llegaron los frailes, disimulando como que iban á tomarles la bendicion, apechugaron con ellos y tomáronlos en volandillas con la mayor reverencia que pudieron, y dieron la vuelta con ellos para su pueblo, y no los dejaron hasta meterlos por la portería del monesterio. Y por el camino iban diciendo al religioso que habia sido su guardian: «Padre, no te enojes contra nosotros. Tú nos ayuntaste andando desparramados y sueltos, y guiaste á los que andábamos descaminados, y como padre nos llevaste á la casa de Dios; ahora nosotros como hijos tuyos te llevamos á tu casa. Perdónanos, que no te querriamos dar enojo ni ofender, más que sacarnos los ojos. ¿Por ventura enojarse ha Dios con nosotros porque buscamos quien nos enseñe sus carreras y mandamientos? Vosotros nos decís que mira Dios los corazones; pues nuestro corazon no piensa que ofende á Dios en hacer lo que hacemos». Metidos los frailes en el convento, no tardó en llegar la nueva de cómo tenian alcanzado del provincial que luego enviaria otros para asistir allí, y apenas llegó esta nueva, cuando llegó otra, que ya venian dos frailes por el camino. Entonces dieron lugar á los otros para que libremente se fuesen. Partidos estos encontraron con los otros, y contáronles extensamente cómo los habian traido cercados y atajados hasta llevarlos en hombros. Llegados al pueblo estos recien venidos, fueron recebidos con grande alegría y consolacion de todos.
Capítulo LV
Del sentimiento que por lo mismo hicieron los de Suchimilco y Cholula, y la diligencia que pusieran para que volviesen los frailes
La otra segunda casa que se dejó por vicaría subjeta al convento de México fué la de Suchimilco, otras cuatro leguas de allí por la laguna dulce, ó por tierra, como las quisieren andar. Era este pueblo, y al presente lo es, de los mejores de la Nueva España, con título de ciudad. Los vecinos de ella, aunque la tabla del capítulo se leyó por la tarde, luego aquella noche supieron la nueva. Otro dia por la mañana van cuasi todo el pueblo al monesterio, y entran en la iglesia (que aunque es muy grande, no cupieron todos en ella, porque serian como diez mil ánimas), y ellos y los que quedaban fuera en el patio, todos de rodillas ó postrados ante el Santísimo Sacramento, comienzan un clamoroso llanto, rogando y suplicando á Dios no consintiese que tal cosa pasase, ni los dejasen tan tristes y desconsolados, pues los habia hecho á su imágen y redemido, y habia muerto por ellos en la cruz, y los habia traido de sus pecados y gran ceguedad al conocimiento de su santísimo Nombre y fe católica. Y cada uno por sí despues componia palabras de oracion viva, que era cosa de ver y oir lo que decian, y todos llorando con mucho sentimiento, y á veces con voz en grito, y lo mismo hacian y decian los del patio. Muchos se iban á llorar y consolar con tres frailes que á la sazon estaban en aquel monesterio, los cuales viéndolos tan doloridos, no podian dejar de llorar con ellos. Y aunque procuraban de los consolar, no podian acallarlos. Y decian los indios á los frailes, que bien sabian que los mandaban ir á otras partes, pero que los perdonasen, que no los habian de dejar salir, sino ponerles guardas que de dia y de noche los velasen. En esto se les pasó la mayor parte de aquel dia, allegándose siempre mas gente de los lugares subjetos y comarca, para ir todos juntos á México; mas los principales los detuvieron para que no fuese tanta gente. Con todo eso fueron hartos, y entre ellos también mujeres, y ni los que iban ni los que quedaban se acordaban de comer. Bien de mañana llegaron á México á hora de misa, y entraron de golpe en la iglesia de S. Francisco, y postrados ante el Santísimo Sacramento con mucha copia de lágrimas presentaban sus quejas á Dios, de que sus padres y maestros los querian desamparar. Algunos de ellos imploraban la intercesion de la Reina del cielo, otros llamaban á S. Francisco, y otros invocaban á los santos ángeles. Los españoles seglares que estaban en la iglesia quedaron espantados de verlos de aquella manera, y aunque no sabian de raiz la causa de su lloro, trabajaban de acallarlos. Mas no aprovechaba, hasta que ovieron de salir algunos de los frailes del capítulo para los quietar y consolar. Y viéndolos los indios, comenzaron á decir: «Padres nuestros, ¿porqué nos quereis desamparar? Aun apenas hemos recebido la leche de la fe y cristiandad, ¿y tan presto nos quereis dejar? Acordaos que muchas veces nos decíades que por nosotros habíades venido de Castilla, dejando á vuestros deudos y conocidos, y todo vuestro consuelo, y que Dios os habia enviado para nosotros necesitados y huérfanos. ¿Pues cómo ahora nos quereis así dejar? ¿Adónde iremos? que los demonios otra vez nos querrán engañar y tragar, trayéndonos á su servicio y errores pasados». Á lo cual los religiosos les respondian: «No queremos dejaros, hijos; mirad que os han engañado, que así como hasta aquí os amábamos y queriamos, y deseábamos y procurábamos vuestro bien, así ahora os amamos y queremos, y no dejaremos de trabajar con vosotros hasta la muerte, visitándoos y consolándoos en todo lo que os conviniere. ¿Por ventura podrá olvidar ó dejar la madre al hijo? Y si ella lo dejaré, nosotros no os hemos de dejar, pues sois hijos nuestros, que por la palabra y Evangelio de nuestro Señor Jesucristo os hemos engendrado. Para morir con vosotros venimos, como otras veces os lo tenemos dicho. Bien sabeis que no buscamos ni queremos haciendas ni deleites ni otra cosa del mundo, sino vuestro aprovechamiento, y veros perfectos en el amor de Jesucristo. Esto procurad vosotros, que de nuestra parte nunca os faltará el ayuda, y así no temais que os dejaremos. «Estaba la iglesia llena, y los que en ella no cabian estaban en las puertas, y otros en el patio, que podrian ser tres mil personas. Muchos españoles que se hallaban presentes, estaban maravillados, y otros oyendo lo que pasaba, vinieron a ver lo que no creian, y volvian espantados, y muchos de ellos compungidos con lágrimas de ver la armonía que aquellos pobrecillos tenian con Dios y con Santa María, y cómo no cesaban de rogar los oyesen. De aquella manera se estuvieron en la iglesia, que no quisieron salir de ella hasta que los frailes acabaron de comer y vinieron allí á dar las gracias (como lo tienen de costumbre), y entonces el provincial, hecho silencio, los consoló de palabra cuanto pudo. Y viendo que no aprovechaban palabras, compadeciéndose de ellos, les dió dos frailes que llevasen consigo y los enseñasen y predicasen. Con esto fué tanta la consolacion que sintieron, que toda su tristeza se les convirtió en alegría. Y para mas consolarlos les dijo que no los dejasen venir, salvo si fuesen otros en su lugar. Dieron, pues, la vuelta estos pobrecillos mudado el tono del sentimiento que habian traido en nueva manera de gozo, muy acallados y contentos con sus padres, como los niños que habian perdido á sus madres, y llorando las habian buscado, y halladas mudan las lágrimas de tristeza en lágrimas de alegría. Y en el camino les iban contando el desconsuelo que ellos y los que quedaban en el pueblo habian sentido, y cada uno trabajaba de mas se llegar á ellos, como hacen los pollitos debajo de las alas de la madre. Como iban otros delante con la nueva, salieron muy muchos al camino á los recebir con el mismo gozo. Llegados los religiosos al monesterio, y hecha primero oracion en la iglesia, hablaron y consolaron á todos, certificándoles que venian de asiento para quedar con ellos. Mas con todo eso los indios pusieron guardas que de dia y de noche velasen porque no se les fuesen sus maestros y padres, y ellos sosegados y consolados fuéronse á sus casas. En este mismo capítulo que arriba dije se celebró en México, quedaba otra casa sin título de guardianía, subjeta al convento de Guaxozingo, para ser de allí visitada como vicaría) y esta era en el pueblo de Cholula, que ahora es ciudad, de las mejores casas y de gente mas rica que hay en todas las Indias, porque los vecinos de ella casi todos son mercaderes. Estos cuando supieron la nueva, para ellos penosa y desgraciada, concurrieron muchos al monesterio con el mismo sentimiento que tuvieron los de Suchimilco, y lloraron amargamente en la iglesia delante del Santísimo Sacramento, y despues con otros tres frailes que habia en aquella casa, los cuales llorando tambien con ellos de compasion, procuraban de los consolar. Mas no habia consuelo para quien tanto sentia la pérdida que ellos imaginaban, si los frailes les faltaban. Antes crecia tanto su dolor y el deseo de alcanzar su remedio, que acordaron de ir luego á México, no los espantando la distancia del camino (que son diez y nueve ó veinte leguas), ni curando de aguardar mucho matalotaje. Y así fueron luego, no tres ó cuatro como procuradores, sino mas de ochocientos, y algunos dijeron que eran mas de mil. Y quisieron ir muchas indias con ellos, mas no lo consintieron los principales por ser tan lejos. Llegados á México, entraron en el convento de S. Francisco con el ímpetu y sentimiento que queda dicho de los otros, haciendo y diciendo tantas lástimas, que el provincial no pudo dejar de enviarlos consolados, dándoles frailes que asistiesen en su monesterio, como lo habia hecho con los de Guatitlan y Xuchimilco. Y obró Dios lo que suele con los misericordiosos, segun se lo tiene prometido; que estando entonces los frailes de la provincia muy descuidados de que les viniese socorro de España (porque estaban certificados que el general de la órden no queria dar frailes, y los provinciales por el consiguiente no consentian que se les sacase alguno de sus provincias), cerrada la puerta de toda esperanza humana, apenas hubieron proveido aquellas tres casas de religiosos, cuando tuvieron nueva que habian llegado al puerto veinte y cinco, los primeros de los ciento y veinte que iba sacando Fr. Jacobo en virtud de la bula que dió el Papa Paulo tercio á pedimento del muy católico Emperador. Con esta tan buena ayuda se pudo fácilmente suplir la falta que los indios y frailes de la provincia padecian, y hubo para enviar nuevos obreros á Yucatan y Guatimala, con que toda la tierra quedó consolada.
Capítulo LVI
De la devocion que los indios tienen al hábito y cordon del padre S. Francisco, y de un notable milagro que Nuestro Señor obró por este su santo
La devocion que los indios cobraron del padre S. Francisco y á sus frailes desde el principio de su conversion, cuando experimentaron la santidad de aquellos apostólicos varones sus primeros evangelizadores, nadie la podrá creer ni entender, sino los que por sus ojos lo han visto. En solo el hábito tienen tanta fe, que cuando pedian frailes en algun pueblo, y por no haberlos no se los concedian, ó cuando por la misma carestía de frailes franciscos los querian dejar encomendados á religiosos de otra órden, decian: «Padres, si no teneis sacerdote que nos dar para que resida en nuestro pueblo y nos administre la doctrina y sacramentos, no os dé pena por eso, que nosotros aguardaremos la merced de Dios. Dadnos siquiera un hábito de S. Francisco, y los domingos y fiestas ponerlo hemos levantado en un palo, que nosotros confiamos que le dará Dios lengua para que nos predique, y con él estaremos consolados. «Entre ellos no se tiene por cristiano el que deja de ofrecer á sus hijos cuando chiquitos al padre S. Francisco vistiéndoles su hábito, el cual traen un año como por voto, y algunos hay que lo traen mas tiempo hasta que son grandecillos. Es cosa de ver lo que pasa la víspera de S. Francisco en todos los monesterios de su órden, especialmente en los pueblos grandes, donde acaece estar aguardando á las primeras vísperas de la fiesta mas de ochocientos, y en parte mil niños con sus madres y otros parientes y amigos que traen como por padrinos ó madrinas de aquella investidura, por la estima en que la tienen, y traen sus habitillos hechos y cordones para que se los bendigan y vistan, y con ellos sus candelas de cera blanca, y muchos de ellos otras ofrendas de pan y fruta y otras cosas, segun su devocion y posible. Acabadas las vísperas solenes de la fiesta, los bendicen, y al tiempo de vestirles los hábitos (como ellos no están usados á meterse en ropa tan estrecha y embarazosa de vestir) alzan la grita, que no parece sino una gran manada de cabritos ó corderos. Lo mismo pasa el dia de la fiesta, acabada la misa, y dura por toda la octava, porque no todos pueden estar apercebidos para el dia. Entre año tambien acaece traer algunos, ó por enfermedad ó por otra necesidad que les ocurre, para que les echen el hábito. El cordon del padre S. Francisco (aunque todos ellos le tuvieron siempre mucha devocion) no lo usaban traer los adultos, sino algunos pocos, hasta que se divulgó la confradía que de él se instituyó por órden del Pontífice Sixto V, y despues acá lo usan traer mucho los indios. Mas las indias que se veian en partos trabajosos, desde el principio de su cristiandad comenzaron á pedir por remedio con mucha fe y devocion el cordon de S. Francisco, por cuyo medio (obrándolo esta fe y devocion) ha usado nuestro Señor en estas partes grandes misericordias, porque se ha visto estar algunas mujeres un dia y dos y tres padeciendo dolores de parto no hallando remedio para echar la criatura, y en acordándose, enviar por el cordon al monesterio, el cual poniéndoselo, parir luego y verse libre del peligro en que estaba. Yo á lo menos en mas de cuarenta años que veo usar de este probatísimo remedio, nunca he sabido que puesto el cordon haya dejado de hacer su efecto. Y así es cosa ordinaria en nuestras casas (porque suelen venir á pedirlo de noche) tener en la portería ó colgado en el refitorio un cordon viejo de los que desechan los frailes. Pienso tambien que otra cosa les hizo á los indios cobrar mucha devocion á este santo, y fué que como acaso á los principios no le debieran de tener tanta por no advertir en ello, sucedia que como las aguas comunmente en esta tierra suelen cesar por fin de Septiembre ó principio de Octubre, inmediatamente que cesaban venia á helar el mismo dia de S. Francisco ó en su víspera, y perderse el maiz (que es el pan de los indios) y sus legumbres, y esto era cosa casi cadañera, por esto entonces lo llamaban el cruel. Ha sido Nuestro Señor servido que de años atras ha faltado este dañoso suceso por mérito del santo, y porque ellos ya conocen y dicen que es muy buen hombre S. Francisco. Por conclusion de este capítulo, será bien que se sepa un notable y manifestísimo milagro que por intercesion de este bienaventurado santo (entre las demas muchas y grandes misericordias que por su invocacion estos indios han alcanzado) fué Nuestro Señor servido de obrar, resucitando un muerto, que no menos ocasion seria de cobrarle los indios la grande devocion que le tienen. El cual fué de la manera siguiente. En un pueblo llamado Atacubaya, una legua de México (visita que entonces era del convento de S. Francisco de México, y ahora tienen allí monesterio los padres dominicos), adoleció un niño de siete ó ocho años, llamado Ascencio, hijo de un indio cantero ó albañil, que se decia Domingo. Este Domingo, con su mujer y hijos, eran todos muy devotos de S. Francisco y de sus frailes, porque pasando por allí algunos de ellos, luego los iban á saludar y á convidar con lo poco que tenian y con la buena voluntad. Enfermo el niño Ascencio, y creciéndole el mal, los padres fueron á la iglesia de su pueblo, que tenia por vocacion las Llagas de S. Francisco, y rogaron humilmente al santo fuese buen intercesor por la salud de su hijo. Y mientras mas iba en augmento la enfermedad del niño, ellos con mas afecto y devocion visitaban al santo en su iglesia, y le suplicaban se compadeciese de ellos. Mas como el Señor queria engrandecer á su santo con manifiesto milagro, permitió que el niño muriese, falleciendo un dia por la mañ ana despues de salido el sol. Y aunque muerto, no por eso cesaban los padres de orar con muchas lágrimas y llamar á S. Francisco, en quien tenian mucha confianza. Cuando pasó de medio dia amortajaron al niño, y fueron á hacer la sepultura para enterrarlo á vísperas. Antes que lo amortajasen, mucha gente lo vió estar frio y yerto y defunto. Ya que lo querian llevar á la iglesia, dijeron los padres que siempre su corazon tenia fe y esperanza en el glorioso padre S. Francisco, que les habia de alcanzar de Dios la vida de su hijo. Y como al tiempo que lo querian llevar tornasen á orar y invocar con devocion á S. Francisco, súbitamente se comenzó á mover el niño, y de presto aflojaron y desataron la mortaja, y tornó á vivir el que era muerto, y esto seria á la misma hora de vísperas. Del cual hecho los que allí se hallaron presentes para el entierro (que eran muchos) quedaron atónitos y espantados, y los padres del niño en gran manera consolados. Hiciéronlo luego saber á los frailes de S. Francisco de México, y fué allá el famoso lego Fr. Pedro de Gante, que tenia cargo de los enseñar, y llegado, como él y su compañero vieron al niño vivo y sano, y certificados de sus padres y de otros testigos dignos de fe de lo que habia pasado, hizo ayuntar el pueblo, y delante de todos dió el padre del niño testimonio cómo era verdad que aquel su hijo despues de muerto habia resucitado por la invocacion y méritos del glorioso y seráfico padre S. Francisco. Este milagro se publicó, predicó y divulgó por todos aquellos pueblos de la comarca, con que los naturales fueron muy edificados, animados y fortalecidos en nuestra santa fe, viendo ya en esta tierra por sus ojos lo que nunca habian visto ni oido en ella, haber alguno resucitado despues de muerto. Por lo cual muchos se confirmaron en creer los milagros y maravillas que de nuestro Redentor y de sus santos se leen y predican.
Capítulo LVII
De lo que hicieron y pasaron los indios del pueblo de Guatinchan por no perder la doctrina de los frailes de S. Francisco
Muchos han sido los pueblos de esta Nueva España que han padecido grandes trabajos, y puesto de su parte suma diligencia por no perder la doctrina de los frailes de S. Francisco, que los convirtieron primeramente á la fe, y los criaron con la leche y manjar del santo Evangelio, aunque algunos no pudieron salir con ello por la falta que en aquella sazon hubo de frailes de esta órden para cumplir con tantos; empero otros por su buena diligencia tuvieron dicha de lo alcanzar. De estos contaré dos ó tres ejemplos por haber sido notables y haber pasado (á manera de decir) en mi presencia. En el año de mil y quinientos y cincuenta y cuatro, un padre provincial de cierta órden (que despues fué obispo en una Iglesia de estas Indias) rogó al provincial de los franciscos, que á la sazon era el siervo de Dios Fr. Juan de S. Francisco, que pues no tenia frailes en el pueblo de Guatinchan, sino que lo visitaban del monesterio de Tepeaca, que se lo dejase á su cargo, y que él pondria frailes que asistiesen de asiento y diesen recado de doctrina y sacramentos á aquellos indios, porque no tenian monesterio de su órden en toda aquella comarca de la ciudad de los Ángeles, á cuya causa su convento que en ella tenian padecia mucha necesidad por falta de alguna ayuda y socorro. El provincial francisco condescendiendo fácilmente con su ruego, dijo: que por lo que á él y á su órden tocaba, pusiese frailes con la bendicion de Dios en Guatinchan, que él ni los suyos por ninguna via se lo impedirian. El otro provincial que lo pretendia, alegre con esta respuesta, no quiso fiar de otro la conclusion de un negocio que tanto él y sus frailes deseaban, mas antes se aprestó para ir en persona á tomar la posesion y ganar la voluntad de los indios, pareciéndole que por ser provincial le tendrian mas respeto, y que con sus buenos medios tendria mas eficacia para los atraer. Y así tomando por su compañero á otro padre viejo (ambos cierto santos varones), fueron derechos á Guatinchan, donde llegaron un mártes, diez dias del mes de Junio del dicho año. En este medio ya los indios habian oido decir cómo el provincial de S. Francisco habia dado su beneplácito al otro de la otra órden para que pusiese allí frailes de su mano, aunque no lo habian tenido por cierto. Mas como el indio portero de la iglesia, llamado Pedro Galvez, vió aquellos dos padres que venian tan denodados y derechos á la iglesia, recelándose de que fuese verdad lo que se habia dicho, y no atreviéndose á abrirles la puerta del aposento donde se solian acoger los religiosos, sin sabiduría del gobernador y alcaldes, fuése corriendo para las casas de cabildo donde estaban juntos con otros principales, y dijoles cómo habian llegado dos religiosos de tal órden, y entrado á hacer oracion en la iglesia. Y que venia á preguntarles si les abriria el aposento donde solian dormir sus frailes. El gobernador, llamado D. Felipe de Mendoza, y alcaldes Domingo de Soto y Juan Lopez, y los demas que allí estaban alborotáronse en oir esta nueva, porque dieron luego crédito á lo que se habia dicho, y entendieron que aquellos padres venian de hecho á meterse en posesion de su iglesia y casa, y mandaron al portero Galvez que se escondiese y no pareciese delante de aquellos padres, porque en ninguna manera querian que entrasen en aquel aposento. Hízolo así el portero, y ellos todos hicieron lo mismo, yéndose cada uno á recoger á su casa, y ninguno pareció en la iglesia por aquella tarde. Esta mala nueva para ellos fué luego de mano en mano divulgándose por todo el pueblo, y sabida por todos, no pequeña niebla de tristeza cubrió sus corazones, y comenzaron á andar desasosegados y como asombrados, temiendo en lo que habia de parar aquel negocio, como si estuvieran en víspera propincua de ser entregados en manos de algunos enemigos. El provincial y su compañero, acabado de hacer su oracion en la iglesia, fueron á la puerta del aposento y halláronla cerrada, y luego entendieron que el portero se habia desaparecido por no les abrir. De aquí sintieron la poca voluntad que el pueblo tenia de los recebir. Mas con todo esto acordaron de hacer de su parte todas las diligencias posibles. Y así salieron á los caminos que iban para las casas á ver si parecia alguna gente para decirles que les llamasen al portero ó alguno de los principales. Mas en viéndolos de lejos algun indio, luego daba á huir y se escondia. De manera que perdiendo en esto un rato de tiempo, y haciéndose ya tarde, no tuvieron otro remedio sino volverse á la iglesia y quebrantar la puerta del aposento (como lo hicieron) y metieron dentro su hato, y pusieron los caballos por allí cerca donde mejor pudieron, y comieron un bocado de lo que traian en sus alforjas, y así pasaron aquella noche. Otro dia miércoles por la mañana, ellos mismos tañeron la campana á misa, y se aparejaron para decirla. Los indios principales porque no les arguyesen que no eran cristianos, pues no acudian á la iglesia á oir misa diciéndose en el pueblo, y tambien por saber de aquellos padres qué era lo que pretendian, determinaron de ir á oirla. Dicha la misa, el provincial se asentó como para predicarles ó decirles algo, y ellos tambien se asentaron, y habiéndoles reprendido con blandura porque ninguno de ellos habia parecido el dia antes para darles recado, siendo ellos religiosos, y viniendo á los consolar espiritualmente y darles doctrina para salud de sus ánimas, luego los saludó y dijo, que antes que les declarase la causa de su venida queria preguntarles hasta dónde solian llegar antiguamente los términos de aquel su pueblo, y cuánto se solia extender su jurisdiccion. Levantándose entonces dos viejos, respondieron: «Has de saber, padre, que antiguamente antes que hubiese memoria de Tepeaca, ni Acacingo, ni Tecali, nuestros antepasados ya tenian fundado este pueblo de Guatinchan, y toda la tierra de esta comarca donde ahora están esos dichos pueblos era de nuestros abuelos, porque en todo ello no habia entonces nombre de otro pueblo sino de Guatinchan». «Bien está, dijo el provincial; pues sabed, hijos, que la causa porque ahora venimos este padre é yo, es por el celo que tenemos de la salvacion de vuestras ánimas, y de que vuestro pueblo sea honrado, ampliado y engrandecido con la presencia, asistencia y favor de los religiosos que os tendrán á cargo, porque bien sabeis que si Tepeaca es ciudad y está tan ennoblecida, es por el ser que le han dado los religiosos de S. Francisco que están allí de asiento, y lo mismo es desotros pueblos comarcanos y de los demas donde residen religiosos. Y si este vuestro pueblo está tan desmedrado, y lo estará si vosotros no abrís los ojos, es porque os subjetais á ir á misa y acudir á las demas cosas espirituales á Tepeaca y no teneis frailes, ni los padres franciscos os los pueden dar, que son pocos y tienen muchos pueblos á su cargo. Y esto ya veis cuán grande afrenta sea para vuestro pueblo, que en los otros mas nuevos y que habian de ser subjetos á él (segun vosotros mismos lo contais) haya ministros de asiento, y que aquí que antiguamente era la cabecera de todos ellos, no los tengais. Lo cual tambien resulta en daño de vuestras ánimas y de vuestros hijos, porque no teniendo sacerdotes que residan en vuestro pueblo, no dejarán de morirse hartos niños sin baptismo, y otros enfermos sin confesion; por esta causa nosotros hemos venido á ayudaros en esta necesidad, porque yo os dejaré dos sacerdotes que estén aquí de asiento y os confiesen y prediquen, y digan misa y bauticen á vuestros hijos, y hagan lo demas que os conviniere. Y esto sabed que lo hago con consentimiento y voluntad del padre provincial de S. Francisco, el cual por vuestro provecho huelga de ello, y me ha certificado que no vendrán más á visitaros los religiosos de su órden». Hecha esta plática, levantáronse el gobernador, alcaldes y principales, y respondieron brevemente diciendo: «Sea por amor de Dios, padre, tu buen celo y deseo de aprovecharnos; nosotros te lo agradecemos. Mas entiende, que si vosotros quereis tener cargo de nosotros, nosotros no queremos que lo tengais, ni residais en nuestro pueblo». El provincial, aunque afrentado de ésta respuesta, disimuló y dijoles: «¿Qué es la causa, hermanos, porque no quereis que los religiosos de nuestra órden vengan aquí?». Los indios respondieron: «No te debes maravillar, padre, que digamos esto, porque bien sabes que cuando un niño está criado á los pechos de su madre ó del ama que le da leche desde que nació, y viene á tener ya un poco de conocimiento, se le hace á par de muerte desamparar á su madre ó á la que le dió el pecho, y estar en brazos de otra persona extraña que nunca conoció ni trató, aunque sean muchos los regalos que le haga y caricias que le muestre. Y así nosotros, como los hijos de S. Francisco fueron los que nos escaparon de las uñas de nuestros enemigos los demonios, y nos sacaron de las tinieblas de nuestra antigua infidelidad, y en sus manos fuimos regenerados, y de nuevo nacimos por el agua del santo baptismo que nos administraron, y nos han sustentado con la leche y mantenimiento de la doctrina cristiana, y nos han criado y amparado como á niños de poca edad, como si fuéramos sus hijos muy regalados, no es mucho que rehusemos de dejar padres tan conocidos por llegarnos á otros que nunca conocimos, ni sabemos cómo nos irá con ellos. Los frailes de S. Francisco nos han sufrido hasta aquí; ellos recibieron con paciencia la hediondez y podredumbre de nuestros abominables pecados que cometimos en tiempo de nuestra infidelidad; ellos nos lavaron y alimpiaron, como si fueran nuestras madres; ellos nos casaron, y nos han confesado y confiesan siempre, y muchos de nosotros hemos recebido de su mano el santísimo sacramento de la comunion. Han pasado por nosotros grandes trabajos y fatigas; hanse quebrado las cabezas y rompido sus pechos por predicarnos y doctrinarnos, y esta es la causa porque no queremos que vosotros quedeis aquí, porque ahí están nuestros padres los hijos de S. Francisco, en los cuales tenemos puesto nuestro corazon». El provincial, oyendo estas y otras semejantes palabras á los indios, dijo: «Basta, que, hermanos, estais muy aficionados á los frailes de S. Francisco; pues hágoos saber que estais muy engañados, porque ya ellos os han desamparado, y por su intercesion venimos aquí nosotros, que nos lo han encomendado, porque ellos no han de volver más acá». Á lo cual los indios respondieron: «Aunque ellos nos hayan desamparado y desechado, nosotros no los hemos de dejar». Viéndolos tan determinados el provincial, les tornó á decir: «Ahora bien, hermanos, no recibais pena por esto; idos ahora con la bendicion de Dios, que él os pondrá en los corazones lo que mas os convenga. Descansad y reposad, que nosotros ya estamos en nuestra casa». Con esto se salieron todos los indios. Habiendo oido estas pláticas el indio fiscal de la iglesia, llamado Gerónimo García, llamó aparte al portero Pedro Galvez, y díjole que ya habia entendido de cierto como aquellos religiosos habian venido á quedarse de asiento, cosa que á ellos por ninguna via les convenia; por tanto, que á la noche cuando durmiesen, sacase de la iglesia todos los ornamentos de ella, y el recado de la misa, y lo escondiese en parte secreta y segura, porque aquellos padres no se lo llevasen, y despues se viesen en trabajo para sacárselo de su poder. El indio portero lo cumplió así, y sacando todos los ornamentos y aderezo de la iglesia con sus cajas á do se guardaba, llevólo á esconder en casas particulares de indios, lejos de la iglesia, adonde se guardó todo hasta su tiempo, sin faltar cosa alguna. Otro dia juéves, vista por aquellos padres la poca gana que aquel pueblo tenia de recebirlos, y que les habian escondido todo el recado de la iglesia, acordaron de usar de alguna cautela para tomar la posesion de la casa y sitio para su órden, y con este fundamento llevar el negocio adelante por via de justicia, pues que en el provincial de S. Francisco no habian de tener resistencia. Para esto llamaron al indio portero Pedro Galvez, que andaba por allí, y á otros dos indios cocineros llamados Juan Baptista y Diego Vazquez, y metiéndolos dentro del aposento hiciéronlos desnudar, y con sus propias mantas les ataron las manos, y puesta una soga delante de ellos les dijo el provincial, que los habian atado y tenian aparejada aquella soga para colgarlos, si no hacian lo que les decian. Que pues los principales les eran contrarios, y no querian consentir en que ellos quedasen allí, que los dichos cocineros y portero consintiesen y dijesen que holgaban de que los religiosos de su órden entrasen allí á tener cargo de su doctrina y administracion de sacramentos, porque estos sus dichos se escribirian y se llevarian á la real audiencia de México. Y que si ellos hacian esto les prometian de favorecerlos y hacer por ellos, de manera que en todo fuesen mejorados y aventajados sobre todos los principales del pueblo. Los indios así atados, respondieron: «Padres nuestros, no somos señores ni principales, para que sea de algun valor nuestro consentimiento, que no somos sino vasallos populares de los que se llaman macehuales, que servimos á otros. Mas aunque somos así gente baja y comun, decimos que no queremos que tengais cargo de nosotros, porque los padres de S. Francisco nos baptizaron y casaron y nos confiesan, y nos quieren y aman y sufren como á hijos, y por esto les tenemos mucha aficion, y no los queremos dejar».El provincial les dijo otra vez, que mirasen que los frailes de S. Francisco ya no habian de volver más allí, y tornó á hacerles mayores promesas, si daban su consentimiento, como se lo pedian. Mas ellos respondieron que por ninguna via dirian otra cosa sino que no querian. Viendo esto el provincial, soltólos y echólos fuera, mandándoles que no volviesen más á la iglesia, ni sirviesen en ella. Sabido por los principales lo que con estos indios habia pasado, juntáronse todos y trataron de lo que deberian hacer, y conformando en los pareceres, dijeron todos á una voz: «Nosotros hacemos voto desde aquí de no recebir á otros ministros, si no fueren los hijos de S. Francisco, los cuales (aunque nuestros abuelos no los vieron, ni nosotros hemos merecido alcanzarlos de asiento en nuestro pueblo) ya los hemos visto, conversado y conocido, y sabemos su manera de vivir, en lo cual Nuestro Señor nos ha hecho mucha merced. Y aunque ahora nos desampara y desecha el provincial de S. Francisco, y nos pone en manos de otros extraños, con todo esto nosotros no los hemos de dejar, aunque muramos por ello, porque á S. Francisco nos ofrecemos, y en sus manos nos ponemos. El haga lo que quisiere. Y si estotros frailes nos persiguieren y afligieren, mátennos, y ninguno se escape, que todo lo damos por bien empleado sobre este caso». Dicho esto, concertaron entre sí que ninguno diese cosa de comer ni beber á aquellos frailes que por fuerza se querian entrar en su pueblo, mientras allí estuviesen. Concertaron más: que el domingo todos ellos, así principales como plebeyos, fuesen á oir misa á Tepeaca y á Tecali, donde habia monesterios de frailes franciscos y que ninguno quedase allí á oir misa, ni entrase á ver aquellos frailes. Lo cual cumplieron inviolablemente, que todo el tiempo que allí estuvieron los frailes, no hubo indio ni india que les diese un jarro de agua, ni que entrase á ver si querian algo, de que ellos recibieron mucho desconsuelo, y pasaron harto trabajo. Porque ellos mismos iban de casa en casa á encender lumbre cuando la habian menester, y su comida era algunas mazorcas de maiz que hallaron de la ofrenda de la iglesia, tostadas al fuego. Para beber un poco de agua, aguardaban en el camino á las indias ó indios que la traian de pozos para sus casas, y tomaban de ella lo que habian menester. Para decir misa hubieron de enviar por el recado á uno de sus monesterios con los mozos que traian para curar de los caballos, porque ninguna cosa chica ni grande se les dió.
Capítulo LVIII
En que se prosigue y acaba la materia del capítulo pasado, cerca de lo sucedido en el pueblo de Guatinchan
El sábado siguiente quisieron saber aquellos padres qué pecho tenian los indios principales, si habian por ventura ablandado alguna cosa, y para esto procuraron hacerlos venir ante sí, dándoles á entender que les cumplia lo que les querian decir. Venidos que fueron á su presencia, el provincial, disimulando el maltratamiento que les habian hecho, y mostrando mas contento del que tenia, les dijo: «Hijos mios, heos hecho llamar para que me digais qué es lo que Nuestro Señor os ha inspirado y puesto en vuestros corazones, para que lo sepamos; porque nosotros ya estamos aquí como en nuestra casa, y ninguna cosa nos da pena». Los principales respondieron: «No tenemos, padre, qué decirte ni qué responderte, mas de lo respondido. Si estais contentos aquí en nuestro pueblo y casa (como estais), estaos en buen hora, que nadie os echa de ella. Y si decís misa, decidla con la bendicion de Dios, que ninguno os lo estorba. Pero sabed que nosotros hemos de acudir á Tepeaca y á Tecali, adonde están nuestros padres. Allí queremos ir á oir misa, y á confesarnos, y llevar nuestros hijos que nacieren para que los bapticen, porque es grande la aficion que tenemos á los frailes de S. Francisco, y no los hemos de dejar. Y mañana domingo vereis como no queda hombre en este pueblo á oir vuestra misa, que todos se irán á oir la de sus conocidos padres, porque los quieren mucho, y les hacen limosna, y les darán cuanto tienen de muy buena gana. Y á vosotros, padres, no os quieren ver, porque sois penosos, así como los españoles seglares, que no haceis sino darnos y maltratarnos y cargarnos, y tenernos en tan poco como si no fuésemos hombres. Pues no teniéndonos amor ni aficion, ¿habiamos de consentir que nos tuviésedes á cargo? No por cierto». Á esto les replicó el provincial, diciendo: «Venid acá, hijos, ¿por ventura los padres de S. Francisco no os dan ni os tocan? nunca os azotan? nunca os castigan? nunca os cargan? Pues nosotros ¿qué mas hemos hecho que ellos? ¿A quién de vosotros hemos muerto, ni herido, ni maltratado? Parezca aquí alguno que con razon se pueda quejar». Oido esto, luego se levantaron allí dos indios, llamados Francisco Coatl y Francisco Ximenez, los cuales dijeron: «No es menester, padre, que vamos á buscar lejos los testigos, porque aquí estamos nosotros dos, por quien pasó lo que estos nuestros principales ahora dicen; que trabajando en la obra de vuestro monesterio en la ciudad de los Ángeles, mucho nos fatigaron las personas tus frailes y entre ellos particularmente Fr. N, que nos cargaba á cuestas las piedras grandes, y porque no las llevábamos á su sabor, nos quebraba en las cabezas su bordon que traia en las manos. ¿Pues por ventura éramos bueyes, que habia de hacer esto con nosotros? Y si siendo, como éramos, jornaleros, y habiéndonos menester, lo hacíades así entonces, ¿cuánto mejor lo haríades ahora teniéndonos debajo de vuestras manos? Esta es la causa, padres, porque no queremos que quedeis con nosotros. Y á lo que preguntais si los frailes de S. Francisco no nos azotan, ni nos tocan, á lo menos podemos decir que nunca sin suficiente causa, ocasion ó necesidad lo hacen. Y esto no por sus edificios ni por las cargas que les hemos de llevar, ni por sus haciendas mi granjerías, sino solamente por lo que toca á la salvacion de nuestras ánimas. Y si nos cargan, es que cuando van de camino les llevamos su hatillo y algunos libros para predicarnos, que todo ello no pesa nada. Mas no traen muchas cargas como vosotros, ni menos traen caballos con que nos soleis dar pesadumbre, ni tienen dineros: por tanto no queremos, como ya os hemos dicho, que quedeis aquí en nuestra tierra, sino que vais adonde os quieren y adonde os piden». El provincial oyendo estas palabras tan desnudas y libres á los indios, estuvo un rato baja la cabeza de puro afrentado; mas disimulando todo lo que pudo, á cabo de rato. les dijo: «Veamos, hijos, ¿quién os ha enseñado a responder de esa manera? ¿Haos impuesto en eso algun fraile ó español? Pues tened entendido que aunque respondais eso, y lo que mas quisiéredes, todo os lo sufriremos, y no nos hemos de ir. Y aunque no nos deis cosa alguna de comer, no por eso hemos de salir de aquí, que esta es nuestra casa, y aquí hemos de quedar. Y ahora escribo á mis frailes que vengan algunos de ellos, y aquí hemos de estar mas de lo que pensais. Por eso consolaos y habed placer». Y dichas estas palabras se despidieron los indios y se fueron á sus casas. Salidos los indios de allí, como vieron que tan rehacios se hacian aquellos religiosos, y que ni con palabras ni obras los podian vencer para que se fuesen, sino que con mucho contento decian que allí habian de permanecer mal que les pesase, no era poca la afliccion que de esto su espíritu sentia. Y aunque desde el dia que allí se les entraron no se descuidaron en solicitar y prevenir á todos los que sabian ser alguna parte para su favor, entonces se dieron mayor priesa en acudir á unos y á otros. Muchos de ellos, así principales como populares, fueron á México á la presencia del virey D. Luis de Velasco el viejo, y llevando consigo intercesores, con muchas lágrimas le suplicaban no permitiese se les hiciese aquella fuerza de darles contra su voluntad los ministros que ellos no querian, quitándolos de la doctrina y manutenencia de los frailes franciscos que los habian criado. El virey no sabia qué remedio les dar, sabido que el provincial mismo de S. Francisco los habia ya dejado y puesto en manos de frailes de otra órden. Lo que mas hacia era remitirlos al mismo provincial de S. Francisco, y al obispo de Tlaxcala como á su ordinario. Otras muchas principales personas seglares ponian los indios por medianeros para con el provincial Fr. Juan de San Francisco porque no los desamparase. Y de los mismos frailes franciscos ninguno dejaron de los antiguos y de los guardianes de las mas principales casas, que no los moviesen á compasion con sus llantos y quejas, y les suplicaban se apiadasen de ellos. Los frailes, condoliéndose de ellos, los consolaban con buenas palabras, y les daban cartas de favor para su provincial, al cual ningun ruego ni intercesion podia mover ni mudar de lo dicho, por haber dado su palabra de lo contrario. Al mismo provincial escribieron tambien en este tiempo los mismos indios de Guatinchan muchas cartas sin cesar una tras otra, que eran para ablandar las peñas, tan sentidas y llenas de lástimas, que bastaban á enternecer los corazones mas duros que diamantes. Yo hube en mi poder algunas de ellas (porque en aquella sazon anduve con el provincial algunos dias de camino) y las traje conmigo harto tiempo para aprovecharme de los curiosos vocablos y maneras de hablar que contenian en su lengua. En sustancia y sentencia me acuerdo que entre otras muchas cosas decian estas palabras: «Padre nuestro muy amado, ¿qué pecados tan graves, qué males tan irremediables hemos cometido tus hijos los de Guatinchan? ¿Qué malos tratamientos hemos hecho á tus hermanos y padres nuestros los hijos de S. Francisco? ¿Qué ingratitud se ha visto en nosotros, ó en qué á ti te hemos ofendido, para que nos hayas así desamparado y enajenado en manos de gente extraña que no conocemos? Verdad es que malos somos, flacos y desventurados somos, y bien conocemos que como gente de poco saber no acertamos á hacer cosa á derechas, antes en todo lo que debriamos hacer, á cada paso faltamos. Mas para esto ha de ser la prudencia, paciencia, caridad y reportacion de vosotros que sois nuestros padres. Si nosotros no fuéramos tan miserables como somos, y si Dios nos oviera comunicado mayores talentos, no tuviéramos necesidad de padres y maestros piadosos que como madres nos llevasen á cuestas en sus brazos, y sin cansar nos sufriesen nuestras importunidades y flaquezas, y sin asco nos quitasen los pañales y nos alimpiasen y lavasen la freza de nuestras miserias. ¿Ahora dejas de saber quiénes son los indios? ¿Ahora ignoras nuestras necesidades? ¿Ahora tienes por entender cuán casada y conglutinada está la necesidad y voluntad de los indios con los frailes de S. Francisco? ¿Por ventura conocemos otros padres, ni otras madres, ni otro abrigo, ni otro amparo despues de Dios? Pues si esto te consta, ¿qué corazon te basta para decir que nos quieres dejar? ¿Con qué conciencia te atreves á hacernos tanto daño? ¿Cómo puedes usar de tanta crueldad con nosotros, que sin habértelo merecido nos prives para siempre del bien y consuelo que tienen nuestras almas? ¿No sabes que si una vez quedan de asiento en nuestro pueblo frailes de otra órden, nunca más veremos ni verán nuestros hijos á nuestros frailes de S. Francisco que nos criaron? Si no tienes al presente frailes que darnos para que estén de asiento en nuestro pueblo, no te aflijas por ello, que no te los pedimos, ni te sacaremos por ello los ojos. Nosotros nos contentamos que nos visiten de cuando en cuando. Y si ninguna vez pudieren venir tus hermanos á consolarnos, nosotros tomaremos de muy buena gana el trabajo de ir siempre á Tepeaca y á Tecali á oir misa, y á confesarnos, y á baptizar nuestros hijos, y á lo demás que fuere menester. Solamente con que nos des uno de vuestros hábitos que tengamos por prenda en nuestro pueblo, quedaremos satisfechos, porque aquel guardaremos en señal de posesion, y haremos cuenta que aquel es nuestra defensa para que no entren en nuestro pueblo clérigos ni frailes de otra religion, y nos dará esperanza de que algun dia, habiendo mas número de religiosos de vuestra órden, usareis con nosotros de misericordia». Estas y otras muchas cosas mas sentidas escribieron los de Guatinchan al provincial Fr. Juan de S. Francisco, el cual aunque en lo interior se compadecia de ellos, mas por no volver atrás de su palabra, no solamente no les daba esperanza de consuelo, ni les mostraba en su respuesta alguna blandura, antes por evadirse mas presto de su importunidad, despedia desgraciadamente (á manera de hombre enojado) los mensajeros, y no los queria oir ni ver, ni recebir las cartas que le traian. Todo esto fué grande angustia, desconsuelo y desmayo para los indios, aunque no para hacerlos doblar ni volver atrás de su propósito. Mas antes viendo que ya todo lo tenian probado, y que no bastaba para alcanzar del provincial francisco siquiera una buena palabra, y que el otro estaba encastillado en su iglesia y aposento, determinaron (si el negocio pasaba adelante) de desamparar su pueblo y avecindarse en otros, donde residian frailes de S. Francisco. Y así muchos de ellos fueron á Tepeaca á pedir sitios para poblar de nuevo. Y en Tecali (á do entonces se ponia en traza el pueblo, que antes estaba derramado, por industria de los frailes franciscos que eran allí recien entrados) se halló que ochocientos hombres casados de Guatinchan habian ya tomado solares para edificar allí sus casas, extrañándose de su propria patria y dejando las casas y tierras que en ella tenian. Mas no permitió Nuestro Señor que la tribulacion de estos pobres llegase hasta el cabo, ni durase mucho tiempo, sino que como Padre de misericordias, despues de probados por algun espacio, les envió brevemente el deseado consuelo, y fué por la manera que se sigue. Los dos religiosos que estaban apoderados de la iglesia de Guatinchan, es á saber, el provincial y su compañero, á cabo de nueve dias que allí estaban, parecióles que bastaba haber tenido novenas en aquel ermitorio con tanta soledad, comiendo solo maiz tostado, y desconfiados de que los indios hiciesen mas virtud con ellos de la que hasta allí habian hecho, si no fuese invocando el auxilio de quien los pudiese apremiar, acordaron de ir á la presencia del obispo de Tlaxcala, que entonces era D. Fr. Martin de Hojacastro, de la órden de S. Francisco, en cuya diócesis cae aquel pueblo, y querellársele del maltratamiento que de aquellos indios habian recebido, y pedirle les compeliese á que los recibiesen como á religiosos y ministros suyos, y les diesen lo necesario á su sustento, y acudiesen á oir sus misas y predicacion, y á recebir de su mano los santos sacramentos, pues no tenian otros sacerdotes, y pues el provincial de S. Francisco les habia hecho dejacion de aquella su visita. Acordado esto, fuéronse aquella tarde á un poblezuelo de su visita, llamado Hueuetlan, donde mataron la hambre que llevaban y durmieron aquella noche. Otro dia siguiente se partieron para la ciudad de los Ángeles, y llegados allá se fueron derechos á las casas del obispo y le contaron por extenso lo que les habia sucedido, exagerando lo posible el trabajo y penuria que aquellos dias habian pasado, y acriminando la culpa de los indios por el descomedimiento que con ellos habian tenido, así en palabras con que los habian afrentado y menospreciado, como en la crueldad que por obra con ellos usaron, no les queriendo dar un pan, ni un jarro de agua, ni venir á oir su misa, y propusieron su demanda conforme á lo arriba dicho. Al obispo bien le pareció que aquellos padres no tenian razon de pretender quedar en Guatinchan por fuerza contra la voluntad de los indios, mayormente con tanta violencia y riesgo de la destruicion de aquel pueblo; mas porque no dijesen que favorecia á los indios por la devocion que tenian á los frailes de S. Francisco, disimuló con los querellantes, y los consoló, prometiéndoles que él enviaria luego por los principales de aquel pueblo, y en su presencia los castigaria, y les daria en todo lo que en sí fuese entera satisfaccion, y con esto los envió á descansar á su convento. En la misma hora envió por los indios de Guatinchan, de los cuales no vinieron sino el gobernador y un alcalde y el fiscal de la iglesia, porque los demas andaban descarriados fuera del pueblo, procurando su remedio. Traidos, pues, estos tres á la presencia del obispo, y hallándose presentes los padres agraviados, el obispo mostró luego como entraron grande indignacion contra ellos, y reprendiólos ágramente por el poco caso que de aquellos padres tan venerables y siervos de Dios habian hecho, yendo ellos con celo de caridad á les administrar doctrina, y á les ayudar á salvar sus ánimas. Y luego sin aguardar su respuesta y sin admitirles excusa alguna, mandó que los llevasen á la cárcel y les echasen sendos pares de grillos, y allí los tuvo dos dias por dar contento á los querellantes. Los cuales como se despidieron del obispo fueron á verlos á la cárcel, y para atraerlos á lo que pretendian, dijéronles cómo el obispo estaba muy enojado contra ellos, y que los enviaba allí para saber su determinacion, porque ellos le habian suplicado los perdonase y mandase soltar, como ellos viniesen en recebirlos de voluntad en su pueblo, y que así se lo habia prometido. Y donde no quisiesen, estaba determinado de afligirlos con mucho rigor. Los indios respondieron esto: «Padres, no gasteis tiempo con nosotros, que si el señor obispo nos quisiere afligir, para eso venimos y estamos aquí, para acabar (si menester fuere) la vida por los frailes de S. Francisco. Ya estamos aquí presos: senténciennos cuando quisieren». Oído esto, se salieron confusos aquellos padres, que no supieron qué replicar á ello. Al segundo dia, habiendo venido otra vez los mismos religiosos á casa del obispo, mandó que sacasen los indios de la cárcel y los trajesen ante sí para ver qué pecho tenian, y si acaso habian mudado parecer. Como entraron los indios á su presencia con sus hierros en los piés, luego se pusieron de rodillas. Y el obispo les dijo: «Veis aquí, hermanos, que estos padres no hacen sino rogarme que no proceda contra vosotros, porque os aman y os quieren tener por hijos; agradecédselo. Y mirad que os mando que los lleveis á vuestro pueblo para que tengan cargo de doctrinaros y administraros los santos sacramentos. Y respondedrne luego qué es vuestra voluntad, porque despues no haya otra cosa». Entonces respondieron ellos: «Besamos las manos de tu Señoría, porque en lo espiritual te tenemos por señor, y en todo nos haces merced; mas sábete que lo que queremos es morir Por los frailes de S. Francisco, antes que dejarlos y llevar otros en su lugar». El obispo, conociendo en su semblante que no los sacarian de aquello por alguna via, vuelto á los religiosos que estaban á su lado, les dijo en baja voz, que le parecia no debian de tratar más de aquel negocio, sino disimular, pues de ello no podian sacar honra ni provecho, mas quedar afrentados, porque á los indios no permitiria el rey que se les hiciese fuerza en aquel caso. Y que puesto que ellos dijesen de sí por temor, ya no les podrian tener buena sangre. Y tambien, que doctrina de por fuerza y contra su gusto, no les podria ser útil sino peligrosa. Á los religiosos les pareció bien lo que el obispo decia, el cual vuelto á los indios que todavía estaban de rodillas, les dijo: «Levantaos, y quiten os esos hierros, y idos con la bendicion de Dios á vuestras casas, y allá aguardareis á los padres, que luego los enviaré tras vosotros». Ellos volvieron á responder que en ninguna manera querian que fuesen allá. Mas el obispo hizo que no lo oia, y dejólos ir á sus casas. Aquellos padres, por no dejar cosa que no probasen, ni piedra que no moviesen, por ver si aprovecharia, enviaron otro dia siguiente uno de sus frailes echadizo, como que pasaba de camino, para ver cómo lo recibirian. Llegado aquel fraile á Guatinchan, como los indios lo vieron, todos se escondieron, que no parecia hombre de ellos, ni hubo quien le abriese la puerta de la iglesia, y así durmió aquella noche en un portal, y hubo de pasar sin cena. Y otro dia en amaneciendo, no aguardando á hacer mas pruebas, tomó el camino de Tepeaca, donde fué á comer con los frailes de S. Francisco, y contó lo que le habia sucedido, y de allí se volvió á dar de ello cuenta á su provincial. Visto por el obispo que no llevaba remedio en que los indios de Guatinchan recibiesen otros ministros sino á los frailes de S. Francisco, escribió al provincial, rogándole mucho que volviese á encargarse de aquel pueblo y darle doctrina, consolando á aquellos pobres indios que habian andado penados y destraidos con harto daño de sus hacenduelas y casas, que todo lo habian dejado por ahí perdido. El provincial, compadeciéndose de ellos, atento á que ya habian dejado su pretension los padres de la otra órden, y él habia de su parte cumplido la palabra, fué en persona á consolarlos y quietarlos. Cuando los indios lo supieron, no se puede decir el placer y alegría con que lo salieron á recebir, teniendo los caminos barridos, y armados sus arcos triunfales de trecho en trecho, con tantas músicas y danzas y regocijo, que todo el pueblo no se ocupaba en otra cosa. Llegados á la iglesia, el provincial se excusó de la queja que contra él podian tener, diciendo que si los dejaba en poder de otros religiosos, no era por falta de amor y voluntad, sino por la mucha que les tenia, porque tuviesen de asiento ministros que siempre acudiesen á sus necesidades espirituales y temporales, pues que él no los tenia para se los dar que estuviesen allí de asiento. Mas pues ellos se contentaban con lo que los frailes de S. Francisco hacian en su ministerio, que esto no les faltaria, ni frailes de asiento cuando se los pudiesen dar. Tras esto les predicó un sermon muy provechoso, como letrado que era y hombre de gran espíritu, y gentil lengua mexicana. De esta manera quedaron los indios de Guatinchan contentísimos á cargo de la órden de S. Francisco, visitándolos por algun tiempo del convento de Tepeaca; mas muy en breve el padre Fr. Francisco de Bustamante (siendo electo en provincial) los proveyó de frailes que de contino asistiesen, y desde á poco edificaron un gracioso monesterio y despues una solemne iglesia, y es agora de los mas quietos y agradables pueblos de esta Nueva España.
Capítulo LIX
De lo que pasaron y padecieron los indios naturales de S. Juan Teutiuacan por tener doctrina de los frailes de S. Francisco
El pueblo de S. Juan Teutiuacan en el principio de su conversion á la fe, fué doctrinado de los frailes de S. Francisco, como lo fueron todos los demas de esta Nueva España. Despues de algunos años, por haber entrado y fundado monesterio una legua de allí religiosos de otra órden, tomaron por cercanía la visita de S. Juan, y tuvieron cargo de aquellos indios por algun tiempo. Sucedió en el año de mil y quinientos y cincuenta y siete, que aquellos religiosos que los tenian á cargo, considerando que aquel pueblo de Teutiuacan era de buena poblacion (porque en aquel tiempo tenia dos mil vecinos), y que á ellos les sobraban religiosos para ponerlos allí de asiento, acordaron de edificar tambien allí monesterio, y comenzáronlo á tratar con los indios del mismo pueblo, á los cuales parece que no cuadró esta determinacion. Lo uno (segun ellos despues dijeron), porque temieron la costa y trabajo en que los habian de poner, haciendo grandes edificios; y lo otro, porque tambien tenian esperanza de alcanzar (andando el tiempo) frailes de S. Francisco. Y como los indios no quisiesen venir en ello, por esto y por algunas otras ocasiones que juntamente se debieron de ofrecer, se desgraciaron con aquellos religiosos que los tenian á su cargo, y acudieron á un capítulo que los franciscos celebraban en México en aquel año de cincuenta y siete, y pidieron les diesen frailes que asistiesen en su pueblo. Era esto en tiempo del padre Fr. Francisco de Mena, comisario general de esta Nueva España, y del padre Fr. Francisco de Bustamante, provincial de esta provincia del Santo Evangelio, los cuales los despidieron, diciendo que no tenian frailes que darles, y que se contentasen con la buena doctrina de los religiosos que los tenian á su cargo. Mas no obstante esta respuesta, los indios dijeron que no habian de parar hasta que les diesen lo que pedian. Y aunque los frailes de S. Francisco no los querian oir en el caso, no dejaban ellos de solicitar su negocio por todas las vias que podian. Sabido por los padres que los tenian á su cargo lo que aquellos indios andaban procurando, envió luego el provincial de aquella órden dos religiosos para que asistiesen en aquel pueblo. Mas no acudió indio alguno ni india á verlos, ni á su llamado, más que si nunca los ovieran conocido. Lo cual visto por los padres de aquella órden, dieron noticia de ello al virey y al arzobispo de México, suplicándoles lo mandasen remediar. Fueron á esto, por mandado del virey, el alcalde mayor de Tezcuco, Jorge Ceron, y por el del arzobispo su provisor el licenciado Manjarres; y llegado el alcalde mayor hizo pedazos la vara á uno de los alcaldes de aquel pueblo, y al otro se la quitó, y mandó azotar públicamente en la plaza á todos los alguaciles. El provisor por otra parte hizo tambien azotar á todos los indios de la iglesia, y los tuvieron desnudos y maniatados mientras se dijo una misa, y todo esto se hizo como á rebeldes porque no querian obedecer á sus ministros. Partidos de allí el provisor y alcalde mayor dejando á los religiosos en posesion del monesterio, ellos mandaron luego pintar en la portería al santo patron de su órden, y otro santo ó santos de la misma órden, como por muestra de estar allí aposesionados, y ser aquel su monesterio. Una noche (sin poderse saber quién lo hizo) hallaron borradas las imágines de los santos. Á la mañana, visto aquel atrevimiento y desacato, los religiosos que allí estaban, sobre sospecha encerraron en cierto aposento á un indio que se decia Juan Marin y lo azotaron reciamente, y á otros con él. Estándolos azotando para saber de ellos quién habia hecho aquella insolencia, llegaron unos religiosos dominicos á la portería, y para abrirles y recebirlos y hacerles caridad, dejaron encerrados á aquellos indios en una pieza. Mientras cumplian en dar recado á los huéspedes, hicieron los indios un agujero en la pared del aposento, y por allí se acogieron. Querelláronse los padres al arzobispo del desacato que los de aquel pueblo habian tenido contra las imágines de los santos, y volvió otra vez el provisor á aquel pueblo sobre ello, y castigó algunos por sola sospecha, aunque nunca se pudo saber de cierto quién lo hiciese, ni de ello pareció indicio alguno. Visto por aquellos padres que de cada dia iban empeorando los indios, pidieron al virey que enviase allí un juez y gobernador indio de otro pueblo para que los apaciguase y pusiese en órden y concierto, el cual envió á un principal del pueblo de Colhuacan, llamado D. Andrés, con ambos cargos de juez y gobernador. Llegado este á S. Juan, prendió algunos principales y otros algunos de la gente popular, y los puso en la cárcel con prisiones y en cepos; mas como casi todo el pueblo era de una voz y opinion, de noche horadaron la cárcel y sacaron todos los presos y pusiéronlos en salvo. En este tiempo habia en el pueblo solos cinco ó seis indios de parte de los religiosos, y estos descubrieron al indio juez dónde tenia el pueblo escondidos mas de cuatro mil pesos de la comunidad, en dinero y en otras cosas. El juez los recogió y volvió á meter en la casa y caja de la comunidad. Estos mismos indios avisaban á los religiosos de todo lo que el pueblo y principales hacian y concertaban. Venido á saber esto por el comun, cogieron á algunos de ellos en sus casas, y á otros á doquiera que los topaban, y los trataron muy mal, hasta dejarlos por muertos, y demas de esto les aportillaron las casas, y los iban echando del pueblo. Sabido esto por los religiosos, salieron á favorecer á alguno de ellos, y comenzaron á maltratará otros de los contrarios, por donde se alborotaron los indios y se les descomidieron apartándolos á rempujones. Y al juez, que tambien salió en su favor, lo trataran mal, si acaso no se hallara en el pueblo el encomendero Alonso de Bazan, que con la espada desnuda por amedrentar á los indios los hizo arredrar, y con su ayuda se volvieron los religiosos á su monesterio, y Bazan llevó al juez consigo. Visto por estos padres que tan mal les iba con los indios, tornaron á ocurrir al virey y audiencia real, diciendo que el pueblo de S. Juan Teutiuacan estaba alzado. Proveyóse que fuese luego allá el doctor Zorita, uno de los oidores, hombre muy cristiano, y por su bondad amado comunmente de los indios. Llevó consigo hasta diez españoles, y por otra parte fué el alcalde mayor de Tezcuco con algunos hombres. Al doctor Zorita salió á recebir dos leguas poco menos de allí el cacique del pueblo D. Francisco Verdugo, señor natural, con todos los indios, hombres y mujeres. Diéronle unas rosas, y en ellas unas hojuelas colgadas que relucen como oropel. Y no faltó quien dijo que le habian dado rosas de oro para cohecharle, y que así no haria justicia. El oidor lo supo, y envió las rosas á los religiosos para que viesen lo que era. Llegado al pueblo hizo juntar todos los indios, y hallando por la informacion que tomó, ser el pleito de Fuenteovejuna, y que no habia que culpar mas á unos que á otros, por solo que no dijesen habia ido en balde, hizo prender hasta sesenta indios, y de estos mandó echar en obrajes los veinte para que sirviesen por seis meses en escarmiento y aviso de los otros, y á los cuarenta mandó soltar, y con esto se volvió á México. Partido de allí el oidor, parecióles á aquellos religiosos que el mejor camino era atraer á los indios por medio y persuasion de los de la órden de S. Francisco, y entre otros que llevaron para este efecto fué uno el guardian de Otumba, Fr. Juan de Romanones, á quien los indios tenian grande amor y respeto, por ser varon santo, y saber escogidamente su lengua. Este les predicó muy á su contento, hasta que llegó al punto de persuadirles que se sosegasen y quietasen, mostrándose agradecidos á la merced que Dios les hacia en darles por ministros á aquellos padres que tenian cargo de los doctrinar, y no curasen de pretender otra cosa, porque no la habian de alcanzar. Á estas palabras luego se alborotaron, y alzaron todos un alarido de manera que no le dejaron pasar adelante, y así se hubo de bajar del púlpito. Subióse luego en él uno de los dos que residian en aquel monesterio, para decirles que porqué no oian la predicacion de aquel tan venerable padre y callaban á lo que decia. Y comenzándoles á hablar, diéronle tanta grita y dijéronle tantos denuestos, que no pudo ser oido, y así los hubieron de dejar. Y por mucho que algunos religiosos franciscos en veces les aconsejaron y importunaron que recibiesen con contento á aquellos padres, nunca aprovechó. Visto, pues, por ellos que los indios perseveraban en su porfia, suplicaron al virey mandase prender al cacique D. Francisco, y á los mas principales de ellos, y los llevasen México á la cárcel de corte, porque hasta aquel tiempo no habian entendido muy claramente que aquellos les eran contrarios, sino que el comun del pueblo era el que se alborotaba sin las cabezas. El virey dio luego mandamiento para que Jorge Ceron, alcalde mayor de Tezcuco, los prendiese. Mas ellos fueron avisados y se salieron del pueblo, y tras ellos la mayor parte de la gente, y alzaron todo lo que tenian en su comunidad, sin dejar cosa alguna, y con esto faltó el servicio y la comida á los religiosos, que de antes no dejaban de dárselo, porque hacian rostro el cacique y los demas principales, y faltando ellos faltó todo. Visto esto, enviaban por comida y lo demas necesario á su convento, que estaba una legua de allí. Y á los indios que enviaban, salian otros de traves y quitábanles las cartas que llevaban, y á otros la comida que traian, y aun á algunos aporreaban; de modo que los pobres frailes no sabiendo qué remedio tener, acordaron de ir á verse con su provincial, el cual recibió grande enojo de que hubiesen dejado la casa, y con razon, porque sabido por el cacique y principales con la demas gente, acudieron la noche siguiente al monesterio, y abrieron todas las puertas, y sacaron todos los ornamentos y lo demas que habia dentro en la casa, sin dejar alguna cosa, salvo el monesterio aportillado sin quedar en él cosa sana. Volvieron los religiosos á cabo de dos ó tres dias, y como hallaron la casa tan mal parada, fuéles forzado dar luego la vuelta, y de esta vez nunca más volvieron de asiento, porque sucedió que el pueblo estuvo casi despoblado por espacio de tres meses. Como vió el cacique D. Francisco que en este medio, ni los frailes volvian, ni la justicia á prenderlos, vínose á una visita de su pueblo que se dice Santa María, media legua de la cabecera. Y allí juntó toda su gente, y estuvieron algunos dias sosegados, acudiendo á misa al convento de Otumba, y á veces algunos religiosos caminantes se la decian en la misma estancia donde estaban. Tuvo el virey noticia de cómo estaban en aquel lugar todos juntos y algo sosegados, y envió á prender al cacique y á los principales, aunque no hubo efecto, porque ellos tuvieron noticia de lo proveido antes que los prendiesen, y la noche antes que llegasen los ejecutores de este mandato, en tres dias del mes de Febrero á las diez de la noche salió el cacique D. Francisco y sus principales y todo el pueblo tras ellos, hombres y mujeres, sin quedar persona alguna en el lugar, siendo la noche de grandísima escuridad y tempestad de agua, por donde les sucedieron grandes trabajos y desastres de aquella salida. Murieron sesenta personas sin confesion, y veinte niños sin el agua del baptismo. Estuvieron fuera de sus casas un año entero; gastaron de lo que tenian en su comunidad mas de cuatro mil pesos, y de particulares, perdidos y hurtados, mas de seis mil. Con todos estos trabajos, viendo que no podian alcanzar lo que pretendian, hicieron una informacion de todo lo pasado y enviáronla á España con el relator Hernando de Herrera, el cual les trajo de vuelta una cédula real en que S. M. mandaba que no se les hiciese fuerza á recebir otros religiosos que los doctrinasen, sino lo que ellos querian y pedian de la órden del padre S. Francisco. Empero, antes que esta cédula llegase fueron consolados, porque mientras el relator iba y volvia de España, como aquel pueblo pasaba tan intolerables trabajos fuera de sus casas y por tierras ajenas, juntáronse muchos indios y indias de la gente pobre, y fueron á México mas de cuatrocientas personas, y entraron así como iban desarrapados y miserables ante el virey y audiencia real, clamando todos á una voz y pidiendo justicia, diciendo el grande agravio que se les hacia trayéndolos así muertos de hambre, peregrinando tanto tiempo fuera de sus casas. Respondiéronles que se volviesen á ellas y que se les haria justicia, y intercediendo algunas personas principales con el virey, envió un perdon general á todo el pueblo, y en particular á D. Francisco y á los principales, y licencia para que fuesen á la doctrina á do ellos querian. Y porque mejor se quietasen, el mismo virey rogó al provincial de los franciscos, que á la sazon era Fr. Francisco de Toral, obispo que despues fué de Yucatan, que les diese frailes que los doctrinasen, y con esto dentro de tres dias se pobló el pueblo como de antes estaba. Duró esta afliccion de los indios de S. Juan Teutiuacan por espacio de dos años, en que padecieron tantos y tan grandes trabajos, que no se pudieran contar sin muy larga historia, y aquí se suman con la brevedad posible. Y es cierto que padecieran todo cuanto se les ofreciera, hasta morir todos ellos, ó alcanzar lo que deseaban, que era tener frailes de S. Francisco en su pueblo. Y cuando lo alcanzaron fué tanta su alegría, que olvidaron todas las angustias pasadas, y con gran contento hicieron en pocos dias un devoto monesterio y una buena iglesia de cal y canto, y están en paz y tienen doctrina. Nuestro Señor los tenga de su mano, y á todos nos dé su gloria. Amen.
Capítulo LX
De lo que padecieron los indios del pueblo de Tehuacan, por no perder la doctrina de los frailes de S. Francisco
El pueblo de Tehuacan (como arriba en este tercero libro se hizo mencion) fué de los segundos donde poblaron los doce primeros evangelizadores, por la buena comarca que tenia de otras muchas provincias que caen algo lejos de México. Y como en aquel tiempo que poblaron no tenian ojo sino solo á la conversion de las ánimas, edificaron su monesterio en el mismo lugar á do los señores y mas principales residian, sin advertir que aquel sitio era pestífero de muy caliente y húmido, por estar en lugar bajo y en abrigo de unos grandes cerros que no dan lugar á correr algun aire saludable, á cuya causa era aquella habitacion muy enferma, y en ella apenas se criaban niños, que luego se morian los mas de ellos. Esto se echó de ver despues andando el tiempo, muy claramente, porque no iba fraile á morar á aquella casa que luego no cayese enfermo, y lo mismo experimentaban en los indios de aquel sitio, que á mucha priesa iban en diminucion, en especial por no se criar los niños chiquitos. Á esta causa los religiosos persuadieron á los principales que se mudasen á otro sitio que con mucho cuidado eligieron en lugar templadísimo, airoso y de buena tierra, donde se hacen las mejores uvas, granadas y membrillos dulces que hay en esta Nueva España, y muchos melones. Á los principales, convencidos de la sobrada razon que para ello habia, les pareció muy bien, y lo aceptaron de palabra, sin alguna contradiccion, y tomaron sus solares; mas venidos al facto de pasarse á ellos, como estaban hechos á sus casas antiguas y los indios de su natural son tardíos y flojos, y mucho mas los de tierra caliente, y por otra parte jamas les falta ocupacion en servicio de españoles, nunca acababan de menearse, sino que de hoy á mañana lo iban dilatando, cumpliendo con los frailes de sola palabra, y en esto se pasaron algunos años. Ofrecióse en el de mil y quinientos y sesenta y ocho (siendo provincial el padre Fr. Miguel Navarro), que fué necesario desamparar algunos monesterios, porque en aquel tiempo, mas que en otro, hubo mucha falta de frailes, por no haber venido en aquella sazon (como solian) de España, y acá eran pocos los que tomaban el hábito, tanto que se hubieron de dejar siete ó ocho monesterios, con acuerdo que fuesen los mas remotos del corazon de la provincia, y como Tehuacan era uno de estos, y á do menos los frailes quisiesen ir á morar, húbose también de dejar, visto que los indios no cumplian lo puesto de mudarse al buen sitio que tenian elegido. Esta dejada de casas (porque fuera imposible tener efecto si los indios de aquellos pueblos tuvieran de ella noticia) ordenóse con grandísimo secreto y cautela, de suerte que en un mismo dia llegasen las cartas del provincial á todas aquellas casas, en que mandaba por santa obediencia y so pena de excomunion ipsofacto á los frailes que en ellas residian, que con todo el secreto y disimulacion posible se saliesen de ellas, y cada uno fuese á la parte que se le señalaba. En Tehuacan estaba ya fuera el guardian, y solo un sacerdote se halló en casa cuando llegó este mandato, y para poderlo cumplir de secreto como se le mandaba, escribió á un clérigo su devoto, que residia cinco leguas de allí, rogándole le enviase media docena de indios de carga, cada uno con su cesto de los que ellos usan de acarreo, como que los queria para con ellos enviarle alguna fruta de la mucha que por allí se hace, y no era sino para con ellos sacar los libros que los frailes tenian en aquel convento de su uso y enviarlos á otra parte, que así se lo mandaba el provincial. Venidos los indios que le envió el clérigo, cargólos de los libros y enviólos mas de dos horas antes del dia, porque no fuesen sentidos. Mas los principales de Tehuacan, que estaban avisados (segun después dijeron) de cómo los querian dejar los frailes, tenian puestas guardas por todas partes, y viendo que se despachaban indios de otro pueblo cargados, con tanto secreto y á tal hora, dieron mandato y salieron á ellos mas de quince hombres y quitáronles los libros que llevaban, y guardáronlos en la casa de su comunidad sin decir nada al fraile. El cual siendo avisado de esto por carta del clérigo, quiso desvelarlos dando otra salida al enviar de los libros; mas ellos le dijeron que no pensase de engañarlos, porque de antes estaban muy sobre aviso y ahora se certificaban de lo que les habian dicho, que los querian dejar; por tanto que los perdonase, porque ellos lo habian de guardar con mucho cuidado y no lo hablan de dejar salir de su monesterio, pues estaban obligados á mirar por lo que cumplia á su pueblo. Otro dia siguiente amanecieron cerradas á piedra lodo todas las entradas del patio de la iglesia; sola dejaron una pequeña puerta, echándole llave, porque nadie entrase ni saliese sin que supiesen quién era y qué llevaba. Otro dia adelante amaneció, tapiada la portería del monesterio, dejando solamente un pequeño agujero por do entrase y saliese á gatas un indio. De dia venian al patio muchas indias con sus criaturas y traian sus piedras de moler, y allí molian y hacian su comida, y lo demas del tiempo hilaban su algodon, armando sus tendezuelas que les hacian sombra, y esto era para hacer su guarda, porque los hombres la hacian de noche. Las cartas que venian para aquel religioso no se las daban sin examinarlas primero, porque si eran del provincial no viniesen á sus manos. Con todo eso recibió una en que le mandaba por censuras, que pues no podia sacar del convento los libros y ropa de los frailes, procurase por todas vias de salirse dejándolo todo. Para cumplir esto buscaba el tiempo que le parecia mas oportuno, y acometió de salirse algunas veces; mas en queriéndolo intentar hallaba que se le ponian delante un escuadron de mujeres hechas una piña, como sabian que el fraile no habia de poner sus manos en ellas, en especial que echaban las preñadas delante porque menos se atreviese á alargar el paso, á cuya causa no le era posible cobrar ni un solo pié de camino, antes le hacian volver atras. Avisado de esto su prelado, escribiéndole con cierto caballero que para ir á Guatimala habia de pasar por allí, le mandó que en ninguna manera les dijese misa ni les administrase algun sacramento, porque no les siendo su estada de provecho lo dejasen salir. Y como á esta persona principal no le podian impedir el hablar con el fraile, húbole de dar la carta sin saber lo que venia en ella, mas de cuanto habia prometido al provincial de se la dar en su mano. Y este fué el remedio eficaz para que lo dejasen salir á cabo de tres meses ó poco menos que lo tenian encerrado, porque dándoles á entender lo que se le mandaba, y que sin remedio lo habia de cumplir á la letra, viendo que su estada no les habia de ser de provecho, y al pobre fraile lo habian de tener afligido y desconsolado, diéronle lugar á que se fuese, aunque con increible sentimiento. El religioso, por no ver el que harian al tiempo de su partida, acordó de madrugar muy de mañana y salir buen rato antes del dia, entendiendo que en aquella hora todos estarian durmiendo en sus casas; empero sucedió muy de otra manera de lo que él pensaba, porque saliendo por la portería para ir su camino, halló que todo el pueblo (no solo de la cabecera, sino tambien de las aldeas y subjetos) estaban en el patio, hombres y mujeres, con muchas hachas de tea encendidas, con tanta claridad como si fuera de dia. Y en viendo salir al fraile por la puerta, todos ellos levantaron un llanto y alarido, que parecia dia del juicio. Y consolándolos él, luego comenzaron á ponerse en procesion, los hombres por una parte y las mujeres por la otra, y hicieron dos hileras, conforme á su uso, que tomaban cuasi una legua, hasta una iglesia que se dice San Pedro, donde les amaneció, que hasta allí no lo quisieron dejar, y allí por su ruego les dijo misa, y dicha, se volvieron á Tehuacan, aunque no todos, porque algunos de los principales (y aun sus mujeres) fueron tras él hasta Tecamachalco, que son diez leguas. Y es de advertir que todo el tiempo que tuvieron á este religioso detenido, anduvieron los principales del pueblo ocupados en ir á México y á otras partes, remudándose á veces, solicitando á los religiosos viejos que habian sido sus guardianes, y á otras personas principales, tomándolos por terceros para que no les quitasen los frailes, y lo mismo comenzaron á proseguir despues que salió el que tenian para que lo volviesen; mas fué en balde su diligencia, porque apenas habia salido cuando el obispo de Tlaxcala, que estaba alerta aguardando, al punto envió de presto un clérigo honrado que tenia por visitador de su obispado, llamado Luis Velazquez, para que tomase la posesion de aquella casa y iglesia como desamparada: de ministros, y asistiese allí en su nombre, administrando á aquellos indios los santos sacramentos. Y puesto que los indios no quisieran dar lugar á ello, no lo pudieron resistir porque fué allí metido el clérigo con mano y autoridad de la justicia real. Y así quedaron debajo de su ministerio mucho contra su voluntad. Pasados algunos pocos dias sucedió que un fraile francisco, sacerdote de la provincia de Guatimala, llamado Fr. Juan de Ocaña, habiendo venido á México á sus negocios, daba la vuelta para su provincia pasando por Tehuacan, que es el camino real, y llegado al pueblo, el clérigo lo recibió con caridad en el monesterio, donde durmió la noche que llegó. Los indios, viendo que tenian dentro del monesterio fraile francisco, no se les sufrió el corazon de dejar perder aquella tan deseada ocasion, y concertaron entre sí lo que otro dia siguiente pusieron por obra, y fué que cuando por la mañana el fraile, dicha misa y almorzado, se quiso partir, acompañándolo el clérigo para lo despedir, salió el primero por la portería, y los indios, que estaban sobre aviso, echaron -mano del fraile y detuviéronlo dentro, cerrando de golpe la puerta de la portería y dejando al clérigo de la parte de fuera, y acudieron luego algunos de ellos á su aposento donde tenia su ropa, y tomándola toda echáronsela por la ventana del coro, diciéndole que se fuese con Dios y los dejase, que aquella casa era de S. Francisco y á él no lo habian menester. El fraile encerrado hallóse confuso, y aunque pudiera con amenazas ponerse en su libertad, compadecióse de los indios, que vió luego la casa llena de ellos rogándole con lágrimas que los redimiese de la fuerza que sin culpa les habian hecho en quitarles sus frailes, en quien tenian todo su consuelo y abrigo, y tanto le movieron que hubo de condescender con su pretension y hacerse con ellos. El clérigo por la parte de fuera comenzó á hacer bramuras, mas viendo que no le habian de aprovechar, porque ya todo el pueblo, hombres y mujeres, grandes y chicos, estaban con él y contra él, amenazándole que se fuese por bien y le llevarian su hato, y donde no quisiese que todo se le perderia, tuvo por bien de dejarlos, acordando de buscar el remedio por mano de la justicia acudiendo á su prelado el obispo de Tlaxcala, el cual luego envió con él su peticion y querella á la real audiencia de México, y fué proveido que Jorge Ceron, alcalde mayor de Tepeaca, fuese á castigar aquellos indios y á compelerlos que recibiesen al clérigo. Mas como ellos supieron por aviso de sus espías que Jorge Ceron iba con acompañamiento de españoles, levantaron rancho todo el pueblo junto, y llevando consigo al fraile para que los guiase y consolase en lo espiritual, fuéronse por los montes y lugares despoblados, teniendo por menos mal desamparar las casas de su habitacion, que perder el abrigo y amparo que tenian debajo del hábito del padre S. Francisco. De esta manera anduvieron peregrinando (como los hijos de Israel por el desierto) por espacio de dos ó tres meses, hasta que les pareció que su negocio estaria olvidado de parte del obispo y por consiguiente de la justicia, y volvieron al pueblo haciendo en él su asiento como solian. Siendo avisado de esto Jorge Ceron, y dejándolos descuidar por algunos dias, cuando menos se cataron dió sobre ellos con mano armada, y prendiendo á los mas principales hizo castigo en los que le pareció, porque si culpa habia en lo hecho, todos en general la confesaban, y amenazándolos con la horca si no quisiesen recibir al clérigo por su ministro, todos se ofrecian á la muerte, diciendo sin algun temor que luego los podia ahorcar, porque en ninguna manera habian de recibir en su pueblo otros ministros si no fuesen frailes de S. Francisco. Sobre esto hubo muchas demandas y respuestas, muchas idas y venidas á México, padeciendo en este intervalo muchos de ellos prisiones, otros azotes, y otros andando huidos y desterrados de su natural, hasta que el doctor Villalobos que presidia en la real audiencia de México por falta de virey, siendo informado de la cualidad de la gente que era la de Tehuacan, y la entrañable devocion que siempre habian tenido y tenian á la órden del padre S. Francisco, y que los frailes solamente los habian dejado por no se querer mudar del mal sitio donde estaban al bueno que tenian elegido, porque aquel pueblo no se perdiese, dió órden cómo el obispo desistiese de la querella puesta y pretension que tenia, y que los frailes franciscos volviesen á tener cargo de aquellos indios, aunque para este tiempo (segun se dijo) habian faltado del pueblo mas de quinientos vecinos, de ellos muertos con los muchos trabajos que pasaron, y de ellos huidos. Los que quedaron, escarmentando en lo pasado, dejaron luego el sitio viejo contrario á la salud, y en muy breve tiempo poblaron el nuevo, donde con el aliento y calor de los frailes edificaron un alegre monesterio con su iglesia de bóveda, que en el tiempo presente es de mucha consolacion para los que allí moran. El bendito clérigo Luis Velazquez, que de aquellos indios fué desechado, por sus buenas prendas vino á ser canónigo de la catedral de México, y al cabo, conocida la vanidad de las pompas del mundo y lo mucho que se gana dejándolo por vano, renunciólo todo y tomó el hábito de nuestro padre S. Francisco, y en él vivió algunos años trabajando como siervo de Dios en la obra y ministerio de los indios (porque sabia bien su lengua), y en el mismo hábito murió el año de ochenta y nueve en el convento de S. Francisco de los Ángeles de esta provincia del Santo Evangelio, donde está sepultado. Otro tanto como lo que se ha dicho de Tehuacan sucedió en otro pueblo diez leguas mas adelante, y cincuenta de México, llamado Teutitlan, donde tuvieron encerrado otro religioso mas de tres meses, y padecieron los indios muchos y grandes trabajos, hasta venir las mujeres principales con sus maridos y otras con sus hijos á la ciudad de México á pedir á voces, con lágrimas y sollozos, á la real audiencia que les mandasen volver los frailes de S. Francisco que los habian dejado, y les quitasen un clérigo que el obispo de Guajaca allí les habia metido contra su voluntad. Mas estos pobres no alcanzaron la buena dicha que los de Tehuacan, por la mucha falta que en aquel tiempo hubo de frailes y no haber paño para todos, y á esta causa quedaron en perpetuo desconsuelo. Consuélelos Dios como puede.
Libro cuarto de la historia eclesiástica indiana
Que trata del aprovechamiento de los indios de la Nueva España y progreso de su conversión
Prólogo al cristiano lector
Como en el libro tercero, para tratar la primera plantación y introducción del Santo Evangelio en esta Nueva España, fue menester escribir la venida de los doce frailes menores que la obraron, y de algunos otros que en aquellos principios les ayudaron, así también, habiendo de proceder adelante y tratar en este cuarto libro del progreso de esta nueva conversión y aprovechamiento poco o mucho de los indios, es justo que cuanto a lo primero se presuponga la venida a estas partes de los religiosos de otras órdenes, que juntamente con los Franciscos, con admirable ejemplo y suma diligencia cultivaron esta viña del Señor. Y porque a cada una de las órdenes incumbe el cuidado de dar entera y larga relación de lo que a su parte tocare, yo no haré sino darla sumaria y compendiosa de cómo comenzaron, y del estado en que ahora están sus religiones, haciendo memoria de singulares personas que la merecieron tener y de quien yo más noticia he podido haber. Lo mismo haré de los padres clérigos, que a imitación de los pobres religiosos, pobre y apostólicamente trabajaron en la conversión y ministerio de los indios en esta provincia de México, aplicando a cada una de las órdenes o estados un solo capítulo. Y por la misma forma aplicaré otro capítulo a cada una de las provincias de Michuacan, Guatemala y Yucatán, aunque son de nuestros frailes menores, tratando poco más que su fundación, remitiéndome en todo su progreso y suceso a lo que los historiadores de cada provincia escribieren. Y lo que de este cuarto libro se ha de notar son principalmente dos cosas: la una, que no tiene Dios tan desechada y puesta en olvido esta pobre nación indiana, cuanto los hombres del mundo la desechan y apocan; la otra, que si el fructo de su cristiandad y aprovechamiento no ha salido tan copioso como se podía desear, no ha sido tanto por falta de disposición de su parte, cuanto por la ocasión de inconvenientes que les han sido contrarios.
Capítulo I
De los primeros religiosos de la orden del padre Santo Domingo que fundaron su religión en esta Nueva España
Los primeros religiosos de la orden del padre Santo Domingo que vinieron a esta Nueva España, llegaron a la ciudad de México el año de mil y quinientos y veinte y seis, vigilia del glorioso S. Juan Baptista. Fuéronse a aposentar al convento de S. Francisco, donde los recibieron y trataron con mucha caridad, y estuvieron allí hasta que tuvieron casa para su morada. Vino por caudillo de ellos Fr. Tomás Ortiz, que había sido vicario del monesterio de Chiribichi que asolaron los indios por causa de un fulano Ojeda (como atrás queda contado) y mataron allí dos frailes, y él se escapó por hallarse ausente. En España negoció de traer para acá religiosos, de los cuales fueron siete los que de allí sacó, es a saber, Fr. Vicente de Santa María, Fr. Tomás de Berlanga, Fr. Domingo de Sotomayor, Fr. Pedro de Santa María, Fr. Justo de Santo Domingo, sacerdotes doctos y muy religiosos, y Fr. Gonzalo Lucero, diácono, y Fr. Bartolomé de Calzadilla, lego. Otros cuatro se le juntaron en la isla Española, es a saber, el padre Fr. Domingo de Betanzos, varón de gran santidad, Fr. Diego Ruiz, Fr. Pedro Zambrano, sacerdotes, y Fr. Vicente de las Casas, que aún era novicio, de suerte que por todos fueron doce. De estos padres, los cinco murieron pocos días después que llegaron a esta tierra, y otros cuatro se volvieron a España, es a saber, el mismo Fr. Tomás Ortiz, Fr. Vicente de Santa María, Fr. Tomás de Berlanga y otro con ellos, y así quedaron solos Fr. Domingo de Betanzos y el diácono y el novicio. Recibió el padre Betanzos en este tiempo muchos novicios, y viéndose solo con ellos concertó con el santo Fr. Martín de Valencia, que si Dios lo llevase de esta vida antes que tuviese ayuda de sacerdote de su orden, se encargase de mirar por su casa y por aquellos nuevos soldados de Cristo, enviando un sacerdote que les dijese misa, y el santo varón lo aceptó; aunque no fue menester, porque en breve volvió Fr. Vicente de Santa María con otros seis religiosos de España, y luego en el primero capítulo fue electo en vicario general. Fue este padre insigne predicador, y fundó la casa de México junto al sitio que ahora tienen, aunque al presente más suntuosa y con hermoso edificio y iglesia muy solemne. Los terceros religiosos vinieron de la Española con autoridad de su capítulo general para subjetar los de México a la isla, y por provincial Fr. Tomás de Berlanga, que después fue Obispo de Panamá, y un prior y subprior para México, y entre todos fueron veinte y dos los que vinieron. Fr. Domingo de Betanzos fue sobre este negocio a Roma, y alcanzó que esta Nueva España fuese provincia por sí, y llamáronla de Santiago, y así duró poco la subjeción a la Española. A la vuelta trajo consigo el padre Betanzos algunos religiosos de Castilla, y entre ellos a Fr. Pedro Delgado, muy principal religioso, y a Fr. Tomás de San Juan, el cual instituyó en México y a doquiera que estuvo la devota confradía de Nuestra Señora del Rosario, y dejó amasado en España que viniese por vicario general (como luego tras él vino) el maestro Fr. Domingo de la Cruz, varón de mucha santidad y letras. Entonces vinieron el presentado Fr. Andrés de Moguer, Fr. Pedro de la Peña, que fue Obispo de Quito en Perú, Fr. Pedro de Feria, Obispo que fue de Chiapa, Fr. Bernardo de Alburquerque, que fue Obispo de Guajaca, que por su mucha virtud, habiendo sido primero fraile lego, estudió y vino a ser provincial de esta provincia de México y después obispo, y a mi parecer (porque lo conocí) fraile santo y obispo santo. Después de estos vinieron otros muchos religiosos que en su historia nombrará el padre Fr. Domingo de la Anunciación (entre ellos digno de memoria) que los conoció a todos, y siendo de las mejores lenguas mexicanas que esta orden ha tenido, trabajó muchos años con los indios apostólicamente. Y no dubdo de que goza ahora del fructo de sus trabajos en el cielo, como sin duda gozará también otro venerable padre llamado Fr. Cristóbal de la Cruz, varón de extremada virtud y santidad. Las primeras casas que fundaron estos padres en pueblos de españoles, fueron en México, en la ciudad de los Ángeles y en Guajaca. También tomaron casas en Pánuco, en Guazacualco y en la Veracruz, aunque estas tres después las dejaron; pero en la Veracruz al cabo de muchos años ahora de nuevo hacen monesterio y también en el puerto de S. Juan de Ulúa. En pueblos de indios tomaron al principio en la comarca de México a Cuyoacan, Guaztepeque, Izúcar y Chimaluacan, y después otras muchas. En la Misteca y Zapoteca (que es otra tierra y de otros lenguajes, y algo apartada de México) tomaron al principio a Yanguitlan, y ahora están muy extendidos por aquella tierra, y es lo mejor que tienen al parecer, a lo menos en suntuosidad de iglesias y conventos, y en tener a los indios mas dóciles y obedientes que los de la comarca de México. En lo de Guatimala, que es parte de esta Nueva España, tienen otra provincia por sí. Aquello y esto de México fundó el padre Fr. Domingo de Betanzos en grande observancia, porque fue hombre austerísimo en el rigor de la penitencia de su propria persona, ejemplar y maestro de toda virtud, y así todo se ocupó en plantar su religión en la guarda de las costumbres y cerimonias santas en que había comenzado en el principio de su fundación en el tiempo del padre Santo Domingo. Y todos los compañeros que en aquella era tuvo, lo siguieron con extremado fervor, andando a pié y con hábitos pobres, como sus hermanos los frailes de S. Francisco. Y en ninguna manera quisieron admitir rentas, y duró esto por espacio de treinta años. Después la necesidad los debió de compeler a andar a caballo y tener rentas, aprovechándose en esto segundo de la concesión del sacro Concilio Tridentino. Con los indios cuasi no entendió el padre Betanzos, ni supo su lengua. De una su profecía, que los indios se habían de acabar (de que algunos hicieron mucho caso), lo que siento es que si señaló años, como se dijo, no acertó, pues los años son pasados y los indios no acabados. Y si no señaló tiempo, también lo profetizara otro cualquiera, conociendo la mucha cobdicia y orgullo de los españoles y la poca defensa de los indios, pues son sardinas en respecto de grandes ballenatos; cuanto más quien vio por sus ojos acabar a los de las islas, como este padre lo vio. Y pues hacemos memoria de los que la merecieron por haber trabajado fiel y apostólicamente en la obra de la conversión de los indios, razón será que se haga de quien entre los otros religiosos, más que otro alguno trabajó y más hizo por su conservación y cristiandad. Este fue el Obispo de Chiapa D. Fr. Bartolomé de las Casas, de esta orden del bienaventurado Santo Domingo, que aún antes de tomar aquel hábito, siendo clérigo en la isla Española, con cristianísimo y piadoso celo comenzó a llorar ante la clemencia divina y clamar ante los Reyes Católicos, poco antes de su muerte, y de D. Carlos su nieto, felicísimo Emperador, la gran destruición y asolamiento que nuestros españoles hacían en los indios naturales de estas regiones, y después siendo fraile y obispo renunció el obispado por hacerse procurador de ellos, asistiendo en corte de sus Majestades por espacio de veinte y dos años, donde pasando mucha penuria, trabajos y contradicciones, siendo avisado por algunos de sus frailes, y más por los Franciscos habitantes en esta Nueva España, de las vejaciones y daños que se hacían a los indios recién convertidos, con su buena diligencia fue parte para que muchos se remediasen, y sobre todo, que se libertasen los que eran tenidos por esclavos, y que no los hubiese de allí adelante entre los indios. Y sobre estas materias de su libertad y del buen tratamiento que se les debía hacer, y lo que nuestros Reyes de Castilla están obligados en su defensión y amparo, compuso muchos tratados en latín y en romance, muy fundados en toda razón y derecho divino y humano, como hombre muy leído y docto en todas buenas letras. Tengo para mí, sin alguna dubda, que es muy particular la gloria de que goza en el cielo, y honrosísima la corona de que está coronado por la hambre y sed que tuvo de la justicia y santísimo celo que con perseverancia prosiguió hasta la muerte, de padecer por amor de Dios, volviendo por los pobres y miserables destituidos de todo favor y ayuda. Émulos ha tenido hartos por haber dicho con desenfado las verdades. Plega a Dios que ellos hayan alcanzado ante Su Majestad alguna partecilla de lo mucho que él alcanzó y mereció, según la fe que tenemos. Por haberse extendido mucho esta provincia de Santiago de los padres Dominicos, se divide en dos distintas al tiempo que esto escribo. La principal, que es la de México, entiendo quedará con el nombre de Santiago, y la otra con título de S. Hipólito, que ahora se está fraguando este negocio.
Capítulo II
De los primeros religiosos de la orden del padre S. Augustín que fundaron su religión en esta Nueva España
Los primeros religiosos de la orden del bienaventurado Doctor de la Iglesia S. Augustín que vinieron a esta Nueva España, llegaron a la ciudad de México el año de mil y quinientos y treinta y tres. Vino por su superior Fr. Francisco de la Cruz, que ellos llamaron el Venerable, por su mucha santidad y virtud. Fue varón de continua oración y devoción y fervor de espíritu y de grande humildad. Trajo seis compañeros, a Fr. Augustín de la Coruña, que después fue Obispo de Popayan en Perú, a Fr. Gerónimo Jiménez de San Esteban, que floreció con grande ejemplo y santidad de vida, a Fr. Juan de San Román, a Fr. Juan de Oseguera, a Fr. Jorge Dávila, a Fr. Alonso de Soria, varón de mucha doctrina y ejemplo. A este religioso, predicando en la iglesia mayor de México contra la injusticia de hacer esclavos a los indios, lo hicieron echar del púlpito. Estuvieron estos siete padres en el convento de Santo Domingo cuarenta días, hasta que les prestaron una casa en la calle de Tlacuba, donde estuvieron algunos días, y después, con limosnas que por la ciudad recogieron, compraron una casa en el sitio donde ahora están, que por ser lugar bajo (como México está fundado sobre agua) se les ha hundido por veces lo que tenían curiosa y costosamente edificado (cosa de grandísima lástima); mas con todo esto tienen allí muy suntuosa iglesia y monesterio. Los segundos vinieron el año de treinta y cinco, solos seis, y por superior Fr. Nicolás de Ágreda, que era prior en su convento de Pamplona, y por venir a la conversión de infieles dejó el priorato. Los compañeros fueron Fr. Gil del Peso., Fr. Augustín de Balmaseda, Fr. Pedro de Pamplona, Fr. Juan de Aguirre, Fr. Lucas del Pedroso. A estos padres halló en Sevilla que ya venían para acá, Fr. Francisco de la Cruz, que iba a España por más frailes. Y así el año siguiente de treinta y seis trajo el dicho Fr. Francisco de la Cruz once frailes escogidos, que fueron los terceros, es a saber, Fr. Gregorio de Salazar, Fr. Juan Baptista de Moya (que habían sido nombrados para venir con los primeros), Fr. Diego de San Martín, Fr. Juan de Alva, Fr. Antonio de Roa, Fr. Antonio de Aguilar, Fr. Diego, de la Cruz, Fr. Pedro de Pareja, Fr. Juan de Sevilla, Fr. Augustín de Salamanca, Fr. Juan de San Martín, entre los cuales dio muestra de entera perfección y santidad el segundo arriba nombrado Fr. Juan Batista, que está enterrado en Guayangareo, ciudad de la provincia de Michuacan, fraile humílimo, paupérrimo, abstinentísimo y de extremada caridad para con todos, y finalmente, procediendo por las demás virtudes que hacen a un hombre santo, se le pueden aplicar en grado superlativo respecto de otros que llamamos virtuosos. Digo esto, porque lo conocí y experimenté su santidad. Juntamente con estos religiosos trajo Fr. Francisco de la Cruz, para leer artes y teología, al maestro que después tomó el nombre de la Veracruz, que viniendo seglar tomó el hábito para novicio en el puerto y ciudad de la Villarica, que por otro nombre llaman la Veracruz, y de allí le quedó el nombre de Fr. Alonso de la Veracruz. El cual por su mucho ejemplo de vida y ciencia en letras, ilustró y amplió mucho su orden en estas partes, y fue mucho tiempo lector de teología y catedrático de prima en la Universidad de México, y provincial de su orden, y ofreciéndole el Obispado de León y Nicaragua no lo quiso aceptar. En el año de treinta y nueve, Fr. Juan Estacio, viniendo por superior, trajo otros diez frailes en la cuarta barcada, y entre ellos a Fr. Diego de Bertanillo, gran religioso, al cual conocí siendo provincial andar a pie visitando su provincia (que es bien extendida y de tierras fragosas), aunque a la verdad en aquella sazón y tiempo ningún fraile de las tres órdenes andaba a caballo, sino compelido de manifiesta necesidad. Antes en aquellos tiempos (que fueron principio de la conversión de estos naturales) tuvieron ordenado estatuto estos padres, que por ningunos tiempos los religiosos de su orden en esta tierra recibiesen rentas, ni de los que tomasen el hábito de su orden heredasen legítima ni otra cosa por vía de herencia. Y así vinieron en mucha pobreza y penitencia, conformándose en todo las tres órdenes, como si fuera una sola, hasta que después la necesidad y mudanza de los tiempos y experiencia de cosas les hizo mudar parecer. Entre los demás religiosos de esta orden del sagrado Doctor Augustino, en esta su provincia de México, fueron dignos de memoria Fr. Juan de Medina, Obispo que fue de Mechuacan, y Fr. Pedro Juárez de Escobar, Obispo de Jalisco, verdaderamente santos obispos, y el maestro Fr. Juan Adriano, insigne predicador que con mucha aceptación sustentó el púlpito de México todo el tiempo de su vida, habiendo sido dos veces provincial de su orden. Y entre otros muchos que hubo, tampoco es de olvidar Fr. Esteban de Salazar, que después de haber predicado algunos años con la misma aceptación y aplauso en esta Nueva España, se volvió a la vieja y tomó el hábito de la Cartuja. Anda impreso un libro suyo de mucha erudición (aunque en lengua vulgar), intitulado Discursos de la Fe. Tienen los padres Augustinos en esta su provincia, que comprende lo de México y Michuacan, más de setenta monesterios, de suntuosos edificios y ricos ornamentos.
Capítulo III
De algunos padres clérigos que haciendo vida apostólica predicaron y doctrinaron a los indios en esta Nueva España
Porque esta nueva Iglesia indiana en sus principios fuese arreada con variedad de varones apostólicos, y que de todas las órdenes que entonces aquí se hallaban hubiese tales ministros cuales para la edificación de los nuevos en la fe convenían, quiso Nuestro Señor Dios poner su espíritu en algunos sacerdotes de la clerecía, para que renunciadas las honras y haberes del mundo, y profesando vida apostólica, se ocupasen en la conversión y ministerio de los indios, confirmando y enseñándoles por obra lo que les predicasen de palabra. Entre estos se señaló con grandes ventajas el canónigo llamado Juan González, ejemplo y dechado de toda virtud. Fue este santo varón natural de Valencia de Mombuey, del Obispado de Badajoz, hijo legítimo de Juan González y de Isabel García, honrados vecinos de aquel pueblo y de buena vida. Pasó a estas partes mozuelo, por ventura en demanda de un su pariente llamado Ruy González, que fue conquistador, en cuya casa estuvo algunos años después que vino de España, estudiando en México la latinidad, y después oyendo el derecho canónico de los primeros catedráticos que hubo en esta tierra. Inclinóse al estado eclesiástico, y en él fue de los prelados de la Iglesia con mucha aceptación recibido, por ser mancebo a todos amable, y de aspecto, condición y costumbres como de un ángel. Ordenólo de corona y grados, y de subdiácono y diácono, el primero Obispo de Tlascala D. Fr. Julián Garcés, y de misa el de México Fr. Juan Zumárraga. El cual viéndolo al cabo de algunos días en el pueblo de Ocuituco (que era como su recámara) aprendiendo la lengua de los indios y que ya predicaba en ella, cobróle tanta afición y devoción, que lo llevó a su casa y lo tuvo en su compañía hasta que le procuró un canonicato en su Iglesia de México, el cual sirvió mientras vivió el obispo y después algunos pocos años. Mas no hallando en aquel honroso estado el contento que su humilde espíritu pedía, y considerando lo mucho que podía servir a Dios ayudando a sus prójimos en la conversión de los indios, habiendo tanta falta (como entonces había) de ministros, renunció el canonicato, proponiendo de vivir pobre y apostólicamente sin recurso ni proprio adminículo de hacienda temporal. Viéndolo puesto en este estado de pobreza el Virey D. Luis de Velasco, el Viejo, rogóle mucho y importunóle que tomase un aposento en su palacio apartado de conversación, donde se estuviese recogido conforme a su deseo, sin obligación de le decir misa ni hacer alguna otra cosa más de estarse en su casa y compañía, y que él lo proveería de lo necesario para su comer y vestir. Aceptólo el siervo de Dios por dar contento al virey y por hallarse del todo descuidado de su temporal menester; mas no pudiendo allí excusar importunaciones de personas que se le encomendaban, y como su deseo era ayudar a los indios, a cabo de algún tiempo despidióse del virey y fuese al pueblo de Xuchimilco (que era de mucha gente), y allí estuvo algunos años ayudando a los frailes menores en la doctrina de los naturales, como uno de los súbditos de aquel convento. Y deseando aún más soledad que aquella (por ser Xuchimilco ciudad populosa de indios y acudir allí a esta causa muchos españoles), pasóse a otro pueblo de menos bullicio junto a Tezcuco, llamado Guaxutla (donde yo esto escribo), y con beneplácito del guardián, recogióse en una ermita del apóstol Santiago, visita de este convento, encargándose de confesar, predicar y baptizar a los indios de aquella vecindad. Lo mismo hizo últimamente en otra ermita de la Visitación de Nuestra Señora, subjeta en la doctrina al convento de S. Francisco de México, donde perseveró muchos años y acabó el curso de su vida. Cuando comenzó esta vida eremítica y solitaria, fue dejando las cosillas y libros que tenía, repartiéndolos por algunos conventos de nuestra orden y entre algunos religiosos particulares amigos suyos. Quedóse con sola una sotana de buriel grueso y un sombrero, y su calzado eran unas sandalias que usan los indios, caminando a pie como los frailes Franciscos. Era muy ocupado en la lección de los libros y en la santa oración y contemplación, y en esto repartía el tiempo y en ayudar a los naturales en sus necesidades espirituales, y a veces en las temporales. No recibía de ellos otra cosa sino sola la comida, y esa muy poca y mal aderezada, como ellos se la querían dar, aunque para su condición bastaba, por ser muy abstinente y penitente. Por su grande ejemplo de vida santa y doctrina, era muy querido y respetado, de los indios, y no menos lo fue de todos los españoles, teniéndolo todos en opinión de santo, en especial los potentados y tribunales, como vireyes, arzobispos y obispos y inquisidores, y entre ellos se le mostró aficionadísimo el reverendísimo Arzobispo que al presente es de México, D. Alonso de Bonilla, siendo inquisidor y deán de la Iglesia. Al cual el bendito Juan González respetaba y obedecía como si fuera su prelado, y ninguna cosa hacía sin su parecer y licencia. Y así después de haberla pedido para cualquier cosa al proprio prelado, que era el arzobispo, y juntamente a su provisor, también la pedía a su padre y señor el inquisidor. Y era tan temeroso de su conciencia y tan subjeto a la obediencia de sus mayores, habiendo renunciado del todo la voluntad propria, que todos sus papelejos (porque están cuando escribo esto en mi poder), fuera de los testimonios de las órdenes que recibió y algunos semejantes, los demás son memoriales de las licencias o exenciones que se le daban para las menudencias que él pedía, y van todas al tono siguiente: « viernes diez y seis de mayo de mil y quinientos y setenta y dos años me exceptó el señor inquisidor de cualquier mandato que su merced tuviese mandado. Viernes diez y ocho de julio del dicho año dispensó su merced con los libros que tengo. Viernes veinte y siete de julio de mil y quinientos y setenta y seis años me dio el señor inquisidor licencia para escribir,» como si no hubiera tenido antes veinte licencias de los arzobispos, y todo va de esta manera. Siendo el católico Rey D. Felipe nuestro señor informado de la cualidad de su persona, y cómo había renunciado el canonicato y se ocupaba en doctrinar a los indios, fue muy edificado de ello y envió una su cédula muy honrosa y favorable, mandando al virey de esta Nueva España que con particular cuidado tuviese mucha cuenta con la persona del padre Juan González y le hiciese proveer de todo lo necesario a su mantenimiento y vestuario, y le diese todo favor y calor para la obra de la doctrina en que se ocupaba. Llegado este siervo de Dios a la última vejez, fue llevado del sobredicho señor inquisidor a su casa, donde tenía el regalo que su edad había menester, y no dejaba de decir misa, que era todo su consuelo, y comenzóla a decir el día antes que muriese, que era último de diciembre, víspera de año nuevo del año de noventa (que pocos menos años debía él tener), aunque no la acabó, porque después del credo le dio la enfermedad de la muerte, y espiró el día siguiente del año nuevo a la una hora del día, y el otro adelante fue su cuerpo enterrado con la solemnidad con que pudiera ser sepultado el mismo arzobispo, concurriendo el pueblo y tribunales de la ciudad, la cual toda recibió grande edificación y devoción en ver que los indios de la ermita donde él solía estar, acudieron con sus candelas encendidas, a honrar el cuerpo de su muy amado ministro. El día de los Reyes, que después se siguió, fue a decirles misa en su ermita y a predicarles un religioso de S. Francisco; y diciéndoles entre otras cosas tuviesen memoria del ejemplo y doctrina que aquel bienaventurado padre les había dado, para imitarle, todos se derritieron en lágrimas. Y de estas supe que tuvo especial don este siervo de Dios, como demás de personas religiosas que lo conversaron, da testimonio de ello un bufetillo que quedó en su celda del oratorio, en medio del cual tenía fijado un Cristo enclavado en la cruz, y fuera de lo que ocupaba la peaña del Cristo, lo demás del bufete estaba regado de unos goterones gruesos de lágrimas, que aunque estaban enjutas, se mostraban bien señaladas y gruesas. Según parece debía de ponerse de codos sobre la mesilla o bufete contemplando el Cristo, y a sus pies derramaba aquellas lágrimas en abundancia. Otras se hallaron en los corporales con que decía misa.
Capítulo IV
En que se prosigue la materia del precedente
Propuesto había de dar solo un capítulo a los padres clérigos, no entendiendo se me ofrecería tanta materia. Mas por la obligación que hay de particularizar algunas de sus cosas, y por ser tan pocos en número, y porque por ventura ninguno hará memoria de ellos, y por no ser fastidioso con largo capítulo, hago este segundo, donde contaré la vida de otro muy singular y excelente varón, llamado Juan de Mesa. Fue este siervo de Dios natural de Utrera, villa del Andalucía, y siendo mozuelo se vino a las Indias (como Juan González y otros muchos lo han hecho) a contemplación de un tío suyo que era encomendero de un pueblo llamado Tempuhal, en la provincia de la Guasteca, setenta leguas de México, aunque de diferente lengua. Y con ser bárbara y dificultosa, como era niño el Juan de Mesa, pegósele de tal suerte, que fue consumado en ella, y único predicador de aquellos indios después del padre Fr. Andrés de Olmos. Dióle Dios tan buena alma, que en su puericia y mocedad no se derramó en las vanidades que en aquella edad suelen ser comunes a los hijos de los hombres, mayormente en tierra tan ocasionada como es esta de las Indias, antes se aficionó al estudio de las letras con intento de servir a Dios en el estado eclesiástico; y como llegase a tener edad y suficiencia, luego se ordenó sacerdote, el cual oficio ejercitó con grande ejemplo de todos y aprovechamiento de aquellos naturales, predicándoles y peregrinando de pueblo en pueblo, particularmente por las fronteras de Tanchipa y Tamaholipa y Tamezin, que confinan con los Chichimecos infieles, caminando como apostólico varón, siempre a pie, y no pretendiendo otra cosa sino la salvación de las almas. Aprovechóle, a lo que entiendo, para esto la doctrina y ejemplo del santo varón Fr. Andrés de Olmos, que anduvo muchos años por aquella tierra convirtiendo y baptizando los moradores de ella. Y lo mismo aprovechó a otro padre clérigo muy siervo de Dios, llamado Luis Gómez, que después tomó el hábito del bienaventurado S. Augustín, y habiendo vivido muchos años en él con mucho ejemplo de vida y religión, murió en Guaxutla de la Guasteca el año de mil y quinientos y noventa y dos. Con este padre bendito, siendo clérigo, se acompañó el padre Juan de Mesa, y ambos anduvieron juntos en la mocedad, sembrando la palabra de Dios por aquellas fronteras. A cabo de algún tiempo que Juan de Mesa era sacerdote, estando para morir el tío, como careciese de hijos y viese en el sobrino tanta virtud y celo de las almas, parecióle que a ningún otro mejor podía encomendar la suya y fiar la hacienda que tenía para que se emplease en servicio de Dios, que a él, y así demás de haber procurado que se le encomendase el beneficio de su pueblo y sus anexos, lo dejó por heredero de todos sus bienes. Y él lo aceptó, no por cobdicia que tenía de bienes terrenos, sino por dispensarlos fructuosamente en aprovechamiento de muchos, mayormente descargando la conciencia del tío en lo que pudiera estar cargada por haberse servido de aquellos indios. Y cuanto a lo primero, él no quiso recibir salario o estipendio por el beneficio que servía, diciendo que él no servía al rey de la tierra en aquel beneficio, sino al del cielo. Lo segundo no quiso recibir cosa alguna de los indios (aunque se la quisiesen dar), sino pagándosela primero. Lo tercero, demás de ampararlos de toda vejación de españoles en cualquiera ocasión, por evitar del todo que no se les ofreciese con achaque de comprar comida los pasajeros, no consentía que algún español comiese en otra parte sino en su casa y a su costa, porque decía que con esto irían más contentos los caminantes, pues él procuraría de regalarlos más que los indios, y demás de esto se evitarían los inconvenientes y ofensas de Dios que en otras partes suele haber. No quiso tampoco servirse jamás de indios, sino de los esclavos que tenía morenos, a los cuales no trataba como a esclavos, sino como a hijos, para dejarlos libres y bien enseñados después de sus días. Teníalos todos casados dentro de su casa, y tan doctrinados como si se criaran en un monesterio de frailes, no sólo en las cosas de la fe, cristiandad y buenas costumbres, mas tan instruidos, que pudiesen predicar cuando él no podía, por ser muy quebrado y que a veces se le salían las tripas; como lo hizo uno de los morenos en presencia del reverendísimo Arzobispo D. Pedro Moya de Contreras, estando impedido con aquella enfermedad su amo, de que el arzobispo recibió muy particular contento. Hacia este padre muchas buenas limosnas, así para casar huérfanas, como para remediar otras necesidades. A los religiosos de S. Francisco tenía especial devoción, y de ordinario daba a sus monesterios de aquella comarca toda la carne y velas de sebo que habían menester, sin otras limosnas, y a algunos de ellos que conocía y con quien se comunicaba, escribía por momentos consultando todas las dudas que se le ofrecían, que eran muchas, por ser él muy escrupuloso y temeroso de su conciencia. Era en sumo grado limpio, y así en el aseo de las cosas del altar y de su persona ponía en admiración su limpieza, resplandeciendo juntamente en lo de su casa el celo de la pobreza, porque no se servía de alhajas si no eran de palo o de barro, y así jamás se vio en su mesa cosa alguna de plata. Siendo ya viejo, y hallándose cansado, renunció el beneficio y apartóse con su gente a la soledad, haciendo una casilla pequeña junto a la laguna de la villa de Tampico, a la parte del poniente, donde estuvo algunos meses ocupándose en solo el aparejo de su alma. Y viendo que se acercaba el fin de sus días, fuese a otra villa llamada Pánuco, poblada de españoles, donde en breve murió, y fue a gozar de Dios, según los ejercicios, trabajos y ejemplos de su santa vida. Fue tan honestísimo y recatado este siervo de Dios en conversar con mujeres, que se cree partió de este mundo virgen como entró en él. Otro sacerdote conocí habrá poco menos de cuarenta años, que llamaban el padre Urbano, de nación aragonés (si bien me acuerdo), gran latino y griego, que había enseñado latinidad en México a hijos de vecinos, y queriendo también ayudar en su vejez a los indios (porque era buena lengua mexicana), andaba de pueblo en pueblo peregrinando a pie, y predicando, sin recibir cosa más de una pobre comida. Vílo entonces en el valle de Toluca y lo hospedé en el convento de aquella villa, y nunca más supe de él ni dónde acabó la vida, solo sé que fue varón apostólico. De los padres de la Compañía (aunque no llegaron al tiempo de la nueva conversión de los indios de esta Nueva España) puedo decir que después que vinieron, con su ejemplo y doctrina han aprovechado mucho en la confirmación de su cristiandad, porque tienen muy buenas lenguas que les predican, y han recogido algunos hijos de principales en colegios, y les enseñan con todo cuidado en las cosas de nuestra fe, y a leer y escribir y latinidad, según lo usan con los hijos de los españoles. Y demás de esto hacen algunas entradas en las fronteras de tierras de infieles bárbaros, donde poniendo a riesgo sus vidas, no es menos sino que su predicación y ejemplo de vida hará impresión en aquellas duras almas, como la continua gotera que por tiempo cava la piedra.
Capítulo V
De la fundación de la provincia de Michoacan, y de los primeros religiosos que en ella florecieron
Michoacan, en la lengua de México, se deriba de michi, que quiere decir pescado, y así Michoacan significa lugar donde hay abundancia de pescado, como lo hay en aquella tierra, porque hay en ella una grande y hermosa laguna de donde se saca mucho y muy buen pescado. Era reino por sí Michoacan antes que viniesen los españoles a estas partes; y aunque no cae lejos de México (porque comienzan los términos o mojones menos de treinta leguas hacia el poniente), nunca los Reyes de México los pudieron subjetar, por ser gente belicosa la de aquella provincia, más corpulenta y dispuesta que la mexicana. Venidos los españoles, como Moctezuma vio que el capitán D. Fernando Cortés no se quería retirar, habiéndoselo él mucho rogado, sino que pretendía llegar a México, envió sus mensajeros al Rey de Michoacan, confederándose con él (porque antes eran enemigos y siempre se hacían guerra), y pidiéndole socorro para que ambos se ayudasen contra los españoles, porque no los privasen de sus reinos y señoríos que poseían. Y puesto que al principio le pareció bien el consejo al Rey de Michoacan, en su lengua llamado Caczonci, y aceptó la embajada; después mejor aconsejado, sin hacer aparato de guerra, se ofreció a la obediencia del Emperador y Rey de Castilla, y cuando supo que habían llegado a México los doce predicadores del Santo Evangelio, vino en persona a verlos, entrado ya el año de veinte y cinco. Y satisfecho de cómo enseñaban a los naturales de México, pidió con mucha instancia al padre Fr. Martín de Valencia que le diese uno de sus compañeros para que enseñase la ley de Dios a sus vasallos naturales de Michoacan. El varón santo le dio al padre Fr. Martín de Jesús, que por otro nombre se llamaba de la Coruña, con otros dos o tres religiosos de los que después de los doce habían venido de España. Estos fueron los que comenzaron a predicar el Santo Evangelio y fundaron la fe católica y religión cristiana en aquel reino y provincia, y tras ellos fueron otros a les ayudar, así como iban veniendo de España. Y por ser tan religiosos y observantes los frailes que en aquellos principios venían, fundaron su religión en aquella tierra, en grande pobreza y rigor de penitencia; y después de esta provincia del Santo Evangelio (que fue la madre y cabeza de las otras en esta Nueva España), siempre tuvo aquella de Michoacan más copia de varones santos que otra alguna de las Indias. Desde el año de veinte y cinco hasta el de treinta y cinco, no tuvo lo de Michoacan título de custodia, sino que como de las demás casas de esta provincia (que entonces era custodia), venían también de allá los guardianes al capítulo que acá se celebraba; y porque en esto recibían mucha molestia, en el año de treinta y cinco (en el cual esta custodia del Santo Evangelio se hizo provincia en el Capítulo General de Niza), entonces también lo de Michoacan se hizo custodia, con concierto que de los frailes que viniesen de España les diesen allá la tercia parte; y con este título de custodia estuvo subjeta al provincial de esta provincia del Santo Evangelio, por espacio de treinta años, hasta que el año de sesenta y cinco, en el Capítulo General que se celebró en Valladolid, se erigió en provincia por sí, con título de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo. Tiene esta provincia más de cincuenta conventos, porque fuera de lo que es Michoacan comprende otro reino más adelante hacia el poniente, que llaman de Jalisco o Nueva Galicia, cuya cabeza es la ciudad de Guadalajara, donde reside Audiencia Real y obispo de Nueva Galicia: mas el de Michoacan tiene su silla en Guayangareo. Hase tratado de dividir lo de Jalisco de Michoacan, y hacerlas dos provincias distintas, y entiéndese que antes de muchos años habrá efecto. Hay también en lo de Michoacan algunos conventos de la orden del bienaventurado S. Agustín, y en lo de Jalisco no más de dos o tres, y no hay frailes de otra religión que tengan cargo de la doctrina de los indios. Entre los que plantaron la fe en aquellas partes y son dignos de perpetua memoria, tiene el primado el padre Fr. Martín de Jesús, por haber sido allí el primero y principal prelado y uno de los doce, y tenido siempre en opinión de santo. En el segundo lugar pongo a Fr. Antonio de Segovia, que vino de las casas recoletas de la provincia de la Concepción, varón de admirable santidad y vida observantísima: de quien no se puede más decir sobre el testimonio que de él dio el siervo de Dios Fr. Alonso de Escalona, uno de los más austeros y penitentes que en estas partes ha habido. Tratando este bienaventurado con un su compañero de los varones santos que en esta tierra habían conocido, y habiendo nombrado muchos, llegando el compañero a nombrar a Fr. Antonio de Segovia, dijo el santo viejo Escalona como admirado: «¡Oh! ese sobre todos.» Vino este apostólico varón Fr. Antonio a estas partes de edad de cuarenta años, y trabajó fidelísimamente en la conversión de los indios otros cuarenta, y al cabo de su vejez lo visitó Nuestro Señor con un gran regalo para su alma, que perdió la vista y cegó: y lo tuvo (como he dicho) por gran regalo. Y así solía él decir: «No vi hasta que cegué.» Mas por esto no dejó de trabajar, como solía, y aún con mucho más fervor, predicando y confesando, y doctrinando y peregrinando. Yo lo vi en un Capítulo que tuvimos en la ciudad de Guaxocingo, que vino de más de cien leguas a pie, así ciego como estaba, y vino en su compañía otro gran siervo de Dios, y muy letrado, llamado Fr. Jacobo Daciano, natural de Dacia y descendiente de aquella casa real. Había sido provincial en aquella su tierra, y viendo que estaba toda contaminada de herejías, y que iba de mal en peor cada día, oyendo la mucha mies que Dios había descubierto en estas regiones, pasó a ellas con licencia del Emperador Carlos V, cuyos buenos sucesos siempre encomendaba a Nuestro Señor muy particularmente, y cuya muerte también supo el mismo día que murió, y luego le hizo sus honras. Fue el primero que administró a los Tarascos el santísimo sacramento de la Eucaristía, y supo muy bien aquella lengua y la mexicana. Floreció Fr. Miguel de Bononia, flamenco, que supo cinco lenguas diferentes de indios, y en ellas predicó y convirtió a muchos, y Fr. Juan Badiano, francés, de la provincia de Aquitania la antigua. Estos dos fueron luego al principio compañeros del padre Fr. Martín de Jesús, y con ellos Fr. Pedro de las Garrobillas, que fue muy diestro en la lengua indiana, y quitó los abominables sacrificios de Zacatula, y le acaecía en un día quebrantar mil ídolos. Fr. Antonio de Beteta, que había sido maestro de novicios en el convento del Abrojo, cerca de Valladolid, y también en esta tierra, excelente lengua de los indios, fue algunas veces custodio; y habiendo dicho primero la hora en que había de morir, murió cantando Te Deum laudamus. Fr. Ángel de Valencia, de la provincia de Valencia, verdaderamente ángel en condición, conocílo provincial, y pienso fue el primero de los provinciales de aquella provincia. Este padre, poco antes que muriese, habiendo estado como en éxtasi y arrobado un rato, vuelto en sí como despertando de un sueño, dijo aquellas palabras que Santa Isabel dijo a la Reina del cielo cuando la visitó: «Unde hoc mihi? ¿Dónde merecí yo que la Madre de mi Dios y Señor venga a visitarme?» Por donde se entendió que también fue servida de visitar en aquella hora a su siervo. Fr. Juan de S. Miguel, famosa lengua y excelente predicador (que hizo bajar de las montañas muchos indios que vivían derramados por ellas haciendo vida silvestre, y los juntó en poblaciones en los llanos), instituyó los hospitales que son de grandísima utilidad en aquella provincia: y dio el orden que tienen de sustentarse como se sustentan, lo que entre los mexicanos no ha habido remedio que tuviese buen efecto. Fr. Maturino Gilberti, francés, de la provincia de Aquitania, notable trabajador con los indios; y de gran compasión en ver la falta que tenían de ministros, traía contino en su boca aquellas palabras del profeta Jeremías: «Los pequeñuelos pidieron pan, y no había quien se lo partiese.» En la lengua tarasca (que es la de Michoacan) ninguno le hizo ventaja, y en ella compuso una obra de mucha doctrina. Otro francés hubo de Aquitania, llamado Fr. Juan de la Cruz, gran siervo de Dios y buen obrero de su viña. De la provincia de Castilla florecieron Fr. Francisco de Oropesa y Fr. Francisco de Torrijos. Del Andalucía Fr. Gerónimo de la Cruz, que padeció hartos trabajos por defensión de los indios, y Fr. Francisco de la Cruz, a quien (según se dice) se le tañeron las campanas cuando murió. Fr. Daniel, lego italiano que tomó el hábito en la provincia de Santiago, fue ejemplarísimo en su vida y de extremada penitencia. Trajo más de cincuenta años vestida a las carnes una cota de hierro. Ayunaba continuamente tres días en la semana a pan y agua, y más todas las vigilias que se ofrecían; no tenía cama ni otra cosa en su celda, dormía arrimado a un maderillo que tenía en un rincón de ella; era continuo trabajador, en especial en el oficio de bordar, y lo enseñó a los indios, primero en esta provincia y después en la de Michoacan y Jalisco, adonde murió; dándole la extremaunción le hallaron una cadena gruesa ceñida al cuerpo y la disciplina con que se azotaba, de cadenilla de hierro. No procedo más adelante en nombrar los varones santos que florecieron en aquella provincia, porque quererlos contar todos sería nunca acabar. Tiene esta dicha provincia de largo ciento y veinte leguas, y de ancho cincuenta.
Capítulo VI
De la fundación de la provincia de Yucatán y de los apostólicos varones que florecieron en ella
Yucatán, que algunos llaman Campeche por un pueblo y puerto que tiene, y otros Champoton, es una provincia que por la mayor parte parece isla, a la manera de España, porque por las tres partes es cercada de mar, aunque diferentemente, porque a Yucatán la cerca el mar por el oriente y poniente y septentrión, y solamente por la parte del mediodía entra en tierra firme. Y así por aquella parte se extienden más sus términos de norte a sur, y de oriente a poniente no tiene más de cien leguas. Estará Yucatán como trescientas leguas de México o poco menos a la parte del oriente, algo desviada al mediodía, de suerte que las naos que vienen de España al puerto de la Veracruz la dejan a la mano izquierda. Es tierra muy cálida, aunque sana por ser seca, que en la superficie no tiene ríos ni lagunas, sino que toda la agua de que se sirven es de pozos, y son de ríos que corren por debajo de tierra. Los hombres mueren de pura vejez, porque no hay las enfermedades que en otras tierras, y si hay malos humores, el calor los consume, y así dicen que no son menester allí médicos. Cerca de la fundación de aquella provincia en lo espiritual, y de la introducción del Santo Evangelio en ella, es de saber que el primero que llegó allí a dar noticia de nuestra fe y predicarla a los indios, fue el padre Fr. Jacobo de Testera, en el año de treinta y cuatro, con otros cuatro religiosos, siendo actualmente custodio de esta custodia que era de México, antes que se hiciese provincia, porque este padre (como hombre de singular espíritu y ferventísimo celo de la salud de las almas) no se contentó con procurar la doctrina y enseñamiento de las que tenía a su cargo en lo que era el Reino de México y sus comarcas, sino que quisiera convertir y traer al conocimiento de su Criador no solo a todos los indios, más aún a todas las gentes del mundo. Y con este deseo no dejó pedazo de tierra de lo que entonces por acá estaba descubierto que no anduviese. Y así fue a Michoacan y a Guatimala (según me lo afirma un indio que hoy día vive, criado suyo que consigo llevó a España cuandofue al Capítulo General de Mantua), aunque de ello no he tenido noticia por otra vía. Fue también (como ahora lo iba diciendo) a Yucatán, donde halló muy buen acogimiento en los indios, y mucha disposición y aparejo para imprimir en ellos la palabra de Dios, a quien dió muchas gracias por las muestras que daba de querer obrar salud en aquellas sus criaturas. Comenzó a juntar y enseñar a los hijos de los más principales, como se había hecho en lo de México, y con ellos juntamente servían él y sus compañeros las cosas de la iglesia, y trabajaban de apartar a los naturales de la tierra del servicio de los ídolos, con lo cual se les iba allegando mucha gente. Visto por los soldados españoles que los frailes tenían a los indios ya domésticos y congregados en la escuela, comenzaron a sonsacarlos y servirse de ellos, y a desordenarse en tanto grado, que totalmente les impidían la doctrina, porque ya con mucho trabajo apenas los podían juntar, y a los que acudían no les daban lugar para aprender lo que los frailes les enseñaban. El Fr. Jacobo iba a la mano en esto a los soldados, y en otras exorbitancias y excesos que de contino hacían, de donde comenzaron a tener entre sí rencillas y disensiones. Y tales obras hicieron ellos al bendito padre, y tal tratamiento, que fue compelido a dejarlos y volverse a México, llevando consigo a sus compañeros, viendo que con tanto estorbo, y sin tener favor, no se podía hacer fructo en aquellas ánimas, las cuales por entonces quedaron sin doctrina. Dicen que fue tanta la insolencia de aquellos malos cristianos, y que tan del todo perdieron el temor de Dios y vergüenza de los hombres, que traían allí ídolos comprados o tomados de otras partes y se los vendían a aquellos indios de Champoton, y les decían que no creyesen lo que les predicaban los frailes, sólo por tenerlos desocupados de doctrina para servirse de ellos en lo que les querían mandar. ¿Qué más mal que éste se puede decir de hombres baptizados y hijos de cristianos viejos? ¿Y qué es lo que no hará la malvada cobdicia, pues trae al hombre cristiano a tan maldita blasfemia? No sin causa el Apóstol a la cobdicia o avaricia llamó servidumbre de ídolos, pues hace que el cristiano los haga adorar, negando a su Dios verdadero. Los segundos religiosos que llegaron a Yucatán fueron unos que el padre Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo, siendo provincial de esta provincia del Santo Evangelio, envió en busca de nuevas gentes para les predicar la ley de Dios y reino de los cielos, como lo refiere el padre Fr. Toribio Motolinea, compañero suyo (que ambos eran de los doce). Dice, pues, el padre Fr. Toribio, que el de Ciudad Rodrigo envió el año de treinta y siete cinco frailes por la costa del mar del norte, y que fueron predicando y enseñando a los naturales por los pueblos de Guazacualco y Tabasco, donde había una población de españoles que se nombra Santa María de la Victoria, y llegaron a Xicalango. Y pasando la costa adelante, fueron a Champoton y a Campeche, que son pueblos de lo que los españoles llaman Yucatán. Y en este camino y entre estas gentes se detuvieron dos años, y hallaban en los indios habilidad y disposición para venir a nuestra fe y creencia, porque oían de grado y deprendían la doctrina cristiana (y esto sería como la ausencia del padre Fr. Jacobo los dejó con la leche en los labios). Y que estos frailes notaron en aquellos indios dos cosas; la una, que trataban verdad, y la otra que no tomaban cosa ajena, aunque estuviese muchos días caída en la calle. Esto es lo que dice el padre Fr. Toribio. Y (según parece) aquellos cinco religiosos dieron la vuelta a México al cabo de los dos años, porque no llevaban instrucción de quedar por allá, sino de volver a la presencia de su prelado. Los terceros que llegaron a Yucatán y comenzaron a hacer allí asiento, fueron cuatro religiosos que el mismo Fr. Toribio (de quien acabo de hacer mención) envió allí desde Guatimala el año de cuarenta y dos. Porque pasa así, que recién vuelto del Capítulo General de Mantua por comisario general el padre Fr. Jacobo de Testera, envió al sobredicho Fr. Toribio a Guatimala con doce frailes que para este efecto había sacado de la provincia de Santiago (que es la de Salamanca), de los cuales el dicho Fr. Toribio, llegado a Guatimala y proveído lo que convenía para aquella tierra, envió desde allí los cuatro que tengo dicho a Yucatán; varones bien suficientes para plantar de nuevo lo que se pretendía. Cuyos nombres fueron, Fr. Luis de Villalpando, buen letrado y notable religioso, y el primero que supo la lengua de aquella tierra y que hizo arte y vocabulario en ella; Fr. Lorenzo de Bienvenida, que perseveró allí mucho tiempo y trabajó por aquella planta hasta hacerla provincia, como después se dirá; Fr. Melchior de Benavente, santo religioso, que por serle muy contrario a su salud y quietud el calor de aquella tierra, se vino en breve a esto de México, a do santamente perseveró, como se podrá ver en su vida en el quinto libro de esta Historia; Fr. Juan de Herrera, lego, que tuvo allí escuela muchos años y sacó muchos y muy hábiles discípulos lectores, escribanos y cantores, y después vino a esta provincia de México, y de aquí pasó a la custodia de Zacatecas, por ventura llevado del Espíritu en estas mudanzas, para alcanzar lo que acá no pudiera, porque allí lo mataron los Chichimecos, como han hecho a otros muchos frailes, según adelante se verá. Con estos religiosos tuvo asiento la doctrina y predicación de nuestra santa fe en lo de Yucatán. Tras estos fueron otros que les ayudaron y aprendieron aquella lengua, enseñándosela Fr. Luis de Villalpando, que por esto y por ser el primero que la supo y predicó con ejemplo de esencial religioso, es digno de memoria. Y también lo es Fr. Lorenzo de Bienvenida, por lo mucho que trabajó y diversos viajes que hizo hasta poner a Yucatán en forma y título de provincia. Porque (contando sus peregrinaciones) cuanto a lo primero, no teniendo más de dos monesterios, uno en la ciudad de Mérida, donde están los españoles, y otro en Campeche, vino a México cerca de los años mil y quinientos y cincuenta, y alcanzó del padre Fr. Francisco de Bustamante (que a la sazón era comisario general de todas las Indias occidentales) que aquellas dos casás, por estar tan remotas, hiciesen custodia por sí y fuese subjeta a esta provincia de México. Después, teniendo algunas más casas, fue al Capítulo General de Aquila en Italia, que se celebró año de mil y quinientos y cincuenta y nueve, y allí negoció que de aquella custodia de Yucatán y de la de Guatimala se hiciese una provincia, concertando que los Capítulos se celebrasen a veces, y los provinciales también se eligiesen una vez de una parte y otra vez de otra, y cuando el provincial fuese de Yucatán, el guardián de Guatimala fuese vicario provincial de toda aquella parte (por estar lejos lo uno de lo otro), y cuando el provincial fuese de Guatimala, el guardián de Mérida fuese su vicario en lo de Yucatán. Mas (según la solicitud de Fr. Lorenzo) no pudieron durar mucho estos conchabos, porque también fue al Capítulo General de Valladolid, y allí negoció que lo de Yucatán y Guatimala cada una de las partes fuese provincia por sí, y a la de Yucatán intituló de S. José. Tiene al presente veinte y dos conventos, y no hay en todo aquel obispado otros religiosos sino solos los de S. Francisco, y de cinco obispos que hasta el día de hoy ha tenido, los cuatro han sido frailes franciscos. Fr. Francisco de la Torre, de la provincia de Santiago, fue de los que más trabajaron con aquellos indios, con ejemplo y doctrina, porque era muy buena lengua de aquella tierra, y aunque fue algunas veces custodio y provincial, siempre se mostró a todos muy humilde, por lo cual fue de todos, así españoles como indios, muy amado y respetado. Dicen tuvo espíritu de profecía, y que poco antes de su muerte lo vieron en oración levantado de la tierra. Lo que yo sé es que lo conocí por muy siervo de Dios, y dotado de singular paciencia, en una terrible enfermedad que padeció de asma, para la cual vino a buscar remedio a esto de México, y no lo hallando se volvió, y de ella murió. Fr. Diego de Landa, de la provincia de Toledo, fue también muy prima lengua de aquella nación y grande obrero en ella por espacio de muchos años. Tuvo grandes contradicciones y persecuciones de españoles, porque les reprendía ásperamente las tiranías que usaban con los indios, y aun de los mismos indios, porque halló ritos de idolatrías en algunos de ellos después de cristianos, y los hizo castigar con algún rigor, por lo cual dicen que con hechicerías o encantaciones intentaron de lo matar, mas siempre lo guardó el Señor y escapó de sus manos. Siendo guardián un año que hubo en aquella tierra grandísima hambre, de que murieron muchos españoles y indios, faltando aún seis meses para la cosecha, y apenas teniendo para un mes al sustento de su convento, mandó que a ninguno que llegase a pedir pan en la portería se le negase. Y proveyendo a todos abundantemente, al cabo de la hambre se halló la misma cantidad de maíz que había cuando aquello mandó en su casa. Fue a España sobre que le imponían y criminaban el rigor del castigo de los indios, y aun el obispo, que era fraile de su propria orden, era el que más lo acusaba. Empero examinada la causa en el Real Consejo de las Indias, conocidos sus méritos y vida inculpable, muriendo el obispo su contrario, fue promovido en obispo de aquella Iglesia de Yucatán. Dicen que predicando, por veces vieron sobre su cabeza una corona, y encima de ella una estrella. Vino por obispo el año de mil y quinientos y setenta y tres, y murió el de setenta y nueve. A su muerte, los que antes le habían sido enemigos vinieron a confesarlo por santo y amado de Dios; tanta es la fuerza que tiene la verdad, que aunque a tiempos adelgace por la malicia humana, al cabo se viene a manifestar. Está muy concertada aquella provincia de Yucatán, así en lo que toca a la religión de los frailes como en la doctrina y aprovechamiento de los indios. Y débelo de causar ser sola una la lengua de ellos, y ser de una sola orden los ministros; y lo principal, no residir españoles en los pueblos de indios.
Capítulo VII
De la fundación de la provincia de Guatemala, y de los santos varones que en ella florecieron
La provincia de Guatemala cae doscientas y cincuenta leguas de México entre el oriente y el mediodía. Es mucha tierra y doblada y de poca gente, aunque ella en sí muy templada, fértil y abundante de mantenimientos. El año de treinta y nueve salieron de la provincia de Santiago seis religiosos, según parece, pedidos por el primer Obispo de Guatimala D. Francisco Marroquín, y a su costa los trajo a esta Nueva España y provincia de México, y fueron estos Fr. Alonso de Casaseca (que el Rmo. Gonzaga llama Eras) por caudillo de los otros, Fr. Diego Ordóñez, Fr. Gonzalo Méndez, Fr. Francisco de Bustillo, Fr. Diego, de Alva, sacerdotes, y Fr. Francisco de Valderas, lego. Partiéndose de aquí para Guatemala enfermó el prelado Fr. Alonso de Casaseca, y murió en Tepeaca, donde está enterrado. Llegaron los cinco a la ciudad de Guatemala, y fueron recibidos con mucha alegría, caridad y honra, así de los españoles como de los indios, que ya tenían noticia de los frailes Franciscos, y en gran manera deseaban gozar de su doctrina. Y luego con particulares limosnas que les hicieron se compró un solar y sitio a do se edificase el monesterio, y en lo que primeramente pusieron su cuidado fue en aprender la lengua de los indios. Mas como eran pocos para tanta gente, con acuerdo del mismo obispo y de la Real Audiencia, enviaron a España por frailes al lego Fr. Francisco de Valderas, hombre de toda confianza y muy diligente. Y como tal, con mucha brevedad llegó a España y negoció que le diesen de la misma provincia de Santiago doce frailes, y se los dieron muy religiosos y doctos, y los trajo por el mismo camino que él y sus compañeros primero habían traído, desembarcando en el puerto de San Juan de Ulúa, que es de esta provincia de México. Y por llevarlos de presto a Guatemala (como el camino de aquí para allá es largo y trabajoso, y ellos venían fatigados de la mar) los más de ellos murieron, y así fue poca la ayuda que llevó el hermano lego. Mas proveyó Dios que por otra parte la tuviesen, porque en el mismo tiempo, viniendo del Capítulo General de Mantua el padre Fr. Jacobo de Testera por Comisario General de Indias con ciento y cincuenta frailes, envió a Guatimala al padre Fr. Toribio Motolinea con doce de ellos, todos de la misma provincia de Santiago, como ya queda dicho. Entre estos fue uno Fr. Pedro de Betanzos, que en aquellos principios supo mejor que otros la lengua de los indios (que es muy bárbara y dificultosa de pronunciar), y en ella compuso arte y vocabulario, y después un Fr. Francisco de la Parra la perficionó, añadiendo cuatro o cinco letras, o por mejor decir, caracteres, para mejor pronunciar aquella lengua, porque no bastaban las de nuestro a, b, c. Vuelto el padre Fr. Toribio a esta provincia de México, de allí a poco tiempo comenzó a desmedrar aquella plantación y estuvo en términos de desbaratarse, porque entrado por Comisario General el padre Fr. Francisco de Bustamante, y informado de que aquellos religiosos no andaban concordes entre sí, enviólos a llamar que se viniesen todos a México. Mas el buen Obispo D. Francisco Marroquín (como devotísimo de nuestra religión) no lo consintió, antes los detuvo, escribiendo al comisario. El cual después hubo de ir en persona acompañando al ilustrísimo D. Antonio de Mendoza, su muy íntimo devoto y amigo, que iba por virey al Perú, año de cincuenta o cincuenta y uno. Entonces les tuvo capítulo y les dió título de custodia del Nombre de Jesús, porque hasta allí no se regían sino por un comisario que ellos entre sí eligían, o se lo señalaba el prelado superior. Después en el Capítulo General de Aquila, arlo de cincuenta y nueve, por negociación de Fr. Lorenzo de Bienvenida (como queda dicho), de aquella custodia y de la de Yucatán se hizo una provincia, y últimamente en el Capítulo General de Valladolid, año de sesenta y cinco, ambas a dos custodias se hicieron provincias. Tiene al presente ésta de Guatemala veinte y dos monesterios de nuestra orden y muchos de ellos muy pobres y de poca gente. Los padres Dominicos tienen catorce conventos, sin los pueblos de visita, donde tienen casas mejores que las de nuestros monesterios, y demás de esto tienen buenos conventos en lo de Chiapa y Verapaz, que es todo una provincia. Los padres de la Merced tienen seis partidos. Los padres clérigos tienen veinte y dos, todos en tierra caliente y rica, a causa del cacao que allí se hace, y es fruta a la manera de almendra, que seca se trae y corre por toda la Nueva España, y sirve de moneda para comprar menudencias; y molida en polvo para brebajes cuotidianamente usados. La ciudad principal y cabeza donde está la catedral y reside la Real Audiencia (llamada de los Confines), se nombra también Guatimala, tomando el nombre universal de la provincia; aunque los españoles cuando la comenzaron a poblar la intitularon Santiago, tomando por su patrón a este bienaventurado apóstol. Entre los religiosos que en aquella provincia florecieron, se pueden con razón contar los muy doctos y observantísimos padres Fr. Antonio Quijada y Fr. Diego Ordóñez, de la provincia de Santiago, aunque no acabaron en Guatemala sus días, sino el uno en la custodia de Zacatecas, que fue el Ordóñez, y el otro en el convento de México, de quien se hará mención en el quinto libro. En el convento de Guatemala está sepultado Fr. Francisco del Colmenar, que trabajó y perseveró allí muchos años, ayudando siempre a españoles y indios, con fama y opinión de santo. Estando un español llamado Alonso Gutiérrez cerca de aquella ciudad con una llaga incurable, su mujer, Juana López, teniendo mucha confianza en las oraciones de este varón santo, escribióle dos renglones rogándole afectuosamente encomendase a Dios su marido, que estaba en peligro de la vida, a lo cual respondió el bendito padre que así lo haría. Ella, como vio letra de aquel en quien tenía tanta fe, y creía que por medio suyo les haría Nuestro Señor misericordia, no curó de más, sino que puso luego el billete del siervo de Dios sobre la llaga de su marido, con que quedó luego sano. Cuando murió este padre, concurrió toda la ciudad, españoles y indios, hombres y mujeres, a su entierro, por haber alguna partecilla de su ropa o algunos cabellos. Fue grande su sinceridad, humildad, pobreza y penitencia, trayendo siempre cilicio a raíz de sus carnes. No quedó atrás en este caso Fr. Gonzalo Méndez, que (como arriba se dijo) fue de los primeros que vinieron de la provincia de Santiago a fundar aquella de Guatemala, adonde perseveró. Y después de haber sido por veces custodio y provincial, con notable ejemplo de santidad, murió, y se enterró en el mismo convento, habiendo dicho primero la hora en que había de morir. Vivió en la religión en suma aspereza y penitencia. Nunca admitió jamás más que un solo hábito viejo, caminando siempre descalzo y a pie, y durmiendo en el suelo por cama y un palo por cabecera. Tuvo extremada afición al cristianísimo Emperador Carlos V, y después de su muerte continúa memoria de encomendar a Dios su ánima, hasta que tuvo revelación de cómo había salido del purgatorio. Esta revelación descubrió al tiempo de su muerte a Fr. Juan Casero, provincial de aquella provincia, el cual dio testimonio de ello firmado de su nombre y sellado con el sello de su oficio. Y porque saber las terribles tempestades que en nuestros tiempos han sucedido en la ciudad de Guatemala nos puede hacer provecho para considerar cuán espantosas serán las que a todo el mundo sobrevernán en su fin, y que por ventura estamos cerca de él (pues se cumplen las señales con que nuestro Redentor nos dejó prevenidos), referirlas he aquí con la brevedad posible, aunque por otra parte querría dilatar el caso, por haber en él entrevenido un manifiesto juicio de Dios, que a todos los mortales nos debe ser ejemplo, y por esta causa acordé de hacer de ello particular capítulo.
Capítulo VIII
De la prodigiosa tempestad que destruyó la ciudad de Guatemala, y de la desastrada muerte de dos principales personas
Para entendimiento de lo que hemos de decir, se ha de presuponer que la ciudad de Guatemala tiene cerca de sí tres volcanes, que son cerros muy altos y aguzados, dentro de los cuales (según la experiencia que de algunos de ellos y de otros semejantes se tiene) hay materia de fuego, por haber cantidad de piedra zufre o alcrebite. Y a esta causa muchas veces en los más de estos volcanes se enciende fuego, y por las bocas que tienen echan humo. Y en algunos acaece esto de ordinario cada día una u dos veces, o más, y por otra parte se ve que casi de todos ellos salen fuentes o arroyos de agua, siendo estos dos elementos tan contrarios. Al pie del uno de estos tres volcanes, que es redondo, y tendrá por el pie doce o trece leguas de boj, fundaron y edificaron los españoles ciudad luego que ganaron aquella tierra, y llamáronla de Santiago. Hase también de presuponer que el capitán que la conquistó fue D. Pedro de Alvarado, caballero muy valeroso, que había venido en compañía de D. Fernando Cortés a la conquista de México, donde los indios por su gentileza y disposición lo llamaron «el Sol;» y por haber sido capitán general en lo de Guatemala, se le concedió el título de adelantado de aquella provincia. Éste había edificado en la ciudad de Santiago muy hermosas casas, donde tenía a su mujer, doña Beatriz de la Cueva, y él andaba por diversas partes de las Indias con mucha prosperidad, entendiendo en otras conquistas y descubrimientos de tierras. Y en aquel año que sucedió la tormenta de Guatemala, que fue el de cuarenta y uno, había él llegado a esta Nueva España por la mar del sur con una gruesa armada de quince navíos, que en la mar del sur son acá como ciento en la Europa, y por eso decimos ser gruesa armada. Llegado al puerto, supo cómo los indios de Jalisco estaban alzados y retraídos en seis peñoles o cerros muy fuertes a do se defendían, y bajaban a ofender a los españoles cuando veían la suya. Supo también cómo el Virey D. Antonio de Mendoza iba en persona sobre ellos con más de quinientos españoles de caballo y un ejército de cien mil indios cristianos. Y pareciéndole que Dios lo había traído para hallarse en semejante empresa, fue a mostrar su valor en aquella jornada. Andando, pues, en aquella guerra, el día de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo, habiendo subido a uno de los peñoles do estaban fuertes los indios alzados, fue tanta la multitud que de ellos cargó, y con tanto ímpetu, que hicieron retraer a los españoles por la cuesta abajo, y a los indios amigos con ellos. Y volviendo el adelantado por una ladera, que debía de ser bien agra, vio que venía de lo alto rodando un caballo, y por mejor guardarse no diese sobre él, apeóse del suyo, y puesto (a su parecer) en cobro, dio el caballo en una peña, y de allí tornó a resurtir hacia donde estaba el adelantado, y por mucho que quiso desviarse, embistió y dio con él el caballo por la cuesta abajo, rodando hasta que fue a parar en unas matas. Y aunque de presto lo socorrieron, sacáronlo medio muerto sin sentido. Volvió en sí, y vivió cuatro días, y en ellos le dio Dios entero juicio y entendimiento para se confesar y ordenar su ánima, que no fue pequeña misericordia del Señor. La nueva de su muerte llegó a su mujer a Guatemala en principio del mes de setiembre, porque hay de donde murió hasta aquella ciudad más de trescientas y cincuenta leguas. La doña Beatriz tenía tan desordenado amor a su marido, que fue demasiado y excesivo el sentimiento que hizo. Mandó teñir de negro toda su casa, dentro y fuera; no quería comer, ni beber, ni recibir consuelo de nadie, ni consejo. Hacía y decía cosas que ponían espanto a los oyentes. En especial traía en la boca una blasfemia con que respondía muchas veces a los que la consolaban, diciendo que ya no tenía Dios más mal que le hacer. Comenzáronse a hacer las obsequias de su marido, y comenzó Dios a llover por el mismo tiempo, principio de setiembre, y el día de la Natividad de Nuestra Señora (que era jueves) arreció más el agua, y prosiguió de la misma manera el viernes y sábado siguientes. Y particularmente el sábado, que fueron diez días del dicho mes, a las dos horas de la noche vino a deshora de lo alto del volcán muy gran tormenta y torbellino de agua, en tal manera y con tan gran ímpetu y fuerza, que arrancaba de camino piedras y peñas tan grandes como casas de indios, que son pequeñas, y las traía consigo con tanta velocidad como si fueran corchos, y árboles grandísimos y vigas sinnúmero, y la terrible fuerza y inundación de las aguas acanaló derechamente hacia las casas del adelantado, llevando las paredes de la huerta y los naranjos y otros árboles y algunos aposentos flacos. A este ruido se levantó doña Beatriz, y de la cámara donde estaba se pasó a un oratorio que cerca tenía, con otras once mujeres. Los hombres que estaban en casa habíanse levantado y la fuerza del agua los había llevado. Y llamando a otras doncellas y mujeres que estaban en otro aposento, queriendo ellas pasar hacia el oratorio o capilla, tomólas la corriente del agua en el camino y llevólas cada una por su parte, y de siete que eran escaparon las cuatro, que las llevó la tormenta cuatro tiros de ballesta fuera de la ciudad, y allí las hallaron a la mañana, habiéndolas tenido a todas por muertas. El agua subió muy alta en la casa del adelantado y la derribó, y mató a la desdichada doña Beatriz de la Cueva, que se había subido sobre el altar y estaba abrazada con una imagen y con una niña encomendándose a Dios. Murieron con ella las otras mujeres, y todas juntas fueron enterradas a la mañana en una sepultura, salvo a doña Beatriz, que la enterraron conforme a su estado como a señora tan principal. Quedó solamente en pie aquella cámara a do esta señora primero estaba cuando se pasó al oratorio, y dicen que si no saliera de ella no muriera. Yo digo que si no saliera de ella, por ventura el oratorio quedara en pie, y aquella cámara fuera la que mejor cayera. ¿Qué sabemos si aquella tormenta y tempestad principalmente la enviaba Dios por ella? Según de lo referido, se puede sospechar debió ser juicio y castigo de Dios que vino por su mano, y aún podría ser que para mayor bien de la defunta, según son grandes las misericordias de nuestro Dios, y lo mismo la desastrada muerte de su marido, para provecho de sus almas, pues ambos a dos tuvieron tiempo de arrepentirse de sus pecados y volverse a Dios, el cual recibiría sus trabajosas muertes y dichos en que caían en bocas de los hombres, por parte y en cuenta de satisfacción de sus culpas. Mayormente que de la doña Beatriz (que tuvo menos tiempo y no se pudo confesar) se dice era tenida en reputación de muy buena cristiana y muy honesta y virtuosa señora, y aquellos extremos que hizo y blasfemia que dijo, pudieron ser fuera de su entero juicio, como hemos visto perderlo por algún espacio personas cuerdas con sobrada y repentina pena, y en volviendo en sí luego se arrepienten de lo que han dicho o hablado. Estuvo este caballero D. Pedro de Alvarado casado primero con hermana de la doña Beatriz, y de ninguna de ellas le dio Dios hijos, que se tuvo por primera señal de que no le plugo este segundo casamiento, ni se paga de los tales. Y después con el suceso que hemos relatado se confirmaron los hombres en esta opinión. Y verdaderamente esto se tiene por larga experiencia muy conocido que nunca a Dios le placen ni agradan los tales casamientos, y que demás de no dar por la mayor parte hijos a los que así contraen, o permitir que no gocen de ellos, se les siguen otros muchos trabajos, como de ello hemos visto los que somos vivos hartos ejemplos, y hallamos otros escritos en muchos libros. Destruyó aquella tormenta la mitad de la ciudad de Guatimala, y por aquella parte que alcanzó la avenida del agua con las piedras, arena y cieno (que a partes subió una lanza en alto) murieron más de seiscientos indios y muchos españoles, y de estos más fueron mujeres que varones, y muchos niños, porque como cada uno buscaba su remedio, y la noche era escura y la tempestad tan recia, quedaban desamparados los que por sí no se podían valer. Ahogáronse también muchos caballos y otros muchos ganados, y perdióse mucha hacienda, y riquezas de gran valor.
Capítulo IX
En que se continúa la materia del pasado, contando cosas maravillosas. Y se trata la fundación de la provincia de Nicaragua
Pudiérase tener esta tempestad por meramente casual o natural, pues en todas partes fue aquel año de muchas aguas, que en otras partes hicieron grandes daños, sino que juntamente con ser tan terribles y espantosos los aires que corrían (que parecía probablemente andar por ellos los demonios), hubo señales de que andaban en formas visibles. Porque como a un español y a su mujer los hubiese tomado una gran viga debajo y los tuviese en punto de morir, llegó por allí un negro grande, y el español le rogó que les quitase aquella viga de encima, porque estaban para espirar, y el negro le preguntó: «¿Eres tú Morales?» y él respondió: «Sí soy.» Luego el negro con mucha facilidad levantó la viga, y saliendo Morales debajo de ella, tornóla a soltar sobre la mujer, la cual murió allí luego. Y afirmó este español que vio ir al negro por la calle adelante como si fuera por suelo enjuto, lo cual parecía imposible naturalmente en cuerpo humano, porque había dos estados de cieno y lodo, sin el agua, y según esto no podía ser sino algún demonio, pues que ángel no aparecería en figura de negro. Vieron también una vaca o toro con un cuerno quebrado y en el otro una soga arrastrando, que andaba por la plaza de la ciudad y arremetía contra los que querían ir a socorrer la casa del adelantado. Y a un español que pasaba adelante lo atropelló, y por dos veces lo tuvo debajo del cieno, que fue maravilla escapar. Y todos tuvieron por cierto que aquel animal que allí pareció, más fuese demonio que toro o vaca, como a quien quiera parecera lo mismo según toda razón. Afirmaron los indios que la corriente que de la sierra bajaba trajo tras sí dos muy grandes dragones, que tenían los ojos tan grandes como copa de sombrero, y que la misma corriente los llevó camino de la mar, que no está muy lejos. Quedó aquella ciudad tan destruida y asolada, que no había hombre que quisiese quedar en ella. Y así fue que luego los vecinos hicieron en el campo una ranchería, y allí sus casas de paja, hasta que se pasaron media legua pequeña de allí en el mismo valle, a la parte del norte, edificando otra ciudad que también la llamaron Santiago, donde no sabemos si tienen más seguridad, como a la verdad para los juicios de Dios y casos que tiene ordenados no la hay en parte alguna del mundo. Dígolo porque en el año de mil y quinientos y ochenta y uno, de otro volcán (de los tres que dije están por allí cerca) salió tan grande ímpetu de fuego, que parecía querer abrasar la ciudad con toda su comarca. Esto fue a veinte y seis de diciembre, y otro día siguiente salió tan grande copia de ceniza, que encenizada la ciudad y todo el valle, el aire se escureció y se volvió a manera de niebla tan espesa, que totalmente impidió la luz del sol y causó tinieblas; de suerte que en la mitad del día los ciudadanos tuvieron necesidad de alumbrarse con candelas. Y muchos hombres y mujeres con temor se fueron por los montes buscando cuevas en que se meter. Y si no fuera por un recio viento cierzo que Dios por su misericordia proveyó, con que se detuvo el salir de las cenizas y se ausentaron las que causaban aquella escuridad, sin duda se hubiera de desamparar aquella ciudad como la primera. Mas no pararon aquí las tempestades, porque el año siguiente de ochenta y dos, por el mes de enero, salió del mismo volcán tan grande ímpetu de fuego por espacio de veinte y cuatro horas, que bajando y discurriendo por las laderas del monte a la manera de un velocísimo río, volvía en ceniza los altísímos y poderosos árboles, y las muy grandes piedras y peñascos convertía en brasas de fuego, echando de sí el monte en este tiempo truenos, relámpagos y rayos, y saetas abrasantes como cometas. Y la tierra fue tan abrasada y comida del fuego, que en muchas partes parecía haber descubierto sus entrañas. Y un pueblo de los indios que estaba dos leguas de allí, lo volvió todo en ceniza, aunque por la piedad divina ninguno pereció, porque temiendo el peligro lo desampararon. Los españoles vecinos de la ciudad pensaron ser allí consumidos, y preveniendo el remedio para lo presente y para lo de adelante, tomaron de nuevo por sus abogados a los gloriosos Santiago y S. Sebastián (aunque de antes lo eran), haciendo cada uno sus particulares votos y promesas, y reconciliándose con mucha voluntad los que hasta allí andaban entre sí enemistados y divisos, lo cual haciendo, y componiéndose todos con Dios, cesó la llama de fuego. Y ofreciéndoseme a mí ocasión tan a propósito (aunque algo me alargue), ingratísimo sería a la clemencia divina y al beneficio de los dos gloriosos santos aquí nombrados, si no manifestase a todos los que este libro leyeren lo que me sucedió con su intercesión, y es que en el año de mil y quinientos y setenta y seis, siendo yo indigno guardián del convento de la ciudad de Xuchimilco, cuatro leguas de México, y corriendo en aquel año muy grave pestilencia por toda esta Nueva España, de que murieron (a lo que creo) más de quinientos mil indios, y muriendo muchos en Xuchimilco (como en las demás partes), dije al pueblo que en aquella necesidad tomásemos un santo por abogado, con promesa de hacerle un altar en aquella iglesia (que es bien solemne, pues tiene sesenta tercias de vara en ancho con ser de una nave), y que lo pidiésemos al Señor echando suertes con muchos nombres de principales santos. Echamos las suertes, y cúponos el sagrado apóstol Santiago. Y aunque aflojó la pestilencia, no dejaba de picar y morir harta gente. A cuya causa, llegando la festividad del bien aventurado S. Sebastián en el año siguiente, nos pareció de tomarlo por segundo abogado, pues generalmente lo es en toda la cristiandad para la peste, con promesa de levantarle otro altar; con que cesó la mortandad de aquel pueblo. Y yo les levanté luego sus dos altares a los lados de las gradas por do suben al altar mayor, a costa de las limosnas del convento, con sus retablos bien labrados y dorados, y las figuras de los dos santos de talla, que en sus fiestas se ponen en andas y los llevan en procesión. Y los indios cantores de la iglesia todos los días a las vísperas les hacen juntamente conmemoración. Lo que en este caso me admiró fue, que salido yo de allí en breve para otro convento, me escribieron que por mandado del Virey D. Martín Enríquez, se había contado la gente de aquel pueblo, y se halló antes más que menos de la gente que estaba por matrícula cuando comenzó la pestilencia, con haberse enterrado en aquel tiempo millares de indios. Y (si no me engaño) me lo escribió el mismo guardián que me sucedió, que (según me dicen) lo es cuando esto escribo, año de noventa y cinco, en el convento del Abrojo, bien afamado en España, junto a Valladolid, el padre Fr. Diego de Velasco, que lo tendrá en memoria. Toda esta digresión he hecho sin tenerlo, en pensamiento, por ser cosas maravillosas y dignas de ser sabidas, aunque van fuera de la principal materia. Volviendo, pues, a ella, réstame para concluir este capítulo que trataba de Guatemala, con escribir brevemente la fundación de otra nueva provincia que cae cerca de ella, más adelante hacia los Reinos del Perú, aunque entra en lo de la Nueva España, y es la de Nicaragua, que contiene también a Costarica. Tuvo su principio de que el año de mil y quinientos y cincuenta fue de Guatemala a lo que llaman Costarica, Fr. Pedro de Betanzos, de la provincia de Santiago, a quien Dios comunicó gracia de lenguas. Y habiendo trabajado mucho con los de Guatemala (cuya lengua supo escogidamente, como arriba queda dicho), quiso emplearse otra temporada con los de Costarica, que estaban todavía infieles. Y ayuntándose a él otros dos religiosos que habían venido de España con el licenciado Caballón, hicieron mucho fructo en la conversión de aquellas gentes. A este tiempo Fr. Lorenzo de Bienvenida, que a la sazón estaba en Yucatán, fue a Guatemala, y sabiendo que Fr. Pedro de Betanzos había desamparado aquella custodia, y ídose a Costarica, fue en su demanda con intento de hacerle volver a Guatemala. Mas acaecióle al revés, porque pudieron más las persuasiones del Fr. Pedro para hacerle quedar allí en su compañía. Y desde a poco tiempo se les juntó otro compañero, llamado Fr. Juan Pizarro, de la provincia de S. Miguel, que habiendo estado algunos años en Yucatán, por ciertas mohínas que tuvo con el gobernador, se fue en seguimiento de Fr. Lorenzo, que era el que más había sustentado aquello de Yucatán. Estando, pues, estos cinco religiosos ocupados en aquella obra, pareciéndole a Fr. Lorenzo de Bienvenida que para lo mucho que allí había que desmontar eran pocos los obreros, embarcóse para España, donde recogidos treinta frailes, volvió con ellos a Costarica, que es del Obispado de Nicaragua, para donde fue luego proveído por Obispo el padre Fr. Antonio de Zayas, de la misma orden franciscana, de la provincia del Andalucía. El obispo procuró otros treinta frailes de la mesma provincia, y por su comisario a Fr. Pedro Ortiz, y alcanzó del padre Francisco de Guzmán, que a la sazón era Comisario General de Indias, que de los frailes que llevaba Fr. Pedro Ortiz en su compañía y de los que estaban en Costarica, se hiciese una provincia que se intitulase de S. Jorge, y el comisario lo concedió por entonces, que era el año de setenta y cinco. Mas porque no bastaba esta erección de prelado particular sin la autoridad del Capítulo General, después en el que se celebró en París, año de setenta y nueve, se confirmó en provincia de S. Jorge, con número de doce conventos.
Capítulo X
De las jornadas y misiones que a los principios se hicieron para descubrir nuevas gentes. Y cómo el Señor no permitió que alguno de los doce se emplease en otra parte
Después que el siervo de Dios Fr. Martín de Valencia hubo predicado y enseñado, juntamente con sus compañeros, la palabra de Dios en México y en las provincias sus comarcanas por espacio de ocho años, quiso, a ejemplo de nuestro Redentor, ir a otras ciudades y tierras a predicar y enseñar su Santo Evangelio. Y como fuese prelado, dejó en su lugar un comisario, y de sus compañeros y de otros que de España habían venido en su busca, tomó ocho compañeros, y con ellos fue a Teuantepeque, puerto en el mar del sur, que dista de México más de cien leguas, para allí se embarcar y ir adelante; porque siempre tuvo como cosa cierta el varón santo que había otras muchas gentes que descubrir por la mar del sur. Y para este viaje que tanto deseaba, el marqués del Valle le había prometido navíos que le pusiesen a él y a sus compañeros por la derrota que su espíritu le dictaba, adonde Dios los guiase, y allí libremente predicasen el Evangelio de Jesucristo, sin preceder conquista por medio de armas. Estuvo en Teuantepeque esperando los navíos siete meses, que para aquel tiempo habían quedado los maestros de darlos acabados, y para mejor cumplir su palabra, el marqués desde su villa de Cuernavaca (a do era su continua residencia, que está once leguas de México), fue en persona a Teuantepeque al despacho de los navíos. Mas con toda la diligencia que él pudo poner, no se acabaron en aquel tiempo, porque en esta tierra con mucha dificultad y costa y muy a la larga se echan los navíos a la mar. Parece que aún no era llegado el tiempo que aquellas gentes se descubriesen. Ni tampoco quiso Dios que faltase la presencia de tal padre a estas plantas tan tiernas en la fe. Ni quiso (como luego lo diremos) que de los doce que él había escogido para principio y fundamento de esta conversión, alguno de ellos se ocupase en otra empresa. Pues viendo el siervo de Dios Fr. Martín, que los navíos le faltaban, y que el capítulo de la custodia se acercaba (para el cual él tuvo entendido que sería de vuelta, dejada ya descubierta otra gente), volvióse a México, dejando allí tres de sus compañeros para que acabados los navíos fuesen en ellos a descubrir. En el tiempo que el bendito padre se detuvo en Teuantepeque no estuvo ocioso él ni sus compañeros, sino que demás de su acostumbrado ejercicio de la oración (en que entonces más que nunca se ocuparon, aparejando sus ánimas al Señor y pidiéndole cumpliese en ellos su divino beneplácito), también ayudaron a los naturales de aquella comarca, predicándoles por toda ella, y volviéndoles en su propria lengua (que llaman zapoteca) la doctrina que les enseñaban. Y lo mismo hicieron a la ida en todos los pueblos por do pasaban. Y entre los demás pasaron por uno, llamado Mictlan, que quiere decir infierno o lugar de muertos, a do hubo en tiempos pasados (según hallaron las muestras) edificios más notables y de ver que en otra parte de la Nueva España. Había un templo del demonio y aposentos de sus ministros, maravillosa cosa a la vista, en especial una sala como de artesones, y la obra era labrada de piedra de muchos lazos y labores. Había en el templo muchas portadas, cada una de tres piezas grandes, una pieza de una parte y otra de la otra, y otra en lo alto. Eran tan gruesas y tan anchas, que en pocas partes de España se hallarán otras tales. Hay en aquellos aposentos una sala que los pilares de ella son redondos, y cada uno por sí de una pieza, y tan gruesos, que dos hombres abrazados a ellos apenas tocan con las puntas de los dedos. Serían de cinco brazas en alto con lo que decían estar debajo de tierra, semejables a los que dicen están en Roma en el portal de Santa María la Redonda. Cosa era maravillosa lo que el santo varón Fr. Martín de Valencia anhelaba y deseaba el descubrimiento de la China, puesto que entonces aún no había noticia de ella, sino que en espíritu le estaba revelada. Y derramando muchas lágrimas encomendaba continuamente a Nuestro Señor este negocio, suplicándole tuviese por bien de descubrir aquellos gentiles y traerlos al conocimiento de su santo Nombre, encorporándolos en el gremio de su Iglesia. Decía, tratando de esto espiritualmente, que aquellas gentes que estaban por descubrir, serían más hermosas y de más habilidad que éstas de la Nueva España. A estos comparaba a Lia y a los otros a Raquel. Decía más, que si Dios le diese vida, estaba aparejado en su vejez para emplear otros diez años con aquellas gentes, como había hecho con éstas. Y éste su ferviente deseo no perdió su mérito ante el acatamiento divino. Empero no quiso el Señor que en tiempo de éste su siervo se descubriesen, y fue servido de las descubrir en el nuestro, para los que él tenía diputados y escogidos en ministros de aquella conversión. Considerando muy bien esto un muy íntimo familiar del santo Fr. Martín, después de su muerte decía, que cuando es la voluntad de Dios que una gente infiel capaz de recibir la fe católica se descubra, para que esto venga a noticia de los fieles cristianos, lo quiere revelar a algunos siervos suyos que lo encomienden mucho al Espíritu Santo, y de ellos venga también a noticia, de personas hábiles y tales cuales convienen para aquel descubrimiento. Y así con las oraciones de aquellos sus siervos y con la industria de los otros se merezca descubrir la tal gente y tierra. Y que de esta manera (por ventura) quiso Dios revelar a su siervo Fr. Martín de Valencia las gentes que buscaba y deseaba ver, no para que él las viese, sino para que con sus ruegos y de otros sus siervos, las mereciesen descubrir y ver aquellos que ese mismo Dios para ello tiene escogidos y determinado que las descubran y conviertan. Los tres religiosos que dejó en Teuantepeque para que aguardasen los navíos y en ellos fuesen a descubrir tierras, tampoco quiso el Señor que saliesen con su intención, puesto que era santa y buena. Y sería por ventura (aplicándolo a nuestro propósito) porque el uno de los tres era de los doce primeros, es a saber, Fr. Martín de la Coruña, o de Jesús, a quien se había encomendado el apostolado de Mechuacan. Y (según parece) sabiendo este padre cómo su caudillo Fr. Martín de Valencia se iba a embarcar en busca de otras nuevas gentes, con el mismo espíritu dejó lo de Michuacan en manos de sus compañeros y vino a México, adonde se acompañó y anduvo esta jornada con el dicho padre, aunque en ella ni en otra que después intentó no tuvo el beneplácito de Dios, antes le resistió y puso estorbos para que dejase los nuevos designios y volviese a su primero llamamiento, como al fin hubo de volver y acabar la vida en Michoacan. Embarcáronse él y los otros dos en Teuantepeque cuando estuvieron acabados los navíos, y al cabo de algunos días que navegaron (como iban a tiento y no sabían la derrota que habían de llevar), cansáronse los marineros y también ellos mismos, y así los hubieron de echar en tierra en la misma costa de esta Nueva España. No escarmentó de esta el buen Fr. Martín de la Coruña con el fervor de su buen espíritu, sino que quiso probar la segunda vez lo que Dios ordenaba de su persona, y metióse en otros navíos que iban también en busca de nuevas tierras, y fueron a parar a una isla donde ni hallaron gente ni que comer, y padecieron mucha hambre, tanto que de ella murieron muchos españoles y indios que llevaban consigo. De suerte que compelidos del gran trabajo y necesidad hubieron de volverse a esta tierra. Otros dos de los doce, Fr. Juan Juárez y Fr. Juan de Palos, lego, determinaron de ir en otra armada que Pánfilo de Narváez llevaba a la Florida, y sin aprovechar cosa alguna murieron en aquella tierra, también de pura hambre, con otros españoles. Otro de los doce, movido con celo de la religión, quiso ir con otros compañeros a la isla Española, y llegados al puerto donde se habían de embarcar, ordenó Dios un estorbo con que no pudo cumplir su viaje, y se volvió. El primero provincial que se eligió después que de custodia se hizo provincia ésta del Santo Evangelio, llamado Fr. García de Cisneros, uno de los doce, estaba determinado de pasar en España, pareciéndole que la obediencia del Sumo Pontífice le obligaba a ir al santo Concilio Tridentino, que entonces se comenzaba, por ser prelado principal en esta nueva Iglesia. Y estándose aparejando para hacer este viaje (que por ventura fuera para no volver), fue el Señor servido de atajarlo, llevándolo a su gloria. Fr. Luis de Fuensalida, otro de los doce, después de haber sido acá custodio, y sabido la lengua de los indios mejor que ninguno de sus compañeros, se volvió a España con cierto achaque que tomó; mas su intento no fue sino de pasar en África para predicar a los moros y recibir martirio por amor de Jesucristo, como lo procuró luego en llegando allá y tuvo licencia para ello, sino que al tiempo de cumplirla se la hizo revocar Fr. Pedro de Alcántara. Y teniéndole echado el ojo para sacarlo por provincial de su provincia de S. Gabriel, acordó de volver a esta Nueva España con deseo de enterrarse con sus compañeros. Mas esto no le concedió Nuestro Señor (por ventura en pago y castigo de haber dejado su primera vocación, puesto que lo que él buscaba parecía de más perfección), porque murió en el camino en la isla de San Germán, donde quedó enterrado, viniendo de vuelta para esta Nueva España.
Capítulo XI
En que se prosigue la materia de las misiones y jornadas que hicieron algunos de los primeros doce
Entre los prelados de esta provincia, el que más cuidado tuvo de enviar ministros a predicar el Santo Evangelio por este nuevo mundo, fue Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo, uno de los doce, que siendo provincial envió frailes por muchas y diversas partes a predicarlo y enseñarlo. En el año de mil y quinientos y treinta y siete, recién electo en provincial, envió cinco frailes por la costa del mar del norte, que fueron predicando y enseñando la ley de Dios en las provincias de Guazacualco, Tabasco y Xicalango, hasta llegar a Champoton (como arriba se dijo tratando de la provincia de Yucatán), y en esta misión o peregrinación se detuvieron dos años. En el de treinta y ocho envió otros tres frailes en unos navíos del marqués del Valle que fueron a descubrir por la mar del sur, y dieron en una tierra, que aunque al principio se sonó era muy poblada y rica (como los españoles siempre la desean hallar), después pareció ser pobre y no muy poblada, y a esta causa la dejaron y se volvieron. Y cuando se descubrió lo de Cíbola, se supo cómo aquella tierra iba a confinar con la Florida, a trechos poblada y fría como la de España. En el mismo año de treinta y ocho envió otros dos frailes por tierra y por la misma costa del mar del sur la vuelta hacia el norte por Jalisco y la Nueva Galicia. Y yendo estos dos frailes acompañados con un capitán, que iba también a descubrir nuevas tierras (aunque con diferentes fines), ya que pasaban la tierra que por aquella parte estaba descubierta, conocida y conquistada, hallaron dos caminos bien abiertos, y el capitán escogió el de la mano derecha, que parecía ir a la tierra adentro, el cual a muy pocas jornadas dio en tan ásperas sierras y peñas, que no pudiendo ir adelante, fue compelido a se volver. De los dos frailes, el uno cayó enfermo y también se volvió, y el otro, con dos indios intérpretes, tomó por el camino de la mano izquierda, que iba hacia la costa, hallándolo abierto y seguido, y a pocas jornadas dio en tierra poblada de gente pobre, la cual salió al fraile, teniéndolo y llamándolo mensajero del cielo, y así salían a él a lo tocar y besar el hábito, pensando que había caído del cielo. Acompañábanlo de jornada en jornada doscientas y trescientas personas, y a las veces cuatrocientas. Y aquellos que lo acompañaban, un poco antes de medio día iban los más de ellos a caza de liebres, conejos y venados (de que hay mucha abundancia en aquella tierra), y como ellos se saben dar buena maña, en poco espacio traían mucha comida, y dando de ella primero al fraile, repartían entre sí lo demás. De esta manera anduvo más de doscientas leguas, y cuasi en todo este camino tuvo noticia de una tierra muy poblada de gente vestida, y que tienen casas de terrado, y no sólo de un alto, sino de muchos sobrados. Y otras gentes decían estar pobladas a la ribera de un grande río a do hay muchos pueblos cercados, y que a tiempo tenían guerra los señores de los unos pueblos con los de los otros. Y que pasado aquel río estaban otros pueblos mayores y de gente más rica. Y que también por aquellas tierras había vacas mayores que las de España, y otros animales muy diferentes de los de Castilla. Y que de aquellos pueblos traían muchas turquesas, las cuales con lo demás que está dicho había entre aquella gente pobre, no que en aquellos pueblos se criasen, ni en aquellas sus tierras, sino que las traían de los otros pueblos grandes, a do iban a tiempos a trabajar y a ganar su vida, como hacen en España los jornaleros. En demanda de esta tierra habían ya salido muchas y gruesas armadas por mar, y ejércitos por la tierra, y de todos la encubrió Dios, y quiso que un pobre fraile descalzo la descubriese primero que otros. Y cuando trajo la nueva a esta provincia de México, al tiempo que la publicó prometieron los que la gobernaban que no la conquistarían por armas, como se ha conquistado cuasi todo lo que en Indias está descubierto, mas guardadas las condiciones y modificaciones que los doctores teólogos y canonistas determinan, y que así se les predicaría el Evangelio conforme al modo que tuvieron los apóstoles en la primitiva Iglesia, y según debe ser la predicación que se ha de hacer a los gentiles. Buenas palabras eran éstas, si las obras conformaran con ellas; pero de estos buenos propósitos de nuestros españoles no hay que hacer caso cuando ya tienen la masa entre las manos. Como esta nueva se extendió y voló brevemente por todas partes, como a cosa hallada, muchos y por muchas vías se aprestaban con intento de ir en esta demanda. Era a la sazón provincial de esta provincia del Santo Evangelio Fr. Marcos de Niza, natural de la misma ciudad de Niza, en el ducado de Saboya, hombre docto y religioso, el cual por certificarse de lo que aquel fraile había publicado, quiso ponerse a todo trabajo tomando la delantera, antes que otros se determinasen, y fue con la mayor brevedad que pudo. Y hallando verdadera la relación y señales que había dado el fraile por las comarcas donde había llegado, dio la vuelta a México y confirmó lo que el otro había dicho. Visto esto, el mismo Virey D. Antonio de Mendoza se comenzó a apercibir para ir en persona y hacer esta jornada por servir a Dios y a su Rey, y no permitir que aquellas gentes domésticas y simples fuesen tratadas de los españoles con la crueldad que estotros de las islas, Nueva España y Perú, sino que con ejemplo de toda caridad y humanidad se les predicase la ley de Dios y su Santo Evangelio. Mas no hubo efecto ésta su determinación, porque no convenía privar a esta tierra de la presencia de su persona, poniéndose en viaje de tan larga distancia, cuyo suceso estaba dudoso. Y así se lo aconsejaron todos, y a él le pareció sano consejo. Y a esta causa envió en su lugar a Francisco Vázquez Coronado, principal caballero y hombre de cristiano celo, acompañado de mucha y buena gente, con gran carruaje de todas provisiones y ganados, y en su compañía al provincial francisco con otros religiosos. Partieron de México por el año de mil y quinientos y cuarenta, y pasadas las provincias de Chiametla, Colhuacan y Cinaloa (que ya estaban descubiertas), entraron por el valle de Corazones y llegaron a las provincias de Cíbola, Tiguex y Quivira, y otras muchas, hasta dar en la tierra de la Florida, de donde se volvieron con intento (según publicaban) de volver allá más de propósito. Y el achaque de la vuelta fue faltarles el agua, aunque la principal ocasión bien pudo ser no hallar en todas aquellas tierras otro México como el de la Nueva España, porque ni Francisco Vázquez Coronado, ni otro alguno se movió a volver a aquellas partes, hasta que al cabo de cuarenta años, en el de ochenta y uno movió Dios el corazón de un fraile menor, lego viejo, muy devoto y celoso de la salud de las almas, por cierta relación que tuvo de unos indios, morando en el valle que llaman de San Bartolomé, a entrar la tierra adentro en busca de aquellas grandes poblaciones que ya estaban olvidadas, que por ser tan afamadas, las llamaron el Nuevo México. Y para esto pidió licencia a sus prelados, y dos sacerdotes que llevase consigo (como los llevó), mancebos teólogos de muy buen espíritu, y con doce soldados que los quisieron acompañar partieron en aquella demanda. Y caminadas doscientas y cincuenta leguas hacia el norte, llegaron a una provincia que se llama de los Tiguas. Viendo los soldados que entraban en tierra poblada de cantidad de gente, y que ellos eran pocos para resistir a los sucesos que se podían ofrecer en tanta distancia de la vivienda de los españoles, y tan lejos del necesario socorro, acordaron de volverse, lo que pienso no hiciera Hernando Cortés si en aquella ocasión se viera, porque a los osados y animosos dicen que ayuda la fortuna, y sin duda no murieran los frailes si ellos no los desampararan, los cuales no quisieron volver atrás por miedo de la muerte, mayormente viendo que los naturales de aquellas tierras los recibían amorosamente y los trataban con humanidad, y anduvieron con toda seguridad otras ciento y cincuenta leguas, que eran cuatrocientas de México. Vueltos los soldados, dieron noticia de cómo los frailes quedaban en aquel riesgo, y entendiendo los prelados de la orden en poner diligencia de enviar gente porque aquellos religiosos no pereciesen, ofrecióse a ello un Antonio Espejo, hombre honrado y rico y deseoso de emplear su hacienda en servicio de Dios y de su Rey. Éste partió por el mes de noviembre del año de ochenta y dos con buena compañía de soldados, y más de cien caballos, y muchas armas, municiones y bastimentos, y gente de servicio, y con él un solo fraile francisco, llamado Fr. Bernardino Beltrán. Pasó por muchas provincias, donde siempre fue recibido de paz (como todo ello se puede ver en sus relaciones que andan impresas), y halló que los religiosos habían sido muertos a manos de aquellos infieles a do quedaron. Sus nombres eran Fr. Francisco López y Fr. Juan de Santa María, los sacerdotes, y el lego Fr. Augustín Rodríguez, cuyas muertes se pueden ver en el fin del quinto libro. Dio la vuelta Antonio Espejo para tierra de cristianos, y llegó a ella por principio de julio del año de ochenta y tres. De suerte que con esta ocasión de los tres frailes que por allá quedaron, se volvieron a descubrir aquellas amplísimas tierras que llaman el Nuevo México, para donde al tiempo que esto escribo (que es por abril del año de noventa y seis), por orden y mandato del rey D. Felipe nuestro señor envía el conde de Monterey, Virey de esta Nueva España, por general de esta empresa a D. Juan de Oñate, hijo de Cristóbal de Oñate, natural de la ciudad de Vitoria, que en su tiempo fue de los principales y más poderosos de esta Nueva España. Van con él ocho religiosos franciscos, todos ellos profesos, de esta provincia del Santo Evangelio. Entiendo que llevan seis capitanías de soldados, sin otros labradores y hombres buenos, casados, con sus mujeres y hijos, para la labranza y población de aquellas tierras. Guíelos el altísimo Dios y conceda el suceso, que para su servicio se pretende, en la conversión de aquellas gentes a su santa fe católica. Este discurso se ha hecho por el fraile que primeramente descubrió aquellas tierras y gentes, y dio noticia de ellas, habiendo sido enviado por el provincial Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo el año de treinta y ocho a convertir gentes de nuevo. El año de treinta y nueve entraron otros dos frailes por lo de Michuacan a unas gentes que se llaman Teules Chichimecos, que ya otras veces habían consentido entrar en sus tierras frailes menores, y los habían recibido de paz y con mucho amor, aunque de los españoles seglares siempre se habían defendido y vedádoles la entrada por ser gente belicosa, y tampoco a los españoles se les daba mucho, viendo el poco provecho que podían sacar de ellos, pues poco más poseen que un buen arco con sus flechas, salvo si a los mismos indios pudieran cazar para venderlos por captivos, que es el trato que nuestros españoles en esta parte mucho han usado, por donde los Chichimecos y las demás naciones indianas siempre se han alterado y remontado, que antes de recibir estas malas obras, nunca dejaron de acariciar a los que de nuevo entraban en sus tierras. Pues en éstas que ahora dije, descubrieron aquellos dos frailes cerca de treinta pueblos pequeños de hasta cuatrocientas o quinientas ánimas los mayores de ellos. Estos recibieron de muy buena voluntad la doctrina cristiana y trajeron sus hijos al baptismo, y por tener más paz y disposición de recibir la fe, pidieron libertad de tributo por algunos años, y que después lo darían moderado de lo que cogiesen y criasen en sus tierras, y con esta condición darían la obediencia al Rey de Castilla. Lo cual todo se lo concedió el Virey D. Antonio de Mendoza, y así vinieron al gremio de la Iglesia. De esta manera han hecho después acá los frailes franciscos muchas entradas por las tierras de estos que llaman Chichimecos, que ocupan la tierra hacia el poniente y norte, en los contornos del Reino de México y de las provincias de Michoacan y Jalisco, y la Guaxteca, y son de muchas y diferentes lenguas, y andan por los campos como venados, sin tener casas ni policía de hombres, y a muchos de ellos han traído los frailes al conocimiento de su Dios y a la obediencia de la santa madre Iglesia y de nuestros Reyes de Castilla, y puéstolos en poblaciones ordenadas y hécholes sus iglesias, aunque no a pocos les ha costado la vida, porque en alborotándose con vejaciones de seglares, luego lo pagan los frailes, como (con el favor de Dios) se verá parte de ello en el fin de esta Historia en el quinto libro.
Capítulo XII
Del ingenio y habilidad de los indios para todos oficios, y primero se trata de los que ellos usaban antes que viniesen los españoles
Porque los religiosos, demás de enseñar a los indios a leer y escribir y cantar, y algunas otras cosas de la iglesia (como adelante se dirá), pusieron también diligencia y cuidado en que aprendiesen los oficios mecánicos y las demás artes que la industria humana tiene inventadas, es bien presuponer el ingenio y habilidad que los mismos indios para percibir lo que se les enseñase de su parte tenían, y el primor que mostraban en los oficios que usaron en su infidelidad, antes que conociesen a los españoles. Había entre ellos grandes escultores de cantería, que labraban cuanto querían en piedra, con guijarros o pedernales (porque carecían de hierro), tan prima y curiosamente como en nuestra Castilla los muy buenos oficiales con escodas y picos de acero, como se echa hoy día de ver en algunas figuras de sus ídolos que se pusieron por esquinas sobre el cimiento en algunas casas principales de México, aunque no son de la obra curiosa que solían hacer. Los carpenteros y entalladores labraban la madera con instrumentos de cobre, pero no se daban a labrar cosas curiosas como los canteros. Las piedras de precio labraban los lapidarios con cierta arena que ellos conocían, y hacían de ellas las figuras que querían, y lo mismo hacen ahora, aunque lo usan poco porque ya no se hallan piedras preciosas entre los indios. A los plateros faltábanles las herramientas para labrar de martillo; pero con una piedra sobre otra hacían una taza llana de plata o un plato. Con todo eso, en fundir cualquiera pieza o joya de vaciadizo hacían ventaja a los plateros de España, porque funden un pájaro que se le anda la cabeza, la lengua y las alas. Y vacían un mono o otro animal, que se le andan cabeza, lengua, pies y manos, y en las manos le ponen unos trebejuelos que parecen bailar con ellos. Y lo que más es, sacan una pieza la mitad de oro y la otra mitad de plata, y vacían un pece la mitad de las escamas de oro y la otra mitad de plata; una escama de plata y otra de oro, de que se maravillaron mucho los plateros de España. Pintores había buenos que pintaban al natural, en especial aves, animales, árboles y verduras, y cosas semejantes, que usaban pintar en los aposentos de los señores. Mas los hombres no los pintaban hermosos, sino feos, como a sus propios dioses, que así se lo enseñaban y en tales monstruosas figuras se les aparecían, y permitíalo Dios que la figura de sus cuerpos asemejase a la que tenían sus almas por el pecado en que siempre permanecían. Mas después que fueron cristianos, y vieron nuestras imágines de Flandes y de Italia, no hay retablo ni imagen por prima que sea, que no la retraten y contrahagan; pues de bulto, de palo o hueso, las labran tan menudas y curiosas, que por cosa muy de ver las llevan a España, como llevan también los crucifijos huecos de caña, que siendo de la corpulencia de un hombre muy grande, pesan tan poco, que los puede llevar un niño, y tan perfectos, proporcionados y devotos, que hechos (como dicen) de cera, no pueden ser más acabados. Había oficiales de loza y de vasijas de barro para comer y beber en ellas, muy pintadas y bien hechas, aunque el vidriado no lo sabían; pero luego lo aprendieron del primer oficial que vino de España, por más que él se guardaba y recataba de ellos. Otros vasos hacían de ciertas calabazas muy duras y diferentes de las nuestras, y es fruta de cierto árbol de tierras calientes. Éstas las pintaban y pintan hoy día de diversas figuras y colores muy finos, y tan asentadas, que aunque estén cien años en el agua, nunca la pintura se les borra ni quita. Y pónenles unos pies como de cálices de la misma labor. Son vasos muy lindos y vistosos. Para su vestido (mayormente de los señores y de los ministros del templo para su ministerio) hacían ropas de algodón, blancas, negras, y pintadas de diversas y muy finas colores, gruesas y delgadas, como las querían, y muchas como almaizales moriscos. Otras hacían de pelos de conejos, puesto, tejido o engerido con hilo de algodón, que usaba la gente principal, a manera de bernias, por no haber frío, porque son muy calientes, suaves y blandas, y tan artificiosamente hechas, que parece poderse poner allí el pelo de conejos, cosa de maravilla. En lugar de alhombras, hacían esteras de hoja de palma y de juncia, muy delicadas, y muchas de ellas muy pintadas, poniendo parte de las palmas o de la juncia de colores entretejidas, que podrían servir en casas de gente principal de Castilla, en lugar de paños de pared, especialmente en los veranos, por ser tan frescas, y juntamente vistosas. Había también oficiales de curtir cueros de venados, leones y tigres y de otros animales, y de adobarlos maravillosamente, con pelo y sin pelo, blancos, colorados, azules, negros y amarillos, tan blandos, que hacen hoy día guantes de ellos. Demás del calzado común (que eran sandalias del cáñamo del maguey, que es la cepa de su vino), hacían también para los señores y principales, alpargates muy delicados y polidos del mismo cáñamo y de algodón, y algunos muy curiosos, pintados y dorados. Pero lo que parece excederá todo ingenio humano, es el oficio y arte de labrar de pluma con sus mismos naturales colores, asentada, todo aquello que los muy primos pintores pueden con pinceles pintar. Solían hacer y hacen muchas cosas de pluma, como aves, animales, hombres, capas o mantas para se cubrir, y vestimentas para los sacerdotes del templo, coronas o mitras, rodelas, moscadores, y otras maneras de cosas que se les antojaban. Estas plumas eran verdes, azules, coloradas, rubias, moradas, encarnadas, amarillas, pardas, negras, blancas, y finalmente, de todas colores, tomadas y habidas de diversas aves, y no teñidas por alguna industria humana, sino todas naturales. Y a esta causa tenían en gran precio cualquiera especie de aves, porque de todas se aprovechaban, hasta de los mas mínimos pajaritos. Pues si tratamos del tiempo presente, después que vieron nuestras imágines y cosas muy diferentes de las suyas, como en ellas han tenido larga materia de extender y avivar sus ingenios, es cosa maravillosa con cuánta perfección se ejercitan en aquella su subtil y para nosotros nueva arte, haciendo imágines y retablos y otras cosas de sus manos, dignas de ser presentadas a príncipes y reyes y Sumos Pontífices. Y hay otra cosa de notable primor en esta arte plumaria, que si son veinte oficiales, toman a hacer una imagen todos ellos juntos, y dividiendo entre sí la figura de la imagen en tantas partes cuantos ellos son, cada uno toma su pedazo y lo van a hacer a sus casas, y después viene cada uno con el suyo, y lo van juntando a los otros, y de esta suerte viene a quedar la imagen tan perfecta y acabada como si un solo oficial la hubiera obrado. Y no es poco de notar que lo mismo que estos oficiales hacen de pluma, otros muy comunes y desechados hacen de rosas y flores de diversas colores, que ni más ni menos forman una imagen de santos, y armas, y letras y todo lo que quieren, asentando las hojas de las flores y yerbas con engrudo sobre una estera, conforme a las colores que pide cada parte de las figuras y menudencias que quieren pintar, y queda la imagen o pintura tan vistosa y graciosa, que después que han servido en la iglesia para donde se hacen, en fiestas principales, las piden los españoles para ponerlas en sus aposentos, como imágines perfectas y devotas. Oficiales tenían y tienen de hacer navajas de una cierta piedra negra o pedernal. Y verlas hacer, es una de las cosas que por maravilla se pueden ir a ver entre los indios. Y hácenlas (si se puede dar a entender) de esta manera: siéntanse en el suelo y toman un pedazo de aquella piedra negra, que es cuasi como azabache y dura como pedernal, y es piedra que se puede llamar preciosa, más hermosa y reluciente que alabastro y jaspe, tanto que de ella se hacen aras y espejos. Aquel pedazo que toman es de un palmo o poco más largo, y de grueso como la pierna o poco menos, y rollizo. Tienen un palo del grueso de una lanza y largo como tres codos o poco más, y al principio de este palo ponen pegado y bien atado un trozo de palo de un palmo, grueso como el molledo del brazo, y algo más, y éste tiene su frente llana y tajada, y sirve este trozo para que pese más aquella parte. Juntan ambos pies descalzos, y con ellos aprietan la piedra con el pecho, y con ambas las manos toman el palo que dije era como vara de lanza (que también es llano y tajado) y pónenlo a besar con el canto de la frente de la piedra (que también es llana y tajada), y entonces aprietan hacia el pecho, y luego salta de la piedra una navaja con su punta y sus filos de ambas partes, como si de un nabo la quisiesen formar con un cuchillo muy agudo, o si como la formasen de hierro al fuego, y después en la muela la aguzasen y últimamente le diesen filos en las piedras de afilar. Y sacan ellos en un credo de estas piedras, en la manera dicha, como veinte o más navajas. Salen estas cuasi de la misma hechura y forma de las lancetas con que nuestros barberos acostumbran sangrar, salvo que tienen un lomillo por medio, y hacia las puntas salen graciosamente algo combadas. án y raparán la barba y cabello con ellas, y de la primera vez y primero tajo, poco menos que con una navaja acerada; mas al segundo corte pierden los filos, y luego es menester otra y otra para acabar de raparse el cabello o barba, aunque a la verdad son baratas, que por un real darán veinte de ellas. Finalmente, muchas veces se han afeitado españoles seglares y religiosos con ellas. Mas ciertamente verlas sacar es cosa de admiración, y haber acertado en el arte de sacarlas, no es pequeño argumento de la viveza de los ingenios de los hombres que tal manera de invención hallaron. Y aunque sea cosa de juego (por ser de tanta subtileza y destreza), quiero añadir aquí uno que usaban mucho los indios en sus fiestas y regocijos, y ahora lo veo usar muy poco, y es de esta manera. Entra un indio con un palo rollizo cargado al hombro, de hasta nueve o diez palmos en largo, y grueso cuasi como un eje de carreta, y para ornato del juego acompáñanle otros siete o ocho indios disfrazados al traje de otra nación de indios que llaman Guastecos, cantando y bailando al modo que aquellos usan, al son de un atabalejo, y cercan al indio que trae el palo, el cual lo pone en el suelo atravesado a la parte donde estando echado ha de tener la cabeza. Y habiéndose compuesto y quedado con poca ropa, tiéndese en el suelo de espaldas de largo a largo, y volviendo los pies contra la cabeza y haciéndose una rosca, luego con los pies va a coger el palo que puso atravesado a su cabecera, y cogido lo levanta y arroja en alto, y vuelve a cogerlo con los pies de punta y de llano, y lo vuelve y lo revuelve, y lo torna a echar en alto y lo recibe treinta veces, y hace otras mil diferencias jugando con el palo, como podría hacer con una pelota de las nuestras un diestro jugador con las manos, sin que otra cosa de su cuerpo toque al palo ni se ayude sino de solos los pies. Y muchas veces parece que le va a dar en la cabeza (que si le diese le hundiría los cascos), y cuando menos catamos acude con él un pie y lo recoge, y con el otro lo arroja en alto. Y esto dura cuanto él quiere, hasta que se cansan los que lo están mirando, o él acuerda de dejallo.
Capítulo XIII
De cómo los indios aprendieron los oficios mecánicos que ignoraban, y se perficionaron en los que de antes usaban
El primero y único seminario que hubo en la Nueva España para todo género de oficios y ejercicios (no sólo de los que pertenecen al servicio de la iglesia, mas también de los que sirven al uso de los seglares), fue la capilla que llaman de S. José, contigua a la iglesia y monesterio de S. Francisco de la ciudad de México, donde residió muchos años, teniéndola a su cargo, el muy siervo de Dios y famoso lego Fr. Pedro de Gante, primero y principal maestro y industrioso adestrador de los indios. El cual no se contentando con tener grande escuela de niños que se enseñaban en la doctrina cristiana, y a leer y escribir y cantar, procuró que los mozos grandecillos se aplicasen a deprender los oficios y artes de los españoles, que sus padres y abuelos no supieron, y en los que antes usaban se perficionasen. Para esto tuvo en el término de la capilla algunas piezas y aposentos dedicados para el efecto, donde los tenía recogidos, y los hacía ejercitar primeramente en los oficios más comunes, como de sastres, zapateros, carpenteros, pintores y otros semejantes, y después en los de mayor subtileza, que por ventura si este devoto religioso en aquellos principios con su cuidado y diligencia no los aplicara y aficionara a saber y deprender (según ellos de su natural son dejados y muertos, mayormente en aquel tiempo que estaban como atónitos y espantados de la guerra pasada, de tantas muertes de los suyos, de su pueblo arruinado, y finalmente, de tan repentina mudanza y tan diferente en todas las cosas), sin duda se quedaran con lo que sus pasados sabían, o a lo menos tarde y con dificultad fueran entrando en los oficios de los españoles. Mas como comenzaron a desenvolverse con aquel ordinario ejercicio, y se acodiciaron algo al provecho que se les pegaba (demás de ser ellos como monas, que lo que ven hacer a unos lo quieren hacer los otros), de esta manera muy en breve salieron con los oficios más de lo que nuestros oficiales quisieran. Porque a los que venían de nuevo de España, y pensaban que como no había otros de su oficio habían de vender y ganar como quisiesen, luego los indios se lo hurtaban por la viveza grande de su ingenio y modos que para ello buscaban exquisitos, como arriba en el capítulo treinta y uno del tercero libro se dijo, de los que hurtaron su oficio al primer tejedor sayalero que vino de España. Un batihoja batidor de oro, el primero que vino, pensó encubrir su oficio, y decía que era menester estar un hombre seis o siete años por aprendiz para salir con él. Mas los indios no aguardaron a nada de esto, sino que miraron a todas las particularidades del oficio disimuladamente, y contaron los golpes que daba con el martillo, y dónde hería, y cómo volvía y revolvía el molde, y antes que pasase el año sacaron oro batido, y para esto tomaron al maestro un librito de prestado, que él no lo vio hasta que se lo volvieron. Este mismo era oficial de hacer guadamecíes, y recatábase todo lo posible de los indios en lo que obraba, en especial que no supiesen dar el color dorado y plateado. Los indios, viendo que se escondía de ellos, acordaron de mirar los materiales que echaba, y tomaron de cada cosa un poquito, y fuéronse a un fraile, y dijéronle: «Padre, dínos adónde venden esto que traemos. Que si nosotros lo habemos, por más que el español se nos esconda, haremos guadamecíes, y les daremos el color dorado y plateado como los maestros de Castilla.» El fraile (que debía de ser Fr. Pedro de Gante, y holgaba que hiciesen estas travesuras), díjoles donde hallarían a comprar los materiales, y traídos hicieron sus guadamecíes. Cuando quisieron contrahacer los indios las sillas de la gineta, que comenzaba a hacer un español, acertaron a todo lo que para ella era menester, su coraza y sobrecoraza y bastos, mas no atinaban a hacer el fuste. Y como el sillero tuviese un fuste (como es costumbre) a la puerta de su casa, aguardaron a que se entrase a comer, y llevaron el fuste para sacar otro. Y sacado, otro día a la misma hora que comía tornaron a poner el fuste en su lugar. Lo cual como vio el sillero, luego se temió que su oficio había de andar por las calles en manos de indios (como los otros oficios), y así fue de hecho, que desde a seis o siete días vino un indio vendiendo fustes por la calle, y llegando a su casa le preguntó si le quería comprar aquellos fustes y otros que tenía hechos, de que al bueno del sillero le tomó la rabia y quiso darle con ellos en la cabeza, porque él, como era solo en el oficio, vendía su obra como quería, y puesta en manos de indios había de bajar en harto menos precio. Uno de los oficios que primeramente sacaron con mucha perfección fue el hacer campanas, así en las medidas y grueso que la campana requiere en las asas y en el medio, como en el borde, y en la mezcla del metal, según el oficio lo demanda. Y así fundieron luego muchas campanas, chicas y grandes, muy limpias y de buena voz y sonido. El oficio de bordar les enseñó un santo fraile lego, italiano de nación (aunque criado en España), llamado Fr. Daniel, de quien se hizo memoria en el capítulo quinto de este libro, que trata de la provincia de Michuacan y Jalisco, adonde se fue a vivir y morir, dejando en esta de México muchos ornamentos, no costosos, mas curiosos y vistosos, hechos de su mano y de los indios sus discípulos. En los oficios que de antes sabían se perficionaron los indios después que vieron las obras que hacían los españoles. Los canteros, que eran curiosos en la escultura (como queda dicho), y labraban, sin hierro con solas piedras cosas muy de ver, después que tuvieron picos y escodas y los demás instrumentos de hierro, y vieron obras que los nuestros hacían, se aventajaron en gran manera, y así hacen y labran arcos redondos, escacianos y terciados, portadas y ventanas de mucha obra, y cuantos romanos y bestiones han visto, todo lo labran, y han hecho muchas muy gentiles iglesias y casas para españoles. Lo que ellos no habían alcanzado y tuvieron en mucho cuando lo vieron, fue hacer bóvedas, y cuando se hizo la primera (que fue la capilla de la iglesia vieja de S. Francisco de México, por mano de un cantero de Castilla), maravilláronse mucho los indios en ver cosa de bóveda, y no podían creer sino que al quitar de los andamios y cimbria, todo había de venir abajo. Y por esto cuando se ovieron de quitar los andamios, ninguno de ellos osaba andar por debajo. Mas visto que quedaba firme la bóveda, luego perdieron el miedo. Y poco después los indios solos hicieron dos capillitas de bóveda, que todavía duran en el patio de la iglesia principal de Tlaxcala, y después acá han hecho y cubierto muy excelentes iglesias de bóveda y casas de bóveda en tierras calientes. Los carpenteros, aunque cubrían de buena madera bien labrada las casas de los señores, y hacían otras obras de sus manos, es ahora muy diferente lo que hacen, porque labran de todas maneras de carpentería y imágines de talla, y todo lo que los muy diestros artífices o arquitectos usan labrar. Y finalmente, esto se puede entender por regla general, que cuasi todas las buenas y curiosas obras que en todo género de oficios y artes se hacen en esta tierra de Indias (a lo menos en la Nueva España), los indios son los que las ejercitan y labran, porque los españoles maestros de los tales oficios, por maravilla hacen más que dar la obra a los indios y decirles cómo quieren que la hagan. Y ellos la hacen tan perfecta, que no se puede mejorar.
Capítulo XIV
De cómo los indios fueron enseñados en la música y es lo demás que pertenece al servicio de la iglesia, y lo que en ello han aprovechado
No menos habilidad mostraron para las letras los indios, que para los oficios mecánicos. Porque luego con mucha brevedad aprendieron a leer, así nuestro romance castellano como el latín, y tirado o letra de mano. Y el escribir, por el consiguiente, se les dio con mucha facilidad, y comenzaron a escribir en su lengua y entenderse y tratarse por cartas como nosotros, lo que antes tenían por maravilla que el papel hablase y dijese a cada uno lo que el ausente le quería dar a entender. Contrahacían al principio muy al propio las materias que les daban, y si les mudaban el maestro, luego ellos mudaban la forma de la letra en la del nuevo maestro. En el segundo año que les comenzaron a enseñar, dieron a un muchacho de Tezcuco por muestra una bula, y sacóla tan al natural, que la letra que hizo parecía el mismo molde. Puso el primer renglón de letra grande como estaba en la bula, y abajo sacó la firma del comisario y un Jesús con una imagen de Nuestra Señora, todo tan al propio, que no parecía haber diferencia del molde a la que él sacó. Y por cosa notable y primera la llevó un español a Castilla para la mostrar y dar que ver con ella. Después se fueron haciendo muy grandes escribanos de todas letras, chicas y grandes, quebradas y góticas. Y los religiosos les ayudaron harto a salir escribanos, porque los ocupaban a la continua en escribir libros y tratados que componían o trasuntaban de latín o romance en sus lenguas de ellos. Yo llevé el año de setenta (que fui a España) un libro del Contemptus mundi, vuelto en lengua mexicana, escrito de letra de indio, tan bien formada, igual y graciosa, que de ningún molde pudiera dar más contento a la vista. Y mostrándolo al licenciado D. Juan de Ovando, que a la sazón era presidente en el Consejo de Indias, agradóle tanto, que se quedó con él, diciendo que lo quería dar al Rey D. Felipe nuestro señor. Demás del escribir, comenzaron luego los indios a pautar y apuntar, así canto llano como canto de órgano, y de ambos cantos hicieron gentiles libros y salterios de letra gruesa para los coros de los frailes, y para sus coros de ellos con sus letras grandes muy iluminadas. Y no iban a buscar quien se los encuadernase, porque ellos juntamente lo aprendieron todo. Y lo que más de notar es, que sacaban imágines de planchas de bien perfectas figuras, que cuantos las veían se espantaban, porque de la primera vez las hacían ni más ni menos que la plancha. El tercero año los pusieron en el canto, y algunos se reían y burlaban de los que los enseñaban, y otros los estorbaban diciendo que no saldrían con ello, así porque parecían desentonados como porque mostraban tener flacas voces. Y a la verdad no las tienen comúnmente, ni pueden tener tan recias ni tan suaves como los españoles, andando (como andan) descalzos y mal arropados, y comiendo poco y flacas viandas. Pero como hay muchos en que escoger, siempre hay buenas capillas y algunos contrabajos, altos, tenores y tiples que pueden competir con los escogidos de las iglesias catedrales, y en común todos ellos salen con el canto, lo que no es entre nosotros, que por mucho que en ello se ejerciten, hay muchos que poco ni mucho saldrán con ello. El primero que les enseñó el canto, juntamente con Fr. Pedro de Gante, fue un venerable sacerdote viejo, llamado Fr. Juan Caro, que bien barato y cumplido se mostraba con ellos, pues sin saber palabra de su lengua ni ellos de la española, se estaba todo el día enseñándoles, y hablando y platicándoles las reglas del canto en romance, tan de propósito y sin pesadumbre, como si ellos fueran meros españoles. Y los muchachos estaban la boca abierta mirándole, y oyéndole muy atentos a ver lo que quería decir. Y aunque algunos de los nuestros tomaban ocasión de reírse de ésta su tanta bondad y flema, de otra manera la consideraba aquel Señor que se agrada de los corazones sencillos y llanos. Y así la favoreció, obrando como poderoso artífice entre aquel maestro y sus discípulos, que poco ni mucho no se entendían; de suerte que sin medio de otro intérprete, los muchachos en poco tiempo le entendieron, de tal manera, que no sólo deprendieron y salieron con el canto llano, mas también con el canto de órgano. Y después acá unos a otros se lo van enseñando. Y hay entre ellos muchos muy diestros cantores y maestros de capilla, tanto que en cada capilla de cantores hay cuatro y cinco y seis y más, que se van cada año remudando en el oficio de maestros y capitanes que guían y rigen a los otros. La primera cosa que aprendieron y cantaron los indios fue la misa de Nuestra Señora, que comienza en el introito Salve, Sancta parens. No hay pueblo de cien vecinos que no tenga cantores que oficien las misas y vísperas en canto de órgano con sus instrumentos de música. Ni hay aldehuela, apenas, por pequeña que sea, que deje de tener siquiera tres o cuatro indios que canten cada día en su iglesia las horas de Nuestra Señora. Los primeros instrumentos de música que hicieron y usaron, fueron flautas, luego chirimías, después orlos, y tras ellos vihuelas de arco, y ahora cornetas y bajones. Finalmente, no hay género de música en la iglesia de Dios, que los indios no la tengan y usen en todos los pueblos principales, y aún en muchos no principales, y ellos mismos lo labran todo, que ya no hay para que traerlo de España como solían. Una cosa puede afirmar con verdad, que en todos los reinos de la cristiandad (fuera de las Indias) no hay tanta copia de flautas, chirimías, sacabuches, orlos, trompetas y atabales, como en sólo este Reino de la Nueva España. Órganos también los tienen todas cuasi las iglesias donde hay religiosos, y aunque los indios (por no tener caudal para tanto) no toman el cargo de hacerlos, sino maestros españoles, los indios son los que labran lo que es menester para ellos, y los mismos indios los tañen en nuestros conventos. Los demás instrumentos que sirven para solaz y regocijo de personas seglares, los indios los hacen todos, y los tañen; rabeles, guitarras, cítaras, discantes, vihuelas, arpas y monacordios, y con esto se concluye que no hay cosa que no hagan. Y lo que más es, que pocos años después que aprendieron el canto, comenzaron ellos a componer de su ingenio villancicos en canto de órgano a cuatro voces, y algunas misas y otras obras, que mostradas a diestros cantores españoles, decían ser de escogidos juicios, y no creían que pudiesen ser de indios. Sobre enseñarles la gramática latina o latinidad hubo muchos pareceres, así entre los frailes como entre otras personas, y antes que se la enseñasen, tuvieron muchas contradicciones con razones aparentes que los de la contraria opinión daban. Mas al fin prevaleció la razón verdadera de que era justo que a lo menos algunos de estos naturales entendiesen en alguna manera lo que contiene la Sagrada Escritura, y los libros de los sagrados doctores, así para que ellos mismos se fijasen y fortaleciesen más de veras en las cosas de nuestra santa fe, como para que pudiesen satisfacer a los otros indios de cuan diferentemente íbamos fundados los cristianos en lo que creemos y seguimos, de lo que ellos y los demás gentiles habían creído y seguido, sin fundamento, ni camino, ni rastro de alguna verdad. A los principios pasóse trabajo grande, y hallaron no poca dificultad los religiosos de nuestra orden, que eran sus maestros; porque puesto caso que sabían muy bien su lengua, como en ella nunca se habían tratado semejantes materias, no hallaban términos con que les explicar las reglas gramaticales, y así era muy poco lo que aprovechaban, y cuasi desmayaban y desconfiaban los discípulos y aun los maestros. Mas como en todas las demás cosas en que los siervos de Dios en el principio hallaban dificultad, tuvieron propicio el auxilio divino, así cuando plugo al Espíritu Santo (que es el verdadero maestro de todas las artes y ciencias) de abrirles los entendimientos, vieron la puerta que el Señor les abría, y hallaron términos de nuevo compuestos, por donde con facilidad se pudieron declarar y dar a entender las reglas de la gramática, y así en pocos años salieron tan buenos latinos, que hacían y componían versos muy medidos, y largas y congruas oraciones en presencia de los vireyes y de los prelados eclesiásticos, como se dirá en el capítulo siguiente.
Capítulo XV
De la fundación del colegio de Santa Cruz, que se edificó en la ciudad de México para enseñar a los indios en todo ejercicio de letras
Comenzóse a leer la gramática a los indios en el convento de S. Francisco de México en la capilla de S. José, adonde era su común recurso para ser enseñados en la doctrina cristiana y en todas las artes y ejercicios en que su buen padre y guiador Fr. Pedro de Gante (como se ha dicho) procuraba de los imponer. El primero maestro que tuvieron de la gramática fue Fr. Arnaldo de Bassacio, de nación francés, doctísimo varón y gran lengua de los indios, con quien aprovecharon en sus principios tanto, que visto su aprovechamiento por el buen Virey D. Antonio de Mendoza (padre verdadero de los indios), dio orden cómo se edificase un colegio en un barrio principal de México, un cuarto de legua de S. Francisco (donde los frailes menores tenemos otro segundo convento con iglesia de la vocación del apóstol Santiago, y el barrio se dice Tlatelulco), para que el guardián de aquel convento tuviese a su cargo la administración del colegio, y no embarazase este estudio a los frailes del convento principal. El mismo Virey D. Antonio edificó el colegio a su costa, y le dio ciertas estancias y haciendas que tenía, para que con la renta de ellas se sustentasen los colegiales indios que habían de ser enseñados, y estos fuesen niños de diez a doce años, hijos de los señores y principales de los mayores pueblos o provincias de esta Nueva España, trayendo allí dos o tres de cada cabecera o pueblo principal, porque todos participasen de este beneficio. Esto se cumplió luego, así por ser mandato del virey, como porque los religiosos de los conventos ponían diligencia en escoger y nombrar en los pueblos donde residían, los que les parecían más hábiles para ello, y compelían a sus padres a que los enviasen. De esta manera se juntarían al pie de cien niños o mozuelos para el tiempo que les fue señalado. Esta fundación del colegio de Santa Cruz se hizo con mucha autoridad, porque se hizo solemne procesión desde S. Francisco de México, donde se juntaron el Virey D. Antonio de Mendoza y el Obispo de México D. Fr. Juan Zumárraga, y el Obispo de Santo Domingo D. Sebastián Ramírez, presidente que había sido de la Real Audiencia de México (que aún no era ido), y con ellos toda la ciudad. Predicáronse tres sermones aquel día. El primero predicó el doctor Cervantes en S. Francisco, antes que la procesión saliese. El segundo, Fr. Alonso de Herrera, en Santiago, al tiempo de la misa. El tercero, Fr. Pedro de Rivera; todos tres hombres muy doctos y de mucha autoridad, y este último predicó en el refitorio de los frailes de aquel convento de Santiago, donde comieron aquellos señores a costa del buen Obispo Zumárraga. Estos niños colegiales fueron allí criados y doctrinados con mucho cuidado. Comían todos juntos como frailes en su refitorio, que lo tienen muy bueno. Su dormitorio es una pieza larga, como dormitorio de monjas, las camas de una parte y de otra sobre unos estrados de madera, por causa de la humedad, y la calle en medio. Cada uno tenía su frazada y estera, que para indios es cama de señores, y cada uno su cajuela con llave para guardar sus libros y ropilla. Toda la noche tenían lumbre en el dormitorio y guardas que miraban por ellos, así para la quietud y silencio, como para la honestidad. A prima noche decían los maitines de Nuestra Señora, y las demás horas a su tiempo, y en las fiestas cantaban el Te Deum laudamus. En tañendo a prima los frailes (que es luego en amaneciendo), se levantaban, y todos juntos en procesión iban a la iglesia vestidos con sus hopas, y dichas las horas de Nuestra Señora en un coro bajo que tienen, oían una misa, y de allí se volvían al colegio a oír sus lecciones. En las fiestas se hallaban a la misa mayor y la cantaban. Tuvieron notables y gravísimos maestros; en la latinidad (después de Fr. Arnaldo de Bassacio) a Fr. Bernardino de Sahagún ya Fr. Andrés de Olmos, y en la retórica, lógica y filosofía al doctísimo Fr. Juan de Gaona, todos ellos excelentísimas lenguas mexicanas, pues con verdad se puede decir que ninguno les ha hecho ventaja después que se descubrió esta tierra. Ninguna cosa hay en este mundo, por buena y provechosa que sea, que deje de tener contradicción, porque según son diversos los gustos de los hombres, lo que a unos contenta a otros desagrada. Y así este colegio y el enseñar latín a los indios, siempre tuvo sus contradictores. Algunos años (que podemos llamar tiempos dorados) fue favorecida esta obra todo el tiempo que gobernó su fundador D. Antonio, y después su sucesor D. Luis de Velasco el Viejo, que siendo informado no bastaba la renta del colegio para sustentar tantos colegiales, hizo de ello relación al Emperador, de gloriosa memoria, y de su mandato les ayudaba cada año con doscientos ducados o trescientos. Mas después que él murió, ninguna cosa se les ha dado, ni ningún favor se les ha mostrado, antes por el contrario, se ha sentido disfavor en algunos que después acá han gobernado, y aún deseo de quererles quitar lo poco que tenían, y el beneficio que se les hace a los indios aplicarlo a españoles, porque parece tienen por mal empleado todo el bien que se hace a los indios, y por tiempo perdido el que con ellos se gasta. Y los que cada día los tratamos en la conciencia y fuera de ella, tenemos otra muy diferente opinión, y es, que si Dios nos sufre a los españoles en esta tierra, es por el ejercicio que hay de la doctrina y aprovechamiento espiritual de los indios, y que faltando esto, todo faltaría y se acabaría. Porque fuera de esta negociación de las ánimas (para la cual quiso Dios descubrirnos esta tierra), todo lo demás es cobdicia pestilencial y miseria de mal mundo. Las razones que daban los contrarios a este estudio del colegio, eran: la primera, que el saber latín los indios, de ningún provecho era para la república, y esto la experiencia ha mostrado ser falsísimo, porque con estos colegiales latinos aprendieron su lengua perfectamente por arte los que bien la supieron, y con su ayuda de ellos tradujeron en la misma lengua las doctrinas y tratados que han sido menester para enseñamiento de todos los indios, y los impresores con su ayuda los han impreso, que de otra manera no pudieran. Demás de esto, por su habilidad y suficiencia han ayudado más cómodamente que otros a los religiosos en el examen de los matrimonios y en la administración de los otros sacramentos. Y por la misma suficiencia han sido elegidos por jueces y gobernadores en la república, y lo han hecho mejor que otros, como hombres que leen y saben y entienden. Y de esto buen ejemplo tenemos presente en D. Antonio Valeriano, indio gobernador de la ciudad de México, que habiendo salido buen latino, lógico y filósofo, sucedió a los religiosos sus maestros arriba nombrados, en leer la gramática en el colegio algunos años, y aun a religiosos mancebos en su convento, y después de esto fue elegido por gobernador de México, y ha poco menos (y no sé si más) de treinta que gobierna aquella ciudad, en lo que toca a los indios, con grande aceptación de los vireyes y edificación de los españoles. La segunda razón, decían, que por saber latín podrían dar en herejías y errores, y serían bastantes para revolver y alborotar los pueblos. Yo no sé con qué fundamento podían juzgar esto de los indios más que de los españoles o de otros de otras naciones, sino menos, por ser, como son, más encogidos y subjetos que otros. Mas el enemigo de todo lo bueno pone estas imaginaciones en los entendimientos de algunos para estorba el provecho de otros. Y bien podemos decir de estos lo del Salmista, que «temblaron y temieron do no había que temer,» como bien se ha visto, pues en tantos años como han corrido no se ha sentido herejía de indio latino ni de no latino, que si lo hubiera, pienso viniera a mi noticia, ni se ha sabido que alguno de ellos haya alborotado pueblos, mas antes que los hayan discreta y pacíficamente regido. Tampoco faltaron religiosos que les fueron contrarios. Y serían los no muy letrados, o por mejor decir, poco latinos, temiendo que en las misas y oficios de la iglesia les notasen los indios sus faltas. Pero no tenían razón de impedir el bien de sus prójimos por su descuido y negligencia: como no la tuvo un padre clérigo que se puso a riesgo de quedar confuso, por tener en poco y hacer burla (como dicen) de los mal vestidos. Y fue que este sacerdote, no entendiendo palabra de latín, tenía (como otros muchos) siniestra opinión de los indios, y no podía creer de ellos que sabían la doctrina cristiana, ni aún el Pater noster, aunque algunos españoles le decían y afirmaban que sí sabían. Él, todavía incrédulo, quísolo probar en algún indio, y fue su ventura que para ello hubo de topar con uno de los colegiales, sin saber que era latino, y preguntóle si sabía el Pater noster; y respondióle el indio que sí. Hízoselo decir, y díjolo bien. Y no contento con esto, mandóle decir el Credo. Y diciéndolo bien, el clérigo arguyóle una palabra que el indio dijo, Natus ex Maria Virgine, y enmendóle el clérigo, Nato ex Maria Virgine. Como el indio se afirmase en decir natus, y el clérigo que nato, tuvo el estudiante necesidad de probar por su gramática cómo no tenía razón de enmendarle así. Y preguntóle, hablando en latín: Reverende pater, nato, cujus casus est? y como el clérigo no supiese tanto como esto, ni cómo responder, hubo de ir afrentado y confuso, pensando de afrentar al prójimo. Así que, cada uno trabaje de saber lo que es de su oficio, y por ser él ignorante, no quiera que los otros también lo sean. Con todo esto ha cesado el enseñar deveras latín a los indios, por estar los del tiempo de ahora por una parte muy sobre sí, y por otra tan cargados de trabajos y ocupaciones temporales, que no les queda tiempo para pensar en aprovechamiento de ciencias ni de cosa del espíritu, y también los ministros de la Iglesia desmayados, y el favor y calor muerto, y así se ha ido todo cayendo. No las paredes del colegio (que buenas y recias están, y muy buenas aulas y piezas augmentadas por el padre Fr. Bernardino de Sahagún, que hasta la muerte lo fue sustentando y ampliando cuanto pudo), sino el cuidado, calor y favor que tengo dicho. Enseñóseles también un poco de tiempo a los indios la medicina, que ellos usan en conocimiento de yerbas y raíces, y otras cosas que aplican en sus enfermedades; mas esto todo se acabó. Y ahora poco más sirve el colegio de enseñar a los niños indios que allí se juntan (que son del mismo pueblo de Tlatelulco) a leer y a escribir y buenas costumbres. Estas plegas a Nuestro Señor se impriman en sus corazones, y no prevalezcan las malas que por otras vías les enseña la comunicación de tantos géneros de gentes como se van multiplicando en esta tierra y región de las Indias.
Capítulo XVI
Del modo que se tiene en enseñar a los niños y niñas, y de las matronas que ayudaron mucho en el ministerio de la Iglesia
Todos los monesterios de esta Nueva España tienen delante de la iglesia un patio grande, cercado, que se hizo principalmente y sirve para que en las fiestas de guardar, cuando todo el pueblo se junta, oyan misa y se les predique en el mismo patio, porque en el cuerpo de la iglesia no caben sino los que por su devoción vienen a oír misa entre semana. A un lado de la iglesia (que es comúnmente a la parte del norte, porque a la del mediodía está el monesterio) está en todos los pueblos edificada una escuela, donde cada día de trabajo se juntan los cantores, acabada la misa mayor, para proveer lo que se ha de cantar en las vísperas (si han de ser solemnes) y en la misa del día siguiente, porque aunque se diga rezada en ferias y días simples, siempre cantan un motete en canto de órgano, después de haber alzado el Santísimo Sacramento. Y también se juntan para enseñar los que saben el canto a los que no lo saben, y para enseñarse los que tañen los menestriles. En la misma escuela, en otra pieza por sí o en la misma si es larga, se enseñan a leer y escribir los niños hijos de la gente más principal, después que han sabido la doctrina cristiana, la cual solamente se enseña a los hijos de la gente plebeya allá fuera en el patio, y sabida ésta los despiden para que vayan a ayudar a sus padres en sus oficios, granjerías o trabajos, aunque en algunas partes hubo descuido en hacer esta diferencia (especialmente en pueblos pequeños, donde es poca la gente), que sin distinción se enseñan todos los niños, hijos de principales y de plebeyos, a leer y escribir en las escuelas, y de aquí se sigue que en los tales pueblos vienen a regir y mandar los plebeyos, siendo elegidos para los oficios de la república por más hábiles y suficientes. Las niñas todas, así hijas de mayores como de menores, indiferentemente se enseñan en la doctrina cristiana por sus corrillos, repartidas por su orden; de suerte que en un corrillo se enseñan el per signum y el Pater noster y Ave María, y las que han sabido esto entran en otro corrillo al Credo y Salve Regina (todo esto en su propria lengua), y en otro aprenden los mandamientos de Dios; tras esto los artículos de la fe, y así van subiendo de grado en grado hasta saber los mandamientos de la Iglesia y sacramentos, y lo demás de la doctrina cristiana. Y en algunos pueblos donde la gente es más curiosa y avisada, y puesta en más policía, las mismas niñas que ya saben toda la doctrina, ruegan a las viejas que saben otras oraciones de coro, y maneras de rezar en sus cuentas, que las enseñen, y suplican al prelado del convento que se lo mande. Y de esta suerte se están enseñando en los patios muchas de ellas, hasta que se casan, o poco menos. Yo he tenido (siendo guardián en algún pueblo) más de trescientas doncellas casaderas, juntas en el patio de la iglesia, enseñándose unas a otras con la mayor sinceridad y honestidad que se puede imaginar. De donde se puede colegir y entender cuan diferente gente es esta indiana, de nuestra nación española y de las otras que en nuestra Europa tenemos conocidas, y con cuanta diferencia requiere su natural y capacidad ser regida y gobernada; que por no se entender esto tan bien como convenía, por pender su gobierno de España y no tener a su rey presente, se ha perdido harto de la cristiandad y policía que en ella se pudiera obrar, y no menos de su conservación. Todas estas mozas que he dicho, tienen sus matronas o madres espirituales (que así las llaman ellas), señaladas por sus barrios, que las traen a la iglesia y las guardan, y las vuelven a sus casas. Cuál trae media docena, cuál una, cuál más o menos, según son los barrios, grandes o chicos. Y demás de su guarda, hay alguaciles diputados de la iglesia que miran por ellas. Los niños y niñas pequeñas tienen viejos por guiadores que los traen de sus casas y los vuelven a llevar. Y estos viejos tienen los patios muy barridos y limpios, que generalmente están adornados con árboles, puestos por orden y renglera, que en tierra caliente son cipreses y naranjos entreverados, que es contento y motivo de alabar a Dios entrar entre ellos, y en la tierra templada y fría, árboles del Perú, que todo el año están verdes, y también cipreses. Y aunque dije que aquellas doncellas se están enseñando hasta que se casan, no se ha de entender que todas las indias se casan, porque muchas de ellas viven en perpetua continencia; y donde menos aparejo parece que hay para el recogimiento, y más ocasiones y peligros, allí se halla mucha virtud, como es en las grandes poblaciones, adonde así como hay mayores vicios y pecados, provee Dios que haya también mayores obras y ejemplos de virtud y bondad que en los pueblos pequeños. Dígolo, porque en la ciudad de México (que es una Babilonia), llena de mestizos, negros y mulatos, demás de la multitud de españoles distraídos, se hallan centenares de indias en su vejez doncellas, que en tanto número de años la gracia divinal las ha conservado en su pureza y limpieza, sin casarse ni saber qué cosa es varón. Y otras mozas que con no poder evitar de salir a los mercados a vender o comprar sus menesteres, están tan enteras en la guarda de su virginidad, como las muy encerradas hijas de señoras españolas metidas tras veinte paredes; que es de tener en mucho en gente tan abatida y desechada, y puesta entre tantas dificultades y peligros de mal mundo para conservar la castidad. De estas doncellas hubo en tiempos pasados muy señaladas matronas en muchos pueblos, particularmente en el contorno de México, en Suchimilco, Tezcuco, Guatitlan, Tlalmanalco y Tepepulco, y hacia lo de Tlascala, Cholula, Guaxocingo, Tepeaca y Tehuacan, las cuales recibieron con tanta devoción y buen espíritu la doctrina de aquellos primeros padres, que desde su mocedad perseveraron en perpetua continencia hasta la muerte, a manera de beatas, no porque ellas hiciesen algún voto (a lo menos público), mas de que voluntariamente se ofrecieron al Señor, no apartándose de su templo y servicio, ocupadas en oraciones, ayunos y vigilias, a ejemplo de aquella Santa Ana viuda, que adoró, confesó y predicó al Infante Jesús en el templo de Jerusalem, y juntamente ejercitándose en obras de caridad y virtud, a imitación de las santas mujeres que en la primitiva Iglesia seguían y servían a los apóstoles y discípulos de Cristo. Así estas beatas o matronas han servido y ayudado en muchas cosas en el ministerio de la Iglesia para utilidad de las almas, como es en lo que arriba queda dicho, de enseñar la doctrina cristiana y otras oraciones y devociones que ellas deprendieron, a las mozas y a otras mujeres que no las sabían, y en adestrar como madres y guiar las confradías que tienen del Santísimo Sacramento y de Nuestra Señora, que en todas partes son comunes, más en pueblos grandes también tienen las del Nombre de Jesús y de la Veracruz, y de la Soledad en la Semana Santa. Todas estas confradías en algunos pueblos se rigen tan principal y aún más principalmente por medio de estas matronas, que de los hombres. Y parece que en esta tierra les cuadra este oficio, (fuera de ser la devoción más natural a las mujeres, como el bienaventurado S. Augustín lo dice y la autoridad de la Iglesia lo confirma, llamándolas devoto sexo feminil), porque en este clima hace ventaja el mujeriego en su modo al sexo varonil. Y no es maravilla si el principal planeta que en esta región reina las favorece y es de su parte, que esto es de naturaleza, aunque la gracia sobre todo. Demás de esto han ayudado en el servicio de los hospitales y enfermos, y en instruir y aparejar a los ignorantes para la confesión y recepción del santísimo sacramento de la Eucaristía, el cual ellas frecuentemente reciben, a lo menos en las grandes festividades, y en tener recogidas las mujeres solteras que se halla andar derramadas en ofensa de Nuestro Señor, cuando el ministro de la Iglesia se las encomienda, y en otras buenas obras semejantes a éstas. Y puesto que en muchas partes haya habido muchas matronas de éstas, entre las demás fue señalada una Ana de la Cruz, natural del pueblo de Tlatelulco (que es como barrio por sí de la ciudad de México), india devotísima y bienhechora de la orden del padre S. Francisco, y celosa de las cosas de la religión y del servicio de Dios nuestro Señor, en cuyo tiempo por su buena industria y diligencia andaban con mucho fervor las cosas de la cristiandad en aquel pueblo. Ahora en muy pocas partes hay de estas matronas o beatas que se ejerciten en semejantes obras espirituales, por haberse disminuido mucho la gente que solía haber, y porque dicen tienen harto que hacer en buscar lo que han menester para su sustento, y para pagar su tributo y otras imposiciones que siempre les van añadiendo.
Capítulo XVII
De las grandes limosnas que algunos indios y indias han hecho para ornato de sus iglesias y sustento de sus ministros
Una de las cosas que manifiestamente confunde y desmiente la siguiente opinión que algunos han tenido y tienen de los indios, diciendo que no son verdaderamente cristianos, es el ordinario uso que han tenido de hacer limosnas a las iglesias, y de encomendar misas por sí o por sus defunctos. ¿En qué juicio (si no es temerario) cabe decir que el que ofrece un cáliz o una casulla, o otro ornamento para que con él se celebren los oficios divinos, o da alguna limosna para que le digan misas y encomienden a Jesucristo a él o a los suyos, el tal no es cristiano? ¿Si no tuviese fe en la misa, para qué la había de pedir gastando sus dineros? Este dicho, yo no puedo imaginar que sea sino de unos hombres del todo mundanos y gentílicos en su vivir, que no sólo se contentan con nunca hacer limosna de los bienes temporales que Dios les da, mas aún tienen por mal empleado lo que se gasta en las iglesias para el culto divino, y sólo aquello les parece bien empleado que se consume en trajes y juegos y banquetes, y otros vanos cumplimientos de mundo. Y así muchos de nosotros los cristianos viejos ponemos el fundamento y prueba de nuestra cristiandad en sólo el nombre de cristianos que nos dejaron nuestros padres y abuelos, y no la regulamos con nuestras obras, no mirando que ellas son las que informan la fe para que sea verdadera, y que sin las obras es muerta la fe. Teniendo respeto a los actos interiores del alma, sólo Dios sabe quién es bueno y verdadero cristiano, pero yo no tengo de juzgar esto, sino por las obras exteriores que viere. Y si las muchas limosnas son buenas obras, y obras de verdadera cristiandad (como lo son), argumento es que los indios son buenos cristianos, pues con mucha verdad se puede afirmar, que aunque es así que los españoles después que se conquistó esta tierra han hecho muchas limosnas a los conventos de los religiosos, en especial al de México, y mayormente en el tiempo de su prosperidad, pero en este caso, tanto por tanto, mucho más se han extendido los indios, así en común como en particular. Tratando de lo común, ¿quién ha edificado tantas iglesias y monesterios como los religiosos tienen en esta Nueva España, sino los indios con sus manos y proprio sudor, y con tanta voluntad y alegría como si edificaran casas para sí y sus hijos, y rogando a los frailes que se las dejasen hacer mayores? ¿Y quién proveyó las iglesias de los ornamentos, vasos de plata, y todo lo demás que para su arreo y ornato tienen, sino los mismos indios? En los tiempos antiguos, por espacio de más de cuarenta años, nunca los religiosos de S. Francisco quisieron recibir la limosna que la Real Majestad hace a los frailes de las órdenes que entienden en el ministerio de los indios para su sustento, porque con las limosnas ordinarias de los mismos indios se sustentaban suficientísimamente. Mas ahora recíbenla por no ser cargosos a los indios, que en este tiempo están pobres, y porque con la mayor parte de ella se va edificando la iglesia de S. Francisco de México. Y hasta el día de hoy ha habido pueblos donde con solas las limosnas de las misas que encomiendan los indios por sus defunctos y algunas otras limosnas que hacen particulares, se han sustentado, en cual doce, en cual veinte, y en cual más de treinta frailes, y se sustentan el día de hoy. La devoción y limosnas del pueblo de Cholula no se pueden ponderar. Los años atrás por la mayor parte se sustentaba el convento de S. Francisco de los Ángeles (que es ciudad de españoles) con las sobras del monesterio de Cholula, con morar de ordinario en el de Cholula más de treinta frailes, y acullá otros tantos, y aún más. En las ciudades de Suchimilco y Tezcuco han sido también los indios siempre muy devotos y limosneros, y lo mismo en Tlascala y en otras partes. El convento de Santiago de Tlatelulco (que es como barrio de México) se ha sustentado siempre abundantísimamente con las limosnas de los indios, habiendo allí de contino gran concurso de religiosos moradores y huéspedes. No es cosa de poca consideración que un convento de tanto número de frailes como es el de S. Francisco de México, que llegarán a ciento, se haya sustentado con las limosnas que los indios han hecho y hacen en su capilla de S. José, sin tomar hasta el día de hoy misas, como se reciben en los conventos de España. Verdad es que los españoles lo han sustentado mucho (como ya lo tengo dicho), mayormente a los principios, que hacían tantas limosnas de pan, vino, carne, pescado y otras cosas, que los guardianes las volvían a enviar diciendo que no las habían menester; pero de algunos años acá, como las cosas de esta tierra han adelgazado y venido a mucho menos, y los españoles han crecido en número y en necesidades, han faltado sus limosnas. Y si no fuera por la capilla de los indios, no se pudiera sustentar el convento; aunque en el tiempo de ahora (como se van acabando los indios, que con su multitud enriquecían la tierra) ya no basta lo uno ni lo otro. El año de setenta y dos contó el religioso que tenía cargo de la capilla de S. José, habían ofrecido los indios el día de la conmemoración de los defunctos después de Todos Santos, más de cinco mil panes de Castilla y tres o cuatro mil candelas de cera blanca, y veinte y cinco arrobas de vino (que para tierra de Indias es mucho) y gran cantidad de gallinas, y muy muchos huevos, y tanta fruta de Castilla y de la tierra de todo género, que con trabajo se pudo acarrear a la refitolería, con repartir gran parte de ella a pobres y a otros que se llegaban a pedirla, y esto ha sido ordinario todos los años. Los indios carniceros, que sirven de matar reses y carne a los españoles obligados en la ciudad de México, tienen por devoción más ha de cincuenta años, de hacer limosna al convento de S. Francisco de aquella ciudad, todos los sábados, de los menudos de vaca y carnero que son menester, y ellos mismos los llevan los viernes cuando el sábado es día de grosura (sin que los religiosos se lo pidan); sin otras limosnas que hacen entre año de otras cosas. Y es gran limosna esta ordinaria de los sábados, por haber siempre en el convento (como he dicho) más de cien frailes. Otras limosnas particulares, sería proceder en infinito quererlas contar, ni yo podría, ni las sé, sino muy pocas en respecto de las que ignoro, que no tienen número, mas contaré algunas. Y será la primera de aquella india matrona, llamada Ana, que en fin del capítulo pasado me dio motivo para tratar de esta materia, diciendo cómo era muy bienhechora de nuestro estado y orden. Esta devota mujer, demás de las ordinarias limosnas que hacía de hábitos y libros y otras cosas que habían menester a frailes particulares, enviaba a veces los doscientos y trescientos escudos para que se empleasen en la sacristía o enfermería de S. Francisco de México, como si fuera una reina o duquesa, no teniendo otra renta más de lo que ella y otras cuatro o cinco mujeres de su mismo espíritu (que le hacían compañía) ganaban con el trabajo de sus manos, y con la industria que su buena capitana les daba. La cual cuando se quiso morir, envió a rogar a dos padres viejos, Fr. Alonso de Molina y Fr. Melchior de Benavente, que la fuesen a ver. Y entrados adonde estaba, mandó salir la gente que allí había, y llamando a una vieja su compañera, dijo a los religiosos: «Padres, esta hermana dará doscientos pesos para S. Francisco,» los cuales después de muerta llevó la vieja, para que se empleasen en la sacristía, como la defuncta lo tenía antes dicho. Demás de esto, dejó muchas limosnas mandadas al monesterio de Tlatelulco, donde ella se enterró, y a la enfermería de S. Francisco y a frailes particulares para su vestuario y libros. Una india de Guacachula, llamada también Ana, todo cuanto ganaba lo ofrecía a la iglesia, y allegando alguna cantidad de dinero, acudía al guardián y le decía: «Padre, estos cien pesos o doscientos me ha dado Dios: mira lo que es menester para su iglesia.» Y como algunas veces el guardián no los quisiese recibir, diciendo que de ninguna cosa había necesidad, afligíase la buena mujer, y decía: «Padre, ¿para qué lo quiero yo? no tengo hijos ni marido, ¿a quién lo tengo de dar sino a Dios que me lo prestó?» Y así dijo aquel guardián que con las limosnas de aquella buena vieja había hecho, primero una casulla rica, y luego una capa, y después dalmáticas, y tras esto frontal, y otra casulla, y más adelante. En Tepeaca un indio mercader, llamado Juan de Torres, dio un terno de capa, casulla, dalmáticas y frontal de terciopelo negro bien guarnecido, y entre año siempre hacía largas limosnas al monesterio. Cuando éste se quiso morir, dejó a otros cuatro o cinco monesterios de aquella comarca cada cien pesos, sin otro cargo mas de que lo encomendasen a Dios; y al convento de Tepeaca doscientos, sin otros que dejó para misas. Y más mandó en su testamento, que setecientos pesos que le debía un español se cobrasen y se empleasen en lo necesario al convento, aunque nunca se cobraron, porque el español (que era un encomendero) también murió, y no con tan buen testamento. La mujer de este Juan de Torres murió algunos días después, siendo yo allí guardián, y porque tenía un yerno jugador y desperdiciado, no quiso declarar en su testamento lo que tenía guardado para Dios y para su alma; mas fióse de su única hija, mujer del dicho jugador (que era de tan buena masa como sus padres), declarándole en confianza cómo tenía guardados ochocientos escudos, y lo que quería se hiciese de ellos. Y la hija (con tener hijos pequeños) fue tan fiel, que muerta la madre, los llevó de secreto al monesterio, diciendo que se enviasen cada ciento a los conventos de la comarca, y de lo demás se comprase lo necesario a aquella iglesia, encomendando a Dios el alma de su madre. Considérese qué sinceridad de ánima y cristiandad era menester en una española o español para que no le llevara la codicia de aquel dinero, pudiéndose aprovechar de él sin que nadie se lo pidiera. Finalmente, los ornamentos que particulares indios han dado a las iglesias, y cálices y otros aderezos, han sido muchos y muy buenos, tanto, que por no les quitar su devoción (por ser nuevos en la fe) se han recibido hartos con escrúpulo de los religiosos, que celando la pobreza de su estado no los quisieran recibir. Y yo quisiera ya concluir con este capítulo (por no ser más largo), y no puedo con mi conciencia dejar de contar una limosna de un pobre, pues he dicho otras de los que poseían algún caudal. En el pueblo de Topoyango, de la jurisdicción de Tlascala, un indio viejo ofreció al guardián (que era un gran siervo de Dios) un real de pan y un azumbre de vino. Y viendo el guardián al indio tan viejo y pobre en su traje, preguntóle de dónde había habido los reales para comprar aquel pan y vino, que según dijo le había costado siete reales. A lo cual respondió el viejo: «Padre, pues lo quieres saber, quiérotelo contar. Sabrás que mi mujer y yo, viendo que otros nuestros vecinos te hacían limosna (como es razón, pues estás trabajando con nosotros), y no teniendo que darte por nuestra pobreza, estábamos con mucha pena. Mas quiso Nuestro Señor consolarnos en ella, y fue de esta manera. Teníamos una perrilla, y hízose preñada, y nacidos y criados los cachorrillos, yo fui a venderlos a tierra caliente, y con lo que me dieron por ellos compré un poco de algodón que mi mujer hiló, y con ello tejió una manta que vendí en siete reales, con los cuales compré este pan y vino que te traje.» Contando esta historia aquel padre bendito, preguntaba si sería ésta tal limosna acepta a Dios. Y respondíase él mismo con lo que está escrito en las vidas de los santos padres del yermo, de un monje que iba por el agua media legua. El cual yendo un día imaginando de pasar su ermita cerca de do estaba el agua, oyó tras sí unos pasos. Y volviendo la cabeza para ver quién era, vio un ángel que le dijo: «Voy contando los pasos que das en venir tan lejos por el agua, para que cada paso se te pague, sin que uno se pierda.» Y así concluía este padre, que de estos dos indios, marido y mujer, los pasos y palabras y pensamientos que tuvieron para hacer aquella limosna, los ángeles con gran placer (sin falta) los escribían para que les fuesen galardonados. Y yo también concluyo mi capítulo con decir, que pues los indios son tan limosneros, deben de ser buenos cristianos, y no fingidos como los moriscos de Granada, a los cuales sus émulos y detractores los comparan.
Capítulo XVIII
De la fe y devoción que los indios siempre han tenido a las cerimonias y cosas de la iglesia
Entre los viejos refranes de nuestra España (que infaliblemente suelen salir verdaderos), este es uno: que quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can; y quiere decir, que quien bien quiere a un hombre, y le es buen amigo, a todas sus cosas tiene afición y le parecen bien, y por ellas habla y vuelve cuando se ofrece y es menester. Y si esto es verdad, mucho mayor verdad será que quien bien quiere al can de Beltrán, por ser cosa suya, mucho mas querrá al mismo Beltrán. De donde se infiere que los que son amigos y devotos de las cosas que pertenecen al servicio de Dios y a su culto divino, lo serán también del mismo Dios, y lo querrán mucho y amarán. Y por el contrario, serán enemigos de Dios los que son enemigos de las cosas que pertenecen a su servicio y culto divino, como lo son los malvados herejes que destruyen las iglesias y lugares sagrados, y queman las imágines y figuras de Dios y de sus santos, y niegan el santo sacrificio de la misa y todos los demás sacramentos, y persiguen y matan como a enemigos capitales a los sacerdotes que los administran, y escarnecen y burlan de las bendiciones, consagraciones y cerimonias santas de que usa la Iglesia Católica. Todo lo cual (para confusión de estos apóstatas descendientes de católicos cristianos) proveyó Dios que los probrecillos indios (que poco ha eran idólatras y ahora nuevos en la fe que los otros dejaron) tengan en grandísima estimación, devoción y reverencia. Cosa maravillosa fue el fervor y diligencia con que los indios de esta Nueva España (después que les fue predicada la palabra de Dios) procuraron edificar en todos sus pueblos iglesias, acudiendo hasta las mujeres y niños a acarrear los materiales, y aventajándose los unos con invidia de los otros en hacerlas mayores y mejores, y adornándolas según su posible, como en los capítulos precedentes se ha visto. Y si les dejasen, cada uno querría tener una iglesia junto a su casa. Y ya que esto no pueden, tienen todos ellos sus oratorios a do rezan y se encomiendan a Dios. Y los que alcanzan caudal, parece que todo lo querrían emplear en cosas que causen memoria de Dios y de sus santos. Y así es cosa ordinaria remanecer de nuevo en cada convento de cuando en cuando imágines que mandan hacer de los misterios de nuestra redención o figuras de santos en quien más devoción tienen; unos para sus casas, donde les hacen sus capillitas o retretes en que se guarden con decencia; otros las ofrecen a las iglesias, y les hacen sus andas para que se lleven en las procesiones. Y de éstas apenas hay pueblo que tenga religiosos donde no haya cantidad de ellas. Y en acabando de hacer estas imágines, tráenlas a mostrar al guardián o prior del convento para que vea si están bien hechas y devotas, y se use de ellas con su aprobación. A los sacerdotes tienen los indios tanto respeto y reverencia como si ovieran oído de la boca del padre S. Francisco lo que acostumbraba decir: que si encontrase con un santo que bajase del cielo, y con un sacerdote, iría primero a besar la mano al sacerdote, y después haría su debida reverencia al santo. En especial cuando el sacerdote acaba de decir misa, todos los indios circunstantes procuran de llegar a besarle la mano. Y si estando tres o cuatro o más sacerdotes juntos, llegan a pedir o tratar algo, por muchos que sean los indios, bien pueden prestar paciencia los sacerdotes, que de uno en uno han de ir todos besándoles las manos. Aunque algunos de nosotros tenemos tan poca, que desechándolos con desgracia, les damos ocasión de perder su devoción. Mas con todo esto, a doquiera que sea y en cualquiera ocasión les es agradable la bendición de los sacerdotes. Y cuando se ofrece entrar en sus casas a confesar algún enfermo o administrar otro sacramento, les parece que con haber entrado allí el sacerdote, queda santificada su casa. Por las calles y caminos a doquiera que vaya el religioso, todas las mujeres salen con sus hijuelos en los brazos para que les eche la bendición. Y los niños mayorcillos que pueden andar, ellos mismos van a recibirla, y la piden de palabra, diciendo: «Bendíceme, amado padre.» Y aunque esto pone harta devoción al que ha de bendecir, mucho mayor la pone cuando a veces alguna india, estando diciendo misa, pone su niño de teta tendido en la peaña del altar a los pies del sacerdote, y lo deja allí hasta el fin de la misa. Y es cierto que con haber pasado esto ante mí hartas veces, nunca he visto llorar ni dar pesadumbre la tal criatura, sino estarse quedita, como si fuera un ángel que supiera el lugar do estaba. Con el agua bendita tienen grandísima fe y devoción; tanto, que es menester cerrar muy a menudo las pilas que están fuera de la iglesia, y aún no basta, sino que vienen a pedir la que se guarda dentro de casa, porque teniendo algún enfermo, se la han de llevar para que la beba, y el enfermo se la bebe de golpe con tanta confianza, como si fuese medicina curativa de toda enfermedad. Y no hay duda sino que en ella, y en todas las demás bendiciones, hallan el efecto y eficacia de sanidad, pues con tanto afecto las buscan y piden. En las vigilias de las Pascuas de Flores y del Espíritu Santo, cuando se bendice la pila del baptismo, es cosa de ver la gente que acude con sus jarros y vasos para llevar de aquella agua bendita, que no es posible repartirla por entonces, ni poner en ella el olio y crisma hasta la tarde, por la grande apretura en que se ponen unos a otros por haberla primero. Y por poca que se dé a cada uno, es menester tener allí apercibidas y llenas las hidrias de las bodas de Caná de Galilea, para reinchir muchas veces la pila. Las cuentas en que han de rezar, luego en comprándolas, las traen a algún sacerdote para que se las bendiga. Y los que pueden haber alguna cuenta bendita del Santo Padre, lo tienen a mucha dicha, aunque por más dichoso se tendría el que pudiese alcanzar algún tantito de Agnus Dei; pero esto por ser tan raro y preciado, por maravilla lo alcanza cual o cual indio. Entre ellos, parece no es cristiano el que no trae rosario y disciplina. Y esta les arma muy bien, porque no tienen tan delicadas carnes como otros para azotarse, ni mucha ropa que les embarace a desnudarse, y así han usado mucho el disciplinarse, y lo usan todavía en las cuaresmas desde el miércoles de la ceniza. Y en otro tiempo fue costumbre muy usada (mayormente en lo de Mechuacan y Jalisco, y también en otros pueblos en esto de México), hacer disciplina delante de la iglesia por todo el año. Y muchas veces había cuasi toda la noche azotes en el patio, que estando en la oración después de maitines los religiosos, oían azotarse los indios allá fuera, y alababan a Dios en ver su aprovechamiento. A los templos y a todas las cosas consagradas a Dios tienen mucha reverencia, y se precian los viejos, por muy principales que sean, de barrer las iglesias, guardando la costumbre de sus pasados en tiempo de su infidelidad, que en barrer los templos mostraban su devoción (aun los mismos señores), cuando ya no tenían fuerzas para seguir las guerras y pelear. En el pueblo de Toluca el primero señor que se baptizó (a quien el marqués del Valle puso su nombre, llamándolo D. Fernando Cortés, y que en su juventud había sido muy valiente y esforzado) acabó sus días continuando la iglesia y barriéndola, como si fuera un muchacho de la escuela. Cuando entendieron los indios qué cosa era excomunión, grandísimo temor concibieron de ella. Si acontecía algunos mozuelos reñir en el cimenterio (que entre indios ya hombres pienso nunca ha acaecido), luego venían de conformidad hechos amigos a pedir absolución, temiendo estar excomulgados. Finalmente, no hay cosa que pertenezca a la iglesia, ministerio y ceremonias de ella, en que los indios no se hayan mostrado muy devotos y más religiosos que otras naciones. De donde bien se puede colegir que en efecto son cristianos de veras y no de burla, como algunos piensan.
Capítulo XIX
De la solemnidad con que los indios celebran las Pascuas y fiestas principales, y de las procesiones ordinarias que hacen
Las Pascuas y fiestas de Nuestro Señor, de su Santa Madre y de las vocaciones principales de sus pueblos, celebran los indios con mucho regocijo y solemnidad, adornando para ello, cuanto a lo primero, sus iglesias muy graciosamente con los paramentos que pueden haber, y lo que les falta de tapicería suplen con muchos ramos, rosas y flores de diversos géneros, que las produce esta tierra en abundancia, muy diferentes de las de nuestra España; y de las traídas de allá hay rosas a do las plantan, y acaece coger algunas en cualquiera tiempo del año, como se cogieron en la semana que yo esto escribo, siendo por el mes de noviembre. Clavellinas hay tantas, que no sé si de alguna flor se hallará tanta copia en alguna parte del mundo. Y no es menester ponerlas en macetas, ni guardarlas del frío, porque los patios de las iglesias y los huertos están llenos de ellas, y nunca en el invierno se yelan, y así se hallan por todo el año. De trébol están llenos los campos, y la yerbabuena (que no la había) se ha multiplicado en gran manera. Estas yerbas olorosas, juntamente con espadañas y juncia, sirven para tender por el suelo, así de la iglesia como de los caminos por do ha de andar la procesión, y encima de las yerbas van sembrando flores. Estos caminos de la procesión tienen enramados de una parte y de otra, aunque a las veces anda un tiro de ballesta, y más. Hacen del camino tres calles, la de en medio más ancha, por do van las cruces, andas, y ministros de la iglesia, y el demás aparato de la procesión. Y por las calles de los lados, por la una van los hombres y por la otra las mujeres. Y éstas se dividen o con arbolillos hincados en el suelo, o con una arquería de arcos pequeños, de un estado o poco más de alto, cubiertos de ramas y flores de diversas maneras y colores. Procesiones ha habido del Sacramento en que se contaron más de mil arcos de estos, porque una vez que se pusieron en ello se contaron mil y sesenta, y las flores y rosas que por todo ello había se tasaron y juzgaron por los frailes y españoles seglares en dos mil cargas, que es cosa notable. De trecho a trecho hacen sus arcos triunfales, y en las cuatro esquinas que hace el circuitu o vuelta de la procesión levantan cuatro como capillas, muy entoldadas y adornadas de imágines y de verjas de flores con su altar en cada una, a do el sacerdote diga una oración, y después de dicha, por vía de descanso y entretenimiento, sale una danza de niños bien ataviados al son de algunas coplas devotas o motetes, que juntamente con los menestriles cantan los cantores. Otra capilla como éstas se hace a la salida del patio enfrente de la puerta de la iglesia, que es el primer paradero o descanso de la procesión, en la cual van otras danzas y bailes que causan regocijo, aunque no mezcladas, sino aparte, a do no quiten la devoción del canto y la decencia de las cruces y andas, que en los pueblos grandes son muchas, porque demás de las que tiene la cabecera, traen las de las aldeas o pueblos subjetos, a lo menos para las procesiones de Corpus Christi y de la fiesta del santo cuya vocación tiene la iglesia principal. Y entonces salen también los oficios, cada uno con su invención en sus carros. Y en algunas partes hay representaciones de pasos de la Escritura Sagrada, que todo ayuda para edificación del pueblo y aumento de solemnidad a la fiesta. En cuyo principio (que es a la hora de las primeras vísperas) se comienzan a levantar los espíritus con el ruido de la mucha música de trompetas y atabales, y campanas chicas y grandes y medianas, y chirimías y otros instrumentos que se tañen encima de las bóvedas o azoteas de la iglesia, levantadas en lo alto banderas y pendones de seda, que tremolando, dan contento a la vista, cercada por el almenaje o coronación la iglesia con pintura de letreros a manera de romanos labrados de flores de muchas colores. Las vísperas en los tales días siempre se cantan en canto de órgano, diferenciando los instrumentos musicales, con la solemnidad que se pueden cantar en una iglesia catedral. El sacerdote sale a comenzarlas muy acompañado de acólitos, todos indios pequeñitos, vestidos con hopas coloradas y sobrepelices, y otros con roquetes labrados a la morisca hasta en pies, y en las cabezas diademas o coronas labradas de pluma con sus penachos de plumas ricas como las de pavones, y los seis de ellos llevan muy buenos ciriales dorados. La gente está con mucha devoción puesta de rodillas, levantándose al fin de cada salmo para inclinarse al Gloria Patri, y desde que comienza la Magnificat hasta el fin de las vísperas, con velas encendidas de cera blanca en las manos. Acabadas las vísperas vuelven a repicar y tañer en las azoteas o terrados de la iglesia brevemente, regocijando la gente que sale de la iglesia, y lo mismo hacen más largo a las completas y al tiempo del Ave María. Acabados los maitines a las dos o a las tres de la mañana, ya están aparejados en el patio de la iglesia los que han de comenzar el baile a su modo antiguo, con cánticos aplicados a la misma fiesta, según se dijo en el capítulo treinta y uno del segundo libro, porque ésta era la principal ceremonia de sus festividades. En las muy solemnes comiénzanlo en la manera dicha, antes del alba, por denotar la gran solemnidad de la fiesta, y cuando tañen a prima suspenden el baile hasta que se acabe la misa mayor, y entonces es cuando comienza en las menos solemnes, y en todo el día no cesa, hasta que ya tarde lo van a concluir en el palacio de los señores o más principales. La misa se dice con el aparato posible, y acabada, se hace la procesión si la ha de haber. La noche de la Natividad del Señor suelen poner muchas lumbreras en los patios de las iglesias, y algunos en los terrados de sus casas, y como son muchas las casas y van en algunas partes extendidas por más de una legua, parece como un cielo estrellado. Los maitines de aquella noche y misa del gallo, por ninguna cosa los perderán. Y si aguardan a abrir la iglesia cuando ya ha llegado el golpe de la gente, corren peligro de ahogarse algunos con el ímpetu con que entran por tomar lugar, que como no pueden caber todos dentro en la iglesia, por grande que sea, quedan muchos fuera en el patio, y allí se están de rodillas como si estuviesen dentro de la iglesia, hasta que dichos los rnaitines, sale un sacerdote a decirles misa en la capilla del patio. En la iglesia tienen hecho para aquella noche y los días siguientes hasta el de los Reyes, un portal y pesebre que represente al de Bethlen, con el Niño Jesús, y su Madre, y S. José y los pastores. Y en algunas partes con tanta curiosidad, que tienen harto que ver los españoles, y a unos y a otros pone no pequeña devoción. La fiesta de los Reyes también la regocijan mucho, como propria suya, en que las primicias de las gentes o gentiles salieron a buscar y adorar al Señor y Salvador del mundo, y representan el auto del ofrecimiento. Y en otros días tales en que se hace memoria de semejantes pasos de nuestra redención, también los representan. En la fiesta de la Purificación o Candelaria, todos traen sus candelas a bendecir, y después que con ellas han andado la procesión, tienen en mucho lo que les sobra, y lo guardan para sus enfermedades, y para truenos y rayos y otras necesidades, y como no les bastan, siempre entre año piden candelas benditas, en especial para el tiempo de su muerte. El domingo de Ramos adornan con particular cuidado las capillas de fuera de la iglesia, a do se bendicen los ramos, porque goce todo el pueblo de aquel acto, y el lugar de la procesión muy aderezado. Y porque sería imposible repartir los ramos a tanta gente, cada uno trae de su casa ramos de los árboles que les parece o pueden haber; unos palmas traídas de tierras calientes; otros olivas (que ya las hay en muchas partes) o ramos de otros árboles, adornados con rosas, y de ellas hacen también cruces asentadas en los ramos, blancas y coloradas y de otros colores. Y como están todos en pie y apeñuscados al tiempo de la bendición, y todos con ramos levantados en las manos y enrosados, parece un gracioso jardín o floresta deleitosa el patio donde están. Yo puedo decir con verdad que la cosa más agradable a la vista que en mi vida he visto, fue ver en Tlascala en tiempos pasados dos patios que tiene la iglesia, uno alto y otro bajo, a do bajan por una real escalera de dos andenes, como la de Aracoeli de Roma, patios y escalera llenos de gente apeñuscada con sus ramos en las manos, en tal día como el domingo de Ramos, que parecía al valle de Josafat acabado el juicio y echados al infierno los dañados, y que los justos con victoria y triunfo estaban a punto para entrar en la gloria con el Juez Soberano. Pues ver cuando anda la procesión la priesa con que algunos indios principales van tendiendo por el suelo sus ricas mantas, que les sirven de capas, y mucho más las indias tienden sus cobijas blancas de lienzo, que les sirven de mantos, para que el sacerdote y sus ministros, que representan a Cristo y sus apóstoles, pasen por encima, y son tantas, que toda la procesión van sobre ellas. Y por otra parte ver encima de los árboles que están de trecho en trecho en la procesión, los niños cantando Benedictus qui venit in nomine Domini: hosanna in excelsis, ¿qué pecho cristiano habrá que deje de derretirse en lágrimas de devoción? Y como tras esto se sigue el cantar la pasión, represéntase bien al natural la diferencia tan grande que hubo del recibimiento que los judíos hicieron a Cristo nuestro Señor cuando entró tal día a la ciudad de Jerusalem, a la procesión con que el viernes siguiente lo llevaron a crucificar al monte Calvario. Los ramos de este día guárdanlos cada uno en su casa como cosa bendita, y dos o tres días antes del miércoles de la ceniza solíanlos traer a la puerta de la iglesia. Mas como bastan algunos pocos, los sacristanes los recogen ahora y hacen de ellos la ceniza, y el que no la recibe aquel día, le parece que no es del número de los hijos de la Iglesia. Y aun en algunas partes se vestían los hombres y mujeres aquel día de negro, por entrar como en vigilia de la pasión del Señor, y se abstenían de las proprias mujeres. Mas en estas costumbres buenas y santas de supererogación y consejo que cobraron al principio de su conversión, y aun en otras de obligación, mucho han perdido con la comunicación y mixtura de españoles y otros linajes de gentes. El jueves santo con los dos días siguientes acuden a los oficios divinos como en días principales. Y porque las procesiones de disciplina y de la mañana de la Resurrección que hacen los indios de México requieren particular capítulo, y de ellas se entenderá lo que usan en los demás pueblos, cada uno según su posible, concluyo éste con decir que para hacer el monumento no tienen que desvelarse los frailes, ni para qué buscar paños, ni tapices, ni otros atavíos, porque en cada pueblo de indios, los que lo gobiernan, alcaldes, regidores y principales, por sus proprias personas con la gente que es menester, tienen este cuidado, y lo componen y aderezan, que es para alabar a Dios, en que parece claro que no son como los moriscos de Granada, sino verdaderos cristianos.
Capítulo XX
De las procesiones que salen de la capilla de S. José en México, y de la majestad de esta capilla
En los capítulos precedentes queda tocado (aunque de paso) cómo el convento de S. Francisco de México tiene edificada en las espaldas de la iglesia, a la parte del norte, una solemne capilla, dedicada a la vocación del glorioso S. José, esposo de la sagrada Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, que tomándolo aquellos doce apostólicos varones, primeros predicadores del Evangelio en estas partes, por su especial patrón para la conversión de los indios, fue ocasión para que después de algunos años, por medio de los religiosos de la misma orden que lo procuraron, fue elegido el mismo santo por general patrón (como lo es) de toda esta Nueva España. Y por ser esta capilla la primera, y como seminario de la doctrina de los indios para toda la tierra, y situada en la cabeza del reino, todas las capillas que después se iban edificando en los otros pueblos, las intitulaban los indios al mismo santo. Y puesto que algunas hayan intitulado los religiosos a otros misterios y santos, no saben los indios llamar las capillas que tenemos en los patios, sino S. José, y así para decir allá en la capilla, dicen allá en S. José, aunque sea dedicada a otro santo o a otro misterio (que de santo por maravilla la hay, si no es de la bienaventurada Santa Ana, después que el Papa Gregorio XIII, de felice memoria, concedió que se rezase de ella a do oviese iglesia o capilla suya). Ésta de que al presente tratamos, de S. José de México, es insigne por su capacidad y grandeza y curioso edificio; tanto, que por no haber en México otra iglesia ni pieza tan capaz para caber mucha gente, se celebraron en ella con muy notable suntuosidad las obsequias del invictísimo Emperador Carlos V y de otros príncipes, y se han tenido autos de fe por la Santa Inquisición. Y por la misma razón, demás de haber habido siempre en aquel convento de S. Francisco famosísimos predicadores, es el púlpito más cursado de México. A esta capilla fueron siempre subjetos en lo espiritual de doctrina, predicación y administración de sacramentos, todos los barrios de los indios de la ciudad de México, con sus subjetos, hasta que de algunos años a esta parte se adjudicó un barrio llamado S. Pablo a los padres de la orden de S. Augustín, a título de hacer un colegio en que tienen estudio, y a su cargo los indios de aquel barrio. Y poco ha el virey, marqués de Villamanrique, dio otro barrio de S. Sebastián a los padres del Carmen, a contemplación de un su confesor que era comisario de ellos. Otros han pretendido, y por ventura todavía pretenden desmembrar más este cuerpo, y todo es mal para el cántaro, como la experiencia lo ha enseñado, desde que comenzaron a dividirse. Hay en esta capilla un vicario, que aunque es súbdito del guardián del convento, él es el cura de los indios con otros sacerdotes compañeros que le ayudan. Es la capilla de siete naves, y conforme a ellas tiene siete altares, todos al oriente; el mayor, a do suben por escalera en medio, y tres a cada lado. El uno de estos altares es del bienaventurado S. Diego, tan frecuentado (a lo que creo) de gente, como su santo cuerpo en Alcalá, porque ha obrado allí Dios por él algunos milagros, y entre ellos ha resucitado un muerto. Tiene muchos y muy ricos ornamentos de brocado y otras telas, cálices y otros vasos, y cruz riquísima de plata. Tiene muy buenas capillas de cantores y ministriles muy expertos, y campanas grandes y de repique, como en la iglesia mayor; esto por particular privilegio habido del Emperador y Rey D. Felipe, nuestros señores, por haber sido México cabeza de imperio y tener los indios mexicanos aquella capilla por su iglesia parroquial, adonde acuden en todas las necesidades de sus ánimas. Y así se celebran en ella los oficios divinos y las festividades como en una iglesia catedral. En el capítulo pasado quedó por decir el modo que se tiene en la ceremonia del mandato, y lo demás que se hace el Jueves Santo, antes de la procesión de los disciplinantes, que es de mucha devoción entre los indios. Y es en esta forma, que juntado el pueblo en la iglesia, salen a ella (como es costumbre) los frailes en procesión, la cruz delante y el diácono revestido, y acabado de cantar el Evangelio, tienen a punto doce pobres escogidos, los más lisiados y necesitados que se pueden hallar, ciegos, cojos o perláticos (porque entre los indios el sano no es tenido por pobre), y está ya allí el agua caliente, sembrada de rosas olorosas, y tres bacías puestas en el lugar a do se han de lavar, con tres toallas nuevas; y asentados los pobres, les van lavando los pies el guardián y otros dos sacerdotes que le ayudan. Y como se van levantando ya lavados, los indios principales que están diputados para ello, les van vistiendo a cada uno de los doce una ropa nueva de las que ellos usan, y los llevan a asentar a una mesa que está puesta y aparejada allí en la misma iglesia, con sus manteles y sus raciones para cada uno. El guardián, que está en lugar de Cristo nuestro Redentor en la cabecera, hace una breve plática, trayendo a la memoria el lavatorio y cena del Señor, que allí se representa, y el ejemplo que nos dejó de humildad y caridad. El gasto de esta ceremonia hacen los principales; más por otra parte, como los demás pobres son tantos, que en algunas partes se juntan más de ciento y no sé si doscientos, es cosa de ver la abundancia de comida que las indias (según su devoción) tienen tendida por el patio, de cosas guisadas en sus cazuelas o vasos que ellas usan, y pan y fruta, que los pobres todos quedan bien hartos aquel día, y aun ricos en alguna manera, porque después de haber comido se van a asentar, haciendo dos hileras, desde la puerta del patio hacia la puerta de la iglesia, de manera que todos los que han de venir aquella tarde a la iglesia (que es todo el pueblo) han de pasar entre ellos, y ninguno deja de darles limosna, y los más la dan a todos, particularmente las mujeres como más devotas, que cada una trae una haldada de mazorcas de maíz y va dando a cada uno la suya, y acabada la una hilera, luego vuelve por la otra. Otras traen (y los hombres también) un montón de cacao, que les sirve de moneda menuda, y es como almendras, y molidas se hace de ellas muy buena bebida usada. También muchos de los españoles, de estas almendras que llaman cacao van dando a cada pobre cada uno las que quiere, como quien en España da tantas o tantas blancas. Esto que he contado, pasa en todos los pueblos de indios, grandes y chicos, a do residen religiosos, que en los demás no sé lo que hay. Y porque me he detenido en este discurso, abreviaré lo de las procesiones que salen de la capilla de S. José, contando cómo salieron en este presente año de mil y quinientos y noventa y cinco. El Jueves Santo salió la procesión de la Veracruz con más de veinte mil indios, y más de tres mil penitentes, con doscientas y diez y nueve insignias de Cristos y insignias de su pasión. El viernes salieron en la procesión de la Soledad más de siete mil y setecientos disciplinantes, por cuenta, con insignias de la Soledad. La mañana de la Resurrección salió la procesión de S. José con doscientas y treinta andas de imágines de Nuestro Señor y Nuestra Señora y de otros santos, todas doradas y muy vistosas. Iban en ella todos los confrades de entrambas confrandías arriba dichas de la Veracruz y Soledad (que es gran número) con mucha orden y con velas de cera en sus manos, y demás de ellos por los lados gente innumerable de hombres y mujeres, que cuasi todos también llevan candelas de cera. Van ordenados por sus barrios, según la superioridad o inferioridad que unos a otros se reconocen, conforme a sus antiguas costumbres. La cera toda es blanca como un papel, y como ellos y ellas van también vestidos de blanco y muy limpios, y esto al amanecer o poco antes, es una de las vistosas y solennes procesiones de la cristiandad. Y así decía el Virey D. Martín Enríquez, que era una de las cosas más de ver que en su vida había visto. Hacen otras muchas procesiones solennes entre año, en especial dos, con el mismo aparato de todas las andas; la una el día de la Asunción de Nuestra Señora, a una iglesia que llaman Santa María la Redonda, barrio principal de los indios mexicanos, y la otra el día de S. Juan Baptista, a la iglesia de S. Juan de la Penitencia, donde hay convento de monjas de Santa Clara, y es también barrio principal de los indios de México. Y por esta misma forma hacen sus procesiones en todos los pueblos grandes de esta Nueva España, y en algunos va tanta o poco menos gente, y aparato de andas y Cristos que en la de la Veracruz, como es Xuchimilco y Tezcuco y otros semejantes. Y más gente irá en la de Tlaxcala; a lo menos en un tiempo solían ir quince o veinte mil disciplinantes.
Capítulo XXI
De algunas condiciones naturales que tienen los indios para ayuda de su cristiandad, y cómo de su parte son muy salvables, si son ayudados
Puédese afirmar por verdad infalible, que en el mundo no se ha descubierto nación o generación de gente más dispuesta y aparejada para salvar sus ánimas (siendo ayudados para ello), que los indios de esta Nueva España. De los del Perú y otros no hablo, porque no los he visto. Mas de estos puédolo decir, pues los he confesado, predicado y tratado cuarenta y tantos años. Y porque esta verdad parezca más clara, diré las condiciones y cualidades naturales que en ellos conocemos, muy favorables para hacer vida cristiana y para agradar a Dios, y por el consiguiente para alcanzar la gloria del cielo. La primera es ser gente pacífica y mansa (que ambas a dos cosas pone el Redentor del mundo entre las ocho bienaventuranzas, diciendo: «Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra; «es a saber, de los vivientes: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios»), y tanto, que tratando de esta materia, refiere cierto venerable obispo de estas Indias en unos sus escritos, que habiendo estado entre ellos antes de obispo, no sé si quince o veinte años, no había visto reñir un indio con otro, sino solos dos mozos, que el uno al otro se iban dando con los cobdos sin hacerse mal. Y lo mismo pienso que podría yo firmar de tantos, y por ventura mas años, los primeros después que vine a esta tierra; empero ahora ya veo que han aprendido a reñir los mozuelos medio jugando, que no los grandes, sino cuando con el vino están fuera de sí, que entonces sin alguna ocasión se matan como bestias. La causa de su natural mansedumbre es falta de cólera y abundancia de flegma, y a esta causa padecen harto con nosotros los españoles, que como somos coléricos, querríamos que no fuese dicho, cuando fuese hecho lo que les mandamos y pedimos, lo cual hacen ellos tan poco a poco, que no nos pueden dar contento. También podría ser que ésta su mansedumbre fuese acquisita, procurada, y enseñada entre sí mismos, como a la verdad la enseñaban los padres a sus hijos, aun en el tiempo de su infidelidad. Y en los señores y gente principal no se podía notar mayor falta que verlos enojados. Si se les daba ocasión por sus inferiores, mandábanlos castigar, mas sin mostrar turbación en el rostro ni en otros meneos, sino con todo el sosiego y reportación del mundo. Y así de los sacerdotes y religiosos (después del vicio de la carne), no pueden ver en ellos cosa que más los escandalice, que reñir unos con otros, o verlos turbados cuando a ellos les riñen. Si el fraile que los tiene a cargo, sabida la culpa de un indio (aunque sea alcalde del pueblo o gobernador), lo llama aparte y se la reprende con amor y caridad, y le dice que para aplacar a Dios a quien tiene ofendido haga allí luego penitencia, se despojará con entera voluntad y se azotará él mismo o se dejará azotar de otro, y dará muchas gracias al fraile, diciendo que le ha hecho mucha merced. Mas si ve que le mueve enojo y está con alteración o turbación, o se le desvergonzará y irá a los ojos, o se irá a quejar de él o ya que más no pueda, lo tendrá en mala posesión, y dirá que es como los cristianos, por decir que es como un seglar. La segunda condición de los indios es simplicidad, por lo cual si no hay en los que con ellos tratan conciencia, son fáciles de engañar. ¿Qué mayor simplicidad, que cuando al principio los españoles llegaron en cualquier parte de Indias, pensar que eran dioses o hombres del cielo, aunque los veían con armas ofensivas y dañosas, y recebirlos como a ángeles, sin algún recelo? ¿Y pensar que el caballero y el caballo eran una misma cosa? ¿Y también que los frailes no eran como los otros hombres seglares, sino que por sí se nacían? ¿O que los frailes legos eran las madres que los parían? ¿Qué mayor sinceridad, que tener en más estima las contezuelas de vidrio que el oro? ¿Y en el tiempo de ahora, comúnmente (fuera de algunos pocos que han abierto los ojos) dejarse engañar a cada paso, comprando gato por liebre, zupia por vino, lo podrido por sano, sin hacer diferencia de lo malo que les dan a lo que habría de ser bueno? Y ésta es una de las ocasiones por do corren peligro las almas de los españoles en tierra de Indias, porque muchos no hacen conciencia de engañar a los indios, vendiéndoles por bueno lo que entre españoles que lo entienden no habría quien lo quisiese comprar. Verdad es que algunos de los indios o indias también saben entre sí usar este trato a manera de gitanos, renovando lo viejo para que parezca nuevo, y haciendo otros semejantes embustes; pero el común de los indios en esto y en todo lo demás son fáciles para ser engañados, por su sinceridad y buena confianza. La tercera cualidad es pobreza y contentamiento con ella, sin cobdicia de allegar ni atesorar, que es el mayor tesoro de los tesoros, mayormente para un cristiano, que si deveras ha de seguir a su capitán Jesucristo, no ha de hacer más caso de los tesoros y riquezas del mundo, que si fuesen un poco de estiércol, como lo hacía el apóstol S. Pablo, y se preciaba de ello, y se contentaba con la comida que bastase a sustentar su cuerpo, y vestido con que pudiese cubrir sus carnes. Esta doctrina ejercitaban, aún siendo infieles, los indios, como si se la oviera predicado y metido en las entrañas el mismo Hijo de Dios, que lo podía hacer. Y la ejercitan ahora la mayor parte del común, contentándose los más de ellos con su pan de maíz y el chile o pimienta que en España llaman de las Indias, con algunas yerbezuelas; pero si les dan carne o la alcanzan, de muy buena gana la comen, y en esto se conforman con lo que el mismo apóstol decía: «Sé abundar a veces teniendo lo sobrado, y sé padecer mengua y pasar con ella.» El vestido del indio plebeyo es una mantilla vieja hecha mil pedazos, que si el padre S. Francisco viviera hoy en el mundo y viera a estos indios, se avergonzara y confundiera, confesando que ya no era su hermana la pobreza, ni tenía que alabarse de ella. Pues entren en la casa del indio, y las alhajas que hallarán en la choza (como la de S. Hilarión) cubierta de humo, es una piedra de moler, y unas ollas viejas, y cántaros, y si tiene una estera rota por cama para descansar en ella, no es poco regalo, porque muchos no la tienen, sino el suelo duro. Y no se engañen los que piensan que los indios no usan de la pobreza, ni la conocen por virtud, sino a más no poder, porque un indio principal de Tlalmanalco dijo a cierto religioso, que los indios recebían grande ejemplo de ver a los frailes con hábitos remendados, porque sabían que los podían traer nuevos, y por amor de Nuestro Señor Jesucristo querían andar pobres. Indios hay también ricos, y que saben granjear y buscar lo que han menester, y pasan con regalo su vida; pero son muy pocos en comparación de los pobres. Y aún estos no amontonan dinero para guardar en sus arcas, ni se fatigan por el dote que han de dar a sus hijas, ni por el mayorazgo que han de hacer en sus herederos, sino que en allegando ciento o doscientos o más ducados, conforme al intento que tienen, hacen para la iglesia un frontal o una casulla, o un cáliz o una imagen de un santo, con andas o sin ellas, y por festejar la ofrenda que hacen a Dios, convidan a sus parientes y vecinos. Otros que no tienen tan buen espíritu, todo lo gastan en fiestas y en banquetes. Y por el contrario, algunas indias viejas andan zanqueando y recogiendo con harto trabajo lo que ganan, andando cargadas de mercado en mercado, y su comer y vestir es como el de los muy pobres, y lo que afanan es todo para ornato de la iglesia de Dios, como arriba se dijo de algunas en el capítulo diez y siete. Y en conclusión es esto cierto, que no crió Dios, ni tiene en el mundo gente más pobre y contenta con la pobreza, que son los indios, ni más quitada de cobdicia y avaricia que (según S. Pablo) es raíz de todos los males, ni más larga y liberal de lo poco que tienen. De humildad, hartos ejemplos se pueden colegir de lo que hasta aquí se ha dicho. ¿Qué mas humildad que ponerse un gran señor a barrer la iglesia? ¿Qué más que dejarse azotar como un muchacho? ¿Qué más desprecio de sí mismos, que coger la basura en la ropa que traen vestida (que es uso general de todos ellos), y arrojar el sombrero en el suelo cuando han de hablar a quien tienen algún respeto? De obediencia, no tiene que ver con la suya la de cuantos novicios hay en las religiones. No parece sino que con solos ellos hablaba el apóstol S. Pedro, cuando dijo: «Sed súbditos y subjetos a todo humana criatura,» pues que en solos ellos se verifica. Blancos y negros, chicos y grandes, altos y bajos, todos les mandan, y a todos obedecen. No saben decir de no a cuanto les mandan, sino que a todo responden, mayhui, que quiere decir hágase así. Y aunque algunas cosas no hagan porque no les cuadran, a lo menos el Mayo ha de correr por todos los meses y tiempos del año. La paciencia de los indios es increíble. Dijo el Hijo de Dios en su Evangelio: «Que ninguno puede servir a dos señores juntamente, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o sufrirá al uno y no hará caso del otro.» Y sin que falte esta verdad (como no puede faltar), vemos que sufre el indio a una mala visión de mandones sin saberse quejar, ni chistar, ni murmurar, llevándolo todo con igual voluntad como si fuese obligado a todo. Ya le manda el alcalde que vaya a trabajar a su labranza, y va a la labranza; aún no ha vuelto a su casa, cuando el gobernador le manda que le acarree agua a la suya. Cógelo luego el regidor y entrégalo a un español por una semana. Por otra parte lo busca el alguacil para que vaya al repartimiento. Tras esto se ofrece una fiesta de la iglesia, mándanle que vaya por ramos al monte, o a la laguna por juncia. Échale otra mano para que al pasajero le lleve su hato o carga. Otro le envía diez o veinte leguas por mensajero con cartas. Viene virey o arzobispo o otro personaje a la tierra, ha de ir a aderezar los caminos. Hácense fiestas o regocijos en México, fuérzanlo que vaya a hacer barreras, tablados y lo demás, y todo lo ha de hacer sin réplica. Y esto es nada en respecto de lo más, y es que los bueyes, cabras o ovejas que pasan o meten por sus sementeras, le comen lo que tenía sembrado y había de coger para todo el año. El pastor le lleva hurtado el hijo, el carretero la hija, el negro la mujer, el mulato le aporrea, y sobre esto le llega otro repartimiento de que vaya a servir a las minas, donde acaba la vida. Por momentos le riñen y aporrean sin ocasión, aperrean y maltratan, porque ellos no le entienden ni él los entiende, le apalean y azotan sin culpa, y él calla y no se excusa. Es cierto que considerados los continuos trabajos, daños y vejaciones que esta miserable gente de nosotros recibe, suelo maravillarme cómo no se van a las montañas y riscos con los Chichimecos, o por esa larga tierra que en centenares de leguas está descubierta. También se prueba la paciencia en la facilidad con que perdonan las injurias y ofensas. Ninguno de ellos habrá sido tan ofendido, que con mediana persuasión de un sacerdote deje de perdonar luego al que le ofendió. En la paciencia y conformidad con la voluntad de Dios con que mueren, quisiera alargarme un poco, por ser muy notable y ejemplar para los cristianos viejos, y no puedo por ir tan largo este capítulo. Basta decir que ninguno de ellos muere con la inquietud y pesadumbre que muchos de los nuestros, mostrando alguna impaciencia o que le pesa de morir, sino con muestras de contento de que se cumpla en ellos la voluntad de Dios. Y así lo responden de palabra al confesor o a otro que los quiere en aquel paso consolar, diciendo: «Padre, ¿ya no sabemos que hemos de morir? ¿Por ventura es perpetua nuestra morada en la tierra? ¿No hemos de ir este camino cuando nuestro Dios y Señor fuere servido? Aquí estoy: hágase su santa voluntad.» Y no solo a grandes, sino también a niños, me ha acaecido oír en aquel paso cosas que me dejaban admirado y enternecido de gozo, porque me parecía que los veía ir volando al cielo. Y la razón porque en este caso nos hacen ventaja, es por estar ellos más despegados de los bienes y cosas de la tierra, y tener en el corazón más impresa la memoria de la brevedad de la vida.
Capítulo XXII
De los beatos de Chocaman, y de otros indios que se han señalado en querer seguir la vida evangélica
Doctrina es del bienaventurado apóstol S. Pablo, escribiendo a los romanos (muy diferente de la que nosotros platicamos), que para con Dios y ante su divina presencia, no hay diferencia del judío al griego, ni del bárbaro al escita, ni del español al indio, porque él es Criador y Señor de todos, y tan rico y poderoso para el uno como para el otro, y obra en el uno así como en el otro, cuando lo llama y invoca su santo nombre. Y el mismo Señor nos lo dijo más breve: «Que el Espíritu Santo a do quiere y en quien quiere espira y inspira buenos deseos y santos propósitos.» Digo esto, porque con ser los indios tan bajos y despreciados cuanto algunos los quieren hacer, ha habido muchos de ellos que han mostrado muy deveras en sus obras el menosprecio del mundo, y deseo de seguir a Jesucristo con tanta eficacia y con tan buen espíritu, cuanto yo, pobre español y fraile menor, quisiera haber tenido en seguimiento de la vida evangélica que a Dios profesé. De estos muchos, traeré en consecuencia algunos, para que confusos de su ruin vida, comparada a la de estos, se vayan a la mano los que se precian de apocar y abatir y maldecir los indios. A un indio natural de la ciudad de Cholula, llamado Baltasar, comunicó nuestro Dios tan buen espíritu, que no se contentó con procurar de salvar su sola ánima, sino que anduvo allegando por los pueblos circunvecinos (como son Tepeaca, Tecali, Tecamachalco y Guatinchan) los indios que pudo atraer a su opinión y devoción, y habiendo buscado en todas las sierras que caen detrás del volcán y sierra nevada de Tecamachalco, lugar cómodo y aparejado para lo que pretendía, que era tener quietud para darse a Dios en recogimiento y vida solitaria sin ruido, los llevó a los que tenía persuadidos y lo quisieron seguir, con sus mujeres y hijos (los que los tenían) a un asiento cual deseaba, entre dos ríos que salen de la misma sierra nevada, el uno grande y el otro pequeño. El grande lleva una espantable barranca, que para bajar a ella desde el sitio que Baltasar escogió, no pueden sino por escaleras de madera. En este lugar hizo una población de hartos vecinos, a la cual puso por nombre Chocaman, que quiere decir lugar de lloro y penitencia, y púsolos en muy buenas costumbres, haciendo de común consentimiento ciertas ordenanzas y leyes de cómo habían de vivir, y lo que habían de rezar; y finalmente, el modo de cómo en todas las cosas se habían de haber, que si yo imaginara ahora cuarenta años que había de escrebir esto, lo oviera sabido todo y lo pusiera aquí por extenso. Sólo me acuerdo que dieron estos indios grande olor de buena fama, por donde los llamaron beatos, y que fue mucho su recogimiento y mortificación; tanto, que las mujeres por ninguna vía ni causa miraban a la cara a algún hombre. El padre Fr. Juan de Ribas, uno de los doce, fue muy aficionado a estos indios, y los iba a consolar y esforzar muchas veces, y con su calor se alentaron y sustentaron en el rigor de penitencia y santas costumbres que habían comenzado. Y aunque ellos pidieron en los capítulos algún religioso o un par de ellos, que los tuviesen debajo de su amparo y doctrina (porque con la mudanza del tiempo no desmayasen), no hubo efecto su petición, porque en aquella sazón había otros pueblos grandes que anhelaban por lo mismo, y no lo alcanzaban. De suerte, que entrando un padre clérigo por beneficiado de otros pueblos de aquella comarca, por cercanía los redujo a su cargo, habrá treinta años o poco menos, y a esta causa no sabemos en lo que han parado, y lo más cierto será, que habrán vuelto al modo común de los otros indios. Los frailes de nuestra orden hemos usado recebir por donados, o a manera de ellos, algunos indios que se aplican a vivir entre nosotros recogidos, sin quererse casar, sino servir en nuestros monesterios como los frailes legos, lo cual no he visto en las otras religiones. Estos donados son de solo nombre, porque no hacen voto, ni se obligan a cosa alguna, ni la orden a ellos, mas de que se les da una túnica parda con que andan vestidos, y ceñidos con un cordón, y si prueban bien, perseveran en el monesterio, y si no, vuélvense al siglo. Yo he favorecido lo que me ha sido posible a los que han venido con esta devoción y buenos deseos a nuestra compañía, no faltando otros que han sido de contrario parecer, porque (como en otras materias se ha tocado) nunca el de los hombres suele venir a conformar en una cosa por acertada que sea. Lo que a mí me ha movido y mueve, es parecerme terrible inhumanidad, y de que Dios pedirá estrecha cuenta, querer privar a toda una nación y gente innumerable, de todo recurso y ayuda para poder vivir religiosa y espiritualmente. Porque ya sabemos que fuera de las religiosas congregaciones y monesterios, quedándose los hombres en la conversación y tráfago del mundo, por muy buenos deseos que tengan, por maravilla podrían vivir conforme a lo que pide y requiere el espíritu. Y a esta causa los hombres del siglo vienen a pedir el hábito de las religiones. Pues si estos miserables indios están ya del todo despedidos de profesar en alguna de ellas (porque en ninguna se admiten ni aún para legos), ¿no les ha de quedar siquiera este pequeño recurso a los que Dios llamare para se recoger, que anden con una tuniquilla, como familiares de la orden, sirviendo a los frailes? Mayormente siendo tan sin perjuicio de la religión, que en haciendo cosa que no deba, no hay más dificultad que quitarle la túnica, y decirle que se vaya con Dios. El no consentirles túnica larga como hábito de fraile, ni manto, ni sombrero de fraile con que parezca fraile, muy bien me parece, y no dejarlos andar solos fuera del monesterio; pero en lo demás no sé en qué pueden tropezar ni hallar inconveniente. Añado otra vez, habiendo visto y experimentado el buen ejemplo que han dado, y provecho y servicio que han hecho los más de ellos, que cuando pidieren en esta forma vivir entre nosotros, no se les debe negar. Los padres antiguos, primeros evangelizadores en esta nueva Iglesia, comenzaron a recebir algunos indios en esta forma de hábito de donados, y se hallaron bien con ello. Entre otros que recibieron, fueron dos hermanos, naturales de la provincia de Michoacan, llamados el uno Sebastián y el otro Lucas, tan dignos de memoria como algunos frailes que en nuestra reputación son tenidos por santos, porque ellos fueron ejemplarísimos en su vida, muy abstinentes, penitentes, devotos, grandes predicadores en su lengua tarasca y en la mexicana. Y aún entiendo que supieron otras lenguas de los bárbaros Chichimecos, porque anduvieron entre ellos en compañía de religiosos, y entraron muchas leguas la tierra adentro entre los infieles, ofreciéndose a morir de muy buena gana en sus manos por amor de Jesucristo, y por el celo de la salvación de sus ánimas. Estos dos indios (aunque no eran profesos) fueron siempre tenidos en reputación y estimación de frailes, por su mucha virtud y méritos, y cuando murieron se les hicieron los oficios y sufragios como si fueran verdaderos frailes. En lo de Jalisco hubo también otro indio, natural de Tuchpa, llamado Juan, que había sido mercader, y gentil mozo, por lo cual le trataron muchos casamientos; mas él, teniendo propósito de guardar castidad, rogaba a Nuestro Señor que le diese gracia de servirle en continencia, y que si su Majestad fuese servido, le diese alguna enfermedad, por donde le dejasen en paz sus parientes y no tratasen de casarlo. Oyó el Señor sus oraciones, y dióle una enfermedad en la garganta, de la cual quedó muy feo, y así lo dejaron de importunar, y él se hizo donado nuestro. Y un religioso gran siervo de Dios (que lo tuvo por compañero estando ambos solos en una casa) nos certificó, que se hallaba avergonzado y confuso en ver los ejercicios de oración mental, y disciplinas y otras muchas buenas obras que aquel indio hacía. Otros donados hemos tenido, y tenemos al presente, muy buenos hijos, trabajadores y ejemplares, y entre ellos otro Juan como el pasado, que si todos los frailes fuésemos tan celosos de las cosas de la religión, y tan observantes de lo que prometimos, como él (aunque no lo prometió), resplandecería la orden de S. Francisco en el mundo más que el sol. Mas por ser vivo no se especifica quién es y dónde al presente está.
Capítulo XXIII
De otros indios que han dado ejemplos de mucha edificación
Por no dejar otros buenos ejemplos que se me han ofrecido, y por no hacer muy largo el capítulo pasado, acordé hacer otro de esta materia, que placiendo a Dios será más breve, si la razón no me obligare a ser más largo. Un mancebo llamado D. Juan, señor principal y natural de un pueblo de la provincia de Michoacan, que en aquella lengua se llama Tarecuato (como criado en la escuela de los religiosos), supo muy bien leer. Leyendo la vida del glorioso padre S. Francisco, que en aquella su lengua estaba traducida, vino en él tanta devoción y compunción y tan ferviente espíritu, que muchas veces y con muchas lágrimas hizo voto de vivir en el hábito y vida que el padre S. Francisco instituyó. Y porque no se tuviese a liviandad su mudanza, perseverando en su propósito, dejó el hábito y ropa de señor que traía, y buscando sayal grosero, vistióse de él pobremente. Y luego a la hora hizo libres muchos esclavos que tenía, y predicóles y enseñóles la ley de Dios, y atrájolos cuanto pudo a la guarda de sus santos mandamientos, y rogóles que como buenos cristianos se amasen unos a otros. Díjoles también, que si él oviera tenido antes conocimiento de Dios y de sí mismo, que antes los oviera libertado, y que se dolía (siendo él pecador) de haberlos tenido por esclavos, siendo todos comprados y libertados por la sangre de Jesucristo. Y que de allí adelante supiesen que eran libres, y volviólos a amonestar con santas palabras, rogándoles que fuesen buenos cristianos. Entonces (el desnudo por seguir a Cristo desnudo) renunció también el señorío, y las joyas y muebles que tenía repartiólo todo con los pobres, y demandó muchas veces el hábito de la orden en Michoacan. Y como allí no se lo diesen, vínose a México, y en el convento de S. Francisco lo tornó a pedir, y como también allí se lo negasen, fuese con la misma demanda al santo Obispo Fr. Juan Zumárraga, dándole cuenta de lo que tenía prometido. El cual viendo su devoción y constante perseverancia, cobróle mucha afición, y si pudiera lo consolara. Empero ya sabía que los frailes no habían de venir en ello. De esta manera estuvo algún tiempo el bueno de D. Juan, perseverando con su capotillo de sayal, y dando siempre muy buen ejemplo, hasta que llegó la Cuaresma, y se volvió a Michoacan por oír en su lengua los sermones de aquel santo tiempo, y confesarse, como lo hizo. Y después de Pascua tornó a un capítulo que se celebró en México, perseverando en su demanda. Y al cabo de su mucha diligencia, lo que pudo alcanzar fue, que con el mismo hábito o trage que traía anduviese entre los frailes, y que si les pareciese tal su vida y perseverancia, entonces le darían el hábito de la probación. La bondad de vida y la perseverancia no faltó en el indio; mas después de haberlo largo tiempo consultado y remirado, los frailes acordaron de disimular con él y dilatarle el cumplimiento de la promesa, por no abrir la puerta para otros, y así en su hábito de donado acabó la vida. En Tlaxcala, un D. Diego de Paredes, señor de muchos vasallos, habiendo sido gobernador de aquella provincia, con consentimiento de su mujer, pidió al guardián de aquel convento le dejase estar en un rincón de aquella casa para encomendarse a Dios y hacer penitencia de sus culpas. Y con licencia del provincial le dieron una celdilla en lo alto de los terrados, donde estuvo por espacio de cuatro o cinco años sin tratar con gentes, ni bajar, sino solamente a oír misa por una ventanilla que está en un rincón del tránsito por donde bajan a la sacristía, de do se ve el altar mayor. Hasta que al cabo de este tiempo, la mujer, por verse sola (que no tenían hijos), y hallándose embarazada con el cuidado de sus haciendas, pidió (como por justicia) que se lo diesen, y así hubo de volver a su casa contra su voluntad. Mucho antes de esto (porque era en el año de treinta y seis), de la misma Tlaxcala salieron dos mancebos criados y doctrinados en el monesterio, habiendo primero confesado y comulgado, y sin despedirse ni decir cosa alguna a sus deudos, se fueron más de cincuenta leguas de allí, a do por ventura entendieron que había más falta del conocimiento de Dios por no haber allí religiosos de asiento, con celo de predicar la doctrina de su santa fe católica. Y después de haber hecho fructo con su ejemplo y palabra, y padecido harto trabajo y mengua de mantenimiento por amor de Cristo, volvieron a su tierra, de que todo el pueblo recibió mucha edificación, y particular contento los religiosos. Un indio, Miguel, natural de Cuatitlan, salió muy buen latino, y leía la gramática en el colegio de Tlatelulco. Éste era muy buen cristiano, y amonestaba a sus discípulos el menosprecio del mundo. Cayó enfermo en la gran pestilencia, de que murió el año de cuarenta y cinco. Y estando ya al cabo de la vida, fuelo a visitar y consolar el padre Fr. Francisco de Bustamante, y entre otras cosas díjole en latín que se doliese mucho de sus pecados. El indio le respondió también en latín, y con gran sentimiento, diciéndole: «Oh padre, por eso tengo yo gran dolor, porque no puedo tener tan grande arrepentimiento de ellos como yo quisiera.» Bendito tal dolor y tal aparejo, que no lo pide Dios mayor ni mejor para usar de misericordia con el pecador, cuanto más con quien tan pocos pecados tenía como aquel pobrecillo en la vida y rico en la muerte. Cerca de las cosas arriba dichas, podríame arguir alguno, preguntar y decir: «Venid acá, hermano; vos decís que los indios comúnmente tienen muchas condiciones y inclinaciones naturales muy apropriadas para ayudarlos a ser buenos cristianos, y habéis traído ejemplos particulares de indios a quien Dios comunicó su espíritu, que tuvieron deseo de servirle, renunciando el mundo y siguiendo la vida evangélica. ¿Pues qué es la causa porque a estos tales no se les dará el hábito de la religión, no solamente para legos, más aún para sacerdotes, como en la primitiva Iglesia se elegían los gentiles y judíos nuevamente convertidos a la fe para sacerdotes y obispos? Antes parece sería esto de más provecho para la conversión y buena cristiandad de toda su nación, por saber ellos mejor sus lenguas para les predicar y ministrar en ellas más propria y perfectamente. Y porque el pueblo tomaría y recebiría la doctrina de boca de sus naturales con más voluntad que de los extraños.» A esto bastaba responder brevemente, confesando que así pasó en la primitiva Iglesia, y que entonces así convenía, porque Dios obraba con milagros en aquellos recién convertidos, y así eran santos, y se ofrecían luego al martirio por la confesión del nombre de Jesucristo. Mas en estos tiempos, la Iglesia, alumbrada por el Espíritu Santo y enseñada con la experiencia de los muchos reveses que se han visto en los nuevos cristianos, tiene ordenado, por determinación de los Sumos Pontífices Vicarios de Cristo, que no se admitan a la profesión de las religiones los descendientes de cualesquiera infieles en el cuarto grado, y esto mismo particularmente tiene ordenado nuestra religión en sus estatutos. Pero aún más quiero yo añadir, y es, que puesto caso no se presumiese en alguna manera de los indios que habían de volver al vómito de los ritos y ceremonias de su gentilidad (que es por donde la Iglesia se mueve a privarlos de este beneficio), hay en ellos más causa que en otros descendientes de infieles para no los admitir a la dignidad del sacerdocio ni a la de la religión, aunque fuese para legos, y ésta es un natural extraño que tienen por la mayor parte los indios, diferente del de otras naciones (aunque no sé si participan de él algunos de los griegos), que no son buenos para mandar ni regir, sino para ser mandados y regidos. Porque cuanto tienen de humildad y subjeción en este estado (como lo habemos pintado), tanto más se engreirían y desvanecerían si se viesen en lugar alto. Y así quiero decir, que no son para maestros sino para discípulos, ni para prelados sino para súbditos, y para esto los mejores del mundo. Es tan buena su masa para este propósito, que yo, pobrecillo inútil y bien para poco, con solo el favor del rey, y teniendo las espaldas seguras, como ahora las tenemos para no se poder ellos desmandar, me obligara con poca ayuda de compañeros de tener una provincia de cincuenta mil indios tan puesta y ordenada en buena cristiandad, que no dijeran sino que toda ella era un monesterio. Y que fuera a la manera de aquella isla, que algunos dicen encantada, y los antiguos llamaron Anthilia, que cae no muy lejos de la isla de la Madera, y que en nuestros tiempos la han visto algo lejos, y en llegando cerca de ella se desaparece, donde teniendo gran abundancia de todas las cosas temporales, se ocupan lo más del tiempo en hacer procesiones y alabar a Dios con himnos y cánticos espirituales. Dicen hay en ella siete ciudades, y en cada una de la seis un obispo y en la más principal un arzobispo. Y lo bueno es que al autor del libro de los reyes godos, que refiere lo que otros han dicho de esta isla, le parece sería cosa acertada que los Reyes de España, nuestros señores, suplicasen al Sumo Pontífice mandase hacer ayunos y plegarias por toda la cristiandad, para que nuestro Señor Dios fuese servido de descubrir esta isla y ponerla debajo de la obediencia y gremio de la Iglesia Católica. Igual fuera pedir a Nuestro Señor que a todos los indios los pusiera encubiertos, repartidos por islas de aquella misma forma y concierto, pues ellos vivieran quietos y pacíficos en servicio de Dios, como en paraíso terrenal, y al cabo de la vida se fueran al cielo, y se evitaran las ocasiones por donde muchos de los nuestros por su causa se van al infierno. Porque si en aquella isla se vive (según se presupone) cristianísimamente, claro está que los moradores de ella viven debajo de la obediencia y gremio de la Iglesia Católica, cuya principal cabeza (que es ese mismo Dios) tienen por Papa y Sumo Pontífice, y que poseen la suma felicidad que se puede desear en la tierra. Pues con esto concluyo lo propuesto, que los indios no son para prelados ni maestros, sino para siempre súbditos y discípulos, y para esto, en general, ningunos como ellos. Oído he decir de pocos días acá, que no falta quien se ofrezca a sacarlos idóneos y suficientes para el sacerdocio, y quien a esto se ofrece, a harto más se obliga que yo en lo que arriba dije, porque lo tengo por obra de sólo Dios (que los puede trocar y hacer de otro natural) y no de hombres. Y pluguiese a su divina bondad, que esto fuese posible y lo mereciésemos ver. Mas miren lo que hacen los que en esto se pusieren, porque aquellos primeros pilares que el Señor fue servido poner por fundamento de éste su edificio, aunque no presumieron de tanto saber como los modernos, tuvieron el espíritu del Señor, y él los guió y enseñó en el modo que habían de tener para esta conversión. A algunos de los indios criados y doctrinados de su mano, y al parecer bien inclinados, dieron el hábito de la orden para probarlos, y luego en el año del noviciado conocieron claramente que no era para ellos, y así los despidieron, y hicieron estatuto que no se recibiesen. Un gran letrado extranjero de los Reinos de España que pasó a estas partes, confiado de su saber, presumió afirmar que esta nueva Iglesia indiana iba errada por no tener ministros naturales de los convertidos, como la Iglesia primitiva; teniendo esta opinión, que a los indios se debían dar órdenes sacras y hacerlos ministros de la Iglesia. Y el doctísimo y religiosísimo padre Fr. Juan de Gaona lo convenció de su error en pública disputa, y lo obligó a que hiciese penitencia. Y ésta su apología que puso en escripto, está en pie hoy día entre nosotros. Mucho más me he alargado de lo que pensé; mas no está en mano del hombre atajar el espíritu. Concluyo con esto: que en los indios hallamos lo que en todas las demás naciones del mundo, que entre ellos hay de malos y buenos.
Capítulo XXIV
De algunas visiones y revelaciones con que nuestro Señor Dios se ha querido comunicar a los indios
Es tan agradable a los ojos de nuestro Señor Dios la simplicidad del corazón humano, que (según lo dice el Espíritu Santo por boca del sabio) sus pláticas y razonamientos son con los simples, y con ellos se comunica y conversa. Esto mesmo hallamos bien probado por ejemplos de la Sagrada Escritura, así en la edad inocente de los niños, en lo que se dice en el primero libro de los Reyes, que la plática y conversación de Dios con el niño Samuel era preciosa, y lo que leemos en el Evangelio, que el Hijo de Dios se regocijaba con los niños, y los abrazaba por su simplicidad, como también en los hombres de edad, pues del santo Job, tan amigo de Dios, alabándolo el mesmo Señor de que no había su semejante en la tierra, y singularizando las calidades y razones de su bondad y mejoría, pone por la primera que era simple. Y en tanta manera pide esta simplicidad santa a los suyos, que les dice, que si no se convirtieren y volvieren en aquella simplicidad y sinceridad que tienen los niños, no entrarán en el reino de los cielos. Entre otras condiciones o cualidades naturales que arriba dijimos se hallaban en los indios, era esta simplicidad o falta de malicia, por do eran fáciles para ser engañados, a lo menos antes que nosotros los sacásemos de ella. Empero, dando más quilates a esta natural simplicidad, y poniéndola en el grado y valor en que el Redentor del mundo la pide, digo que hemos hallado muchos indios y indias, en especial viejos y viejas, y más de ellas que de ellos, de tanta simplicidad y pureza de alma, que no saben pecar; tanto, que los confesores con algunos de ellos se hallan más embarazados que con otros grandes pecadores, buscando alguna materia de pecado por donde les puedan dar el beneficio de la absolución. Y esto no por torpeza o ignorancia, porque dan muy buena cuenta de la ley de Dios, y responden a todas las menudencias de que son preguntados, sino que ayudado su simple y buen natural de la gracia, ni saben murmurar, ni quejarse de nadie, ni reñir aún a los muchachos traviesos, ni perder un punto de la obligación que la Iglesia les tiene impuesta. Y en este caso no hablo de oídas, sino de lo que tengo sabido por experiencia. Tales o semejantes a estos deben de ser aquellos indios a quien Dios ha querido revelar algunas visiones provechosas para sí mesmos o para otros sus prójimos, las cuales en tiempos pasados fueron muchas, según lo dejó testificado el siervo de Dios Fr. Toribio Motolinia en un su tratado de Moribus Indorum, como es ver al tiempo del alzar la hostia consagrada un niño resplandeciente, y ver también a nuestro Redentor crucificado con grandísimo resplandor, y ser visto en la misa sobre el Santísimo Sacramento un globo como llamas de fuego, y sobre el predicador, estándoles predicando, encima de su cabeza una muy hermosa corona que parecía de oro, y otras cosas semejantes a éstas. Y entre las demás, cuenta de cierta persona que tenía por costumbre venir muy de mañana a la iglesia los domingos y fiestas, y como hallaba la puerta cerrada, rezaba por la parte de fuera, y alzando los ojos al cielo por dos veces, vio que se abría, y en aquella abertura le parecía que por la parte de dentro había cosas de grandísima hermosura. En esta persona tal, bien se verifica aquello de la sabiduría: «Los que velando y madrugando de mañana me buscaren, hallarme han,» pues que viniendo de madrugada a buscar a Dios en su casa, por estar la puerta cerrada, hallaba el cielo abierto. En Tlaxcala, confesándose un indio con el padre Fr. Alonso de Ordoz, varón de mucha santidad, le dijo que estando un día oyendo misa con poca fe, sintió en su espíritu una nueva alteración, y mirando hacia el altar, estando el sacerdote consumiendo el Santísimo Sacramento, vio que salía de él una grandísima claridad, lo cual fue causa de afirmar su fe en que antes estaba tibio. En el pueblo llamado Tula, siendo guardián el venerable Fr. Melchior de Benavente, confesándose con él un indio de mucha razón dos días antes que muriese, le dijo que le descubría una cosa, la cual nunca había dicho a nadie, y era que un día de la Ascensión del Señor, celebrando misa cierto religioso, al tiempo que quería alzar el Santísimo Sacramento, vio el dicho indio con sus proprios ojos, que le trajeron al sacerdote un niño con unos pañales más blancos que la nieve, y se lo pusieron en las manos cuando alzó, y acabando de alzar lo volvieron a llevar por donde lo habían traído, que a su parecer era de hacia la sacristía, y súbitamente desapareció. Y cuando el indio vio esto al tiempo de alzar, dijo que se halló muy compungido y contrito, y clamó a Dios diciendo: «Señor, apiadaos de mí, que con vuestro favor nunca más os ofenderé.» Siendo yo indigno guardián de la ciudad de Xuchimilco, el año de setenta y cinco, la Vigilia de Pascua de Navidad vino a mí una india muy congojada y llorosa, y preguntándole yo qué había y sentía, me respondió, que por amor de Dios la confesase y remediase su alma que estaba puesta en grande tribulación. Y pareciéndome que la había visto confesar el día antes para comulgar con otras muchas personas que aquel día habían recebido el Santísimo Sacramento, preguntéle a tiento: «¿Pues cómo, no comulgaste ahora con esotros?» Respondióme: «Padre, verdad es que me confesé y había de comulgar; mas no comulgué porque no estaba aparejada, y anoche me aconteció una cosa espantosa, que tiene mi ánima atribulada hasta confesarme otra vez.» Oíla por saber lo que era: contóme que la noche antes, después de haber tañido al Ave María, entrando en su aposento algo de priesa para tomar cierta ropilla que estaba sobre una caja, no acordándose que estaba sobre la misma caja también un crucifijo, como hacía escuro dio con él en el suelo, y hízose algunos pedazos, y parecióle en aquel instante que tembló reciamente todo aquel aposento, y pensó que se abría la tierra para tragalla, porque juntamente oyó una voz que le dijo: «¡Oh desventurada de ti! ¿y es verdad que me has de recebir mañana, no habiendo confesado enteramente todos tus pecados?» Y que como esto oyó y vio, quedó tan espantada que no podía volver en sí. Yo la consolé y esforcé cuanto pude, y díjele que se aparejase y confesase todos sus pecados desde su niñez. Vino otro día, que era el primero de Pascua, a que la confesase, y no pude. Y es verdad que de día en día se pasó todo el ochavario de Pascua, que con las muchas ocupaciones no hallaba tiempo para ponerme a confesarla, y la pobre india ningun dia faltó de venir y aguardar allí mañana y tarde, que fue harta probación de la fe que traía, y del temor de lo pasado, hasta que en fin se confesó enteramente. Y cierto ella era muy buena cristiana, que desde su niñez frecuentaba la iglesia, oyendo siempre misa y los oficios divinos. En el año siguiente de setenta y seis, corriendo por todas partes una general pestilencia, de que murió mucha gente en casi todos los pueblos de esta Nueva España, un viernes, doce de octubre, andando por la laguna dulce, en términos de la mesma ciudad de Xuchimilco, un indio viejo, llamado Miguel de S. Gerónimo, natural de Azcapuzalco, aunque vecino de muchos años en el pueblo de Xuchimilco, y que tenía cargo de recoger en la iglesia para la doctrina los mozuelos de su barrio; andando (como digo) éste en su canoa o barquillo en el medio del día, le apareció una mujer en figura y hábito de india, muy bien aderezada y de buen parecer, la cual estando en pie en la ribera, se puso a hablar con él familiarmente, y él parado en su barquillo hasta tres o cuatro pasos de ella. Y le trató cosas secretas que tocaban a su persona, y le consoló en ellas. Y después de estas pláticas, le mandó que fuese al guardián de aquel monesterio y le dijese que amonestase al pueblo, que se enmendasen los pecadores y viciosos (especialmente en el vicio de la carne) y hiciesen penitencia para amansar la ira del Señor, que estaba ofendido, porque el pueblo no pereciese con la enfermedad que andaba. Y dicho esto, dice que se le desapareció la dicha mujer, haciéndose un remolino en el aire y en el agua. El indio quedó como espantado, y otro día sábado me lo fue a decir. Y amonestándole yo que mirase lo que decía, y no me mintiese, porque lo castigaría Dios gravísimamente, siempre se afirmaba en ello. Y no contento yo con esto, pasados ocho días después lo envié a llamar para ver si había sido fantasía, sueño o invención suya, riñéndole y diciéndole que porqué me había venido con aquella mentira, volvió a confirmarse en ello, derramando muchas lágrimas de sus ojos, por donde sin alguna duda le creí y me persuadí, que la que le apareció sería la Madre de piedad y misericordia, que por aquella vía quería favorecer aquel pueblo, o algún ángel, y que apareció en figura de india por no espantar aquel pobre viejo en otra figura. Y así hice la amonestación que se me mandó a la gente de aquella ciudad, que por ventura fue de algún provecho.
Capítulo XXV
De otras revelaciones hechas a algunas indezuelas indias y mozas de poca edad
Dije en el capítulo pasado, que hallamos santa simplicidad y pureza en muchos de los indios, mayormente en viejos y viejas, y de esto es la causa porque en la cansada vejez vuelven los hombres cuasi al estado de la niñez, en la cual más propria y naturalmente se halla la simplicidad y falta de malicia por el poco conocimiento que los niños tienen y poca experiencia de las cosas del mundo. Y así los niños en su tierna edad son comúnmente a todos amables, y más lo deben de ser a Dios, pues estando el Salvador del mundo en carne mortal, los abrazaba y regalaba, y mostraba particular contento en verlos. Y según esto, no es maravilla que se regale y comunique con ellos, como yo verdaderamente lo he hallado en veces en criaturas hijos de indios, estando en el artículo de la muerte, oyéndoles cosas de tanto sentimiento, que no eran para aquella edad. Mas porque éstas no las tengo en la memoria para referirlas con certidumbre, contaré solamente algunas que supe de otros, y las puse puse por escripto. Morando yo en el monesterio o ermitorio de Santa Ana, una legua de Tlaxcala, el año de mil y quinientos y ochenta y ocho, el domingo de Pascua de Espíritu Santo, que cayó a cinco de junio, acabando de cantar la misa mayor me envió a llamar una india vieja, llamada María, de hasta setenta años o poco menos de edad, y de ellos los cuarenta había hecho vida con su marido, y había catorce que estaba viuda, y a la manera de otra Ana profetisa, frecuentaba el templo del Señor. Ésta, como admirada de las misteriosas obras de Dios y de sus secretísimos juicios, me contó con gran sentimiento cosas maravillosas que diez días antes de aquella Pascua una niña de nueve años había dicho, estando para morir, así a ella como a un mozo que vivía en su casa, llamado Simeón. Dice que la dicha niña, llamada Francisca, se crió en su casa desde edad de año y medio (porque en aquella edad eran ya muertos sus padres), y que era de muy buena inclinación, avisada, y obediente a lo que le mandaban, y que cayó enferma mes y medio antes que muriese, y que se había confesado conmigo, y que estando ya al cabo de su enfermedad en solos los huesos, el viernes de la Ascensión del Señor, antes de la media noche, dijo a esta María, que la tenía por madre: «Madre mía, no tengas pena por mí, ni llores, que la voluntad de mi Dios y mi Señor es que yo acabe ya esta vida mortal y vaya para él. Y sábete que luego perderé la habla, y mañana no hablaré hasta la hora de mi muerte. Y consuélate, que Dios te pagará la caridad y la crianza que en mí has hecho. Y lo que conmigo has trabajado, yo de mi parte te lo agradezco.» Y otras palabras le dijo semejantes a éstas, y de allí a poco perdió la habla, como lo había dicho, y estuvo como muerta todo el sábado. Y en la noche, al tiempo que se tañe la campana para rezar por las ánimas, volvió en sí y comenzó a hablar con un indio mozo que esta dicha María tenía en su casa, el cual era vicioso en el beber y emborracharse, y a la sazón dormía, y dándole voces, le decía: «Levántate, Simeón, ¿qué haces? ¿porqué duermes tanto? Despierta, y oye lo que te quiero decir, que soy mandada.» Y como él todavía se estuviese quedo, decía la niña a esta María, que la estaba velando con una candela en la mano: «Madre, señora, despierta a ese mozo y haz que se levante,» y como el mozo se levantase, le dijo: «Mira lo que te digo, Simeón, de parte de Dios. Ya has sido muchas veces avisado y reprendido de nuestra madre y de su hermano Francisco, que dejes la borrachera que destruye tu ánima y te ha de llevar al infierno si no la dejas. Ahora te digo yo lo mesmo de parte de Dios, que te enmiendes de aquí adelante, y si no, verás el castigo que ha de hacer en ti.» Y sobre esto le dijo algunas palabras sentidas, como por vía de ruego, amonestándole que se enmendase en lo de adelante. Y después de esto habló con la dicha María, y le contó cierta visión que había visto de una grande y general borrachera de la gente de aquel pueblo, de que Dios era muy ofendido y estaba indignado. Y le rogó que en su nombre y de parte de Dios dijese a fulano y fulano, y a otro tercero y a su mujer, personas señaladas en el pueblo, que se enmendasen cerca de este vicio, y lo dejasen del todo, si no, que serían gravísimamente castigados de Dios. Y que a mí me dijese que de mi parte hiciese todo lo que pudiese para estorbar y remediar aquel vicio, aunque ya para con Dios estaba yo excusado de culpa en este caso, porque se lo había predicado muchas veces, y ellos no se querían enmendar; mas que con todo eso no cesase, y dicho esto, desde a poco dio su alma al que la crió. Díjome más la dicha María con mucho sentimiento, que estaba admirada y temerosa de los juicios de Dios, t cómo por medio de criaturas inocentes avisaba a los pecadores para que se convirtiesen. Y contóme cómo había pasado otro tanto como esto catorce años antes en una gran pestilencia que hubo por toda esta tierra: que otra niña de la mesma edad de nueve años, llamada Ana, hija de un su hermano llamado Francisco Cozal, cayó enferma, y su marido de esta María juntamente, luego que comenzó la pestilencia, antes que otros enfermasen. Y que aquella niña Ana dijo cosas maravillosas, que después acaecieron como ella las dijo. Y entre ellas declaró el día de su muerte, y dijo que ya comenzaba la fin del mundo, lo cual bien se podía entender del acabamiento de los indios, porque desde entonces siempre tienen pestilencia, poca o mucha, en unas partes o en otras. Y sin ellas, basta el repartimiento que de ellos se hace para el servicio de por fuerza. Dijo también aquella niña cómo moriría de aquella enfermedad el marido de esta vieja María. Y a su padre Francisco Cozal le hizo una plática muy sabia y cristiana, aconsejándole y rogándole dejase el vicio de la borrachera, porque era muy dado a él. Y que mirase que le quedaban doce horas de vida, y que en ellas procurase de restaurar lo hasta allí perdido. Y que el dicho Francisco dio crédito a su hija y se enmendó, y vivió después doce años justos, que la niña llamaba doce horas, y a cabo de ellos murió. Otras cosas me contó de estas dos niñas, que me dejaron con harta razón muy admirado, y le dí entero crédito como si las dijera un ángel del cielo, por ser mujer de la edad que dije y de muy buena y concertada vida, y muy devota, y aunque no lo fuera tanto, me pareció era imposible que ella ni otra persona las pudiera fingir, por el estilo y manera con que me las contó. Bendito sea tan buen Dios, que aún a las niñas indecitas hace profetisas y predicadoras para convertir a los pecadores. De otras dos hermanas (aunque mayorcillas) diré lo que pasó con ellas al varón santo Fr. Alonso de Escalona. Estaba este padre un día por la mañana confesando enfermos en la capilla de S. José (que es la parroquia principal de los indios, pegada al convento de S. Francisco de México) y llegaron a él estas dos indecitas, hermanas, que (si no me engaño) se llamaban Isabel y Inés, y la mayor de ellas dijo al padre Fr. Alonso que la confesase. Él, viéndola sin muestra de enfermedad, y conociéndola por lo mucho que frecuentaba la iglesia, le dijo, que poco había que se había confesado, que lo dejase para otro día porque entonces estaba bien ocupado. Ella replicó, que aguardaría allí hasta que oviese confesado los enfermos. En acabando, llegóse ella a sus pies para confesarse, y el bendito padre se excusaba por quedar algo cansado, diciéndole que otro día se confesaría. A lo cual la indecita le dijo: «Por amor de Dios, padre nuestro, que me confieses, porque hoy en este día me tengo de morir, que así me lo ha dicho el ángel que me guarda.» El padre, aunque le pareció mucha novedad aquella, cobró un temor interior y confesóla, porque de su parte no oviese alguna culpa si aquello sucediese, y también la comulgó. Cumplióse lo que la mozuela había dicho, que luego aquel día murió, y trayéndola a enterrar sus parientes, dijeron al Fr. Alonso: «Aquí traemos, padre, a tu hija, que confesaste y comulgaste esta mañana,» de que el buen viejo quedó espantado, y más quedó después, porque aquella misma tarde vino a él la hermana menor y le pidió que la confesase, porque su hermana le había dicho que otro día siguiente había de morir. Y así fue que murió, y puso esto en grande admiración al dicho padre y al continuo administrador de aquella capilla, Fr. Pedro de Gante, que después lo contaban, alabando a Dios en sus grandes misericordias. Enterraron a ambas hermanas en la peaña de un altar que está junto al que de nuevo se dedicó al glorioso S. Diego. Y refiriendo esto un siervo de Dios antiguo, delante del religioso que ahora tiene cargo de aquella capilla, los días pasados hizo cavar en aquel lugar do las enterraron, y no se halló rastro de ellas, que como eran tiernas y habían pasado muchos años después de su muerte, debiéronse de consumir del todo los huesezuelos. Como quiera que sea, ellas fueron dichosas hermanas, y dieron claro testimonio del mucho caso que Nuestro Señor hace de sus sinceras y limpias criaturas, por mucho que sean despreciadas y tenidas en poco de los hombres. Acabando de escrebir este capítulo, víspera de la fiesta del santo doctor S. Juan Crisóstomo, fuimos a los maitines, y en las lecciones advertí, cómo a la menor de las dos hermanas referidas acaeció lo mismo que a este glorioso santo, al cual apareció S. Basilico mártir y le dijo: «Juan, hermano, el día de mañana nos juntará a entrambos en un mismo lugar.» Esto mismo parece que dijo la hermana mayor a la menor, «Oh hermana, mañana moriréis, y nos veremos juntas,» como se cumplió sin faltar. Y concurrir lo que yo escrebía en semejante día, no poco me confirmó en la verdad de lo que se ha contado.
Capítulo XXVI
De algunas indias que fueron comulgadas, y otras consoladas milagrosamente
De las visiones o revelaciones y otras grandes misericordias que los indios en diferentes tiempos han contado a religiosos haber recebido de la mano y voluntad de Nuestro Señor, bien tengo para mí que se pudiera hacer un volumen tan grande como esta Historia. Mas no todas fueron creídas, ni se hacía caso de ellas, salvo de aquellas que bien examinadas se entendía llevar mucho camino, por ser de personas conocidas en su sinceridad y manera de vivir, y por las circunstancias que en los semejantes casos concurrían. Y de esta suerte y calidad son las pocas que a mí me han ocurrido a la memoria para poderlas aquí referir. Y porque la clara noticia de las cosas ciertas es argumento para dar crédito a las semejantes dudosas, traeré aquí una, tomada por testimonio ante escribano real y testigos españoles, cuyo original al presente cuando esto escribo, yo tengo en mi poder, y es de verbo ad verbum en la forma que se sigue:
«En la ciudad de Guaxozingo de la Nueva España, en seis días del mes de diciembre, año del nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo, de mil y quinientos y noventa y un años, ante mí, Esteban de Coto, escribano del rey nuestro señor, y de los testigos aquí contenidos, el padre Fr. Pedro de Vargas, guardián del convento de S. Francisco de esta dicha ciudad (que se nombra S. Miguel), hizo parecer ante sí a Fr. Miguel de Estíbaliz, fraile lego y morador del dicho convento, al cual mandó que para honra y gloria de Dios nuestro Señor y de su bendita Madre, y edificación del pueblo cristiano, convenía que dijese y declarase lo que sabia acerca de que se tenía noticia que estando un religioso de la dicha orden administrando el Santísimo Sacramento de la Eucaristía a otras personas, había visto el dicho Fr. Miguel de Estíbaliz una forma de las consagradas que tenía el dicho religioso se había ido a la boca de una persona de las que estaban para comulgar; y para que de esto hubiese más fe y testimonio, el dicho guardián mandaba y mandó al dicho Fr. Miguel de Estíbaliz en virtud del Espíritu Santo y por santa obediencia, dijese la verdad de lo que sabía en el dicho caso. El cual postrándose en tierra de rodillas, dijo que así lo haría. Y que lo que sabe y pasa en esto es, que habrá más de cuarenta años que siendo conventual en el pueblo de Zinzonza, que es en la provincia de Michoacan de la dicha Nueva España, vio que el guardián del dicho convento de Zinzonza, que se decía Fr. Pedro de Reyna, estando administrando el Santísimo Sacramento de la Comunión a muchos indios, vio el dicho Fr. Miguel de Estíbaliz, estando con un cirio encendido en la mano ayudando al dicho guardián, que llegando cerca de una india que estaba para comulgar, una forma de las que el dicho guardián tenía consagradas en las manos para dar a los que allí estaban, una de ellas se fue de las manos del dicho guardián a la boca de la dicha india, y la recibió. Y el dicho guardián entendiendo que se le había caído en el suelo la buscó y no la halló. Y el dicho Fr. Miguel de Estíbaliz le dijo al dicho guardián que no la buscase, porque él la había visto ir por el aire a la boca de la dicha india. Y el dicho guardián para satisfacerse de esto se llegó a la india y le hizo abrir la boca para ver si estaba allí, y la dicha india le dijo cómo ya había recebido la dicha forma. Y lo que dicho tiene es la verdad, y en ello se afirma y ratifica, y que es de edad de ochenta años poco más o menos, y no firmó porque dijo no sabía; firmó por él un testigo, siendo testigos presentes a la dicha declaración Hernán Pérez de Olarte, juez repartidor de los indios del valle de Atlisco, y Carlos de Lizarraga y Juan Camacho, vecinos y estantes en la dicha ciudad, &c.»
Ha sido siempre este Fr. Miguel de Estíbaliz, fraile de grande ejemplo y muy trabajador en la conversión de los indios, y por ser todavía vivo no se pone su vida, como lo merecía, entre las de los varones apostólicos de esta provincia, aunque de su persona se hará mención en la vida y muerte del bendito mártir Fr. Francisco Lorenzo, a quien tuvo compañía en mucha parte de sus trabajos. Semejante caso de comunión miraculosa (aunque en diferente manera) aconteció en Tepeaca, que siendo allí guardián el padre Fr. Diego de Olarte, una india principal enfermó, y se confesó con él, y con mucha instancia le pidió el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. El guardián por entonces no se lo quiso dar, y otro día siguiente, movido de escrúpulo de la conciencia, envió por la dicha india enferma, y traída le dijo que se aparejase, que le quería dar el Santísimo Sacramento. La india respondió, que ya había comulgado. El guardián, maravillado, le preguntó que dónde y cómo. La india respondió, que después que le pidió el Sacramento y no se lo dio, estando en su casa fueron dos frailes, y allí donde ella estaba enferma pusieron un altar con todo su recado, y el uno de ellos dijo misa, y la comulgó. Tuvo el guardián este milagro por cierto y verdadero, porque la india no quiso más comulgar en aquella enfermedad de que murió, diciendo que ya había recebido el Santísimo Sacramento. En el pueblo de Xuchipila, a una india principal, mujer de un español, buen cristiano, llamado Hernando Alonso, le dio una enfermedad que le duró tres o cuatro meses. Al cabo de ellos, estando ya muy debilitada, después de haberla confesado un religioso llamado Fr. Gaspar Rodríguez, y dádole el Santísimo Sacramento del altar, la noche que pensaron se moriría, vino a ella la Madre de Dios a la media noche, muy resplandeciente y cercada de santa compañía, y un fraile menor venía delante alumbrando con una hacha. Y llegando la Virgen a la cama donde estaba la enferma, la consoló diciendo, que se esforzase, y le mandó abrir la boca y le dio unas cucharadas de cierto licor suavísimo, y le dijo que no la quería llevar hasta que pasase un mes, porque más mereciese, y luego desapareció la visión. Fue cosa de maravillar, que esta enferma luego tuvo mucha mejoría y se levantó desde a pocos días, y contó esta visión a su confesor. Y al cabo del mes tornó a recaer, y recebidos otra vez los sacramentos, la llevó el Señor para su gloria. Este padre Fr. Gaspar Rodríguez había sido mi súbdito en Toluca, fraile ejemplar y devoto, dado a la oración y vida espiritual, y con celo de la salvación de las almas fue a predicar y convertir los bárbaros (que llaman Chichimecos) y hizo mucho fructo entre ellos, y le acontecieron cosas maravillosas que me contó al cabo de algún tiempo que nos vimos, de las cuales sólo quiero añadir aquí otra visión con que una india fue librada de las manos del demonio, y pasó de esta manera. En un pueblo llamado Apozol, de la provincia de Jalisco, estaba una india casada, mujer simple y de buena vida, a la cual había confesado el dicho Fr. Gaspar, y su marido había caído enfermo de mal de ojos, que le duró muchos días; tanto, que la pobre mujer vino a cansarse de tan continuo trabajo, y a aborrirse con la enfermedad tan prolija del marido. Y un día, haciéndole de comer y yéndoselo a dar, con alguna ocasión de descontento perdió la paciencia, y ofrecióse al demonio, diciendo: «El diablo me lleve.» El enemigo malo, que no se descuida, acudió a su llamado, y a cabo de un rato aparecióle en forma de un indio cantero, que algunos días antes había muerto, y dijo a la india, que estaba asentada junto al fuego, que se levantase y lo siguiese. Ella, espantada de ver al que tenía por muerto, quedó medio desmayada, y él se salió a la puerta. Y como volvió en sí la india, tornó a ella y dijole: «Vete conmigo, si no, ahogarte he.» Y diciendo esto, llegóse a ella, y enclavóle, a su parecer, un hierro por la garganta, con lo cual estuvo fuera de sí más de cinco días sin comer ni hablar; de suerte que los de su casa y vecinos que acudieron, no sabían qué le hacer. Acaeció esto un lunes de la Semana Santa. Y dice que en la mañana de la Resurrección vio su casilla toda entoldada de paños de corte, y luego vio venir una procesión muy ordenada de mancebos muy hermosos, que excedían en hermosura a los hijos de los españoles, y traían en medio una cruz muy grande y resplandeciente, y al cabo de la procesión venía un niño más hermoso que todos, con un libro muy precioso en las manos, el cual se llegó a su lecho y la llamó por su nombre, y la consoló, y le dijo que él era el Tepapaquiltiami, que quiere decir consolador. Y le declaró cómo el demonio había querido llevar su alma, por las palabras que ella había dicho, ofreciéndose a él. Y preguntóle que si quería que él la llevase en su compañía. Ella le respondió, que en su mano estaba, que como él lo ordenase. Y dice que le mandó abrir la boca y le quitó aquel hierro que el demonio le había dejado clavado, y luego desapareció toda aquella visión, y ella se levantó muy confortada y fue derecho a la iglesia, a do estaba el dicho Fr. Gaspar su confesor (que a la sazón había ido a visitar aquel pueblo), y le contó lo que le había sucedido, con muchas lágrimas, y de cuando en cuando daba grandes sollozos, quejándose del dolor de la garganta, y decía que aquello le había causado el tormento en que el demonio la había puesto con el hierro con que la enclavó. Y porque lo siguiente es cosa de no menos admiración y breve, añado, que me contó el dicho Fr. Gaspar Rodríguez, que andando él entre los Chichimecos infieles entendiendo en su conversión, y llegando a un pueblo de ellos, diez leguas de la villa que los españoles llamaron Cinaloa, halló que era muerto el señor de aquel pueblo pocos días había, indio gentil que aún no estaba baptizado, y recibiéndolo muy bien los del pueblo, le contaron cómo estando para morir el dicho indio su señor, les hizo una plática, diciendo cómo un sacerdote cristiano vendría luego allí, que lo tuviesen en gran reverencia, y le creyesen y guardasen sus palabras, porque iba de parte de Dios para su salvación de ellos. Y que acabada su plática murió. Y así aquellos indios se baptizaron y recibieron la fe de Cristo. Y que aquel indio principal dijese aquellas palabras, no pudo ser sino en una de dos maneras: o por inspiración divina, muriendo él ya cristiano en voto y deseo, y por el consiguiente baptizado con el baptismo del Espíritu Santo (que los teólogos llaman Flaminis), o si murió infiel, habló por su boca el demonio, compelido por la voluntad y mandamiento de Dios.
Capítulo XXVII
De algunos muertos cuyas almas volvieron a los cuerpos, o fueron arrebatados en espíritu para su enmienda y salud
En Tlaxcala, un viernes de Lázaro, año de mil y quinientos y treinta y siete, falleció un mancebo indio, natural de la ciudad de Cholula, por nombre Benito, el cual estando sano y bueno se fue a confesar a la iglesia de Tlaxcala, y desde a dos días cayó enfermo en casa de otro indio vecino, algo lejos del monesterio. Y estando ya muy al cabo y mortal, dos días antes que muriese, él mesmo por su pie volvió al monesterio. Y viéndolo de aquella suerte el padre Fr. Toribio, que lo conocía muy bien (porque se había criado en la iglesia), quedó espantado, porque en su figura más parecía del otro mundo que de éste. Y preguntóle a qué venía. Él dijo, que a reconciliarse, porque se quería morir. Y después de confesado, descansando un poco, dijo que había sido llevado su espíritu a ver las penas del infierno, a do del grande espanto, había padecido mucho tormento y grandísimo miedo. Y cuando esto decía, de la memoria de lo que contaba temblaba y estaba como atónito. Y dijo que en aquel lugar espantoso se levantó su ánima a llamar a Dios y pedirle misericordia, y que luego fue llevado a un lugar de mucho placer y deleite, y le había dicho el ángel que lo llevaba: «Benito, Dios quiere haber misericordia de ti; ve y confiesa tus pecados, y aparéjate, que aquí has de venir por la clemencia de Dios.» Dice el padre Fr. Toribio, que lo que más le espantó y puso admiración, fue verlo venir tan flaco y mortal, y poder andar el camino que anduvo, por donde no puso dubda en la visión que vio, y mayormente porque murió cuando él lo había dicho. Semejante caso que éste aconteció a otro mancebo, natural de una legua de Tlaxcala, a do llaman Santa Ana, el cual se decía Juan, y tenía cargo de saber de los niños que nacían en aquel pueblo, para el domingo recogerlos y llevarlos a baptizar, y también llevaba a los mozuelos a la iglesia para aprender la doctrina. Éste, como enfermase gravemente de la enfermedad de que murió, fue su espíritu arrebatado y llevado por unos negros por un camino muy triste y penoso a un lugar escuro y de grandísimos tormentos. Y queriéndolo lanzar en él los que lo llevaban, el mancebo a grandes voces llamaba y decía, como alegando de su derecho: «Señora mía, Santa María, ¿porqué me echan aquí? ¿Yo no recogía los niños y los llevaba a baptizar? ¿No juntaba a los muchachos y los llevaba a la casa de Dios? ¿Pues, en esto no servía yo a Dios, y a vos, Señora? Santa María, valedme, y libradme de estas penas y tormentos, que de mis pecados yo me enmendaré. Santa María, escapadme y defendedme de estos negros.» Librado y sacado de aquel peligro, y conhortado con el favor que la Reina de misericordia le envió, tornó al cuerpo su espíritu, que (según dijo su madre) todo aquel tiempo lo tuvo por muerto. Y cuando volvió en sí, dijo estas y otras muchas cosas de grande admiración y espanto, y proponía grande enmienda en su vida. Y luego procuró la confesión, y en aquel buen estado y propósito firme de bien vivir, murió de la mesma enfermedad. En Ahuacatlan, pueblo de Jalisco, solía estar un buen indio, llamado Pedro (que no sé si aún es vivo), y servía de intérprete a los frailes en las cosas de la doctrina. Este indio fue tenido por muerto, y él afirmó que realmente murió, y estando amortajado para llevarlo a enterrar, y su mujer y hijos llorando por él, llegaron dos frailes franciscos, el uno de los cuales era Fr. Alonso de Cebreros, que había fallecido siendo guardián de aquel monesterio, varón de loable vida y fiel trabajador en la doctrina de los indios, y al otro no conoció. Y hablando el Fr. Alonso de Cebreros con el otro su compañero, dijo: «A este dejémoslo acá, porque es intérprete de los frailes y les ha de ayudar, y también tiene hijos pequeños y mujer.»Y dicho esto desaparecieron. Y resucitó luego sano de la enfermedad que tenía. Este indio ha sido muy buen cristiano y devoto. En la provincia de Tlaxcala, en una aldea de Topoyanco, que se dice Santa Águeda, había un buen indio muy devoto, el cual todas las veces que iban los frailes a visitar aquella estancia, los salía a recebir con mucha alegría, y en especial a Fr. Rodrigo de Bienvenida, muy siervo de Dios, siendo allí guardián. Y una vez, entre otras, que fue allí el dicho guardián a visitar, saliólo a recebir al camino, como solía, aunque muy flaco. Y preguntóle el guardián cómo estaba de aquella manera. El indio le contó que había estado muy enfermo, en tanto grado, que estuvo dos o tres días como muerto, y por tal lo tuvieron los de su casa. Y en este tiempo dice que fue llevado a juicio, donde vio a los demonios que querían llevar su ánima, y los ángeles la defendieron, hasta que a la postre vino Santiago, en quien este indio tenía particular devoción, y hizo huir los demonios, y el indio volvió luego en sí y quedó sano, aunque flaco. Una india casada vino a quejarse a un religioso de su marido, que por andar amancebado con otra, la trataba mal. Sabido esto por el marido, aporreóla y hirióla de tal manera, que temiendo morir, se hizo llevar al monesterio para confesarse. Y por ser ya tarde y estar cansado el religioso de aquel monesterio, y pareciéndole que no estaba tan enferma como decía, dijo que otro día por la mañana la confesaría. Vuelta a su casa, le aparecieron aquella noche nuestro Señor Jesucristo y su bendita Madre, la cual rogaba a su Hijo por aquella india. Y dijo Nuestro Señor, que era menester que viniese Pedro, y vino S. Pedro, y tocando con las manos a la india (que según parece era devota del santo), la sanó, y dijo que a cabo de tantos días moriría. A la mañana siguiente fue la india ante el fraile ya sana, y contóle lo que pasaba, y vino a morir al tiempo que dijo. Este religioso, entiendo que era Fr. Juan de Ayora, varón apostólico de grande ejemplo, que siendo actualmente provincial de la provincia de Michoacan, renunció el provincialato y pasó con los frailes descalzos a las islas Filipinas con espíritu de comenzar a la vejez a trabajar de nuevo en la viña del Señor, y allá murió. Digo que sería él a quien aconteció este caso, porque fue el que me lo contó. Otra india, mujer de un principal, en el pueblo de Culiacan, vino a morir de enfermedad, y estuvo cuasi un día muerta y amortajada, y cuando la quisieron poner en las andas para llevarla a enterrar, se meneó, y descosiéndole la mortaja, con admiración de los presentes, dijo cómo había parecido en juicio ante nuestro Señor Jesucristo, al cual había visto muy indignado contra toda aquella provincia, y que la mandó volver al cuerpo para que les dijese que oyesen la palabra de Dios que les predicaban los religiosos, y guardasen lo que les decían. Y que ella, por la gracia y misericoráia del Señor, era salva, y había de morir en breve. Y así fue que murió a cabo de dos días. A esta india confesó Fr. Gaspar Rodríguez, de quien arriba se hizo mención, y dice que era buena cristiana, simple y sin vicio. En Xuchimilco trajeron a la iglesia un indio enfermo para que lo confesasen. Salió a confesarlo un religioso que se llamaba Fr. Diego de Sande. Y viéndolo tan al cabo (que ya cuasi no podía hablar), riñó a los que lo traían porque no lo habían traído con tiempo. Mas el enfermo le dijo: «Padre, no te enojes; óyeme lo que te quiero decir. Has de saber que yo no me quería confesar, y así no me dejaba traer de mis parientes, que me importunaban viniese a confesarme. Mas esta noche, cuando tañían a maitines, yo no podía dormir de dolor de mi enfermedad, y estaba solo, porque mi mujer dormía en otro aposento junto donde yo estaba. Y vi que del cielo venía gran resplandor, que entró en mi aposento, y vi a nuestro Señor Jesucristo crucificado, de la manera que está en la iglesia, que me dijo airadamente: «Pecador, ¿en qué piensas? ¿porqué no te vas a confesar con mi sacerdote? Pues sábete que has de morir mañana, y según tus pecados, habías de ser condenado; mas por sola mi misericordia te quiero perdonar con que luego te confieses de todos ellos.» Y por esto, padre, vengo a confesarme.» Confesólo el fraile, y luego aquella tarde murió el indio.
Capítulo XXVIII
De algunos defunctos que por divina voluntad han aparecido a personas particulares, para ser socorridos
Asistiendo yo en el convento de Santiago de Tlatelulco, habrá quince años, vino a mí un indio, vecino de aquel pueblo, llamado Pedro, muy afligido, cuya mujer y hijos eran muertos, y entre ellos una hija que tenía, doncella, cuya ánima me dijo que le seguía de día y de noche, así en su casa como en la iglesia y a doquiera que iba, no porque él viese cosa alguna, mas de que oía su propria voz que se quejaba, como persona que estaba en mucha fatiga, y a veces hablaba con el Niño Jesús, pidiéndole se compadeciese de ella, y a veces con su gloriosa Madre, pidiéndole también favor, y a veces con el mismo padre. Y otras veces nombraba a algunos de sus deudos cercanos que eran vivos, pidiéndoles asimismo que la ayudasen. Y sospechando que fuese ilusión del demonio, le pregunté si estaba confesado y si sabía la doctrina cristiana y si creía firmemente lo que cree la Santa Madre Iglesia. Respondióme que era fiel y católico cristiano, y que había confesado y comulgado aquella Cuaresma. Y púsose de rodillas delante un crucifijo que estaba en la pieza donde yo le hablaba, y dijo el Pater Noster, Ave María y Credo en su propria lengua. Preguntéle de aquella su hija defuncta, si murió sin confesión. Díjome que había confesado y comulgado pocos días antes que muriese, y que la tenía por doncella muy guardada y sin vicio. Sabido esto, rogué a los padres y hermanos del convento que la encomendasen a Nuestro Señor, para que si fuese ilusión cesase, y si acaso aquella moza estaba en necesidad, hubiese misericordia de ella. Y particularmente dos religiosos dijeron un día misa por aquella intención, y el mismo día en la tarde vino a mí el indio, y señalando al cielo (como ellos suelen repartir el tiempo del día por el curso del sol), díjome que estando el sol en aquella altura que él señalaba, había cesado de hablarle la voz de su hija, y no la había oído más, y que antes de esto nunca la dejaba de oír. En el pueblo de Acazingo, confesando Fr. Rodrigo de Bienvenida a un indio, le dijo que su mujer era muerta, y que algunas veces le había hablado de noche, quejándose de él, porque no hacía bien por su ánima, diciendo: «¿Porqué no haces bien por mí, que ando en pena? ¿Porqué gastas mal lo que yo dejé, y no lo gastas en ayudarme? «Y que como después hiciese bien por ella, nunca más oyó esta voz. Una india, natural del pueblo de Tlatelulco, solía confesarse con Fr. Andrés de Cuéllar, fraile de la provincia de Burgos, el cual como muriese, la india, mostrándose grata a la buena obra que de él en vida había recebido, ayunaba por él y hacía oración a Nuestro Señor, suplicándole hubiese misericordia del ánima de aquel su confesor. Después de algunos días, una noche pareció gran claridad en su casa de la india, que entraba (según dijo) por el mismo techo de la casa, y de encima del techo le habló una voz, que conoció ser del dicho Fr. Andrés, que le dio gracias por lo que había hecho por él, y le dijo que hasta allí bien le había sido menester, y luego desapareció la claridad y cesó la voz. Esto contó ella al padre Fr. Juan de Ayora. A Fr. Miguel de Estíbaliz (de quien arriba hice memoria), por su grande sinceridad parece que ha querido Nuestro Señor revelar algunas de estas cosas ocultas que a otros no se conceden. Siendo este religioso morador en el convento de Tlaxcala, le apareció un fraile defuncto, no una, sino muchas veces. Y fue en la manera siguiente. Un viernes en la tarde, estando aderezando el refectorio para que los frailes hiciesen colación, fue por un jarro de agua a la tinaja que estaba junto a la puerta del refectorio. Y volviendo con el agua, vio entrar un fraile en la oficina del refectorio (que tenía la puerta junto a la mesa traviesa) muy compuestas las manos y puesta su capilla, y entendió que era un Fr. Antonio Velázquez que moraba también en aquella casa. Y dijo entre sí el Fr. Miguel: con alguna necesidad habrá entrado a tomar alguna cosa, y así disimuló con él. Mas viendo que tardaba y no salía, entró en la oficina, diciendo: «Acabemos ya, que es hora que salgáis.» Y como no hallase ningún fraile, pensó que por ventura su sombra o otra cosa semejante le había engañado, y no hizo caso de ello. La mesma noche, dadas las tres después de maitines, y salidos todos los frailes del coro, quedóse allí solo Fr. Miguel, y vio con la luz que la lámpara de sí echaba, un fraile que venía hacia él muy compuesto, como lo había visto cuando entró en la oficina. Y díjole: «¿Quién sois?» El fraile le respondió: «Yo soy, ¿no me conocéis?» Y luego lo conoció en la voz, y le dijo: «¿No sois vos Fr. fulano, que es ya defuncto?» Y él le respondió: «Sí, yo soy.» Y en esto había estado rostro a rostro delante de Fr. Miguel, parado. Y cuándo dijo, yo soy, fuese hacia la reja del coro, y preguntóle Fr. Miguel: «¿Qué buscáis por acá, hermano? «A esto respondió: « ¿Pues no veis lo que busco? «Y luego desapareció. Fr. Miguel entendió lo que buscaba, que era que rogasen a Dios por él, y fuese derecho a la celda del guardián (que era Fr. Francisco de Lintorne) y le contó lo que había visto. El cual por entonces no le dio mucho crédito, pensando si sería sueño, habiéndose adormecido en el coro. Después, la noche siguiente, yendo Fr. Miguel a tañer a la Ave María, lo tornó a ver en un paño del claustro, y lo conoció muy bien, y vio que se fue hacia el altar mayor. Acabadas las completas, fue Fr. Miguel al guardián y le dijo: «Padre, verdad es lo que os dije, que esta tarde lo he visto otra vez. «Entonces lo creyó el guardián, y le mandó que otro día pusiese la tumba en la iglesia, y que todos los sacerdotes del convento dijesen misa por él. Y avisó por los conventos comarcanos, que rogasen a Dios por un defuncto. Otro día siguiente lo vio Fr. Miguel desde el coro, estar en el altar mayor cerca del Santísimo Sacramento, y lo mismo otro día después, y otras veces lo había visto en este intervalo de días en el claustro alto y bajo, que por todas serían siete o ocho veces las que lo vio, y siempre iba hacia el altar mayor muy compuesto, y al cabo de doce días no pareció más. Este fraile había morado cuando vino de España en aquel convento de Tlaxcala, donde cometería alguna culpa por donde estuviese en aquel lugar haciendo penitencia y purgándola. Después fue a Michoacan, adonde el Fr. Miguel lo conoció y conversó por espacio de dos años y medio que moraron juntos en una casa. Y esta visión declaró Fr. Miguel, mandado por obediencia de su prelado. En México, un español fue a matar a otro, y aconteció (como las más veces acaece) que el agresor fue muerto, y enterráronlo en el convento de S. Francisco. Y al tiempo que echaron el cuerpo en la sepultura, dio un gran grito espantable, de que los frailes quedaron atemorizados, y encomendaban al Señor el ánima de aquel defuncto. Era comisario de la provincia a esta sazón, por ausencia del provincial, el santo varón Fr. Francisco Jiménez, uno de los doce primeros. Y una noche, después de maitines, fue a la celda del dicho comisario el padre Fr. Diego de Olarte para confesarse con él. Y estándose confesando, dieron golpes en la ventana de la celda por la parte de fuera, como que llamaba alguno. Entonces el comisario dijo a Fr. Diego de Olarte, que se saliese de la celda. Fr. Diego bien oyó que hablaba el comisario, aunque no supo con quién, ni entendió la plática; mas sospechó que hablaba con aquel defuncto, porque otro día siguiente hizo el comisario un razonamiento a los religiosos en la mesa, y les dijo que no tomasen trabajo de encomendar a Dios aquel defuncto, porque ya Dios lo había puesto donde había de estar. Esto contó el Fr. Diego de Olarte. En la villa de Toluca (que es del marqués del Valle), una mujer española, llamada Isabel Hernández, viéndose atribulada, fue a contar a su confesor, que se decía Fr. Benito de Pedroche, cómo estando acostada en su cama, había visto al amanecer un hombre colgado en su aposento, con el hábito de la misericordia. El confesor le dijo, que lo conjurase si tenía ánimo para ello, y le enseñó el modo como lo había de hacer. Aparecióle este hombre otras dos o tres veces, hasta que un día, a la misma hora, estando ella acostada en su cama con otras mujeres, por el temor que tenía, vio la mesma visión, y lo conjuró y preguntó qué era lo que quería. El hombre le dijo quién era, y cómo había cuatro años que había muerto en aquel mesmo aposento, y que todo aquel tiempo había que estaba en purgatorio, porque había levantado un falso testimonio a una doncella que quería casar un sacerdote honrado, llamado Antonio Fraile, por lo cual la doncella no se casó. Y que se había confesado de aquel pecado y tenido de él contrición; mas por cuanto no le había restituido la honra, penaba todavía en purgatorio. Y que para muestra de la verdad que decía, que le preguntasen al Antonio Fraile si esto era así. Y que por morir fuera de México no le había vuelto la honra; que de su parte se la volviesen y le mandase decir algunas misas, porque luego saldría de purgatorio, y así se las dijeron, y nunca más pareció. Hízose averiguación de esto en México, y hallóse ser todo así, y a aquella mujer se le volvió la honra, aunque ya era casada cuando esto sucedió. No se descubre el nombre del defuncto por su honra. En este año de noventa y cinco, en la ciudad de México, a siete días del mes de mayo, estando Pero Martínez Morillas, mozo soltero, vecino de la dicha ciudad (que tiene la casa junto a S. Francisco), en su cama, llamaron a la puerta de su aposento, nombrándole por su nombre. Él preguntó al que llamaba, quién era y qué quería. Díjole el que llamaba, que le abriese, y que entonces sabría quién era y lo que quería. Mas él no le osó abrir. Y por la mañana fuese al convento de S. Francisco y contó a un religioso su amigo, y a otros que presentes se hallaron, lo que le había acaecido. Ellos le dijeron, que por ventura serían algunos mancebos amigos suyos que le querían burlar. A esto dijo él que no, sino que entendía sería alguna ánima, porque ya lo había asombrado otras noches. Los religiosos, oído esto, lo esforzaron a que aguardase y le abriese, que por ventura Dios le deparaba aquella ánima para que la socorriese. Otro día a prima noche tornó a tocar a la puerta del aposento al tiempo que quería dormir, y le estremecieron la cama, y él despertó y se encomendó a Dios, y luego lo llamaron por su proprio nombre, diciendo: «Abrid, Pedro Martínez.» Él se levantó de la cama y se fue hacia la puerta, y le preguntó quién era. Él dijo que le abriese, que entonces le diría quién era. Preguntóle si era de este mundo o del otro. Respondióle que del otro. Y por saber si acaso era el demonio, fuele haciendo preguntas por los artículos de la fe, y él respondía, que en todos ellos creía y había creído en toda su vida. Y para certificarse si era del otro mundo, díjole: «Dad tres golpes encima de este aposento,» lo cual él hizo luego, y los dio, y en un punto se volvió a poner a la puerta, donde antes estaba. Entonces se esforzó el Pedro Martínez y abrió la puerta, y vio entrar un bulto que le dijo: «Dios os lo pague, por haberme abierto la puerta, y por haberme aguardado.» Y dijo más: «Acostaos en vuestra cama,» y él se acostó, y el bulto se asentó a los pies de ella, y le pareció al Martínez que el bulto estaba hecho un yelo. Díjole luego su nombre, y mandóle que en el altar del Perdón (que está en la iglesia mayor de México) le dijesen treinta misas, y que se obligase a cierta deuda que le declaró, y que esto fuese dentro de treinta días. Asimismo le aconsejó que no estuviese solo en aquella casa. Y dicho esto, vio que se tornó a salir. Otro día siguiente contó a los religiosos lo que le había sucedido, diciendo que no podía decir el nombre del defuncto, aunque fuese a su confesor; pero yo supe de un hermano suyo, que era su proprio padre el que le apareció. Quise engerir entre las visiones de los indios estos ejemplos, por ser casos notables y ciertos, y que hacen en confirmación de nuestra fe y en confusión de los infieles que carecen de ella.
Capítulo XXIX
De los favores que el Emperador D. Carlos, de gloriosa memoria, dio a los indios, y a la obra de su conversión y doctrina, y ministros de ella
Tratando principalmente esta Historia la conversión de los indios de esta Nueva España a nuestra santa fe católica, y los fieles trabajos de los primeros ministros que en esta santa obra se ocuparon, no sería justo dejar de atribuir las gracias y loa que se deben a nuestros católicos Reyes de España, sin cuyo calor y favores ésta tan dificultosa empresa, no sólo no pudiera tener algún efecto, mas ni principio ni medios. Los que de su parte han puesto, quisiera yo tener muy sabidos, por no quedar corto en materia donde tanto había que se debía decir. Mas cumpliré con referir, de los muchos favores que sus majestades han dado, los pocos que habrán venido a mi noticia. El piadosísimo Emperador Carlos V, de inmortal memoria, en cuyo reinado se ganó y conquistó para Castilla esta Nueva España, escarmentado del inhumano suceso que había tenido el descubrimiento y conquista de las islas en tiempo de los Reyes Católicos sus abuelos, por fiarse de sus criados y consejeros (puesto que para su Consejo de Indias le proveyó Dios de muy cristianos y fidelísimos oidores, y entre ellos aquel espejo de virtud, famoso senador, y después dignísimo obispo, el doctor D. Juan Bernal Díaz de Luco), no se descuidó el católico príncipe, entre sus innumerables y pesadísimos cuidados, de descargar su real conciencia en las obligaciones que tenía a los indios, tomando éste por uno de los más ordinarios de su propria persona, de acudir, lo uno a su conservación en su buen tratamiento, y lo otro a que fuesen con doctrina y ejemplo instruidos en nuestra santa fe católica y vida cristiana, que son las dos cargas de que precisamente están encargados nuestros Reyes de España en el gobierno de las Indias, por ley natural divina y humana.
Cuanto a la libertad de los indios.
Y cuanto a lo primero, porque nuestros españoles engolosinados en el mal vezo que les quedó de lo acostumbrado en las islas, habían ya comenzado a despoblar esta tierra, llevando algunos indios a España para servirse de ellos en lugar de esclavos, y sobre todo a las islas para sacar el oro, donde en este ejercicio habían ya consumido a los naturales de ellas, siendo el católico Emperador informado que se habían sacado de esta Nueva España muchas millaradas, cargando navíos de ellos, como se suelen cargar de otra cualquiera mercaduría, dio orden como este abuso se atajase, proveyendo primeramente una su real cédula en Granada, despachada a nueve de noviembre de mil y quinientos y veinte y seis años, por la cual mandaba que ninguno pudiese llevar indio alguno, ni pasarlo a los Reinos de España. Y después por unas ordenanzas que mandó hacer en favor de los indios, en Toledo, a cuatro de diciembre de mil y quinientos y veinte y ocho, mandó, so graves penas, que ninguno fuese osado de sacar indios de la tierra donde eran naturales para llevarlos fuera de ella a otras cualesquiera partes, aunque fuese so color de esclavos (porque entonces los había entre los mismos indios), así de los que captivaban en las guerras, como de los que hacían esclavos por delictos y por otras vías. Y esto mesmo confirmó muchos años después en una su provisión dada en Valladolid a tres de septiembre, año de cuarenta y tres. Y porque con el achaque de que a los indios se les permitía su uso antiguo de hacer esclavos, había mucha rotura, y los españoles procuraban se hiciesen los que no debían, tenía S. M. prevenido y mandado, so pena de muerte y perdimiento de bienes, que ninguno fuese osado de hacer esclavos, sino con suficiente información hecha ante el gobernador y oficiales reales. Esto por una provisión despachada en Granada a nueve de noviembre del año de veinte y seis. Y lo mesmo mandó en las ordenanzas de Toledo, arriba referidas, y lo mesmo refiere en una su real provisión despachada en Madrid a dos de agosto del año de cincuenta y tres. Y visto que las demás no habían aprovechado para que no se hiciesen muchos excesos, en esta concluyó el negocio, mandando que de allí adelante no se pudiesen hacer esclavos, aunque fuesen habidos en justa guerra. Y porque este su mandamiento consiguiese el debido efecto, escribió la carta siguiente a los prelados y religiosos de la orden del padre S. Francisco, que eran los principales solicitadores de esta buena obra.
Carta del Emperador y Rey nuestro señor, para que los religiosos de la orden de S. Francisco avisen a los indios esclavos que acudan a pedir su libertad.
El Rey.
«Venerables y devotos padres provinciales, guardianes y religiosos de la orden de S. Francisco, que residís en la Nueva España: Sabed que Nos enviamos a mandar al nuestro presidente y oidores de la nuestra Audiencia y Chancillería Real de esa Nueva España, que nombren y señalen una persona de calidad de recta y buena conciencia y celoso del servicio de Dios nuestro Señor y del bien de los naturales de ella, que sea procurador general de los indios y indio que en esa tierra y provincias subjetas a la dicha nuestra Audiencia hay debajo de servidumbre y color de ser esclavos, para que por ellos y en su nombre proclame y pida su libertad de los dichos indios e indias universalmente, y la consigan conforme a las nuevas leyes y ordenanzas por Nos hechas para la buena gobernación de esas partes y buen tratamiento de los naturales de ellas, y declaraciones e instrucciones que después mandamos dar, y que a la tal persona le señalen salario para este efecto, los cuales lo cumplirán así. Y porque Nos deseamos que los dichos indios que conforme a lo susodicho debieren ser dados por libres alcancen su libertad, y para que esto mejor se pueda cumplir y haber efecto con brevedad, conviene y es necesario que el dicho procurador general, que así será nombrado, tenga relación y aviso de todos los indios e indias que en esa tierra estuvieren debajo de la dicha servidumbre de esclavos para que pueda pedir su libertad. Y por tener como vosotros tenéis más noticia dónde están y quién los tiene, habemos acordado de os mandar escrebir ésta. Yo os ruego y encargo que tengáis particular cuidado de avisar y advertir a la dicha persona que así por los dichos nuestro presidente y oidores fuere nombrado por procurador general, de los dichos indios e indias de cualquier calidad que sean, que estén debajo de la dicha servidumbre de esclavos en toda esa Nueva España y provincias subjetas a la dicha Audiencia, así de los que están y residen en las casas y servicio de los españoles, como en las estancias y minas, granjerías y haciendas, y en otra cualquier parte que estén, y del número de ellos y nombres para que pueda pedir su libertad, como Nos se lo enviamos a mandar. Y pues la obra es de tanta caridad y en que Dios nuestro Señor será muy servido, os encargamos tengáis de ello todo cuidado y diligencia, como de vuestro celo y religión se espera. De Valladolid, a siete de julio de mil y quinientos y cincuenta años.»
Cuanto al cargar los indios.
En las ordenanzas de Toledo, hechas el año de veinte y ocho, mandó S. M. que ningún español, de cualquier calidad y condición que sea, fuese osado de cargar a indio alguno para que le llevase alguna cosa a cuestas de un pueblo a otro, ni por fuerza ni de grado, so pena de pagar por la primera vez de cada indio que cargase, cien pesos de oro, y por la segunda trescientos, y por la tercera tuviese perdidos todos sus bienes. Y porque después informándole por muchas vías, que si esto se guardase se perderían los tratos de esta tierra, y los mercaderes no podrían llevar sus mercadurías de unas partes a otras tan ligeramente como con los tamemes, en especial por ser algunos caminos tan ásperos que no se podían caminar con carretas ni con bestias, y que los mesmos indios tenían uso de cargarse en tiempo de su infidelidad, y les venía bien, porque con esto ganaban su vida; con estas relaciones y importunidades le hicieron conceder que se pudiesen cargar los indios, como fuese con su voluntad y pagándoles bien su trabajo, y con que la carga no pasase de dos arrobas. Esto concedió por una su provisión dada en Monzón a trece de septiembre de treinta y tres años. Últimamente, teniéndose por engañado en lo que así le habían informado, y sabiendo que teniendo alguna entrada, nunca los españoles guardaban moderación en estas cosas, proveyó por una su cédula despachada en Valladolid en primero de junio de cuarenta y nueve años, que ninguno cargase indio, como de primero estaba mandado, aunque el indio dijese que lo hacía de su voluntad, so pena de mil castellanos de oro.
Cuanto otros trabajos personales.
En una su real provisión despachada en Valladolid en siete de enero de cuarenta y nueve años, mandó que ningún español de los que tienen indios en encomienda enviase a trabajar los indios en minas, so pena de perder los indios, y más cien mil maravedís. Y por otra su real cédula dada también en Valladolid a veinte y dos de hebrero del mesmo año, mandó que totalmente se quitasen los servicios personales de indios, que se solían dar por vía de tasación o permutación en lugar de tributos. Y en las ordenanzas citadas de Toledo tenía antes mandado que los encomenderos no se sirvan de los indios de su encomienda en minas para ningún efecto, ni les hagan llevar a ellas bastimentos, ni saquen de los pueblos mujeres para llevar a sus casas, ni en otra alguna manera los fatiguen, so las penas que allí les impone. Y por otra cédula en Toledo a diez de agosto del año de veinte y nueve, mandó que no los pudiesen alquilar ni prestar. Y por cédula fecha en Toro en veinte y uno de septiembre de cincuenta y un años, mandó que ni aun al visorey ni oidores no sirviesen los indios. Y fue de parecer, y así lo escribió a su Real Audiencia, que aun los indios delincuentes, por ninguna vía se condenasen a servicio personal. En tanto grado aborreció el buen Emperador este negro servicio personal (que ahora tan sin escrúpulo hacen dar a los indios de por fuerza generalmente en toda la tierra), que si sus cédulas y provisiones acerca de esto se ovieran guardado hasta ahora inviolablemente, no se oviera acabado y consumido tanta multitud de gente, como claramente lo vemos.
Cuanto al buen tratamiento de los indios.
Primeramente, considerando la poca o ninguna resistencia que de su parte los indios tienen para defenderse de los que sin temor de Dios los quisieren agraviar y maltratar, S.M. los proveyó de un protector que volviese por ellos y por sus causas, y los amparase, y éste fue el santo primer obispo de México, D. Fr. Juan Zumárraga, a quien para ello dio su real provisión en Burgos en diez de enero, año de veinte y ocho, despachándolo de primera instancia para su obispado. En las ordenanzas de Toledo el mesmo año de veinte y ocho, puso S. M. remedio a una notable vejación que en aquellos primeros tiempos se hacía a los indios (y que el día de hoy se les hace mucho mayor en el mesmo caso), por estas formales palabras: «Y porque somos informados que al tiempo que los indios hacen sus sementeras y labranzas, los cristianos españoles que los tienen encomendados y en administración, y otras personas, los ocupan y embarazan en sus proprias haciendas y granjerías, por manera que ellos dejan de sembrar y hacer las dichas sus labranzas y sementeras, de que viene mucho daño a los dichos indios, y aun a los españoles, porque de aquello redunda faltarles los mantenimientos y provisiones, y viven en mucha necesidad. Por ende por la presente vos encargamos y mandamos que proveáis, cómo en los tiempos de las sementeras sean más relevados y se les dé lugar para que las hagan como más buenamente se pudieren hacer.» Éstas son las palabras del Rey. Dije que hoy día se les hace mucho mayor agravio y daño que entonces en este caso, porque en lugar de relevarlos en aquel tiempo de su mayor necesidad (que es el de la escarda y el de la cosecha), ordenaron los que han gobernado, que en aquellos dos tiempos, por espacio de diez semanas, den doblada la gente que a cada pueblo le está tasada de ordinario para el repartimiento que llaman y servicio de los españoles, y que esta gente que por entonces dan demás, se les descuente en la que habían de dar entre año. De suerte que en el tiempo en que los habían de relevar, les echan doblada la carga, con lo cual se les pierden sus labranzas y sementeras, y ellos quedan necesitados y pobres.
Cédula para que se guarden las ordenanzas sobre el buen tratamiento de los indios de la Nueva España.
La Reina.
«Nuestro presidente y oidores de la nuestra Audiencia y Chancillería Real de la Nueva España, y a todos y cualesquier nuestros jueces y justicias de todas las ciudades, villas y lugares de ella, y a otras cualesquier personas a quien lo de yuso en esta mi cédula contenido toca y atañe, y a cada uno de vos a quien fuere mostrada o su traslado firmado de escribano: Bien sabéis cómo Nos, deseando la conservación y acrecentamiento de esa tierra, y conversión de los naturales de ella a nuestra santa fe católica, y para su buen tratamiento, mandamos hacer ciertas ordenanzas, firmadas del Emperador y Rey mi señor y selladas con nuestro sello, fechas en Toledo a cuatro días del mes de diciembre del año pasado de mil y quinientos y veinte y ocho. E porque podría ser algunos de vos no mirando el servicio de Nuestro Señor, ni el bien de los dichos indios y conservación de ellos, y por se aprovechar de ellos y ponellos en excesivos trabajos (como hasta aquí se ha hecho) suplicásedes de las dichas ordenanzas o de alguna de ellas, o pusiésedes algún inconveniente o impedimento en su ejecución y cumplimiento, por manera que no habrían efecto, y porque nuestra voluntad es proveer cerca de ello, y que las dichas ordenanzas se guarden inviolablemente, yo vos mando a todos y a cada uno de vos, que veades las dichas ordenanzas de que de suso se hace mención, y las guardéis y cumpláis y ejecutéis, y hagáis guardar y cumplir y ejecutar en todo y por todo, según y como en ellas y en cada una de ellas se contiene, y contra el tenor y forma de ellas ni de lo en ellas contenido no vayades ni pasedes, ni consintáis ir ni pasar en tiempo alguno, ni por alguna manera, sin embargo de cualquier suplicación o apelación que de cualquier de ellas se hubiere interpuesto o interpusiere, so las penas en ellas contenidas, y demás so pena de la nuestra merced y de perdimiento de todos vuestros bienes para la nuestra cámara y fisco, y suspensión de vuestros oficios. Y porque lo susodicho sea notorio, y ninguno de ello pueda pretender ignorancia, mandamos que esta dicha cédula y el dicho su traslado sea pregonada públicamente en la ciudad de México y la Veracruz, y en todas las otras ciudades, villas y lugares de la dicha Nueva España. Fecha en Toledo a veinte y cuatro días del mes de agosto de mil y quinientos y veinte y nueve años.»
Y a los corregidores de la Nueva España, en ciertos capítulos y advertencias que en este tiempo les envió, les manda lo mesmo por las siguientes palabras: «Que estén muy advertidos de todo lo contenido en estos capítulos que hablan en la conversión y instrucción de los indios naturales de estas partes a nuestra santa fe católica, y cerca de la protección y buen tratamiento de ellos, que les debe ser fecho, así por los españoles que los tuvieren en encomienda, como por los caciques y señores naturales, y cerca de sus labranzas y policía, &c.»
Otra cédula para que se castigasen los transgresores de las dichas ordenanzas sobre el buen tratamiento de los indios.
La Reina.
«Presidente y oidores de la nuestra Audiencia y Chancillería Real de la Nueva España: Yo soy informada que las personas naturales de estos nuestros reinos a quien han sido encomendados indios, de dos años a esta parte les han hecho y hacen mucho mal tratamiento, en quebrantamiento de las ordenanzas que por nos están fechas cerca de ello, y mandadas guardar. Y porque esto es cosa a que no se ha de dar lugar, visto en el nuestro Consejo de las Indias, fue acordado que debíamos mandar dar esta mi cédula para vos en la dicha razón, e yo túvelo por bien. Por ende yo vos mando que hayáis información y sepáis por todas las vías y maneras que ser pueda, quién y cuáles personas de los dichos dos años a esta parte han ido y pasado contra las ordenanzas y provisiones nuestras y hecho malos tratamientos a los dichos indios, y la dicha información habida y la verdad sabida, a las personas que en lo susodicho halláredes culpados, prendeldes los cuerpos y proceded contra ellos y contra sus bienes, y contra las personas que de aquí adelante fueren o pasaren contra las dichas ordenanzas en el tratamiento de los dichos indios, condenándolos a las mayores y más graves penas que halláredes por fuero y por derecho que merecen, haciendo sobre todo a las partes a quien tocare breve y entero cumplimiento de justicia. Fecha en la villa de Medina del Campo a veinte días del mes de marzo de mil y quinientos y treinta y dos años.»
Pónense estas cédulas a la letra, para que se vea el ferviente celo y cuidado que estos muy católicos príncipes tenían cerca de la defensa y amparo y buen tratamiento de los indios, conforme a la obligación que tenían a su conservación. Finalmente, de ninguna cosa eran avisados en que los indios eran agraviados, que luego no acudiesen con el remedio. Y no contento con lo proveído, el clementísimo Emperador mandó hacer otras ordenanzas mucho más favorables al bien y conservación de los indios, mandándolas imprimir en el año de mil y quinientos y cuarenta y tres, y envió de ellas algunos traslados impresos a Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo, uno de los primeros doce, de cuyo cristiano celo y santa vida tenía noticia, para que los repartiese entre otros religiosos, y procurasen de solicitar cómo las dichas ordenanzas reales se guardasen y cumpliesen. Y por ser ellas tan en favor de los indios, parece que algunos sus mal devotos tuvieron más cuidado de recogerlas y hacerlas desparecer, que los frailes de guardarlas. Sola hallé la carta original con que S. M. las envió a aquel siervo de Dios, que se guarda en el archivo de S. Francisco de México, cuyo tenor es el siguiente:
El Rey.
«Devoto padre Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo de la orden de S. Francisco: Sabed que porque fuimos informados que había necesidad de ordenar y proveer algunas cosas que convenían a la buena gobernación de las Indias y buen tratamiento de los naturales de ellas, con mucha deliberación y acuerdo mandamos hacer ciertas ordenanzas sobre ello, de las cuales algunos traslados impresos os enviamos para que las veáis y repartáis por los monesterios y religiosos que os pareciere, y por ellas os conste de nuestra voluntad, y procuréis que las entiendan los naturales de esas partes para cuyo beneficio principalmente las mandamos hacer. Mucho os ruego y encargo que pues todo lo en ellas proveído (como veréis) va enderezado al servicio de Dios, y conservación, libertad y buena gobernación de los indios, que es lo que vos y los otros religiosos de esa orden (según estamos bien informados) hasta ahora tanto habéis deseado y procurado, trabajéis con toda diligencia cuanto en vos fuere, que estas nuestras leyes se guarden y cumplan, encargando siempre a los nuestros vireyes, presidentes e oidores, y a todas las otras justicias que en esas partes oviere, que así lo hagan, y avisándoles cuando supiéredes que no se guardan en algunas provincias o pueblos para que lo remedien y provean. Y si viéredes que en la ejecución y cumplimiento de ello hay negligencia alguna, avisarnos heis con toda brevedad para que Nos lo mandemos proveer como conviene. En lo cual allende que haréis cosa digna de vuestra profesión y hábito, y conforme al buen celo que siempre habéis tenido al bien de esas partes, nos ternemos de ello por servido. Fecha en Barcelona a primero del mes de mayo de mil y quinientos y cuarenta y tres años.- Yo el Rey.- Por mandado de S. M., Juan de Sámano.»
Aquí quisiera yo tener gracia y condición de encarecer las cosas conforme al encarecimiento que merecen, para exagerar y ponderar la entera y llana voluntad y puntualidad con que este discretísimo príncipe acudía al remedio de las necesidades de los desamparados y miserables, no dejando ni perdiendo punto de los que para el debido cumplimiento de sus ordenaciones y mandatos en este caso eran menester. Y sin duda no era otra cosa, sino que reconocía ser tutor de los indios, que (no como los demás sus vasallos, sino como menores) de ese mesmo Dios, y de su Iglesia en su nombre le estaban encomendados. Y sabía muy bien con cuánta diligencia y cuidado los tutores tienen obligación de defender y amparar sus pupilos. Hacia la real majestad la cuenta que en semejante negocio se debe hacer, diciendo: «El talento y capacidad de los indios ya está bien conocido, que no es más que de pequeños muchachos, mayormente estando tan acobardados y subjetos como están; no hay que aguardar que ellos vuelvan por sí, porque no tienen boca para hablar ni balar, aunque los vayan degollando como a corderos. Nuestra cobdicia de los españoles manifiesta es a todo el mundo, que todo lo querríamos, y todo el que se nos pusiese en las manos, no basta para hartarnos. Si los pobres indios por mi descuido padecen, ha de ser a costa de mi alma. Yo estoy tan lejos, que no puedo ver ni entender, sino en sólo lo que me dijeren. Buen gobernador tengo en D. Antonio de Mendoza, buen cristiano es (según la fama que tiene), hombre es prudente, benigno y reportado, y escogido entre millares; pero al fin, hombre del siglo es, hacienda busca, y hacienda ha menester. Criados tiene que le sirven, amigos y allegados tiene, y los oidores lo mesmo; cosa ordinaria es hacer los unos por los otros. Y cosa fácil declinar los que les parece estar muy justificados a lo que les lleva el proprio interese o el de los suyos, olvidando a los más remotos. ¿Pues qué haré para más seguridad de mi conciencia? ¿Con qué diligencia o por qué medio mejor la descargaré? Paréceme que poniéndola en manos de hombres desinteresados que no les pueda mover otro interese más que el del servicio de Dios y amor y defensa del prójimo, particularmente del pobre y menesteroso, en lo que es razón y justicia, buscándolos de tal vida y ejemplo, que yo me pueda bien de ellos fiar y dar crédito a lo que me dijeren.» Y cierto (aunque no declarando que para este fin), particular cuidado tuvo el buen Emperador de informarse y saber qué personas había en esta Nueva España de buena vida, ejemplo y doctrina, como parece por una cédula de su fiel compañera la serenísima Emperatriz, que se seguirá luego aquí abajo. Y por esta y otras vías venía a tener noticia de las personas de quien se podía confiar para les dar entero crédito. Y de tal ayuda como ésta tienen necesidad nuestros Reyes Católicos para acertar en el gobierno de tierras tan remotas y lejanas de sus personas. Lo segundo, no es de menos importancia el aviso de que los indios entendiesen lo que para su buen tratamiento tenía S. M. ordenado y mandado, así para que con libertad de ánimo pudiesen acudir a pedir su justicia cuando en aquellas cosas fuesen agraviados, como también para que cobrasen amor y afición a su rey, viendo que les era favorable. Y por el consiguiente se aficionasen a la ley cristiana, viendo que gobernaban a sus vasallos con piedad y justicia, y no tiránicamente como los caciques del tiempo de su infidelidad. Y así es cierto, que como los religiosos en los púlpitos y fuera de ellos referían a los indios los continuos favores que S. M. les enviaba, no había para ellos cosa de mayor contento que oír nombrar el nombre del invictísimo Emperador. La cédula de que arriba hice particular mención, para que se vean sus favores, es la que se sigue:
La Reina.
«Presidente y oidores de la Audiencia Real de la Nueva España: Porque a nuestro servicio conviene tener entera y verdadera noticia de las personas, así eclesiásticas como seglares, de doctrina y buena vida y ejemplo que en esa Nueva España al presente hay, o adelante oviere en ella, para que ofreciéndose cosas de nuestro servicio, así de administración de nuestra justicia como de provisión de prelacías, dignidades y prebendas y beneficios eclesiásticos, y concurriendo en estos tales las calidades necesarias sean preferidos, como es nuestra intención de los preferir en lo que oviere lugar y conviniere al servicio de Dios y nuestro: Yo vos encargo y mando, que con aquella fidelidad y cuidado que de vosotros confío, os informéis secretamente de cuáles y cuántas personas hubiere de las calidades susodichas en esa provincia para las cosas susodichas, y enviarme heis la relación de ello con vuestro parecer, declarando las calidades de las dichas personas, y cuáles de ellos son buenos pobladores y edificadores y amigos de plantar, y sobre todo, cuáles han hecho buen tratamiento a los indios que han tenido encomendados, y cuáles han sido prevechosos a nuestro servicio y a la república, y de los cargos y cosas para que sean suficientes, así en cargos y oficios temporales como eclesiásticos. Lo cual haced sin tener respeto y afición alguna, pues veis cuánto esto importa al servicio de Dios y nuestro, y a la gratificación de los pobladores en esa provincia. Lo cual nos enviad en los primeros navíos que a estos reinos vinieren. Y este mesmo cuidado y diligencia ternéis dende en adelante para nos enviar la mesma relación de dos en dos años. Y sería bien que los naturales y pobladores de esa tierra sepan de vosotros esta intención y cuidado que tenemos. Fecha en Ocaña a diez días del mes de diciembre de mil y quinientos y treinta y un años.»
Son mucho de notar las últimas palabras de esta real cédula, en que dice: y será bien que los naturales y pobladores de esa tierra sepan esta intención y cuidado que tenemos, es a saber, de buscar tales hombres. Y reparo yo en esto, y no poco me holgué cuando lo hallé pronunciado por boca de aquella santa Emperatriz y Reina, porque conforma con lo que yo (las veces que se ha ofrecido en esta materia del remedio del gobierno de las Indias) tengo dicho, y lo escrebí a España al Arzobispo de México y Presidente del Consejo Real de las Indias, D. Pedro Moya de Contreras, y después lo dí por escripto al virey D. Luis de Velasco, que el remedio de los muchos males que se hacen a los indios, principalmente consistía en que nuestros católicos reyes con mucho rigor tuviesen mandado a sus vireyes de estas partes, que ningún ministro de los indios en lo temporal ni en lo eclesiástico se consentiese tener más cuenta con su proprio provecho temporal, que con el bien de los indios en su conservación, policía y cristiandad; de suerte que ningún tal ministro se proveyese ni continuase o prorogase en el cargo por ningún favor, aunque tuviese cédulas expresas de S. M., sino por ser hombre útil y provechoso para la conservación, policía y cristiandad de los indios. Y los que más útiles en esto se mostrasen, fuesen siempre preferidos en los mejores cargos y prorogados en ellos por todo el tiempo que así lo hiciesen. Y para la pregunta que me habían de hacer, que a do se hallarían estos tales hombres, y tantos como eran menester, tan descuidados de su proprio interese y tan celosos del bien de sus prójimos, yo prevenía la respuesta, diciendo: que como los hombres supiesen que su rey con cuidado los busca tales, y que de estos y no de otros se sirve en este ministerio, ellos se hallarían y harían fuerza a sus siniestras condiciones o inclinaciones naturales, por tener día y victo sirviendo a Dios y a su rey. Y por tanto es bien (como lo dice aquella real cédula) que sepan los hombres esta intención y cuidado que su rey tiene de buscar los que deveras descarguen su real conciencia. Por haberlo tenido el cristianísimo Emperador, halló a un Diego Ramírez, hombre de recta intención y temeroso de Dios, a quien encomendó la visita de muchos pueblos y tierras de esta Nueva España, donde estaba informado que estaban muy cargados y agraviados los naturales indios, y para ello mandó a su Real Audiencia se le diese todo favor y ayuda, y se alargase el término de su comisión y visita, si fuese menester, como parece por una su real cédula dada en Madrid a doce de mayo de mil y quinientos y cincuenta y dos años, que fue causa de remediarse muchos excesos, así de los encomenderos en los tributos y otras cosas, como de los corregidores, tomándoles residencia aquel buen hombre, que no se ahorraba con nadie, porque tomándosela ellos mesmos entre sí unos a otros (como comúnmente se suele hacer), es el juego que dicen, hazme la barba y hacerte he el copete, y por esto no se castigan ni enmiendan. Otro tal como Diego Ramírez fue el licenciado Lebrón de Quiñones, y otros ha habido semejantes a estos.
Cuanto a la inoderacion de los tributos.
Por una cédula dirigida a D. Antonio de Mendoza, que venía por virey a esta Nueva España, dada en Madrid a treinta y uno de mayo del año de treinta y cinco, mandó S. M. no consintiese que los encomenderos llevasen a los indios más tributo de lo que tenían por tasación. Y que si les hubiesen tomado algunas tierras o heredades, se las hiciese volver. Otrosí, por otras muchas cédulas y provisiones reales, en especial una dada en Valladolid a veinte y dos de hebrero de cuarenta y nueve años, y otra en el mesmo Valladolid a ocho de hebrero de cincuenta y uno, y otras dos, fechas juntamente en ocho de junio de cincuenta y un años, con mucho encarecimiento proveyó y mandó al presidente y oidores de esta su Real Audiencia, que las tasaciones de lo que los indios habían de dar, así a S. M. como a los encomenderos, fuesen moderadas, teniendo siempre respeto a que los indios no fuesen agraviados, sino que anduviesen descansados y relevados, de manera que antes enriqueciesen que empobreciesen, y que esto se cumpliese sin embargo de cualquiera reclamación que de ello hiciesen así sus oficiales reales como los encomenderos, o otras cualesquiera personas, y no embargante que por otras sus reales cédulas o provisiones otra cosa en contrario les estuviese mandado. Y últimamente, en el mesmo año de cincuenta y uno, en otra cédula proveída en siete de julio, cerca de esta materia de tributos, pone el capítulo siguiente: «Asimesmo somos informados que a causa de pagar los indios oro en polvo, se siguen muchos inconvenientes, porque demás de no lo haber, se ocupa mucha gente en lo buscar, y se apartan de la doctrina cristiana para lo procurar de haber y rescatar en otras partes, y les cuesta cada peso tres y cuatro reales más de lo que vale, y dejan de ocuparse en labrar y beneficiar sus tierras y se les pierden, y que no conviene permitirse que tributen el dicho oro en polvo, ni que sean compelidos a ello. Y porque (como sabéis) en la cédula que mandamos enviar a esa Audiencia para que se quiten y no haya servicios personales de indios, tenemos proveído y mandado que los indios sean bien tratados y relevados, y que el servicio que ovieren de hacer sea en aquellas cosas que ellos tienen en sus tierras y que buenamente (sin que sea impedimento para su multiplicación y conversión y instrucción en las cosas de nuestra santa fe católica) pueden dar. Y porque nuestra voluntad es, que lo contenido en la dicha nuestra cédula se guarde y cumpla, vos mando tengáis de ello especial y particular cuidado de que los dichos indios sean bien tratados y relevados en el servicio que ovieren de hacer, conforme a lo dispuesto y mandado por la dicha nuestra cédula. Y proveeréis que ellos se ocupen en labrar y beneficiar sus tierras y haciendas.»
Cuanto a la doctrina y cristiandad de los indios.
Primeramente alcanzó el breve del Papa Adriano VI, con que vinieron los primeros doce religiosos Franciscos con toda la autoridad del Sumo Pontífice. Y siempre de allí adelante envió religiosos en cada flota, por toda su vida, mandándolos proveer de lo necesario para el viaje. Y algunas veces proveyó de frailes en mucha cantidad, como cuando Fr. Jacobo de Testera, viniendo por comisario general, a pedimento de S. M., el Papa Paulo III mandó al general de los Franciscos que le hiciese dar ciento y cincuenta frailes. Siempre tuvo cuidadode que no se dejasen pasar a estas partes frailes apóstatas de alguna religión, ni clérigos seglares, si no fuesen muy examinados de buena vida. Y a los que sin licencia habían pasado, mandaba que los hiciesen volver a España. Mandaba también que se enviasen a España los clérigos que habían dejado el hábito de alguna religión, aunque oviese sido con dispensación, presumiendo no serían ejemplares para esta tierra; todo esto con celo de que los indios no viesen ministros de la Iglesia, si no fuesen hombres de buen ejemplo y doctrina. Y aun a los seglares escandalosos y de mala vida, mandaba desterrar de entre los indios. Por una cédula dada en Valladolid en veinte de noviembre de treinta y seis años, mandó que los encomenderos fuesen compelidos a tener ministros de la Iglesia, frailes o clérigos, en los pueblos de su encomienda, porque no tuviesen a los indios sin doctrina, y recado de sacramentos. Para el edificio y ornato de las iglesias, y sustento de los ministros de ellas, mandó se repartiese en ello la cuarta parte de los tributos que los indios daban a S. M., y lo mesmo en los pueblos de encomenderos, y esto por cédula fecha en Monzón a dos de agosto del año de treinta y tres. Porque los indios con más facilidad fuesen industriados de sus mesmos naturales en las cosas de nuestra santa fe católica, mandó por una su cédula fecha en Granada a nueve de noviembre del año de veinte y seis, que le enviasen hasta veinte niños, hijos de los más principales indios, y de los más hábiles, para que por su real mandado fuesen criados, enseñados y doctrinados en monesterios y colegios de España, para que después de industriados y bien enseñados, volviendo a sus tierras instruyesen a sus naturales en lo uno y en lo otro, pues de ellos tomarían mejor cualquiera cosa, que de otros extraños. Aunque éste su buen deseo no pudo haber efecto, porque comenzando ya los frailes de S. Francisco a señalar y querer recoger los niños indezuelos para enviarlos a España, fue tanto el sentimiento que sus padres y deudos hacían, pareciéndoles que se los llevaban captivos para nunca más verlos, que los ovieron de dejar, y dar cuenta a S. M. de lo que pasaba. La santa Emperatriz con este mesmo celo y cuidado envió a esta Nueva España el año de treinta, seis dueñas beatas ejercitadas en mucha virtud, mandando al presidente y oidores de la Real Audiencia de México, que a costa de sus rentas reales les hiciesen edificar casas acomodadas para recoger en ellas las niñas hijas de los indios principales, y otras de populares, y enseñarles juntamente con la doctrina cristiana los oficios mujeriles de las españolas, y manera de vivir honesta y virtuosamente. Esto se cumplió luego y puso por obra, puesto que no duró muchos años. Mas con todo eso, de las indezuelas que allí se criaron, salieron muchas buenas mujeres, que quedaron con el nombre de beatas, y ayudaron mucho a los frailes en las cosas de la doctrina y policía cristiana, como se trató en el capítulo cincuenta y dos del tercero libro, y en el diez y seis de este libro cuarto. Visto que no hubo lugar de llevar a España los niños indezuelos para que allá fuesen enseñados, a los que acá se recogieron en México de diversas provincias, hizo merced la majestad del Emperador de ayuda de costa para su sustento. A los del colegio de Santa Cruz, en el pueblo de Tlatelulco, donde se enseñaban en la latinidad, mandó dar en cada un año mil pesos de minas por ciertos años. A los que se enseñaban en la capilla de S. José a leer y escrebir y cantar y tañer instrumentos de la iglesia, trescientos ducados, que se les dieron también por algunos años. Para alumbrar el Santísimo Sacramento, mandó dar a cada monesterio seis arrobas de aceite en cada un año, media arroba para cada mes. Para la celebración de las misas en los mesmos monesterios mandó dar el vino necesario, respecto de arroba y media para cada sacerdote en cada un año. Para las enfermerías de S. Francisco de México y del convento de los Ángeles, cien pesos en cada un año. Y porque los indios enfermos no quedasen desamparados, mandó edificar un Hospital Real junto a S. Francisco de México, donde se curan con mucho cuidado.
Capítulo XXX
De los favores que el muy católico rey D. Felipe ha dado para la doctrina y cristiandad de los indios, y en particular a sus ministros
El muy católico rey D. Felipe nuestro señor (cuyo cristianísimo y piadosísimo pecho es manifiesto a todo el mundo), entiendo que no menos cuidado ha tenido en su tiempo de mandar a sus vireyes y Audiencias lo que toca al buen tratamiento y conservación de los indios en lo temporal. Y esto se deja bien entender, entre otras cosas, de las palabras de su real provisión con que S. M. hizo su virey y gobernador de esta Nueva España a D. Luis de Velasco, el mozo, que ahora acabó su cargo y va con el mesmo al Pirú, cuyo trasumpto tengo en mi poder. Donde declarando las causas que le movieron a hacerle esta merced, y relatando los buenos y fieles servicios de D. Luis de Velasco, su padre, especifica y pone por principales, el haber moderado los excesivos tributos que los indios pagaban, siendo también virey de esta Nueva España, quitado los servicios personales y los tamemes que se cargaban, de que morían muchos y recebían daños intolerables, y libertado los esclavos. Y pues de estas obras, aunque eran proprias del buen Emperador su padre (como queda referido), por haberlas ejecutado el D. Luis de Velasco, el viejo, se le muestra agradecido y se tiene de él por muy bien servido, bien se sigue que después acá no se habrá S. M. descuidado en lo tocante a la prosecución de ellas en las ocasiones que se habrán ofrecido. Y si las cédulas del tiempo del reinado de S. M. estuvieran impresas, como lo están las del reinado del Emperador su padre y señor nuestro, esto pareciera más claro habiendo llegado a nuestra noticia. Verdad es que esto no deja de argüir descuido o culpa en los gobernadores que han sido en esta tierra (si las tales cédulas o provisiones en favor de los indios han venido) en no procurar que viniese a su noticia de ellos, no sólo mandándolas pregonar públicamente, mas también haciendo que los religiosos en los púlpitos se las declarasen, para que tuviesen dentro de sus entrañas el amor y afición que a tan benignísimo rey y señor se debe. Que de no haberse hecho esto, yo soy cierto y buen testigo, porque si alguna vez se oviera hecho, era imposible dejar de venir a mi noticia. En las cédulas impresas, hallo tres que se puedan atribuir a esto que he dicho temporal de los indios. La primera fue hecha en Valladolid a diez de abril de cincuenta y siete años, luego como S. M. comenzó a reinar, por la cual habiendo sido informado que en un sínodo que celebraron en México el arzobispo de la dicha ciudad y los obispos de esta Nueva España el año de mil y quinientos y cincuenta y cinco, en ciertas constituciones que hicieron, mandaron que todos los vecinos del dicho arzobispado generalmente, sin excluir a los indios, pagasen los diezmos que se deben a la Iglesia, so pena de graves censuras que les impusieron, S. M. proveyó y mandó que el dicho capítulo no se guardase cuanto al pagar diezmos los indios. En lo cual, demás de eximirlos de pagar lo que no deben, los libró de muchas y grandísimas vejaciones y extorsiones que sobre ello tuvieran. La segunda cédula fue dada también en Valladolid a seis de noviembre del año de cincuenta y seis, por la cual, demás de dos mil ducados que S. M. había antes mandado dar para la obra y edificio del hospital de los indios, y cuatrocientos ducados en cada un año para ayuda al sustento de los pobres que en él se acogiesen, de nuevo mandó dar de su Real Hacienda otros dos mil ducados para la dicha obra y edificio que se iba haciendo. La tercera fue hecha en Toledo a diez y nueve de hebrero del año de sesenta, en la cual, refiriendo otros sus mandatos que antes en veces tenía hechos sobre que los indios que estaban derramados se juntasen en pueblos, mandó de nuevo a su virey que lo dicho se guarde y cumpla y ponga en ejecución con todo cuidado y diligencia, como cosa que mucho importa. Y porque con más voluntad y de mejor gana los indios se junten en poblaciones, manda que a los que así poblaren, no se les quiten las tierras y granjerías que tuvieren en los sitios que dejaren. El juntarse los indios era cosa de mucha importancia y provecho para ellos, así para su cristiandad como para su policía temporal, haciéndose con el orden debido, mayormente guardando lo que S. M. mandaba de no les quitar sus tierras en los sitios antiguos. Mas es tanta la codicia y poca cristiandad de algunas particulares personas a quien la ejecucion de este negocio se ha cometido, que no han tenido ojo sino a apañar lo que podían, arrinconando a los indios en las peores tierras, y dejando las mejores vacías, con esperanza de entrar ellos o otros sus amigos en ellas, que era ocasión de desbaratarse los indios y cesar la junta de los pueblos, por no saber los vireyes de quién se confiar. Mas yo digo, que si hubiera castigo para los que hacen mal hecho lo que el rey les encarga, y premio para los que en sus cargos son fieles, los hombres se esforzarían a hacer lo que deben, que éste es siempre mi tema en la materia de estos sermones.
Cuanto a hacer limosna a los ministros.
Todas las veces que se han pedido religiosos al rey nuestro señor para cualquier provincia de esta Nueva España, donde ha habido falta de ministros de la doctrina, los ha mandado proveer con toda diligencia, y con mucho mejor provisión de matalotaje y de lo demás que habían menester, de la que se les daba a los que antes solían venir. Y lo mesmo se hace con los religiosos que S. M. manda enviar a las islas Filipinas. A todos los religiosos de las tres órdenes que tienen cargo de doctrinar los indios, hace limosna a cada uno de cien pesos y cincuenta hanegas de maíz para su sustento en cada un año, y del vino para todas las misas, y aceite para la lámpara del Santísimo Sacramento, y los cien pesos para las enfermerías como lo daba el Emperador su padre.
Cuanto a la doctrina y cristiandad de los indios.
Tuvo S. M. cuidado de que sin los monesterios de religiosos que antes se habían hecho, se hiciesen otros de nuevo, como parece por la cédula siguiente:
El Rey.
«Nuestro visorey de la Nueva España e presidente del Audiencia Real que en ella reside: Bien sabéis cómo en la instrucción que os mandamos dar al tiempo que a esa tierra fuistes, hay un capítulo del tenor siguiente: «Y porque somos informados que el principal fructo que hasta aquí se ha hecho y al presente se hace en aquellas provincias en la conversión de los dichos indios, ha sido y es por medio de los religiosos que en las dichas provincias han residido y residen, llamaréis a los provinciales, priores y guardianes y otros prelados de las órdenes, o a los que de ellos a vos pareciere, y daréis orden con ellos cómo se hagan, edifiquen y pueblen monesterios, con acuerdo y licencia del diocesano, en las provincias, partes y lugares donde viéredes que hay más falta de doctrina, encargándoles mucho tengan especial cuidado de la salvación de aquellas ánimas, como creemos siempre lo han hecho, animándolos a que lo lleven adelante, y que en el asiento de los monesterios tengan más principal respeto al bien y enseñamiento de los dichos naturales, que a la consolación y contentamiento de los religiosos que en ellos ovieren de morir. Y se advierta mucho, que no se haga un monesterio junto cabe otro, sino que haya de uno a otro alguna distancia de leguas por ahora, cual pareciere que conviene, porque la dicha doctrina se pueda repartir más cómodamente por todos los naturales. Y para los gastos de los edificios de los dichos monesterios que así se ovieren de hacer, y quién y cómo los han de pagar, se os dará la carta acordada en el nuestro Consejo de las Indias.» E agora por parte de los religiosos de las órdenes de Santo Domingo y S. Francisco y S. Augustín de esa Nueva España me ha sido hecha relación, que si los monesterios que se oviesen de hacer en esa tierra oviese de ser con parecer de los prelados de ella, nunca se haría ninguno, y sería en gran daño de las dichas órdenes y perjuicio de la doctrina cristiana y de los privilegios que las órdenes tienen para poder libremente edificar monesterios adonde les pareciese convenir, y me fue suplicado lo mandase proveer y remediar, dando orden que los dichos monesterios se pudiesen edificar donde a vos pareciese, sin embargo de lo contenido en el dicho capítulo susoencorporado, o como la mi merced fuese. É yo túvelo por bien, por que vos mando que veáis lo susodicho y deis orden que se hagan monesterios en esa tierra en las partes y lugares donde viéredes que conviene y hay más falta de doctrina, sin que sea necesario acuerdo y licencia del diocesano, como por el dicho capítulo susoencorporado se os mandaba, por cuanto sin intervenir lo susodicho vos doy comisión para que vos lo hagáis y proveáis como viéredes convenir, guardando en todo lo demás lo contenido en el dicho capítulo, porque conforme a los privilegios concedidos a las dichas órdenes, no es necesaria licencia del diocesano para hacer los dichos monesterios. Fecha en la villa de Valladolid a nueve días del mes de abril de mil y quinientos y cincuenta y siete años.»
Esto mesmo encargó S. M. al provincial de la orden de S. Francisco de esta Nueva España por una su cédula y carta, fecha también en Valladolid a trece de enero de mil y quinientos y cincuenta y ocho años. Y lo mesmo entiendo también haría a los provinciales de las otras órdenes.
Cédula de S. M. para que no haya novedad, ni se ponga impedimento alguno a los religiosos en la administración de los sacramentos.
El Rey.
«Muy reverendo in Christo padre arzobispo de México, y reverendos in Christo padres obispos de Tlaxcala, y Michoacan, y Guajaca, y Nueva Galicia, y Chiapa, y Guatimala, del nuestro consejo, e a cada uno y cualquier de vos a quien esta mi cédula fuere mostrada, o su traslado signado de escribano público: A Nos se ha hecho relación que en el sínodo que hecistes y celebrastes en la ciudad de México el año pasado de mil y quinientos y cincuenta y cinco, después de concluido hecistes notificar a los religiosos de las órdenes de Santo Domingo y S. Francisco y S. Augustín que en eso partes residen, que no determinasen ningún caso de matrimonio de indios, sino que todos los remitiesen a vosotros o a vuestros provisores, habiéndose usado lo contrario de ello por la gran flaqueza de los indios y dificultad que hay en hacer las probanzas, las cuales no sería posible hacerse por la multitud de los casos que cada día se ofrecen, los cuales aún no bastan a determinar todos los religiosos de las dichas órdenes, con entender en ellos los que son lenguas, que pasan de doscientos, y me ha sido suplicado mandase que cerca de lo susodicho no se hiciese novedad alguna, e que libremente los dichos religiosos pudiesen determinar entre los dichos indios los casos de matrimonios, y administrar los sacramentos como hasta aquí lo habían hecho, y guardásedes cerca de ello los privilegios y concesiones que tenían del Papa Adriano VI y de León X, o como la mi merced fuese. Lo cual visto por los del nuestro Consejo de las Indias juntamente con el sínodo por vosotros hecho, y con las dichas bulas y privilegios, fue acordado que debía de mandar dar esta mi cédula para vos. E yo túvelo por bien. Por la cual os ruego y encargo que cerca de lo susodicho no hagáis novedad alguna, y guardéis sobre ello a las dichas órdenes de Santo Domingo y S. Francisco y S. Augustín sus privilegios y exenciones. Que por la presente mandamos al nuestro presidente y oidores del Audiencia Real de esa Nueva España que no consientan ni den lugar que a las dichas órdenes se les ponga impedimento alguno en lo que toca a la observancia y guarda de los dichos privilegios y exenciones, y se los hagan guardar y cumplir en todo y por todo, como en ellos se contiene. Fecha en la villa de Valladolid a treinta días del mes de marzo de mil y quinientos y cincuenta y siete años.»
Cédula de S. M. para que se les dé todo favor a los religiosos.
«Presidente y oidores de la nuestra Audiencia y Chancillería Real de la Nueva España: Bien tenéis entendido la obligación con que tenemos esas tierras y reinos de las Indias, que es procurar por todas vías y buenos medios la conversión de los naturales de ellas a nuestra santa fe católica. Y porque de esto, desde el primer descubrimiento de ellas, los religiosos que han estado y están en esa tierra han tenido y tienen muy especial cuidado, y así han hecho mucho fructo en la conversión y doctrina de los indios, y al servicio de Dios nuestro Señor y descargo de nuestra real conciencia conviene que tan santa obra no cese, y los ministros de ella sean favorecidos y animados, mucho vos encargo y mando que a los dichos religiosos de las tres órdenes que residen en esa Nueva España, de quien tenemos entera satisfacción que hacen lo que deben y se ocupan en la dicha doctrina y conversión con todo cuidado (de que Dios nuestro Señor ha sido muy servido, y los naturales muy aprovechados), les deis todo favor para ello necesario, y los honréis mucho y animéis, para que como hasta aquí lo han hecho, de aquí adelante hagan lo mesmo, y más si fuere posible, como de sus personas y bondad esperamos que lo harán. Y de lo que en esto hiciéredes, nos ternemos de vosotros por muy servido. De Madrid a diez y nueve de junio de mil y quinientos y sesenta y seis años.- Yo El Rey.»
Cédula del Rey Nuestro Señor para que se haga guardar un breve de Pío V, a pedimento de S. M. concedido a los religiosos de las Indias.
«Nuestro presidente e oidores de la nuestra Audiencia Real que reside en la ciudad de México de la Nueva España: Sabed, que Su Santidad, a nuestra suplicación, ha concedido un breve, por el cual da facultad para que los religiosos de las órdenes de Santo Domingo, y S. Francisco, y S. Augustín administren en los pueblos de los indios de esa tierra los santos sacramentos, como lo solían hacer antes del concilio tridentino, con licencia de sus prelados, y sin otra licencia, como particularmente lo veréis por el traslado del dicho breve, autorizado del arzobispo de Rosano, nuncio de Su Santidad, que en esta corte reside, que con ésta vos mando enviar, el original del cual queda en el nuestro Consejo de las Indias. Y porque al servicio de Nuestro Señor y nuestro, y bien de los naturales de esas partes, conviene que el dicho breve se guarde y cumpla, vos mando que luego que lo recibáis, lo hagáis saber al arzobispo y obispos de esa Nueva España y del districto de esa Audiencia, y proveáis que así ellos como los religiosos de las dichas órdenes, guarden y cumplan el dicho breve en todo y por todo, como en él se contiene, y contra el tenor y forma de él no vayan ni pasen, ni consientan ir ni pasar en manera alguna, Y para que así se haga y cumpla, hareis dar el despacho necesario. Fecha en el Escurial a veinte y un días de septiembre de mil y quinientos y sesenta y siete años.-Yo El Rey.»
Síguese el breve del Papa Pío V, con testimonio del nuncio, arzobispo de Rosano.
«Joannes Baptista Castaneus, Dei et Apostolicae Sedis gratia, Archiepiscopus Rosanensis, sanctissimi in Christo Patris et Domini nostri Domini Pii, divina Providentia Papae quinti, et praedictae Sedis, cum potestate Legati de latere, in Hispaniarum Regnis Nuntius, &c. Vidimus et diligenter inspeximus quasdam litteras apostolicas praedicti sanctissimi Domini nostri, in forma Brevis sub annulo Piscatoris, ad instantiam et suplicationem invictissimi atque serenissimi Domini Domini Philippi, Hispaniarum ac Indiarum maris Occeani, et utriusque Siciliae Regia Catholici expeditas, eidemque catholicae Majestati directas, et pro ejus parte nobis originaliter exhibitas, sanas siquidem et integras, non vitiatas, non cancellatas sut in aliqua earum parte suspectas, sed omni vitio carentes, quarum tenor talis est: A tergo: Charissimo in Christo filio nostro Philippo, Hispaniarum Regi Catholico. Intus vero:
Pius papa quintus. Charissime in Christo fili noster, salutem et apostolicam benedictionem. Exponi nobis nuper fecit tua Majestas Regia, quod juxta Sacri Oecumenici Concilii Tridentini decreta, nulla matrimonia, nisi praesente parrocho, aut de illius licentia, contrahi, nullusque religiosus absque episcopi licentia verbum Dei praedicare, ac secularium personarum confessiones audire, episcopi vero novas parrochias in locis ad invicem longe distantibus constituere possint. Quia tamen in partibus Indiarum maris Occeani religiosi (propter praesbiterorum defectum) hactenus officio parrochi functi fuerunt, et id quod ad conversionem Indorum attinet exercuerunt et exercent: ex quo non modicos sed maximos fructus, etiam verbum De eisdem India praedicando et explicando, ac confessiones audiendo, ad fidei catholicae propagationem fecerunt: dicta Majestas tua nobis humiliter supplicari fecit, quatenus ipsis religiosis (ut illi ad uberiores fructus in dicta conversione Indorum reportandum incitentur) in locis eis assignatis et assignandis, officium parrochi, matrimonia celebrando, et sacramenta ecclesiastica ministrando, prout hactenus consueverunt exercendi, et ab eorum superioribus in capitulis provincialibus obtenta licentia, verbum Dei praedicandi, et secularium confessiones de suorum superiorum licentia audiendi, facultatem concedere, aliasque in praemissis opportune providere de benignitate apostolica dignaremur. Nos igitur qui singulorum (praesertim catholicorum) regum votis ad divini cultos augmentum et animarum salutem tendentes, libenter annuimus, hujusmodi supplicationibus inclinati, omnibus et singulis religiosis quorumcumque (etiam mendicantium) ordinum in dictis Indiarum partibus et in eorumdem ordinum monasteriis, vel de eorum superiorum licentia extra illa commorantibus, ut in locis ipsarum partium eis de simili licentia assignatis et assignandis officium parrochi, hujusmodi matrimonia celebrando, et ecclesiastica sacramenta ministrando, prout hactenus consueverunt (dummodo ipsi in reliquis solemnitatibus dicti Concilii formam observent) exercere, et verbum Dei (ut praefertur) quatenus ipsi religiosi Indorum illarum partium idioma intelligant, de suorum superiorum licentia (ut praefertur) in eorum capitulis provincialibus obtenta, praedicare, ac confessiones audire, ordinariorum locorum et aliorum quorumcumque licentia minime requisita, libere et licite valeant, licentiam et facultatem auctoritate apostolica tenore praentium concedimus et indulgemus. Et insuper, ne in locis illarum partium, in quibus sunt monasteria religiosorum qui animarum curam exercent, aliquid per praedictos episcopos innovetur, cadem auctoritate et tenore statuimus et ordinamus, sic per quoscumque judices et commissarios quavis auctoritate fungentes (sublata eis et eorum cuilibet quavis aliter judicandi et interpraetandi facultate) judicari et definiri debere. Ac quicquid secu super his a quocumque quavis auctoritate scienter vel ignoranter attentari contigerit, irritum et inane decernimus. Mandantes nihilominus dilectis filiis Curiae causarum, Camerae apostolicae, generali auditori, et Beatae Mariae de Mercede, ac del Carmen extra et intra Muros Hispalenses monasteriorum, per priores gubernari solitorum, prioribus, quatenus ipsi vel duo aut unus eorum, per se vel alium seu alios, eisdem religiosis in praemissis, efficacis defensionis praesidio assistentes, faciant eos et eorum quemlibet, concessione, indulto, statuto, et ordinatione, ac aliis praemissis, pacifice frui et gaudere, non permittentes eos per locorum ordinarios et alios quoscumque contra praesentium tenorem quomodolibet molestari, perturbari, aut inquietari: contradictores quoslibet et rebelles per censuras ecclesiasticas, ac etiam pecuniarias poenas, eorum arbitrio moderandas et applicandas (appellatione postposita), compescendo, ac censuras ipsas etiam iteratis vicibus aggravando, interdictum ponendo: invocato ad hoc (si opus fuerit) auxilio brachii secularis. Non obstantibus praemissis, ac quibusvis apostolicis, ac in provincialibus ac synodalibus conciliis edictis generalibus, vel specialibus constitutionibus et ordinationibus, ac monasteriorum et ordinum praedictorum juramento, confirmatione apostolica, vel quavis firmitate alia roboratis, statutis, consuetudinibus, privilegiis quoque indultis, et in litteris apostolicis monasteriis et ordinibus praedictis, eorumque superioribus et personis, sub quibuscumque tenoribus et formis, ac cum quibusvis clausulis et decretis in contrarium quomodolibet concessis, approbatis, et innovatis: quibus omnibus, etiam si pro illorum derogatione sufficienti de illis eorumque specialis specifica et expresa mentio habenda, aut aliqua alia exquisita forma ad hoc servanda foret, tenores hujusmodi, ac si de verbo ad verbum, nihil penitus ommisso, et forma in eis tradita observata, inserti forent, praesentibus pro sufficienter expressis habentes, illis alias in suo robore permansuris, hac vice dumtaxat specialiter et expresse derogamus contrariis quibuscumque, aut si aliquibus communiter vel divisim ab eadem sit sede indultum, quod interdici, suspendi, vel excommunicari non possint per litteras apostolicas, non facientes plenam et expressam ac de verbo ad verbum de indulto hujusmodi mentionem. Et quia difficile foret praesentes litteras ad singula quaeque loca, in quibus de eis fides forsam facienda foret, deferre, etiam volumus, et eadem auctoritate apostolica decernimus, quod illarum trassumptis, manu notarii publici subscriptis, et sigillo alicujus personae in dignitate ecclesiastica constitutae munitis, in judicio et extra, ubi opus fuerit, eadem prorsus fides adhibeatur, quae praesentibus adhiberetur, si forent exhibitae vel ostensae. Datis Romae apud sanctum Petrum, sub annulo Piscatoris, die vigesima quarta Martii, anno millesimo quingentesimo sexagesimo septimo, Pontificatus nostri anno secundo.»
F. De torres.
«Quibus quidem litteris apostolicis originalibus per nos reverenter receptis, illas ad instantiam praedictae catholicae Majestatis per notarium publicum infrascriptum transsumi et exemplari mandavimus, decernentes ut huic publico trasumpto eadem fides adhibeatur, quae eisdem originalibus adhiberetur, si forent exhibitae vel ostensae. Quibus omnibus et singulis, auctoritatem nostram pariter et decretum interponimus, harum testimonio litterarum, manu nostra subscriptarum, sigillique nostri impressione, et infrascripti notarii subscriptione munitarum. Datae in oppido Madrito, Toletanae dioecesis, decimaquarta die mensis Septembris, anno a Nativitate Domini millesimo quingentesimo sexagesimo septimo, indictione decima pontificatus praedicti sanctissimi in Christo Patris et Domini nostri, Domini Pii, divina Providentia Papae quinti, anno secundo. Praesentibus ibidem Dominis Aloysio Busdrago, clerico messinensi, et Joanne Matheo de Floria in eodem oppido commorantibus, testibus ad praemissa rogatis.-Jo. Bap. Archiep. Rosanen., Nuntius.-Et quia ego, Franciscus de Villadiego, segoviensis, publicus apostolica et regia auctoritatibus, necnon regalis Hispaniarum capellae notarius, praemissis omnibus interfui: ideo hic me subscripsi rogatus et compulsus.-Franciscus de Villadiego, Notarius.»
El romance de este breve no se pone aquí por abreviar, porque para los que no entienden latín, basta lo que declara la cédula del Rey nuestro señor, a cuyo pedimento se concedió, la cual es ésta que se sigue:
Cédula de S. M. para que el dicho breve de Pío V se publique con solemnidad en esta Nueva España.
«Presidente e oidores de la nuestra Audiencia Real que reside en la ciudad de México de la Nueva España, y otras nuestras justicias de ella, y a cada uno y cualquier de vos a quien esta mi cédula fuere mostrada, o su traslado signado de escribano público: Bien sabéis o debéis saber cómo Su Santidad, a nuestra suplicación, concedió un breve para que los religiosos de los órdenes mendicantes de las nuestras Indias puedan administrar los santos sacramentos en todos los pueblos de indios, según y de la manera que lo hacían antes del sacro concilio tridentino. Y porque al servicio de Dios nuestro Señor, y nuestro, e para evitar disensiones y discordias entre las dichas órdenes y los clérigos que en esas partes residen, y para que los indios naturales entiendan que sin recelo ni temor pueden acudir a los dichos religiosos de las dichas órdenes para el efecto en el dicho breve contenido, conviene que el dicho breve se publique en toda esa Nueva España, vos mando a todos y a cada uno de vos, que luego que esta nuestra cédula vos sea notificada por parte de alguno de los dichos religiosos de las dichas órdenes, hagáis publicar e publiquéis el dicho breve en las partes y lugares que conviene, con toda solemnidad, por pregonero e con testimonio público, de manera que venga a noticia de todos, que de ello seré servido. Fecha en Galapagar a quince de enero de mil y quinientos y sesenta y ocho años.-Yo El Rey.-Por mandado de S. M., Francisco de Erasso.»
Capítulo XXXI
Del daño que se ha seguido después que las órdenes no se justas para dar aviso a nuestros Reyes Católicos de las necesidades de los indios
Por las reales cédulas aquí referidas se conoce bien claro el cristianísimo pecho y el solícito deseo y cuidado que el rey D. Felipe nuestro señor siempre ha tenido en acudir a su obligacion cerca de la doctrina y enseñamiento de los indios en las cosas de nuestra santa fe católica y vida cristiana, pues que teniendo bien entendido (como S. M. lo confiesa) que esto principalmente dependía del ministerio de los religiosos, a esta causa les mostraba y daba los favores que por sus palabras parecen, como medio muy necesariopara animar y esforzar a los obreros de tan pesada y trabajosa obra, como es la que los religiosos celosos del servicio de Dios y bien de los prójimos han ejercitado en esta tierra, teniendo por contrarios a todos los demonios del infierno y a todos los hombres hijos del siglo, tratando con gente y por gente que de su parte apenas tienen un soplo de aliento, sino que de su casa o cosecha lo han de poner todo sus valedores. Y bien se echa de ver la falta que hicieron estos favores después que faltaron de veinte y tantos años atrás en la cristiandad de los indios, que en todo este tiempo siempre ha ido de caída, y ellos a menos. Y esto no por falta de voluntad en la real persona, sino por no ser avisado en la manera que solían los reyes, de las cosas que en estas partes tienen necesidad de remedio, para descargo de su real conciencia, por cuyo medio se conservaron los indios de esta Nueva España, y de otras partes, que perecieran del todo, como los de las islas. Esta manera de aviso era una cuerda o cordón de tres ramales, que el Espíritu Santo dice ser difícil de romper, y así ataba y obligaba al corazón del católico rey, de suerte que no podía dejar de dar crédito al aviso que por tal vía se le daba. Y era que los provinciales de las tres órdenes de Santo Domingo y S. Francisco y S. Augustín se congregaban cada uno con sus cuatro difinidores, y conferían sobre las tales cosas que pedían remedio, y aquello que de su consulta resultaba ser conveniente y necesario, escrebíanlo juntamente a su rey, enviándolo firmado de sus nombres. Y como era parecer de quince personas, y a veces diez y seis con el comisario general de los Franciscos (que con razón se había de presumir eran de los más eminentes de la tierra en ciencia, religión y santidad de vida), ¿qué rey cristiano había de dejar de aceptarlo y parecerle bien? De este funículo o ligadura que Dios había dado por medio para mucho bien de esta tierra (como en los principios de su conquista se causó), tuvo envidia nuestro adversario el demonio, y viendo que estando el cordón torcido, era dificultoso de romper (según Dios lo tenía dicho), dio orden cómo se destorciese, y cada ramal quedase por su parte. Y para este efecto, tomó por instrumento algunas personas del real consejo en tiempos pasados, dándoles a entender no era bien que los frailes tuviesen tanta mano ni tanto crédito con el rey, y que donde ellos estaban no eran menester otros gobernadores (que este título les daban por ser avisadores), y juntamente dio una traza (que bien pareció salir de su aljaba), y fue que uno de los dichos señores (según pareció) concertándose en esto y en otras cosas (no de remedio de pobres) con un principal personaje, hizo que entrase en un capítulo de los frailes Franciscos (donde yo me hallé por capitular), y con título de muy devoto de aquella orden, mostró mucho sentimiento de un yerro dañoso en que los veía, que se juntaban con los frailes Dominicos y Augustinos para escrebir al rey y a su consejo a España. Porque decía: «¿Qué tienen que ver, padres, los negocios del fraile Francisco con los del Dominico y Augustino? Vosotros no tenéis que tratar sino del amparo de los indios y del favor para su doctrina, porque ni tenéis renta ni haciendas, raíces ni muebles. Ellos las tienen, y es lo principal que han de tratar y pretender, como yo y los otros seglares. Pues ¿qué provecho puede traer esto para vuestra pretensión, sino mucho daño, haciéndoos un cuerpo con ellos para tratar de negocios, y más ante el rey que mira estas cosas con mucha advertencia?» Adviértase pues (digo yo) la paliada cautela que el astuto demonio buscó para destorcer y desbaratar el funículo triplex por medio de aquellos buenos hombres, que es de creer tendrían buena intención, mayormente el que propuso la plática, que lo propuesto sentiría así como lo decía. Aunque en buena consideración, bien cabía tener entendido, que cuando las tres órdenes escrebían al rey de consuno, no tratarían de sus haciendas y heredades, sino sólo lo que tocaba a la conservación y cristiandad de los indios (como ello era así verdad); pero debió de bastar aquel color y aparencia de fuera, o no sé si alguna otra ocasión de descuido, pues hemos visto que después acá nunca se han dado al rey los tales avisos por parte de las tres órdenes, como solían, y ésta ha sido la causa de faltar el remedio de las cosas en que se debiera y pudiera proveer, y de haber aflojado el buen celo y espíritu de los ministros, y por consiguiente de haber descaecido mucho la cristiandad de los indios. Mas no es de pasar por alto lo después sucedido, que en muy breve tiempo envió nuestro Dios sobre estas dos personas bien recio castigo. Si fue por esto o por otras culpas, o juntamente por esto y por lo otro, dejémoslo a su divino saber, cuyos juicios son secretísimos. Lo que oimos fue, que el consiliario, que por ventura no deseaba agradar tanto a Dios como al rey, cayó en su desgracia, y murió de pena por una muy justa reprensión que le dio, y el personaje que propuso la plática se vió casi perdido del todo, y fuera perdido mucho más deveras, si su buena ventura no lo escapara, junto con la real magnificencia. Y si Dios envió este castigo por lo arriba dicho, bien cuadra en este lugar su amenaza que hace por el real profeta, diciendo: «No queráis trampear contra mis profetas, ni tocar a mis sacerdotes.» Como quien dice: «porque lo tengo de castigar con mucho rigor.» Mas por esto que he dicho (que son ejemplos de que todos nos debemos aprovechar), no consiento caer en desgracia con los señores del Real Consejo a quien esto no toca, pues en caso que fuera murmuración (lo que Dios no quiera, sino relación de lo que pasa), siendo de uno o de dos, no perjudica a todos los de aquel oficio o estado. Salvo que en los frailes falta esta regla, que si uno hace una travesura o cae en algun descuido o flaqueza, luego dicen ser mala gente los frailes, que hacen tal o tal cosa, como si todos lo ovieran hecho, según lo que se dice de los ratones, que royendo uno solo el queso, luego dicen que los ratones lo comieron. Bien se sabe que en todos los reales consejos ha habido y hay varones rectísimos y de gran cristiandad; mas en algunos puede haber quiebra, que si todos fueran santificados, ni oviera licencia para tocar en alguno, ni nuestro católico rey oviera sido tan desdichado en la confianza que ha hecho de privados y consejeros con haber sido el rey más digno del mundo, de que se le guardara fidelidad por su extremado celo y deseo de acertar en todo, con que a los demás ha hecho ventaja. Cosa mucho de llorar y sentir los que tienen hambre y sed de la justicia, que siendo el rey tan justo y bueno, no halle lealtad en todos sus vasallos. ¡Oh príncipe de España, que habéis de comenzar a reinar de nuevo, pues Dios os proveyó de tantos reinos y señoríos para los gobernar, proveaos también de la sabiduría que para gobernar los suyos dio al rey Salomón, porque no quiso pedir otra cosa! Y baste que os provea de aquella prudencia y celo de bondad y rectitud que comunicó a vuestro padre, con tal que os provea de fieles consejeros que más os ayuden a salvar vuestra ánima, descargando vuestra real conciencia, que a augmentar vuestro patrimonio y hacienda. ¡Oh falsos servidores y inicuos aduladores, que engañáis a los reyes so color de servirles, con infernales trazas de augmentarles las rentas, y buscáis solos vuestros intereses y mejorías, destruyéndoles sus vasallos y reinos! Destruya Dios vuestras trazas y consejos, como destruyó el consejo de Achitophel que daba a Absalon contra su padre David. ¡Oh senadores de los reales consejos, pues sois padres y patronos de la república, compadeceos de vuestra patria España! Y pues Dios en nuestros tiempos la puso en la cumbre de los reinos del mundo, no seáis vosotros causa de su ruina y caída por vuestros particulares provechos, ni menos por los temporales del rey. Considerad que aquel Señor por cuya ordenación y providencia los reyes reinan, y los príncipes tienen imperio, y los poderosos determinan las causas de la justicia, aun a los infieles conservó en la monarquía y señorío del mundo, mientras tuvieron celo del bien común, renunciado el suyo particular, como se verificó en los romanos. Mas en dando en cobdicia de proprios intereses, a la hora los derribó de la alteza en que estaban y los subjetó a extrañas naciones. Y si no os mueve el celo y amor de vuestra patria, muévaos la estrecha cuenta que habéis de dar a Dios, rumiando aquellas palabras con que su divina sabiduría espanta y atemoriza a los jueces que en sus oficios no hacen el deber, diciendo: «Oid vosotros los que mandáis al mundo y os dais contento en el mando de muchas gentes; sabed que el poder y autoridad que tenéis, os fue dado del Altísimo Señor, el cual inquirirá vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos. Y porque siendo ministros de su reino no juzgastes rectamente, ni guardastes la ley de la justicia, ni anduvistes según la voluntad de Dios, en breve y con espanto veréis cómo se hará durísimo castigo en aquellos que gobiernan, porque al pequeño se le concede misericordia, mas los poderosos poderosamente serán atormentados.» Por esto no sin causa avisa el Espíritu Santo por el profeta a los que tienen cargo de gobierno, que sirvan al Señor en aquel su ministerio con temor y temblor. Y si con temor de errar y por ello desagradar a Dios se deben recebir los cargos de gobierno (según este sano consejo), ¿con qué temor debría aceptar el gobierno de Indias, desde la corte de España, el que nunca las vio, ni sabe de qué color son, salvo el color de la plata y de otras preseas que de Indias llevan? D. Martín Enríquez, siendo virey de esta Nueva España, se mostró uno de los prudentes, avisados y entendidos hombres de su tiempo, que parecía no se le escondía persona en esta tierra que no supiese quién era y cómo vivía. Y con ver por momentos indios y tratar cada día con ellos dentro en su palacio (porque nunca salía de México), cuando llegó su sucesor el conde de Coruña, se recogió en un monesterio de nuestra orden en pueblo de indios, mientras se le hacía tiempo y cómodo de embarcar para el Pirú, y por las tardes se salía a pasear a pie por las calles del pueblo, y entraba por curiosidad en las casas de los indios, y veía y notaba, preguntando y inquiriendo toda su manera de vivir, y en la iglesia veía también el modo que se tenía en doctrinar y sacramentar a los chicos y a los grandes, y el concierto que en todo tenían cuatro religiosos que allí moraban, como si fuera un convento de cuarenta. Y después que lo vio todo y consideró, confesó que nunca tal había entendido ni imaginado, y que todo aquello que veía era para él tan nuevo como si nunca oviera venido a Indias ni asistido en estas partes. Y cobró de allí tan grande afición y devoción, que llegando al Pirú envió a pedir una instruccion del modo que acá teníamos en doctrinar a los indios, así a los niños como a los adultos, y yo que esto escribo se la envié, y me lo agradeció. Y si volviera a gobernar la Nueva España, por ventura se oviera de otra suerte con los indios. ¿Cuánto más ignorarán este gobierno los que tan lejos están de tratar cosas de indios por vista de ojos? Verdaderamente es cargo peligrosísimo y mucho de temer, y más para los que tienen temor de Dios y cuenta con sus almas. Puedo decir, y gozarme de ello, que tuve en diversos tiempos, proveídos en aquel consejo dos bien cercanos parientes, padre y hijo de un mesmo nombre, que por seguir el orden de sus provisiones entraron en aquella plaza tanto contra su voluntad y con tanto temor (por tenerlo grande de sus conciencias), que para mí tengo, pidieron a Dios acabar la vida antes que meterse en el golfo de negocios de Indias, pues tan en breve se lo concedió, que apenas fueron proveídos, cuando se los llevó para sí y sacó del mal mundo. Y así entiendo que ni del uno ni del otro se hallará firma en determinación de causas indianas. Y porque me pareció éste un ejemplo que no se debía callar, lo puse por conclusión de este capítulo.
Capítulo XXXII
Del modo que se tuvo en juntar los indios en las fiestas para su doctrina y para la misa, y el que ahora se tiene
A los principios cuando esta Nueva España se conquistó y allanó, por andar los españoles tan embebecidos y absortos en la cobdicia de las cosas temporales, y descuidados de la buena policía de la república, se hicieron dos yerros bien dañosos para la cristiandad de españoles y indios, y para la conservación de estos últimos. El uno fue no juntar generalmente a todos los indios en pueblos formados, ciudades, villas y aldeas, puestos por su traza de calles y solares, lo cual entonces se pudiera hacer con mucha facilidad, porque no era menester más que mandarlo a los señores y principales que gobernaban sus pueblos, que no fuera dicho cuando fuera cumplido. Y si se oviera hecho, cosa clara es que estuvieran los indios más dispuestos y más a mano para ser instruidos de los ministros de la Iglesia en las cosas de la fe, doctrina y costumbres cristianas, y ayudados con los santos sacramentos al tiempo del menester, y curados en sus enfermedades, y más amparados en sus personas y bienes temporales con la sombra de los sacerdotes, y estuvieran menos ocasionados para vicios y malos ritos (si algunos les quedaban de su pasada infidelidad), y también más a mano para ser gobernados y hallados de los ministros de la Real Justicia, en lo que toca al régimen de su república. Verdad es que algunos y no pocos de los religiosos miraron en esto, y lo advirtieron a los que gobernaban, y con su favor (sobre todos los cuidados y trabajos que tenían en lo espiritual) se esforzaron a juntar los indios en poblaciones, cada uno a do residía, y así se hicieron muchas, como las hay el día de hoy, que todas fueron hechas por su mano; mas no fueron generales, sino particulares en cual o cual parte, y allí aún no de todos los indios, porque quedaban muchos derramados, y a veces lo dejaban por no tener favor, como me pudiera acaecer a mí, si no tuviera el del virey, en unos pueblos que junté, donde algunos indios rebeldes acudieron a un oidor, natural de Galicia, que rogándole yo no diese oidos en aquel caso a los indios, declarándole el mucho bien que se les hacía en juntarlos, me respondió que no había para qué hacer fuerza a los indios que no querían juntarse, sino estarse derramados adonde los dejaron sus padres; que también en su tierra y en la mía estaban las casas o caserías cada una por sí, y esparcidas por cerros y valles, y no por eso dejaban de ser cristianos. Parecióme que no era razón ni comparación que corría, por la diferencia que hay de cristianos tan ranciosos a los recién convertidos. Cuánto más considerando que los cristianos de las montañas, si estuvieran juntos en poblaciones, no dejaran de alcanzar más cristiandad y tener mejor policía. Y a esta causa no dejé de proseguir mi obra, y con el favor de Dios, y el que tenía del buen virey, salí con ella. Y esto sea cuanto al primer yerro. El segundo fue no hacer también luego pueblos formados de españoles, donde vivieran por sí, sin revolverse con los indios, pues entonces se pudiera hacer con facilidad, y ahora ya me parece que no lleva remedio, pues se ha deseado y buscado el medio y hasta ahora no se ha hallado. El licenciado Juan de Ovando, siendo Presidente del Consejo de Indias poco más adelante del año de setenta, entre otras cosas tocantes a esta tierra, me preguntó qué modo se podría tener para que se hiciesen poblaciones de españoles en ella, sin perjuicio de los naturales. Yo le dí la respuesta por escripto, no confiando de mi lengua; mas ni ella ni otra debiera de ser ya de provecho, por estar lo uno y lo otro todo revuelto y confuso. Para mucho fue D. Francisco de Toledo, pues siendo virey fue bastante para ponerlo por obra en los reinos del Perú, donde dicen que todos los españoles están poblados en poblaciones por sí, y no mezclados con los indios, y esto no ha muchos años que se hizo. Y si en esta Nueva España se oviera hecho esto, los indios se conservaran y no se fueran acabando como se van, porque es cosa sabida y cierta, que los peces grandes andando revueltos con los pequeños, se los van comiendo, y en poco tiempo los consumen y acaban. Y demás de esto, los españoles fueran más cristianos de lo que ahora son, particularmente los que viven fuera de México y de la Puebla y de otras pocas poblaciones que tienen fundadas. Porque los que andan entre los indios, casi generalmente es la mayor lástima y confusión del mundo ver como viven, y el daño que (demás de lo temporal) hacen en lo espiritual a los pobres indios, así con sus malos ejemplos, como en estorbar la doctrina y buen concierto que para la salvación de sus almas tuvieran, si los españoles no estuvieran mezclados con ellos. Y esto se entenderá claramente de muchas cosas que se tocan en esta Historia, y ahora en particular contando el modo que los indios solían tener en el acudir a la iglesia los domingos y fiestas, y el que ahora se tiene, que para sólo éste efecto he traído este largo preámbulo. Es, pues, de saber que en los tiempos pasados de la sinceridad de los indios, cuando estaban obedientes a lo que para su aprovechamiento ordenaban sus eclesiásticos ministros, puesto que no estuviesen juntos en poblaciones sino derramados, los centenarios y veintenarios, el día antes de la fiesta daban vuelta cada cual por todo el barrio que tenía a su cargo, muñendo la gente y apercibiéndola que se acostase con tiempo, porque era día de madrugar y ir con alabanzas al templo y casa de Dios, a pagarle el servicio que se le debía. Después de maitines, a las dos o tres de la mañana, tornaban estos mesmos a dar vuelta por sus barrios, despertando la gente y llamándola con grandes voces, que saliesen a juntarse en el lugar que para ello tenían diputado en el mesmo barrio, para ver y reconocer si estaban allí todos. Juntos en aquel lugar, por lo menos a las cuatro, tomando de allí el camino de la iglesia, puestos en orden a manera de procesión, los hombres en una hilera y las mujeres en otra, guiándolos un indio que iba delante con un estandarte o bandera que cada barrio tenía de tafetan colorado con cierta insignia de algún santo que tomaban por abogado, iban cantando a veces himnos de la fiesta o santo que se celebraba, o de Nuestra Señora, si el barrio tenía cantores (que en aquellos tiempos no faltaban), y a veces la doctrina cristiana, que todos la tenían puesta en canto, y así llegaban a la iglesia. Era una cosa ésta de tanta devoción, que como algunos de los frailes se quedaban orando en el coro hasta la mañana, y los indios iban entrando por el patio de la iglesia con aquella música de divinas alabanzas un barrio tras otro, levantaban el espíritu a los que los oían, y a unos hacían trasportarse en Dios y a otros derritirse en lágrimas de excesiva alegría, considerando las grandes misericordias que el Señor en tan breve tiempo había obrado en aquellas sus criaturas, que pocos años atrás andaban ocupados de día y de noche en sacrificarse a sí mesmos y a sus prójimos a los demonios, y ahora venían desvelados y alegres en el alba del día, cantando alabanzas a su Criador. Y nadie se engañe pensando que estas madrugadas les harían daño a su salud corporal, porque ellos estaban usados a andar lo más de la noche por los cerros y templos de los ídolos haciéndoles mil maneras de sacrificios y servicios; cuanto más que cuando así madrugaban para venir a la iglesia, vivían más sanos, y después que emperezaron y dejaron de madrugar, cobraron más enfermedades. Cuando llegaban al patio hacían oración al Santísimo Sacramento, arrodillados ante la puerta de la iglesia, y aunque no hiciese mucho frío, por ser de mañana hacían muchas hogueras de fuego, donde se calentaban los principales. La gente se iba asentando, los hombres en cuclillas (según su costubre) por rengleras, y las mujeres por sí, y allí los contaban por unas tablas donde los tenían escriptos, y los que faltaban íbanlos señalando para darles su penitencia, que era media docena de azotes en las espaldas. Contados todos, levantábanse de allí y íbanse a asentar delante la capilla donde se había de decir la misa y se les había de predicar, poniéndose los hombres todos a la parte del evangelio, y las mujeres a la de la epístola, y antes que se predicase el sermón, poníanse dos niños o dos mozos o viejos en pie (según lo que cada ministro tenía ordenado en su districto), de espaldas al altar y el rostro al pueblo, y comenzaban a decir la doctrina cristiana en alta voz, respondiéndoles el pueblo palabra por palabra. Decíanla dos veces (si tardaba el predicador en subir al púlpito), aunque lo común era decirla una vez, y luego salía el predicador, y puesto en el púlpito que estaba aparejado, les echaba las fiestas o ayunos que había entre semana, y luego les predicaba una hora, antes menos que más, y acabado el sermón, inmediatamente se comenzaba la misa, y después de dicha se iban a sus casas; de suerte que todos los oficios se acababan entre las ocho y las nueve, antes que calentase el sol, salvo en las grandes festividades, que se celebraban con más solemnidad. Esto era antes que los españoles entrasen en los pueblos de indios y se mezclasen con ellos, y aún duró algún tiempo después, que estuvieron juntos, hasta que con la frecuente comunicación se vinieron a malear, tomando las ruines costumbres que veían en algunos, y eran las más comunes (por ser la gente española que se mete entre los indios por la mayor parte de poca suerte), y no tomando las buenas de otros, que siempre los hay tales entre muchos, porque es natural a la flaqueza humana inclinarse antes a lo malo que a lo bueno. Y entre los demás usos que los indios han pretendido mudar, tomando el de los españoles, ha sido no venir por orden, cuenta y razón a la iglesia, sino cada uno como y cuando se le antojare, que para ellos no puede ser mayor perdición. Y en algunas partes cuasi han salido con ello, que no basta diligencia ni quebrantamiento de cabeza del ministro para hacer que se junten, sino que han de venir los que quieren a las diez o más tarde, cuando no es posible que tengan doctrina ni sermón, porque es ya hora de comer, y esto pasa a do los ministros de la Iglesia o son ellos mesmos descuidados o no tienen favor de los corregidores (porque de estos son muy pocos los que acuden a favorecer la doctrina), o no se atreven a castigar los indios porque no les levanten algun traspié. Mas a do hay favor de la Real Justicia (como el mesmo virey lo ha dado estos años en la ciudad de México, enviando alguaciles y intérpretes de su lengua que se hallen presentes al contar de la gente), todavía se juntan, aunque no tan de mañana como solían, ni viniendo en ordenanza y cantando (que esto totalmente se perdió), y ya que están juntos, de mala gana responden a los que dicen la doctrina, si no son algunas mujercitas devotas; pero a los hombres no hay sacarles palabra, salvo si es el mesmo ministro el que se la dice, como yo por esta causa tengo costumbre de hacerlo. Otra devotísima costumbre se ha perdido del todo a doquiera que entre los indios hay españoles, y era que en tañiendo a la Ave María en cada barrio del pueblo, todos los vecinos de él que se hallaban en sus casas, salían a juntarse en un humilladero que cada barrio tenía en medio de la vecindad, y allí decían la doctrina cristiana en canto; que demás de la devoción que ponía a los que la oían, era de muy gran provecho para que ninguno dejase de saber lo que es obligado de la ley de Dios, y lo que cumple a su salvación. Harta lástima es que en Yucatán y Guatimala y en lo del Perú estén los españoles poblados por sí, y los indios por sí, y que en esto de México, donde a razón hubiera de haber más orden y concierto, no haya esto llevado remedio.
Capítulo XXXIII
De muchos daños que la frecuente comunicación de los españoles ha causado a los indios para su cristiandad
Son tantos los inconvenientes que se han seguido y daños que se han recrecido a los indios para su cristiandad, de estar mezclados los españoles con ellos, que no sé quién podría bastar a contarlos. Mas aunque no sean todos, relataré yo aquí los que me pudiere acordar, para que los que tuvieren celo del servicio de Dios y bien de las ánimas, eviten o remedien los que buenamente pudieren. Cierto es que el mayor mal que se puede pegar a los indios en ruines y depravadas costumbres, antes será de gente soez y baja, que de gente noble y bien morigerada, y como los españoles, demás de ser muchos los que se meten entre indios (como arriba dije), faltos de cristiandad y policía moral, juntamente con esto siempre tienen en su compañía negros y mulatos, y mestizos de diversos géneros y mixturas, no es menos sino que de su cuotidiana comunicación y trato se les pegue a los indios la principal roña de vicios, así en palabras como en obras, en atrevimiento y desvergüenzas, en malicias y ruindades, y en todo aquello que aparta del temor de Dios y respeto y vergüenza de los hombres. Los indios, puesto que fuesen flacos y pecadores (como todos lo somos), tenían una manera de hipocresía o recato, no queriendo que los tuviesen por tales, ora fuese por miedo, ora por vergüenza o por lo que ellos se saben. Y a esta causa, para cometer una flaqueza o pecado, no se fiaran de conocido, ni amigo, ni de su proprio padre, como comúnmente se dice. Ahora lo que han deprendido los que andan a la escuela de estas diversas generaciones, es no sólo pecar sin temor ni vergüenza, mas aún hacerse gavilla, y saberse concertar y ayudar unos a otros para sus malos recados, y preciarse y alabarse de ellos, y aun de lo que no hicieron, infamando mujeres doncellas y casadas. ¿Qué indio se atreviera en tiempo de su infidelidad a hurtar una mujer ajena, y llevársela por ahí adelante con tanta disimulación y seguro como si fuese propria suya? No hubiera quien tal hiciera, porque sabía que no le había de costar menos que la vida, y que no podía huir a do no lo cogiesen. Ahora como han visto que sin pena se las quitan a ellos o a sus vecinos o deudos, hay millares de ellos que hacen lo mesmo. El indio, si hurtaba, era ladrón ratero (trato después de cristiano, que en su infidelidad pocos se atrevieran a hurtar); mas después que han tomado atrevimiento con el ejemplo de españoles y de esotras gentes, tan buenos ladrones se van haciendo como ellos, y algunos ya salen a saltear en los caminos, y son estos los que se crían en los obrajes, que yo no sé en qué conciencias de hombres cristianos pudo caber consentir que en pueblos de indios se pusiesen semejantes cuevas de ladrones, ni sé cómo las dejan pasar adelante, hallando en todas las visitas que les hacen tantas maldades, que por ellas merecían les pusiesen luego fuego y abrasasen, y que no quedase memoria de obrajes. Cuanto más, que si son necesarios para la república, podríanse poner todos en pueblos de españoles y vedarlos en los de los indios. Los dueños de ellos son los mayores ladrones, pues hurtan y saltean a los hombres libres, y los encierran y los tienen captivos como en tierra de moros, y los indios que allí se crían, entrando y saliendo, roban las casas de los vecinos del pueblo si se descuidan. Cuando los indios no conocían españoles o criados de españoles en sus pueblos, no tenían puertas en sus casas, ni temor que en ellas les faltase alguna cosa, aunque todos fuesen a la iglesia sin dejar alguna guarda. Ahora ni les bastan puertas, ni cerrojos con llave, porque se las abren o les saltan las paredes por ser bajas, y así es menester que quede la mitad de la gente los domingos y fiestas sin oír misa a guardar sus casas, so pena de hallarlas vacías de lo que tienen. Preguntará alguno: «¿pues estos indios de los obrajes, o gañanes, o criados de españoles, no oyen misa? ¿no están en aquel tiempo en la iglesia?» Digo que no están en la iglesia, sino donde ellos quieren y como quieren, porque en siendo criados de españoles, tienen licencia para vivir en la ley que quisieren, sin que haya rey ni Roque que se lo pueda estorbar, como gente que no entra en cuenta de los que por cuenta y razón, orden y concierto son regidos en el pueblo. Uno de los mayores daños que la compañía de los españoles hace a los indios es mediante el vino, que por ser ellos inclinados a beberlo, sirve de reclamo y alcahuete para hacer los españoles cuanto quisieren de sus personas y bienes. Y así el ordinario entrar del español por convecino de los indios, es con una pipa de vino por delante, y acaece en algún pueblo de indios, a do no residen más de doce o quince españoles, ser todos ellos taberneros, o pocos menos. Los males que de aquí han sucedido y cada día suceden, nadie los podrá contar; matarse los mesmos compañeros y amigos unos a otros después de haber bebido, sin saber lo que se hacen; matar también muchos a sus inocentes mujeres, porque con el vino comúnmente son furiosos. El aporrearlas y herirlas, es el pan de cada día, venderles sus ropillas para beber, y cuando otras no hay, las suyas proprias y cuanto pueden apañar. Las mesmas mujeres casadas y por casar, acudir a las tabernas y venderse por el vino. Consumir la gente principal en este ejercicio sus tierras y casas es lo de menos, porque acabado el caudal piden prestado a españoles para beber, y no teniendo de qué echar mano, pagan las personas sirviendo en algún obraje. Muchos se hacen haraganes, que no puede aprovecharse de ellos su república, dando en jugar y guitarrear, que éste es un artículo de la doctrina que en la escuela de los españoles han aprendido. ¿Quién nunca imaginara que no solos los indios, sino que también las indias mujeres habían de jugar a los naipes y saber tañer guitarras? De¡juego pocas serán, pero de hacer y tañer guitarras en pueblos grandes, entiendo son más de las que sería menester. Demás de esto, hácense los españoles casamenteros de los indios, ordenando el casamiento de fulano con zutana, como más les cuadra, para servirse de ellos, persuadiéndoselo a los mesmos por la facilidad que tienen, y llévanlos a la iglesia, y quieren que el sacerdote, unos sin saber el Credo ni parte de él, otros sin examen ni averiguación de impedimentos, luego se los case. Y lo que de aquí sucede es, que como el casamiento no salió de su aljaba de ellos, en breve tiempo se desamparan y cada uno de ellos va por su parte. Y hartas veces se halla que él o ella eran casados en otro pueblo. Pues si venimos a malas costumbres de palabras y vicio de la lengua, es cierto que una de las cosas de que los indios carecían era ésta, que no sabían qué cosa era jurar, ni maldecir, ni encomendar al demonio, y como entre los viejos cristianos, y más particularmente entre las mujeres, anda este lenguaje tan disoluto, váseles tanto pegando, que es compasión oírlo. Y no menos ver la mudanza que hay en la crianza de los niños y muchachuelos hijos de los indios de lo que solía, para quien los vio en otro tiempo criarse con una sinceridad, mortificación, obediencia y respeto, que no podía ser más en novicios de cualquiera religión, y con tanto seso y reportación desde niños de cuatro o cinco años, como si fueran viejos de cincuenta, que no parecían sino unos ángeles del cielo; tanto, que viendo los frailes cómo a los indios grandes era tan común el tomarse del vino, platicando sobre ello, solíamos decir: «Verdaderamente estos niños habían de ser los alcaldes y regidores de los pueblos, porque en esta edad tienen el seso y madureza que se puede desear, y después lo pierden por el mucho beber.» Esto solíamos sentir de los indezuelos cuando chiquitos, y no deja de haber algunos de ellos en estos tiempos. Mas ya como nuestros españoles lo tienen todo cundido, y no hay cuasi pueblo ni rincón a do no los haya, como con sus hijos (que hacen mil travesuras y tienen diferentes costumbres) se crían revueltos los de los indios, y tratan unos con otros, pierden su natural encogimiento y cobran osadía y atrevimiento, no para cosas de su salud, sino de su perdición. Y aunque los daños contados son de mucha entidad, concluiré con uno de que se hace poco caso, y a mi pobre parecer habría de ser cuidado de inquisición el remediarlo, por tocar a la honra, acatamiento y reverencia que se debe a nuestro altísimo Dios, y es la poca con que muchos españoles y españolas en los pueblos de indios están en los divinales oficios, ya que vienen tarde y por mal cabo, porque están parlando y tratando ellos sus negocios y contratos, y ellas sus chismerías y burlerías, y esto es ya muy común, y no como quiera, sino que las que pueden tomar primero lugar, se asientan arrimadas a las paredes para volverse unas contra otras y mirarse, como se miran y notan el afeite, tocado y atavío que traen, y ésta es la materia o tema de su sermón que han de tratar con las otras que después vienen, y hacen con ellas corrillo, estando las unas de lado y las otras de espaldas al altar, y cuando mucho, se vuelven a él al tiempo que alzan el Santo Sacramento, y aún esto no pocas veces se les pasa por alto, que algunas yo lo he visto por mis ojos estando oyendo la misa mayor desde el coro, atravesándome saetas de angustia por el corazón, de ver tanta irreverencia y desvergüenza en los que usurpan indignamente el nombre de cristianos, dando tan mal ejemplo a gente nueva en la fe, y que tanta devoción y reverencia tenían cuando eran infieles en los templos de los demonios, y que esto no haya quien lo mire, y menos castigue, siendo un abuso que basta para destruir del todo la cristiandad, y dar en herejías y menosprecio de Dios. Otro que tal es el abuso de los copetes de las mujeres, que parecen diademas de santos, y no hay mujercilla por baja que sea que no quiera usarlos. Y viendo esto los indios, ¿qué han de pensar, sino que las santas de quien les predicamos, eran como éstas en quien ven tan ruines costumbres de obras y palabras, que más parecen de gente sin juicio, que de mediana cristiandad? Porque salidas de la iglesia andan desnudas entre los indios, peores que las muy soeces berceras. Ruego yo a Dios que algun inquisidor tome esta causa, por la honra y reverencia de las santas.
Capítulo XXXIV
Del daño que ha hecho el llamarse los españoles cristianos, para la cristiandad de los indios
El título de este cuarto libro (como en su principio parece) es del aprovechamiento de los indios en su cristiandad. Y porque éste no ha sucedido tan felice y próspero como sus ministros deseábamos, voy declarando desde el capítulo treinta las causas de esta esterilidad. Y entre las demás, no ha sido de poco momento un terrible abuso que inconsideradamente se introdujo a la entrada de los españoles en estos reinos, y con menos consideración se sustenta y lleva adelante con harto perjuicio de la cristiandad de los indios, y es, que los españoles entraron en esta tierra de Indias con título de cristianos, y con este mismo título se diferencian el día de hoy de los indios, como si a cabo de setenta o ochenta años que recibieron la fe y se baptizaron los indios, no fuesen cristianos como lo son los españoles y italianos, y los de otras naciones. Si los españoles cuando conquistaron a los indios pretendieran dejarlos en su infidelidad y idolatría en que los hallaron envueltos, bien caía el intitularse cristianos para diferenciarse de los que no lo habían de ser. Pero si era su intento traer a los indios al conocirniento y confesión de la fe de nuestro Señor Jesucristo, y a que fuesen cristianos, como ahora lo son, no debieran entrar con este renombre, sino con el de su nación de españoles, y no afrentarse sino antes gloriarse de él, y juntamente pudieran añadir que eran mensajeros de un solo y poderosísimo Dios, que a todos nos crió, y venían a dárselo a conocer, pues no lo conocían, como yo he aconsejado lo hagan los que ahora van al descubrimiento que llaman del Nuevo México. Ejemplo nos dejaron de esto en la primitiva Iglesia los santos apóstoles y discípulos de Cristo nuestro Redentor, que con haber mucho tiempo que creían en él, y haber convertido gran multitud de gente de su mesma nación hebrea en Jerusalem y por toda Judea y Galilea y Samaria, nunca tomaron el título de cristianos hasta que de ellos y de los gentiles se hizo una Iglesia, cuando muchos de ellos en notable número se convirtieron en Antioquía. Los inconvinientes que de no se haber recatado en esto pueden suceder entre los indios, muy manifiestos son para quien los quisiere advertir y considerar. Cosa clara es que oyendo los indios y viendo (como a cada paso lo oyen y ven) que al español llaman cristiano a diferencia de ellos, diciendo al indio: llámame aquel cristiano, dí esto a aquel cristiano, si me buscare algun cristiano dí que no estoy aquí; cosa clara es, como he dicho, que tratándose este lenguaje (como generalmente se trata por todos los españoles, mestizos y mulatos y negros, y por los mesmos indios, que siguen el uso de los otros, y también por algunos ministros de la Iglesia), habrá muchos indios que hagan reflexión en ello, y digan entre sí cada uno: «Luego yo no soy cristiano. Si al español y al mestizo cualquiera que sea, llaman cristiano no más de porque no es indio, luego el indio no es cristiano. Yo soy puro indio, luego no soy cristiano.» Y en esto no hay dubda sino que vacilarán y dubdarán, diciendo: «¿Si soy cristiano o no?» que es harto inconviniente. Pues pasemos adelante. Quién dubda sino que habiendo visto y viendo los indios (como ven cada día) muchos españoles de muy mala vida y costumbres, y que sin respeto de alguna caridad o projimidad, sin propósito alguno los aperrean y maltratan, y les toman sus hijas y mujeres, y por fuerza les quitan lo que tienen y hacen otros semejantes insultos, y ven que a estos tales los llaman cristianos, dirá el indio con mucha ocasión y razón: «Si a estos llamáis cristianos, viviendo como viven y haciendo lo que hacen, yo me quiero ser indio como me llamáis, y no quiero ser cristiano.» Y de aquí viene que toman odio y aborrecimiento al nombre de cristiano, y por consiguiente al nombre de Cristo de donde se deriva, como de hecho lo han aborrecido al de cristiano en todas las partes de las Indias adonde aún no tenían perfecta noticia de la fe de Cristo. Y si no me creen, vayan a los Chichimecos o a otros indios que estén medio alterados o escarmentados de entradas de españoles, y díganles que van a su tierra cristianos, y verán como en un momento cogen el hato y se huyen al monte con grita y alarido del nombre de cristianos, como quien dice: «Ladrones, ladrones; cosarios, cosarios; enemigos, enemigos.» Y a esta causa, los que de ellos quieren oír la doctrina y subjetarse a la fe, suelen decir a los frailes que van a predicarles: «Venid vosotros cuando quisiéredes; mas no traigáis en vuestra compañía cristianos.» Y esto mesmo se confirma más claramente por lo que hemos experimentado aun de los más doctrinados y domésticos indios, que cuando se quejan de un fraile de malas costumbres o mal acondicionado y penoso, dicen: es como un cristiano. De suerte que el nombre de cristiano lo toman por malo y perverso. Y puesto que ellos quieran en aquello decir, es como un hombre seglar, al fin el nombre de cristiano lleva sobre sí aquella injuria y afrenta, por haber los españoles usurpado para sí este nombre, comunicándolo a todo género de buenos y malos, y excluyendo de él a solos los indios. Por esto dijo con mucha razón el glorioso S. Augustín: «Los que mal viven y se llaman cristianos, injuria hacen a Cristo. De los cuales está dicho y escrito, que por ellos el nombre de Dios es blasfemado.» Y es la autoridad que alega del apóstol S. Pablo, que escribiendo a los romanos hebreos, los reprende porque preciándose de pueblo escogido de Dios, y a quien Dios particularmente dio su ley, no la guardaban, y menospreciaban a los gentiles que no la habían recebido, viviendo por ventura muchos de ellos según la ley de naturaleza más justificadamente que los hebreos en su ley. Y a esta causa les dice: «Por vosotros es blasfemado el nombre de Dios; es a saber, porque os preciáis y alabáis de ser pueblo suyo y os arreáis de su nombre, y vivís peores que gentiles. «Y cuánto Dios sea ofendido y se queje de que se dé ocasión a las gentes de blasfemar su santo Nombre, y con cuánto rigor castigue ésta su injuria, podémoslo entender de lo que usó con el santo rey David, que perdonándole por sus lágrimas y penitencia los pecados de adulterio y homicidio que había cometido, no le quiso perdonar la ocasión que a sus enemigos había dado de blasfemar el nombre del Señor, pues podían decir: «Mirad cuál será este Dios a quien reconoce David, pues con tal hombre como él, adúltero y homicida, tiene amistad y le hace caricias y favores.» Y por esto lo castigó con la muerte del hijo que de Bethsabé le había nacido. Yo alabo a mi Dios, que en llegando a esta tierra me dio conocimiento de este error, y jamás tal palabra salió por mi boca de llamar cristiano al español, sino español, y al mestizo mestizo, y al mulato mulato, y al indio indio, y a todos los tuve siempre por cristianos, buenos o malos, pues son baptizados. Y a mis hermanos los frailes, que les veía seguir este abuso, siempre he procurado de les ir a la mano; que a los seglares no me atreviera por no trabar pendencia con ellos, y a los indios en veces, se lo he predicado; mas como soy, solo, o habrá pocos acaso que miren en ello, por esta vía no lleva remedio. Harto he deseado que por otra lo hubiese con mandato del Santo Padre por obediencia, y poniendo pena de excomunión al que a sabiendas lo quebrantase, y a algunos de mis prelados lo he escripto a España, sino que con otros cuidados más cercanos lo deben de olvidar. De los señores obispos de estas partes me suelo admirar cómo no advierten en esto y en otras cosas de que sus ovejas tienen necesidad, para alcanzarlas del Sumo Pontífice, a lo menos dando de ellas aviso al Real Consejo de Indias, para que por parte del rey nuestro señor se pidan a la Sede Apostólica, pues es éste el camino más cierto por donde todos los menesteres de Indias se deben guiar.
Capítulo XXXV
En que se suman muchas cosas que para la cristiandad de los indios han hecho y hacen daño
No se me ha olvidado lo que tengo escrito en el capítulo veinte y uno de este mesmo libro, de algunas naturales y buenas condiciones o costumbres que conocimos en los indios de esta Nueva España, muy favorables para su salvación. Y porque algunos viendo y experimentando las contrarias en muchos de ellos, no me arguyan de pecado, voy declarando las muchas ocasiones que por diversas vías se les han dado y tienen, para que, puesto caso que ellos fueran como unos ángeles, se vuelvan poco menos que unos demonios. Y a esta causa no es maravilla que muy muchos de ellos hayan perdido harta parte del buen natural que sus pasados en uso tuvieron, y aprovechado poco en la virtud y cristiandad, que más que a otras naciones se les ha predicado. Yo los conocí en un tiempo, que por maravilla hallaran indio que le vieran esternudar, y lo noté por espacio de muchos días, maravillándome de ello. Y era porque sólo comían lo que naturaleza había menester para sustentarse, no más que dos o tres tortillas de maíz y unas yerbezuelas cocidas con un poco de ají o chile, que en España llaman pimienta de las Indias. De suerte que no criaban humores superfluos, que tuviesen necesidad de expelerlos por aquella vía. Ahora esternudan hasta los niños de teta, recibiéndolo de sus padres, porque comen carne y las demás viandas que nosotros los españoles comemos, con lo cual crían humores gruesos y superfluos,como nosotros los criamos, y por tanto esternudan como nosotros esternudamos. De esta mesma manera les ha acaecido en la mudanza de las condiciones, cualidades y costumbres antiguas. Eran comúnmente mansos, humildes, dóciles, quietos y pacíficos (fuera de tener guerra con sus enemigos), y tenían las demás calidades con que yo allí los pinté. Si ahora se hallaren muchos de diferentes costumbres, no es de maravillar sino cómo todos ellos no se han pervertido y trocado del todo, según las ocasiones que se les dan y han dado de malos ejemplos que de nosotros han recebido y reciben. Yo me acuerdo de cuando muchos de ellos, así principales como plebeyos, de su voluntad se aplicaban a saber leer y escrebir, y con lo que aprendían se ocupaban en cosas de devoción, y nos las pedían con instancia a los frailes para trasladarlas, y se ejercitaban en ellas con harto aprovechamiento; mas ahora a sus hijos no los podemos traer a las escuelas, ni hay quien se aplique a cosa de saber ni entender, porque unos quieren más ser arrieros, carreteros, pastores o estancieros y criados de españoles, para con aquello eximirse de la pesada rueda que anda en los pueblos de indios con el servicio personal de por fuerza y trabajos ordinarios de su república, que aplicarse a lo que dicho tengo. Y también porque los que se quedan en sus pueblos tienen harto que hacer en poder vivir y hallar tiempo para curar de sus sementeras y pobres granjerías con que sustentarse, ayudándose de sus hijuelos desde que saben andar, sin acordarse de que aprendan algo para conocer a su Dios y procurar de servirle y salvar sus ánimas. Cuánto más teniendo como tienen cada día tantos incentivos y motivos de mal ante sus ojos, y siendo la humana naturaleza después del pecado tan inclinada a lo malo (como lo dijo ese mesmo Dios), y la de los indios aún más flaca, por no haber recebido tanto talento. ¿Pues qué han de hacer, sino irse tras lo malo que ven y olvidarse de lo bueno que les han enseñado? Si su natural complexión es tan cálida, que en el tiempo del mayor frío (con andar cuasi desnudos) están ardiendo, si les ponen tantas tabernas de vino delante, ¿qué han de hacer sino beber hasta más no poder, y después de borrachos cometer enormes delictos de incestos y otras carnalidades, y homicidios? Diréisme que para remedio de esto está ya hecha ley que no se venda vino a los indios. ¿De qué sirve esa ley, si de ella no se saca otra cosa más de que el corregidor se aproveche de la pena, que es dinero, y deja vender al tabernero cuanto quisiere sin irle a la mano, antes se huelga que caiga en la pena por lo que de allí se le pega? ¿Qué ha de hacer el indio si ve tanta remisión en la ejecución de la justicia, que mandando el rey que estén abiertos y patentes los obrajes y no se cierren, solamente cuando el oidor o visitador está presente se abren, y en volviendo las espaldas se tornan a cerrar como de antes, o a lo menos, ya que por cumplimiento los abren, ponen a la puerta un hombre a caballo con una azcona o lanceta, que mire y estorbe si el indio sale y lo apremie a que se entre, aprovechándose del refrán que dice: «hecha la ley, pensada la malicia,» y todos los daños que fue a remediar el visitador se vuelven al mesmo estado en que primero estaban, como si en el pueblo no oviese justicia ordinaria que podría (si quisiese) conservar el remedio que el visitador dejaba puesto? Y de aquí forma el indio un concepto, que en las visitas y diligencias que hacen las justicias, no se pretende el remedio de los males para desterrarlos de raíz, sino sólo hacer una demostración de poner temor por manera de cumplimiento. ¿Qué han de hacer los indios, si ven que los carreteros usan hurtar las mujeres y hijas ajenas en los pueblos por do pasan, y llevárselas encerradas en los carros entre las pipas, donde no se puedan ver, y no hay justicia que lo cele, debiendo visitarlos los jueces a quien está a cargo, los cuales por una bota de vino que les dan los carreteros, callan y disimulan con todo, y no se remedia este robo e insulto, si no es que algún religioso lo vea o sepa y procure el remedio? Por esto muchos de los indios se aplican a ser carreteros, porque viven como en la ley de Mahoma, en libertad, borrachos y amancebados, sin saber cosa alguna de doctrina cristiana, más que los mesmos moros. Y el bueno del carretero su amo alega para descargo de su conciencia, que si no los consintiese vivir a su apetito de aquella manera, no tendría servicio, que todos se le irían en busca de otro amo. Mas yo fiador, que si todos los carreteros fuesen buenos cristianos, temerosos de Dios, y en ninguno de ellos hallasen acogida para semejantes vicios, no les faltarían mozos que les sirviesen en el oficio, viviendo cristianamente. ¿Qué han de hacer los indios, si ven que hay salteadores asalariados de los ganaderos y estancieros, a trescientos pesos por año, que les roban y captivan sus hijos pequeños y hijas, llegando a boca de noche a sus pueblos para cogerlos descuidados, y con algún achaque los llaman y cogen y ponen sobre sus caballos, y los trasportan muy lejos de allí porque no atinen a volverse, y saben que ninguno de estos por ello ha sido castigado? Y estos sin ninguna vergüenza se precian de aquel oficio, diciendo unos a otros: «Vamos a caza de morillos,» como suelen decir en España en las fronteras de Berbería. Todo esto procede de que cuasi generalmente los que tienen cargo de la justicia no hacen caso de los delictos que los españoles cometen contra los indios, habiendo de ser (según toda razón) al contrario, porque los indios que son nuevos en la fe, se confirmasen más en ella, viendo que los cristianos viejos se rigen por el nivel de la recta justicia, y con esto se edificasen, como se edifican los que viven en una ciudad como México, que si ven entre los españoles gente descompuesta y desbaratada, ladrones y otros malhechores, ven también que a unos azotan, y a otros ahorcan, y a otros descuartizan, y a otros queman; y por otra parte ven mucha gente honrada, muy compuesta, de mucha honestidad y crianza, de mucha devoción y concurso a los sermones y a las confesiones, y a hacer limosnas y otras muchas obras buenas y santas, y también ven por todas partes monesterios de frailes y de monjas, tanta frecuentación de misas y oficios divinos en alabanza del Señor, desde que Dios amanece hasta medio día, y después otras horas a la tarde, de todo se satisfacen y edifican, así del castigo de los malos como del ejemplo de los buenos. Por lo cual la gente de más cristiandad entre los indios es la de la mesma ciudad de México y la de su contorno que comunica con ellos, mas la de fuera de México no es tanto, por haber entre ellos gran confusión y behetría, y la justicia que entre ellos se guarda es justicia de compadres. Porque los alcaldes mayores y corregidores, ordinariamente son de los españoles que viven entre los indios, y lo mesmo los escribanos y intérpretes, y todos ellos unos a otros se ayudan, y no pretenden otra cosa sino aprovecharse en lo que pudieren, pidiendo a los indios el maíz, las aves, los huevos, la yerba, y lo demás que tienen, por la mitad de lo que vale, no sólo para el sustento de sus casas, sino también para revenderlo y ganar al doblo, sin otras mil socaliñas, que quererlas contar sería nunca acabar. Pues ir el indio a pedirles justicia, es para su daño, porque si el que a él le han hecho monta dos pesos, por principio de querella ha de entrar con cuatro para el intérprete y escribano, y al cabo (si el pleito es con español) tendrá trabajo en alcanzar su justicia, porque dicen estos jueces que los españoles, y particularmente los vecinos del pueblo donde ellos residen, han de ser favorecidos y preferidos a los indios. Cada vez que me acuerdo y oigo semejantes agravios, alabo al justo y verdadero Juez, que tan bueno y ancho infierno hizo para estos jueces. Trato aquí de lo que pasa en común, que en particular, corregidores y alcaldes mayores hay (aunque pocos) a quien esto no atañe y toca, temerosos de Dios, que con especial cuidado amparan y defienden a los indios en las vejaciones que se les hacen, sino que a las veces, tan buen cargo lleva, o por ventura mejor, el que más roba, como el que tiene cuenta con su conciencia, porque los tales, como hijos del siglo, son más entremetidos y negociantes, y saben traer (como dicen) el agua a su molino. Pues qué diremos de los ejemplos que los indios reciben de algunos de nosotros los eclesiásticos, entre los cuales no falta quien los aperree y aporree, como lo hacen los seglares de poca suerte, que los hombres honrados (aunque seglares) no se apocan a esta bajeza ni abajan a esta poquedad, y por eso dicen los indios de los tales, que no son teopixques, que quiere decir dedicados a Dios, sino cristianos, como los seglares se nombran, que es harto mal que este nombre ande en uso de tan mala opinión entre los nuevos en la fe. Pregunto, pues, ¿qué cristiandad queremos pedir a los indios, si en los que hemos de ser su ejemplo y dechado de toda virtud, ven todas las condiciones contrarias a las que el apóstol dice que ha de tener el sacerdote? Que ha de ser de vida inculpable, como ministro de Dios, no soberbio ni impaciente, no destemplado en comer y beber, no rencilloso, ni codicioso sino caritativo, benigno, templado, justo, santo, honesto y docto, para dar cuenta y satisfacción del oficio que le está encomendado. Si el indio me ve a mí, que soy su sacerdote, nada ocupado en oración y lición, ni recogido, ni ejercitado en obras de virtud, mas todo distraído y derramado en cazas, juegos, parlerías, liviandades, y en comer y beber, ¿qué ha de hacer él, sino imitarme en estas malas costumbres y darse a placeres, sin cuidado ni memoria del Evangelio de Cristo? Y lo que peor es, si me ve disoluto, carnal y deshonesto, ¿cómo no tomará ocasión con esto para que sin temor de Dios y vergüenza de la gente se dé desenfrenadamente a este vicio? Porque al remordimiento de la conciencia (si asomare) le dirá: «Pues que el sacerdote y ministro de Dios lo hace, no debe de ser tan gran pecado,» y al que se lo afeare, se excusará con esto mesmo. ¡Oh sacerdotes y religiosos que sin consideración de vuestro estado y de la observancia y pureza a que os obliga vuestra profesión, desdoráis el oro de la vida apostólica con que vuestros antecesores adornaron la predicación del santo Evangelio, escandalizando y pervirtiendo los corazones de los pequeñuelos y nuevos en la fe! ¿Quién pudiera representaros al vivo el castigo y tormentos que os están aparejados, en lugar de la corona que pudiérades alcanzar con la debida ejecución del oficio y dignidad que indignamente recebistes? Acordaos (si podéis) de lo que dice el Señor, que el ánima que pereciere no sólo por vuestro mal ejemplo, sino por vuestro descuido, os pedirá estrecha cuenta de ella, y os la hará pagar hasta el último cuadrante, alma por alma, pues fuistes puestos por atalayas de la casa del Señor. ¿Pues qué será si tantas almas por vuestra culpa perecieron? En el juicio de Dios no sé qué será de los indios descuidados y faltos en la vida cristiana; mas en el que se nos tomará a nosotros, no hay para que echarles la culpa a ellos, sino a los aquí referidos, que los pervierten con sus malos ejemplos.
Capítulo XXXVI
De las muchas pestilencias que han tenido los indios de esta Nueva España después que son cristianos
Entre las cosas que los hombres naturalmente en esta vida más apetecen, es la salud. Ésta y todos los demás bienes temporales (que eran los que los indios deseaban, como el pueblo de los judíos, sin acordarse de los del cielo), les daban a entender los demonios en el tiempo de su infidelidad, que ellos se los concedían y quitaban, conforme al servicio que de ellos recebían. Y con este cebo los atraían a su culto y adoración, y por el contrario los atemorizaban, que si hacían falta en sus ritos y ceremonias idolátricas, les habían de afligir con hambres y enfermedades y con otras semejantes calamidades, como se vio arriba en el capítulo diez y ocho del tercero libro, que cuando los indios se iban baptizando en el principio de su conversión, a algunos de ellos se les aparecía el demonio y los amenazaba que no les había de dar agua para sus panes porque muriesen de hambre, y por ventura también les diría que les había de dar pestilencias. Y habiéndoles Nuestro Señor enviado, por sus secretos juicios, tantas como han padecido después que se convirtieron a su santa fe, si ellos no fueran muy firmes cristianos (aunque por otra parte tan flacos como nosotros los juzgamos), grande ocasión era ésta para que vacilasen en ella y en el baptismo que habían recebido, y aun a otros más antiguos cristianos les hiciera titubear. Empero en ellos, por la misericordia divina, no ha habido memoria ni sentimiento de esto, más que si nunca oviera acaecido, antes recibiendo este azote y visita del Señor con increíble paciencia, confiesan y dicen (como nosotros se lo predicamos) que este castigo les viene por sus pecados. Y porque se vea la mucha ocasión que había para que el demonio sobre este caso los pervirtiese, contaré las grandes y inusitadas pestilencias que han pasado por ellos desde que nuestros españoles llegaron a ésta su tierra. Dejo la primera que esos mesmos españoles en ellos obraron, mediante las guerras de la conquista, y esclavos que enviaron por mar, y minas, y edificios, y otros trabajos de que murieron a los principios gran suma de ellos. Trato solamente de las pestilencias que han sucedido por enfermedad, y la primera fue de viruelas, cosa que ellos nunca antes habían conocido. De esta llegó herido cierto negro que vino en uno de los navíos del capitan Pánfilo de Narváez, cuando el año de veinte vino muy pujante sobre D. Hernando Cortés, y le cayó a cuestas. Y como este negro salió a tierra, fuelas pegando a los indios de pueblo en pueblo, y cundió de tal suerte esta pestilencia, que no dejó rincón sano en toda esta Nueva España. En algunas provincias murió la mitad de la gente, y en otras poco menos. La causa de morir tantos fue por ser enfermedad no conocida y no saber los indios el remedio contra viruelas, y no haber aún venido los primeros frailes, que siempre han sido sus médicos, así corporales como espirituales, y muy particularmente por la costumbre que ellos tienen de bañarse a menudo, sanos y enfermos, en baños calientes, con lo cual se les inflama más la sangre, y así morían infinitos por todas partes. Y hartos fueron los que murieron de hambre, porque como todos caían de golpe, no podían curar unos de otros, ni menos había quien les hiciese pan. Y como en muchas partes morían todos los de una casa, y no podían enterrar a tantos, echaban las casas encima de los muertos, dándoselas por sepultura. A esta enfermedad llamaron los que quedaron vivos, huey zahuatl, que quiere decir la gran lepra, porque desde los pies hasta la cabeza se henchían de viruelas. La segunda pestilencia les vino también de nuevo por parte de los españoles, once años después de las viruelas, y ésta fue de sarampión, que trajo un español, y de él saltó en los indios, de que murieron muchos, aunque no tantos como de las viruelas, porque escarmentados del tiempo que las hubo, se puso mucha diligencia y se tuvo aviso de que no entrasen en los baños, y se dieron otros remedios que les fueron de provecho. A este sarampión llamaron ellos tepiton zahuatl, que quiere decir pequeña lepra, por ser más menuda. Pagóse en esto (si se puede decir paga) nuestra Europa de este nuevo mundo, que de acá le llevaron las bubas (enfermedad natural de los indios y allá nunca antes conocida), y en pago de ella envió acá la Europa su sarampión y viruelas, allá muy usadas y acá de los indios nunca antes sabidas. La tercera pestilencia grande y general vino en el año de cuarenta y cinco, que de reliquia de las pasadas debió de retoñecer. Ésta fue de pujamiento de sangre, y juntamente calenturas, y era tanta la sangre, que les reventaba por las narices. De esta pestilencia murieron en Tlaxcala ciento y cincuenta mil indios, y en Cholula cien mil, y conforme a esto en los demás pueblos, según la población de cada uno. El año de sesenta y cuatro se levantó otra mortandad, al tiempo que el licenciado Valderrama, visitador por S. M., hizo contar los indios y les acrecentó el tributo, porque no debió de agradar a Dios esta cuenta, como le desagradó la que mandó hacer el rey David, por donde envió otra tal pestilencia a su pueblo. El año de setenta y seis vino otra general pestilencia, de que murió grandísima suma de gente por todas partes, y fue de pujamiento de sangre, como las demás, y daba en tabardillo. El año de ochenta y ocho, que hubo carestía de maíz, murió también mucha gente, particularmente en las provincias de Tlaxcala y Tepeaca, y en el valle de Toluca, donde hay tres lenguas o naciones de gente, Matalzingas, Mexicanos y Otomites. Y se vio una cosa maravillosa, que con estar todos mezclados, seguía la pestilencia a la nación de los Matalzingas, dejando en medio las casas de los otros, sin tocar en ellos. En fin del año de noventa y cinco y entrando el de noventa y seis, al tiempo que yo esto escrebía, vino otra generalísima pestilencia, mezclada de sarampión, paperas y tabardillo, de que apenas ha quedado hombre en pie, aunque por la clemencia y misericordia de nuestro benignísimo Dios, no han muerto tantos como solían en otras enfermedades. Y esto habrá sido (a mi parecer) por tres razones. La primera, porque proveyó el piadoso Padre celestial que este trabajo viniese después de cogidos y encerrados los fructos de la tierra que suelen sembrar los indios: que si antes de cogidos viniera, ciertamente entiendo que de esta hecha ellos se acabaran o quedaran pocos. La segunda razón es, porque puesto que en las otras pestilencias, y en cualesquiera enfermedades, los religiosos, demás de curarles sus ánimas confesándolos y comulgando y dando la extremaunción, también les ayudaban (y siempre ayudan) a la cura de la enfermedad corporal con algunas medicinas y con comida. Pero en esta presente necesidad, sobre todas se han aventajado con tan extremada diligencia, que ha puesto admiración y no menos edificación en elpueblo. Y para que mejor esto se entienda, pondré ejemplo en lo más cercano, contando lo que se hizo en la ciudad de Tezcuco, media legua de un ermitorio donde yo estoy. El padre guardián de aquel convento, llamado Fr. Juan Baptista, en el principio de esta pestilencia (cuya fuerza habrá durado por espacio de dos meses) se previno de las medicinas y recado que le pareció convenir. Y luego como los indios venían a confesarse (porque ellos, en dándoles el mal acuden con presteza por su pie, o traídos a cuestas por sus parientes, o en andillas, o como mejor pueden a la confesión), tenía aparejados barberos, que en confesándose luego los sangraban en la portería del convento, y allí reposaban un rato, y luego se les daban jarabes de cañafístola y agua templada, y lamedores a los que los habían menester por la mucha tose. Y de este jarabe se gastaban algunos días cuatro lebrillos o barreñones grandes, porque hubo días que pasaron de trescientos enfermos, y lo ordinario eran doscientos o doscientos y cincuenta. A las preñadas, que no se les podían hacer sangrías, les echaban ventosas sajadas en las espaldas, y se les daba la contrayerba de su enfermedad, que en lengua de México se llama cohuanenepilli, echada en el vino blanco que hacen los indios, caliente; con que sanaban. A los niños los sajaban de las piernas, y se les daba el cohuamenepilli. A todos los enfermos en general se les daba purga de una singularísima raíz que llaman matlalitzic, mucho mejor que la de Michuacan o de otra raíz que llaman ytztic tlanoquiloni, a otros se les da la cañafístola, conforme a lo que cada uno había menester, porque el mejor médico del pueblo acudía a ello y lo ordenaba. Estas purgas se les daban para que las llevasen consigo, diciéndoles cómo las habían de tomar. A los más necesitados daba el padre guardián carne de membrillo y otras conservas y regalos que hizo traer en cantidad de México. Considérese qué parecería en estos días aquella portería y patio del convento de Tezcuco, lleno de tantos enfermos, confesando a unos, sangrando a otros, jaropando a otros, remediando y consolando a otros. ¡Qué de ángeles andarían en ayuda y esfuerzo de este ministerio! Porque de otra suerte, ¿qué fuerzas de hombres bastaran para cumplir con tantas y tan diversas necesidades, mayormente teniendo dentro del convento caídos algunos religiosos? Demás de esto, de los que estaban sanos, para remedio de los indios de lejos que no podían venir al convento, salían por las visitas (que son muchas) llevando consigo barberos y purgas y todo lo demás necesario, y primeramente los confesaban y luego se acudía a lo mesmo que en la cabecera. Y para muchos que rompían en cámaras se usaba de otras medicinas de la tierra, con que los más sanaban. Este cuidado y suma deligencia, que ahora más que nunca se puso, fue la segunda causa de que no peligrasen muchos, ni muriesen como en las otras pestilencias. Y la tercera fue (y bien verdadera) porque proveyó el Padre de las misericordias que para este tiempo y sazón oviese llegado a esta Nueva España por nuevo virey el ilustrísimo y piadosísimo príncipe D. Gaspar de Fonseca y Zúñiga, conde de Monterey, que absolutamente les dio la vida, no permitiendo que en tiempo de tan manifiesta necesidad fuesen en alguna manera apremiados los indios a acudir al trabajo personal de los españoles, no obstante que la mayor parte de las sementeras de trigo estaban por coger, lo que otro virey pasado no hiciera, sino ponerlos en aprieto, como si de derecho divino debieran este servicio. Y con esta largueza han podido respirar y volver en sí, que si los apretaran como otros solían, no tuvieran los enfermos quien les diera un jarro de agua, y los sanos cayeran del proprio trabajo, y de la pena de dejar a los suyos desamparados, y con esto murieran los más. No se contentando con esto el cristianísimo gobernador, tomó tan a pechos la cura de los enfermos en la ciudad de México, como si fueran sus proprios vasallos o criados de su casa, gastando en ello harta cantidad de dineros. Y porque ninguno pereciese por falta de lo necesario, hizo copia de los hombres ricos y honrados de la ciudad, y por sus barrios los repartió de dos en dos, para que por semanas fuesen personalmente en compañía de los religiosos a darles recado de comida y de lo demás que oviesen menester, obligándoles a ello con palabras tan amorosas y cristianas, que salían con ánimo de gastar muy largo en tan cristiana empresa, como lo hicieron, pues hubo hombre de ellos que gastaba cada día veinte carneros, que valen veinte ducados de Castilla, y ochenta, y algunas veces cien reales de pan, sin otros regalos que les llevaba. Limosna de príncipe, más que de un hidalgo común, vecino de la ciudad. Y porque ninguno de ellos se pudiese excusar, les dijo que el que no se hallase con dineros, acudiese con una cédula a su secretario, pidiendo lo que fuese menester. Y el mismo virey enviaba también sus criados con particulares regalos por las casas de los enfermos. Y para los pueblos y provincias fuera de México escribió a los alcaldes mayores y corregidores que pusiesen toda diligencia en la cura de los enfermos, y se les proveyese lo necesario de las sobras de los tributos y bienes de sus comunidades. ¡Sea para siempre loado el Señor, que de tan excelente gobernador y piadoso príncipe y a tal tiempo nos proveyó! Algunos, queriendo medir los juicios de Dios con su pequeño y apasionado juicio, se atreven a juzgar que estas pestilencias tan continuas las envía Dios a los indios por sus pecados para acabarlos, no considerando que si conforme a los nuestros (de los que nos llamamos cristianos viejos) nos oviese de castigar, ya nos oviera de haber consumido del todo, pues son mayores en todo género (fuera de la embriaguez) que los de los indios. Y también a estos acabara de golpe, si fuera ése su motivo. Lo que yo considero (si hemos todos de hablar según nuestro juicio) es que el llevarlos Dios de esta vida, no sólo no es castigo para los indios, antes muy particular merced que les hace en sacarlos de tan malo y peligroso mundo, primero que con el augmento del incomportable trabajo y vejación, se les dé ocasión de desesperar, como se les dio a los de la isla Española, y antes que por nuestras codicias y ambiciones y malos ejemplos y olvido de Dios (que cada día va más en crecimiento) vengan a perder la fe en los peligrosos tiempos que de hoy a mañana esperamos. A nosotros nos castiga Dios en llevárselos, porque si los conservásemos con buena projimidad y compañía, la suya nos sería utilísima, siquiera para provisión de mantenimientos. Y acabados ellos, no sé en qué ha de parar esta tierra, sino en robarse y matarse los españoles unos a otros. Y así de las pestilencias que entre ellos vemos, no siento yo otra cosa, sino que son palabras de Dios que nos dice: «Vosotros os dais priesa por acabar esta gente; pues yo os ayudaré por mi parte para que se acaben más presto, y os veáis sin ellos, si tanto lo deseáis.» Y en una cosa vemos muy claro que la pestilencia se la envía Dios, no por su mal sino por su bien, en que viene tan medida y ordenada, que solamente van cayendo cada día solos aquellos que buenamente se pueden confesar y aparejar, conforme al número de los ministros que tienen, como ellos lo hacen con extremada diligencia, que unos sintiéndose con el mal, se vienen por su pie a la iglesia, y a otros los traen sus deudos o vecinos a cuestas, como atrás se ha dicho, y otros imaginando que han de enfermar, piden confesión antes que llegue el mal. Y acaece a las veces, que luego es con ellos y se mueren. De donde podemos colegir, que sin falta va hinchiendo nuestro Dios de ellos las sillas del cielo para concluir con el mundo. Y plegue a su Majestad divina que nosotros, con nuestra presunción de muy cristianos, sabios y entendidos, no nos hallemos burlados por haber hecho burla (como dicen) de los mal vestidos. Una cosa se note, que los indios no huyen de poblado en tiempo de pestilencia, como lo hacen otras naciones, que se van a las granjas y lugares campesinos, y esto no lo hacen de bestialidad o pereza (según piensan aquellos que todas sus cosas juzgan a mal), sino sobre mucho acuerdo; lo uno, porque no es gente que desea tanto alargar la vida como nosotros: lo segundo con consideración cristiana, como parece en lo que ciertos principales de Jalisco respondieron a su guardián, llamado Fr. Rodrigo de Bienvenida, que llegando ya cerca la pestilencia a aquel pueblo, los juntó en la iglesia y les dio por consejo que cada uno se ausentase a sus heredades, hasta que pasase aquella enfermedad. El cacique y principales le respondieron, que en las manos de Dios estaban siempre, que si él quería que muriesen, tan bien morirían en las heredades, como dentro del pueblo. Y más añadieron, que en el campo morirían como bestias, y por ventura los enterrarían fuera de sagrado, y en el pueblo morirían como cristianos, y como tales los enterrarían en la iglesia, y por tanto querían aguardar allí la voluntad de Dios. El religioso quedó atajado con esta respuesta, y maravillado de que una gente tenida por de tan bajo talento, y tan nueva en la fe (que no había siete años que eran convertidos), tuviesen tan gran consideración y constancia, y respondiesen con tan buena razón.
Capítulo XXXVII
De la mayor y más dañosa pestilencia de los indios, por el repartimiento que de ellos se hace para servir de por fuerza a los españoles
Entre las muchas cosas que se podrían contar dañosas y contrarias a la cristiandad de los indios por nuestra parte de los viejos cristianos, hallo ser la principal y más dañosa el repartimiento que de ellos se hace para que nos sirvan contra su voluntad y por fuerza. La razón es, porque ninguna cosa puede ser más contraria ni que más estorbe a que los indios abracen y reciban de voluntad la vida cristiana, que aquello que les da ocasión de aborrecerla. El repartimiento que de ellos se hace para que nos sirvan por fuerza a los españoles, les da probatísima ocasión para que aborrezcan la vida y ley de los cristianos; luego bien se sigue que el tal repartimiento es la cosa más contraria a su cristiandad, y por consiguiente la que los Reyes de Castilla nuestros señores más deben de evitar y prohibir que no se haga, pues el fin del señorío que SS. M M. tienen sobre los indios, es procurar con todas sus fuerzas que se les predique y enseñe la ley cristiana con tal suavidad, que los convide y persuada a que la reciban y abracen con toda voluntad, porque enseñársela con sola palabra y con obras contrarias a lo que se les predica, claro está que no se les predica o presenta para que la reciban, sino para que la aborrezcan. Que este repartimiento les dé probabilísima ocasión para que tengan por mala y aborrezcan la ley y vida cristiana, es cosa evidente por los discursos que ellos probablemente harán, como los hiciéramos nosotros si fuéramos ellos. Porque para sacar esta verdad a luz, ningún medio hay mejor que hacer esta cuenta. Si nosotros fuéramos estos, y estos nosotros, ¿qué hiciéramos y dijéramos? ¿Qué pensamientos fueran los nuestros si nos echaran a cuestas este repartimiento? Paréceme que hiciéramos estos discursos, y dijéramos: «¿Qué ley es ésta que estos hombres nos predican y enseñan con sus obras? ¿En qué buena ley cabe que siendo nosotros naturales de esta tierra, y ellos advenedizos, sin haberles nosotros a ellos ofendido, antes ellos a nosotros, les hayamos de servir por fuerza? ¿En qué razón y buena ley cabe, que habiendo nosotros recebido sin contradición la ley que ellos profesan, en lugar de hacernos caricias y regalos (como dicen lo hacen los moros con los cristianos que reciben su secta), nos hagan sus esclavos, pues el servicio a que nos compelen no es otra cosa sino esclavonía? ¿En qué ley y buena razón cabe, que nos hagan de peor condición y traten peor que a sus esclavos comprados, pues vemos que sus negros son regalados, y ellos son los que nos mandan y fuerzan a que hagamos lo que ellos habían de hacer? ¿En qué buena ley y razón cabe, que sobre usurparnos nuestras tierras (que todas ellas fueron de nuestros padres y abuelos), nos compelan a que se las labremos y cultivemos para ellos? Mayormente en el mesmo tiempo que habríamos de acudir a beneficiar las pocas que nos dejan para nuestro sustento, y por su causa se nos pierden. ¿En qué buena razón y ley cabe, que habiéndose multiplicado tantos mestizos, y mulatos, y negros horros, y españoles pobres y baldíos, a ninguno de estos se haga fuerza para que sirvan, sino a solos nosotros, siendo los que tributamos al rey o a encomenderos, y los que sustentamos el concierto de nuestras repúblicas, y llevamos a cuestas otras imposiciones? ¿En qué buena ley o razón cabe, que viendo van ellos en mucho augmento, y nosotros en tanta diminución, y que claramente nos van consumiendo, no se compadezcan de nosotros, ni se contenten con que les tenemos edificadas ciudades de muy grandes y buenas casas, iglesias y monesterios, estancias y granjas con que están sobradamente acomodados, y las que nosotros los que éramos señores y principales teníamos antes que ellos viniesen, están unas medio caídas, otras del todo asoladas por no haber quien nos ayude a repararlas? ¿En qué razón o ley cabe, que los que somos nietos y biznietos, legítimos sucesores de los que fueron señores naturales de esta tierra, y algunos de reyes, como fueron los de México, Tezcuco y Tlacuba, aprendamos oficios mecánicos para podernos sustentar, por no tener quien nos labre tierras de pan, y que las nietas y biznietas de estos mesmos señores y reyes anden por los mercados granjeando alguna miseria de que puedan vivir, y ellas mesmas se amasen sus tortillas si han de comer, y vayan por el cántaro de agua si han de beber, porque no alcanzan un indio ni una india que les sirva, y que los más bajos villanos venidos de España, y las mujeres que allá ovieran de servir de mozas de cántaro, aunque tengan sus casas proveídas de gente, quieren que de barato se les den indios de servicio y de por fuerza, y que también lo pidan como por derecho? ¿En qué buena ley cabe (dirá el indio) que el día que me desposan con mi mujer (cuando todos los hombres del mundo se huelgan con sus mujeres), me han de hacer ir al repartimiento, y voy por ocho días y me hacen estar treinta? ¿En qué buena ley cabe, que el día que pare mi mujer y tiene la tierra por cama, y cuando mucho con sola una estera, sin otro colchón ni frazada, y habiéndole de traer alguna leña con que se calentar y darle de comer, me han de hacer ir por fuerza a servir al extraño, y cuando vuelvo la hallo muerta a ella y a la criatura, por no haber quien les sirviese y diese recado? ¿En qué buena ley cabe, que si ando trabajando en la labranza o hacienda del español, y me da la enfermedad y le digo que, estoy malo, que no puedo trabajar, me responde que miento como perro indio, y hasta que allí acabe la vida no me deja venir a mi casa? ¿En qué buena ley cabe, que si estoy convaleciendo de mi enfermedad, me han de hacer ir (aunque más me excuse) flaco y desventurado al repartimiento, y en el camino tengo de acabar la vida, porque si no puedo caminar de flaco diez o doce leguas adonde me llevan, me dan con un verdascon que me hacen atrancar más que de paso? ¿En qué ley de caridad cabe, que sabiendo los que gobiernan cómo muchos de los españoles en cuyo servicio nos ponen, por ver que nos tienen en su poder de por fuerza, nos tratan mucho peor que a sus galgos, haciéndonos infinitos agravios, ellos y sus negros o criados, quitándonos la pobre comida que llevamos de nuestras casas y la ropa con que nos cubrimos, encerrándonos en pocilgas donde sin ella dormimos, haciéndonos trabajar cuando hace luna de noche, como cuando no la hace todo el día, cargándonos pesadísimas cargas, no dejándonos oír misa domingos y fiestas, teniéndonos a veces dos y tres semanas en lugar de una, levantándonos algún hurto o cosa semejante para que nos vamos huyendo sin paga y sin nuestra ropa; con todas estas y otras mil vejaciones (que muchas veces se les han representado) no se muevan a compasión para quitarnos de a cuestas esta tan dura esclavonía, sino que la quieran llevar adelante, hasta acabarnos del todo? Dirán que ya tienen puestos jueces del repartimiento para que no consientan los tales agravios, como si aquellos jueces fuesen unos santos, libres de toda codicia, y muy celosos de la caridad y recta justicia, porque por la mayor parte vemos que son como los prepósitos o maestros de las obras puestos en Egipto por faraón para que más afligiesen al pueblo de Israel. ¿En qué buena ley cabe, que los que somos regidores en nuestros pueblos, y alcaldes y gobernadores, por ser indios, en pago de nuestro trabajo que pasamos en juntar los que han de ir al repartimiento (con no ser de nuestro oficio, ni obligarnos a ello alguna ley, antes la natural nos obligaba a estorbarlo), con todo esto, por la fuerza que nos hacen, nos compelan a prender todos los indios que pudiéremos haber, aunque sean de los que no les cabe el repartimiento (porque los que les cabe se esconden y huyen, no pudiendo llevar tan pesada carga), y que los tengamos en la cárcel (como los tenemos) tres o cuatro días, y a veces toda la semana, muriendo de hambre? Porque faltando del número de la gente que dicen hemos de dar, lo hemos de pagar nosotros. ¿Y que tenga autoridad un alguacil pelado (por ser español, que por ventura fuera azacán en su pueblo), para llevarnos presos a gobernador y alcaldes, y traernos afligidos el tiempo que le parece, como si fuéramos los más bajos pícaros del mundo?» Y tras estos discursos, concluirán con decir: «Si ninguna ley con razón y justicia puede consentir alguna de las cosas aquí dichas, y todas ellas las consiente la ley de los cristianos: luego es la más mala del mundo y digna de ser aborrecida.» ¿Quién quita que los indios no discurran por estas y otras semejantes vejaciones que proceden del repartimiento, pues les dio Dios entendimiento como a nosotros, y aun harta más retórica en sus dichos y sentimientos, que la que yo aquí llevo? Sino que con el temor que les tienen puesto, callan y todo se lo tragan. Aunque es verdad que en días pasados a cierto indio, señor natural de una de las buenas provincias de esta Nueva España, y tan ladino y entendido como cualquier español, quejándose de la apretura en que un virey les ponía sobre esto del repartimiento, le oí palabras tan sentidas y tan puestas en razón de hombre, acompañadas con hartos sospiros, que yo (por ser cristiano y español) me hallé el más confuso y atajado del mundo, no sabiendo qué responder, ni cómo negar la verdad de tan manifiestas y cristianas razones. Y ciertamente digo, y es así, que con harta vergüenza se les predica a estos el Evangelio de Cristo, porque si osasen hablar, muy justamente nos podrían decir a los españoles lo que dice el italiano: «Fate fate, non parlate. Hermanos españoles, predicadnos con obras, y dejaos de palabras solas, que sin ejemplo se las lleva el viento.» Pues si el servir por vía de fuerza a los españoles en sus casas o en sus heredades se les hace a los indios tan grave teniéndolo por cruel agravio, ¿qué será de los miserables que les hacen ir diez y quince y veinte leguas, y no sé si treinta, a trabajar en las minas? Cosa que (a mi ver) habría de poner horror al hombre cristiano. Porque ejercitar nosotros los cristianos en los que se convierten a nuestra fe, sin intervenir culpa de su parte, las obras penales que los gentiles en la primitiva Iglesia ejercitaban en los mártires que no querían negar la fe de Jesucristo, por el aborrecimiento que les tenían, y deseo de atormentarlos y matarlos, ¿qué mayor inhumanidad y maldad puede ser? Bien sabemos que el echar hombres los gentiles de por fuerza a las rninas, era pena que se daba, o a los que por sus delictos merecían la muerte, o a los cristianos por matarlos con mayor trabajo y tormento. Pues que esto se haga con los inocentes que idólatras se hicieron cristianos, y por mandado de los que profesamos esta ley, ¿qué razón de hombres habrá que lo pueda justificar, si no es negando con ciega codicia el dictamen de la recta razón? Yo para mí tengo que todas las pestilencias que vienen sobre estos pobres indios, proceden del negro repartimiento alguna parte, de donde son maltratados de labradores y de otros que les cargan excesivos trabajos con que se muelen y quebrantan los cuerpos. Mas sobre todo, de los que van a las millas, de los cuales unos quedan allá muertos, y los que vuelven a sus casas vienen tan alacranados, que pegan la pestilencia que traen a otros, y así va cundiendo de mano en mano. Plegue a la divina clemencia que si de nuestra parte no se pone remedio, sea servido de hundir en los abismos todas las minas, como ya hundió en un tiempo las más ricas que en esta tierra se han descubierto, echándoles sierras encima, de suerte que nunca más parecieron.
Capítulo XXXVIII
En que se prosigue la materia del repartimiento de los indios para servir de por fuerza
Después de los discursos en el capítulo pasado señalados, que harán o podrían hacer los indios en daño de su cristiandad, hay otras razones contra este su inicuo repartimiento, en especial una, cerca de la que los españoles alegan para su justificación, diciendo que los indios no se alquilan para trabajar, y que si no se les hiciese fuerza para ello, padecería toda la república española, no se cogiendo trigo. Esta aparente y fingida razón tiene muchas respuestas que la desbaratan. La primera, negando lo que se presupone, que los indios no se alquilan de su voluntad, como falsísimo. Porque antes que con este repartimiento los pusiesen en aprieto, no faltaban indios que se alquilasen. Y me acuerdo que los indios de la provincia de Otumba, con andar entonces muchos años ocupados en traer una agua de lejos a su cabecera, tenían fama sobre todos los demás, que acudían mejor a ello y eran mejores trabajadores. Cuanto más que el alquilarse a los españoles les es forzoso a los indios para tener dinero con que pagar sus tributos, y suplir las necesidades de sus pueblos y las proprias de sus familias, y así no pueden dejar de alquilarse, como de hecho se alquilan aún ahora con toda la apretura de su repartimiento. Y aunque no acuden a todos (porque no todos se hacen dignos), a lo menos acuden a los que los tratan bien. Y de diversos españoles he sabido que tienen para sus labores más indios de los que quieren. Pero si el labrador a menos precio compró de indios o alcanzó de merced dos caballerías de tierra, y mete el arado por todas las demás que ve por delante, sin dejar casa de indio ni cementerio de iglesia, y viene a sembrar seiscientas o ochocientas hanegas, ¿qué indios han de bastar para labrárselas a él y a sus vecinos, que hacen otro tanto? Cierto es que no bastarán todos los pueblos de la comarca, ni podrán acudir a ello. Mas puesto que los indios no acudiesen a alquilarse para el trigo, niego que por esto los españoles oviesen de morir de hambre, pues el pan de maíz es de tanto sustento y no menos sabroso, de lo cual hay cantidad en esta tierra, y mucha gente española dejan el pan de trigo por él. Y éste sería mas fácil de labrar y coger, y sobraría, mayormente esforzándose a sembrar algo los españoles, y procurando que los indios sembrasen más de lo que siembran. En las islas Filipinas ¿hay trigo o maíz? ¿No se sustentan los españoles con arroz? Y si no queremos pasar sin el regalo del trigo, búsquese otro medio sin matar y acabar los indios. ¿Es posible que tan para poco es la república española en esta tierra, que donde habrá cien mil hombres o más en ella, no se sabrían dar maña y concertarse de suerte que no todos fuesen mercaderes o taberneros, o regatones y renoveros, sino que oviese de los pobres quien a los más ricos sirviese, y quien se alquilase y trabajase, y no que todos sean señores y mandones? Mayormente habiendo (como alegan los indios) tanta chusma de gente perdida y baldía de españoles, mestizos, mulatos y negros horros, que aún para asegurar los caminos y poner en orden esa mesma república sería menester usar de este medio. Querría yo saber qué medio se tomará para que haya trigo y no falte cuando los indios se acaben, pues ya falta poco según se les da la priesa. ¿No sería mejor comenzar a ponerlo con tiempo, para que los hombres estuviesen ya hechos a ello, y no aguardará que se les haga mal el trabajo, que al tiempo de la priesa no los puedan encarrilar? Y si fuese menester que ayudasen los indios, ¿no bastaba mandarles que en cada pueblo hiciesen una sementera de trigo de comunidad, conforme al número de los vecinos, o que cada indio hiciese una sementerilla de diez o doce brazas de trigo, y con esto valdría más barato que ahora que lo encierran todo los españoles, aguardando tiempo de más carestía? Empero no es ésta, no, la hambre del continuo servicio. No es el trigo sino cabeza de lobo, y lo que pretenden los que lo piden y quieren llevar adelante, es engordar y ensanchar, y tener más y más para sus vanidades y superfluidades con el sudor y sangre de los pobres indios, teniéndolos en perpetuo captiverio, sin hacer cuenta de lo de mañana, y aprovecharse de presente todo lo que pueden. Veamos ahora, pregunto yo: si este repartimiento de los indios se pide por la necesidad de los panes, pues para esta labor no han de servir los indios sino solamente en los dos tiempos de la escarda y de la siega, ¿porqué los traéis todo el año y toda la vida en rueda de repartimiento, sin dejarlos descansar ni una fiesta de la vocación de su iglesia, ni una pascua? No es sino para que vos que los recibís, los vendáis a otro, y el otro los envíe al monte a y labrar madera para venderla, y el otro a la calera, que es su granjería, y así de los demás a sus menesteres y intereses, y todo lo ha de hacer el desventurado indio, aunque reviente. A esta causa, muchos de los labradores han pedido por veces a la Real Audiencia o a los vireyes, que no haya repartimiento de indios, porque la mayor parte de los repartidos se llevan los que los venden de mano en mano. Y no habiendo repartimiento, los labradores que tratan bien a los indios, saben que los tienen seguros, que no dejarán de acudir a sus labores, y cada uno tiene sus gañanes señalados y para sí apropriados, cual veinte, cual cuarenta, y algunos sesenta y ochenta, y no sé si más. Sino que pasa también en esto una cosa donosa, que entrando con ellos por gañanes, los aproprian de tal manera para sí, como si fuesen sus esclavos comprados, sin dejarles libertad para que vayan a servir a otros o hacer de sí lo que quisieren. Y en esto se verá la propriedad del español para con el indio, semejante a la del gato con el ratón, que en entrando en su poder, aunque sea por concierto o pacto voluntario, a todo su poder no se le ha de ir de las uñas. Vine a saber esto muy de raíz por esta vía. Siendo yo guardián en la ciudad de Tepeaca (en cuya comarca hay muchos labradores), vino a mí un indio (porque no tienen otra guarida ni abrigo sino el favor del fraile, por donde los frailes son murmurados de los que no quieren para sus prójimos lo que querrían para sí), y díjome: «Padre, yo he servido de gañán a fulano, español, y ahora vendió a otro su estancia y labor, y al que salió de ella yo no le quedé a deber nada, y al que entra allí de nuevo tampoco le debo, ni le quiero servir, sino estarme en mi casa con mi mujer y hijos, y labrar mis terrezuelas. Un su criado me hace fuerza que tome dineros para obligarme a que vuelva a servir en aquella labranza. Ayúdame, que yo no quiero quedar allí captivo.» Supe que el criado de aquel labrador era un mozo portugués, y enviéle a rogar que se llegase al monesterio, y venido, preguntéle si el indio le debía algún dinero a él o a su amo. Respondióme que no debía dinero, mas que debía servicio, porque era gañán de la hacienda de su amo, y que había de trabajar en ella. A lo cual le repliqué yo, ¿que cómo era gañán de la hacienda de su amo, qué título o obligación tenía? A esto respondió: que el título era, que el dueño de aquella hacienda la había vendido a su amo con tantos gañanes de servicio, y el uno de ellos era aquel indio. Entonces le pregunté y dije: Pues los que tienen haciendas de labor, cuando las venden a otros, ¿también venden los gañanes con ellas? Sí señor, dijo él, y los obrajeros y estancieros y ganaderos y todos los que tienen semejantes haciendas, las venden con los indios que les sirven en ellas. ¿Cómo es eso (dije yo); esos indios gañanes o mozos que sirven, son esclavos o libres? Sean esclavos o libres (me respondió él), ellos son de la hacienda, y en ella han de servir, y este indio en la de mi amo. No hará tal, le dije yo, porque vuestro amo y vos os pondréis en razón. Mas por muchas y muy claras que yo le alegué al mozo, no le pude convencer a que entendiese que lo que él quería era abuso, maldad y tiranía contra toda razón y justicia, ni le pude desquiciar de aquella su opinión, que el indio era de la hacienda de su amo, y que había de ir a servir en ella. Aunque no fue, porque yo lo favorecí ante la justicia; mas si yo no estuviera de por medio, sino que él de prima instancia fuera a pedir la que tenía de su parte ante el alcalde mayor, después de gastados algunos reales, por ventura le dijera, que fuera el perro a servir a su amo, que así suelen pasar los negocios de los indios. Y después dirán, que quién hace al fraile procurador de ellos, como si esta procuración o patrocinación no la tuviese Dios mandada a todos los hombres, y como si no estuviesen obligados a ella. «Defended (dice Dios por boca de David) al pobre, y libradlo de las manos del pecador.» Y el Espíritu Santo dice, que a cada uno de los hombres mandó Dios o encomendó que mirase por su prójimo y volviese por él. Y esto mesmo dicta la ley de naturaleza y obliga a todos, y mucho más al sacerdote que al hombre particular, en especial siendo ovejas que en lo espiritual están a su cargo. Y porque venimos a tropezar con gañanes, no ha quince días, que aflojando algo la pestilencia del sarampión, de que arriba hecimos mención, tratando algunos labradores con los religiosos de este monesterio que ya estarían algunos indios para ir a segar los trigos, dijo uno de ellos: «A lo menos a mis gañanes no les dejaré yo trabajar en estas dos o tres semanas,» y por otra parte en la fuerza de la pestilencia, no dejaban de clamar al virey que les diese los indios del repartimiento. De suerte que los que tienen por de su casa los quieren conservar, y los otros que trabajen hasta morir. Y así les sería menos mal a los indios del repartimiento ser esclavos de los que van a servir, que ser jornaleros, porque los tratarían mucho mejor. Como pasa entre los mineros, que evitan cuanto pueden que sus negros no lleguen al horno donde se funde el azogue, ni al repaso; y de echar allí a los indios, maldito el escrúpulo que hacen cuando lo pueden hacer, aunque por ordenanza real les está prohibido, porque darles ordenanzas a nuestros españoles de Indias, es como poner puertas al campo. Y teniendo esto muy entendido el católico rey nuestro señor, con la larga experiencia de cosas pasadas, días ha me certificaron que había mandado S. M. proveer cédula o cédulas para que se quitase este perverso repartimiento, sino que como de los que lo habrían de ejecutar cuelgan tantas gentes, y tienen facultad para replicar, lo han dilatado y estorbado, representando sus imaginarios inconvenientes y temores, sin fundamento, como los que tiemblan de temor a do no hay que temer, y no es sino que los lleva la codicia de su particular aprovechamiento; porque si el gobernador principal sustenta y enriquece sus criados con estos repartimientos, y hay tal criado que le vale el suyo por año cuatro mil escudos, ¿cómo se ha de mover su amo a romper con ello de hecho, y decir no haya repartimiento de indios? y así no lleva remedio remitiéndolo al parecer de los interesados, si no es que el mismo rey absolutamente lo mande, sin dar lugar a excusas y réplicas en cosa tan prejudicial a su real conciencia. Y esperanza tengo en la suma bondad, que ha de poder más lo que su divina mano puede obrar en el corazón de nuestros muy católicos reyes, que lo que el demonio se esfuerza a llevar adelante para perdición de los mesmos que lo procuran. Mayormente, que determinar ser injusto este repartimiento, y quitarlo como tal, no será cosa nueva, pues está determinado muchos años atrás por el Consejo Real de España, habiendo mandado el clementísimo Emperador D. Carlos, que sobre ello se juntasen y platicasen los hombres más doctos de España, el año de mil y quinientos y veinte y nueve. Y entre los capítulos que en aquella junta determinaron, los dos primeros son los siguientes: «Primeramente parece, que los indios, por todo derecho y razón, son y deben ser libres enteramente, y que no son obligados a otro servicio personal, más que las otras personas libres de estos reinos, y que solamente deben pagar diezmos a Dios, si no se les hiciere remisión de ellos por algunos tiempos, y a S. M. el tributo que pareciere que justamente les deben imponer conforme a su posibilidad, y a la calidad de las tierras, lo cual se debe remitirá los que gobernaren. Otrosí parece, que los indios no se encomienden de aquí adelante a ningunas personas, y que todas las encomiendas hechas se quiten luego, y que los dichos indios no sean dados a los españoles so éste ni otro título, ni para que los sirvan ni posean por vía de repartimiento, ni en otra manera, por la experiencia que se tiene de las grandes crueldades y excesivos trabajos, y falta de mantenimientos, y maltratamiento que les han hecho y hacen sufrir, siendo hombres libres, donde resulta acabamiento y consumación de los dichos indios y despoblación de la tierra, como se ha hecho en la isla Española.» ¿Qué cosa más clara, justa y santa, que esta determinación? Y pues de entonces acá no tenemos otra ley de Dios, no se atrevan los nuevos letrados a extenderla como gamuza en este miserable tiempo de más anchura de conciencias y menos temor de Dios, que aquel felicísimo en que con grande acuerdo hablaron estos varones tan cristianos y sabios. Guíelo a su divino beneplácito nuestro inmenso Dios, porque haya de nosotros misericordia, y no castigue con más rigor que el pasado a entrambas Españas, la nueva y la vieja, por la nefanda inhumanidad que con sus criaturas racionales y prójimos nuestros usamos, afrentando su divina ley y santo Evangelio. Que si queremos abrir los ojos, conoceremos ser castigo de su mano que un soldado o cosario hereje, se haya llevado a su salvo tan buena parte del tesoro de las Indias, y héchose con el poderoso en el mar Océano, y atrevídose a querer saltear en la costa de España y hecho otros muchos daños en estas regiones subjetas al monarca del mundo, teniendo atemorizados estos sus reinos y flotas con que se sustentan. No es cordura que aguardemos a que nuestro Dios, no queriéndonos más sufrir, nos destruya del todo.
Capítulo XXXIX
Que por ser los indios de menos talento y fuerzas que nosotros, no nos es lícito tenerlos en poco, antes hay más obligación para tratarlos mejor
De todo el discurso de esta Historia se colige a la clara cómo los indios en respecto de nosotros los españoles son débiles y flacos, y los podemos llamar párvulos o pequeñuelos, por el pequeño talento que recibieron. Mas entiéndase que esta su pequeñez no nos da en ley natural licencia para que por eso los despreciemos, y de ellos no hagamos cuenta más que si no fuesen gentes, y nos apoderemos y sirvamos de ellos, porque no tienen defensa ni resistencia para contra nosotros. Antes por el mesmo caso de ser poco su poder, nos obligan a que nos compadezcamos de ellos como de flacos y menores, y a sobrellevarlos, defenderlos y ampararlos, y volver por ellos, como lo hacen aun los animales irracionales por brutos que sean, que nunca los mayores y más fuertes de una especie matan ni pretenden afligir y destruir a los menores y más flacos de aquella su mesma especie, antes los amparan y defienden de los de otra especie cuando los persiguen, en cuanto les es posible. Y esta ley natural obliga más al hombre en razón de ser hombre. Por lo cual las leyes humanas todas enseñan y establecen este favor, amparo y defensa a los que pueden y tienen fuerzas, para con los que poco pueden. Y cuanto de más nobles y generosos se precian los que tienen autoridad y poder, tanto más obligación tienen, por todas leyes, de amparar a las personas miserables y que poco pueden. Y tanto por mayor vileza les es contado emplearse en afligir a las tales personas, por las cuales más que otros están obligados a volver. Y éste dicen ser el principio y fundamento de la orden de caballería, que en los tiempos antiguos, cuando no había tanto poder ni justicia en los reinos para refrenar a los malos hombres y tiranos que hacían agravios y fuerzas a los que poco podían, eran ordenados o armados caballeros los hombres esforzados que se preciaban de más nobles y generosos ánimos, con juramento que hacían de quitar y deshacer agravios, y defender con todo su poder a las personas miserables y destituidas de favor. Pues la ley divina antigua siguiendo a la natural, a esto mesmo nos obliga con estrecho precepto, como parece por toda la segunda tabla de la ley, y por lo arriba alegado del sabio, que a cada uno de los hombres mandó Dios que mirase por su prójimo; es a saber, en usar con él lo que querría para sí. ¿Pues quién hay fuerte, poderoso, sabio y entendido, que si se viera flaco, abatido, y ignorante y pobrecillo (como lo pudiera ser, si Dios lo pusiera o dejara en aquel estado), no quisiera que el sabio le enseñara, y que el fuerte lo defendiera, y que el poderoso se compadeciera de él y lo amparara? Y quejándose Dios de la inconsideración que muchos hombres en este caso tienen, dice por boca del profeta Malaquías: «¿Por ventura no es solo uno nuestro Padre de todos nosotros? ¿Por ventura no es un Dios el que nos crió? ¿Pues porqué cada uno de vosotros desprecia a su hermano? «Y en la ley de gracia nos avisa Dios de su voluntad cerca de esto más a la clara (mayormente a los que se tienen por grandes), diciendo: «Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeñuelos, porque sus ángeles siempre ven el rostro de mi Padre que está en los cielos.» Como si dijese: «Siempre están en la presencia de Dios, y se quejarán de vosotros, porque despreciando a sus clientulos o encomendados, los despreciáis a ellos.» Y sobre estas palabras dice el glorioso S. Gerónimo: «Porque no es lícito despreciar al mínimo de los que creen en Cristo, el cual no solamente siervo de Dios, mas aun hijo de Dios es, llamado por la gracia de la adopción o prohijamiento, a quien es prometido el reino de los cielos y la compañía de los ángeles.» Todo el Evangelio está lleno del mucho caso que Dios hace de los pequeñitos o párvulos, y que de los tales es el reino de los cielos, y que si no nos hiciéremos pequeños, humildes y despreciados como ellos, no entraremos allí. Cerra de este punto, es mucho de notar que no sin misterio llamó Dios a estos indios a su fe católica y al gremio de su Iglesia a cabo de tantos años que sus padres y antepasados estuvieron en poder del demonio, y en tales tiempos como en los que estamos, y siendo tan bajos como (a nuestro parecer) son de entendimiento, sino para verificar en este su llamamiento y elección lo que siempre ha usado para con sus criaturas racionales, que es lo que dice S. Pablo: «Elegir a los que parecen tontos al mundo, para confundir los sabios de él, y a los flacos para confundir los fuertes, y a los bajos y despreciados y que parecen no tener ser, para confundir y destruir a los que a su parecer tienen ser y valor.» Y esto dice que hace Dios porque ninguna criatura se gloríe ni presuma algo de sí, sino que todo hombre se conozca por vil y se humille debajo de la poderosa mano de Dios. Ejemplo de esto tenemos en la creación del hombre, que fue hecho de un poco de barro, y elegido para el cielo, para confusión de los espíritus malos, que siendo tan excelentes criaturas, se desvanecieron, queriendo presumir de sí en presencia de su Criador. Lo mesmo usó Dios después en la elección del abominado y desechado pueblo gentílico, para confusión de su antiguo mayorazgo el pueblo hebreo, porque siendo de su Criador tan regalado y traído en palmas, no lo quiso conocer. Y así por ventura quiso en estos últimos tiempos llamar a esta tan baja nación, que nos parece el estiércol y basura de los hombres, para confusión, primeramente de los luteranos, que siendo hijos de padres y abuelos y más que rebisabuelos católicos, se apartaron de la fe de sus pasados por doctrina de un fraile apóstata, y también para confusión de muchos católicos de nombre, que presumiendo de grandes ingenios y habilidades, no emplearon aquellos cinco talentos en servir y agradar a Dios, tanto como muchos de estos desechados emplean el medio talento que recibieron. Y de estos hinchados podría ser que fuesen los que fundándose en autoridades del filósofo gentil, traídas de los cabellos, se esfuerzan a sustentar como grandes letrados, que los indios por menos nobles, no es inconveniente que se acaben en servicio de los más nobles y elegantes. Palabra y proposición blasfema en la ley de Jesucristo, pues dice su apóstol que esta ley de gracia no hace diferencia entre el judío y el griego, ni entre el indio y español, como todos sean cristianos. Y si nosotros lo somos, dejémonos de esas elegancias vanas y mundanas, y atendamos a lo que dice el real profeta, y primero lo había cantado aquella buena mujer, madre de Samuel. «Que Dios pone los ojos en las personas humildes en el cielo y en la tierra, levantando al necesitado del polvo de ella, y al pobre del estiércol, para ponerlo y colocarlo con los mayores de su reino.» He traído esta consideración a propósito de que en ninguna manera nos es lícito tener a los indios por gente baja y digna de menosprecio, mas antes debemos temer, que por ventura en el juicio de Dios se podrían verificar en nosotros para con ellos aquellas palabras de la sabiduría, que dirán los malos y pecadores que afligieron a los inocentes: «Nosotros, locos, sin seso, teníamos por cosa de burla y tontería la vida de estos, y que su fin había de ser sin honra. Veis aquí ahora como han sido contados entre los hijos de Dios, y su suerte les ha cabido entre los santos.» Váyanse, pues, a la mano los que sin conocer indios, ni haber pisado su tierra, se ponen a hacer historias para decir mal de ellos, y no sigan a Pedro Mártir, ni a otros que se precian de abatirlos y apocarlos lo último de potencia, autorizando sus dichos con el que un fraile, movido de la pasión que tenía por cierto suceso, dijo ante el Consejo Real de las Indias. Mas lean el capítulo décimo del primero libro de esta Historia, y verán en lo que aquel religioso apasionado paró.
Capítulo XL
De algunas autoridades de la Sagrada Escritura que parecen hablar de la conversión de estos naturales
Muchas autoridades hay en la Escritura de los santos profetas que tratan de la conversión que se había de hacer de los infieles a nuestra sagrada fe, y aunque es verdad que todas ellas se pueden entender de la conversión de los gentiles en general, hay empero algunas que con más particular propriedad se pueden aplicar a la conversión de los indios naturales de este nuevo mundo, que a otros algunos de los gentiles, como es aquella de David en el salmo: Populus quem non cognovi servivit mihi: in auditu auris obedivit mihi. «Un pueblo (dice Dios por su profeta) que yo no conocía, me sirvió: en oyendo mi palabra, luego me obedeció.» Si hablásemos del conocimiento o noticia que nosotros tenemos de las cosas que hemos visto, tratado y comunicado, de que nos quedan sus especies para acordarnos de ellas, claro es que no hay pueblo, gente, persona, ni criatura que Dios no la conozca mejor que ella a sí mesma, pues que todas las crió y sustenta, y en solo Él tienen sér y vida. Mas trátase aquí del conocimiento de aprobación o aceptación, según el cual no conoce Dios sino a los que (como dice el apóstol) son suyos; conviene a saber, a los que lo conocen, aman, adoran y sirven, que solos son dignos de que Dios los conozca, de los cuales dijo en el Evangelio: «Yo conozco mis ovejas, y las mías me conocen.» Porque a los demás, como eran los gentiles de quien aquí habla, no los conocía en esta manera de conocimiento, porque no los aprobaba, ni aceptaba, ni reconocía por suyos, sino por muy extraños y remotos de su conocimiento, pues ellos totalmente lo ignoraban. Y no sólo lo desconocían, siendo su Criador, mas honraban y adoraban a sus enemigos los falsos dioses y perversos demonios. Y no son solos los gentiles y idólatras a los que dice Dios no conoce, mas también a los malos cristianos que tienen sola fe sin obras, como lo dijo a las vírgenes locas, que llegaron a llamar, después de entrados todos a las bodas, y cerrada la puerta, diciendo: «Señor, Señor, ábrenos,» y él respondió de dentro: «En verdad os digo que no os conozco,» porque aunque eran del gremio de la Iglesia, faltóles el aceite de la misericordia y caridad. Y a aquellos que en el día del Juicio alegarán en su favor (aunque en vano), diciendo: «Señor, Señor, ¿por ventura nosotros no profetizamos en tu nombre? ¿y en tu nombre no lanzamos los demonios, y hecimos muchas y grandes maravillas? ¿Pues cómo ahora nos despides de tu casa?» Dice que les responderá: «Apartaos de mí, obradores de maldad, que yo nunca os conocí.» Pues viniendo a probar lo que pretendemos, ¿qué pueblo, qué gente, qué nación estuvo más lejos de conocer a Dios y de ser conocida de Dios en el sentido que llevamos, que los naturales moradores de este nuevo mundo, de pocos días acá descubierto? En la antigua gentilidad de nuestros pasados, conocida en todas partes, se tuvo noticia del Dios de Israel, por estar los judíos derramados por el mundo, como parece en el segundo capítulo de los Actos de los Apóstoles. Y Nabucodonosor, rey potentísimo de Babilonia, visto el milagro de los tres mozos que fueron librados sin lesión alguna del horno de fuego en que los habían echado, mandó publicar un decreto, que todo hombre que blasfemase del Dios de Israel fuese muerto y su casa destruida y asolada. Y el rey Darío, habiendo sacado a Daniel libre del lago o cueva de los leones, promulgó otro decreto en todo su imperio, mandando que todos temblasen y temiesen ante el Dios de Daniel, confesando que aquel era Dios vivo y eterno para siempre. De donde se sigue bien claro, que en la mayor parte de aquel mundo había clara noticia del Dios verdadero de Israel. Y también la tendrían de su Cristo, pues leemos que Ptolomeo hizo trasladar la Biblia y la tenía en su librería, y los judíos daban a entender a los gentiles la ley de Dios, porque algunos de ellos se convertían, a los cuales llamaban prosélitos. También las Sibilas, que fueron todas gentiles y de diversas provincias, hablaron clarísimamente de la venida de Cristo, y por consiguiente parece que en todas las partidas de aquel antiguo mundo se alcanzaba esta noticia. Mas que en este nuevo mundo no oviese tal memoria, ninguno, me parece, que pondrá duda, pues en ninguna escritura desde el principio del mundo hasta ahora cien años, se hallará mención de esta tierra, a lo menos de que oviese gentes en ella, y si alguno trató de estas regiones, fue para decir que eran inhabitables. ¿Y de qué gentes se hizo Dios tan olvidado y desconocido como de éstas, pues las tuvo mil y quinientos años, después de su venida al mundo, sin que entendiesen ni oyesen el reparo de su redención? Donde se concluye, que aquel verso en que Dios dice: «Un pueblo que yo no conocí,» se dijo más propriamente por este pueblo indiano, que por otro alguno. Y lo mesmo aquello que el Padre Eterno, hablando con su Unigénito Hijo, dijo por Isaías: «Cata que llamarás una gente que no conocías, y las gentes que no te conocieron correrán para ir a ti.» ¿De qué nación o generación de gente se lee desde el principio y fundación de la Iglesia, que con tanto fervor y apresuramiento haya corrido a recebir los sacramentos del baptismo y de la confesión? De ninguna por cierto, como largamente parece por los capítulos treinta y cuatro hasta el cuarenta y cuatro del tercero libro de esta Historia. Y por esto dice Dios en la segunda parte de aquel verso: «Este pueblo que digo, en oyendo mi palabra, luego la creyó, recibió, y me obedeció. No fue menester que tuviesen vieja ley, dada por mi mano, ni profetas de su propria nación, como los tuvo el pueblo hebreo, ni que viesen multitud de milagros, como los vieron los mesmos hebreos y los antiguos gentiles, sino que con sólo proponerles unos frailes pobres y extraños mi palabra, luego la creyeron, y me obedecieron y recibieron por su Señor.» Y esto confirma ese mesmo Hijo de Dios por otras palabras en Isaías, diciendo: «Buscáronme los que antes no preguntaban por mí: halláronme los que no me buscaron, porque me ofrecí a ellos, y dije: veisme aquí, veisme aquí, aquí estoy, dije a una gente que antes no invocaba mi nombre.» Y así se verificó en estos indios, que estando bien descuidados de alcanzar esta misericordia, se les vino Dios a meter (como dicen) por sus puertas, por un modo inopinado y más misterioso que casual, como consta en el principio de esta Historia. Podría preguntar alguno, ¿cómo permitió el Señor que tan gran número de gentes en tantos años estuviesen olvidados so el yugo del demonio? ¿Y por qué causa a estos más que a otros no los oviese puesto antes de ahora so la balanza de la cruz, y quitádoles la gran carga y pesadísimo yugo del demonio, enemigo del género humano? A esto no hay otra respuesta, sino las palabras del sabio en sus proverbios: que los juicios del Señor son peso y balanza, que quiere decir, son rectos y justos (como el salmista también lo dice) y tan profundos, que nadie basta a los escudriñar, sólo se nos permite admirarnos de ellos y magnificar y bendecir al Señor, porque al tiempo que él tenía preordenado usó de su divina misericordia, enviando su lumbre y gracia sobre los que estaban en tan escuras tinieblas y en la sombra de la muerte. Podemos a lo menos decir, que los padres de estos fueron puestos en la balanza del rey de Babilonia, Baltasar, y fueron hallados de tan pocos quilates, y tan sin ley, que la mesma mala ley que tuvieron los condenó, como al rey de Babilonia. Mas después que Dios los purgó del orín y escoria que tenían, y apartó el trigo de la paja, y arrancó la zizania, mandó echar la paja y zizania en el fuego, y a los hijos purgados, como reliquias de las guerras de la conquista, captiverio y pestilencias, sanólos y obró en ellos grandes misericordias y maravillas, como de Egipto dice el profeta Isaías, que lo hirió Dios primero con plaga, y después lo sanó. No menos se verificó, particularmente en esta tierra, aquello del salmista: «Venid y ved las obras del Señor, cómo quitó las guerras hasta el cabo de la tierra.» Si por alguna parte del mundo se puede con mucha propriedad y especialidad entender esto, es por esta Nueva España, donde las guerras eran continuas cuando estos naturales eran infieles, sin cesar de guerrear unos con otros, procurando de captivarse para sacrificar los captivos al demonio, y en entrando el Señor por sus puertas, y siendo de ellos recebido, destruyó de todo punto las guerras y puso paz general entre ellos; de suerte que los que entonces eran crueles enemigos, ahora se tratan y comunican como si fuesen hermanos. ¡Bendito y alabado sea tal Señor, que tales maravillas en un momento obra!
Capítulo XLI
De algunos rastros que se han hallado de que en algún tiempo en estas Indias hubo noticia de nuestra fe
Eran las cosas de la religión, ritos, costumbres y modo de vivir de los indios, al tiempo que estos reinos se descubrieron, en todo y por todo tan ajenos y contrarios a nuestra cristiandad (a lo menos en lo tocante a la fe), que comúnmente no se ha tenido duda de que sus antepasados nunca tuvieron noticia de la venida del Salvador al mundo, ni de su vida, milagros, muerte y pasión. Y conforme a esta común opinión, es lo que he tratado en el capítulo pasado, porque se confirma en no se hallar mención de tal cosa en todas nuestras escripturas, donde se trata todo lo substancial que ha pasado en el mundo desde su principio. Pero es cierto que por otra parte me ponen en grande perplejidad los rastros que de lo contrario se han hallado por testimonio de personas fidedignas, donde se colige haberse predicado en tiempos pasados en esta Nueva España nuestra santa fe, o a lo menos haberse tenido noticia de ella. Cuando se descubrió el reino de Yucatán, dicen que hallaron nuestros españoles algunas cruces, y entre ellas una de cal y canto, de altura de diez palmos, en medio de un patio cercado, muy lucido y almenado, junto a un muy solemne templo, y muy visitado de mucha gente devota. Esto fue en la isla de Cozumel, que está junto a la tierra firme de Yucatán. Preguntados los naturales, de dónde y cómo habían tenido noticia de aquella señal, respondieron que un hombre muy hermoso había pasado por allí y les había dejado aquella señal para que de él siempre se acordasen, diciendo que los que en tiempos futuros trajesen aquella señal habían de ser sus hermanos, y que los llamó «los barbados del oriente.» Y esto alude a lo que Quezalcohuatl dejó dicho a los de Cholula, como parece en el capítulo décimo del libro segundo. El Obispo de Chiapa, D. Fr. Bartolomé de las Casas, en una su Apología, que escrita de mano se guarda en el convento de Santo Domingo de México, cuenta que desembarcando él en la costa de Yucatán (porque a la sazón entraba aquel reino por cercanía en los términos de su obispado), halló allí un clérigo honrado, de madura edad, que sabía la lengua de los indios, y porque él pasaba de paso a la cabeza de su obispado, dejó rogado y encargado a este clérigo, que en su nombre anduviese la tierra adentro, visitando los indios, con cierta forma y instrucción que le dio para que les predicase. Y a cabo de un año, poco menos, dice que le escribió este clérigo, cómo había hallado un señor principal, que inquiriéndole de su creencia y religión antigua que por aquel reino solían tener, le dijo que ellos conocían y creían en Dios, que estaba en el cielo, y que aqueste Dios era Padre y Hijo y Espíritu Santo, y que el Padre se llamaba Izona, que había criado los hombres y todas las cosas. Y el Hijo tenía por nombre Bacab, el cual nació de una doncella virgen llamada Chibirías, que está en el cielo con Dios, y que la madre de Chibirías se llamaba Ischel. Y al Espíritu Santo llamaban Echuah. De Bacab (que es el Hijo), dicen que lo mató Eopuco, y lo hizo azotar y puso una corona de espinas, y que lo puso tendidos los brazos en un palo, y no entendían que estaba clavado, sino atado, y allí murió, y estuvo tres días muerto, y al tercero tornó a vivir y se subió al cielo, y que allá está con su Padre, y después de esto luego vino Echuah, que es el Espíritu Santo, y hartó la tierra de todo lo que había menester. Preguntado qué querían significar aquellos tres nombres de las tres personas, dijo que Izona quería decir el gran padre, y Bacab hijo del gran padre, y Echuah mercader. Y a la verdad buenas mercaderías bajó el Espíritu Santo al mundo, pues hartó la tierra, que son los hombres terrenos, de sus dones y gracias tan copiosas y divinas. Y preguntado también cómo tenían noticia de estas cosas, respondió que los señores lo enseñaban a sus hijos, y así descendía de mano en mano esta doctrina. Y afirmaban aquellos indios que en el tiempo antiguo vinieron a aquella tierra veinte hombres, y el principal de ellos se llamaba Cocolcan, y que traían las ropas largas, y sandalias por calzado, las barbas grandes, y no traían bonetes sobre sus cabezas, y que estos mandaban que se confesasen las gentes y que ayunasen. Esto escribe el obispo de Chiapa, que es cosa muy maravillosa, y no sabe hombre qué salida le dar. Otra cosa me contó un religioso, muy conocido por verdadero, siervo de Dios y fraile de S. Francisco, llamado Fr. Francisco Gómez, que por ser todavía vivo y muy viejo, pierde la memoria que en esta Historia se debía a sus fieles y largos trabajos en esta viña del Señor. Y es, que viniendo él de Guatemala en compañía del varón santo Fr. Alonso de Escalona, pasando por el pueblo de Nexapa de la provincia de Guaxaca, el vicario de aquel convento (que es de la orden de Santo Domingo) les mostró unos papeles pintados que habían sacado de unas pinturas antiquísimas, hechas en unos cueros largos, rollizos y muy ahumados, donde estaban tres o cuatro cosas tocantes a nuestra fe, y eran la madre de Nuestra Señora, y tres hermanas hijas suyas, que las tenían por santas. Y la que representaba a Nuestra Señora, estaba con el cabello cogido al modo que lo cogen y atan las indias, y en el nudo que tienen atrás tenía metida una cruz pequeña, por la cual se daba a entender que era más santa, y que de aquella había de nacer un gran profeta que había de venir del cielo, y lo había de parir sin ayuntamiento de varón, quedando ella virgen. Y que a este gran profeta, los de su pueblo lo habían de perseguir y querer mal, y lo habían de matar crucificándolo en una cruz. Y así estaba pintado, crucificado, y tenía atadas las manos y los pies en la cruz, sin clavos. Estaba también pintado el artículo de la Resurrección, cómo había de resucitar y subir al cielo. Decían estos padres Dominicos, que hallaron estos cueros entre unos indios que vivían hacia la costa del mar del sur, los cuales contaban que sus antepasados les dejaron aquella memoria. Otro religioso, que también vive, Fr. Diego de Mercado, padre grave y que ha sido difinidor de esta provincia del Santo Evangelio, y uno de los más ejemplares y penitentes de este tiempo, me contó y dio firmado de su nombre, que en años atrás, platicando con un indio viejo Otomí, de más de setenta años, sobre las cosas de nuestra fe, le dijo aquel indio, cómo ellos en su antigüedad tenían un libro que venía sucesivamente de padres a hijos en las personas mayores que para lo guardar y enseñar tenían dedicados. En este libro tenían escrita doctrina en dos colunas por todas las planas del libro, y entre coluna y coluna estaba pintado Cristo crucificado con rostro como enojado, y así decían ellos que reñía Dios. Y las hojas volvían por reverencia, no con la mano, sino con una varita que para ello tenían hecha, y guardábanla con el mesmo libro. Y preguntándole este religioso al indio, de lo que contenía aquel libro en su doctrina, no le supo dar cuenta en particular, más de que le respondió, que si aquel libro no se oviera perdido, viera cómo la doctrina que él les enseñaba y predicaba y la que allí se contenía, era una mesma, y que el libro se pudrió debajo de tierra, donde lo enterraron los que lo guardaban cuando vinieron los españoles. También le dijo que tuvieron noticia de la destruición por el diluvio, y que solas siete personas se salvaron en el arca, y todas las demás perecieron con todos los animales y aves, excepto las que allí se salvaron. Tuvieron también noticia de la embajada que hizo el ángel a Nuestra Señora, por una metáfora, diciendo que una cosa muy blanca como pluma de ave cayó del cielo, y una virgen se abajó y la cogió y metió en su vientre y quedó preñada; pero no sabían decir qué se hizo lo que parió. Lo que estos dijeron del diluvio, atestiguaron también en Guatemala los indios Achíes, afirmando que lo tenían pintado entre otras sus antiguallas, las cuales todas los frailes con el espíritu y celo que llevaban de destruir la idolatría, se las quitaron y quemaron, teniéndolas por sospechosas. También se halló que en algunas provincias de esta Nueva España, como era en la Totonaca, esperaban la venida del Hijo del gran Dios (que era el sol) al mundo, y decían que había de venir para renovarlo y mejorarlo en todas las cosas. Aunque esto no lo tenían ni interpretaban en lo espiritual, sino en lo temporal y terreno, como decir que con su venida los panes habían de ser más purificados y substanciales, y las frutas más sabrosas y de mayor virtud, y que las vidas de los hombres habían de ser más largas, y todo lo demás según esta mejoría. Y para alcanzar esta venida del Hijo del gran Dios, celebraban y ofrecían a cierto tiempo del año un sacrificio de diez y ocho personas, hombres y mujeres, animándolos y amonestándoles que tuviesen a buena dicha ser mensajeros de la república, que los enviaba al gran Dios, para pedirle y suplicarle tuviese por bien de enviarles a su Hijo para que los librase de tantas miserias y angustias, mayormente de aquella obligación y captiverio que tenían de sacrificar hombres que (como en otra parte se dijo) lo llevaban por terrible y pesada carga, y les era intolerable tormento y dolor, y lo hacían cumpliendo el mandato de sus falsos dioses, por el temor grande que les tenían. De todos estos dichos y testimonios aquí referidos, no deja de nacer grave sospecha que los antepasados de estos naturales oviesen tenido noticia de los misterios de nuestra fe cristiana. Y aun esto último de los que aguardaban la venida del Hijo del gran Dios, hace harto en favor de los que han tenido opinión que estos indios descendían del pueblo de los judíos, creyendo que serían de algunos que escaparían de la destruición de Jerusalem, que hicieron los emperadores Tito y Vespasiano, y por el mar vendrían discurriendo de unas tierras en otras, y quedaron con aquel su error de aguardar todavía al Mesías; aunque esta opinión rechaza el doctísimo José de Acosta, de la Compañía de Jesús, queriendo probar con mucha curiosidad que estos indios no vienen del linaje de los hebreos. Pero como sus razones no concluyan imposibilidad, sino sola congruidad, en materia tan oculta y incierta a los hombres, cada uno puede juzgar lo que más cuadrare a su entendimiento, no afirmando lo que es tan dudoso, sino sospechando o teniendo por opinión lo que mejor le parece. Y así el maestro Alejo Vanegas parece tener que vienen de cartagineses. Y lo que dice el padre Acosta, ser tan anexo a los hebreos, y falto en los indios, como las letras, la cobdicia y la circuncisión, cosa posible es (y aún bien contingente) en tanta variedad de tiempos y tierras haberlo perdido. Cuanto más que en lo de la circuncisión, que totalmente excluye en los indios, ya vimos en el capítulo diez y nueve del segundo libro, cómo la tuvieron los de una provincia de esta Nueva España, llamados Totonaques. Y de los mesmos ahora acabamos de decir cómo aguardaban su Mesías o consolador. ¿Y quién sabe si estamos tan cerca del fin del mundo, que en estos se hayan verificado las profecías que rezan haberse de convertir los judíos en aquel tiempo? Porque en estos (si vienen de judíos) ya lo vemos cumplido; pero de esotros bachilleres del viejo mundo, yo poca confianza tengo que se hayan de convertir, si Dios milagrosamente no los convierte. Dejémoslo a él todo, que sabe lo cierto, que nosotros (como dicen) hablamos de gracia, y podemos dar una en el clavo y ciento en la herradura.
Capítulo XLII
De los provinciales que ha habido en esta provincia del Santo Evangelio, y comisarios generales en esta Nueva España
Por haber sido esta provincia del Santo Evangelio principio y cabeza de nueva Iglesia, parece ser cosa justa hacer en fin de este libro minuta de los prelados que hasta aquí ha tenido sucesivamente, y también porque no de todos ellos se hace memoria en las vidas de los claros varones contenidas en el libro siguiente y quinto en número. En el tercero se vio cómo con la venida de los primeros doce religiosos se instituyó esta provincia en custodia, no dependiente de alguna provincia, sino inmediata al ministro general de la orden de los frailes menores, y por primero custodio el varón santo Fr. Martín de Valencia, cuya apostólica vida se verá por extenso en el principio del libro siguiente. Sucedióle en el oficio, y fue segundo custodio, uno de sus compañeros, llamado Fr. Luis de Fuensalida, de cuya persona se hace particular mención en el mesmo libro. Acabado este su oficio, volvieron a reelegir en tercero custodio al mesmo padre Fr. Martín de Valencia. Cumplidos sus tres años, fue electo en cuarto custodio Fr. Jacobo de Testera, de nación francés, varón de grande espíritu, paupérrimo y humilísimo, juntamente con ser muy docto. En el año de treinta y seis eligieron por primero provincial a Fr. García de Cisneros, uno de los doce, el cual murió habiendo ejercitado santamente sólo un año su oficio, y en su lugar fue electo por segundo provincial Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo, también de los doce. Acabado su trienio, promovieron por tercero provincial a Fr. Marcos de Niza, natural de la mesma ciudad, en el ducado de Saboya, hombre docto y religioso, que con celo de la salud de las almas, empleó lo más del tiempo de su oficio en descubrir tierras nuevas en aquella parte que llamaron Cíbola, y de los grandes fríos que pasó, lo hallé yo cuando vine de España, morador en Jalapa, gafo o tollido de pies y manos; y sintiendo que se le llegaba la hora de la muerte, por enterrarse con los santos viejos, se hizo traer a México, donde acabó la peregrinación de esta vida. En cuarto provincial fue electo el venerable padre Fr. Francisco de Soto, que era de los doce, cuya inculpable vida y suaves costumbres se hallarán en el quinto libro. Cumplido su trienio, fue electo en quinto provincial Fr. Alonso Rancrel, de la provincia de Santiago, que duró poco tiempo, porque embarcándose al principio de su provincialato para ir al Capítulo General de Asís, se perdió el navío en que iba y murió en la mar. En su lugar fue electo en sexto provincial el padre Fr. Toribio Motolinia, del número de los doce, que fue curioso en muchas cosas, y entre otras dejó memoria del modo que se tuvo en la conversión de estos naturales, y otras antiguallas de que yo me he aprovechado para esta Historia, aunque más me aprovechara de su lengua y palabra siendo (como fue) mi guardián, si entonces tuviera intento de meterme en este cuidado. Después del padre Fr. Toribio, eligieron en séptimo provincial, harto contra su voluntad, al muy docto y religioso padre Fr. Juan de Gaona, de la provincia de Burgos, y no lo fue más de un año, porque no pudo acabar con su delicada conciencia de pasar adelante. Y así tomando por achaque que le faltaba la vista, renunció el oficio, y entró en su lugar por octavo provincial el bendito Fr. Juan de S. Francisco, de la provincia de Santiago, que gobernó ésta del Santo Evangelio todos los tres años, los cuales cumplidos fue electo en noveno provincial el prudentísimo Fr. Francisco de Bustamante, de la provincia de Castilla. Y porque el Comisario General Fr. Francisco de Mena se había de partir para el Capítulo General de Aquila, al segundo año le abrevió el capítulo, en el cual salió por décimo provincial Fr. Francisco de Toral, de la provincia del Andalucía. Y cumplido su oficio, fue reelegido segunda vez por undécimo provincial el mesmo Fr. Francisco de Bustamante. Mas al segundo año le vino recado de España para que fuese comisario general, lo cual fue causa que acortase el capítulo, en el cual salió en su lugar por doceno provincial Fr. Luis Rodríguez, de la provincia de Santiago, gran lengua mexicana y muy honesto y amable religioso, el cual por tentación o escrúpulo que tuvo de volverse a España, a los dos años abrevió el capítulo y se fue a la provincia de S. Miguel, donde también lo hicieron provincial, y ejercitado el oficio loablemente, acabó la vida en aquella provincia. Sucedióle en el oficio de ésta por treceno provincial un su hijo muy escogido, que en México tomó el hábito, siendo conquistador en estos reinos, Fr. Diego de Olarte, cuya ejemplar vida se verá en el libro siguiente. Cumplido su oficio, fue electo en catorceno provincial Fr. Miguel Navarro, hombre amable y de entrañas sanísimas, de la provincia de Cantabria, a quien ésta del Santo Evangelio debe mucho, por haberla mejorado en edificios de iglesias,y casas, porque apenas hay alguna buena en que su diligencia y cuidado no haya tenido parte en la comenzar, proseguir o acabar. En el convento de los Ángeles dejó de sí particular memoria, porque hizo una rica custodia, un buen órgano, una muy solenne pila de baptismo, una hermosa ara en el altar mayor, demás de haber hecho acabar aquella iglesia, que hasta entonces se hacía con mucha díficultad. Tras este cuidadoso padre eligieron en quinceno provincial al varón santo Fr. Alonso de Escalona, de la provincia de Cartagena, al cual sucedió por provincial diez y seiseno en número, Fr. Antonio Roldán, profeso de esta provincia del Santo Evangelio, religioso de mucha piedad y caridad con los pobres. Acabado su trienio, fue electo en diez y septeno provincial el benemérito padre Fr. Pedro Oroz, hijo de esta santa provincia, que escribiéndose este libro fue a gozar de Dios. Y todos los arriba nombrados son muertos, aunque viven en el cielo. Dejó el oficio a los dos años y medio, y entró en su lugar por diez y ocheno provincial el incomparable varón Fr. Domingo de Areizaga, de la provincia de Cantabria, después de cuyo trienio, fue segunda vez reelecto Fr. Miguel Navarro en décimo noveno provincial, y a los dos años renunció su oficio, y entró por vigésimo provincial el padre Fr. Pedro de S. Sebastián, profeso de esta provincia, y la rigió más de cinco años, porque a causa de no se haber recebido el comisario general que había venido de España, por más de tres años, no hubo prelado superior que celebrase capítulo a su tiempo, y así fue todo él de muchos trabajos que urdió el demonio. Y el dicho padre provincial los pasó bien grandes, porque hubo de ir a España, y en la mar cayó en manos de ingleses, que lo llevaron a Inglaterra, y rescatado murió en España en el convento de Tordelaguna, de la provincia de Castilla. Sucedióle en el cargo por vigésimo primo provincial, Fr. Domingo de Areizaga, segunda vez electo. Y tras él, por vigésimo segundo, el padre Fr. Rodrigo de Santillán, profeso en esta provincia. Y últimamente por vigésimo tercio, el padre Fr. Esteban de Alzua, que lo es al presente. Y plegue a la Majestad divina nos provea de tales prelados en lo de adelante para su honra y gloria y santo servicio. De los comisarios generales que han sido superiores a los provinciales en esta Nueva España, haré sumaria relación por no alargar el capítulo. El primero de quien se tiene noticia, fue un gran siervo de Dios, llamado Fr. Alonso de Rozas, de la provincia de Castilla, aunque en breve lo renunció y se quedó en esta provincia. Yo lo conocí en su última vejez, recogido en la mesma casa donde esto escribo, y de aquí lo llevaron a México, donde murió y está enterrado. El segundo fue Fr. Juan de Granada, de la provincia del Andalucía, de quien quedó también loable fama de perfecto religioso. Por tercero fue elegido en el Capítulo General de Niza, el doctísimo y religiosísimo Fr. Francisco de Osuna, también de la provincia del Andalucía; mas porque no pudo pasar a estas partes, fue subrogado en su lugar el mesmo Fr. Juan de Granada, que antes lo había sido. En el capítulo general siguiente, que fue celebrado en Mantua, eligieron en cuarto Comisario General a Fr. Jacobo de Testera, francés de nación, que había ido por custodio de esta provincia. Y porque vuelto a ella murió en breve, le sucedió por quinto comisario el padre Fr. Martín de Hojacastro, de la provincia de Burgos, que lo había acompañado. Lo cual sucedió por virtud de la mesma comisión, que rezaba que faltando el dicho Fr. Jacobo, le sucediese en el oficio y cargo el Fr. Martín. El sexto fue Fr. Francisco de Bustamante, de la provincia de Castilla, residiendo en ésta del Santo Evangelio, de quien entre los provinciales se ha hecho mención y se hará más adelante. Fr. Francisco de Mena, de la provincia de Burgos, fue el séptimo Comisario General de estas partes. Vino de la provincia de la Concepción, donde se había transferido, y habiendo cumplido aquí su oficio con mucha edificación y contento de todos, volvió a la provincia de la Concepción, donde murió guardián del convento de Valladolid. Fue notable predicador y de singular espíritu, demás de vida muy ejemplar y religiosa. Vuelto a España el padre Mena, y celebrado el Capítulo General de Aquila en Italia, no se proveyó por entonces Comisario General de Indias, hasta que siendo provincial el padre Fr. Francisco de Bustamante en esta provincia, le vino segunda vez la comisión, y fue octavo comisario general, y con ella determinó de ir a España, haciéndole compañía los provinciales dominico y augustino, a tratar con el rey nuestro señor el remedio de muchos estorbos que en aquella sazón había para la doctrina de los indios, y murió en Madrid, como se contará en su vida. Fue luego proveído por noveno comisario general, el padre Fr. Juan de S. Miguel, de la provincia del Andalucía, y aunque al principio lo aceptó, desde a poco tiempo lo renunció y no pasó a estas partes. El décimo fue el padre Fr. Diego de Olarte, hijo de esta provincia, que acabando de ser provincial en ella, y siendo enviado injustamente a España por ciertos jueces que de allá vinieron, con título de amistad del marqués del Valle, volvió acá con mucha honra por comisario general. Y porque a causa de su mucha vejez y trabajos del viaje murió en llegando a esta tierra, entró en su lugar por onceno comisario el padre Fr. Francisco de Ribera, de la provincia de Santiago. Había trabajado este padre muchos años en esta provincia, siendo muy buena lengua de los naturales y acepto predicador de los españoles, y así ejercitó su oficio de comisario con mucho celo de la virtud y de aprovechar a su religión. Y por cierta resistencia que hizo al mandato del virey que a la sazón era, sobre que exhibiese los recados de su oficio, procuró que lo llamasen de España, a do fue, y murió en la provincia de S. Miguel, que se había dividido de la de Santiago. Sucedióle en el cargo por doceno comisario, el padre Fr. Miguel Navarro, de quien arriba se hizo memoria en la de los provinciales. Envió muy en breve la renunciación a España, y así vino proveído por treceño comisario el padre Fr. Rodrigo de Sequera, de la provincia de la Concepción. Después de él, vino la comisión enviada de España al padre Fr. Pedro Oroz, de esta provincia, que fue comisario catorceno en número. Y porque también renunció el oficio, vino proveído por quinceno comisario el padre Fr. Alonso Ponce, de la provincia de Castilla, el cual probó bien sus finos aceros de paciencia en sufrir destierros del príncipe que gobernaba, y otras persecuciones, con ánimo invencible. Por décimo sexto comisario general sucedió al dicho, el padre Fr. Bernardino de San Cebrián, de la provincia de la Concepción. Y acabando este padre su oficio, nos proveyó Dios por décimo séptimo comisario general al padre Fr. Pedro de Pila, padre benemérito, y provincial que ha sido de la provincia de Michoacan, que por ser criado y cursado en esta Nueva España, fue recebido con especial aceptación y aplauso, y usa hoy día su oficio con mucha rectitud.
Capítulo XLIII
Del número de monesterios y partidos de clérigos y iglesias que al presente habrá en esta Nueva España, y obispos que han sido en ella
Para que se alabe nuestro Señor Dios, obrador de todo lo bueno, en la muy ampla y extendida propagación de su santa fe y doctrina cristiana en esta Nueva España, que comenzó en solos doce frailes menores y pobres, como otros doce apóstoles pescadores, será bien hacer la suma de los monesterios de las órdenes que el día de hoy están edificados, y de los partidos donde residen ministros clérigos con cargo de doctrinar a los naturales indios. Y comenzando por nuestra orden franciscana (pues fue la primera en este ministerio), digo que esta Nueva España tiene cinco provincias. La primera y madre de todas es esta de México, que se intitula del Santo Evangelio. La segunda, de los apóstoles S. Pedro y S. Pablo, de Michoacan. La tercera, del Nombre de Jesús, de Guatemala. La cuarta, de S. José, de Yucatán. La quinta, de S. Jorge, de Nicaragua, como arriba extensamente se ha relatado. Ésta del Santo Evangelio tiene sesenta y seis monesterios, sin dos custodias que tiene anexas y subjetas al provincial. La una que llaman de Zacatecas, y la otra en la Guaxteca, llamada de Tampico. La custodia de Zacatecas tiene en sí catorce casas o monesterios, y la de Tampico diez. De suerte que por todos tiene esta provincia del Santo Evangelio, noventa conventos. La provincia de Michoacan, juntamente con lo de la Nueva Galicia y fronteras de infieles (que todo es una provincia), tiene cincuenta y cuatro monesterios. La de Guatemala tiene veinte y dos. La de Yucatán otros veinte y dos. La de Nicaragua tiene doce monesterios, y según esta cuenta, hay en lo de la Nueva España doscientas casas o monesterios de la orden de nuestro padre S. Francisco. Los religiosos de la del bienaventurado Santo Domingo tienen al presente en esta Nueva España tres provincias, porque ahora en esta sazón que yo esto escribo, se dividió la de México, que no había desde su principio sino sola ella, y la de Guatemala. Quedó la de México con cuarenta y ocho monesterios, y la de Guajaca, que se intituló de S. Hipólito, con solos veinte y uno. La de Guatemala tendrá como veinte conventos con los de los obispados de Chiapa y Verapaz, que son por todos los de Santo Domingo, noventa monesterios. Los religiosos de la orden del glorioso doctor S. Augustín tienen setenta y seis monesterios en lo de México, Michoacan y Jalisco, que todo es una provincia. En el arzobispado de México hay setenta partidos de clérigos que administran a los indios, y cada partido tiene muchos pueblos de visita, como los tienen los conventos de los religiosos. Han sido prelados de este arzobispado: primero, el santo varón D. Fr. Juan de Zumárraga, fraile francisco. Segundo, D. Fr. Alonso. de Montúfar, dominico. Tercero, D. Pedro Moya de Contreras, que gobernó algun tiempo esta Nueva España, y murió en Madrid siendo presidente del Consejo de Indias. Cuarto, al presente, D. Alonso Fernández de Bonilla, que hoy día está visitando los reinos del Perú. Los padres carmelitas tienen a su cargo, de algunos años acá, un barrio de los indios de México, que se dice S. Sebastián. Los padres de la Compañía de Jesús, en México y en Teputzotlan, tienen dos colegios, donde enseñan y doctrinan a los naturales con mucho cuidado, sin otra casa de profesos que tienen también en México. En el obispado de Tlaxcala habrá cuarenta partidos o beneficios de clérigos, siempre se entiende en pueblos de indios, sin los que tienen entre los españoles. Han sido obispos de este obispado: primero, D. Julián Garcés, fraile dominico, gran letrado y paupérrimo en su persona y servicio. Segundo, D. Fr. Martín de Hojacastro, francisco, cuya vida se trata en el quinto libro. Tercero, D. Fernando de Villagomez. Cuarto, D. Antonio de Morales y Molina. Quinto, el que al presente vive, D. Diego Romano, cuyas letras han mostrado bien los cargos que en España tuvo de inquisidor, y los que en esta ha tenido. También tienen los padres de la Compañía en este obispado dos casas, en la ciudad de los Ángeles una, y otra en la Veracruz. Y otras dos los padres del Carmen, una en los Ángeles y otra en la villa de Carrión. En el obispado de Michoacan hay treinta y un partidos o beneficios de clérigos en pueblos de indios, sin otros trece o catorce que hay en pueblos de españoles y minas. Los padres de la Compañía tienen en Michoacan dos colegios, uno en la ciudad de Valladolid, que es la catedral, y otro en Pázcuaro. Han sido obispos de este obispado: primero, D. Vasco de Quiroga, que había sido oidor en la Audiencia de México, uno de los cuatro y muy escogidos que la católica Emperatriz doña Isabel envió para reformar aquesta Audiencia. Segundo, D. Antonio de Morales y Molina, que después pasó al obispado de Tlaxcala. Tercero, D. Fr. Diego de Chaves, augustino, que murió electo, antes de consagrarse. Cuarto, D. Fr. Juan de Medina Rincón, meritísimo prelado, también augustino, que había sido provincial de su orden en esta provincia de México. Quinto, D. Fr. Alonso Guerra, dominico, por cuya muerte está la sede vacante. En el de la Nueva Galicia o Jalisco, hay solos once partidos o beneficios de clérigos en pueblos de indios, aunque se recompensa este breve número con otros treinta y tres que tiene en pueblos de españoles, y en minas muchas que tiene, y en ellas siempre hay indios que las benefician. Los padres de la Compañía tienen dos colegios en este obispado, uno en Guadalajara y otro en Zacatecas. Han sido obispos en este obispado: primero, D. Pedro de Malaver. Segundo, D. Fr. Pedro de Ayala, francisco. Tercero., D. Francisco de Mendiola, que había sido oidor en aquella Audiencia. Cuarto, D. Fr. Domingo de Alzola, dominico. Quinto, D. Fr. Pedro Suárez de Escobar, augustino, varón de muy santa vida, el cual murió electo antes de se consagrar. Sexto, D. Francisco Santos García, que ha sido inquisidor en este reino, y hoy día vive en su obispado. El obispado de Guatemala tiene veinte y dos beneficios o partidos de clérigos, los más ricos de esta Nueva España, por causa del mucho cacao que allí se hace, y es la mejor mercadería de toda esta tierra después de la grana. Tienen los padres de la Merced algunos conventos y doctrinas en este obispado. Han sido obispos en él: primero, D. Francisco Marroquín. Segundo, D. Bernardino de Villalpando. Tercero, el que al presente vive, D. Fr. Gómez de Córdoba, de la orden de S. Gerónimo. El obispado de Guajaca tiene cuarenta partidos de clérigos, y serán también ricos, porque entra en él la Mixteca, tierra de mucha seda. Han sido obispos de este obispado: primero, D. Juan de Zárate. Segundo, D. Fr. Bernardo de Alburquerque, que había sido primero provincial de su orden de Santo Domingo en esta provincia de México, religioso de mucha humildad, y ejemplo de santa vida. Tercero, el que al presente lo es, D. Fr. Bartolomé de Ledesma, de la mesma orden. En el obispado de Yucatán hay pocos partidos de clérigos, y tampoco hay religiosos de otra orden, si no es de la nuestra de S. Francisco. Han sido prelados de aquel obispado: primero, D. Fr. Juan de la Puerta, francisco; murió en breve después de electo. Segundo, D. Fr. Francisco de Toral, de la mesma orden, que había sido provincial de esta provincia del Santo Evangelio. Tercero, D. Fr. Diego de Landa, de la mesma orden, que había trabajado muchos años y con grande ejemplo en aquella mesma provincia, siendo en ella súbdito y prelado. Cuarto, D. Fr. Gregorio de Montalvo, dominico. Quinto, D. Fr. Juan Izquierdo, franciscano, que al presente vive. En los obispados que restan, por estar muy lejos, no pude saber los beneficios o partidos que tienen los padres clérigos. En el de Chiapa, fue el primer obispo D. Fr. Bartolomé de las Casas, dominico, a quien todos los indios, y aun todos los reinos y provincias de las Indias, son en mucha obligación, por haber sido su incansable procurador ante nuestros católicos reyes por muchos años y con grandes trabajos. Segundo obispo fue D. Fr. Francisco Casillas, de la mesma orden. Tercero, D. Fr. Pedro de Feria. Cuarto, D. Fr. Andrés de Ubilla, que hoy día vive; todos dominicos. En el obispado de Honduras han sido obispos: primero, D. Cristóbal de Peraza. Segundo, D. Fr. Gerónimo de Corella, fraile gerónimo. Tercero, D. Fr. Alonso de la Cerda, dominico. En el obispado de la Verapaz han sido obispos: primero, D. Fr. Pedro de Angulo, dominico. Segundo, D. Fr. Tomás de Cárdenas, de la mesma orden. Tercero, D. Fr. Antonio de Hervias. En el obispado de Nicaragua fueron prelados: primero, D. Fr... dominico, que fue muerto por los dos hermanos Contreras que se quisieron alzar con el Perú. El año de cincuenta y uno fue proveído el padre maestro Fr. Alonso de la Veracruz, y no lo quiso aceptar. Aceptólo luego un D. fulano Carrasco, y tras él entró por obispo D. Fr. Gómez de Córdoba, que hoy vive obispo de Guatimala. Sucedióle después D. Fr. Antonio de Zayas, de la orden del padre S. Francisco, por cuya muerte está al presente proveído D. Juan de la Motta, deán de México y natural de la misma ciudad: renunciólo, y fue proveído en Panamá. Todos los obispados aquí referidos, son sufragáneos al arzobispado de México, salvo este último de Nicaragua; mas pónese aquí entre los otros, porque aquella provincia se cuenta por una de estas de la Nueva España. Muchos de los nuestros, que residen en la vieja, y no entienden lo mucho que se extienden los reinos de las Indias, piensan que todo ello es un pedazuelo de tierra, y que el Perú y Nueva España es como de Madrid a Sevilla. Y así escribiendo a los deudos o amigos que por acá tienen, ponen en el sobrescrito: «A fulano, en las Indias,» sin poner más distinción y claridad, siendo más dificultoso de hallar el tal hombre o persona, que si dijera: «Al Bachiller en Salamanca.» Porque de esta región de la Nueva España (cuya cabeza es México, y es parte de lo que llaman Indias), hay a los reinos del Perú (que también son Indias) poco menos distancia que a España. Y así es muy diferente región, y contiene otras muchas provincias y obispados de que aquí ninguna mención se hace, porque son muy distintas y remotas tierras la una de la otra. Finalmente, recopilando todo lo arriba dicho, y haciendo la cuenta más cierta que hacerse puede, hallo que en lo que es Nueva España, habrá al pie de cuatrocientos conventos o monesterios de religiosos de todas órdenes, y otros cuatrocientos partidos de clérigos, poco más o menos, que son por todas ochocientas doctrinas o asistencias de ministros eclesiásticos para ministerio de los sacramentos y doctrina cristiana. Y es mucho de notar lo que arriba se dijo, que cada uno de los conventos de religiosos, y de los partidos de clérigos, tiene de visita muchas iglesias en pueblos y aldeas que están a cargo de su doctrina. Estas iglesias sería imposible poderlas yo ni otro alguno contar; mas por las que esta provincia del Santo Evangelio tiene de visita (que serán más de mil), se podrá considerar las muchas que habrá en las otras cuatro provincias de esta mesma orden, y en las de las otras órdenes, y en los partidos de los obispados que aquí se han relatado. Conserve Nuestro Señor estos sus nuevos cristianos, y provéalos de tales ministros, cuales para su buena cristiandad han menester, que no es poco lo que importa esta petición.
Capítulo XLIV
De lo mucho que escribieron los religiosos antiguos franciscanos en las lenguas de los indios
Los bienaventurados doctores S. Gerónimo y S. Isidro hicieron particulares tractados en que dieron a los fieles noticia de los escriptores eclesiásticos de la primitiva Iglesia, a cuya imitación me pareció debía yo hacer (siquiera) un particular capítulo de esta materia, para que se entienda lo mucho que se debe a los primeros obreros de esta nueva Iglesia y viña del Señor, que no contentos con desmontarla, labrarla y cultivarla con el sudor de sus personas, quisieron dejar la prosecución de su labor más fácil y suave para los ministros que les sucediesen, con el ejercicio del lenguaje de estos naturales (que es el instrumento y medio más necesario para predicarles el Santo Evangelio y instruirlos en la vida cristiana), y así traeremos aquí a la memoria los tratados que compusieron o trasumptaron en la lengua mexicana y otras lenguas extrañas, que más parece habérselas infundido el Espíritu Santo, como a los santos apóstoles, que haberlas ellos adquirido por industria y diligencia humana, según fueron en ellas expertos y curiosos. Comenzaron a dar esta lumbre algunos de los doce que primero vinieron, y entre ellos, el que primero puso en arte la lengua mexicana y vocabulario, fue Fr. Francisco Jiménez. Tras él hizo luego una breve doctrina cristiana Fr. Toribio Motolinia, la cual anda impresa. Fr. Juan de Ribas compuso un catecismo cristiano y sermones dominicales de todo el año: un Flos Sanctorum breve, y unas preguntas y respuestas de la vida cristiana. Compuso también Fr. García de Cisneros otros sermones predicables. Estos cuatro fueron de los doce. Después de estos cuatro, Fr. Pedro de Gante (aunque lego) compuso una copiosa doctrina, que anda impresa. Fr. Juan de San Francisco compuso un sermonario bien cumplido y de muy buena lengua, y unas colaciones llenas de santos ejemplos, muy provechosas para predicar a los indios. Fr. Alonso de Herrera compuso en provecho y lengua de estos naturales un sermonario dominical y de Sanctis. Fr. Alonso Rengel hizo una arte muy buena de la lengua mexicana, y en la mesma lengua hizo sermones de todo el año, y también hizo arte y doctrina en la lengua otomí. Fr. Andrés de Olmos fue el que sobre todos tuvo don de lenguas, porque en la mexicana compuso el arte más copioso y provechoso de los que se han hecho, y hizo vocabulario y otras muchas obras, y lo mesmo hizo en la lengua totonaca y en la guasteca, y entiendo que supo otras lenguas de Chichimecos, porque anduvo mucho tiempo entre ellos. Fr. Arnaldo de Bassacio, francés de nación, muy profundo teólogo, escribió rnuchos y muy copiosos sermones, y de muy escogida lengua, y tradujo las epístolas y evangelios que se cantan en la Iglesia por todo el año, todo lo cual se estima en mucho. Fr. Juan de Gaona, doctísimo varón, fue muy primo en la lengua mexicana, y en ella compuso admirables tratados, aunque de ellos no quedó memoria, sino sólo de unos diálogos o coloquios, que andan impresos, de la lengua más pura y elegante que hasta ahora se ha visto, y otro de la pasión de nuestro Redentor; los demás supe que por desgracia se quemaron. Fr. Bernardino de Sahagún hizo arte de la lengua mexicana y unos sermonarios de todo el año, unos breves y otros largos, y una postilla sobre los evangelios dominicales, y otros muchos tratados de escogidísima lengua. Y como hombre que sobre todos más inquirió los secretos y profundidad de esta lengua, compuso un Calepino (que así lo llamaba él) de doce o trece cuerpos de marca mayor, los cuales yo tuve en mi poder, donde se encerraban todas las maneras de hablar que los mexicanos tenían en todo género de su trato, religión, crianza, vida y conversación. Estos, por ser cosa tan larga, no se pudieron trasladar. Sacólos de su poder por maña uno de los vireyes pasados para enviar a cierto cronista que le pedía con mucha instancia escrituras de cosas de indios, y tanto le aprovecharán para su propósito, como las coplas de Gaiferos. Fue este padre en esto desgraciado, que de todo cuanto escribió, sólo un cancionero se imprimió, que hizo para que los indios cantasen en sus bailes cosas de edificación de la vida de nuestro Salvador y de sus santos, con celo de que olvidasen sus dañosas antiguallas. Fr. Alonso de Escalona escribió muchos y muy buenos sermones, de que se han aprovechado y aprovechan hoy día los predicadores, así de dominicas como de santos, y también escribió sobre los mandamientos del Decálogo. Fr. Alonso de Molina fue el que más dejó impreso de sus obras, porque imprimió arte de la lengua mexicana, y vocabulario, y doctrina cristiana mayor y menor, y confesionario mayor y menor o más breve, y aparejos para recebir el Santísimo Sacramento del altar, y la vida de nuestro padre S. Francisco. Fuera de esto tradujo en la mesma lengua los evangelios de todo el año y las horas de Nuestra Señora, aunque éstas se recogieron por estar prohibidas en lengua vulgar. Tradujo también muchas oraciones y devociones para ejercicio de los naturales, porque aprovechasen en la vida espiritual y cristiana. Fr. Luis Rodríguez tradujo los proverbios de Salomón de muy elegante lengua, y los cuatro libros del Contemptus mundi, salvo que del tercero libro faltaban los últimos veinte capítulos, y estos tradujo de poco tiempo acá Fr. Juan Baptista, que al presente es guardián del convento de Tezcuco, y todos cuatro libros los ha corregido y limado de muchos vicios que tenían, por descuido de los escribientes que los habían ido trasladando, y los tiene muy a punto para imprimir. Fr.Juan de Romanones compuso muchos y elegantes sermones y otros tratados, y tradujo muchos fragmentos de la Sagrada Escritura. Fr. Maturino Gilberti, de nación francés, compuso y dejó impreso en la lengua tarasca (que es la de Michoacan) un libro de doctrina cristiana, de marca mayor, en que se contiene todo lo que al cristiano le conviene entender y saber para su salvación. Fr. Francisco de Toral, obispo que fue de Yucatán, supo primero que otro alguno la lengua popoloca de Tecamachalco, y en ella hizo arte y vocabulario, y otras obras doctrinales. Fr. Andrés de Castro, primero evangelizador de la nación matlazinga, hizo en aquella lengua arte y vocabulario, doctrina y sermones. El santo varón Fr. Juan de Ayora, provincial que fue de Michoacan, entre otros tratados, dejó uno impreso en lengua mexicana, del Santo Sacramento del altar. Fr. Juan Baptista de Lagunas, provincial que también fue de Michoacan, escribió en lengua tarasca, y dejó impresos, la arte y doctrina cristiana. Fr. Pedro de Palacios, excelente lengua otomí, hizo en ella un catecismo o doctrina cristiana, y también un arte para aprenderla, la cual corrigió y amplió después el padre Fr. Pedro Oroz, benemérito padre de esta provincia, al cual se deben gracias por lo mucho que en esta lengua otomí ha trabajado, y no menos en la mexicana, en la cual tiene compuestos unos copiosos sermonarios, que placiendo a Dios, presto saldrán a luz. Esta lengua mexicana es la general que corre por todas las provincias de esta Nueva España, puesto que en ella hay muy muchas y diferentes lenguas particulares de cada provincia, y en partes de cada pueblo, porque son innumerables. Mas en todas partes hay intérpretes que entienden y hablan la mexicana, porque ésta es la que por todas partes corre, como la latina por todos los reinos de Europa. Y puedo con verdad afirmar, que la mexicana no es menos galana y curiosa que la latina, y aun pienso que más artizada en composición y derivación de vocablos, y en metáforas, cuya inteligencia y uso se ha perdido, y aun el común hablar se va de cada día más corrompiendo. Porque los españoles comúnmente la hablamos como los negros y otros extranjeros bozales hablan la nuestra. Y de nuestro modo de hablar toman los mesmos indios, y olvidan el que usaron sus padres y abuelos y antepasados. Y lo mesmo pasa por acá de nuestra lengua española, que la tenemos medio corrupta con vocablos que a los nuestros se les pegaron en las islas cuando se conquistaron, y otros que acá se han tomado de la lengua mexicana. Y así podemos decir, que de lenguas y costumbres y personas de diversas naciones, se ha hecho en esta tierra una mixtura o quimera, que no ha sido pequeño impedimento, para la buena cristiandad de esta nueva gente. Remédielo Dios como puede.
Capítulo XLV
Contiene una carta, de la cual se colige cómo nuestro Dios en estos tiempos tenía ordenado de llamar a los indios a su santa fe, y cómo ellos de su parte estaban dispuestos para la recebir
Por penúltimo capítulo al fin de este cuarto libro, quise poner una notable carta que un fraile menor escribió desde el Río de la Plata al doctor Juan Bernal Díaz de Luco, siendo oidor del Real Consejo de Indias, que después fue dignísimo obispo de Calahorra, de la cual claramente se coligen tres cosas. La primera, que el descubrimiento de las Indias no fue casual sino misterioso, ordenado por la sabiduría y bondad divina para la conversión y salvación de los naturales de ellas, que Dios tenía para sí escogidos, como yo lo tengo tratado en el proceso de esta Historia. La segunda, que los indios de su parte estaban dispuestos para recebir la fe católica, si por buenos medios se la fueran enseñando, porque antes que recibiesen violencias de los nuestros, nunca hicieron mal a los que entraban en sus tierras. Y como no tenían fundamento para defender sus idolatrías, fácilmente las fueron poco a poco dejando. La tercera es, el celo que siempre han tenido y mostrado los religiosos para la conversión de estas gentes, y lo mucho que ha aprovechado para su conservación y cristiandad. Esta carta en su original fue derecha a Sevilla, y de allí vino abierta a esta Nueva España, y la hubo el padre Fr. Toribio Motolinia, y sacado el traslado de ella (que yo tengo en mi poder), envió el original al mesmo doctor Bernal. Dice, pues, así la carta:
«Aunque V. Mrd. no tiene noticia de mí de vista ni habla, cónstame que la tiene por relación del licenciado Gudino, que reside en Sevilla, el cual sé que es muy servidor de V. Mrd. Y él me dijo que V. Mrd. me mandaba le avisase las cosas que tocasen al servicio de Dios y de S. M. Yo, señor, soy el fraile de S. Francisco de la provincia del Andalucía, a quien nuestro general dio licencia que pasase con cuatro compañeros al Río de la Plata, y pasé con el socorro que vino a hacer Alonso de Cabrera, veedor de S. M., a los que quedaban en el Río de la Plata, después de la muerte de D. Pedro de Mendoza. Y plugo a Nuestro Señor que llegamos hasta entrar por la boca del Río de la Plata, y forcejamos por tres veces por entrar, y fue tan recio el viento contrario, que dio con la nao cerca del puerto de don Rodrigo, que agora se llama el puerto de S. Francisco, aunque hay otro que se dice río de S. Francisco, adonde parece que Nuestro Señor milagrosamente nos trajo, porque hallé luego lenguas con que pudiese hablar a los indios, y estos fueron tres cristianos que ha tiempo que están entre ellos, y saben hablar su lengua como los mesmos indios. Y juntamente con ésta, otra mayor maravilla, y es que habrá cuatro años que se levantó un indio, que en más de doscientas lenguas habló por espíritu de profecía, diciendo que vendrían presto verdaderos cristianos, hermanos de Santo Tomé, a los baptizar. Y mandaba que no hiciesen mal a algún cristiano, mas que les hiciesen mucho bien. Y tanto era el bien que hacían, que de los hombres que escaparon huyendo del desbarato del Río de la Plata, supe que les barrían el camino por do pasasen, y caminando, los mandaban poner debajo de un árbol, hechas enramadas a do descansasen, y les ofrecían muchas cosas de comer y muchos plumajes, y se tenían por bienaventurados los indios que los tenían en sus buhíos o chozas. Y llamábase este indio Etiguara, el cual ordenó muchos cantares que ahora los indios cantan, en que hallo manda que se guarden los mandamientos de Dios. Y más, que porque los indios usaban tener muchas mujeres, y casaban con primas y hermanas indiferentemente, mandaba lo que en este caso ordenan los sacros cánones, que no tuviesen más de una mujer, y no casasen con parientas dentro del cuarto grado, de la misma manera que entre cristianos se tiene. Este indio se fue de esta tierra, y dejó discípulos. Y como llegamos nosotros a esta sazón, fue tan grande el gozo que con nuestra venida ovieron, que no nos dejan reposar, ni apenas comer, de los muchos que vienen a recebir el baptismo. Y juntamente hago luego sus casamientos, haciéndolos quedar con sola una mujer. Y lo que más es de alabar a Nuestro Señor, que los más viejos (que hay hombres de cien años) vienen con más fervor. Y no sólo esto, mas ellos mismos predican públicamente la fe católica. Son tan grandes maravillas las que Nuestro Señor obra en ellos, que no las sabría decir, ni bastaría papel para las escrebir. Por tanto, por aquel amor que Jesucristo tuvo al género humano en querernos redimir en el precioso árbol de la cruz, pues todos sus trabajos fueron por salvar y redimir las ánimas, y aquí hay tan gran tesoro de ellas, que V. Mrd. tome esta empresa por suya, y hable a S. M. y a esos señores del Consejo, para que favorezcan tan santa obra, y el favor ha de ser que nos envíen una docena de frailes de nuestra orden de S. Francisco, que sean escogidos, y los pida S. M. a la provincia del Andalucía y a la de los Ángeles. Y que encargue S. M. a los provinciales de estas dos provincias, que envíen frailes que sean como apóstoles. Y demás de esto, que S. M. envíe un factor suyo que traiga labradores, que no son menester conquistadores, porque es gente recia, y si los lastimasen, luego eran alzados. Y es una gente tan animosa que no dejarían hombre a vida, porque son grandes flecheros, y traen unas pelotas que con un hombre armado darán en tierra, porque es gente de grandes fuerzas y de grande estatura, que apenas veo hombre entre ellos que no sea grande. Y crea V. Mrd. que la mala vida y mal ejemplo de los que acá viniesen por conquistadores, les harían menospreciar nuestra fe. Porque viendo que yo les hago guardar la ley de Dios a la letra, y la guardan con tanta voluntad, si viesen lo contrario en los que acá viniesen, dirían que éramos burladores, pues que a ellos les mandábamos que guardasen la ley de Dios, y los cristianos viejos la quebrantaban. Y por esta causa, crea V. Mrd. que no está convertido todo el mundo, por ver la mala vida de los cristianos. Vengan labradores y traigan mucho hierro, y algún lienzo y ropa, y ganado de vacas y ovejas burdas, y cañas de azúcar, y maestros para hacer ingenios de azúcar, y algodón y trigo y cebada, y toda manera de pepitas, que se darán bien, y sarmientos, que se harán muy grandes viñas, que no tiene que ver Santo Domingo con la bondad de esta tierra. Y lo que me parece se puede en esto hacer, es que S. M. o su Consejo den una provisión para el Andalucía, que hay muchos labradores, los cuales me encomendaron que les avisase si fuesen las de por acá buenas tierras, y que ellos se vendrían a vivir a ellas con sus mujeres y hijos a su costa, aunque S. M. debría proveer que siquiera les diesen navíos en que viniesen, y que ellos pusiesen lo demás, que no sería mucho. Y si esto no quisiere hacer S. M., que es darles navíos, no han de faltar labradores que vengan a esta tierra a su costa, porque están ya las tierras allá tan cansadas y las rentas de los cortijos tan subidas, que no se pueden valer. Y por esta necesidad en que se ven, harán cuenta que S. M. les hace muy grandes mercedes en dejarlos venir. Y crea V. Mrd. que hallarán quien venga. Y trayendo hierro (como dicho tengo), los indios, por poco que les den, y alguna cosa con que se vistan, ayudarán a los labradores a hacer los cañaverales y todo lo demás. Y aún confío que desmontando la tierra, se hallarán minas de oro y de plata, porque sin hierro no se pueden cavar. Y con estos indios se ha de hacer muy mejor que con otros de otras partes, pues ellos con tanta voluntad se subjetan al yugo de nuestra santa fe católica, por lo cual son dignos de mayores libertades que otros, pues sin más conquistadores de cinco religiosos, se nos dan todos, y no nos podemos valer de las gentes que a nosotros vienen. Y confío en Nuestro Señor que cuando ésta llegue allí, tendremos más de ochenta leguas convertidas a nuestra santa fe. Así que, no deje V. Mrd. y esos señores que se pierda tanto bien, porque no se lo demande Dios el día del Juicio, si no socorriesen a tan santa obra. Los navíos que vinieren, vengan al puerto de don Rodrigo o a la isla de Santa Catalina, que luego nos hallarán, donde hallarán los que vinieren muchas gallinas y pescados excelentes, y muchos puercos jabalíes y venados, y muchas perdices, y salud, que se cansan de vivir los hombres. Pues tal tierra como ésta, no es razón de la dejar, demás de lo principal que hay en ella, que son muchas ánimas. A esta provincia le tengo puesto nombre, la Provincia de Jesús, en cuya virtud se conquista y se hacen las maravillas que Dios hace. Plega a su divina piedad por su preciosa sangre (con que nos redimió) de alumbrar a V. Mrd. y a esos señores sus entendimientos, con que provean a tan santa obra, y a S. M. le ponga en corazón que lo mande proveer. No escribo a S. M. hasta que V. Mrd. ponga la mano en ello, porque confío en nuestro Señor Dios que poniendo V. Mrd. la mano en cosa de tanto servicio suyo, tendrá buen efecto. Nuestro Señor la muy reverenda persona de V. Mrd. guarde y conserve en su servicio. Fecha en el puerto de S. Francisco de la Provincia de Jesús, cerca del puerto de don Rodrigo, primero de mayo, año de mil y quinientos y treinta y ocho.-Humilde capellán de V. Mrd., Fr. Bernardo de Armentia, comisario del Río de la Plata, fraile de S. Francisco.»
Capítulo XLVI
Concluye la raíz y causa del flaco suceso en la cristiandad de los indios, tratando del remedio para lo de adelante
Si el progreso de la conversión de estos indios de la Nueva España hubiera tenido el fin y remate de aprovechamiento y aumento como lo suena el título de este cuarto libro, conforme a lo que pedía la razón y la muestra de sus buenos principios, justo fuera que yo lo concluyera con un cántico de alabanzas bendiciendo a Dios, con cuyo favor se había puesto en debida perfección esta su obra para honra y alabanza suya, imitando en esto el loable uso de los patriarcas y padres del Viejo Testamento, cuyos cánticos en semejantes ocasiones compuestos y celebrados leemos en la Sagrada Escritura. Y aun en lo más moderno tenemos ejemplo en los que (alabando a su Criador) compuso el bienaventurado padre nuestro S. Francisco y otros sus hijos, y últimamente el padre Fr. Toribio Motolinia (de quien en esta Historia muchas veces se ha hecho mención), que dedicando a D. Antonio Pimentel, conde de Benavente, una relación que hizo de la conversión que él y sus compañeros obraron en los indios de esta tierra, con otras cosas tocantes a ella, habiéndole dado fin, con el júbilo y gozo del copioso fructo que en aquel tiempo dorado había visto por sus ojos, acaba con un cántico espiritual en que convida, aun hasta a los conquistadores de México, a alabar a nuestro Señor Dios, que de su tan mal justificada conquista, muertes y robos que en ella cometieron, había sacado tan abundantes fructos de salvación de ánimas, como en la buena cristiandad de los recién convertidos en aquellos tiempos se echaban de ver y muy claro parecían. Mas como yo, habiendo gozado (por la gracia divina) de buena parte de aquellos prósperos principios, haya visto los adversos fines en que todo esto ha venido a parar, por haber los hombres ido a la mano a ese mismo Dios en esta su obra con los impedimentos y estorbos en los capítulos arriba contenidos, no sólo no puedo ofrecerle cántico de alabanza por fin de mi Historia, mas antes (si para componer endechas tuviera gracia) me venía muy a pelo asentarme con Jeremías sobre nuestra indiana Iglesia, y con lágrimas, sospiros y voces que llegaran al cielo (como él hacía sobre la destruida ciudad de Jerusalem), lamentarla y plañirla, recontando su miserable caída y gran desventura, y aun para ello no poco me pudiera aprovechar de las palabras y sentencias del mismo profeta. Sino que tengo por mejor (como de más provecho) usar de este medio en sólo el rincón ante el acatamiento divino, y en lo público volverme a ese mismo Dios (en cuya sola y poderosísima mano consiste el remedio), convidando por esta vía a los que le aman y temen, para que leyendo este capítulo me ayuden a se lo pedir, siguiendo la similitud del salmo setenta y nueve en que se pide al Altísimo Dios su ayuda y favor contra las excesivas opresiones y vejaciones que el pueblo de Israel padecía de sus convecinos, por serle contrarios. Y porque la oración fuese más eficaz para alcanzar lo que se pedía, representa el profeta ante los ojos de Dios los antiguos beneficios y regalos con que en tiempos pasados había tratado a su pueblo debajo de semejanza de una preciosa viña, que como a tal la había traspuesto de Egipto a la tierra de promisión, sacándola del poder de faraón y plantándola en aquella ubérrima y fertilísima tierra, echando de ella a los Heveos, Jebuseos, Gergezeos, Eteos, Amorreos, Cananeos y Ferezeos, gentes idólatras que antes la poseían. Y para esto dice que ese mismo Dios fue siempre por delante guiando en los caminos y capitaneando a su pueblo. Y que plantó las raíces de esta su viña con tanta fortaleza, que hinchió y ocupó toda la tierra, y su sombra cubrió los montes, y sus sarmientos y ramos crecieron en altura de cedros, significando en esto los poderosos reyes que gobernaron a Israel, como David, Salomón, Ezequías y otros tales. Y añade que extendió sus pámpanos hasta el mar, y sus mugrones hasta el río, significando la dilatación y ensanchamiento de este su pueblo de Israel, que se enseñoreó hasta el mar Mediterráneo de los Filisteos por una parte, y por otra hasta el río Eúfrates. Y habiendo esto pasado así, duélese del perdimiento, ruina y miseria en que éste escogido pueblo había venido, como quejándose de Dios que lo había desamparado, y permitido que la albarrada con que estaba cercada aquella su viña se hubiese caído y destruido, a cuya causa el jabalí o puerco montés salido de la selva, y cualquier otra bestia fiera la pacían y tenían asolada, entendiendo por fieras del desierto y bestias del campo a los infieles o extraños del pueblo israelítico, que le eran enemigos y molestos, especialmente en tiempo del rey Antioco, llamado el Ilustre, como parece en los libros de los Macabeos. Hecha, pues, la invocación del poder y auxilio de Dios en el principio del salmo que comienza: Qui regis Israel, intende, &c., y propuesta en el medio la calamidad, jactura y persecución en que estaba puesto su pueblo, vuelve en el fin a pedir el divino socorro, diciendo: «Potentísimo Señor y Dios de las virtudes, convertíos otra vez y volved los ojos sobre nosotros; mirad y ved lo que pasa, y tened por bien visitar esta viña, y ponedla en su debida perfección como plantada de vuestra mano derecha. Ella abrasada está, socavada y trastornada, y vuelta lo de arriba abajo. Mas como vos queráis volver vuestro rostro en su favor, luego los que la disipan y destruyen atemorizados de veros airado contra ellos, se acobardarán y perecerán sus fuerzas, y será aniquilado su poder. Para lo cual humildemente os suplicamos que enviéis un tal varón como elegido y confirmado de vuestra mano, con poder, vigor y fortaleza, que obre la redención y reparo de vuestro pueblo, y lo restituya en su antigua prosperidad.» Pedían en esto (según la verdadera exposición) la venida del Mesías prometido a sus padres. «Y entretanto que esto se cumple (decían ellos), por mucho que seamos afligidos con graves molestias, y por mucho que vos tardáredes en darnos este socorro, no queremos apartarnos de vos, potentísimo Dios, ni buscar otro consolador; en sólo vos hemos de tener firme esperanza que no para siempre nos olvidaréis, sino que nos habéis de ayudar, y como a muertos darnos vida de nuevo, y así no cesaremos de invocar vuestro Nombre. Por tanto, Señor Dios de las celestiales virtudes, convertidnos a vos, y mostradnos vuestro benignísimo rostro, y seremos salvos. «Ésta es la letra y petición del pueblo israelítico en el salmo setenta y nueve, que por ser su discurso tan semejante a la materia de nuestro propósito, lo he tomado por guía para caminar por sus pasos, conformándome a ellos en cuanto la aplicación o comparación tuviere lugar. Y primeramente digo que el pueblo indiano puede usurpar el nombre de pueblo de Israel (no por fundarme en la opinión de los que tuvieron o tienen ser la descendencia de estos indios de los hebreos, como tan incierta, según quedó indecisa en el capítulo treinta y dos del segundo libro de esta Historia), sino por el significado de este nombre Israel, que no obstante por los modernos se interprete prevalens Deo, que quiere decir, el que venció a Dios (o pudo más que Dios), y es apropriado a Jacob, que luchando toda una noche con el ángel de Dios, pudo más que él, S. Gerónimo, glorioso doctor, lo interpreta, cernens Deum, el que ve a Dios, como el mismo Jacob dijo después de la lucha: «Ví al Señor Dios cara a cara.» Y aunque de estos indios no se pueda decir que lo vieron así, viéronlo empero y conociéronlo por fe cuando oyeron su Santo Evangelio y lo recibieron y lo confesaron por su Dios y Señor, y él los recibió y adoptó por sus hijos y de su Iglesia, y como a nueva planta suya y viña escogida los proveyó de obreros y ministros santos y apostólicos varones, por cuyo medio sacó esta su viña del poder de faraón (que es el demonio) y de la servidumbre de Egipto (que eran sus idolátricos ritos y abominables sacrificios de humana sangre), y plantóla en tierra de promisión (que es en su Iglesia, donde se promete el reino de los cielos a los que le sirven), desterrando y echando de todos sus términos y derredores a los Heveos, Jebuseos, Gergezeos, Eteos, Amorreos, Canancos y Ferezeos (que fueron la multitud y gentío de ídolos y espíritus infernales que de antes eran señores de esta tierra y moradores de ella, y los traían ocupados en su endiablado servicio). Y siendo el mismo Señor Dios el capitán y guía que iba por delante en la obra y cultura de esta su viña, plantó las raíces de ella con tanta virtud y fortaleza, que en breve tiempo ocupó toda la tierra, de mar a mar, desde el norte al sur, y por el oriente hasta Yucatán y Guatimala, y al poniente hasta lo de Jalisco y tierra de Chichimecos, convirtiéndose a la fe con admirable fervor infinidad de gentes, no se pudiendo dar a manos los obreros de la viña, según la copia de los fructos que producía, que por montes, riscos, cerros, valles y quebradas iban por momentos pululando sus sarmientos y ramos, creciendo la fe y confesión del nombre de Jesucristo nuestro Señor en tanto pujamiento y altura, que su fama convidaba y traía para sí obreros de tierras extrañas, varones de mucha santidad y ciencia, con deseo de emplearse en la obra y cultura de tan amplísima y fructuosa viña. Y en estos sus principios fue tan querida y regalada del Señor, que en ambos estados, eclesiástico y secular, la proveyó de escogidos sobrestantes que la gobernasen en lo espiritual y temporal como convenía a su aprovechamiento. En lo eclesiástico, de santos obispos (como lo fueron todos los primeros en cada obispado, semejantes a los de la primitiva Iglesia), y en lo secular o temporal de muy cristianos y piadosos gobernadores, padres verdaderos de los indios y de toda la república, cuales fueron después de D. Fernando Cortés, marqués del Valle, el benemérito Obispo de Cuenca D. Sebastián Ramírez de Fuenleal, y D. Antonio de Mendoza, y D. Luis de Velasco, el Viejo, en cuya muerte comenzó a caer de su estado el tiempo dorado y flor de la Nueva España, y a derrumbarse la cerca o albarrada, que juntamente con haber proveído tan fieles guardas como las que se han nombrado, levantó y edificó el invictísimo y felicísimo Emperador Carlos V para defensa, amparo y guarda de esta viña del Señor, con las santísimas leyes, cédulas y mandatos que para este fin ordenó, sabiendo cuán rodeada tenían esta viña multitud de fieras y animalías de rapiña con demasiada ansia de aprovecharse de ella y devastalla y destruilla, como de otras poco antes habían hecho. Y así fue que abierto un portillo de esta cerca con la llegada de un visitador que venía a acrecentar tributos y a apellidar dinero y más dinero, entró tan de rota batida por la viña adelante el puerco montés y la bestia fiera de la desenfrenada codicia, que creciendo en aumento más y más de cada día, de tal manera ha ido cundiendo y enseñoreándose de la viña, que derrocada la cerca y dado lugar para que entre todo género de animales nocivos a pacerla, no sólo los fructos de su cristiandad y los pámpanos de la temporal prosperidad se han desparecido cuasi del todo, mas aun las mismas cepas (las pocas que han quedado) están ya enfermas, como resequidas y cocosas, estériles y sin provecho, y la viña vuelta un eriazo, bosque o matorral, a la manera que Judas Macabeo y sus compañeros hallaron al monte Sión y santa ciudad de Jerusalem profanada de los gentiles, y cubiertos de ceniza, rompiendo sus vestiduras y postrados sobre la tierra hicieron gran llanto sobre ella, como nosotros (según razón) lo debríamos hacer. Este jabalí que tanto mal hizo, es la fiera pésima que dijo Jacob había tragado a su hijo José, porque aunque allí se tome por la invidia, ella y la codicia son tan hermanas y andan tan acompañadas haciéndose a una (como derechamente contrarias a la caridad), que se pueden tener por una misma cosa. Quien vio (como yo ví) en esta Nueva España hervir los caminos como hormigueros de gente, y en las calles de México no poder pasar sin encontrarse los unos con los otros; todas las ciudades y pueblos autorizados con muchedumbre de principales viejos venerables que representaban unos romanos senadores; los patios de las iglesias (en especial los días de fiesta), antes que Dios amaneciese, no caber de gente; la música de la doctrina cristiana entonada en devoto canto, que sonando a la alborada y al anochecer, enternecía los duros corazones de los hombres y alegraba a los ángeles; la frecuentación de los sacramentos, el continuo acudir a los divinos oficios, procesiones y disciplinas, el quejarse los indios cuando les faltaban los sermones, el buscar con fervor los médicos de las almas, el andar todo el mundo ocupado en lo que era culto divino, el poseer seguramente cada uno lo que era suyo, la paz, hermandad y caridad que entre todos había, el cuidado de reprimir a los aviesos, díscolos y perjudiciales, el celo de defender y amparar a los pobres, el no permitir que pasasen gentes de mal ejemplo a estas tierras, y si pasasen, que no permaneciesen en ellas, porque no escandalizasen las nuevas plantas, y quien ve lo que (por nuestros pecados) vemos en la era de ahora, que en las ciudades y pueblos de mayor nombradía de esta Nueva España no haya por maravilla quedado indio principal ni de lustre, los palacios de los antiguos señores por tierra o amenazando caída, las casas de los plebeyos por la mayor parte sin gente y desportilladas, los caminos y calles desiertas, las iglesias vacías en las festividades, excusándose los pocos indios que avecindan los pueblos con sus proprios naturales criados en obrajes y estancias de españoles, que les roban lo que tienen mientras acuden a oír misa, porque aquellos tales viven en la ley y vicios que quieren con la sombra del español a quien sirven, y no son poderosos los ministros de la Iglesia para reducirlos a la observancia y vida cristiana, ni que oyan misa, ni que sepan doctrina, porque antes han de faltar a Dios todo el año y toda la vida, que faltar un día al servicio de sus amos. No hay otra ley ni otro derecho ni fuero, sino que el español se aproveche por fas o por nefas, y que el indio sufra y padezca, aunque le quiten cuanto tiene y la mujer y la hija, y en este caso a todo género de gentes, españoles, mestizos, mulatos y negros están subjetos, y aun a sus proprios naturales, como sean criados de los que llaman cristianos (según queda dicho), sin que para sus daños hallen remedio en las varas de la justicia, que por la mayor parte no sirven sino de licencia y autoridad para más los desollar. Y sobre todas las cargas que los miserables traen a cuestas, han de ir, mal que les pese, al matadero del servicio forzoso como más que esclavos y captivos, aunque revienten y mueran, como de hecho mueren y se entierran a montones cada día, y con ver por los ojos que se van acabando, no hay decir cese esta inhumana crueldad. Los ministros de la Iglesia que solían tener celo de hablar por ellos, ya están acobardados y desmayan por no ser al mundo más odiosos de lo que son, y plegue a Dios que algunos no estén de concierto con los lobos para de consuno comerse el ganado que tienen encomendado a su cargo. Los siervos de Dios sí hacen sus oficios, mas parece que es por cumplimiento y porque no cese el ministerio de la Iglesia, que por los fructos que entienden se cogen para el cielo. Gran mal y mal de los males, que son sin número, y no se pueden relatar. Y todos ellos proceden de haber dado entrada a la fiera bestia de la codicia, que ha devastado y exterminado la viña, haciéndose adorar (como la bestia del Apocalipsi) por universal señora, por poner los hombres ciegos toda su felicidad y esperanza en el negro dinero, como si no hubiera otro Dios en quien esperar y confiar, no abriendo los ojos para ver los patentes ejemplos que tenemos de los que han enriquecido en Indias, que llegados a tener en dinero o posesiones hacienda de quinientos y ochocientos mil ducados, y dende arriba, han bajado y venido a empobrecer, de suerte que unos murieron o mueren en cárceles y otros en hospitales, y para conocer la verdad del común refrán, que dinero de Indias es dinero de duendes, que de volverse en carbón o humo no puede escapar. Y quien lo pusiere en duda, párese a considerar si es verdad que nuestra España pasa el día de hoy más pobreza y miseria y trabajos, que antes que se descubriesen las Indias, con cuantos millones de oro y plata han entrado o metido en ella los que llaman indianos. Y con cuantos de estos millones han ido a manos del rey nuestro señor, si está el día de hoy más necesitado que lo estuvo jamás alguno de los reyes sus antepasados. Y lo que esta perdición pone más lástima y compasión, es por ser los indios de tal cualidad, que si de ellos principalmente se pretendiera (como convenía) su buena cristiandad, como en tabla rasa y cera blanda imprimiera en ellos, de tal manera que vivieran en la sinceridad, santidad y bondad de los moradores de la isla encantada, en el capítulo veinte y tres del cuarto libro arriba referido, no con más de darles en lo espiritual y temporal tales maestros, ayos y padres que los guiasen por este camino, y que no vieran los escándalos y malos ejemplos que de contino tienen por delante, todos causados de la mala codicia. Y pues esta mala bestia y fiera pésima es la que tiene destruida y puesta en lo último a esta indiana Iglesia, y según está obedecida de los hombres, sólo Dios es poderoso para la desterrar y arrancar de raíz, dando vida a sus prosélitos o neófitos, ordenemos y enderecemos a él nuestra oración a imitación de la del afligido pueblo israelítico, diciendo: «Altísimo y potentísimo Señor Dios nuestro, que riges y gobiernas el pueblo de tus fieles, atiende a nuestros gemidos y oraciones y lágrimas que derramamos ante tu divina presencia. Mueve, Señor, tu gran poder y ven a salvarnos. Conviértenos, Señor, a ti, y muéstranos tu rostro, y seremos salvos. Señor Dios de las virtudes, ¿hasta cuándo estarás airado y dejarás de oír las oraciones de tus siervos? Mira que después que nos desamparaste, nos haces comer nuestro pan con dolor, y nuestra bebida nos la das mezclada con lágrimas en abundancia. Pusístenos por contrarios a nuestros vecinos, para que como enemigos nos escarneciesen, haciendo burla de nosotros. Dios de las virtudes, conviértenos a ti, y muéstranos tu rostro, y seremos salvos. Acuérdate que como a viña escogida nos sacaste (como de Egipto) del poder del demonio, y nos trasplantaste en la tierra fértil de tu Iglesia. Plantaste esta viña de tu mano, desterrando los infernales ídolos que antes la poseían. Pusiste en sus raíces tanto vigor y fuerza, que en pocos días ocupó toda la tierra, sin quedar rincón que dejase de recebir y confesar tu fe católica. Proveístela de escogidísimos obreros, de diligentísimo capataz y fieles viñadores. ¿Pues cómo, Señor, permitiste que cayese y se destruyese el valladar con que estaba cercada, para que todos los caminantes la vendimiasen? Entró en ella el jabalí y bestia fiera de la codicia, que la tiene cuasi del todo pacida y consumida. Y aunque tú, Señor, por tus secretos juicios también la vendimias llevándonos la gente, poderosa es tu mano para de presto multiplicarla en más copioso número. Pues humildemente te suplicamos que des la vuelta y te conviertas para nosotros, y mires del cielo, y veas y visites esta tu viña, y acabes en ella la obra que comenzaste a plantar, poniéndola en perfección, para honra y gloria tuya y del Hijo de la Virgen y Hijo tuyo sacratísimo, al cual ordenaste, determinaste y confirmaste por Salvador del género, humano. Abrasada está la viña, y poco le falta para ser a remate perdida; mas como tú vuelvas tu rostro en nuestro favor, y contra la bestia fiera causadora de tanto mal, luego perecerán sus fuerzas y nosotros cobraremos aliento. Pon, Señor, tu mano sobre el varón que tu diestra escogió para encomendarle esta párvula gente (que es el rey de Castilla), dándole tu gracia y espíritu ferventísimo de desterrar la pésima fiera de la codicia que tiene inficionados sus reinos y puestos en mucho peligro, y de desear, pretender y buscar (en especial en esta nueva gente) sólo lo que es honra y gloria tuya y salvación de sus almas, dándoles la libertad en que tú pusiste a tus racionales criaturas, porque con este medio cese tu ira, y los miserables afligidos respiren, y a todos nos hagas singulares mercedes. Esto esperamos, Señor, de tu mano, con entera confianza, sin apartarnos de ti, ni buscar otro socorro, y hasta lo alcanzar, no cesaremos de invocar tu santísimo Nombre. Por tanto, Señor Dios de las celestiales virtudes, conviértenos a ti, y muéstranos tu serenísimo rostro, y seremos salvos. Amen.»
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