A la mitad de junio de 1767 se supo haber llegado a los señores virrey y visitador pliegos misteriosos de la Corte, en cuya virtud se despachaban comisarios con despachos secretos, que no debían abrirse hasta tal o tal parte, conforme a los destinos de cada uno. Muchos que observaron, que dichos comisarios iban a todas y solas aquellas partes en que había casas de la Compañía, no dejaron de sospechar que la tempestad caería sobre los jesuitas. Cesó toda duda la mañana del 25 del mismo mes. La instrucción dada a dichos comisarios, prevenía que la víspera de la ejecución preparase la tropa del lugar, u otros hombres de armas, que examinase con atención la situación interior y exterior de la casa, y a la hora ordinaria de abrirse las puertas o antes, se apoderase de ellas por dentro, sin dar lugar a que se abriese la iglesia; que en todas las puertas de la casa, iglesia y campanario, se pusiese centinela doble, y juntando en nombre del rey al superior y los sujetos todos de la casa, se les intimase el real decreto en que eran mandados salir de todos los dominios de la Corona. En obedecimiento debían firmar todos los sujetos de la casa, con sus nombres y grados en compañía de el comisario y testigos, después de lo cual se procedía al inventario y secuestro de bienes muebles y papeles, los cuales eran uno de los puntos más importantes y recomendados en la real instrucción. Entretanto, estaban los colegios cercados de soldados, corriendo la voz de los centinelas, como en una frontera de enemigos. Se prohibía a los padres toda comunicación de palabra o escrito, con todo género de personas, sin expresa facultad del comisionado, estando todos reducidos a las piezas que él quería señalarles, entregadas las llaves de sus respectivos aposentos y comunes oficinas.
Estas providencias se ejecutaban con más o menos rigor, conforme el genio, carácter y afecto de los particulares comisionados. En México tomó para sí la ejecución en el colegio máximo el visitador don Joseph de Gálvez, que en medio de la presencia de ánimo y sangre fría, que encargaba S. M. no pudo en diversas ocasiones contener las, lágrimas. Quedó maravillado de la prontitud y uniformidad con que todos, como de condeno, clamaron que obedecían al real decreto. Pasó al registro de los aposentos, y hallando en los de nuestros estudiantes tan pocos y tan pobres muebles, y lo mismo con poca diferencia en los de los padres, les dijo que podían retirarse a ellos. En uno se halló por contingencia un real de plata que se entregó luego al visitador, mientras este, hallando por otra parte unos cilicios y mostrándolos a los circunstantes: estas son, dijo, las riquezas y los tesoros de los padres jesuitas.
En la Profesa, se le pidió al comisionado que, para común consuelo, pues no era contra las órdenes de S. M., permitiese comulgar a los padres.
¿Y qué, respondió admirado, estarán vuestras reverencias para comulgar? Se le respondió, que las afrentas y los trabajos temporales, nunca debían perturbar tanto el ánimo de un cristiano, y mucho menos de un religioso, que no le dejasen atender primeramente a las cosas divinas, fuente de donde mana únicamente el sólido consuelo en las adversidades. El hombre quedó tan aturdido que en todo el tiempo de la comunión estuvo como fuera de sí, vuelto por largo rato hacia otra parte de donde estaba el altar.
Con la misma resignación, modestia y mansedumbre se procedió en los demás colegios, tanto, que habiendo el virrey, cuidadoso del éxito, mandado. a saber el estado de las cosas, se le respondió estuviese sin cuidado, pues había sido mayor la turbación de los comisionados en notificar el decreto, que la de los padres en oírlo y obedecerlo. En el Colegio Real de San Ildefonso, a causa de la numerosa juventud que ahí se educaba temía el comisario don Jacinto Concha alguna inquietud. Propuso a los padres el embarazo en que se hallaba y quedó admirado de la facilidad con que de una leve insinuación obedecieron, bien que con dolor y con lágrimas que se oían de todas partes al dejar el colegio y sus padres y maestros solos, en poder de las guardias, sin las cuales a la vista no se daba un paso en los colegios. En la casa de ejercicio anexa al Colegio de San Andrés, se hallaba actualmente en oración, cercado de una numerosa tropa de ejercitantes su director el padre Agustín Márquez. Intimado el real decreto, volvió el padre a despedirlos a sus casas, con tan sereno semblante que los dejó a todos pasmados. Reflexionaron entonces, como refirieron algunos después, que habiendo sido costumbre en el padre insistir las otras veces que daba ejercicios en el fruto que debían sacar de aquellos ocho días de retiro, en esta ocasión sólo repetía: el fruto que debemos sacar de estos tres días, que tantos iban corridos puntualmente la mañana del 25 de junio, ni dudaron aquellas gentes piadosas que el padre en los días antecedentes había hablado con luz sobrenatural.
Entretanto toda la ciudad estaba en la mayor consternación, las calles ocupadas de soldados y rondadas de patrullas, las iglesias cerradas, las campanas en silencio, las gentes por las calles solitarias y aturdidas, sin permitirse formar juntas ni hablar unos con otros. En esta confusión se estuvo, hasta que se promulgó y fijó en las esquinas el bando con la nueva determinación de S. M. Al mismo tiempo, se enviaron diputados a las demás órdenes religiosas, que asegurasen la confianza y aprecio que merecían al rey por su fidelidad, doctrina, observancia de vida acética y monástica y abstracción de negocios de gobierno. Asimismo, se dio a entender a los prelados, ayuntamientos, cabildos y cuerpos políticos, que en la real persona quedaban reservados los justos y graves motivos que a pesar de S. M., habían obligado su real ánimo, a aquella necesaria providencia. Sin embargo de estas precauciones, era universal el llanto y el dolor en toda la ciudad. Prescindiendo de los motivos ocultos y políticos, de que se decía movido el soberano, sus vasallos de Indias no veían en los jesuitas sino unos hombres observantes de su profesión, recogidos en sus colegios, sinceros y honrados en su trato, pobres en su vestido, aplicados al trabajo de pulpito y confesionario, sin excepción, cuidadosos del culto divino, en el cual y en alivio de los pobres empleaban todo el sobrante de sus colegios; a quienes el silencio, la modestia, y el decoro de las acciones distinguían de todos los demás: a quienes el estudio, el consejo, la devoción, la explicación de la doctrina cristiana, las visitas de cárceles y hospitales, el auxilio de los ajusticiados, la dirección de los monasterios, y más que todo la educación de la juventud, hacía ver como los más útiles y necesarios al público. Era constante que no se hacía cosa alguna, que mirase al bien público espiritual o temporal, en que los jesuitas, ya por su dirección, ya por su consejo, ya por su autoridad, ya por su personal diligencia, no hubiesen sido la principal o muy considerable parte. Fuera de esto, apenas había familia en toda Nueva España que no tuviese con la Compañía particular relación, o de parentesco, o de amistad, o de alguna dependencia, a que se añadía el titulo general de los estudios, en que se habían formado la mayor parte de cuantos hombres ocupaban los coros, las parroquias, los magistrados, los ayuntamientos, las cátedras, los claustros y lustrosos empleos de la República... ¡Sea Dios bendito, que por tantos medios y caminos ha querido humillarnos y mortificarnos, para desplegar de todo lo temporal nuestros corazones!
Méndez Plancarte Gabriel. Humanistas de siglo XVIII. UNAM
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