Pablo Gómez, Febrero de 1989
Después de muchas décadas, apunta en México el inicio de la lucha parlamentaria. El esfuerzo de las oposiciones, durante muchos años, para lograr que el Congreso reflejara la confrontación real de las fuerzas políticas, ha llegado a un punto en el que empieza a fructificar.
Sin embargo, la situación se caracteriza todavía por un titubeo de las diferentes fuerzas opositoras y un des concierto del partido gubernamental, lo que ha impedido el desarrollo de mecanismos y formas para hacer más clara y abierta la lucha entre los partidos El presidencialismo sigue siendo el principal factor de contención en la elevación del papel político del Congreso.
El presente ensayo tiene como objetivo analizar las confrontaciones políticas en la Cámara de Diputados. Se ha dividido en tres apartados. el Colegio Electoral de los presuntos diputados; la calificación de la elección presidencial y la lucha en la Cámara de Diputados en el primer periodo de sesiones de la 54 legislatura. Cada uno de ellos corresponde a momentos diferentes de la lucha parlamentaria, con sus propias características y peculiaridades.
1. El Colegio Electoral de los presuntos diputados
Las características principales de la asamblea de la autocalificación fueron, por una parte, las debilidades, los grupos opositores para configurar una política congruente con la situación política y, porla otra, la disciplina lograda por la bancada del partido oficial.
Cuando se inició el Colegio Electoral de los diputados había en el país un clima de agitación política completamente nuevo. El centro de la lucha por esos días era el poder, en su sentido más amplio, y la conquista del gobierno, visto en su concreción. Pero la mayoría de los grupos parlamentarios no observaba esta situación de la misma manera.
En la víspera de la instalación del Colegio y en los primeros días de su funcionamiento, la oposición logró entre sí una coincidencia básica, al plantear, conjuntamente. un mecanismo de calificación, apegado a la ley y a la experiencia de las recientes elecciones.
La consigna del FDN fue, entonces, la de limpiar la elección. El centro del debate lo ocupó, por lo tanto, la utilización dedos paquetes electorales, como medios de esclarecimiento de los comicios. Acción Nacional levantó también la demanda de aclarar los resultados, mediante la consulta de la documentación electoral original. Al mismo tiempo, se requería investigar, de manera especial, las casillas donde algún partido había obtenido la totalidad de los votos, un porcentaje demasiado alto. El planteamiento de realizar una calificación de tales proporciones, evidentemente llevaba a la revisión de una parte considerable del proceso electoral.
La mayoría de los fraudes se habían producido, presumiblemente, en las zonas más apartadas, en las que los partidos de oposición no habían estado presentes en las casillas por ausencia o expulsión de sus representantes. El voto de las sierras y de las selvas y, en. general; de las regiones rurales más atrasadas, favorecía señaladamente al PRI.
Asimismo, existía un número considerable de distritos donde el partido oficial obtenía resultados verdaderamente asombrosos, tanto por el enorme porcentaje de participación electoral, como por los votos totales en su favor.
Revisar alrededor de setenta distritos era suficiente para limpiar, en medida considerable, la elección, pero al mismo tiempo, podría poner en grandes aprietos al partido oficial.
El grupo priísta rechazó totalmente la plataforma opositora, de tal manera que los debates se iniciaron con el método tradicional que, por su propia naturaleza, no garantizaba el cumplimiento de la tarea en los plazos previstos por la legislación. Sin embargo, el FDN logró la integración proporcional de las comisiones dictaminadoras, lo que aunque preservaba una mayoría en favor del PRI, sentaba un precedente nuevo en las relaciones legislativas.
El partido oficial argumentaba que no procedía la apertura de los paquetes electorales porque el Colegio Electoral no disponía de las facultades legales que le permitieran reponer el procedimiento de cómputo, asignado a los comités distritales. Para las oposiciones, el Colegio era un tribunal con plena jurisdicción que estaba capacitado para consultar los documentos electorales, sin límites, ya que para ello la ley mandaba depositar los paquetes en la Cámara.
Además, el Tribunal de lo Contencioso Electoral habla dejado a salvo los derechos de los partidos que, al interponer el recurso de queja, ofrecían como pruebas documentos que solamente obraban en los paquetes electorales. Correspondía, por tanto, al Colegio Electoral culminar el procedimiento que el Tribunal había dejado inconcluso. No obstante, la negativa priísta se mantuvo. El flamante TRICOEL no figuraba entre las prioridades políticas del partido oficial y, finalmente, no jugó ningún papel en las elecciones de 1988. El conflicto sobre la supuesta inviolabilidad de los paquetes electorales se convirtió en una expresión concreta de la lucha por el poder. Si el PRI no lograba más del 51 por ciento de los votos, tendría derecho solamente a 251 diputados, lo que resultaba altamente riesgoso para enfrentar el problema de la calificación de la elección presidencial. Además, un presunto diputado de Tabasco, postulado por el partido oficial, había roto con éste, en forma pública y argumentada, en la coyuntura preelectoral del Estado, para sumarse al FDN. Con la mitad exacta de los diputados, la resolución de la Cámara sobre la elección de Presidente, se podía vislumbrar altamente conflictiva.
Abrir un paquete podía significar tener que abrirlos todos. Y hacer esto en el colegio de los presuntos diputados, obligaba a repetirlo en la Cámara para analizar la elección presidencial.
Tal era la situación que se había creado.
La doctrina decimonónica de la autocalificación de las lecciones por los presuntos diputados, que en las Cortes de Cádiz representaba la defensa del parlamento frente a la Corona, se convirtió en 1988 en un mecanismo de verdadera simulación, con el único objetivo de validar las cifras de la Comisión Federal Electoral, alteradas enjugares innumerables, para asegurar una mayoría de diputados al partido oficial y, sobre todo, a su candidato a Presidente. La autocalificación no era más que el mecanismo del poder ejecutivo para determinar la integración de la Cámara de Diputados y decidir la sucesión presidencial.
Las autoridades habían entregado a los partidos solamente una parte de las cifras correspondientes a las casillas electorales, aunque el Código les mandaba entregarlas todas, La negativa de publicar íntegramente los resultados hacía aún más sospechosa la conducta de quienes habían organizado las elecciones. No eran solamente dudas sobre los cómputos distritales de numerosos lugares, sino toda una cobertura de misterio que no podía tener más que el propósito de ocultar la manipulación de las cifras. A los fraudes denunciados, se venía a agregar la negativa del oficialismo a examinar,cuando menos, una parte de los documentos electorales. Después de la agitada inauguración del Colegio, la bancada priísta esperaba que el temporal amainara para proceder a calificar, a su modo, las elecciones de diputados.
En esta coyuntura, el grupo panista giró su planteamiento hacia el aumento del número de sus diputados, argumentando los fraudes electorales de diversos lugares. El PRI podía hacer concesiones al PAN otorgándole un mayor número de curules, sin que ello implicara la disminución de las diputaciones priístas, pero obteniendo el acuerdo de éste para establecer un mecanismo que apresurara la calificación.
En efecto, la forma de asignación de enrules, de acuerdo con el actual texto de la Constitución, por una parte, y los números oficiales de la Comisión Federal Electoral, por la otra, permitían que el PRI cediera diputaciones de mayoría relativa, garantizándose a sí mismo un número de 260 diputados, que en esos momentos era su objetivo concreto.
Todas las curules cedidas constituían para el partido oficial un desahogo en sus relaciones con la oposición, pero no significaban una disminución de su número total de diputados. Además, el PRI buscaba dar entrada a la Cámara a quienes figuraban en los primeros lugares de sus listas plurinominales, pues les confería a éstos mayor capacidad política.
Casi todos los grupos parlamentarios cayeron en ese esquema, que expresaba solamente la aspiración a elementales e irrelevantes concesiones. Bajo esa relación el único que podía salir victorioso era el partido oficial.
Cuando se anunció la firma de un pacto de procedimiento sobre la calificación, en el que se incluía el vota en bloque de decenas de distritos electorales, con la única objeción del grupo parlamentario del PMS, el partido oficial tenía prácticamente asegurada la autocalificación total de la Cámara. Días antes, la bancada priísta había lanzado la especie de que podrían calificarse solamente 251 distritos, lo que sería suficiente para instalar legalmente la Cámara, sin necesidad de incluir a la mayoría de los diputados de oposición, cuya procedencia eran las listas de representación proporcional. Por su lado, algunos dirigentes opositores habían señalado que existía la posibilidad de que la Cámara no estuviera completa el primero de septiembre y, por tanto, no se instalara el Congreso en esa fecha como lo prevé la Constitución.
Llevar al Colegio Electoral a una situación en que fuera imposible terminar la autocalificación en el plazo establecido, era un recurso válido de las oposiciones. La mayor parte de los grupos parlamentarios, sin embargo, no asumían plenamente el momento que vivía el país y las medidas, de carácter político, que era preciso llevar a cabo.
En el Frente Democrático Nacional esta posibilidad fue desechada, con el argumento de que el PRI podría aprobar en bloque y en un mismo dictamen, los distritos uninominales y dejar pendientes los plurinominales, con el propósito de integrar Una Cámara de 300 diputados, en lugar de 500, como lo manda laConstitución. Sin embargo, el argumentó era inexacto en el fondo, ya que el PRI no contaba con 251 diputados de procedencia uninominal y, a la vista del mandato constitucional de una Cámara de 500 diputados, el quórum, en cualquier caso, no podría ser menor que la mitad más uno de esta cantidad.
No obstante, la mayoría del FDN y Acción Nacional optaron por lograr más diputados uninominales, sin tomar en cuenta que, al final, el número de diputados de la oposición en su conjunto sería siempre de 240.
La posición del Grupo Parlamentario del PMS contenía entonces dos aspectos.
Por una parte, la propuesta de realizar una calificación con decenas de comisiones de diputados, para llevar a cabo un examen riguroso de los expedientes, haciendo al mismo tiempo el cómputo total de votos. Este planteamiento incluía la tesis legal de que un partido solamente podía tener más votos plurinomimales que uniriominales si la diferencia no rebasaba el número de votantes de las listas adicionales, y que a cualquier anulación de votos en los distritos correspondía, en términos exactos de la ley, otra idéntica en las circunscripciones plurinominales. Además, se deberían desechar los resultados que no compaginaran con los de las actas, así como los documentos ilegibles. Conforme a este procedimiento, el PRI hubiera disminuido su número total de diputados.
Por la otra parte, si el partido oficial no aceptaba., este procedimiento, la respuesta opositora debería ser la de intentar llegar al primero de septiembre sin la calificación completa. Esta posición se sustentaba en la tesis de que la estabilización de los trabajos del Colegio Electoral no debía hacerse sobre la base de la imposición de las condiciones y mecanismos priístas, sino de una nueva forma de la autocalificación, que permitiera, por lo menos, bajar el nivel del fraude electoral del seis de julio.
El resto de los grupos parlamentarios de la oposición no aceptó este argumento y el PRI firmó con ellos el pacto de procedimientos, para dar rapidez a la autocalificación. Ese fue el primer triunfo del partido oficial en el Colegio de los presuntos diputados.
A pesar de la capacidad del partido oficial para encauzar la autocalificación, los debates se convirtieron en un continuo desgasté político del PRI y del gobierno. Durante dos semanas se repitieron las denuncias de los manejos fraudulentos del aparato electoral oficialista, mientras en las calles continuaban las movilizaciones de grandes masas. El país entero podría decirse tenía sus ojos puestos en el Colegio Electoral de la Cámara. Millones de mexicanos aprendieron rápidamente lo que es la autocalificación, los mecanismos que durante muchas décadas ha usado el gobierno para controlar las elecciones y aplastar a sus contendientes.
El contenido político de la disputa en la asamblea de los presuntos diputados fue comprendida por una gran parte del país: estaba en juego el poder, el repudio al fraude era la continuación del repudio al PRI y la búsqueda de un camino nuevo, democrático.
Hacia el final de los debates de la autocalificación, el PRI procedió al atropello aún más abierto de la legislación electoral. De los 260 diputados que le conferían las cifras falsificadas, descontó a Darvin González, diputado tabasqueño que se había separado del partido oficial. Toda la contabilidad oficial sé trastocó yen la asignación de diputados plurinominales, el PRI reclamó su número completo. Al final, el PPS fue despojado de un diputado sin que la bancada oficialista y el mismo partido que era la víctima, lograran explicar los exactos motivos de tan absurdas divisiones de los números del dictamen. Realidades políticas, parecían argumentar los protagonistas del debate sobre la expropiación de un diputado más.
El objetivo de dotar al PRI con 260 diputados fue consumado plenamente. Bajo esas condiciones, el partido oficial calculaba hacer frente a la calificación de la elección presidencial. A pesar del fraude y las maniobras priístas en el Colegio Electoral, la nueva situación politicáasomó el primero de septiembre. La táctica del FDN fue interpelar al Presidente, sin llegar al extremo de la interrupción total del acto. Las repercusiones de la acción unida de los diputados de los partidos del Frente Democrático Nacional contribuyó a la movilización popular contra el fraude y el repudio al gobierno y su partido. En un cierto sentido, las interpelaciones al Presidente, nunca respondidas por él mismo, contribuyeron a desacralizar la institución estatal, el Congreso y la figura del jefe del Ejecutivo.
No se había producido una gran victoria democrática, pero el ascenso político del seis de julio brindaba, a pesar de los fraudes electorales, algunos frutos concretos: el partido oficial se redujo en la Cámara dé Diputados en una quinta parte respecto a la legislatura anterior, perdió la capacidad de modificar, por sí mismo, la Constitución y pasó a depender de la presencia y disciplina de casi todos sus diputados para mantener la mayoría.
2. La calificación de la elección presidencial
Las condiciones políticas en las que debía llevarse a cabo la calificación de la elección presidencial no tenían precedente. No solaniente existía un clima de agitación política sino que, además, el resultado oficial era ampliamente impugnado, aún por varios de quienes consideraban que Salinas había obtenido una mayoría relativa apretada: El fraude del seis de julio era un hecho generalmente aceptado en el país y se debatía el alcance y cuantía de la falsificación de los resultados.
En la Cámara habían tres posiciones.
Para el partido oficialnada se tenía que indagar ni cuestionar en materia de elecciones; sencillamente, los resultados oficiales de la Comisión Federal Electoral eran los correctos y aún se podía favorecer un poco más a su candidato. Para Acción Nacional las elecciones debían ser nulificadas, por no conocerse él resultado verdadera; el PAN no quería proclamar el triunfo de Cárdenas, ni estaba dispuesto a respaldar a Salinas, como tampoco tenía bases para reclamar el triunfo de su candidato. Si Salinas no había obtenido la mayoría de votos, ni Clouthier podía proclamarse vencedor, entonces ¿quién había logrado la mayoría? Esta contradicción no pudo ser superada nunca por Acción Nacional, quien de jaba ver claramente que no quería convertirse en un factor de rompimiento democrático.
Para los partidos del FDN, podía presumirse que Cárdenas había obtenido la mayoría relativa de los votos a nivel nacional. La calificación requería, por tanto, un procedimiento de cómputo nacional.
El FDN propuso un mecanismo para la calificación de la elección presidencial, bajo la consigna de limpiar la elección. Se tendrían, de esa manera, que consultar los paquetes electorales de aquellos distritos donde hubiera duda fundada de alteraciones significativas de las cifras.
El PRI, sencillamente, no proponía procedimiento alguno, como no fuera la negativa sistemática a abrir los paquetes electorales. Los diputados priístas tuvieron que desconocer la propuesta del Secretario General de su partido, en el sentido de que deberían revisarse las actas de escrutinio, la que al parecer fue producto de una ignorancia, de la terminología electoral, al confundir las actas de cómputo distrital con las de escrutinio de casillas.
La Comisión Federal Electoral jamás acordó remitir ladocumentación electoral presidencial, en su poder, a la Cámara de Diputados. Quien lo hizo fue la Secretaría de Gobernación en nombre de dicho organismo. Tales documentos eran erial mayoría copias carbón de actas distritales de cómputo, que fueron vistas durante los trabajos de la CFE. Aún estas actas, jamás se pusieron a disposición de los grupos parlamentarios, y el PRM se limitó a mostrarlas, en conjunto, con el único propósito de exhibir los legajos a los fotógrafos y camarógrafos de los medios de comunicación. Los documentos originales debían estar en los paquetes electorales, custodiados por la fuerza armada en el basamento del Palacio Legislativo de San Lázaro.
Expertos electorales priístas, elaboraron el dictamen, otorgándole o Salinas un porcentaje ligeramente superior al asignado por la Comisión Federal Electoral. La bancada oficialista pretendía, simplemente, que la comisión dictaminadora discutiera, en sus términos, el proyecto, sin llevar a cabo ningún cómputo, sin revisar la documentación, sin indagar sobre circunstancia alguna y con la sola fuerza de una mayoría que, aunque raquítica, funcionaba entonces con gran disciplina. En tres días de debate en la comisión de 45 miembros, se produjeron 219 intervenciones, entre discursos, preguntas, respuestas y aclaraciones. Nada de eso trascendió a la prensar pues la mayoría priísta mantuvo el carácter cerrado de la discusión.
El grotesco enclaustramiento de la deliberación de los comisionados, se tradujo, unos días después, en el lamentable espectáculo de tener que leer desde la tribuna de la asamblea plenaria párrafos de las versiones estenográficas que no habían sido entregadas a la prensa ni a los demás diputados.
Los legisladores priístas de profesión jurídica argumentaron, durante esos tres días de debates, que la Cámara no tenía facultades para consultar los paquetes electorales. ¿Para qué se encuentran en el Palacio Legislativo? preguntaron los diputados de las oposiciones. La respuesta fue ridícula: por razones históricas, pues antes de la Revolución había duda de que la elección se hubiera realizado en numerosos lugares y por ello el legislador mandó que los paquetes justo con ese nombre fueran enviados a la Cámara como evidencias de la verificación de los comicios.
Setenta años después de la primera ley electoral postrevolucionaria, no había otra forma de resolver todas las dudas, como lo señala la ley, más que con los documentos originales.
Trescientas copias carbón de supuestas actas distritales, constituían todo el argumento en el que se sostenía la tesis de que Salinas había triunfado en la elección de Presidente. El oficialismo se negaba a entregar otras evidencias y exigía que las oposiciones aceptaran como únicos, legítimos e inevitables, los documentos enviados por el gobierno á la Cámara.
Era más o menos evidente que la presión popular, a través de movilizaciones callejeras, era insuficiente para lograr que se precipitara una mayor crisis política. Para el FDN, y particularmente para Cárdenas, ir más lejos en las medidas de presión hubiera significado el desencadenamiento de la violencia y, con ello, el deterioro completo de la situación política nacional y del país. A juzgar por los preparativos gubernamentales en el interior y en los alrededores del Palacio Legislativo, el grupo en el poder —en esos momentos encabezado por De la Madrid y Salinas — estaba dispuesto a responder con la violencia a una acción popular más enérgica de las fuerzas que apoyaban a Cárdenas.
Por vez primera en muchas décadas, la Cámara de Diputados se convirtió en el órgano del Estado que podía prácticamente decidir el curso político de México. Un grupo pequeño de diputados del PRI estaba en condiciones de provocar el nombramiento de un gobierno de transición, la convocatoria de nuevas elecciones y, previsiblemente, la derrota del partido oficial, frente a lo cual no hubiera existido más recurso de poder que la aventura del golpe militar contra el Congreso. A este respecto, no podía haber certidumbre en cuanto a la capacidad de De la Madrid para cancelar, por completo, la vigencia de la Constitución.
En ese momento, la relación de fuerzas era de 263 diputados de la bancada oficialista (incluidos tres que habían sido comprados) frente a 237 de los grupos opositores. Poco más de una docena de diputados del PRl podían decidir toda la situación. Y, aún más, apenas cuatro diputados priístas de la comisión dictaminadora estaban en condiciones de abrir otro camino.
Este inmenso poder no fue ejercido de manera alguna. La crisis política, evidenciada el seis de julio, no había alcanzado la profundidad requerida para arrojar una ruptura democrática. Los viejos y gastados hilos del poder aún funcionaron; aunque en el filo de la navaja, para asegurar el predominio del grupo gobernante y la efectividad del partido oficial.
Cuando el ocho de septiembre, el PRI decidió pasar el dictamen a la asamblea, en medio de la gritería de los diputados opositores que impugnaban la procedencia del documento, más de una hora de lectura inaudible fue la siniestra representación del proceso electoral de 1988.
Para el partido oficial era impostergable proclamar Presidente al hombre que previamente había sido señalado mediante las reglas no escritas de un sistema de poder envejecido. Era el régimen anciano que exhibía sus miserias cuando los secretarios de la Cámara hablaban sin que nadie — acaso ni ellos mismos— pudiera escuchar el contenido del documento proclamatorio.
La lectura del dictamen no buscaba explicar la pretendida legalidad del proceso eleccionario, ni dirigirse al país para convencer de que, a pesar de todo, el mismo grupo podía seguir gobernando. Simplemente, debía constar en actas y en una versión estenográfica, evidentemente artificial, la primera lectura reglamentaria del dictamen más impugnado de la historia legislativa del México postrevolucionario.
3. La lucha en la Cámara de Diputados
Las conductas aprendidas durante tantos años por los priístas y los opositores, han chocado con la nueva realidad en la Cámara de Diputados. Pudimos ver durante los cuatro últimos meses de 1988 a un partido oficial carente de discurso y a una oposición que aún no asume plenamente el tamaño de su nueva fuerza. No obstante, la lucha parlamentaria de partidos ha empezado a mostrar su rostro, amenazando súbitamente esas conductas aprendidas y los rituales de partido. Ni el triunfalismo oficialista ni la persistente queja de la oposición tienen la vigencia de las décadas pretéritas. Mucho ha cambiado y, sin embargo, la vieja conciencia impide que lo nuevo aparezca de cuerpo entero.
El Congreso no emitió un sólo decreto de ley durante tres meses y medio. El debate parlamentario se convirtió en el ego de la discusión sobre las elecciones. La cerrada lucha del Colegió Electoral de los presuntos diputados y de la calificación de los comicios presidenciales, se prolongó sin quererlo, como una indigestión de noche entera. El PRI logró, no obstante, una estabilización formal de la Cámara mediante la integración de las comisiones ordinarias en las que se sobre representó, con la aquiescencia de la mayor parte de las oposiciones y sin que éstas se percataran de que, al estabilizar autoritariamente, el oficialismo lograba mediatizarlas.
Sin embargo, esto no confería al PRI la capacidad legislativa. Los artistas podían impedir el éxito de la mayoría de las propuestas de los otros grupos parlamentanos, pero carecían de propósitos claros. Todo el discurso de la modernidad de los hombres del poder caía con el pesado lastre del dogmatismo tradicional. Lo que había variado, en realidad, era solamente que por primera vez el grupo gobernante no confiaba en el Congreso y no le enviaba su programa legislativo.
El intenso golpeteo de tres meses, que se inició apenas concluída la declaración sobre el Presidente, se convirtió en toda una secuela de pequeñas maniobras parlamentarias. Alejada de la función legislativa, la Cámara de Diputados era solamente una singular tribuna de confrontaciones aparentemente desarticuladas y caóticas. Sin embargo, pronto hizo su aparición una nueva práctica: todo procedimiento parlamentario debía ser convenido entre los grupos de diputados; el partido oficial no podía, por sí mismo, imponer como antes sus mecanismos de debate.
De esa forma se resolvió el problema del primero de diciembre. Cayó el primer dogma de la larga serie del catecismo priísta. Por vez primera, los legisladores subieron a la tribuna para pronunciar discursos políticos en una sesión de Congreso General, hasta entonces reservada para los mensajes del Señor Presidente. La absurda tesis de que la Constitución consagra esas sesiones para la palabra presidencial, defendida hasta el ridículo el primero de septiembre, no se pudo sostener frente a dos argumentos: casi la mitad de la Cámara podía reclamar el derecho de hablar y el viejo Reglamento para el Gobierno Interior del Congreso no le otorga al Presidente derecho de intervenir cuando rinde protesta.
En la prolongada y difícil negociación, las oposiciones tal vez hubieran podido lograr que sus discursos fueran «dos por el señor Salinas y se diera, ahí mismo, un debate entre los parlamentarios y el nuevo titular del Poder Ejecutivo. Pero la vieja conciencia, los miedos al enfrentamiento republicano, aldebate democrático, a la confrontación con el Presidente, llevaron a los grupos parlamentarios y a sus partidos a una autolimitación.
Para Salinas, la solución permitía eludir el escándalo. Para las oposiciones, era la forma de dejar sentada su posición, de hablar del carácter ilegítimo del nuevo grupo gobernante y de expresar sus propias propuestas frente a la situación del país. La audiencia nacional, en cadena de radio y televisión, fue el instrumento que permitió el acuerdo, no sin que el propio Salinas hubiera demostrado su profundo temor a la discusión directa y pública con sus opositores.
El debate con el nuevo gobierno se inició, sin embargo, por la vía del mandato constitucional para que, por lo menos, dos secretarios de Estado comparezcan cada año. Las normas de la discusión tuvieron que ser negociadas. Y, otra vez, la vieja conciencia de la preeminencia del gobierno sobre el Congreso, fue decisiva para que la nueva situación sólo se expresara parcialmente en los acuerdos parlamentarios. La deliberación, en efecto, asumió nuevas formas, pero no fue posible alcanzar el derecho de contrarréplica de los legisladores ni la interpelación por escrito al gobierno.
El debate de Cámara con los secretarios de Estado no fue menos aburrido que en años anteriores, pero las oposiciones llevaban la ventaja de enfrentarse a un grupo con un discurso continuista en el séptimo año del sexenio que no hizo el menor esfuerzo por deslindarse de Miguel de la Madrid,
Aspe y Zedillo solamente prometieron que, después de la transición, vendrá el crecimiento económico tantas veces anunciado. Antes, Camacho Solís no había podido explicar cómo se financiará el transporte capitalino, como tampoco habló claro sobre el caso de Nassar Haro y el grupo de Las Zorros, unos días antes de la matanza de presos amotinados de la cárcel de Tepic, en la que los integrantesde ese grupo actuaron como tropas aerotransportados de asalto y sin admitir el recurso de la rendición.
Economía y política se relacionaron como nunca.
Antes en los debates parlamentarios. La oposición estaba obligada a vincular el absolutismo presidencialista con la crisis económica; los fraudes electorales con el manejo de la deuda; la falta de: legitimidad del gobierno con los bajos salarios. Pero las respuestas gubernamentales fueron débiles. La carencia de un discurso preciso, de estrategias claras y, aún, de promesas definidas, no hizo más que confirmar el esfuerzo continuista del actual grupo gobernante.
Es justamente en la política económica donde existe mayor divergencia en elinterior del grupo parlamentario del PRI. Sin embargo, esos desacuerdos no se expresaron. Otra vez, la vieja conciencia del monolitismo oficialista hizo levantar de sus curules a los diputados de la bancada mayoritaria para aplaudir a los secretarios de Estado antes de que hubieran pronunciado la primera palabra.
Las oposiciones prefirieron el debate que el escándalo, sin por ello renunciar a los recursos políticos escenográficos. Así se produjeron las primeras discusiones frontales con el nuevo gobierno, de las cuales se cubrieron todas las expectativas: nada verdaderamente nuevo alcanzó el discurso del poder, solamente la reiteración del principio de que por encima del Congreso se encuentra el Presidente, a quien hay que confiarle todo lo más importante, desde el manejo discrecional del endeudamiento de la nación.
Ese discurso presidencialista pasó de ser chocante a convertirse en verdadera aberración. Aspe salió a la defensa del chequeen blanco que tradicionalmente se otorga al Presidente para rebasar los topes de endeudamiento neto bajo circunstancias extraordinarias a juicio del mismo Poder Ejecutivo. Para ello, el Secretario, de Hacienda recurrió a la lectura parcial del texto de la Constitución, con el fin de no mencionar que el Congreso tiene las facultades de autorizar los empréstitos y de reconocer y mandar pagar la deuda nacional.
La cuestión de fondo en este aspecto estriba en que el Congreso tiene el mandato de controlar la deuda, tanto en su contratación como en su pago. La tesis priísta siempre ha sido que tales facultades pueden ser transferidas, pero la Constitución otorga prerrogativas especificas e inembargables a las tres ramas del poder.
Cuando debía debatirse la Ley de Ingresos, con el mismo cheque en blanco de años anteriores, el PRI no alcanzó los 251 diputados presentes en el recinto parlamentario. Las oposiciones demostraron entonces que saben usar la debilidad del adversario para encontrar fortaleza. La vieja conciencia, del presidencialismo a ultranza y el complejo minoritario de las oposiciones, súbitamente cedieron el paso al reconocimiento de la nueva situación.
Las bancadas minoritarias, que se habían dado por vencidas meses atrás y que no llegaban a sumar 170 diputados presentes, sabían que no podían ganar una votación, pero que el PRI tampoco podía aprobar, por sí mismo, el proyecto de Ley de Ingresos. Esto ocurrió el 23 de diciembre.
La aprobación tendría que retrasarse hasta el 27, para discutir el presupuesto el 28. Pero como se requiere la aprobación del Senado para sacar la Ley de Ingresos, los plazos eran muy apretados. El PRI estaba, por tanto, obligado a negociar si no quería correr el riesgo de que su debilidad momentánea se convirtiera en catástrofe posterior. Seis horas después de que las bancadas opositoras abandonaran el salón de sesiones y acabaran con el quórum, el grupo oficialista llamó a las negociaciones multilaterales.
El cheque en blanco fue abolido, a pesar de la indignación de no pocos diputados del PRI, que veían en el mecanismo de la presión parlamentaria un arma ilegítima. Quienes habían usado el recurso del quórum y todas las maniobras reglamentarias sin recato alguno durante meses; quienes habían impuesto una estabilización parlamentada aprovechando: los titubeos y las conveniencias circunstanciales de unas, oposiciones que todavía no a su roían la conciencia de la nueva situación; demandaban airadamente que las bancadas minoritarias se comportaran como si perder fuera su destino.
El retiro de las oposiciones, ante la imposibilidad de que el PRI diera el quórum por sí mismo, fue una acción concreta de lucha parlamentaria de partidos. No solamente fue legítima, sino absolutamente lógica y natural. Después, fracasaron todos los esfuerzos del PRI por negociar, en forma separada, con los grupos parlamentarios. El objetivo común de las bancadas no priístas era muy claro: acabar con el cheque en blanco, restituir al Congreso la facultad de controlar el endeudamiento público, aún a sabiendas de que ello, en términos concretos para 1989, tendría poca significación económica. Era, sin duda, una batalla política, dentro del gran objetivo delimitas al Presidente.
Cuando la medianoche del 23 de diciembre se anunció en el pleno de la Cámara el producto de la negociación, en el ánimo de los diputados estaba el recuerdo de todas esas décadas en que el Presidente paulatinamente había ganado facultades, mientras el Congreso las perdía. Ahora, sé rescataba por vez primera una de ellas; apenas una entre centenares. No era una gran victoria, pero podría será el inicio.
Las bancadas opositoras habían preferido la negociación abierta, limpia, pública, que el retraso en la aprobación de la Ley de Ingresos. No se buscaba el escándalo o la ridiculización del adversario, sino un avance en la lucha por la democracia, que atraviesa por la reconquista de las facultades del Congreso, perdidas a manos de los presidentes.
Después de la Navidad, los grupos parlamentarios del FDN y del PAN lograron que la bancada mayoritaria admitiera la propuesta de iniciar un procedimiento de legislación en materia electoral. El anuncio realizado días antes por el Secretario de Gobernación, en el sentido de que Salinas había decidido que la Comisión Federal Electoral iniciara un foro público sobre el código de la materia, generó una rápida respuesta opositora: el Congreso debería asumir sus facultades legislativas y convocar a audiencias públicas, en primer término a los partidos políticos. El grupo priísta tardó tres días en hacer las consultas necesarias, coma presión de las bancadas de la oposición y la simpatía silenciosa de no pocos de sus propios integrantes. Al final, se decidió abrir un foro legislativo en San Lázaro sobre el inmenso problema electoral de México.
El 27 de diciembre, la oposición obtuvo un pequeño avance. El PRI tampoco contaba con el quórum, por sí mismo, de 251 diputados. Las leyes que habrían de aprobarse no eran de la mayor importancia reformas penales, pero días antes la bancada mayoritaria había expresado su irrevocable decisión de sobre representarse en la Comisión Permanente del Congreso, que habría dé funcionar durante los siguientes diez meses. De los 19 diputados qué tendrían que ser miembros de ese órgano del Congreso, el PRI había resuelto tomarse once, sin importar el reclamo de los grupos opositores de obtener nueve posiciones, de acuerdo con la integración actúa, de la Cántara. El PRI cedió a los treinta minutos de plantearse la decisión opositora de abandonar el debate y dejar, por tanto, ala Cámara sin quórum.
La situación cambió el 28 de diciembre, cuando el grupo mayoritario logró la presencia de 252 de sus diputados. Arrancados de sus lechos de enfermos, llegados de diversos lugares a toda prisa, los diputados faltistas del PRI otorgaron la mayoría a su partido y a su Presidente para imponer al país un presupuesto de la recesión, los bajos salarios y la pagatoria de la deuda externa. Aún cuando algunos de ellos criticaban en los corrillos la política económica de Salinas e, incluso, abandonaban momentáneamente el salón para no votar en contra de propuestas alternativas de la oposición, no estaban dispuestos a dejar al PRI sin la mayoría requerida, a pesar de su propia opinión y, a veces, de sus propios principios.
Los grupos minoritarios obtuvieron, sin embargo, la concesión de que a partir de ahora el Presidente no podrá violar la ley, pues cuando desee clausurar, vender o liquidar alguna empresa paraestatal creada mediante decreto del Congreso, deberá previamente solicitarla autorización legislativa. Así también, cuando pretenda desincorporar alguna empresa controlada en el Presupuesto, deberá escuchar antes la opinión de la Cámara de Diputados.
La significación de este avance pudo ser medido con el recuerdo de lo más inmediato: De la Madrid había mandado vender. Diesel Nacional, empresa creada mediante un decreto del Congreso, como antes disolvió Uramex sin importarle el régimen jurídico, y su sucesor mandó desincorporar. Productos Pesqueros Mexicanos y Siderúrgica Nacional para entregarlas a los grupos de monopolistas.
La propuesta del FDN, ante la pagatoria presupuestal, fue bastante sencilla. Si Salinas ha dicho que durante los próximos meses su gobierno negociará la deuda externa pública y, por tanto, espera reducir el servicio de la misma, no hay razón alguna para autorizar el pago completo calculado para 1989. Así, se propuso añadir al artículo séptimo del presupuesto un párrafo en el que solamente se autorizaba a ejercer el pago del servicio de la deuda externa correspondiente al primer semestre, al cabo del cual la Cámara debía recibir el informe del Secretario de Hacienda y discutir los pagos de la segunda mitad del año. Acción Nacional votó en favor de esta propuesta.
¡Inconstitucional! gritó uno de los diputados juristas, conocidos como los letrísticos de la Cámara. La Carta Magna señala, ciertamente, que el presupuesto de egresos debe ser anual, pero en forma alguna esto cancela la facultad de la Cámara de controlar el gasto público. Hasta ahora, el Presidente es el único que puede modificar el Presupuesto y lo hace prácticamente cada mes sin que la Cámara pueda hacer nada al respecto. Ahora, que se proponía que los diputados asumieran plenamente el control sobre el gasto que es lo esencial de sus facultades en la materia la bancada priísta, en tanto que expresión directa del Poder Ejecutivo, argumentaba la posible violación del texto constitucional solamente porque en éste se expresa el elemento técnico de que el Presupuesto ha de ser anual.
La defensa del absolutismo presidencialista que sin rubor es asumida por aquellos diputados cuya expectativa política no está en el Congreso sino en alcanzar un alto puesto en el gobierno es la bandera más importante del grupo mayoritario. La demanda de las oposiciones de reducir el poder del Presidente y elevar el del Congreso, es vista por los priístas como un afán revanchista, pero olvidan que los mismos argumentos se han dado, durante décadas, desde las curules opositoras.
La escasísima autonomía política del PRI en la Cámara se desprende, justamente, de todo un sistema basado en el absolutismo del Presidente. Entre tanto, los grupos minoritarios no necesitan consultar a cada paso a las direcciones de sus partidos. Dentro de los lineamientos políticos generales de cada quien, lo negociable podía negociarse en completa libertad. Por ello, las oposiciones están mejor pertrechadas para la concertación, mientras la dirigencia parlamentaria del PRI se mantiene con as manos atadas.
Esa supeditación de la bancada mayoritaria impide que la Cámara legisle. Los grupos minoritarios de cualquier parlamento pueden bloquear leyes, lograr cambios, plantar nuevos procedimientos, pero difícilmente podrían legislar. En México, la vieja conciencia de que toda ley importante debe proceder del Poder Ejecutivo, ha llevado al Congreso a un triste papel de revisor dulas iniciativas presidenciales. Recuperar el papel del Poder Legislativo implica la conquista de una mayor autonomía relativa del grupo mayoritario y, también, de una mayor libertad de sus integrantes.
En el proceso de ingreso a la lucha parlamentaria de, partidos, ya desde Búcareli y desde las oficinas de los llamados dinosaurios, se escuchan las voces de que en la Cámara nada importante habrá de suceder, debido al desorden que allí impera. Donde hay debate puede haber gritos, maniobras, discursos exaltados, pero eso no es lo esencial. No hay parlamento sin sacudimientos, mas ello no implica infecundidad. Si la República ha de florecer,.tendrá que haber lucha política y, dentro de ésta, la acción parlamentaria de los partidos, aún con toda su inevitable teatralidad, lo que también guarda, como el arte dramático, una completa seriedad.
La tradición de las generaciones moribundas parafraseando a Marx; oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. El conjuro de los espíritus del pasado, con un disfraz de vejez venerable, no es otra cosa que la defensa del viejo absolutismo presidencialista. Si hemos de tener un verdadero Congreso, habremos de dar la lucha parlamentaria, la lucha de los partidos. Y aunque la confrontación política no empieza ni termina en la cámara legislativa, tiene en ella que asumir una expresión concreta y representativa. Toda la aspiración democrática que ha surgido en la sociedad, en todos estos años de combates aquí y allá, y con el acontecimiento histórico del seis de julio, despunta apenas en los debates parlamentarios y empieza a tomar fuerza en un nuevo tipo de relación y negociación política. Es algo nuevo y, aunque infunda temor, tenemos que inventar a pesar de los inmensos obstáculos que se han levantado durante tantos años.
"Febrero de 1989"
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