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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1986 Los presidentes

Julio Scherer

(Fragmento)

EL ABRAZO DE Luis Echeverría fue estrecho, intensa su manera de confiarme casi al oído:

"Será para bien de nuestros hijos".

Desde finales de 1968 había descendido sobre el país una tristeza agria, malsana. La matanza del 2 de octubre de ese año, el despotismo del presidente Díaz Ordaz, su desprecio por los intelectuales, su desdén por.la prensa, su lejanía de la gente, todo formaba parte de una manera ingrata de vivir la vida.

Unos cuantos minutos estuve con Echeverría el 21 de octubre de 1969. La víspera había sido destapado como precandidato a la Presidencia de la República. Desde el primer momento sus partidarios se adueñaron de los pasillos y antesalas de la Secretaría de Gobernación. Era suyo el espacio, el aire. Lanzaban porras, gritaban sin cesar, cantaban. Echeverría sería candidato, presidente, dios, presidentedios. Su toma de posesión tendría el significado de un cambio de estación en la naturaleza. Reverdecería el país.

Moya Palencia me había llamado a la dirección de Excélsior para que me reuniera con su jefe. "El licenciado desea saludarlo, ponerse a sus órdenes". Al salir de Gobernación interpreté las palabras de Echeverría como una manera de anticiparme que el ritmo de la respiración cambiaría en Palacio. Duros y crueles habían sido los tiempos de Díaz Ordaz. Otro hombre al frente de la nación podría significar una nación distinta, me decía de regreso al diario.

En ese ánimo hubiera querido olvidar el 2 de octubre.

Aquella noche, en un telefonema urgente me había advertido el secretario de Gobernación que en Tlatelolco caían sobre todo soldados y a punto de colgar el teléfono había dejado en el aire la frase amenazadora: "¿Queda claro, no?". También hubiera deseado apartar la imagen de todos conocida: quince horas diarias en su despacho, servil a fórmulas y rutinas, pendiente de Díaz Ordaz hasta el celo, confundida la solidaridad con el servilismo. Otro tendría que ser el futuro, que el pasado había sido amargo, como nunca antes en los últimos sexenios.

Ante la mirada atónita del país, Echeverría logró su transfiguración. De un día para otro apareció en escena elocuente, vivaz, desenvuelto. Aprendió a sonreír, perdió peso. Si había sido tieso, arrojaba sacos y corbatas al guardarropa y ponía en circulación la guayabera. Si su estilo había sido el de un cortesano, el oído al acecho del superior, sus nuevas maneras eran las del hombre libre.

Su esposa también despertaba. De doña Ester Zuno se comentaba que había sido una luchadora social contenida por la rigidez y las ambiciones del secretario de Gobernación. El presente la revivía. Llamaba al candidato por su apellido, Echeverría, y en su voz había pasión y orgullo. Dejaba en claro que se dirigía a él como a un ciudadano. Echeverría era un nombre para todos y doña Ester aplazaba en público la hora de reunirse con su marido. Ella también deseaba oírse llamar como una igual entre iguales. "Dígame compañera", pedía.

Hablaba sin reposo el candidato. De un lado para otro, excitado siempre, era el movimiento continuo. Envuelto en un cierto aire indómito atraía poderosamente la atención de los periodistas, curiosos por vocación. Aun su cuello de toro y el tranco de sus piernas eran tema obligado de los reportajes y crónicas que daban cuenta minuciosa de las giras que emprendía por la República. Ofrecía el maná, ganado con el trabajo. Censuraba a los negociantes en el PRI y a los políticos en la iniciativa privada. Despreciaba el tiempo estéril, tiempo de reaccionarios y abogaba por una nueva actitud mental, otra manera de mirarnos a nosotros mismos para hacer de la existencia una hazaña cotidiana, tiempo de revolucionarios.

Resumía González Guevara, priísta notable:

—Es posible que haya nacido el líder que México necesita.

Sobre cubierta del transbordador "La Paz", la cara al muelle de Mazatlán, María Ester aguardaba al candidato. Ciudadana del ciudadano, atendía el parloteo de las señoras que viajaban con ella. La adulaban, decían que Echeverría era el carácter, el carisma, México en busca de su destino. Sin amor por las palabras, ensuciaban el lenguaje. Apoyados los brazos en la barandilla del barco con destino a La Paz, yo miraba a la multitud en tierra y observaba a la señora de Echeverría, a un metro de distancia. Me dijo, amable. "Viene con dos horas de retraso, pero no importa. Mire a la gente, Julio, constate su júbilo".

Precedido de un rumor ensordecedor, en el centro de un trajín frenético, envuelto en serpentinas, bañado por confeti de todos los colores, apareció exultante bajo los últimos rayos del sol. Sus brazos y sus manos eran aspas que saludaban a los cuatro puntos cardinales, su boca era un alarido a los rostros desconocidos que se le aproximaban con un ansia casi sexual. Hombres y mujeres avanzaban hacia él para tocarlo y gritarle incoherencias. La multitud se hinchaba y comprimía, bramaba, hacía sonar las matracas, desgranaba porras. Bajo el cielo en llamas, confundidos todos con todos, la alegría era como una epidemia, contagiosa. Finalmente, zarpó el transbordador "La Paz". A la distancia, quedaron los sueños de los soñadores.

Dueño del barco, sin rival, el candidato se dejaba cortejar por los políticos, los invitados, los periodistas que le acompañábamos. En las conversaciones personales sostenía la mirada en la mirada que lo hurgaba o se le rendía. En público su voz sobresalía y sus carcajadas retumbaban. Hacía sentir una personalidad de atleta, sin espacio para la fatiga. Rara vez iba al baño. Principiaban los cuchicheos: "Casi no duerme, ni orina, si no quiere".

En una mesa para cuatro personas, a lo largo de treinta y seis horas de travesía tuvo siempre a los mismos comensales: Martín Luis Guzmán, Manuel Espinosa Iglesias y yo. Desde nuestro encuentro en Gobernación, tres meses antes, no había cruzado palabra con él. Ahora contaba con su compañía. Su sonrisa reencontraba la vida.

"En una frase. Luis, una sola ¿cuál será tu afán como presidente?". "Darle voz a todos los mexicanos, que cada uno conozca sus derechos y obligaciones, y que los ejerza. Avanzaré en este camino tanto como pueda". Le pedí una entrevista. Me dijo que más tarde y también que en su momento Excélsior se convertiría en un factor para enfrentar los retos que le esperaban como presidente de la República. Llegada la hora será un capitán valeroso, pensé.

Dos meses después lo vi de nueva cuenta, ahora en la Escuela de Agricultura de los Hermanos Escobar, en Chihuahua. Por la noche, en un salón a reventar, habló a maestros y alumnos con un fervor que no le conocía. Su pasión encendió al auditorio y él quedó a merced de los oyentes. Así es la palabra que comunica.

Un ayudante me indicó en voz baja:

—El señor quiere verlo.

—Acompáñame —me dijo Echeverría.

Juntos recorrimos la exposición agrícola montada en su honor. De reojo le miraba la frente, amplia y redonda como una bóveda. Allí no estaba su fuerza, intelectual no era. Su fuerza era el futuro, otra manera de amar y luchar por el país. Ofrecía la escisión de su propio pasado para hacerse creer. Me impresionó el escenario.

Había rostros tensos, ojos hipnotizados. La ansiedad de algunos transmitía angustia. El candidato podía cambiar la vida que quisiera, torcer el destino que le viniera en gana. No hay prestigio que se compare al prestigio del poder. Frente a una vitrina que exhibía objetos de uso común en el campo,'le dije:

—Uno a uno te han acompañado en las giras los directores de los periódicos. Fui el último ¿por qué, Luis? —Son conocidas tus diferencias con el presidente. —¿Es todo? ¿de veras?

—Debo cuidar las formas. Ni siquiera para mí es fácil el trato con don Gustavo. Tú le conoces.

Solos entre la multitud, me emocionó su voz en sordina: —Cambiarán las cosas. Ten paciencia.

Dos esferas minúsculas por ojos, las pestañas ralas, a la intemperie los dientes grandes y desiguales, la piel amarilla, salpicada de lunares cafés, gruesos los labios y ancha la base de la nariz, así era don Gustavo Díaz Ordaz. Algunas veces bromeaba acerca de su fealdad, pero si alguien le seguía el juego, estallaba su ira. Irritable, se vigilaba; desconfiado, se mantenía al acecho. Agobiado los últimos años de su vida, después de la tragedia de 1968 resguardó su intimidad. La fortificó tanto que hizo de ella una cárcel. Allí murió.

Un día me dijo que era como una espina y sudaba hasta empapar la camisa.

—No le creo —le dije.

—Sudo como un gordo.

—¿Usted?

—Me consumo.

Otro día me confió de su paso por la Secretaría de Gobernación, un pasatiempo en comparación con su responsabilidad de esos días: presidente de México.

—En términos humanos, no políticos ni históricos, ¿cuál es la diferencia? —le pregunté.

—Las cuerdas.

—        No le entiendo, señor presidente.

—        El secretario de Gobernación boxea en un ring protegido por cuerdas. El presidente de la República pelea en un ring sin cuerdas. Si cae, cae al vacío.

Me miró a los ojos:

—No puede caer.

—        ¿Y si lo tocan?

—        No puede caer, le digo.

Otro día lo felicité por el discurso que había pronunciado ante el Congreso de los Estados Unidos. "Fue un mensaje valeroso, señor presidente", le dije.

"Al país se le necesita como al agua y al sol y se le ama como al fruto", me dijo a su vez. "No hay mexicano verdadero que no quisiera cobrarse las cuentas pendientes con los Estados Unidos. Son nuestra obsesión y para siempre habremos de repetirles que no olvidamos los agravios. Pero un discurso es algo más que una flecha que da en el blanco. Se lo digo yo. El discurso obedeció sobre todo a razones de consumo interno. Los gringos aceptan nuestras mentadas de madre. No les gustan, pero no pasa de allí".

Lo conocí a mediados de siglo, en los tiempos remotos del presidente Ruiz Cortines. Ocupaba entonces la oficialía mayor de Gobernación. Rara vez bebía. Nunca lo vi fumar. Era esquelético y filoso. Dejaba al descubierto la carne viva. Era un haz de nervios.

Conversábamos sobre América Latina. "Viaje tanto como pueda", me aconsejaba entonces. Una noche, relajado Díaz Ordaz en Los Pinos, le pedí su intervención para entrevistarme con los jefes de Estado de Guatemala, Honduras, Paraguay, Ecuador, Brasil, Argentina, Santo Domingo. "Con el mayor gusto", me dijo al instante. Quise interrumpirlo, darle las gracias. "No vale la pena", me contuvo. A través de nuestras embajadas, Relaciones Exteriores concertaría las citas que me interesaban. Hablaría con el canciller Antonio Carrillo Flores. El se encargaría de todo.

La víspera del viaje fui a Palacio. En ese tiempo despachaba el presidente en el Zócalo hasta las dos y media o tres de la tarde. Ese día, en el último momento asuntos urgentes habían reclamado su tiempo. Me deseaba éxito y a través del doctor Emilio Martínez Manautou me enviaba un sobre que más adelante podría serme útil.

Al entregarme el sobre me dijo sonriente el secretario del presidente:

—        Me pide tu amigo que lo abras hasta que el avión haya despegado.

—        ¿Por qué hasta entonces?

—Esas fueron sus instrucciones.

Rasgué el sobre. Calentaba billetes de cien dólares.

—        No tiene sentido, Emilio.

—        No vale la pena.

—        Dale las gracias al presidente. Te lo ruego. —No seas ridículo.

—        De veras, gracias.

—        Como quieras.

—Así.

Hubo un último argumento de Martínez Manautou:

—        Ofenderás al presidente, tu amigo.

Paraguay fue el absurdo, Haití el horror. Por atención al gobierno de México, que había solicitado la entrevista, el presidente Alfredo Stroessner me recibiría sólo unos minutos. Fui advertido en la Casa Presidencial: la visita sería protocolaria.

Me vi frente a Stroessner, vestido de blanco. No hubo un gesto, una sonrisa. Me dio su mano como quien presta un objeto. Verde transparente me parecieron sus ojos redondos, abismales.

—Una pregunta, general.

—No está autorizada la entrevista.

—        Una sola.

—        Off the record.

—¿Por qué persiste el toque de queda en Asunción? —Mi pueblo me lo pide. Mi pueblo quiere vivir en paz.

La miseria reinventó el azul de fuego en Puerto Príncipe, morado el cielo hasta herir los ojos. Sin una voluta que lo contamine, ni la brisa refrescaba la temperatura.

Al llegar, fui advertido por el embajador de México, Ernesto Soto Reyes:

"No dé limosna, pase lo que pase.. Si entrega una moneda, la turba lo seguirá donde vaya, así sea el infierno". "Exagera, embajador". "Véalos. No podrían ser más pobres".

En el aeropuerto, entre muchos mendigos, vi un ser pequeñito, sin brazos, sin piernas, sin tronco. Era la cabeza, el pescuezo y algo que continuaba, informe. Babeaba el engendro. En el fondo de sus cuencas había dos canicas, refulgentes e inmóviles. Me ganó la náusea.

Al día siguiente, a las once, el sol rumbo a su apogeo, el embajador me acompañó a la entrevista con Francois Duvalier, Papá Doc. De botas negras, de saco y pantalones negros, blanca la camisa y negra la corbata de pajarito, nos recibió el tirano. Cerradas a piedra y lodo puertas y ventanas de su oficina, el calor nos asfixiaba. Transpiraban nuestros cuerpos, las paredes. No se permitió Duvalier una pausa para ofrecernos un vaso con agua. Las grietas de su cara eran negras, profundas. Sus ojos parecían pedruscos.

Publicada la entrevista a ocho columnas, el embajador de Haití en México aludió a una inadmisible falta de cortesía en la relación de nuestro gobierno con el presidente de su país. La presencia del embajador Soto Reyes en el despacho de Papá Doc avalaba las calumnias divulgadas por una pluma abyecta. Carrillo Flores me llamó a su despacho. Suavemente, conforme a su estilo, me pidió que preparara un texto. Sin darle satisfacciones a Duvalier, debería evitar que el incidente creciera hasta la posible declaratoria de persona non grata en contra de nuestro representante en Puerto Príncipe.

Vi al presidente.

—No haga caso me dijo.

Insistí. Estaba preocupado.

—Duvalier es un hijo de la chingada —sentenció Díaz Ordaz—. Todavía agregó:

—¿Cree usted que me pueda importar lo que piense un hijo de puta?

Enredadas como cabelleras color castaño, las tres letras formaban una miniatura en los puños de la camisa crema del licenciado Díaz Ordaz. Bordadas a mano, trabajadas con primor, no podía apartar los ojos de esa G, de esa D, de esa O.

Dispuesto el ánimo para la conversación, abandonados los brazos sobre la superficie de su escritorio blanco, percibió el presidente mi ausencia, la mente quién sabe dónde.

—¿Qué le pasa?

—        Su camisa, señor presidente.

—        ¿Qué?

—No, nada.

Sentí su irritación, su genio vivo.

—Las iniciales nunca se las había visto. Me llaman la atención, señor presidente.

—        La camisa es de Sulka.

—        ¿De Sulka?

—        Sulka de Londres. ¿Le gusta?

—Muy bonita.

—        Hecha a la medida. La seda es de Pekín. Toque. Suave como el agua, acaricié la trama.

Tomó un lápiz. Imperativo, me dijo:

—Le voy a regalar doce con sus iniciales. Déme sus medidas.

—        No las conozco. Mi esposa me compra la ropa.

—        Si no quiere no le regalo nada.

—        Por favor, señor presidente. Al despedirnos, me dijo: —Entonces, ¿las quiere? —Por supuesto, señor presidente.

—        Tardan tres meses. En cuanto las reciba, se las hago llegar a su domicilio.

Menospreciaba don Gustavo a don Luis.

Un día me confió:

"Está verde".

Otro día:

"No crece. Conserva la mentalidad de subsecretario encargado del despacho".

Alguna vez:

"Si no tiene qué hacer, algo inventa. Le obsesiona el trabajo por el trabajo mismo".

Otra vez:

"Cada noche se hace leer por teléfono los editoriales de El Nacional, como si a alguien le importaran esos papasales".

También caía en la burla:

"Lo invité a jugar golf, temprano. Llegó al amanecer". Todo cambió a raíz de octubre de 1968, el mes de la matanza de Tlatelolco y de la fiesta olímpica.

Fui elegido director general de Excélsior el 31 de agosto de 1968. El país se endurecía, también el diario. Permanecí al lado de mi antecesor, don Manuel Becerra Acosta, hasta el día de su muerte. Fui su auxiliar. Afirmó en mí el orgullo por la profesión. Hizo del periodismo una convicción y una pasión.

El mismo día de la designación me llamó el presidente Díaz Ordaz por teléfono. Felicitaciones. Detrás de él, todos sus secretarios, los gobernadores, los senadores,los diputados. El milagro de la unanimidad es asunto ordinario en el gobierno. Llovieron telegramas de los prohombres de la iniciativa privada. En el edificio de Reforma 18 cantaron los mariachis, escuché promesas de lealtad, fui abrazado hasta quedar exhausto. Observada desde el exterior, la alegría es siempre igual a sí misma. Hacia adentro tiene mil lenguajes. No hay alegría sin una responsabilidad que la limite, alguna preocupación que la ensombrezca. No es como la euforia, una embriaguez. Menos como el éxtasis, que se da en el amor.

Eran los días de los estudiantes, posesionados del corazón de la ciudad. Sus manifestaciones por el Paseo de la Reforma, rumbo al Zócalo, causaban tensión en el interior de la cooperativa. La multitud estallaba en injurias a su paso por Excélsior. "Prensa vendida, prensa vendida", gritaba. Eran miles los puños en alto, los rostros descompuestos, la ira en la piel.

No ocultábamos las noticias. Tampoco la magnitud del fenómeno. En aumento incesante nuestras ediciones consignaban desplegados de todos tamaños en apoyo al movimiento estudiantil. Aumentaba también el número de telefonemas a mi oficina que recomendaban prudencia.

En nuestro oficio sabemos que no hay manera de resistir un suceso. Es el vacío que se abre. Se traga al reportero, al cartonista, al escritor hecho en la tinta de la información. Me decía el subdirector, Alberto Ramírez de Aguilar: "Un acontecimiento me sacude. Cuando me acuesto, me duelen los huesos". En las páginas del diario, el canto y la rabia estudiantil mezclados, se abrían paso por sí mismos, inevitablemente.

Septiembre fue turbulento. Cayeron las formas hechas añicos. Díaz Ordaz rechazó las solicitudes de audiencia de los estudiantes, pero les ofreció su mano desde Guadalajara. "Chóquenla", fue el desafortunado giro que empleó. Respondieron los estudiantes que primero analizarían la palma presidencial sometida a la prueba de la parafina para comprobar si contenía o no residuos de pólvora. Ni el eufemismo suavizó la brutalidad del desprecio. En ese momento, Palacio Nacional se perdió para siempre como viejo recinto de los dioses.

Frente a la injuria, rijoso, fue por la venganza el presidente de la República. Efervescente la fiesta brava, aclamado como figura Manolo Martínez, calculó Díaz Ordaz que el torero de moda le ofrecía la oportunidad de la revancha. Conocí el nudo de esta historia mezquina por motivos circunstanciales.

—        El doctor Emilio Martínez Manautou desea comunicarse con usted —me anunció Elena Guerra, mi secretaria, la noche del viernes 17 de agosto de 1968.

—        Tu amigo, el presidente, te pide por mi conducto que destaques la entrevista que acaba de conceder a Manolo Martínez —ordenó casi—. Estuvieron juntos 35 minutos. Te anticipo que fue una conversación muy interesante.

—        ¿De veras, Emilio?

—Yo te ruego, Julio.

¿Díaz Ordaz taurófilo? Nada podía ser más falso. Por si alguna duda hubiera, el general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial, ha dejado constancia de los hábitos de don Gustavo. En el septuagésimo quinto aniversario de su nacimiento, el 12 de marzo de 1986, le dedica un pequeño libro y precisa: "Tenía afición por el box, el futbol y el beisbol. Practicó el basquetbol, la natación y el golf." De toros y toreros, nada. Sin embargo, la entrevista tuvo el despliegue de un suceso.

Esto, un ejemplo entre muchos, publicó en su portada la foto del presidente y de Manolo Martínez con este pie de grabado: "El licenciado Gustavo Díaz Ordaz recibió ayer, en su despacho, al fino diestro de Monterrey, Manolo Martínez. Durante media hora charlaron de toros, revelándose el licenciado Díaz Ordaz como un conocedor y gran aficionado de la fiesta brava". La maniobra era burda, a sabiendas. Pero de eso se trataba. Golpe por golpe.

Junto con otros fotógrafos, Jaime González había sido comisionado para que cubriera la información del mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas, anunciado para las 6 de la tarde del 2 de octubre. Ya entrada la noche, irrumpió en.mi oficina. Quedó de pie, apoyadas las manos sobre el anticuado escritorio que heredé del señor Becerra Acosta. Descansaban las patas del mueble sobre cuatro angelitos de bronce con las alas en reposo.

—        ¿Qué te pasa, Jaime?

—        Fue espantoso.

—        Estás lívido.

—        Pisé cadáveres. Blandos. Me sumía.

La cirugía y el periodismo remueven lo que encuentran. El periodismo ha de ser exacto, como el bisturí. —¿Qué viste? Dime.

Me dio la espalda y se apartó unos pasos, descompuesto.

A la matanza de Tlatelolco se agregaba la angustia por la edición inminente. De esas horas crueles y lúcidas dan cuenta las ocho columnas de Excélsior la madrugada del 3 de octubre:

"Recio combate al dispersar el ejército un mitin de huelguistas". Y en el cintillo: "No habrá estado de sitio", afirma García Barragán.

Horas después, en la primera plana de Ultimas Noticias, Jorge Villa Alcalá publicó una fotografía helada: zapatos y prendas abandonados en el zacate de la Plaza de las Tres Culturas.

Al crimen insensato dio vida el director del vespertino.

Abel Quezada, como todos, se mantuvo en el frenesí. Enviaba a Reforma 18 tres cartones diarios. "No quiero quedar fuera. Si un cartón no sirve, tendrás para escoger", me dijo al día siguiente de la tragedia. Antes de colgar el teléfono lo escuché, para sí: "Cabrones".

Fueron jornadas de prueba, el principio de una larga batalla entre el sometimiento y la libertad.

Convocó el presidente de la República a los representantes de los medios de comunicación el 5 de octubre a mediodía. Nos reuniríamos en el edificio de la Comisión Organizadora de la Olimpiada, en Lieja y Paseo de la Reforma. La cita era para conversar largo. Comeríamos juntos.

No llegó Díaz Ordaz. Martínez Manautou lo exculpó sin argumentos. "Contrariando sus deseos", empezó. Todos entendimos. Tlatelolco pesaba en el ánimo presidencial.

Había tensión en el comedor dispuesto para el agasajo. Algunas bromas, sin humor, endurecían el ambiente. Díaz Ordaz, coincidían los asistentes, era un patriota. Su mano firme había salvado la Olimpiada y conservaba limpia la imagen de México ante el mundo. "Estudiantes y alborotadores habían dejado al gobierno sin salida", argumentaban los profesionistas de la comunicación, eco de sus empresas.

Saludé a Martínez Manautou. Fue cordial. Su buena educación llega al refinamiento. Como un maniquí le sienta el traje. Rara vez filtra su rostro las turbaciones de las que nadie escapa.

No advertí el momento en que uno de los dos levantó la voz. Ignoro cuál sería mi grado de excitación, no el suyo. Estaba descompuesto.

—Traicionaste al presidente.

—        No me digas eso.

—Quiere que lo sepas, que así entiende tu actitud. Pregunté:

—        ¿Y tú estás de acuerdo?

—        A nadie como a ti ha distinguido con su amistad. No esperaba una acometida así. Oscurecía la frase una relación de muchos años.

—No mezcles las cosas, Emilio. No tienes derecho. Me acusó de parcialidad ante los hechos. Parapetados en el edificio Chihuahua, los provocadores habían disparado contra los soldados, de arriba abajo. Resultaba incomprensible mi actitud. Organizó Martínez Manautou el asedio en contra mía. Sus palabras eran cargos: subversión, deslealtad, desorden, caos, patria, lealtad, patriotismo, valor, entereza y, como remate, la razón de Estado.

—        Frente al desorden, el orden, óyelo bien. Sólo el Estado garantiza el ejercicio de la libertad, libertad con mayúsculas, la libertad que te permite hacer lo que haces.

—        No hay brutalidad que ampare la razón de Estado —le dije, o le grité, quizá.

Tampoco supe en qué momento apareció entre nosotros el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, presidente del Comité Organizador de la Olimpiada. Nos invitó a la mesa y de cuajo cortó la discusión airada. Eramos muchos. Sólo tengo presente al doctor Martínez Manautou. Nos pidió que veláramos por el país, hogar del mundo a partir del 12 de octubre. Pospongamos las querellas pendientes, que ya habrá tiempo de ventilarlas, resumía el mensaje que por su conducto nos transmitía el licenciado Díaz Ordaz.

—        La factura la cobran terminados los juegos —dijo en los postres, frente a las copas semivacías. Algunas carcajadas festejaron la broma atroz.

Las puertas de Palacio fueron clausuradas para el director de Excélsior. Ciego que fuera, las miraba inaccesibles. Se me rechazaba con buenas maneras. No hay peor retórica que la cortesía. Enerva como un veneno dulce.

Medio octubre, todo noviembre y todo diciembre procuré entrevistarme con el licenciado Díaz Ordaz. La corrección era el estilo de la negativa invariable. "El señor presidente está enterado de su solicitud de audiencia y le envía sus saludos. A la primera oportunidad tendrá el mayor gusto en recibirlo". Respecto del pasado, el presente quedaba trunco.

Yo pensaba que los enigmas de la política había que descifrarlos en Palacio y no aceptaba mi exclusión de sus salones embrujados. Una sensación de agobio llegó a dominarme. Además, no había ido tan lejos como hubiera podido y había violado zonas sagradas que juré respetar.

Era para mí un motivo de orgullo la presencia de don Alejandro Gómez Arias, por muchos años ajeno al quehacer periodístico, en la sexta plana de Excélsior. Fue escéptico el día en que me hizo entrega de su primer artículo.

—Será por poco tiempo —dijo.

—        No, don Alejandro.

—        La decisión la tomará usted, no yo.

El 27 de julio de 1968, frente a la rectoría de la Ciudad Universitaria, el rector Javier Barros Sierra había izado la bandera nacional a media asta. El duelo del Alma Mater condenaba al gobierno, que de un bazukazo había destruido un portón centenario de la Preparatoria Nacional, símbolo y obra de arte.

Gómez Arias, unida su historia personal a la historia de la Universidad, forjador de su autonomía, escribió sobre el tema con palabras como navajas. Me venció el temor a la libertad. Le dije que tenía en las manos un texto de Rosario Castellanos y que dos artículos sobre el mismo tema y en la misma plana editorial, frontales contra el presidente, me parecían excesivos. Le pedí comprensión, margen para la maniobra. Aplazaría la publicación de su artículo. Sin una palabra envió por sus cuartillas esa misma noche.

Los días, entre tanto, transcurrían preñados. Tiempo intenso el de esos inicios de 1969. Cambiaba el país. Era voz pública que el presidente sufría alteraciones en su personalidad, confundida la introversión con la soledad. Su esposa, doña Guadalupe Borja, desaparecía de la escena pública. Corría el rumor: no resistió la tensión nerviosa. Temía por la vida de su esposo y la integridad de Gustavo, Guadalupe y Alfredo, sus hijos.

Llegó la noticia, al fin. El presidente me recibiría en Los Pinos. Llegó también la advertencia: cinco minutos.

Frío, de pie, me felicitó por el año nuevo y me preguntó por mi familia, no por mi trabajo; se interesó por mi salud, no por mis proyectos. A su vez me habló de su familia, no del gobierno ni de sus colaboradores; de su amigo de la infancia, Bautista, no del país. Abordó con desgano algún dato de su propia niñez y luego, sin que viniera a cuento, me dijo malhumorado:

—No hay manera de darle gusto a nadie. Si mis hijos van a la escuela en un automóvil usado, soy un avaro y un hipócrita. Si se presentan en un carro último modelo, soy un cínico y un hijo de la chingada.

—        ¿Y qué hace usted, señor presidente?

—Nada. Dejo que ellos decidan.

—        Quisiera que habláramos del 2 de octubre, señor presidente.

—No.

—        Le ruego.

—Le repito que no.

—Permítame insistir.

—        ¿De veras quiere que hablemos?

—        Sí, señor presidente.

Ya sentados, el escritorio de por medio, me dijo:

—        Sólo una pregunta: ¿continuará en su actitud, que tanto lesiona a México? ¿Continuará en su línea de traición a las instituciones, al país?

Vi sus pómulos saltados, la piel restirada, unos ojos sin color. Sentí la angustia en las pantorrillas. Quise ganar tiempo, enfriar su cólera. Tomé una cajetilla de cerillos abandonada sobre el escritorio y la elevé a la altura del rostro.

—        Permítame.

—        Diga.

—La cajetilla es una sola, señor presidente. Lo que usted ve no lo veo yo y lo que yo veo no lo ve usted. Existen respecto de Tlatelolco, por lo menos, dos puntos de vista. Conversemos, se lo ruego. —Es inútil —cortó.

Siguió un periodo de acoso. Un grupo de trabajadores expulsados de Excélsior a principios de 1965, volvió a la carga en 1969. El gobierno cuestionó la legalidad de la cooperativa. En la serie de televisión "Anatomías", Jorge Saldaña le dedicó un programa a la casa editorial, "un antro". Fue insólito el titular de El Día, a ocho columnas, el 25 de agosto, remate de una campaña de difamación y desprestigio: "Miente Excélsior". Excélsior era tendencioso, amarillista, vendido a causas deleznables. Multiplicados sus disfraces, aparecía el poder por todos lados.

La suerte es una urdimbre tejida con paciencia. Ya en el gobierno de Miguel de la Madrid, olvidada la historia quién sabe dónde, no habría podido imaginar que un viejo antagonista, enemigo acérrimo en Excélsior, me revelaría con todo género de pormenores las maquinaciones que Díaz Ordaz y Luis Echeverría pusieron en juego para quebrantar al diario.

Jorge Velasco, secretario del Consejo de Vigilancia expulsado de la cooperativa en 1965, juró que regresaría triunfador al periódico. Al paso de los años observó cómo desertaban de la lucha muchos de sus compañeros, agotados en un empeño que a la postre juzgaron estéril. No perdió arrestos. Jorge Velasco volvería a la pelea en la primera oportunidad. La vio clara en 1969, poco después de Tlatelolco.

Lo encontré en casa del doctor Alejandro Gertz Manero, invitados ambos a una comida multitudinaria. Nos saludamos con naturalidad y conversamos de buen humor. Hablamos del presente y del futuro. Dejamos para más adelante el tiempo vivido, si acaso.

Hacia finales de 1984 circuló Dos poderes*, el testimonio de Manuel Becerra Acosta acerca de los sucesos del 8 de julio de 1976 y algunos apuntes de los años sesenta. Reapareció Velasco. "Quiero contarte lo que en verdad ocurrió en 1969 y en los años subsecuentes", me anunció un día, suya la iniciativa. "Igual que muchos compañeros de entonces, caí en la manipulación de Díaz Ordaz y de Luis Echeverría. Fui instrumento en sus manos, testigo de la intromisión del gobierno en la vida interna de la cooperativa. Fui protagonista. Viví como pocos ese tiempo de mierda y locura".

—        Cuéntame, Jorge —le pedí.

—        Sí, es tiempo —y me contó la historia:

Al término de una ceremonia en el Palacio de Bellas Artes, el presidente Díaz Ordaz y el licenciado Bernardo Ponce, compañero de Jorge Velasco desde 1965, conversaron unos minutos, conversaron a solas y conversaron recio. Allí mismo el presidente citó a Ponce para que pudieran hablar con calma. El día de su entrevista —me dice Velasco— fui a casa de Bernardo para conocer en caliente el resultado de la audiencia. Llegó jubiloso. Díaz Ordaz nos ayudaría, fueron sus primeras palabras. Al día siguiente nos reuniríamos con el secretario de Gobernación para impulsar la lucha contra las autoridades ilegítimas de Excélsior.

Echeverría nos recibió a la hora en punto y fue al grano, directo. Nos dijo que era dificil continuar la lucha, que estábamos desmantelados, que de 1965 a la fecha habíamos perdido fuerza, si en verdad alguna vez la habíamos tenido en el interior de la cooperativa. Le dijimos que podríamos hacer expulsar del periódico a un número importante de trabajadores y rehacernos rápidamente. Diez, se dijo en un principio. Cuarenta, acordamos a la postre. Se trataba de provocar una sacudida en Reforma 18. Caldearíamos los ánimos, sin duda,

* Publicado por Editorial Grijaibo.

¿pero bajo qué condiciones? Echeverría nos dijo que en un corto plazo podría restablecerse la legalidad en la casa editorial. Yo le pregunté, directo, quién se haría cargo, entre tanto, de los compañeros expulsados, quién los mantendría, para hablar claro. "Gobernación", contestó directo también, con los ojos semicerrados. Nos pidió luego que en su oportunidad le hiciéramos llegar la lista de los trabajadores a los que habría que pagar sus percepciones y todo lo que hiciera falta, de acuerdo con las nóminas del diario. Nadie saldría perjudicado. Echeverría estaría al pendiente de todo.

Como primera medida, alquilamos una oficina en el número 68 de la avenida Juárez, edificio San Antonio, a unas cuadras de Excélsior. Gobernación cubriría la renta, el sueldo de la secretaria, el teléfono, la papelería, hasta el alcohol cuando hiciera falta, que a veces no hay como un huisqui para levantar el ánimo. Los viernes, día de pago en la caja de la cooperativa, sería también el día de pago en el despacho de San Antonio. Todo proveería Gobernación: enfermedades, percepciones, vacaciones, gratificaciones trimestrales, la gratificación de fin de año, de nada sería privado el grupo. Algunos, como el licenciado Ponce, Oliverio Duque, yo mismo, no aceptamos y nunca aceptaríamos el salario.

En un par de días hicimos expulsar de Excélsior a los trabajadores de que habíamos hablado en Gobernación. En El Universal, El Heraldo y algunos otros periódicos insertamos un mismo desplegado firmado por los cuarenta, violentísimo contra el poder ilegítimo de la cooperativa. Los resultados de la maniobra salieron a pedir de boca. Habíamos dado el primer paso. Apuntadas las baterías al objetivo, los pagos semanales empezaron a fluir al número 68 de la avenida Juárez. Todo marchaba.

Sin obstáculo real dimos vida a un viejo proyecto: la republicación de un órgano que denunciara los vicios de la cooperativa, sus abusos. Excélsior libre lo habíamos llamado en 1965. Circuló unos números. Ahora, que Gobernación pagaba, Gobernación nos marcó el alto. Incurríamos en delito al usar el logotipo del diario. Afrontamos las consecuencias, dijimos. No, fue la respuesta.

En el tono persuasivo de una orden disfrazada sugirió Gobernación que eligiéramos a un maestro universitario de prestigio para que expusiera por la televisión los muchos males que aquejaban a la cooperativa. El especialista sentaría los principios de la ley. Nosotros, todo el grupo, seríamos los fiscales. Se trataba de provocar una conmoción dentro y fuera de Excélsior. La idea nos pareció excelente. Visité al licenciado Salvador M. Elías, ameritado profesor, personaje del foro, experto en derecho cooperativo. Aceptó. Lo recuerdo bien, brillante ante las cámaras de Jorge Saldaña, conductor impecable de los programas de "Anatomías", que así se llamaba la serie dedicada a grandes problemas nacionales.

Ya a solas, en una reunión que se prolongó por horas, me dijo don Salvador que abriéramos los ojos. Le parecía claro que el gobierno nos alentaba y nos desalentaba, nos dejaba volar y nos recortaba las alas. Jugaba con nosotros. Nos usaba.

Más tarde recordaría esta conversación dulce y amarga, sostenida en el tono de padre a hijo. Al despedirnos, me dijo: "Tenga presente, Jorge, que nacen y se desarrollan en el sistema mexicano discípulos aventajados de Maquiavelo. Recuerde la frase del filósofo florentino: `Divide y vencerás'. Piense en los nuestros, que dicen: `Corrompe y vencerás'".

Nos llevó la locura no sé dónde. Un atardecer, reunidos en el edificio San Antonio, bromeábamos apenas y permanecíamos atentos al reloj, que avanzaba con lentitud exasperante. Esa noche, apoyados por fuerzas de choque de la CTM, tomaríamos Excélsior. Hacia las ocho, el licenciado Bernardo Ponce y yo nos trasladamos a la oficina de Fidel Velázquez para conocer las últimas instrucciones. Estuvimos unos minutos con el viejo líder. "Voy a consultar", nos dijo, la voz inalterable, como su rostro. Tras una breve espera, con la misma voz y la misma expresión, anunció, intemporal: "Cambiaron los planes". "¿Cómo, don Fidel?". Vio a lo alto y repitió a medias: "Cambiaron".

¿Recuerdas el mitin frente al edificio de Excélsior, Julio querido, una mañana soleada? Gobernación se ocupó hasta de sus últimos detalles, Gobernación lo planeó todo. Exhibimos mantas como un contigente de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares. Las llevaron grupos de choque de Ciudad Nezahualcóyotl. Rodeados de policías, parte de la escenografía, arengamos a nuestro gusto esa mañana. Levantamos los puños, gritamos, juramos que habría justicia, prometimos nuestro pronto regreso a los linotipos, a la redacción, a los talleres de formación, a publicidad. Volveríamos a Excélsior. Allí mismo, eufóricos, decidimos caminar hasta el monumento a Juárez, casi enfrente de nuestra oficina en el edificio San Antonio. Prolongaríamos el mitin, la jornada terminaría con el día. Al invadir el mármol del Hemiciclo, dispuestos a la arenga, algunos policías nos suplicaron que regresáramos tranquilos a nuestras actividades cotidianas.

—        ¿Por qué? —preguntamos—. ¿Por qué?

La respuesta cayó del cielo, inapelable:

—        Orden superior.

Nos sostenía la prolongada amenaza del gobierno contra los directivos de Excélsior, espada de Damocles que bailoteaba sobre sus cabezas y que tarde o temprano habría de caer y herirlos de muerte. La Secretaría de Industria y Comercio, a través de la Dirección de Fomento Cooperativo, había dicho por escrito que no había rigor en la casa editorial, que no ajustaba sus actos a las exigencias de la ley. Algún día la letra oficial iría más allá del papel y la tinta. Algún día sería tangible en actos de gobierno, pensaba.

El 2 de septiembre de 1970, al día siguiente del último informe de Díaz Ordaz al Congreso de la Unión, el director de Fomento Cooperativo nos hizo llegar un documento que nos llenó de ánimo. Enviado a los "Ciudadanos Luis Rojas, Ricardo Chávez, Pablo López y demás firmantes", decía:

En relación con la consulta que ustedes hacen a esta Secretaría (de Industria y Comercio) respecto a si la convocatoria suscrita por quienes se ostentan como presidente y secretario del llamado "Consejo de Administración de Excélsior Cía. Editorial, S.C.L.", para la celebración de una Asamblea General Extraordinaria el próximo 11 de septiembre, tiene validez legal así como la asamblea respectiva, informo a ustedes que esta Secretaría no tiene conocimiento legal de dicha convocatoria y que, de acuerdo con lo resuelto en nuestro oficio 04740014, Ex. ó 632.2 (725.1)/71, de 24 de julio de 1969, la Cooperativa Excélsior Cía. Editorial, S.C.L., se encuentra en situación irregular por no ajustar su funcionamiento a las disposiciones legales aplicables, por lo que la convocatoria a la asamblea de referencia no tiene validez alguna.

Atentamente. Sufragio Efectivo. No Reelección. El director. Y la rúbrica: Lic. Jorge F. Montúfar.

Llego al final, me dice Velasco.

Díaz Ordaz vivía el ocaso de su sexenio, Echeverría viajaba por la República como candidato y Mario Moya Palencia despachaba como encargado de la Secretaría de Gobernación. El licenciado Castillo Lavín, juez décimo de lo civil, tenía a su cargo el caso Excélsior. Moya Palencia le había recomendado que estuviera pendiente del asunto sin precisión mayor. En un momento oportuno le haría llegar alguna indicación.

Enterados de estos detalles, el licenciado Ponce y yo visitamos al juez. Lo encontramos en el mejor ánimo. Nos dijo que posiblemente fallaría el litigio en un tiempo breve.

Al mediodía volví a su despacho y le supliqué, poseído, que dictara su fallo cuanto antes. Le dije que nos urgía tener la sentencia en las manos, acariciarla, que llevábamos muchos años en esto, que la crisis emocional de algunos de nuestros compañeros era ya insoportable. Le dije que el caso no ofrecía mayores complicaciones desde el punto de vista legal. Sosteníamos que el libro de actas de la cooperativa contenía datos falsos y demandábamos la posesión de la caja de Excélsior, a la que teníamos derecho. Hablé sin reposo y me escuchó sin fatiga. Al despedirnos quedé con una grata sensación.

El lunes a primera hora, informados de la sentencia favorable, fuimos el licenciado Ponce y yo a Gobernación para compartir con el licenciado Moya la buena nueva, conversar con él, planear juntos las acciones inmediatas. Desde el inicio de la entrevista nos dimos cuenta que la noticia le había tomado por sorpresa. Fue ríspido, cortante. Nos despedimos de él en un clima helado.

Ya en la calle el licenciado Ponce y yo, uno de los dos comentó:

—        Esto ya se pudrió.

—        Podrido estuvo siempre —dijo el otro.

—        Te fuimos a ver ¿recuerdas?

Termina la historia.

—        Tomamos café en el Hotel El Presidente, de las calles de Hamburgo. Te pedimos el finiquito con Excélsior. Nos dijiste que consultarías con la cooperativa.

—¿Por qué me cuentas todo esto, Jorge? —le pregunté a Velasco.

—¿En verdad necesitas que te conteste?

—Sí, Jorge.

—        Hay un poco de todo. Venganza, coraje. La mierda, Julio, que se airee.

Sin acceso a Díaz Ordaz, combatido Excélsior desde el gobierno, preguntaba a mis compañeros y me preguntaba a mí mismo acerca de las medidas que deberíamos tomar para enfrentar las circunstancias en que nos encontrábamos envueltos. Para todos era claro que el único punto que no podíamos discutir era la diaria afirmación de nuestra independencia como periodistas.

Conocíamos a la gran mayoría de nuestros colegas, inclinados ante el poder. El 7 de junio de 1969, Día de la Libertad de Prensa, aprovecharon la oportunidad para rendirle otra vez acatamiento al presidente Díaz Ordaz, como si lo necesitara tan explícito y servil. El orador oficial centró su discurso en los sucesos del 2 de octubre de 1968. Una ovación como no se había escuchado en estas celebraciones premió sus palabras. Inimitable maestro del lenguaje, Martín Luis Guzmán había dedicado su genio a la exaltación de Díaz Ordaz. Qué no le debía la República. Libertad, tranquilidad, paz, orden, progreso.

La ovación seguía y seguía. Igual que una lluvia tenaz, obsesiva. De frente a centenares de periodistas, entre el secretario de la Defensa, general Marcelino García Barragán y el secretario de Relaciones Exteriores, Antonio Carrillo Flores, yo permanecía con los brazos desmayados. Nada me haría aplaudir. Luis Javier Solana me hablaría más tarde de esa actitud, insólita en el presidium. También la comentaría con Federico Fasano, periodista argentino, amigo común, en términos elogiosos.

No podía haber adivinado Solana mi estado de ánimo. Volvía en esas horas del banquete ocho meses atrás. Excélsior había informado con honradez y veracidad acerca de los sucesos de Tlatelolco. Esto era cierto, pero no me engañaba. Habíamos escamoteado a los lectores capítulos enteros de la historia de esos días. Poco sabíamos de la vida pública de los presos políticos, menos aún de su intimidad, y habíamos evitado las entrevistas con ellos. Habíamos permanecido en la calle, presos nosotros frente a su cárcel. Sabía bien que en nuestras manos había estado la decisión de cumplir o no con ese trabajo, pero también sabía que el presidente no había propiciado el mejor clima para el desarrollo de una información irrestricta.

A solas, en mis pesadillas y temores, Díaz Ordaz me perseguía y yo lo perseguía a él. Díaz Ordaz para perjudicarme, yo para contener su ira. La obsesión es un círculo, la voluntad una línea recta que rompe el círculo o se degrada. Resuelto a escapar de mi propio ahogo, no sabía cómo enfrentar el problema. Daba vueltas sobre mí mismo, perplejo. Pensaba en el anverso del presidente Díaz Ordaz, el general Cárdenas. No me resolvía a pedirle una cita y conversar con él sin otro límite que su interés por escucharme.

Al paso de los días más y más me atraía el propósito. En el caso improbable de un rechazo del general, su actitud también representaría una enseñanza que habría de tomar en cuenta. Recurrí a uno de sus hombres de confianza, discreto salvo con su jefe. Lo enteré de mi urgencia. En su estilo me hizo saber que en su oportunidad tendría noticia de él, si así se lo ordenaba.

Llegó la respuesta. Don Lázaro me hacía saber que conversaríamos tanto como yo quisiera. Sugería que me trasladara con dos compañeros de Excélsior, un reportero y un fotógrafo, al pueblito de La Libertad, en Michoacán. Nos ofrecía una avioneta y fijaba la fecha del encuentro.

Francisco Cárdenas Cruz, Mario Aguilera y yo saludamos al general Cárdenas en una escuela de niñas, todas vestidas de blanco. Cantaron en tarasco. Las voces eran como el agua, transparentes. No me atreví a preguntar si el coro había pronunciado mi apellido, que creí escuchar en la frescura del canto matinal.

—Te cantaron en su lengua y te dieron los buenos días. Te dicen las niñas que están contentas y agradecen que las visites —me dijo el general.

El sol la emprendía hacia su plenitud, pero aún hacía fresco. Solos el general y yo iniciamos una larga caminata. A nuestra izquierda corría el caudal de la presa Yosocuta, de la Comisión del Río Balsas.

Me sentí libre, sin frenos. Díaz Ordaz agredía a Excélsior; Díaz Ordaz se entrometía en la cooperativa; Díaz Ordaz vivía atormentado por la matanza de Tlatelolco; los muertos lo perseguían y perdía los escrúpulos; Díaz Ordaz era un hijo de la chingada.

Sin dejar de caminar, me sentí paralizado. No tenía derecho a valerme de expresiones ofensivas en una consulta con el expresidente. Lo escudriñé completo, asustado yo. Miraba de frente el general y mantenía el paso. Recobré la confianza. De nuevo hablé sin una interrupción.

Estallaron mis nervios:

—Hablo sin parar, general, y usted permanece callado. Dígame algo, lo que sea, pero dígame algo. Le abro mi corazón y el suyo sigue cerrado a piedra y lodo.

—        ¿No entiendes? —me dijo.

—Explíqueme, general.

—        Es que no entiendes, de veras.

Un leve movimiento de su labio superior anunciaba a veces una sonrisa.

—        Injuriaste al presidente de México y no te detuve. ¿No te basta?

Nada podía objetar.

—        Fui yo quien te pidió que vinieras con tus amigos, un fotógrafo y un reportero. No entiendes, de veras.

Me señaló una banca en un jardín poblado por árboles color esmeralda.

—        Llama a tus compañeros. Me gustaría que nos tomaran unas fotos juntos.

—        Gracias, general.

Instalados entre mesas rústicas, comimos al aire libre, confundido el general con hombres y mujeres que lo miraban en silencio. Apenas probaba bocado, pero simulaba apetito.

—        En una de ésas, sin que se den cuenta, cambias tu plato por el mío.

Transcurrió una tarde melancólica. Al despedirnos me abrazó, quiero creer que largamente.

—Gracias por tu visita —me dijo.

Al día siguiente, firmada por Cárdenas Cruz, apareció a ocho columnas la crónica del encuentro. Manuel Becerra Acosta, el subdirector del periódico, sucesor de Alberto Ramírez de Aguilar, gerente de Excélsior desde hacía algún tiempo, seleccionó la fotografía para la misma primera plana. A tres columnas, de un cuarto de perfil el general, de perfil el director del diario, la imagen hablaría por sí sola.

 

 

 

 

 

Como nadie disfrutaba Vicente Leñero nuestros encuentros con Reyes Heroles, frecuentes desde el inicio del sexenio de López Portillo. Apasionado, mordaz, informado, no había gastado a lo largo de su vida un minuto en el ejercicio físico, consagrado el tiempo íntegro a la tensión de su inteligencia. Fascinado seguía Vicente los mil caminos por los que discurría el secretario de Gobernación. Le atraía su desdén por las formas, su ímpetu para atacar los temas que le interesaban. Hablaba de los personajes sin falsos respetos y de las señoras sin falsos pudores. Bebía hasta agotarse y conversaba más allá de la fatiga. Fumaba puros enormes como un trabajo compulsivo del que dependiera el bienestar del día completo. Tenía sentido del humor y una ilimitada capacidad para el desprecio. No daba paso atrás en las disputas. Se imponía por la fuerza de su razonamiento o se hacía del alegato como un peleador de barrio.

Argumentaba que Proceso no podía manejarse como le viniera en gana, más allá de las reglas del sistema. De persistir en su actitud radical contra el gobierno, pronto se extinguiría la llamarada de sus primeros números. Mostraba con naturalidad los recursos visibles para mantener a los medios impresos en el círculo del poder: los discursos pagados al gusto del editor, las gacetillas disfrazadas como información, la publicidad, los préstamos blandos en la Nacional Financiera y toda una inacabable variedad de trabajos de impresión.

Hurgaba en la llaga y nos recordaba que no estábamos más en Excélsior, el gran diario, noticia mundial el día que abandonamos sus instalaciones. Proceso luchaba por hacerse de un espacio en una sociedad saturada de periódicos y revistas. Sin respaldo económico ni tradición, sin los muchos miles de lectores fieles que necesitaba para subsistir por sí mismo, podría perecer sin huella ni historia que contar.

Sosteníamos Vicente y yo que después del golpe a Excélsior necesitaba el país órganos de información no manipulada. También que un hombre del brillo y talento del secretario de Gobernación, nacido para la política, no tenía por qué vivir prendado del poder. Si Proceso no deformaba los hechos y ajustaba sus materiales a la ley, no había razón para que aceptáramos límites a nuestro trabajo.

—De acuerdo —decía Reyes Heroles.

—¿De acuerdo, licenciado?

—Hagan lo que quieran, pero sin dinero del gobierno. —La publicidad no es un medio de control —protestaba yo—. O no debiera serlo.

—No renuncia el gobierno al ejercicio del poder. Ni debe ni quiere. El gobierno y el poder se identifican. —Exagera, licenciado.

—Exagera usted, que confunde una revista con un instrumento de oposición.

—Falso.

—        No miento. —Y recordaba:

—        Soy el secretario de Gobernación.

Hombre sin rectificaciones en su autobiografía, actuaba al amparo de su propia norma: "Aprender a lavarse las manos en agua sucia". Sólo los espíritus cerrados aspiraban al falso o hipócrita mundo de la perfección o la pureza, decía. La política es el equilibrio permanente en el cambio incesante, tarea de hombres apasionados y falibles.

Coincidíamos. No una sino mil y mil veces habría que lavarse las manos en agua sucia y el cuerpo entero y lacara, si hiciera falta. Pero el agua sucia, a fuerza de ensuciarse, tapa albañales y cañerías. Y el agua sucia se vuelve mierda. No podía confundir el equilibrio permanente con el poder eterno en las mismas manos.

La vida es como es —contestaba—. Nada existe por encima de las contradicciones del hombre.

La prepotencia y el sarcasmo se llevaban en el lenguaje de Reyes Heroles como un sustantivo y un adjetivo en frases siempre duras. Una vez nos dijo:

—        La política es también la vida en el burdel y nadie que yo sepa busca la castidad en una casa de citas.

—        ¿Entonces dónde, licenciado? —lo atrapó Vicente Leñero—. ¿Dónde? ¿Acaso en el mundo de la pureza que usted desprecia?

Esa tarde el tiempo se hizo largo en el restaurante Churchill. Sin que viniera a cuento recordó el secretario de Gobernación que a él le gustaba llamarse "profeta del pasado. Los profetas del futuro se equivocan y a mí no me gusta errar", dijo. Pero esa vez quizo ser vidente. Desde la altura del poder vaticinó el fin cercano de un trabajo que le parecía menor. No pasaría a la historia la revista Proceso. Fue inclemente el augurio de Reyes Heroles, descarnado su lenguaje:

—        Pendía Proceso de una alcayata. Pende de un clavo —dictaminó inapelable.

Conversé con él por última vez en las oficinas que instaló en la avenida Miguel Angel de Quevedo, en San Angel. Las recuerdo inmensas. Allí se encontraban sus archivos y una parte de su biblioteca. La campaña por la Presidencia había terminado. De la Madrid acaparaba primeras planas y pantallas, triunfal. "Candidato de la esperanza", lo habían llamado los priístas, sadomasoquistas, responsables del pasado que ya escupían. Reyes Heroles sería el asesor del futuro presidente o el secretario fuerte del sexenio. Quizá repita en Gobernación, especulaban los políticos.

Cesado repentinamente por López Portillo, gesto de César sin explicación pública, oscilaba Reyes Heroles entre la afrenta a su ego y la reivindicación cercana.

—        ¿Qué se dice por allí? —me saludó como si nos hubiéramos visto la víspera.

—¿Qué se dice, licenciado?

—        Usted sabe, yo no. Vivo entre papeles.

Veía a muy pocas personas, me dijo. Contadas eran las historias que podría contar.

—        Usted, a ver, dígame.

Evité el tema de Proceso. Fui natural hacia afuera, hacia adentro guardé la soberbia. El politólogo había errado con nosotros y con él mismo a lo largo de periodos amargos. No había sido López Portillo el único en castigarlo. Echeverría lo despreció el día de su destape a la presidencia. Del PRI lo envió al Seguro Social. Ahora volvía a levantarse Reyes Heroles.

—        ¿Qué sabe de López Portillo? —me preguntó.

—Lo que se dice, licenciado, nada especial. Los chismes, que son muchos. Se habla de su frivolidad, sobre todo.

Pronto serían blancas las patillas grises de Reyes Heroles. El cuerpo le pesaba, no los humores y misterios que lo alimentaban. Lo miré a los ojos siempre jóvenes y supe que algo tramaba. En las circunstancias que fueran lo delataba su fiebre por la vida pública.

—        Le voy a contar el último chisme que corre por allí —me dijo, displicente en apariencia.

Escuché por vez primera datos precisos acerca del conjunto de casas que el presidente de la República se había mandado construir para él y su familia en la colina de Cuajimalpa. Supe de cifras y pormenores que hablaban de la magnificencia del sitio.

—        ¿Me permite apuntar, licenciado?

—Deje el asunto en paz.

—        Pero, licenciado.

—Déjelo, le digo.—Es un hecho público —insistí.

—        No lo provoque.

—        ¿A quién?

—¿A quién ha de ser?

—        ¿Y qué? Es su responsabilidad, no la mía. —Entienda. Hace tiempo que el tigre está herido. No lo provoque.

Una intervención escueta del diputado Carlos Sánchez Cárdenas en la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, minimizada por los medios, nos dio la oportunidad para publicar sin ánimo de escándalo, pero con pelos y señales, un episodio más de la desafortunada historia de López Portillo. Había dicho Sánchez Cárdenas: "No denuncio, no acuso, sólo quiero que el presidente López Portillo explique al pueblo de México el porqué se están utilizando miles de millones de pesos en la edificación de mansiones para él y su familia, utilizando recursos del gobierno federal".

Proceso contó la historia completa. Y la historia completa de Durazo, dueño del Partenón de Zihuatanejo. Y la historia completa de la mansión atribuida a Carlos Hank González en Connecticut, originalmente dada a conocer en los Estados Unidos por la ostentación del Creso mexicano.

López Portillo había perdido el rumbo. Al cuarto año de gobierno rompió con las formas y se pensó dueño del poder y dueño de una vida ilimitada. Hizo de lo público y lo privado una sola existencia para su satisfacción personal y dio al traste con todo.

Largo trecho fue Luis Javier Solana su jefe de prensa y relaciones. Atraído por la figura presidencial y el esplendor que la circunda, fue ciego a la marcha del gobierno desde el observatorio ideal que llegó a ocupar, en la cúspide. Afinidades profundas y diferencias insuperables en su momento nos enfrentaron sin remedio.

Debería entender que José López Portillo no era Luis Echeverría, que el trato de Proceso al sucesor de un hombre enloquecido era injusto. Me decía Solana que los tiempos habían cambiado, no el ánimo persecutorio de Proceso. Aludía a sus conversaciones a solas con el presidente, lecciones de humildad y patriotismo.

Solana nos quería en su mundo, nosotros a él fuera de nuestro mundo. Contradicciones inevitables envenenaron nuestra relación. Surgieron las insinuaciones, las advertencias, las amenazas de buen estilo, la sonrisa en los labios, la palabra paciente en la controversia. Un día descargó el golpe: retiraba el gobierno su publicidad de la revista.

El director del Instituto Nacional de Bellas Artes, Juan José Bremer, me puso al tanto del diálogo sostenido hacía minutos con Luis Javier Solana. Sin preámbulo había dispuesto el vocero presidencial:

—A partir de la próxima semana cancela usted sus anuncios en Proceso.

Bremer le pidió una explicación.

—No tengo porqué dársela —le dijo Solana. —No soy su empleado —arguyó Bremer.

—En esas condiciones bástele saber que le estoy transmitiendo una orden.

Más allá de nuestra amistad, argumentaba Bremer que Proceso cumplía una función en el mundo de la cultura. Vicente Leñero era el subdirector de la revista y José Emilio Pacheco, Raquel Tibol y José Antonio Alcaraz, sólo para mencionar algunos nombres de sus articulistas, enriquecían los campos de la literatura, las artes plásticas y la música. Gabriel García Márquez y Julio Cortázar figuraban también en la nómina de colaboradores.

—Ni modo, hermano —resumió Solana en respuesta a una pregunta obvia.

—Tienes a tu disposición los periódicos, el radio, la televisión —dije por argumentar, sin decir ni razonar.

—Nadie los va a molestar, te lo aseguro. Quieren ser libres, adelante, pues.

La decisión impuesta a Bellas Artes se haría extensiva atodo el gobierno. Proceso y nuestra agencia de noticias quedarían desmantelados. Con algo más de veinte planas de publicidad a la semana conservábamos un razonable equilibrio en nuestra economía. Fuera del rol los anuncios del Estado, más del cincuenta por ciento, a veces setenta y aun ochenta por ciento de las inserciones pagadas, iríamos al desenlace previsto por Reyes Heroles.

Esta vez no tendría sentido hablar con López Portillo. Al margen de que tuviera el deseo de rectificar la decisión tomada, por razones de principio apoyaría a su jefe de prensa. Vi a José Ramón. Entre él y su padre existían relaciones de amistad y confianza que llegaban a la dependencia recíproca. A la distancia me desconcertaba la personalidad del joven funcionario. Sobresaliente en el Colegio Alemán y en la Escuela de Economía de la Universidad Anáhuac, lo veía encaramado sobre los hombros de papá. A cualquiera le gusta encumbrarse por caminos seguros, pero no cualquiera tiene el arrojo de asomarse hasta alturas que propician el vértigo, tan lejos de la tierra que el retorno parecería imposible.

Invitado a la fiesta de su matrimonio en el Casino Militar, me propuse hacerle llegar un obsequio que le recordara a su padre magnífico el día que asumió la Presidencia y pronunció aquella oración política que conmovió al país entero: "... a los desposeídos y marginados, si algo pudiera pedirles, sería perdón por no haber acertado todavía a sacarlos de su postración; pero les expreso que todo el país tiene conciencia y vergüenza del rezago y que precisamente por eso nos aliamos para conquistar por derecho la justicia".

Entre varias litografías de Siqueiros elegí una madre y una hija exánimes. Provenientes de quién sabe dónde, avanzaban hacia la nada en un desierto sin nubes ni sol.

—Esta —le había indicado a Angélica Arenal de Siqueiros, arrebatado por la trágica belleza de la obra—. No era un regalo de bodas, por supuesto. Era mucho más que eso.

—Mira Froy.

Los ojos le brillaron a Froylán López Narváez.

Recordamos las crónicas del matrimonio de Carmen Beatriz, la hermana menor de José Ramón. La fiesta, en el Casino Militar, había sido el esplendor de las diez de la noche al anuncio del alba. Contenido el aliento por los comensales, los novios habían avanzado bajo un arco formado por las espadas en alto de los cadetes del Colegio Militar. El vestido de la novia había sido descrito como un acontecimiento. Así los collares y aretes de las señoras. Así los platos servidos, los vinos y licores, la champaña. Los diarios habían dado cuenta de regalos y tributos: automóviles, viajes, terrenos, joyas, cuadros.

—¿Mandarás la litografía?

—Claro que sí.

—Sugiéreme unas líneas.

Me dictó Froylán:

—José Ramón: ojalá también haya amor para estos mexicanos.

Sólo al final de una audiencia breve en Palacio lo llamé sobrino. El conservó las distancias, precoz hombre de Estado. "Le ruego me salude a su papá", le dije al despedirme. "Al presidente", me corrigió sin un gesto.

Excluidos los pormenores le había expuesto en un par de minutos el problema que encaraba: la cancelación de la publicidad oficial a Proceso.

—Comprendo lo que me dice, pero a nadie puede exigírsele que se anuncie donde no desea hacerlo. Sonrió benévolo:

—Aunque a mí, como sin duda a su director, me parezca valiosa la aportación de la revista en la vida del país.

—Gracias, licenciado. Sin embargo, el caso no puede ser visto con esa sencillez.

—¿Usted cree?

—Estoy autorizado para informarle que en el caso deBellas Artes la decisión le fue impuesta a su director por el señor Solana.

José Ramón me pidió una explicación detallada.

—        No hace falta. Usted mismo podría confirmar lo que le digo.

—        Dice usted. . .

—        Sí, licenciado.

—Enteraré al presidente hoy mismo acerca de lo que usted me informa.

Salvamos el escollo, victoria pírrica. Volveríamos a lo mismo en unos días: las veintitantas planas a la semana y el equívoco permanente. Se anuncia el gobierno en Proceso, luego manda el gobierno en Proceso. De alguna u otra manera acompasábamos el paso de la revista a la voz de mando del general en jefe: un dos, un dos. Romper filas era desertar y el que deserta no sobrevive. Así pensaban muchos, aunque la realidad fuera otra en Fresas 13.

Estaba en pants y a sus anchas, su vida en el punto más alto. Conversaba y pontificaba, atraía y alejaba, seductor. Sólo un límite reconocía a la libertad de expresión: el ejército. "Intocable, Juliao. De mí di lo que quieras, lo que quieras, no del ejército. Imagínate al general Galván allí donde tú estás sentado. Imagínatelo hojeando Proceso. Una plana de Hacienda, una de Bellas Artes, una de Educación Pública, una de RTC, una de la CONASUPO, una del Seguro Social y también un reportaje en contra del ejército. Podría preguntarme: `¿Qué acaso patrocina el gobierno estos ataques, señor presidente?'. Contra el ejército nada, Juliao".

Era la época del petróleo por las nubes, la economía en auge, los planes para el año dos mil, a la vuelta de los días. La palabra de López Portillo rebasaba su propia biografía. Hablaba por su generación y las subsecuentes. Despegaban la nación y su presidente. Nada los detendría.

Un oficial llegó ante él y le mostró una tarjeta.

—        De acuerdo.

López Portillo era fuego en su emoción por el país. Brotaban de sus labios imágenes y metáforas. Acercaría el horizonte lejano a los necesitados, la patria sería un hogar para todos los mexicanos.

Volvió el oficial.

—En unos minutos, capitán.

Retomó la conversación el presidente.

—        Seremos como Francia, potencia media. Nada nos han negado la geografía y la historia. Somos afortunados, Juliao.

De nuevo el oficial.

—        Me voy, Pepe —le dije ya de pie.

—        Se trata de José Ramón. Vamos a jugar tenis.

—Cerrarán a güevo —comentaba Francisco Galindo Ochoa—, a güevo.

Guardián de honras ajenas sin prestigio propio, sucesor de Luis Javier Solana como vocero del presidente de la República, puso fin a todo trato con Proceso. Desde siempre mantuvo relaciones cenagosas con la prensa. Tesorero del PRI en 1960, un tiempo jefe de prensa de Díaz Ordaz, por su cuenta correría que no se anunciara el Estado en Proceso. Hasta las inserciones de la iniciativa privada desaparecerían de las páginas de la revista. Poder le sobraba. López Portillo había delegado en él las facultades más amplias.

A mediados de abril de 1982 dio prueba de su eficacia. El 31 de mayo, en un texto de Vicente Leñero, fijó Proceso su postura frente al boicot decretado desde las alturas:

Ciertamente la drástica medida de Francisco Galindo Ochoa hiere la economía de CISA, pero desde luego no cancela la existencia del semanario Proceso.

Transcurridas cinco semanas del boicot y una vezevaluada con serenidad esta circunstancia crítica, los miembros del Consejo de Administración de CISA decidieron salvaguardar Proceso, plenamente convencidos de que la presencia del semanario en la vida pública del país implica el ejercicio de un derecho y la impartición de un servicio a la comunidad.

Como las cóndiciones actuales de la empresa no permitían conseguir este empeño sin practicar una amputación, se optó por la supresión de la agencia CisaProceso y la consiguiente reducción de nuestro personal.

Creada el 2 de agosto de 1976 23 días después del golpe contra Excélsior ejecutado por el gobierno de Luis Echeverría—, la agencia de noticias representó un primer impulso, definitivo, en el surgimiento de Proceso. A partir de entonces y durante cinco años diez meses, proporcionó servicios informativos a más de 50 suscriptores en el interior de la República, incluidas varias radiodifusoras y diarios tan arraigados como El Dictamen de Veracruz, La Opinión de Torreón y El Porvenir de Monterrey.

Semillero de reporteros, espacio independiente para el ejercicio profesional, la agencia permitió a Proceso subrayar una presencia periodística, ampliar sus canales informativos y penetrar en los asuntos de interés público con la oportunidad que ha caracterizado a nuestro semanario. En las circunstancias en que se produce, su desaparición es un duro golpe a trabajadores, participantes y suscriptores, y lastima sobre todo, irremediablemente, la estructura del medio periodístico nacional.

Permite, sin embargo —garantiza, como acto propiciatorio— la existencia ininterrumpida de Proceso.

Con el mismo número de páginas, con el mismo rigor profesional, con la misma voluntad de servicio, Proceso se sabe, hoy mejor que nunca, avalado por sus lectores, suscriptores y anunciantes fieles, porque gracias a ellos es posible su permanencia.

Proceso continúa. Su línea periodística se mantiene inalterable.

El 7 de junio, Día de la Libertad de Prensa, Francisco Martínez de la Vega habló ante el presidente de la República en nombre del jurado que confirió los premios nacionales ese año de 1982. El nervio de su discurso tocó el conflicto entre el gobierno y Proceso. Dijo el periodista:

Cuando la autoridad sataniza a un profesional o a una publicación, algo falla en esa relación (de los medios con el gobierno), pues basta que se haga pública la hostilidad de una autoridad hacia algún órgano periodístico para que la existencia de ese órgano se haga casi imposible, ya que sobran quienes, en todos los sectores, prefieren halagar a la autoridad que mantener una relación normal con el periodista y su publicación satanizados. No puedo soslayar que esta situación es preocupación grave para el periodismo mexicano.

Respondió López Portillo:

¿Una empresa mercantil, organizada como negocio profesional, tiene el derecho a que el Estado le dé publicidad para que sistemáticamente se le oponga? Esta, señores, es una relación perversa, una relación morbosa, una relación sadomasoquista que se aproxima a muchas perversidades que no menciono aquí por respeto a la audiencia. Te pago para que me pegues. ¡Pues no faltaba más!

Frente a las empresas mercantiles que viven de la publicidad y que de ella obtienen anuncios no altruistas, como los partidos políticos, ante cuya responsabilidad rindo respeto, sino que quieren hacer negocio con la publicidad del Estado, hablando sistemáticamente mal del Estado para frustrar los propósitos que el Estado tiene al hacer publicidad, ahí estamos en una relación perversa que debemos vigilar.

También se preguntó el presidente de la República: "¿Debe el Estado, que tantas actividades subsidia, subsidiar también la oposición sistemática fuera de los partidos políticos, gratificando vanidades profesionales que persiguen el lucro?"

Miraba López Portillo al interior de las conciencias y señalaba los cánceres que encontraba. En Toluca denunció el año de 1975 que escandalizábamos desde las páginas de Excélsior para ocultar vicios nefandos. Seis años después, ya en Proceso, nuestras perversidades eran tales que no podía hablar de ellas "por respeto a la audiencia".

Cercano septiembre, el general Miguel Godínez, jefe del Estado Mayor Presidencial, me sugirió que solicitara una audiencia con el licenciado López Portillo. "Es su amigo, su pariente, lo respeta", me decía en un pequeño antecomedor a un lado de su oficina,.en Los Pinos. Le respondí con una verdad simple: no tenía asunto que tratar en esfera tan alta. Volvió sobre el punto el general y ya enredados en un forcejeo sin sentido le pregunté si él formalizaría la audiencia. No aceptaba trato con Galindo Ochoa y el secretario particular del presidente, Roberto Casillas, tomaba a desacato cualquier crítica al jefe de la nación.

—¿Para qué soy bueno? —me saludó López Portillo como en los mejores días, la palma cordial, la sonrisa a todo lo que daban sus labios delgados. Estaba en pants, como siempre. Me dijo Juliao, como siempre.

—Sólo el gusto de saludarte, Pepe, saber cómo estás —respondí desconcertado.

Con la mano derecha golpeó su antebrazo izquierdo en exhibición, los bíceps saltados.

—Toca.

—Estás bien —dije al palpar su musculatura de atleta. —Siéntate.

Quedamos en ángulo recto, él en un sillón, yo en el extremo de un sofá, a un metro de distancia. A las nueve de la noche, mi audiencia era la última.

—Sé que te incendias, que ardes por dentro —me dijo de pronto.

Lo miré, mudo.

—Te incendias, Juliao, admítelo, sin soberbia.

—No entiendo, Pepe—. Pero intuí de qué se trataba. —Dime, en confianza, cuánto necesitas.

Pretendí una voz impersonal.

—Nada, Pepe.

Su tono subrayó la confidencia. Por la vía más discreta había sido concertada la entrevista y pactaríamos la entrega en mi casa o en algún otro sitio, a mi elección. No había dolo en la oferta. Acerca de él y de su gobierno habíamos publicado cuanto habíamos querido. Cerca el final del sexenio, de poco podría servirle el gesto. Era desinteresada su iniciativa, un rasgo de amistad y afecto.

Insistió. Opuse le negativa por la negativa. No me sentí agraviado. Tampoco idiota. Fuera de lugar, quizá. Propuse al fin como un respiro para los dos:

—Cuando ya no pueda más, a punto de ahogarme, te hago llegar una voz de auxilio.

—¿Me lo prometes, Juliao?

—Sí, Pepe.

—Le avisas a Godínez para que te reciba de inmediato.

Ya no era posible responder al presidente de la República.

Cuatro días después de la nacionalización de la banca, el lunes cinco de septiembre, conversé de nuevo con López Portillo. Quería felicitarlo por su decisión. Eran inauditas las fortunas levantadas al amparo de los negocios bancarios y los últimos noventa días de su gobierno podrían ser los mejores desde los tiempos del general Cárdenas. Empeñada la palabra presidencial en circunstancias excepcionales, podría haber jurado que López Portillo haría pública la lista de sacadólares que empobrecieron al país. La atmósfera estaba cargada. Sobrevendrían acontecimientos en cadena.

Le pregunté por los días previos a la firma del decreto de nacionalización:

—Fueron jornadas tensas, sin tregua. Aquí comieron y durmieron mis asesores. Día y noche trabajaron, aislados. La discreción fue clave para que tuviéramos el éxito que alcanzamos. '

—¿Y José Ramón?

—Lo tenía agarrado a mi garganta, desesperado el muchacho. Hasta el último minuto temió que algún obstáculo imprevisto frustrara el proyecto.

Fraguaron el documento Carlos Tello, José Andrés de Oteyza, José María Sbert y el propio José Ramón López Portillo. Entrañable ha sido la relación entre ellos. Se trata de la relación del maestro con el discípulo, del amigo con el maestro, del compañero con el compañero, del amigo con el amigo. Tello dirigió la tesis profesional de José Ramón y Sbert fue uno de los sinodales de su examen profesional. Sbert fue subsecretario de Programación y Presupuesto, con José Ramón en el mismo rango el día que Rosa Luz Alegría viajó de Programación a la Secretaría de Turismo. Oteyza veló por Tello desde el momento de su renuncia como secretario de Programación y Presupuesto y no descansó hasta abrirle un hueco en la administración como director de la Financiera Azucarera. A la postre José Ramón aglutinó a todos alrededor del presidente.

Resumió López Portillo.

—En fin, ya todo está hecho.

—¿Te sientes tranquilo?

—Sí, contento. Satisfecho, diría.

El tobillo de su pierna izquierda sobre la rodilla de la pierna derecha, una de las manos descansada sobre el tobillo, rígido el cuerpo contra el respaldo de su sillón habitual, de cuero negro, me pareció una figura cortada en ángulos rectos. Podría posar para un pintor cubista, pensé.

Habló del futuro. Se dejaría la barba, escribiría sus memorias. Podría haberse ganado la vida con sus cuadros, creador de mundos fantásticos.

Ya conversaríamos, me dijo. Uno delante del otro vaciaríamos todo lo que llevamos dentro. Sé que él sabe que nada he deseado tanto como escuchar de un personaje estelar la interpretación profunda que hace de sí mismo. Sé que sabe que desearía arrancarle hasta el último secreto. Un presidente simula, engaña y en esa medida es engañado, burlado. Entrega el poder a su hijo político, quien será su cómplice o enemigo y en uno u otro casos renegará de los pactos a solas entre ambos. Mil historias circulan alrededor de los presidentes, se conocen nombres, fechas, situaciones, diálogos, triunfos, hazañas, odios, amores, dramas, traiciones, tragedias. Todo es real, como el cuento en la memoria, redondo y perfecto, pero que sólo escrito será cuento verdadero.