Tepic, Nay., octubre 21 de 1986
Ponencia presentada por el Licenciado PORFIRIO MUÑOZ LEDO en la mesa redonda organizada por el Consejo Consultivo del IEPES, el 21 de octubre de 1986 en Tepic, Nayarit.
El Partido retoma hoy a través del Consejo Consultivo del IEPES, una de sus mejores tradiciones; el debate libre y público de las ideas, sin el cual la militancia corre el peligro de rebajarse al cumplimiento mecánico de rutinas e instrucciones vacías y a la adivinanza plegadiza de los vientos que soplan, sobre todo de aquellos que lo hacen de arriba para abajo.
Me felicito porque este evento se celebre en Nayarit, donde el Partido se ha hecho eco de los reclamos desatendidos de las clases mayoritarias y en donde ha ensayado, con éxito, novedosas modalidades de democracia interna. Subrayo además el honor de verme acompañado por tan distinguidos militantes, todos ellos identificados con las corrientes más progresistas de nuestra organización y a quienes me unen notorios vínculos de cooperación y amistad, que ninguna circunstancia pasajera podría alterar en lo substancial.
La ocasión es oportuna y el tema escogido por demás relevante. Cuál es la contribución que corresponde al Partido en la renovación política del país, lo que equivale a decir: en su difícil tránsito hacia la modernidad. Cuál es el papel de una organización política de vocación histórica en el cambio indispensable de actitudes, mentalidades y relaciones de poder, que nos permitiría acceder a una etapa más avanzada de nuestra evolución social.
La tendencia casi instintiva de retener el poder electoral aún a costos desproporcionados no nos ofrece respuestas válidas y nos coloca, en cambio, en el riesgo de tener, algún día que mantenerlo a cualquier precio, con grave deterioro de nuestro sistema constitucional. El automatismo en contra de los llamados “adversarios históricos” oscurece, por otra parte, el análisis de los mecanismos reales que determinan el atraso, la injusticia y la dependencia del extranjero.
Afirmar, por ejemplo, que la apertura de los espacios democráticos dentro del partido y la movilización de sus bases favorecen a las fuerzas de la derecha sería admitir que las vías autoritarias son las que mejor garantizan nuestra integridad nacional y el desarrollo igualitario del país, lo que resulta contrario a las lecciones de la historia, de la vida cotidiana y de la geopolítica que se invoca.
La magnitud de los desafíos que enfrentamos y, en particular, las crecientes amenazas que gravitan sobre nuestra soberanía exigen la mayor ponderación y claridad de espíritu. Nos indican la urgencia de penetraren las raíces mismas de la crisis y en la búsqueda responsable de verdaderas soluciones a efecto de redefinir con precisión nuestros objetivos y emprender resueltamente las reformas orgánicas, de conducta y de procedimiento que sean necesarias.
La tarea es compleja y va a demandarnos un extendido proceso de reflexión y de consulta previo a las decisiones políticas y programáticas que habremos de tomar con vista a las elecciones federales de 1988 El proceso que se inicia, “el más trascendente de cada sexenio” como lo calificó con acierto nuestro dirigente nacional, requiere sin duda sentido de oportunidad, como el que aquí se prueba, y la intensificación de esfuerzos en todos los ámbitos de la vida partidista
A ello hemos sido convocados. A contribuir mediante nuestra aportación intelectual en la valoración de la realidad, la revisión de los conceptos prevalecientes y la proposición de nuevas pautas de comportamiento. También a promover, según nuestra obligación estatuaria, el desarrollo democrático de la organización a través de la participación más consciente y efectiva de sus militantes en aquellas decisiones que afectan su propio destino y el de la nación.
Me limitaré hoy a plantear ciertas cuestiones que considero esenciales respecto a la función del partido en la sociedad y en el Estado, a sus relaciones con los miembros y sectores que lo integran y a los métodos de trabajo que emplea para asegurar el concurso y representación de las bases en la vida de la organización. Seré breve, habida cuenta del número y calidad de los ponentes.
Comenzaré diciendo que muy pocas veces en la historia y tal vez nunca en el mundo occidental un país ha conocido transformaciones tan profundas bajo la conducción de un partido político.
Los cambios ocurridos en las estructuras básicas de la sociedad y de la economía mexicana a partir de la fundación de nuestro instituto hace casi seis décadas nos han llegado, a pesar de todas las contra dicciones, desde el estadio de una comunidad semifeudal hasta los umbrales de la era moderna
De ahí nuestra fuerza acumulada, pero de ahí también nuestra responsabilidad ante el futuro. Somos —decía el presidente De la Madrid en su último Informe de Gobierno— "una sociedad más compleja, madura y dinámica. Somos una Nación diferente”. Y sentenciaba: "son tiempos de cambio, obligado o de liberado. Son tiempos de asumir riesgos e incurrir en los posibles costos del hacer, que son mucho menos que los de la inacción y de los brazos cruzados"
Pues bien, esa sociedad más vigorosa y más capaz de iniciativa propia, más consciente, generosa y decidida, como la definió el Primer Mandatario, tiene una exigencia acrecentada de participación y un paladar más riguroso para el discurso político y su consecuencia práctica. Como resultado inevitable de todas esas cualidades que con razón se le atribuyen sostiene un conjunto de demandas, aún insuficientemente articuladas, pero que se sintetizan en la aspiración de mayor respeto por parte de los gobernantes y de formas más avanzadas de vida democrática.
El Partido de la Revolución ha sabido, en efecto, dar respuesta a los requerimientos del cambio. Adecuó en cada época su organización y su dinámica a la evolución del país al tiempo que transformaba a la sociedad se transformaba con ella Ahora, frente a la crisis más aguda que la nación haya padecido en medio siglo mal podría engarrotarse en el asidero de las palabras gastadas y de los métodos repetitivos. Es menester que se comprometa en un nuevo proceso de transformación tan profundo como la crisis misma.
La movilidad es la inteligencia de los partidos políticos y el inmovilismo su mayor torpeza; el anacronismo, la falta que no pueden cometer so pena de incurrir en el despotismo. La concentración de la autoridad revolucionaria, que promovió en su tiempo cambios radicales de estructura, generó después el surgimiento de organizaciones de clase que propician el tránsito a la civilidad y las primeras etapas del desarrollo. Una sociedad abierta exige hoy un partido leal a los intereses mayoritarios que encarna pero también más ágil y competitivo, despojado de los lastres que incuba el ejercicio patrimonialista del poder y la manipulación autoritaria de la sociedad.
Ante la crisis suelen surgir dos géneros de reacciones Por una parte, la de quienes se inclinan por incremento de los controles sobre la vida social, los medios de comunicación, el ingreso de los trabajadores y las demandas de la población. Por otra, la de quienes pensamos que la solución comienza por el incremento de la legitimidad del Estado y sus instituciones, mediante el dialogo genuino, la innovación política y los cambios de estrategia económica que son clamor nacional Esta última es la opción democrática, la otra sólo sirve al interés extranjero aunque finja combatirlo.
Se argumenta a menudo, con justeza, que la democratización integral de la sociedad exige de cada uno, tanto en la esfera pública como en la privada, un esfuerzo consistente de perfeccionamiento y autocrítica. Se olvida, sin embargo, que el comportamiento del partido mayoritario incide en toda la actividad del Estado y afecta los valores predominantes de la sociedad. Nuestro partido encontró la clave de la estabilidad y del progreso en la creación de una cultura política de la conciliación que dirimió el enfrentamiento cíclico entre la cultura autoritaria y la cultura libertaria. El acceso a la modernidad implica hoy la búsqueda de un nuevo dinamismo por la emergencia de una cultura política de la participación y de la dignidad ciudadana.
La reforma de la actividad partidaria habrá de conducir a la del sistema político, entendido como el conjunto de relaciones de poder que definen el funcionamiento real del Estado en un periodo determinado. Contribuiría igualmente a desterrar esa acepción perniciosa de la palabra "sistema", por la que pretende perpetuarse un catálogo de normas no escritas, que a menudo sólo provienen de la inercia, de la pobreza imaginativa o de la docilidad congénita.
Un sistema político es una normalidad en devenir de modo alguno una normatividad paralizante. Si las prácticas de ayer se impusieron como obligaciones de hoy y como proyectos de futuro acabaríamos siendo tributarios sumisos de los detentadores ocasionales de un poder derivado. No aceptamos más sistema normativo que el de la Constitución Política de la República ni más deberes políticos que los que derivan de nuestra militancia partidaria y de nuestra responsabilidad ciudadana.
La reforma central que debiéramos propiciar se refiere al concepto mismo del poder, cuyas reminiscencias medioevales nos vedan una convivencia cabalmente contemporánea. El poder en la sociedad moderna no es ya más un privilegio legado o una potestad excluyente, que se disminuye o se agota en la medida en que se comparte. Ceder lo necesario para salvar la unidad y renovar los equilibrios, no es renuncia de autoridad ni es preciso debilitar a los demás para preservar la rectoría sobre los procesos fundamentales de la nación.
El reto de construir un Estado popularmente fuerte que sea expresión de la sociedad plural, conlleva un esfuerzo acentuado en favor de la descentralización del poder y la riqueza. Implica la aceptación irrestricta de las reglas de juego democrático y el reconocimiento de que una economía cada vez más abierta nos traslada inevitablemente al escenario de una política abierta, o nos condena a los reflejos esquizofrénicos de una represión tardía, tan inviable como incompetente.
El adelgazamiento del Estado y de su cauda de dispendios subsidios, proteccionismos y modalidades diversas del clientelismo y de la cooptación, señala también el término de una era política Podremos disentir de la aplicación indiscriminada o inequitativa de semejantes criterios pero no ignorar las consecuencias objetivas y los desafíos que entrañan para numerosos países, obligados a transformar aparatos estatales paternalistas o francamente verticales en sociedades políticas consensuales
Una más escrupulosa distinción entre las esferas concurrentes de la política y de la administración se presenta en todos los regímenes como una exigencia de la modernidad. No es admisible ya la sobrepolitización de la burocracia que sólo fomenta ineficiencia y desviación de recursos, como resulta inaceptable la supeditación impuesta a los ciudadanos a las corrientes de opinión a los representantes populares y a las organizaciones gremiales, en tanto pretendidos apéndices de leviatanes asustadizos.
A la política lo que es de la política y a la administración lo que le es propio El empleo de los medios que el Estado asigna a los servicios públicos en provecho de individuos o de grupos, es una distorsión culpable. El sometimiento de la expresión democrática a los dictados de los círculos burocráticos es opuesto a la ley y contrario a la necesidad imperiosa de liberar y armonizar las fuerzas sociales. Es, por lo demás, una ilusión pueril, pero grávida de riesgos si no la atajamos a tiempo
La jerarquía de las organizaciones políticas y el influjo de sus ideologías han de ser plenamente revalorados. Nuestro partido no podría ser descendido a la mera función de amplificar y justificar las acciones del poder administrativo, mediante el despliegue, a menudo dramático de sus potencialidades electorales y de sus controles sociales. Al consentirlo actuaría en razón inversa a los intereses y aspiraciones de sus agremiados.
El partido no es una sucesión de complicidades, sino una alianza de clases y corrientes históricas. Si las tendencias concretadoras del poder económico y sus aliados dentro del aparato estatal lograran acallar o uniformar la pluralidad vital de sus sectores y de sus militantes, la Revolución Mexicana acabaría en recurso retórico, apenas utilizable para enmascarar cualquier tipo de gobierno y cualquier variante de entreguismo.
La relación entre el Partido y sus organizaciones de clase se ha tornado delicada en extremo. El Congreso del Trabajo afirmaba hace pocos meses: "la alianza Estado-trabajadores se ha debilitado porque no hay diálogo con el Gobierno; porque las propuestas que ha hecho la clase obrera desde 1978 para reorientar la economía han sido Ignoradas, con el peligro de que esa alianza quede en un mero enunciado'' Grave denuncia de la entidad que agremia la inmensa mayoría de los asalariados de México y encarna, junto con los campesinos, la esencia de nuestro pacto constitucional.
Revisar los documentos de la quinta reunión económica de la Confederación de Trabajadores de México es descubrir la coherencia de un proyecto alternativo, de inspiración nacionalista y popular, pero distante por desgracia de los programas adoptados por la Administración ante la recurrencia de la crisis y en el angustioso marco de un entorno internacional adverso que no hemos podido contrarrestar.
Este género de discrepancias han sido preocupación permanente de nuestro Partido que hoy llega a su límite. Cuando me correspondió presidir el Comité Ejecutivo Nacional me referí a la penosa mediatización de las demandas de los sectores en que podríamos incurrir si no acertábamos a orientar de modo revolucionario la conducta del gobierno. Jorge de la Vega Domínguez nos ha advertido recientemente que el sacrificio de las clases de bajos ingresos no puede ya acentuarse y que nada es tan importante como combatir el desempleo y la injusticia en las relaciones laborales.
Males tan endémicos y distorsiones tan acusadas invitan a remedios radicales. No se antojan más apropiados que la renovación a fondo del Partido y la prevalencia del sistema democrático sobre la acción gubernamental, guiada en adelante por la genuina concertación social, lejana por cierto de las aplicaciones desviadas de la consulta popular, en las que a muchos se escucha pero a nadie se atiende.
Tenemos en puerta la ocasión inmejorable para poner en ejercicio nuestros propósitos de reforma Una sucesión presidencial sobre la que pesan las apuestas más amenazantes del hegemonismo y las esperanzas más entrañables de la comunidad nacional. Una decisión generaciones.
Tendremos la sagacidad histórica para discernir los métodos y los tiempos apropiados que nos permitan esquivar las acechanzas externas y asegurar, con el respaldo incontestable del pueblo, un porvenir soberano. O nos conformaremos con la réplica degradada de obsoletos procedimientos, a medias ocultos, que no reflejen siquiera las composiciones de fuerza que constituyen la dinámica histórica de nuestro Partido.
He ahí el reto de esta hora. La gran mayoría de los mexicanos optamos por una nítida definición del programa nacional y el debate abierto sobre los hombres que aspiran a realizarlo; desprovistos, ello es indispensable, de todo cargo administrativo si lo tuvieren para no propiciar dualidades inconvenientes ni auspiciar la utilización de fondos públicos a objetivos distintos de los previstos por la representación popular.
Lo anterior es regla indiscutida en todos los partidos democráticos. Igual la exigencia de que las precandidaturas, en cifra siempre plural, se registren con la anticipación debida, a efecto de que puedan ser conocidas y valoradas, no por inferencia sino por manifestación propia de voluntad y compromisos públicos con las bases del partido y la opinión nacional.
El método de postulación de candidato habría de obedecer a la necesaria transparencia de las consultas con los militantes y sus organizaciones. Los procedimientos para alcanzar la máxima pureza de la representación, compatible con nuestra realidad y legítimas tradiciones, debieran ser desde ahora debatidos en el seno del Partido.
En mi criterio, la selección de candidatos por medio de elecciones "primarias" que suponen la consulta abierta a los militantes sólo son aconsejables en comunidades municipales. Se emplean en pocos países a escala nacional, como primer paso para elegir representantes a convenciones que postulan finalmente a los candidatos. Ello corresponde a sistemas democráticos de segundo grado que hace tiempo abolimos en México.
Lo importante es que los miembros de nuestro Partido tengan el derecho y la oportunidad de promover y elegir los programas y los hombres que habrán de presentar en las contiendas electorales y que asuman por esa vía la cabal dignidad de su militancia. Ello podría culminar en una o varias asambleas calificadas que expresaran de modo diáfano y auténtico la voluntad de las bases.
El Partido ha efectuado encomiables innovaciones en la democratización de los procesos internos a escala local. Los resultados son alentadores. Por qué no apresurar la marcha y extender la experiencia adquirida a los niveles en que se deciden la vigencia del federalismo y la sobrevivencia nacional.
No veo la razón por la cual la práctica de la verdad política nos hace vulnerables. Lo que nos debilita es el disimulo y la maniobra reptante. Nos fortalece por el contrario la limpieza del propósito y la credibilidad de la conducta. México no es una isla ni pretende serlo, pero podría convertirse en una península si perseveramos en la castración del engaño.
La democracia es el tema de nuestro tiempo. No es moda ni veleidad intelectual, es el único camino posible hacia la modernidad. La transformación del país supone la democratización del partido gobernante. Quienes a ello se oponen traicionan, aún sin saberlo, la substancia misma de la Constitución y nos exponen por ignorancia o deliberada colaboración a los proyectos del exterior.
Tenemos que decidir las normas de conducta pública que deseamos transmitir a la juventud, antes de que ésta rechace de plano nuestra inconsistencia. Debemos emprender un enorme esfuerzo de clarificación nacional por medio del cual todo el pueblo asuma la iniciativa contra sus detractores, comience a recuperar el ejercicio de la soberanía que nuestro régimen jurídico le otorga y emprenda la defensa del país contra la arrogancia de la fuerza.
En torno a Miguel de la Madrid y a los valores que su elevada investidura encarna, libremos todos esta batalla definitiva por la Nación, y no eludamos la intensidad del discurso ni en ocasiones como ésta su duración por la que me disculpo, ya que en las circunstancias actuales tal vez pudiera ser el último.
Muchas Gracias.
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