El Plan de Ayala
Estaba escrito que el minúsculo estado de Morelos -pequeño y diminuto por su tamaño, pero no en cuanto a la intrepidez de sus moradores- había de ser el rincón de donde partiera el mensaje de liberación para los campesinos de la República. En esa región en donde la raza conquistadora extremó sus atropellos y sus crueldades contra los vencidos, allí tenía que aparecer el hombre encargado de dar el triunfo a las ansias seculares de reivindicación. La tierra inmortalizada por Morelos, el genial precursor, tenía que engendrar al caudillo y al apóstol, al hombre recio y decidido que fuese capaz de imponer, en los hechos, la reforma agraria, prevista y preconizada en teoría, pero siempre objeto de aplazamientos y de subterfugios en la práctica.
Emiliano Zapata, con esa videncia que siempre tuvo, con esa intuición que era su invariable característica, supo encontrar el momento estrictamente oportuno -casi diríamos el instante de matemática precisión- en que tenía que producir su mensaje, en que debía lanzar su programa y concretar sus objetivos. Ese momento era, y no podía ser otro, aquél en que, abandonando Madero, hasta allí indiscutido como jefe de la revolución, los postulados agrarios que a ésta daban significación y fuerza, era preciso que algún otro, encabezando a la gente campesina, tomase en sus manos la sacra bandera e invitase a la nación a seguirla.
Zapata no podía vacilar. Tenía que enfrentarse con el jefe de estado, con un presidente que acababa de subir al poder, en medio del aplauso y de la casi unánime aclamación de los mexicanos; rodeado de admiración y de prestigio, con la aureola del apostolado en la frente, con el respaldo de las legiones del norte, adictas a él hasta la veneración, hasta el culto idolátrico, imposible contar, en esas condiciones, con el triunfo inmediato; pero imposible también retirarse de la lucha, imposible rehuirla. El maderismo había tirado el guante, exigía la rendición incondicional, aplazaba por tiempo indefinido las reformas agrarias. Era, pues, el momento de reafirmarlas, de insistir en ellas, de presentarlas como el objetivo de un movimiento que en virtud de aquella dilación y de aquellas evasivas resultaba frustrado.
Zapata comprendió su destino y lo aceptó. Tenía que luchar contra la fuerza del poder y del número; de un poder que todos aceptaban como el único legítimo, y de un número de adversarios que casi se confundía con el total de las huestes que habían hecho triunfar la revolución. Tendría que luchar, pues, contra el ejército organizado y contra las milicias o fuerzas irregulares surgidas de aquélla. Acorralado en el sur, tachado de bandido, exhibido ante la República entera como un aborto de la guerra civil, como un rebelde intratable, como un monstruo de depravación y de ferocidad, tenía Zapata que esgrimir y hacer valer la única fuerza que el destino había puesto en sus manos: la pureza y la excelsitud del ideal agrario; ideal lejano, ideal difícil, ideal calificado de quimera, pero en el que el pueblo de los campos tenía puestas su esperanza, su ilusión y su fe. Zapata percibió el momento y con singular videncia e intrepidez supo captarlo.
Apenas libre del cerco, de la emboscada que a mediados de noviembre las fuerzas federales pretendieron tenderle, cruza con rapidez el territorio de Morelos, se oculta por dos o tres semanas a las miradas de todos, incluso de los suyos, y concentrándose en sí mismo, encuentra en el fondo de su pensamiento la solución, la única solución salvadora: precisaría ante la nación entera el objeto de su lucha, recogería el estandarte por Madero abandonado y en un documento claro y sencillo, como sencilla y clara es la verdad, haría saber al pueblo todo de la República que los campesinos de Morelos estaban dispuestos a reconquistar con las armas en la mano las tierras cuya propiedad y posesión leyes y jueces, conquistadores y gobernantes, los habían contra todo derecho despojado. Esas tierras cuya recuperación los mismos amigos de ayer se empeñaban en no concederles.
El "bandido" demostraría que los delincuentes, los enemigos jurados de la justicia, los causantes del desequilibrio social estaban en otra parte: en el gremio de los latifundistas, dedicados desde hacía cuatro siglos a acaparar tierras de otros, tierras legítima y perfectamente tituladas. A la acusación de vandalismo lanzada contra él, contestaría exhibiendo en toda su desnudez a los autores del sistemático y secular despojo, "a los hacendados científicos y caciques que a la sombra de la tiranía y justicia venal habían despojado a los pueblos de sus tierras, montes y aguas". Un documento de pocas líneas le bastaría. Condensaría en él las aspiraciones del pueblo de los campos, se atraería nuevos partidarios y a la faz de la nación demostraría que no eran el saqueo ni el bandidaje las causas y los objetivos de la revolución suriana. Al vindicarse él, vindicaría a la vez la causa de los suyos, inspirada por los más altos ideales. Resolvió, por lo tanto, suspender por irnos cuantos días las actividades bélicas, para dedicarse todo entero al estudio de su plan, de su programa de justicia y de reivindicación.
Elaboración del Plan de Ayala. Principios básicos del mismo
Tres días y tres noches dedicó Zapata, en oscuro rincón de la sierra, a trasladar al papel en forma precisa y transparente las ideas básicas de la reforma agraria. Iba a hablar como intérprete de toda una raza, como traductor de anhelos de inmensas multitudes, como vocero de muchedumbres que carecen de voz, y tenía por lo mismo que pesar cada palabra. No era un embaucador, y no podía, en consecuencia, prometer sino aquello que podía cumplirse. Pero tampoco era un prevaricador ni un farsante, y por eso estaba obligado a ofrecer al pueblo todo aquello a que el pueblo tenía derecho. De allí su preocupación, de allí su escrúpulo para consignar en la forma escrita cuanto hubiere necesidad de decir: ni una palabra más ni una palabra menos.
Con clara percepción de la responsabilidad que contraía, y encerrándose con su secretario de entonces, Otilio Montaño, en choza humildísima, alejado de toda distracción y protegido contra los inoportunos por centinelas que hacían guardia a la puerta, el Caudillo del Sur se dedicó a confeccionar el plan o programa que habría de servir de justificación y de bandera a la más santa y legítima de cuantas revoluciones en México se registraron. Por desgracia para él, no era Montaño, ni con mucho, hombre de capacidad relevante. Su temperamento y sus propensiones lo llevaban más bien a la declamación y al estilo rebuscado y ampuloso, que no a la precisión de conceptos. No era, por lo mismo, el auxiliar más indicado, pero al no haber otro, con él hubo de conformarse el nervioso y dinámico caudillo.
No fue tarea fácil la redacción del Plan. Así me lo explicó Zapata, en persona, alguna vez. “Como mi compadre Montaño ha sido siempre tan poco inteligente [la expresión de Zapata fue otra mucho más expresiva y ciento por ciento campirana] tuve que encerrarme con él por espacio de tres días, hasta conseguir, tras mucho esfuerzo, que Montaño pusiese en el papel lo que yo deseaba y no lo que él, mal interpretándome, deseaba poner.” En estos o parecidos términos explicaba Zapata los tropiezos que tuvo que vencer para que su pensamiento fuese traducido con fidelidad en forma escrita. Algo, no obstante, quedó en el papel, que sólo puede y debe cargarse a la exclusiva cuenta de Montaño, como, por ejemplo, aquella pedantesca e inoportuna alusión que en el artículo 9º del Plan se hace, con relación a las leyes "del inmortal Juárez", a cuyos procedimientos -los de la desamortización y nacionalización de bienes eclesiásticos - debería ajustarse la ejecución de los preceptos del Plan.
No pudo ser Zapata, ignorante en lo absoluto del texto de esas leyes, el que pensara en invocarlas. Semejante ineptitud sólo pudo caber en el cerebro de Montaño, que impresionado por vagos o imprecisos recuerdos de la Reforma, llegó a creer que los procedimientos de las leyes aludidas podían encajar dentro de la reforma agraria. Fuera de este visible error y de algunas frases en que asoman la ampulosidad y el estilo declamatorio del aludido profesor pueblerino, lo restante del Plan -esto es, la parte sustanciosa y propiamente agraria- es, sin duda posible, producto de la concepción de Zapata. Eso se ve, sobre todo, en la redacción de los artículos 6º, 7º y 8º. Ellos están escritos con la sobriedad y la energía propias del hombre de acción. Revelan también al campesino que conocía a fondo la materia, y no a través de los libros sino de la propia experiencia. Zapata se esmeró, sobre todo, en que la redacción del artículo 6º, el de mayor trascendencia para el sur y para toda la población indígena de la República, fuese en lo absoluto clara y precisa. Dice Zapata -y en ello vacía toda la esencia, toda la médula, del pensamiento suriano-: las tierras, montes y aguas de que los pueblos hayan sido despojados "por hacendados, científicos y caciques a la sombra de la tiranía y justicia venal, entrarán desde luego en posesión de esos bienes y mantendrán con las armas en la mano la mencionada posesión".
Esto es: que lo que las leyes no han podido, lo podrán los rifles; la justicia, que por siglos en vano se ha esperado de los jueces y tribunales, se la harán revolucionariamente los pueblos. Donde han fallado "los medios constitucionales" en que ingenuamente ponía su confianza el señor Madero; allí, en la realización de la justicia a secas, tendrán éxito las carabinas que empuñen los expoliados. Y después de satisfacer el anhelo máximo de los pueblos -la reconquista de la tierra de sus mayores, tierra amparada por títulos indiscutibles-. Zapata aborda el otro aspecto del problema: el de la destrucción del monopolio y del acaparamiento, el del restablecimiento del equilibrio en donde sólo existía una monstruosa desigualdad. Con ese fin Zapata estatuye, en nombre y en representación de quienes -mayoría inmensa- reclaman el derecho a la vida, la inmediata expropiación y fraccionamiento de una parte de los latifundios, a fin de que puedan dedicarse a la agricultura en términos de lograr su mejoramiento todos los mexicanos sujetos a "los horrores de la miseria, por estar monopolizados en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas".
Mediante la expropiación de la tercera parte de esos latifundios (previa indemnización), se obtendrían tierras bastantes “para que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos, colonias, fundos legales para pueblos, o campos de sembradura o de labor y se mejore [así] en todo y para todo la falta de prosperidad y bienestar de los mexicanos”. Como se ve, Zapata no destruye las haciendas; las obliga sólo a devolver las tierras y montes que hubiesen usurpado a los pueblos (artículo 6º), y de la superficie restante ordena la expropiación de la tercera parte para fines de fraccionamiento (artículo 7º), dejando, por lo mismo, a los hacendados en posesión de las otras dos terceras partes. Coincide en esto con el genial Morelos. Éste, como se recordará, tampoco hacía desaparecer las haciendas y los ranchos. Preveía sólo el fraccionamiento de toda aquella extensión que pasase de dos leguas cuadradas en poder de un solo propietario, dejando a éste una área o superficie equivalente a dichas dos leguas.
La explicación es fácil: tanto Morelos como Zapata eran hombres de campo y conocedores, por lo mismo, del medio agrícola, de sus características y de las necesidades que de él derivan. Sabían, por consiguiente, dos cosas, que en ese punto son básicas: 1ª, que un campesino falto de recursos y carente de poderosa iniciativa (como sucede con los indígenas y con la mayoría de nuestra población rural), sólo puede obtener muy exiguos ingresos con la explotación que personalmente haga de su parcela; y 2ª, que todo el tiempo que le deje libre el cultivo de ésta (o sea más de la mitad del año), lo puede dedicar, con gran provecho, a trabajar en alguna de las haciendas o fincas próximas, a título de jornalero y mediante contratos de aparcería o de labor a destajo, con lo cual obtendrá un suplemento de ingresos que le permita atender a necesidades que quedarían insatisfechas si se atuviese sólo al bien escaso rendimiento de su parcela.
Morelos y Zapata aplicaban, pues, el viejo apotegma tan conocido y practicado desde remotas épocas en la tierra caliente: "tanto necesitan los pueblos de las haciendas, como éstas de aquéllos". La hacienda, en efecto, pide a los pueblos la mano de obra y les entrega en cambio, en forma de jornales, las cantidades que ellos o sus vecinos necesitan, tanto para múltiples atenciones personales y de familia, como para refaccionarse en lo que toca a las múltiples exigencias del buen cultivo de su parcela (compra de semillas, abonos, semovientes, aperos, etcétera). En esto Morelos y Zapata se ajustaron asimismo, por intuición y por experiencia, a las normas que otro gran conocedor de lo agrícola -el ilustre español Joaquín Costa- habría de formular, con gran sabiduría, para orientación de propios y extraños.
Todos los males que se lamentan -decía él en 1902 aludiendo a la funesta concepción marxista de la lucha de clases, considerada como algo irreducible- nacen de que el capital y el trabajo no se compenetran ni se tocan, si se hallan separados por un abismo; y el natural remedio ha de consistir en hacer desaparecer ese abismo. Por el momento, haciendo que el bracero, al propio tiempo que trabaja por cuenta de otro, en tierra ajena, trabaje por cuenta propia en tierra que ni sea propia ni de otro, sino de la colectividad. Tipo y ejemplo de esto es la ciudad de Jaca.
Este sistema de doble trabajo que también se compadece con la naturaleza del calpulli (hoy ejido) y con las inveteradas costumbres de nuestros campos, fue el que sin duda concibieron y tuvieron en cuenta, así Morelos como Zapata, al dar al asunto agrario la solución que le dieron. ¡Como que Zapata, o sus padres y abuelos, habían trabajado a la vez en heredad propia (recibida del "común" del pueblo) y en tierra ajena, recibida en aparcería o en alquiler; y esto, no una vez sino muchas!
Zapata no hacía, pues, sino conformarse con la tradición o costumbre, invariablemente seguida, en las tierras del sur por la inmensa mayoría de los campesinos. Siempre allí se había acostumbrado trabajar a jornal o a título de arrendatario en alguna hacienda, durante el periodo o periodos del año no ocupados, invertidos en la explotación de la propia parcela. Sentadas así las bases propiamente económicas del agrarismo nacional, quiso Zapata agregar una cláusula punitiva: a los hacendados que se hubiesen hecho culpables de actos hostiles al movimiento de reivindicación, los castigaba con la confiscación.
Los hacendados, científicos o caciques -declara el artículo 8º- que se opongan directa o indirectamente al presente Plan, se nacionalizarán sus bienes, y las dos terceras partes que a ellos les correspondan (o que conforme al artículo 7º debieran corresponderles), se destinarán para indemnizaciones de guerra, pensiones para las viudas y huérfanos de las víctimas que sucumban en la lucha por este Plan.
Entra, en seguida, Zapata a la parte política (que ya había empezado a tratar en el preámbulo o proemio de su Plan), y a ello dedica los artículos 10 a 15, en los que fija, entre otras cosas, los detalles para la elección del presidente y gobernadores interinos. En el artículo 3º se reconoce como jefe de la revolución, en vez de Madero, al general Pascual Orozco, que hasta esos momentos (noviembre de 1911) merecía la confianza de la gente del sur, y a quien posteriormente tendría Zapata que desconocer.
Tales fueron las principales prescripciones del histórico Plan de Ayala, ante cuya significación, trascendencia y hondo senado reformista se inclinan aun aquellos que en la época de su expedición combatieron o denostaron al general Zapata. La fecha del Plan es 28 de noviembre de 1911. En ese día la revolución mexicana, hasta allí imprecisa en sus aspiraciones, adquirió contenido social, se definió como esencialmente agraria y se encaminó, ya sin vacilaciones, hacia los fines y objetivos que la voluntad popular le fijaba. El pueblo -ese "gran mudo" según la frase del poeta lusitano-había encontrado su vocero y su intérprete, su traductor y su caudillo.
Zapata percibió lo que los intelectuales de entonces no alcanzaron a ver: Dio bandera y programa a una revolución que no los tenía
En eso radica el mérito del insigne Zapata: el haberse adelantado a los eruditos, a los sabios, a los intelectuales, a los hombres de letras. Lo que estos no vieron, él lo vio. Lo que éstos negaron, él valerosamente lo afirmó. Los intelectuales de la reacción negaban la existencia de un problema agrario. Zapata percibió y demostró que existía. Los intelectuales de la revolución -con la sola excepción de Luis Cabrera y media docena más- pretendían resolver el problema agrario dentro de la legalidad vigente. Zapata comprendió que el principal estorbo lo constituían las leyes y los tribunales, y apelando a la fuerza, sentó en el Plan de Ayala las bases del derecho nuevo que de una vez por todas pusiese término a la monstruosa desigualdad de la distribución de las fierras de la República.
En México se operó, por lo tanto, un fenómeno opuesto en todo y por todo al que rigió los destinos de las otras grandes revoluciones de la época moderna. La revolución francesa la prepararon, la incubaron y la dirigieron los hombres de la Enciclopedia y sus inmediatos discípulos -Voltaire y los suyos, Rousseau y Mirabeau, Desmoulins, Verniand, Danton, Robespierre y las grandes falanges de girondinos y jacobinos. Esto es, filósofos, intelectuales, periodistas y hombres de tribuna. La revolución rusa tiene sus raíces en especulaciones de Karl Marx y de Lenin, su genial discípulo. La revolución mexicana nació, espiritualmente, en el campo. La nutrió en sus albores y le dio savia y vida el espíritu rústico e iletrado de Emiliano Zapata. Los intelectuales fomentaron e impulsaron, en Rusia y en Francia, la revolución. En México, los intelectuales desconocieron y estorbaron la revolución agraria, la única revolución honda que en México haya habido. Aun los intelectuales del maderismo aparecieron rezagados. Creyeron que hacían una revolución política, y estaban preparando el terreno a una revolución de típico carácter agrario; es decir, honda y medularmente social. La revolución agraria de México se hizo, pues, a espaldas de los intelectuales, a despecho de los intelectuales, a l'insu (con la ignorancia de, n. a.) de los intelectuales, sin saber ni comprender estos últimos lo que en México estaba sucediendo, la profunda transformación que en el seno de la patria se estaba gestando.
El pueblo humilde, el pueblo de los campos, la multitud sufriente, se adelantó en nuestro país a los intelectuales, los superó, los dejó muy atrás en el camino de la renovación y del cambio. Un rústico, un hombre que mal sabía leer, un campesino ignorante y rudo, fue el que supo guiar a las multitudes, el que supo señalar a la revolución de 1910 el derrotero y el rumbo. La cosa se explica: nuestros intelectuales se educaron en la escuela del más ciego y feroz individualismo, en las nociones de la economía política clásica. Rendían culto a la propiedad "sagrada e inviolable", no concebían la expropiación del latifundio, creían a pie juntillas que el reparto de tierras era comunismo puro. Sus fetiches eran: la ley, la ley vieja, las Pandectas, el derecho quiritario, el Fuero Juzgo, la propiedad intocable, el latifundio como institución inconmovible, el monopolio como resultado del "libre y armonioso juego" de las leyes económicas, de las fuerzas sociales... las Armonías económicas de Federico Bastiat, en una palabra.
Con un sistema así y con un criterio como ése, era imposible de todo punto concebir, y mucho menos aceptar, la concepción de la propiedad y de la utilización de la tierra -de la tierra madre de todos, de la tierra nodriza del género humano- como algo esencialmente sujeto a evoluciones y transformaciones, a modalidades y ajustes siempre cambiantes. La propiedad patriarcal no es la misma que la feudal, ni aquélla ni ésta se confunden en modo alguno con la quiritaria. Ésta a su vez, con su sello y connotación marcadamente individualistas, dista mucho de la propiedad -función social, tal como la concibió desde hace siglos el calpulli, y tal como en los últimos tiempos la han definido y conceptuado modernos juristas.
Zapata, que no sabía de derecho romano ni de propiedad intocable ni de respeto al libre juego de las económicas leyes, pero que sí sabía que las tierras comunales eran de los pueblos por haberlas poseído durante siglos, conforme a títulos primordiales procedentes de la colonia o conforme a "mapas" del periodo azteca o precortesiano; Zapata no se dejó atar las manos por teorías, ni quiso creer que las leyes y los tribunales fuesen superiores a la justicia, sino que obrando sólo en conciencia y atendiendo a la voz del pueblo que clamaba por lo suyo, devolvió a éste lo que era de él y consagró en el artículo 6º del Plan de Ayala, con irnos cuantos rasgos de pluma, el derecho tradicional e histórico de los pueblos sobre sus tierras de comunidad.
Y además, firme como una roca sobre su concepción campirana, dio el golpe de muerte al latifundio con su otro artículo -el 7º-, que de una plumada echó abajo el monopolio de las tierras al decretar la expropiación, por causa de utilidad pública, de las grandes haciendas, o de una porción de ellas. Bastaría cualquiera de estas dos cosas -la reivindicación de la propiedad de los pueblos, históricamente amparada, y el atisbo de un derecho nuevo que estableciese una mejor distribución de las tierras-, bastaría esto para inmortalizar a Zapata, si su prestigio no tuviese además otros cimientos, si su gloria no consistiese asimismo en haber soportado él solo, durante diez años, todo el peso, toda la formidable acometida de un régimen muchas veces secular que en sus postrimerías encontrara el apoyo, en verdad inconsciente, de incontables revolucionarios enamorados de los ideales políticos e incapaces de comprender y de sentir la reforma social. ¡Cuánta razón tenía, por lo mismo, Zapata el calumniado de ayer y el héroe indiscutible de hoy, cuando, al protestar en su manifiesto de 27 de agosto de 1911 contra la imputación de bandidaje esgrimida contra él y los suyos, estampaba estas decisivas frases: "Los enemigos de la patria y de las libertades de los pueblos, siempre han llamado bandidos a los que se sacrifican por las causas nobles de ellos. Así llamaron bandidos a Hidalgo, a don Juan Álvarez, a Juárez y al mismo Madero"!
Zapata en persona explica a Serafín M. Robles, su secretario particular, por qué creyó indispensable expedir y promulgar el Plan de Ayala. Narra también todo lo relativo al juramento de dicho Plan
Para que la posteridad conozca las razones que indujeron a Zapata a formular el Plan de Ayala y las conozca de acuerdo con sus propias ideas y expresiones, juzgo que nada será mejor que transcribir a la letra la conversación que sobre el particular tuvo con su secretario particular Serafín M. Robles, de acuerdo con la versión de éste.
Mira, Robledo -así llamaba Zapata a Robles-, después del tiempo transcurrido en pláticas y conferencias con los representantes de los gobiernos para ver si se me hacía justicia en mi demanda de tierras para los pueblos sin resultado alguno, pensaba cuál sería, no mi situación porque ésa no me importaba, sino la de los hombres que me habían acompañado y me seguían aún, y la de los pueblos que me ayudaban y sostenían para obtener las promesas de la revolución iniciada en 1910 por el señor Madero. Yo les ofrecí y juré luchar porque se les restituyeran sus tierras, montes y aguas, usurpadas por los hacendados. En mí tenían y habían depositado su confianza y sus esperanzas de redención; por lo tanto tenía yo que cumplirles mi promesa y juramento, aunque pereciera en mis demandas. En el presidente Madero ni ellos ni yo teníamos ya esperanza alguna, los pueblos y los hombres que me secundaron en la revolución maderista para derrocar a la dictadura del general Díaz. Esperaban que los seguiría yo defendiendo contra el gobierno que lejos de atenderlos los hostilizaba por exigir el cumplimiento de las promesas de la revolución. ¿Crees que pudiera yo dejarlos abandonados a su suerte? No y mil veces no. Preferí seguir la lucha antes que traicionarlos. Pensaba dar una bandera, un nuevo Plan al movimiento, que nos justificara y a la vez sirviera de orientación a las clases campesinas de la República, en ese tiempo tan desorientadas por los sucesos ocurridos, para que así, aunque a mí me mataran, quedara esa bandera o Plan, para continuar la revolución agraria, y de esta manera tarde o temprano, los pueblos recuperaran sus tierras, montes y aguas. Debo decirte que no veré terminar esta revolución, porque las grandes causas generalmente no las ve terminar quien las inicia. Prueba de ello es el señor cura Hidalgo y otros. Como tú sabes, en nuestro estado existieron aquellos mentados "plateados" quienes no estuvieron conformes con el gobierno que se estableció en aquel entonces y se rebelaron también; pero como no tuvieron bandera donde expusieran los motivos o ideas por las cuales empuñaban de nuevo las armas, no tuvieron otros adeptos ni apoyo de los vecinos de los pueblos, y se les combatió y persiguió hasta lograr su muerte y dispersión, dándoles el despectivo título de "bandidos", el mismo que ya se me daba en compañía de mis soldados que peleaban al grito de "Viva Zapata". Presentía que de seguir en esa actitud, se nos tomaría en lo sucesivo como tales bandidos, puesto que la prensa lo publicaba y propalaba, bajo cuya denominación ya el gobierno nos combatía.
Meditando en el nuevo Plan, me dirigí al pueblo de Ayoxustla, lugar enclavado en plena serranía en el estado de Puebla, como el sido más a propósito para llevar a cabo mi pensamiento; deseaba estar solo para meditar y formular el documento que consignara los principios que servirían de bandera a la nueva lucha, que tendría que ser larga y cruel, puesto que no sólo los hacendados del país entero ya habían hecho causa común con el gobierno y era preciso pelear largo tiempo para obligar al medio en que se vivía para hacer justicia al campesino desvalido.
Mis antepasados y yo, dentro de la ley y en forma pacífica, pedimos a los gobiernos anteriores la devolución de nuestras tierras, pero nunca se nos hizo caso ni justicia: a unos se les fusiló con cualquier pretexto, como "la ley fuga"; a otros se les mandó desterrados al estado de Yucatán o al territorio de Quintana Roo, de donde nunca regresaron, y a otros se les consignó al servicio de las armas por el odioso sistema de la "leva" como lo hicieron conmigo. Por eso ahora las reclamamos [las tierras] con las armas en la mano, ya que de otra manera no las obtendremos, pues a los gobiernos tiranos nunca debe pedírseles justicia con el sombrero en la mano, sino con el arma empuñada. Durante tres días concreté mis ideas que transmití a mi compadre Montaño para que les diera forma, resultando al cabo de ese tiempo el deseado Plan.
Terminado éste, me sentí otro: inmediatamente ordené llamar a los jefes con mando de tropa que se encontraban más cercanos, y reunidos éstos, indiqué a mi compadre diera lectura al Plan en voz alta; terminada la lectura, les pregunté si estaban conformes con su contenido. Todos dieron su aprobación con muestras de agrado, y de pie en la puerta del jacal que me servía de habitación, les dije: "Esos que no tengan miedo, que pasen a firmar". [El general Zapata sabía -dice con razón Robles- que los que estampaban su firma en ese histórico documento, firmaban su sentencia de muerte.] Al firmar el Plan -continuó en su narración el general Zapata-, sentí como si se me hubiera quitado un peso de encima y una grande responsabilidad. Entonces sí, ya sin ninguna preocupación, les dije: "Ahora sí, muchachos, ya tenemos bandera bien definida de la que nuestra clase campesina necesita para ser libre y feliz". Se sacaron varias copias del Plan, se entregó un ejemplar a cada uno de los jefes allí presentes, se formaron guerrillas con su jefe respectivo, se señaló la región por donde debían operar, y poniéndome al frente de mi escolta y de un pequeño contingente de tropa, me interné al estado de Morelos para proseguir la revolución .
Tal fue el relato que a Serafín Robles hizo el caudillo suriano en una de aquellas treguas que le permitían conversar ampliamente con los suyos. Cumplo con un deber al transmitir, por mi parte, esas declaraciones y ese relato a las nuevas generaciones, para que tengan a la vista el pensamiento original del iniciador del agrarismo.
Impresión que el Plan de Ayala produjo en el señor Madero
Quiso el destino que el Plan aludido pudiese ser publicado en la prensa de la capital. En efecto, El Diario del Hogar consiguió permiso del señor Madero para publicarlo. La escena se desarrolló en la forma siguiente: Don Enrique M. Bonilla, redactor de dicho periódico, tuvo la audacia de dar a conocer el repetido Plan al presidente Madero, solicitando su autorización para darlo a la publicidad. El señor Madero leyó el documento, que le causó impresión bastante desagradable, pero no obstante ello, dio la autorización que se le pedía, en estos literales términos: "Sí", le dijo a Bonilla, "publíquelo para que todos conozcan a ese loco de Zapata". Esta contestación, arrancada a Madero por sorpresa, es sin duda de gran importancia para la historia, porque revela dos cosas: el engreimiento del señor Madero que le hacía no temer la rebelión zapatista, y la incomprensión o ceguera del mismo, al no percibir la extraordinaria trascendencia de esa insurrección y el daño que recibiría su gobierno con la amplia publicación o difusión del documento en que aquélla fijaba sus objetivos. Madero no comprendió que desde ese instante el movimiento de Zapata sacudía y echaba lejos de sí la imputación de anarquía y bandidaje, y cobraba todo el relieve y toda la importancia de una revolución social que, por basarse en derechos ancestrales e indiscutibles sobre los terrenos de comunidad, habría de contar necesariamente con la simpatía y el apoyo de toda la población indígena y de fuertes núcleos del campesinaje criollo y mestizo. Sea como fuere, el resultado de la histórica conversación fue en gran manera propicio a Zapata, pues éste consiguió que su programa de acción y combate fuese conocido por la República entera.
Repercusiones inmediatas de la publicación del Plan de Ayala
El entusiasmo cundió, no sólo en las filas del zapatismo armado, sino entre las masas campesinas del sur y de algunos otros lugares de la República, tan pronto como zapatistas y labriegos se enteraron de que al fin sus aspiraciones habían encontrado vigoroso intérprete, y sus ideales, una forma de expresión clara y concreta. Las actividades bélicas tomaron incremento en toda la región suriana, rebasando los límites del estado de Morelos y extendiéndose por los de Puebla, Guerrero, Tlaxcala, México e Hidalgo. Los combates se sucedían uno a otro, en forma tal que desde los primeros días de diciembre de ese año (1911) las fuerzas federales no conocieron ya el reposo. Cuantía, Jojutla, Yautepec y Tlaltizapán fueron sucesivamente amagados, y lo mismo pasó en Puebla con las plazas de Huejotzingo y Atixco. Hasta en las cercanías de Chalco, a corta distancia de la ciudad de México, hubo reñidos encuentros entre los zapatistas y las tropas federales. El general Zapata y los suyos hostilizaban sin cesar a estas últimas, así como a las fuerzas irregulares que a toda prisa enviaba el maderismo, en vano esfuerzo para contener la rebelión.
Fue preciso separar a don Ambrosio Figueroa del gobierno del estado de Morelos, en el que se había concitado el odio general, y para sustituirlo se nombró al coronel Francisco Naranjo, quien hacía poco había llegado de Nuevo León a Morelos en unión de un grupo de combatientes que habían tomado parte en la revolución maderista. Para dar una idea de la fuerza y de la acometividad de los revolucionarios, señalaré unos cuantos hechos: el 28 de enero de 1912 los zapatistas tomaron a sangre y fuego el pueblo de Santa María, a inmediaciones de Cuernavaca; lo abandonaron al día siguiente, pero para volverlo a atacar el día 30. Tres veces consecutivas ocuparon la población los rebeldes y otros tantos fueron desalojados. El 10 de febrero volvieron a batirse con las fuerzas del gobierno, pero esta vez en medio de las llamas, pues los rurales incendiaron el pueblo. Cholula, a las puertas de Puebla, fue ocupada el 30 de marzo por Eufemio Zapata, quien llevó su audacia hasta pedir la rendición de la ciudad de Puebla, lo que produjo gran alarma.
En febrero habían aparecido rebeldes agraristas en Atotonilco y Real del Monte, estado de Hidalgo, y ya desde enero la rebelión había cundido por la Mixteca, en Oaxaca. El 21 de dicho mes fue atacada Huajuapan de León, lo que dio lugar a que en la prensa de la capital apareciese el siguiente comentario: "Me he convencido -dice el corresponsal- de que el zapatismo se ha propagado extraordinariamente. Todas las pequeñas poblaciones son partidarias de Emiliano Zapata. Otras importantes como Tepalcingo, le son adictas, encontrando allí ellos cuando se presentan, víveres en abundancia, mientras las fuerzas del gobierno no los obtienen, pues se les niega todo, recibiéndoseles con actitud hostil". El aludido periodista decía la verdad. En todas partes los rebeldes encontraban la mejor acogida de parte de los pueblos. No sólo los vecinos sino muchas autoridades simpatizaban con ellos. Así lo reconoció el general Casso López, quien llegó a declarar que con rarísimas excepciones, las autoridades de los pueblos que tocaban tenían marcada inclinación por los rebeldes, a los que prestaban todo su apoyo.
Por lo que hace a los campesinos propiamente dichos, la agitación iba en creciente. Alarmados los latifundistas de Tlaxcala, se reunieron en Apizaco a mediados de enero con el fin de ayudar a combatir la rebelión suriana. Por esos días el hacendado español Juan Romano, propietario de la finca de La Esperanza, en el distrito de Chietla, Puebla, recibió una comunicación en que varios jefes zapatistas le exigían elevar a un peso diario el jornal de sus peones.
Un caso típico: la sublevación de Felipe Neri
Un incidente que se narra con maestría en la obra del general Gildardo Magaña, nos enseñará más que muchas fechas y que muchas relaciones de combates. El incidente, que fue notorio para todos los revolucionarios del sur, se refiere a Felipe Neri, que después había de ser temerario y aguerrido jefe de un poderoso contingente de campesinos armados.
Era Felipe Neri un hombre de trabajo. Antes de la revolución prestaba sus servicios en la hacienda de Chinameca, por lo que con el fin de ofrecerlos fue a ver al patrón acabando de triunfar el movimiento maderista; pero Neri, a los ojos del "amo" tenía el enorme pecado de haberse convertido en "bandido". Por esa "mancha" logró solamente que se admitiera en calidad de peón. Pobre, pues siempre lo había sido, tuvo que someterse a las circunstancias, por lo que ahora lo vemos arreando la yunta, de sol a sol, para sostenerse y sostener a los suyos. Pero no fue eso todo: soportó las humillaciones, los insultos de que lo hacían blanco los capataces y empleados de la finca, quienes se reían de aquel "bizarro" general de bandoleros, como burlescamente lo llamaban. Un día, el bravo Felipe Neri no pudo callar más. Ni su hombría, ni su dignidad, ni su vergüenza, pudiese soportar los insultos de aquellos necios. Estalló entonces. Había convencido a varios peones de la hacienda, de que su deber los llamaba a las filas revolucionarias, para ayudar con las armas en la mano al general Zapata, quien pugnaba por conquistar el derecho a la tierra que le negaban el gobierno y los hacendados. Armó a sus hombres con escopetas y pistolas viejas y encabezándolos, lanzó el grito de rebelión frente a la Casa Grande, aprehendió a los empleados y capataces, quienes en aquel duro trance, trocaron sus burlas y mofas en porfiados ruegos y femeniles lamentaciones. Los fusiló y fue a reunirse con sus antiguos compañeros.
En esta o en idéntica forma reaccionaron muchos campesinos contra las tropelías, burlas o provocaciones de los hacendados. Así fue cundiendo cada vez más el movimiento de rebeldía.
La revolución se extiende al norte del país. La rebelión de Calixto Contreras en Durango, la de Braulio Hernández y diversas vazquistas en Chihuahua, y la de Pascual Orozco en este último estado
El 16 de febrero de 1912 se inició, de hecho, en el estado de Durango, el movimiento agrarista. En esa fecha los jefes Calixto Contreras y otro de apellido Castellanos celebraron trascendental junta en Cuencamé, para acordar la repartición de las tierras correspondientes a las haciendas del Álamo y Santa Catarina. Ya desde principios de diciembre del año anterior se había presentado en México, para hablar con el señor Madero, una comisión de indígenas del mismo partido de Cuencamé, en representación de dieciocho mil campesinos. La comisión pidió al señor Madero el cumplimiento del Plan de San Luis Potosí. “Otra comisión de yaquis se presentó ante el señor Madero el 14 del mismo diciembre, solicitando restitución de tierras. Entre tanto, Chihuahua empezó a agitarse. A principios de febrero ocurrió el primer levantamiento en Ciudad Juárez, en donde la guarnición se sublevó, reconociendo el movimiento agrario acaudillado por el general Zapata y proclamando presidente de la República al licenciado don Emilio Vázquez Gómez. “En Casas Grandes ocurrió otra sublevación, también de carácter vazquista. La rebelión se extendió a Coahuila, en donde fuertes partidas de obreros, secundando los principios de Zapata, ofrecieron la presidencia de la República al mencionado señor Vázquez Gómez. A principios de marzo y tras diversas vicisitudes, se sublevó por fin en Chihuahua el general Pascual Orozco, a quien Zapata, en atención a sus méritos y a la conducta por él observada hasta entonces, había designado jefe supremo de la revolución en uno de los artículos del Plan de Ayala. El movimiento de Orozco favoreció al zapatismo en cuanto a que distrajo numerosas fuerzas del gobierno, que se encargaron de su represión; pero hay que convenir en que aquel movimiento que se inició como agrarista, acabó por convertirse, por culpa de su jefe, en francamente reaccionario. En esa virtud, y no obstante que en el orozquismo figuraron revolucionarios de valía, muchos de los cuales fueron ajenos a la claudicación de su jefe, es improcedente, a pesar de ello, incluir el relato de ese movimiento en una obra destinada a referir los principales episodios del agrarismo nacional.
Tomado de: Díaz Soto y Gama. Historia del Agrarismo en México. Rescate, prólogo y estudio biográfico por Pedro Castro. México. FONCA. 2002. 688 págs. pp. 596-609.
Palabras textuales del artículo 6º del Plan de Ayala.
Artículo 6º del Plan de Ayala. 3
Artículo 7º del Plan de Ayala.
La fórmula dela agricultura española, por Joaquín Costa, t. II, p. 282.
Véase dicha versión en La Voz de Zapata de Cuautla, Morelos, ejemplar correspondiente al 23 de noviembre de 1941.
Magaña, t. 2, p. 156. Otros datos sobre numerosas acciones de guerra pueden verse en el mismo tomo, pp. 147 a 149, 154 y 155, 165 y 166.
Magaña, pp. 153 y 154, t. 2.
Página 155 del tomo citado.
Magaña, pp. 158 y 159, t. 2. Este relato lo tomó Magaña de Calimas zapatistas,interesante folleto escrito por el coronel Carlos Reyes Avilés.
Magaña, t. 2, pp. 146 y 166.
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