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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1979 La deuda exterior de México

Rosario Green, Enero de 1979

La deuda pública externa de México es tan antigua como el propio Estado mexicano, pero su carácter ha cambiado sustantivamente en distintos momentos históricos. En un primer período -de 1824, año en que se inicia el endeudamiento externo del gobierno mexicano con la llamada Deuda de Londres para la construcción del ferrocarril, a 1941 en que se restablece definitivamente la capacidad de pago del país y el servicio de su deuda a menudo interrumpido- el endeudamiento público externo funciona como un mecanismo de emergencia. Se acude a él para resolver problemas no siempre vinculados al desarrollo económico y social del país, pero que plantean exigencias concretas de recursos externos. Con deuda nueva se cubre el servicio de la antigua; se sufraga una parte importante de los gastos militares ocasionados por los diversos períodos de conflagración y pacificación por los que atraviesa el país; se financia el programa de obras públicas del Estado, sobre todo durante el Porfiriato, y se indemniza a los residentes extranjeros por las pérdidas ocasionadas por las luchas civiles y las nacionalizaciones.

En una segunda etapa, que cubre la década de los cuarentas y parte de la de los cincuentas, el empleo del crédito externo se mantiene en el nivel más bajo gracias al fortalecimiento de la política nacionalista del gobierno mexicano. En una tercera etapa, iniciada a mediados de la década de los cincuentas, la deuda pública externa empieza a sufrir una transformación que acaba por convertirla en el más importante mecanismo de ajuste del gobierno para resolver sus desequilibrios financieros, tanto en lo que toca al gasto público como en lo que concierne a la balanza de pagos.

ESTABILIZACIÓN, FRACASO Y FMI

En este último período, a su vez, pueden distinguirse tres momentos. El primero se define en el ámbito de la estrategia conocida como "desarrollo estabilizador", durante la cual el crédito externo se consideró una forma no inflacionaria -o al menos no excesivamente inflacionaria- de financiar el déficit del sector público. El segundo momento corresponde al fracaso del gobierno echeverrista para llevar a la practica una nueva estrategia de desarrollo capaz de hacer frente a los desequilibrios internos y externos del país. El tercer momento es el de la regulación actual del ritmo de endeudamiento externo neto del gobierno, mediante el acuerdo estabilizador firmado con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que establece importantes controles sobre la economía mexicana para el período 1977-1979.

En el contexto de la estrategia del desarrollo estabilizador, el endeudamiento público externo no sólo era visto como una medida complementaria del esfuerzo nacional, sino también como una medida transitoria. Se pensaba que a través del crecimiento económico que se generaría, los diversos problemas de la economía mexicana se irían resolviendo paulatinamente. La deuda externa era considerada también como un expediente de más fácil acceso y menos peligroso que la devaluación, la emisión de moneda, la racionalización del gasto público, la restructuración fiscal o cualquier otro ajuste político que modificara el equilibrio de fuerzas en el país. Los años que siguieron demostraron que muchas de esas expectativas eran infundadas; el crecimiento económico, aunque sostenido, generó graves desequilibrios e implicó un elevado costo social; además, se puso de manifiesto la enorme dependencia del Estado mexicano respecto del financiamiento externo para llevar a cabo la inversión pública.

De 1961 a 1970 la deuda pública externa de México a plazo mayor de un año se expandió a un ritmo incesante pasando de 2 mil 114 a 3 mil 762 millones de dólares. Este es también el período en el que la deuda se "privatiza". El financiamiento de origen oficial, proporcionado por el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo o por las agencias bilaterales norteamericanas -el Banco de Exportación e Importación de Washington y la Agencia Internacional del Desarrollo-, pasa a un plano secundario frente al auge de los acreedores privados, principalmente bancos norteamericanos. Así se manifiesta un indicador más de la dependencia de la economía mexicana frente a Estados Unidos: México no sólo depende en más del 70 por ciento de su comercio exterior de la economía norteamericana, sino que también más del 70 por ciento de su deuda externa, incluidas la del sector público y la del privado, está contratada con fuentes norteamericanas.

DOS SECRETARIOS DE HACIENDA

Cuando en diciembre de 1970 Luis Echeverría asumió el poder, una de las primeras manifestaciones de su política económica fue la crítica y el rechazo de esa dependencia y de la estrategia que la había propiciado: el desarrollo estabilizador. La nueva estrategia de "desarrollo compartido", propuesta por el nuevo gobierno, sostenía como uno de sus principios básicos la reducción del endeudamiento público externo. El entonces Secretario de Hacienda, Hugo Margáin, había señalado que por el camino del endeudamiento el país llegaría a "la insolvencia y tal vez al deterioro de la armonía social". En consecuencia con estas advertencias, durante los primeros dos años del sexenio echeverrista la deuda externa del gobierno se mantuvo dentro de límites controlables. A partir de 1973, sin embargo, la situación experimentó un cambio radical. La incontenible expansión del endeudamiento público externo en los años siguientes fue determinada por la urgente necesidad de recursos extranjeros para financiar el creciente gasto público y el cuantioso déficit en cuenta corriente, pero también por la enorme disponibilidad de ahorro en el mercado norteamericano de capitales y en el de euromonedas, ocasionada por la recesión en los principales países capitalistas e incrementada por la liquidez resultante del aumento de los precios del petróleo a partir de 1973.

Los últimos años del gobierno de Echeverría son el momento más crítico, en la historia de la deuda pública externa mexicana. El fracaso de la inicial intención echeverrista se hace evidente en las declaraciones de su nuevo secretario de Hacienda, Jose López Portillo, según el cual ya para 1973 México no tenía otra opción que seguirse endeudando: sin los recursos externos el país se enfrentaría a la recesión y hasta al hambre. Las cifras hablan por sí mismas.

En 1973 el incremento nominal de la deuda pública externa total, respecto al año anterior, fue del 52 por ciento. Se autorizaron créditos por más de 3 mil millones de dólares, con lo que la deuda total -incluida la parte no desembolsada- se elevó a 7 mil 259 millones de dólares. El volumen contratado provino de fuentes principalmente privadas y bancarias, de nacionalidad norteamericana. Al año siguiente, los recursos contratados superaron igualmente los 3 mil millones de dólares, y su procedencia confirmó las tendencias a la "privatización", la "bancarización" y la "norteamericanización" de la deuda pública externa de México. En 1975, la contratación superó a los 4 mil millones de dólares, y en 1976 se acercó a los 5 mil millones, elevando la deuda externa del gobierno mexicano a 19 mil 600 millones de dólares -incluidas la de corto y largo plazo- y colocando al país en una situación muy peligrosa. Las más claras manifestaciones de tan grave posición fueron la devaluación del peso en agosto de 1976 y la subsecuente firma de un acuerdo estabilizador de tres años de duración con el FMI.

Cuando el presidente Echeverría asumió el poder, la deuda pública externa a plazo mayor de un año era de 3 mil 762.4 millones de dólares. Seis años después, era de 15 mil 923.4 millones -sin contar los 3 mil 676.8 millones de dólares de endeudamiento a corto plazo. La cuadruplicación del volumen absoluto de la deuda externa del gobierno a plazo mayor de un año, hizo evidente la vulnerabilidad de México frente al exterior. La magnitud de su endeudamiento de corto plazo reflejó una crisis de confianza interna, ya que en gran medida obedeció a la necesidad de hacer frente a la fuga de capitales que precedió y siguió a la devaluación del peso mexicano, y que se calcula en más de 4 mil millones de dólares.

LA INTERVENCIÓN DEL FONDO MONETARIO

La presencia abierta del FMI en México, pocos meses antes de concluir la administración de Echeverría, era la única alternativa. En primer lugar, porque así lo exigía la magnitud de la devaluación del peso mexicano -según la carta constitutiva del FMI, una devaluación de más del 10 por ciento exigía visión del propio Fondo-. En segundo lugar, porque se necesitaba apoyo financiero de la institución -que ofreció al gobierno mexicano hasta mil 200 millones de dólares para hacer frente a sus dificultades- aun cuando implicara firma de un acuerdo estabilizador. En tercer lugar, porque los acreedores externos del gobierno, fundamentalmente banqueros privados, exigían el aval del FMI para mantener sus negocios con México. Un ejemplo de la fuerza de este último argumento fue la negociación de un crédito sindicado poco después de la devaluación del peso, en el que participaron 60 bancos internaciones. Los 800 millones de dólares en cuestión eran solicitados con urgencia por el gobierno del presidente Echeverría para entregar el país a su sucesor con un nivel de reservas internacionales aceptable, pese a la grave fuga de capitales. Antes de que el crédito se firma el representante del Morgan Guaranty Trust condicionó su firma a la exigencia de que el gobierno de México diera a conocer los términos exactos de su acuerdo con el FMI. Esta proposición, que constituía una flagrante violación a la soberanía mexicana, fue sin embargo derrotada en votación y el crédito se concedió sin que fuera necesario distribuir el documento de referencia entre los acreedores. Bastó, finalmente la seguridad de que el FMI no habría pasado por alto las variables que garantizarían la solvencia de México.

En efecto, el acuerdo estabilizador fijó un tope máximo a la expansión monetaria total, considerada altamente inflacionaria. Exigió el reforzamiento de la reserva internacional del país y de ahí el apresuramiento con que se negoció el mencionado crédito sindicado por 800 millones de dólares. Limitó el endeudamiento neto proveniente de cualquier fuente externa, incluidos el corto y largo plazo, a no más de 3 mil millones de dólares para el primer año del acuerdo; meta que, por cierto se repitió para 1978 y al parecer será también el tope para 1979. Se planteó, además, la necesidad de reducir considerablemente el déficit del sector público, y se establecieron directrices sobre precios y salarios, así como sobre a otros algunos aspectos relacionados con la estructura fiscal y el funcionamiento del sector paraestatal.

LA LUCHA CONTRA LOS SíNTOMAS

Las consecuencias de haber tenido que recurrir al FMI y de la firma del acuerdo estabilizador, han sido de muy variada naturaleza. La más grave sin duda ha resultado ser la enorme dificultad para reconciliar objetivos concretos, como más impuestos, menor gasto público, menos deuda externa, más inversión privada, y más estabilidad, a través de una serie de políticas restrictivas que inciden negativamente sobre el bienestar de los sectores populares, causan confusión, y generan desacuerdo entre los altos círculos gubernamentales del país.

El apego a las metas del acuerdo estabilizador referidas al crecimiento neto de la deuda externa del gobierno mexicano en 1977 y 1978, arroja un volumen total de 26 mil millones de dólares. Sin embargo, este crecimiento "moderado" si se le compara con el de los últimos dos años del sexenio anterior, no es el resultado de una política de endeudamiento público externo a largo plazo, que contenga límites de expansión global y sectorial, establezca prioridades en términos de acreedores y plantee alternativas viables al prolongado endeudamiento externo. Sobre todo, la sujeción al Fondo no forma parte de un conjunto de otras medidas de política económica tendientes a resolver los más importantes problemas internos -distribución del ingreso y la riqueza, desempleo, inflación, insuficiencia de ahorro interno e ingreso público, etc.- a racionalizar una dependencia externa que, vista desde la óptica más realista y tomando en cuenta la riqueza petrolera del país -o quizás agravada por ella justamente-, parece en buena medida insuperable. La disminución del ritmo de endeudamiento público externo neto de México en los dos últimos años, parece más bien resultado directo de los controles del FMI, que aunque exceden el campo meramente financiero, no implican, sin embargo, la promoción de cambios profundos y de largo plazo en ninguno de los aspectos que contempla. Se trata de simples ajustes de corto plazo que atacan las manifestaciones de un problema que será necesariamente recurrente mientras no se alteren sus causas.

OBSTÁCULOS DE CORTO PLAZO

En lo interno, la desigual distribución del ingreso se mantiene como uno de los puntos más vulnerables del sistema. El desempleo sigue siendo uno de los principales problemas nacionales, agravado por la política de reducción del gasto público, la de contención salarial, y la cumplir su parte del pacto, pagando con inversiones que generen fuentes de trabajo los tradicionales beneficios que ha recibido del Estado. Además, la inflación continúa deteriorando el poder de compra de grandes sectores de la población, a pesar de los esfuerzos del gobierno por detenerla, que se basan sin embargo más en controles salariales que de precios.

En el plano externo, las dificultades estructurales de la economía mexicana tampoco pueden desaparecer por la simple acción del FMI. La afirmación mecánica de que una devaluación mejora la situación de balanza de pagos del país que devalúa al abaratar sus exportaciones y encarecer sus importaciones, ignora algunos hechos fundamentales. En primer lugar, hay que considerar que la oferta de las exportaciones tradicionales no siempre puede incrementarse en el corto plazo. En segundo lugar, la creación de nuevas exportaciones implica la restructuración de buena parte del aparato productivo, y éste es un ajuste de largo plazo. En tercer lugar, tal restructuración conlleva, práctica renuencia de la iniciativa privada a mente en todos los casos, la exigencia de nuevas importaciones, ahora más caras debido a la devaluación. Finalmente, no puede suponerse de manera automática que una oferta incrementada de exportaciones tracionales, o de nuevas exportaciones, encontrará siempre como contrapartida una demanda efectiva en los mercados internacionales; mucho menos hoy, cuando las prácticas proteccionistas parecen estar de moda nuevamente en los principales países capitalistas. Además, si bien el déficit comercial de la balanza de pagos mexicana empieza a mostrar algunos indicios de estar disminuyendo -y ahí el petróleo tiene un importante papel a desempeñar en el futuro, aunque por ahora no genere ingreso neto de divisas debido a las importaciones que su propia explotación exige-, continúa siendo muy importante el renglón de salida de divisas por concepto de servicio al capital prestado. Baste mencionar que para mantener un ritmo de endeudamiento externo neto del orden de 3 mil millones de dólares anuales, la captación bruta de recursos externos del gobierno mexicano es de 10 mil millones de dólares al año.

EL VALLADAR FINANCIERO

Por si lo anterior fuera poco, las tendencias de la deuda pública externa mexicana se mantienen estables, aunque haya leves modificaciones en algunas de sus manifestaciones. La "privatización" sigue siendo un hecho, y lo mismo puede decirse de la "bancarización": a finales de 1978, el 80 por ciento de la deuda pública externa de México se encontraba contratada con bancos privados en el extranjero. La "norteamericanización" se mantiene a pesar de que la evidencia más reciente muestra que bancos privados japoneses y europeos empiezan a rivalizar con los norteamericanos. Las consecuencias del afianzamiento o al menos predominio de tales tendencias son muy graves para México. Implican serias limitaciones en las opciones de política interna y externa del gobierno mexicano.

En primer lugar, el carácter privado y bancario de la deuda pública externa de México tiene graves repercusiones sobre la economía del país, porque en muchas ocasiones esos capitales se aplican a objetivos de corto plazo en lugar de canalizarse a proyectos rentables, autofinanciables y de largo plazo, con lo que la carga que generan sobre las finanzas del país se hace más gravosa.

En segundo lugar, la naturaleza privada y bancaria de la deuda externa del gobierno mexicano ha puesto en evidencia las dificultades del país para negociar medidas relacionadas con el desahogo de su deuda, así como para asociarse plenamente a la batalla que por reivindicaciones financieras libran aquellos países del Tercer Mundo con problemas de deuda, distintos sin embargo a los fenómenos concretos que caracterizan a la deuda mexicana. Un país como la India, cuya deuda pública externa es fundamentalmente de origen oficial, puede darse el lujo de votar por una moratoria o una condonación. Si México lo hiciera se encontraría en una situación muy grave, debido a que sus principales acreedores no son los gobiernos ni las instituciones intergubernamentales, sino los banqueros privados. México necesita contar en cada caso con la buena disponibilidad de estos banqueros privados extranjeros para mantener su actividad crediticia en el país.

En tercer lugar, el hecho de que la deuda pública externa de México sea, además de privada y bancaria, predominantemente norteamericana explica, entre otras cosas, el abandono de los intentos del régimen anterior por diversificar la dependencia externa del país (multiplicando al máximo sus contactos de todo tipo con el exterior) y de la vuelta a la bilateralidad en las relaciones internacionales de México. Concretamente, la distancia que frente a Estados Unidos buscó establecer el gobierno del presidente Echeverría, se ha transformado en búsqueda por el acercamiento en el actual sexenio; y esta nueva tónica no es tanto cuestión de estilo como de peligrosos compromisos reales.

La visita que en febrero de 1977 hizo el presidente López Portillo al presidente Carter, fue completada con una serie de entrevistas entre el mandatario mexicano y representantes del mundo de las finanzas oficiales norteamericanas, de las organizaciones multilaterales de financiamiento -donde la influencia del gobierno de Washington es un hecho ampliamente conocido- y de la banca privada estadounidense. El hecho refleja en buena medida la aceptación de la dependencia financiera de México respecto de fuentes norteamericanas de recursos.

GUíAS A CONTROL REMOTO

Finalmente, la norteamericanización de la deuda pública externa mexicana hace que cualquier alteración en las reglas del juego en que se basa la actividad bancaria privada norteamericana, afecte directamente los planes de desarrollo económico y social de México. Así, el hecho de que el Contralor Bancario de Estados Unidos haya anunciado su intención de garantizar que los bancos norteamericanos cuya acta constitutiva se encuentra registrada ante el Gobierno Federal -que es el caso de los más importantes- se ajusten a la regla de no prestar más del 10 por ciento de su capital a un solo deudor, incluidos los gobiernos extranjeros y sus dependencias, se vuelve un motivo de grave preocupación para el gobierno mexicano. En efecto, al sumarse la deuda de los diversos componentes del sector público con algunos de estos bancos norteamericanos, el límite del 10 por ciento se ve ampliamente superado, y eso podría redundar en un decrecimiento de las corrientes netas de recursos canalizados al país.

Sin embargo, más preocupante que las consecuencias financieras del desbordamiento de ese porcentaje, es la noticia de que el gobierno norteamericano permitirá excepciones a la regla siempre que las diversas entidades deudoras de un determinado gobierno extranjero pasen una prueba, de reciente diseño, denominada de "medios y propósitos". Según esta medida, se considerarán como entidades separadas y al margen de la agregación para fines del 10 por ciento a las dependencias o ajustes de los gobiernos deudores capaces de demostrar que tienen un régimen contable independiente, que van a utilizar los recursos obtenidos para su propios fines y no para entregarlos al banco central de su país o traspasarlos a otras dependencias gubernamentales, y que pueden servir y pagar esos préstamos. Las implicaciones que tal medida tiene para México pueden ser muy graves. Además de que su aplicación podría equipararse a una intervención directa en los asuntos del país, hay indicios de que no todos los integrantes del sector público mexicano, deudores de la banca privada norteamericana, están en posibilidad de pasar la prueba de los "medios y propósitos". Probablemente PEMEX lo lograría, pero no organismos como CONASUPO o el Banco de Crédito Rural, a los que la legislación mexicana asigna fines de contenido más bien social y redistributivo. La prueba de "medios y propósitos" implica una fuerte presión de Washington a través de la banca privada sobre el gobierno mexicano, a fin de que éste imprima a su política económica un contenido menos "social" y más "productivo". Tal criterio estaría de acuerdo no sólo con la esencia del acuerdo estabilizador firmado entre México y el FMI, sino con los intereses norteamericanos por los energéticos mexicanos. Lo "productivo" podría resultar también lo petrolero.

En virtud de lo anterior, se sostiene aquí que la dependencia de la deuda pública externa mexicana de fuentes norteamericanas es un importante elemento a considerar en el diseño de la agenda de las negociaciones entre México y Estados Unidos. Y esto es así no sólo por la magnitud cuantitativa de esa dependencia, a la que ya se hizo referencia, sino porque ésta, en tanto que fenómeno estructural, afecta prácticamente todos los aspectos de la economía mexicana, no sólo el financiero. Sería muy grave ve que en los actuales momentos de "entusiasmo petrolero", dentro y fuera del país, las autoridades mexicanas perdieran de vista la estrecha vinculación entre el petróleo y el endeudamiento externo del país.