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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1976 El estilo personal de gobernar.

Daniel Cosío Villegas

 

IV. LA REFORMA POLÍTICA

 

EL PRESIDENTE Echeverría dijo en su discurso inaugural que se disponía a "renovar, en profundidad, cuanto detenga el advenimiento de una sociedad más democrática". Para ello, pedía que se "mejoren nuestros procesos electorales; que se fortalezcan los partidos y la actividad ideológica; que la conciencia cívica esté más alerta y siempre verazmente informada; que los ciudadanos sean más exigentes con los Poderes... ". Por de contado que terminaba con lo que más tarde sería uno de sus estribillos favoritos: cambiar "de raíz algunas estructuras mentales que heredamos de siglos". (R P: 6). Menos de un año después cumplió parte de esa promesa enviando al Congreso un proyecto de reformas constitucionales cuya aprobación traería consigo enmiendas a la ley electoral vigente.

Las reformas propuestas eran éstas: subir a 250 000, o fracción mayor de 125 000, el número de habitantes de cada distrito electoral; rebajar a 21 y 30 años la edad para ser, respectivamente, diputado y senador; disminuir de 2.5 a 1.5 el tanto por ciento de la votación nacional que da derecho a los cinco primeros diputados de partido; y elevar de 20 a 25 el número máximo de diputados que puede alcanzar un partido político minoritario.

La Exposición de Motivos que precedía a las reformas constitucionales es, en términos generales, un buen documento. Presenta con claridad los fundamentos de esas reformas, y esto a pesar de advertirse cierta vena demagógica que sobrepone a las buenas razones otras discutibles, con lo cual apenas se consigue debilitar el argumento principal. Los dos motivos convincentes para fundar la elevación a 250 000 habitantes de cada distrito electoral son el antecedente de que de 1928 a 1960 se aumentó ese número de 60 000 a 200 000, en consonancia, por supuesto, con el crecimiento de la población. Luego, que, según el último censo, la Cámara podría aproximarse a tener con el viejo criterio unos 300 diputados, y con el nuevo, en el peor de los casos, menos de 200. Su funcionamiento sería bien difícil en el primer supuesto, y en el otro, tolerablemente bueno. Pero ya es discutible que para el día de hoy pueda asegurarse que "la información que llega a todas las latitudes del territorio nacional" hace "innecesario el crecimiento desmesurado de diputados". Asimismo, que "con la modernización del país los estratos sociales están mejor organizados y sus intereses más racionalmente definidos, lo que hace posible que un individuo actúe genuina y eficientemente en nombre de núcleos de ciudadanos cada vez más amplios".

Si se advierte esa venilla demagógica cuando se baraja el dato numérico firme de los habitantes que determinan un distrito electoral, con mayor desenfado brota al tratar de apreciar a qué edad un ciudadano puede conllevar la responsabilidad de ser diputado o senador. La Exposición de Motivos habla de que "un análisis de las condiciones de existencia de la juventud contemporánea, permite concluir que a los 21 años los ciudadanos han adquirido ya la experiencia en el manejo de intereses que trascienden los de la vida familiar". Surge la primera duda porque no se dice cuándo, cómo ni quién hizo semejante "análisis"; la segunda, al tomarse como criterio una supuesta experiencia en el manejo de "intereses" extrafamiliares. Pero asalta el temor a la arbitrariedad pura cuando más tarde se afirma que "a juicio del Ejecutivo", es decir, de la persona del presidente de la República, o de su secretario de Gobernación, "las cualidades que requiere el cargo de senador se alcanzan plenamente a los treinta años". El buen argumento se da al final de la Exposición, a saber, que México es un país de población joven, puesto que el 72 por ciento de ella (no el 70, como dice la Iniciativa) es menor de 30 años, y llega al 26 la comprendida entre 18 y 30 años. Y se le escapó a la Exposición otro buen argumento: habiéndose ya aprobado que la calidad de ciudadano se adquiere a los 18 años, resultaba demasiado largo el plazo de 7 que mediaba entre esa edad y la de 25, a la que se podía ser diputado, y claramente excesivo el de 17 años para llegar a senador.

La reforma constitucional de más fondo consiste en que un partido minoritario puede acreditar de golpe 5 diputados con sólo obtener el 1.5 por ciento de la votación general, y un diputado más, hasta el máximo de 25, por cada medio de uno por ciento adicional de esa votación. El argumento que da la Exposición es que las tres elecciones sucesivas habidas desde la creación de los diputados de partido, demuestran que resultaba difícil alcanzar el 2.5 por ciento, no obstante que los partidos minoritarios "representan grupos que aglutinan corrientes arraigadas en la sociedad o ideologías consistentes". No es muy feliz esta frase: la palabra grupo puede significar una reunión transitoria u ocasional. Luego, ¿de qué "corrientes" se trata, de ideas, de sentimientos, de intereses? En fin, lo de "ideología" y "consistente" difícilmente puede aplicarse con algún rigor a cualquiera de los tres partidos minoritarios existentes (para no hablar del propio PRI), y de verdad mueve a risa cuando se piensa en el PARM. Lo que en realidad demuestran los hechos, o esa "experiencia" de las tres elecciones sucesivas, es que el PAN, sin duda el partido minoritario más "consistente", ha llegado al 13 por ciento sin dificultad mayor, pero sí las han tenido el PPS y el PARM, partidos que colindan con lo ficticio. Por añadidura, no parece ser un verdadero estímulo al robustecimiento de los partidos minoritarios facilitarles con exceso su mera supervivencia, fin este el verdadero que persigue la correspondiente reforma constitucional. Puede llegarse hasta el extremo de aceptar que por la simple razón de haber existido ya por largo tiempo, el PPS y el PARM no debieran desaparecer de la noche a la mañana; pero habría que estimularlos de verdad con la perspectiva de su desaparición si no logran progresar un mínimo, digamos en esta forma: haberles exigido que en las elecciones de 1973 obtuvieran no menos de 1.5 por ciento, el 2 en las de 1976 y el 2.5 para 1979. Agregar seis más de prueba a los años que ya tienen justificaría la cancelación de su registro, pues quedaría demostrado de manera indudable que no representan capas sociales importantes, para dejar a un lado lo de una "ideología consistente".

En todo caso, se siente uno forzado a admitir que el político mexicano tiene un instinto finísimo para idear el mejor modo de "dar atole con el dedo". En efecto, la seguridad de obtener los 5 primeros diputados y la esperanza de llegar a 20 más, bastan sicológica y políticamente para mantener en actividad a los tres partidos minoritarios existentes. Por otra parte, se aleja la posibilidad de llegar a contar con sólo dos, el oficial y un opositor fuerte, situación que pondría en aprietos al PRI, no tanto desde el punto de vista electoral como ideológicamente, pues ese partido opositor fuerte, que representaría la "derecha", obligaría al PRI a situarse en su flanco izquierdo, cosa sumamente comprometedora.

SE SABE bien que el presidente Echeverría ha propiciado la idea de que sus colaboradores se expongan a la mirada pública, y en particular compareciendo ante el Congreso de la Unión, o más bien ante alguna de sus dos Cámaras. Pero no se sabe si con deliberada intención, o tan sólo por ignorancia de la historia constitucional del país, se le ha querido dar a ese propósito el aire de una concesión graciosa del Presidente, reveladora de su espíritu democrático, y no como el ejercicio de un derecho que la Constitución le da al Congreso para citar a los secretarios de estado. Así fue: en ocasión de examinar las reformas, el presidente de la cámara de diputados se creyó obligado a expresar públicamente el "reconocimiento" de esa Cámara al presidente de la República por haber "autorizado" al secretario de Gobernación a informar sobre ellas.

El actual artículo 93 de la Constitución ejemplifica bonitamente la transacción que puso fin a una vieja y amarga disputa entre el poder Legislativo y el Ejecutivo. Se sabe que los constituyentes de 1856, obsedidos por el fenómeno recurrente de un Presidente que se transforma en tirano, rebajaron sus facultades para dárselas a un Legislativo que no tenía siquiera el contrapeso del Senado, ya que esos constituyentes decidieron depositarlo en una cámara única de diputados. Esos propósitos llegaron hasta el extremo de crear la idea de que la Constitución de 57 había establecido un sistema parlamentario de gobierno, en que el presidente de la República era un mero jefe de estado, y su gabinete el verdadero órgano de gobierno, y por eso sujeto a la aprobación o la censura de una mayoría de la Cámara. Era abusiva esa idea; pero es un hecho que durante la República Restaurada siempre estuvo de cuerpo presente en el recinto de la Cámara un miembro del gabinete, obligado en todo momento a contestar cualquier interpelación que le hiciera un diputado. El presidente Juárez y su secretario de Gobernación Sebastián Lerdo de Tejada, considerando incluso humillante ese hábito, propusieron una reforma constitucional según la cual los informes del Ejecutivo se dieran única y exclusivamente por escrito, y eso cuando una mayoría de la Cámara aprobara pedirlos.

El artículo 93 de la Constitución vigente ha sido, pues, una bonita transacción, porque mantiene el derecho 'del Congreso a recibir informes verbales del Ejecutivo, pero limitándolo a que sean citados sólo los secretarios de estado, y única y exclusivamente cuando "se discuta una ley o se estudie un negocio" que caiga dentro de la competencia del secretario citado. El Congreso, entonces, tiene ese derecho, y su ejercicio no está sujeto a la aprobación del Presidente, y ni siquiera a. su conocimiento.

Un nuevo error, pequeño pero no carente de significación, fue que en lugar de reunirse el Congreso para escuchar las explicaciones del secretario de Gobernación, lo citó la cámara de diputados el 25 de noviembre y la de senadores el 20 de diciembre. Esto sin contar con que la Exposición de Motivos, según se dijo ya, es un buen documento explicativo. Por eso, sin duda, don Mario Moya Palencia se propuso, más que repetir o ampliar las razones presentadas ya en la Exposición, ornar ésta con una especie de marco filosófico. Y por esa misma razón las preguntas de algunos diputados y las respuestas del secretario fueron lo único de cierto interés. Uno del PRI, cosa curiosa, señaló el hecho, no por conocido menos perturbador, de que los partidos minoritarios (y también el PRI) "muestran clara tendencia a reducir su acción o circunscribirse a zonas o regiones determinadas" del país. Preguntaba si podría esperarse que las reformas constitucionales propuestas corregirían semejante situación. Don Mario Moya Palencia vio en ella el simple problema de "extender su campo geográfico—, meta que esperaba se alcanzara con las reformas y la nueva ley electoral; pero el asunto es mucho más complicado, por supuesto. Una parte importante de él radica en que los partidos minoritarios carecen de los recursos económicos, y los consiguientes humanos, del PRI, hecho que plantearía el grave problema de que las elecciones se financian con dineros públicos repartidos equitativamente entre los partidos contendientes. Pero también hay aquí un problema de "clases". Se sabe que la mayor fuerza del PAN está en los grandes centros urbanos, cuyos habitantes pertenecen en buena proporción a la clase media. Por otro lado, en ésos mismos centros viven grandes aglomeraciones de obreros, todos ellos afiliados al PRI, y a los que no logra atraer el PPS, un partido "socialista". En las regiones donde resulta abrumadora la población rural, al contrario, el predominio del PRI es aplastante. Eso se debe al hecho ya señalado de que los partidos minoritarios carecen de la fuerza económica y humana para hacerse presentes en cada parte del territorio nacional, y al bien conocido de que los agentes del PRI, digamos los comisarios ejidales, recogen muy puntualmente las boletas de los campesinos y bajo su vigilancia ocular los llevan a depositarlas en las urnas.

La exposición inicial de don Mario en el Senado no ofreció mayor novedad, pues en muy buena medida tuvo que repetir conceptos y datos ya presentados en la Exposición de Motivos y en sus declaraciones ante la cámara de diputados. Además, siendo todos priístas, las preguntas de los senadores buscaban sobre todo darle al secretario de Gobernación una oportunidad de lucirse. Uno, por ejemplo, preguntó si las reformas constitucionales y las eventuales a la Ley Electoral "prevén circunstancias futuras, o solamente se concretan a resolver necesidades del presente". Aun así, algunas de esas preguntas no dejaron de revelar el pensamiento político del nuevo gobierno, digamos cuando don Mario Moya Palencia declara abierta e insistentemente que deben verse con simpatía las enmiendas a las constituciones de los estados que abran un sitio en las legislaturas locales a los diputados de partido.

LAS COMISIONES unidas de la cámara de diputados a las que se turnó, encontraron que la iniciativa presidencial era un "histórico paso hacia la consecución de ambiciosas metas de progreso político"; por consiguiente, recomendaban la aprobación de las reformas. El dictamen está firmado por pocos pero encumbrados personajes priístas, que, por lo visto, monopolizan las más importantes comisiones; pero también por representantes de los tres partidos minoritarios. (R P: 5764). Las del Senado, a su vez, propusieron la aprobación tal cual de la iniciativa, que dio la unanimidad de 54 senadores. En fin, todas las legislaturas locales otorgaron su conformidad, de modo que las reformas constitucionales fueron aprobadas rápidamente y con todas las de la ley. Entonces, el Presidente sometió al Congreso toda una nueva ley electoral, comenzando por su nombre mismo, pues ahora sería Ley Federal Electoral, y no, como antes, Ley Electoral Federal.

La exposición de motivos, breve y poco trabajada, se encamina a exaltar la importancia de los partidos políticos, pues "las manifestaciones sin órganos son impotentes". Se destaca la enmienda de rebajar de 75 000 a 65 000 el número mínimo de adherentes de un partido para ser registrado como "nacional"; pero se le dan dos fundamentos en realidad contradictorios. De un lado, como estímulo a la creación de nuevos partidos, y del otro, que "estando ya organizadas las tendencias ideológicas más conspicuas, no es de preverse la proliferación de partidos", o sea el nacimiento de otros distintos de los actuales. La Ley misma es larga (204 artículos), tremendamente elaborada y acusa un espíritu intervencionista insaciable, que no quiere dejar sin ocupar un resquicio siquiera. Piénsese, por ejemplo, en una disposición de la antigua y de la nueva Ley, que obliga a los partidos a sacar una publicación periódica con una periodicidad mínima de un mes. Se entiende el "espíritu" de semejante disposición: los partidos deben llevar una vida cotidiana y no quedar muertos y sepultados para resucitar en vísperas de las elecciones; pero ese laudable propósito podía cumplirse disponiendo que presentaran con cierta frecuencia a la opinión pública sus opiniones sobre los grandes problemas nacionales. Así, un par de folletos al año, en que se analizaran a fondo, digamos, la política fiscal del gobierno, o los medios para hacer libres de verdad a los municipios, podrían cumplir mejor ese propósito.

De cualquier modo, sólo la experiencia irá demostrando semejantes excesos, que quizás puedan corregirse alguna vez; pero desde ahora pueden señalarse dos progresos indudables, ambos favorables a los partidos no oficiales, si bien en un grado distinto. El acceso al radio y la televisión, más la franquicia postal y telegráfica, ciertamente les dan mejores posibilidades de comunicación, sea con la masa ciudadana, sea con sus propios dirigentes. Sin embargo, por lo que toca al radio y la televisión, no cabe engañarse mucho. El gobierno puede favorecer a su partido todo el tiempo porque tiene transmisiones propias de radio y televisión, mientras que a los partidos minoritarios sólo les cabe hacerlas en época de elecciones, y por tiempo muy limitado. Y eso sin contar con que el peso del gobierno inclinaría en cualquier momento al radio y la televisión comerciales a ponerse de su lado. La otra reforma, ésta sí plenamente favorable, es haberle dado a esos partidos, además de la voz que ya tenían, voto, en los comités locales, distritales y aun en las casillas electorales, pues esto les permitirá, no sólo una mayor vigilancia de las distintas fases del proceso electoral, sino participar en las decisiones.

Don Mario apareció en la Cámara de diputados el 15 de noviembre de 1972, y como la Exposición de Motivos, según se dijo ya, era breve, se dio vuelo esta vez. Dijo que la ley propuesta era hija de la "inconformidad creadora"; que "una polvareda de opiniones aisladas es incapaz de tomar iniciativas", razón por la cual los partidos políticos resultaban necesarios, además de que con ellos es posible asegurar "una auténtica representación sociológica". Fueron numerosas las preguntas que le hicieron los diputados, aunque en general de escaso interés. Desde luego, resultaron inoportunas las de un pepesiano, que reafirmó la creencia de su partido de que el sistema de representación proporcional es el único justo. Otro, del PAN esta vez, preguntó por qué no se creaban también los senadores de partido. Don Mario Moya Palencia pudo haberse limitado a señalar que ambas ideas requerían una reforma constitucional, y que en ese momento se discutía una simple ley secundaria, como la electoral. Pero no: dio corteses y largas respuestas. Un diputado del PRI le planteó el problema del abstencionismo, sugiriendo que "el gobierno y los partidos tomaran algunas medidas para que nuestros ciudadanos se politicen". En esto don Mario no caló muy hondo, pues se limitó a señalar que ése era un mal universal, y que, después de todo, el índice de la abstención electoral en México podía compararse favorablemente con los de países de una democracia más madura. En seguida, poniéndose belicoso, declaró que "el partido del abstencionismo" era "el enemigo a vencer", sin indicar qué proyectiles podrían dispararse para aniquilarlo. Se le escapó sugerir siquiera si no habría en México algunas circunstancias propias que explicaran al menos parcialmente este fenómeno, digamos la imperfecta integración de nuestra sociedad. Por eso, tal vez, concluyó con un arranque lírico: desear que "la democracia cualitativa sea cada vez más amplia en este México que deseamos pleno para nuestros hijos".

Las comisiones dictaminadoras propusieron algunos cambios, pero de mera forma o de poca sustancia. Por eso fue aprobado en lo general por unanimidad de 172 votos; pero los diputados de Acción Nacional reservaron 60 artículos para la discusión en lo particular, y ocho el PPS. En algunos casos fueron desechadas las enmiendas propuestas por el PAN mediante una simple votación económica, y en los casos en que llegaron a votarse, la aplanadora priísta funcionó de modo impresionante: de 145 votos contra 16, en uno; en otro, 145 contra 17; 139 contra 14; 149 contra 9; y en el más favorable, el PAN fue derrotado por 140 contra 23 votos. En el Senado las cosas caminaron sobre ruedas: un dictamen favorable, dos senadores para apoyarlo y una aprobación unánime de 54 votos.

LAS REFORMAS constitucionales y la nueva Ley Federal Electoral pronto pasaron por su primera prueba con las elecciones de diputados federales de julio de 1973; de hecho, el Ejecutivo las promovió oportunamente con ese propósito. Una primera prueba no es ni puede ser la prueba final tratándose de dos instrumentos jurídicos destinados a durar un buen tiempo. Y, sin embargo, cabe aventurar ciertas opiniones sobre esto que los amigos del Presidente llamaron "La Reforma Política del Presidente Echeverría" o, con más entusiasmo, la "Revolución Política del Presidente Echeverría".

Hasta donde se sabe, Rafael Segovia es el único politólogo que ha hecho un verdadero estudio donde analiza las elecciones de 1973, comparándolas, además, con las tres anteriores. (Ver Foro Internacional XIV: 3, pp. 305-321). Varias observaciones de interés contiene ese estudio; pero aquí sólo conviene destacar unas cuantas. Para Segovia, las elecciones del Distrito Federal son una "prueba innegable del éxito de las campañas electorales y de la presencia del radio y la televisión", puesto que acudió a las urnas un número señaladamente mayor de ciudadanos que en las anteriores elecciones. Después, "la voluntad reformadora del Ejecutivo Federal parece haber logrado un éxito innegable de reforzar a los partidos menores". Esto, porque el PPS alcanza el 3.61 por ciento del voto nacional, y el PARM, 1.82. Es más: en cifras absolutas el PPS recoge 328 300 votos más que en la elección de 1970, y el PARM 163 000, o sea, en el primer caso un 173 por ciento más, y en el segundo, 145. Segovia contrasta estos avances de los partidos menores con la pérdida del PRI de 683 500 votos con relación a los obtenidos en 1970, y en algunos estados, Sinaloa, Coahuila, Sonora y Nuevo León, sus pérdidas relativas son todavía más marcadas. Aunque menos espectacularmente, el PAN también progresa, puesto que pasa del 13.83 por ciento de la votación nacional en 1970, al 14.60 tres años después.

Las observaciones de Segovia se basan en estadísticas que maneja con visible fruición. Son, pues, legítimas y perfectamente defendibles. Sin embargo, aun aquí sigue funcionando el cristal con que se mira, Desde luego, cabe observar que puede considerarse como un éxito, ahora sí "innegable", que se empadronara el 93 por ciento de los ciudadanos que teóricamente existían en el año de las elecciones; pero justo en razón de ese éxito, impresiona más el que apenas el 66 por ciento de los empadronados llegaran a votar, si bien haciendo a un lado los votos anulados y los emitidos en favor de candidatos no registrados, se llega a un escaso 60 por ciento de votos emitidos y computados, o sea un "abstencionismo" real del 40 por ciento. Hay que agregar estos otros dos. En más de la mitad de las entidades de la República el tanto por ciento de abstencionistas es superior al promedio nacional, indicio de la generalidad del fenómeno. Luego, lo más impresionante es que de un lado quedan, digamos, Nayarit, donde sólo el 27 por ciento de los empadronados vota, o Sonora apenas el 34, y del otro lado el Territorio de Quintana Roo, con un 94 por ciento de ciudadanos que acuden a las urnas.

De los datos oficiales parecen desprenderse estas dos impresiones poco alentadoras. La primera, que cualquier conclusión que se pretenda sacar de ellos resulta incierta. Puede suponerse, por ejemplo, que el hecho de que en el Distrito Federal el 71 por ciento de los empadronados vota se debe a que es la capital política de la República; a que en ella tienen su asiento los poderes federales y todos los partidos políticos; a que aquí existe una opinión pública más despierta y mejor informada; etc. Pero en igual situación se encuentran Campeche y Yucatán, le sigue muy de cerca Guerrero y lo supera con gran margen Quintana Roo, con ese 94 por ciento de votantes. Y tampoco se halla una explicación satisfactoria a que en Nayarit y Sonora el 73 y el 66 por ciento de los empadronados deje de votar. Y no menos misterioso resulta que con tan alto por ciento de votantes, Quintana Roo sea la entidad donde hubo el mayor por ciento de votos anulados, y que le sigue Yucatán, donde vota el 83 por ciento de los empadronados.

La segunda conclusión que puede derivarse de las cifras oficiales, es el presentimiento de que, aun ignorando sus verdaderas causas, el abstencionismo no sólo es un fenómeno general, sino deliberadamente provocado, cosa que debía preocupar mucho al gobierno y a los partidos políticos. Así es: contrasta de manera impresionante que habiendo tenido la campaña en favor del empadronamiento un éxito rotundo, como que sólo se le escapó un 9 por ciento de ciudadanos, la campaña tan intensa y pertinaz en contra del abstencionismo no haya alcanzado siquiera la sexta parte del éxito, puesto que apenas logra el 60 por ciento de votantes.

Se ha dicho que el éxito escaso ha sido provocado de manera deliberada. El ciudadano más avisado se ha dado cuenta no sólo de la utilidad, sino de la necesidad de contar con su credencial de elector. Le sirve de identificación para cualquier gestión menor, a semejanza, digamos, de la licencia de manejar automóviles; pero es que, además, incluso en instituciones financieras privadas, ha comenzado a exigirse para concluir operaciones de crédito. Hasta allí, sin embargo, se detiene su interés, de modo que se empadrona a sabiendas de que no irá a votar. Y esto a pesar de la verdadera campaña que el gobierno y los partidos hicieron para combatir el abstencionismo: recuérdese que desde el inicio de la suya, el candidato Echeverría declaró que prefería un voto en contra a una abstención; que don Mario indicó que el "enemigo a vencer" era el abstencionismo y que el bueno de don Emilio O. Rabasa pidió calificarlo de "delito civil". En fin, recuérdese, como se ha dicho ya, que la campaña contra el abstencionismo hecha en la prensa, el radio y la televisión, fue constante, a pesar de lo cual los logros resultaron bien limitados. Entonces, esto parece indicar que los motivos de orden general son más fuertes de lo que se ha creído, y, además, que tiene causas locales que nadie ha estudiado hasta ahora.

EL PRI, sin duda, ha perdido terreno, no sólo a manos de su rival más antiguo y formal, sino a manos del PPS, lo cual parece indicar que los votos de protesta o de inconformidad provienen no sólo de la derecha, sino ahora también de la izquierda. A pesar de ello, su peso sigue siendo abrumador. Pesca el 70 por ciento de todos los votos emitidos en 1973, lo cual quiere decir que todavía puede darse el lujo de dejar la tajada del 30 restante para sus tres pobres rivales. No sólo eso, sino que, contrariando el parecer más común de los politólogos, su predominio es, puede decirse, general, ya que en 23 entidades el tanto por ciento de los votos que capta es superior al promedio nacional, como que va del 97 por ciento en Campeche hasta un 71 en Sinaloa y Chihuahua. Más todavía: en buen número de distritos electorales su tanto por ciento es increíblemente alto: en el II de Aguascalientes, 94; en el IV de Coahuila, 96; en el III y IV de Chiapas, 99; en el VI de Guerrero, 97; en el V de Oaxaca, 96; etc., etc. Es verdad que al llegar a los grandes centros urbanos esos por cientos bajan mucho: en el Distrito Federal apenas alcanza el promedio de 44, baja hasta 36 en los 1 y XI distritos electorales, y a sólo 25 en los I y II del estado de Puebla.

Esos datos tienen dos sentidos distintos: según el electoral, el PRI sigue siendo el "Invencible", como se le ha llamado siempre; pero tienen también un sentido político, que no lo favorece. Así es: dentro de los centros urbanos, sobre todo en los grandes, claro está, viven predominantemente la clase media y el obrero industrial. Buena parte de la primera está constituida por la burocracia oficial y por los profesionistas "revolucionarios", es decir, los que formalmente pertenecen a la Confederación Nacional de Organismos Populares, y en consecuencia al PRI. Esa burocracia y semejantes profesionistas, más los obreros industriales, son votantes cautivos del PRI. Pero aparte de que algunos de ellos se divorcian de su partido a la hora de votar, existe otra clase media, la "libre", la no comprometida, formada por la burocracia y el profesionista privados, y los estudiantes, profesores, periodistas, "intelectuales", etc. Pues bien, éste es sin disputa el ciudadano más consciente, más sensitivo, o sea el que vota usando la cabeza. Y ése es el que vota contra el PRI, bien favoreciendo a los "partidos menores" o candidatos no registrados, bien llenando las boletas con injurias y majaderías. Al PRI, en suma, debiera preocuparle seriamente este deterioro de su prestigio y de su efectividad, tanto la política como, con el tiempo, la electoral. Semejante situación crítica del PRI queda confirmada por un hecho en que no se ha reparado. La fuerza Mayor del PAN proviene de los grandes centros urbanos, y desde ese punto de vista, sigue siendo cierto que su alcance horizontal es muy limitado. Sin embargo, en seis entidades de la República el tanto por ciento de votos que alcanza en cada uno de ellos es superior al promedio nacional: en el Distrito Federal casi llega a la tercera parte, y en Jalisco, Puebla y el estado de México es superior a la quinta. En el caso del PPS, este fenómeno se repite en siete entidades, y en cinco para el PARM. Es decir, los partidos opositores cubren hoy más territorio nacional que antes.

Según se dijo ya, Rafael Segovia califica de "innegable" el éxito alcanzado por el Presidente en su propósito de fortalecer a los partidos menores, es decir, el PPS y el PARM. En efecto, el primero obtuvo el 3.6 por ciento de la votación nacional, hecho que le dio 9 diputados de partido, hazaña pocas veces imaginada por sus adherentes. El mismísimo PARM alcanzó el 1.82, o sea 5 diputados de partido, más uno —¡quién lo creyera!— de mayoría. Al examinar el alcance de las reformas constitucionales propuestas por el Presidente, me permití decir que más que proponerse robustecer a los partidos menores, simplemente pretendían asegurar su supervivencia. Y esto con el ánimo de evitar que México cayera en el bipartidismo, o sea un enfrentamiento del PAN con el PRI. Empero, no es fácil desentrañar, o siquiera adivinar, qué razones pudieron justificar ese temor. A más de que el sentido común alegaría que tiene que ser más sana una oposición única y fuerte que tres o cinco separadas y débiles, está la larga experiencia norteamericana, que abonaría las ventajas de dos partidos únicos. Algún sospechosista ha propuesto la explicación de que al enfrentarse a solas, el PAN, partido de derecha, obligaría al PRI a hacerse de izquierda, cosa esta última que se juzga sumamente indeseable. A la inversa, ese fuerte contraste se diluye hasta desaparecer si entre los dos rivales más fuertes viven o vegetan un partido que no es popular ni socialista, y otro que no reclama más distinción ideológica que la avanzada edad de sus dirigentes.

El hecho es, sin embargo, que de haberse conservado el requisito del 2.5 por ciento, el PARM habría desaparecido. En cambio, rebajado a 1.5, todo un batallón de 6 diputados parmistas pueden entrar en la Cámara a tambor batiente y con la frente muy en alto. El PPS rebasó el viejo 2.5, pero con el nuevo de 1.5 logra 9 diputados en lugar de los 7 que hubiera tenido. Esto quiere decir que los tres partidos independientes tienen hoy estos reperesentantes de más: 5, el PAN, 2 el PPS y el PARM 5, o sea un coro mayor que expresará mejor o más ruidosamente los pareceres no oficiales. También es un hecho que mientras el PAN no pudo presentar candidatos en 22 distritos electorales y el PARM en 48, el PPS cubrió los 162 que hubo. En este punto, el PPS jugó mejor sus cartas, pues no le arredró sacar sólo 23 votos en el II Distrito de Campeche, 49 en el IV de Chiapas o más atrevidamente 140 en el IV de Coahuila, con tal de ir acumulando un voto aquí y otro allí hasta llegar al 3.61 por ciento de la votación nacional. Pero también alcanzó votaciones espectaculares, como los 42 mil votos en el estado de Baja California, 163 mil en el mismísimo Distrito Federal o los 62 mil en Veracruz. El PARM, por supuesto, batió todos los records imaginables: logra 1 voto único en los distritos I de Quintana Roo y IV de Oaxaca, y 2 en el V de San Luis Potosí. Pero en el I de Tamaulipas logra el 53 por ciento de los votos, acribillando a los candidatos de los otros tres partidos, incluido, por supuesto, el del PRI. Y no deja de obtener 65 mil en el

Distrito Federal y 21 mil en el Estado de México. Al mismo tiempo debe convenirse en que estos datos revelan, por una parte, que el fortalecimiento de los partidos menores es muy relativo, pues en muchos distritos electorales recogen votaciones que pueden calificarse de ridículas; y por otra, que varios de sus éxitos dependen de situaciones locales que se desconocen.

En todo caso, el verdadero problema es averiguar si estos progresos pueden y deben atribuirse a las reformas constitucionales y a la nueva Ley Federal Electoral, o más bien a circunstancias de orden general y transitorio, así como a esas situaciones políticas locales, que bien pueden resultar pasajeras. En cuanto a esas "condiciones de orden general", conviene destacar algunas. Pocas dudas pueden caber de que los partidos independientes confiaron más en las autoridades oficiales superiores que intervienen en el llamado proceso electoral, sobre todo la Comisión Federal Electoral. Recuérdese el estupor que causó don Mario con su malísimo desempeño como presidente de esa Comisión en las elecciones de 1970. Lejos de obrar como moderador, azuzó a todos los miembros de ella para que cayeran como verdadera jauría atacando grosera e innecesariamente al delegado del PAN, quien para salvar el pellejo creyó necesario abandonar la Comisión. Esto, inevitablemente, le robó su carácter esencial de constituirse con todos y cada uno de los partidos. A la inversa, al clausurar sus reuniones en las elecciones de 1973, don Mario fue objeto de una ovación unánime y calurosa. Nadie, pues, puede garantizar que el día de mañana el secretario de Gobernación resulte descomedido, o, al contrario, comprensivo. Hay otra circunstancia de orden general perfectamente atribuible a las iniciativas presidenciales, pero también de carácter transitorio porque el entusiasmo, sobre todo en los menesteres políticos, se agota pronto. Bien seguro es que los partidos independientes juzgaron ventajosas las reformas constitucionales y la nueva Ley Electoral. Aprobaron las primeras sin discrepancia, y aun cuando el PAN y un poco el PPS pusieron buen número de reparos a la Ley Electoral, todos fueron sobre su modus operandi, pero no en cuanto a sus principios, digamos la forma de constituir la Comisión Federal Electoral. En ella tienen los elementos oficiales: secretario de Gobernación, un diputado, un senador y un representante del PRI, 4 votos contra 3 de los partidos independientes. Ese secretario la preside como representante del Poder Ejecutivo, cosa explicable, pues a éste le corresponde ejecutar los mandamientos legales; pero carece de toda justificación que haya un diputado y un senador, a quienes se hace representantes del Legislativo, un poder que por definición está encargado de legislar, pero no de ejecutar. Y no digamos la incongruencia de que resueltos a poner representantes de estos dos poderes, se excluya al Judicial, obligado por la Constitución a investigar los fraudes electorales.

En fin, cabe señalar como un estímulo a todos los partidos el que se les haya concedido el voto en los comités locales, distritales y aun en las casillas.

Es de esperarse que al siguiente Primer Mandatario no se le ocurra introducir nuevos cambios en la Constitución y en las leyes electorales, como ocurrió ya con los dos anteriores. En principio, la Constitución no debe tocarse, excepto cuando sea comprobadamente necesario, y jamás para ver qué sale. La Ley Electoral es un ordenamiento muy importante, al cual, además, deben ajustarse penosamente los partidos políticos y los ciudadanos todos. Por último, sólo el tiempo y la experiencia pueden medir en definitiva la bondad de esta "Reforma Política del Presidente Echeverría". La prueba suprema, me parece, es la formación de un nuevo partido independiente con propósitos progresistas bien definidos. Desde este punto de vista, difícilmente puede reprimirse un cierto escepticismo, en parte fundado en los relatos que ha hecho don Heberto Castillo de sus aventuras en varios lugares de la República, pero sobre todo en la conjetura de que sólo un desgajamiento del PRI daría lugar al nacimiento de ese nuevo y más apetecible partido. Pero si el mismo gobierno y lo que quedara del PRI actual, lo consideraran heterodoxo y aun rebelde, lo combatirán hasta anularlo.