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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1967 Discurso ante el Congreso de los Estados Unidos de América

Gustavo Díaz Ordaz
27 de Octubre de 1967

Señor Presidente;

Señor Presidente temporal del Senado;

Señores miembros del Senado;

Señores miembros de la Cámara de Representantes:

Agradezco profundamente el señalado honor que se me otorga al darme la oportunidad de dirigirme al pueblo de esta gran nación, desde la más elevada tribuna.

Apartándose del texto escrito, agregó:

Yo puedo aseguraros que los aplausos que acaban de resonar en el recinto, están conmoviendo en estos mismos momentos a millones de corazones mexicanos y que quizá ninguna otra medida diplomática hubiera logrado acercar más a dos pueblos, que esta distinción que vosotros habéis tributado a mi Patria en la persona de su modesto representante.

Para este noble pueblo amigo: el saludo cordial y la leal amistad de los mexicanos.

Continuó leyendo:

México se desenvuelve al amparo de una Revolución, no iniciada ahora sino desde 1910, y que hoy se encuentra en su etapa institucional, cuya esencia consiste en conjugar la justicia social con la libertad individual.

En el seno de nuestra comunidad conviven libremente diversidad de opiniones, ideologías y credos; sin embargo, las grandes mayorías, coincidiendo en principios fundamentales y en elevadas metas comunes, hemos logrado una sólida unidad nacional de amplia base popular que nos permite seguir evolucionando, dentro de la ley, y que ha hecho factible que el país goce de una firme estabilidad, a la vez que de una gran flexibilidad para enfrentarse a los cambiantes obstáculos del mundo actual.

Luchamos afanosamente para lograr que los que mucho poseen lo compartan con las clases de menores ingresos y coadyuven a la resolución de los problemas del país.

Nuestro pan ha crecido es cierto, pero no lo suficientemente como para dar satisfacción cabal a todos los núcleos humanos básicos de la Patria, son grandes las deficiencias y no tenemos por qué ocultarlas ni dentro ni fuera del país.

Hemos realizado profundas y constantes reformas con el propósito de ampliar las oportunidades de los mexicanos para alcanzar el bienestar que nuestras propias limitaciones nos permiten, por ahora.

Hemos calado hondo y seguiremos por ese camino, obedeciendo un mandato inviolable de nuestra propia evolución histórico-política. Nos resta aún mucho por hacer y no poco por corregir y transformar; pero, precisamente, porque en la paz y con la ley proseguimos reformando, creemos que somos un pueblo en el que no existe una revolución pendiente, sino una revolución actuante.

Sabemos que el progreso del país está basado principalmente en nuestro esfuerzo, pero a fin de acelerar el desarrollo acudimos al financiamiento externo. Disfrutamos de un crédito internacional muy bueno que se apoya en el estricto cumplimiento de nuestras obligaciones y en el respeto absoluto de una limitación que nos hemos fijado nosotros mismos: no rebasar jamás nuestra capacidad de pago.

En otros países, la inversión directa extranjera goza hasta de privilegios, en relación con la nacional. Nosotros estamos convencidos de que, cuando los intereses del capitalista extranjero van en contra de los intereses de la nación en que invierte, resultan vanas todas las garantías que se le otorguen; la realidad de esa incompatibilidad de intereses determinará fatalmente la cancelación de las aparentes ventajas.

Las condiciones que nosotros hemos establecido, son justas y sólidas, porque operan en ambos sentidos: a favor de México y a favor del inversionista. La concordancia de intereses las hace perdurables y dignas de confianza.

México y los Estados Unidos se encuentran ligados por estrechos vínculos económicos. Hemos sido, tradicionalmente, uno de sus mayores consumidores de bienes y servicios; el valor de lo que les pagamos por estos dos conceptos, en el año de 1966, llegó a 1,462.7 millones de dólares.

Dentro del comercio latinoamericano ocupamos siempre el primer lugar como compradores de los Estados Unidos y el tercero como vendedores; en comercio mundial, hemos venido ocupando entre el segundo y el quinto. Solamente Canadá nos ha superado todos los años y, en la actualidad, también Japón. La República Federal Alemana y el Reino Unido -tercero y cuarto lugares- manejan anualmente un volumen ligeramente superior al nuestro.

Nuestras compras al mercado norteamericano equivalen a la mitad de lo que suman todas las del resto de América Latina y al doble de las de Oceanía.

Las de los trece países del Medio Oriente, representan el 69% de lo que compra México a los Estados Unidos. Las de todo el Continente africano, el 91%.

El comercio de las ciudades de los Estados Unidos, en la zona de la frontera con México, depende, en parte vital, de los compradores mexicanos.

El turismo constituye renglón primordial ente los dos países, tanto por lo que gastan los norteamericanos en México, como por lo que erogan los mexicanos en este país.

Ninguna restricción, ningún límite a los gastos en el exterior imponemos a los viajeros mexicanos.

Somos, pues, en varios sentidos, de los clientes más importantes de los Estados Unidos y es regla del comercio internacional que para conservar un cliente se necesita, a su vez, ser un buen cliente. Es lógico que mientras menos nos compren o mientras menos gasten ustedes en México, menos podremos comprarles nosotros.

Nos preocupa, por consiguiente, no sólo la disparidad de precios entre los productos naturales que exportamos y los bienes de capital,

que es lo que fundamentalmente importamos, sino también las limitaciones que se han fijado a los visitantes norteamericanos que compran en México -que creemos conveniente se suprimieran para los dos países limítrofes-, y las barreras o restricciones de otro tipo que impiden o estorban la concurrencia de numerosas manufacturas, altamente competitivas en precio y calidad al mercado norteamericano.

Los Estados Unidos son una grande y poderosa nación. No podemos concebir que de la noche a la mañana se convierta en una que necesite proteger a su industria que no es, en ninguna forma, incipiente.

He mencionado sólo los aspectos comerciales de mayor interés; juzgo que debemos estudiarlos juntos, concienzudamente, para tornar decisiones que sean favorables a ambos países.

Cuando una de las partes se beneficia y la otra se perjudica, la relación mercantil no puede durar indefinidamente; cuando los negocios favorecen a las dos partes, entonces sí son permanentes. De la falta de equidad nace el prejuicio de que los negocios son factor inevitable de división internacional. Se comienza comerciando, y si los tratos son justos se termina siendo amigos y uno de los más valiosos tesoros del hombre son sus amigos.

La geografía nos hizo vecinos, la economía nos ha convertido en clientes de los mejores, y la decidida voluntad de nuestros pueblos, superando en ocasiones el curso inexorable de la historia, nos ha hecho cordiales y respetuosos amigos. Nuestros tratos deben corresponder siempre a esas calidades: de vecinos, buenos vecinos; de clientes, magníficos clientes; de amigos, leales amigos.

No he sido autorizado por las naciones latinoamericanas para hablar en su nombre; pero sería mezquino de mi parte y faltaría a la solidaridad más elemental y a la entrañable fraternidad indo americana, si lo hiciera sólo por México.

Es necesario que la opinión pública de los Estados Unidos, y en -especial los círculos de mayor influencia política y económica, en tiendan, con claridad, que insistir en las dificultades del desarrollo económico-político de América Latina no es deseo de molestar o afán de formular quejas, sino expresión de apremiantes necesidades que afligen a millones de seres humanos que encuentran adecuada acogida en los nobles propósitos y en el espíritu que alentó la creación de la Alianza para el Progreso.

El subdesarrollo no es una de tantas maneras de llamar al folklore de nuestros países; encierra un drama humano de incalculables consecuencias, en lo que implica de recursos naturales que no se aprovechan, de estéril pérdida de vidas, de desperdicio de energía creadora, de talentos que no llegan nunca a florecer.

Para América Latina el problema económico decisivo es el mismo que señalaba para México: el de los precios de las materias primas en el mercado mundial. Mientras sigan bajos, o lo que es peor, disminuyan, difícilmente podremos aspirar a un proceso de desarrollo sostenido, y cualquier otro esfuerzo exterior, como ayuda técnica o cooperación financiera, podrá aliviar transitoriamente la situación, pero no resolverla.

Sois, lo sabemos, soberanos para resolver en vuestros asuntos interiores, pero creemos que antes de dictar determinadas medidas que puedan causar graves penalidades a muchos seres humanos, debe reflexionarse detenida y ponderadamente.

"Suponiendo que, en 1966, las exportaciones de los países menos desarrollados, en vez de disminuir, se hubieran mantenido en la misma modesta posición de los últimos cinco años, sus ingresos de divisas hubieran aumentado en más de mil millones de dólares.

Si este incremento, que representa apenas el 1% del comercio mundial de exportación, significa una mejora de mil millones de dólares en la suerte de los pobres, no cabe duda que merece ser objeto de consideración y de acción. La estabilización de los precios de productos primarios seleccionados constituye una cuestión afín que también debe ser objeto de atención, sin desconocer que plantea problemas de difícil solución. Si se alentara -y permitiera- a los países menos desarrollados a superar sus ingresos por concepto de exportación, se facilitaría la solución de muchos problemas: habría menos crisis de endeudamiento externo, disminuiría la necesidad de ayuda y aumentaría la atracción para el capital privado.

Estos conceptos no son míos, ni de un latinoamericano apasionado, son nada menos que del señor George D. Woods, presidente del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento y fueron expresados hace apenas un mes el 25 de septiembre de 1967, en Río de Janeiro,

Brasil.

Insistimos nuevamente sobre este problema, ante el pueblo de los Estados Unidos, ante este Congreso que lo representa, no sólo porque Norteamérica tiene un peso decisivo en las fluctuaciones de los mercados internacionales, sino también porque lo que aquí se dice tiene resonancias mundiales.

El mundo debe cambiar la idea de que la meta por excelencia es lograr las más altas utilidades en el menor tiempo, por la de que es preferible una mayor eficacia general en las inversiones, con fines sociales.

Hemos podido observar que las más poderosas empresas estadounidenses, siguiendo el consejo de distinguidos economistas norteamericanos, entre otros quienes sostienen las tesis mencionada en el párrafo anterior, y de los más experimentados de sus ejecutivos, están limitando deliberadamente los precios, y consecuentemente sus utilidades, para no provocar una gran crisis económica, al succionar excesivas cantidades de dinero.

La tesis es valedera para una empresa o para un conjunto de empresas tanto como para una nación o para un conjunto de naciones.

La humanidad deberá decidir si es más justo y más conveniente vivir en la mayor opulencia rodeado de pobres, o en medio de naciones prósperas aunque no se alcance excesiva riqueza.

Los más peligrosos agitadores son el temor, la insalubridad, la falta de pan, de techo, de vestido y de escuela.

La falta de capitales suficientes y el deterioro del comercio exterior no es para muchos pueblos un problema de buenos o malos negocios, sino cuestión de vida o muerte para millones de hombres, mujeres, ancianos y niños.

Decía un ideólogo de nuestra Revolución que debe pasarse por los terribles dolores de la muerte para dar a luz una nueva vida. Hemos pasado por esos dolores, para que México naciera a la independencia, a la libertad política y a la justicia social.

De vieja experiencia le viene al mexicano -su historia toda- el saber que lo que no haga por sí, nadie habrá de hacerlo por el y que lo que tiene valor no se alcanza fácilmente. Todo lo que hemos logrado nos ha sido difícil, desde tener nuestro propio suelo y mandar en él, escogiendo soberanamente los modos de vida que nos son peculiares. No pretendemos pensar que otros hagan lo que nos toca hacer a nosotros.

Me doy bien de que nadie tiene, en forma exclusiva, la responsabilidad de las penalidades que agobian a millones de seres en el mundo, en consecuencia no hago a país alguno culpable de ellas; todos participamos en esa responsabilidad, porque no hemos sabido aún encontrar las formulas eficaces que hagan posible la convivencia armoniosa de los hombres.

Lo que quiero decir es que si deseamos sobrevivir y alcanzar la paz debe procurarse una verdadera revolución en las conciencias, que nos permita construir, entre todos, un mundo más justo.

Y dentro de ese mundo, ¡que cada nación se gane la prosperidad con sus méritos y con el esfuerzo de sus hijos!

Nuestro pobre mundo no puede seguir viviendo periodos de entre guerra que engendran males mayores para muchos seres, desesperación para millones. Hoy por hoy, el peor sufrimiento es el temor. No existe pueblo sobre la tierra que no ansíe entrar en el sendero de la seguridad y la esperanza.

Los riesgos eventuales de la paz son infinitamente menores que los serios males de la guerra. Los problemas, las dificultades, la tolerancia mutua que la paz exige se justifican sobradamente si pensamos en las consecuencias de la guerra, a sabiendas de que en esta materia la imaginación siempre se queda corta frente a los horrores de la realidad.

Con mayor razón ahora que nos encontramos en la más peligrosa encrucijada. La historia nos muestra cómo han desaparecido imperios, civilizaciones o culturas; pero es hasta hoy que sabemos que puede, por acción del propio hombre, desaparecer la humanidad.

Voy a citar palabras pronunciadas, en horas aciagas para la nación norteamericana, por un revolucionario, Abraham Lincoln. "Los dogmas del tranquilo pasado son inadecuados a la presente tormenta. Esta situación está erizada de dificultades y debemos elevarnos a la altura de la emergencia. Así como nuestro problema es nuevo, debemos pensar y actuar novedosamente'.

Cierto, debemos pensar y actuar con espíritu nuevo, si queremos resolver los múltiples y complejos problemas que nos aquejan.

Por principio, debemos hacer compatible, con fines comunes, lo que por naturaleza y esencia es vario y distinto; abarcar la múltiple diversidad, respetando y conciliando personalidades colectivas autónomas, para construir un mundo a la medida de la pluralidad que lo constituye.

Entenderlo así, es empezar a resolver los problemas. Intentar uniformar, pretender que todas las colectividades sean iguales en instituciones, hábitos, costumbres, sería grave equivocación.

Cada pueblo tiene el derecho de escoger el sendero que considere indicado, de acuerdo con su idiosincrasia, para buscar la libertad y la felicidad de los hombres que lo integran, pero todos tienen la obligación de luchar porque la diversidad no se traduzca en conflicto.

Señor Presidente;

Señor Presidente temporal del Senado;

Señores miembros del Senado;

Señores miembros de la Cámara de Representantes:

Traté de presentaros brevemente una imagen del México actual, mencioné algunos aspectos de nuestras relaciones bilaterales, hablé de cuestiones que mucho interesan a América Latina y me atrevía exponer mi pensamiento sobre los grandes problemas del mundo.

Vuelvo ahora a los motivos esenciales de mi viaje a Washington: atender gustoso la honrosa invitación queme hizo el señor Presidente de los Estados Unidos de América y así corresponder, con la mayor cordialidad, la visita con que él nos distinguió en abril de 1966; conversar también, como amigos de años que ya somos, con el Presidente Johnson, de las diversas cuestiones que afectan a nuestros dos países; y con mi presencia ante este Congreso confirmar, en la pública solemnidad de esta sesión conjunta, la leal amistad del pueblo mexicano para el noble pueblo estadounidense.

Vecinos por la geografía, no ha sido fácil el camino para llegar a la amistad que hoy nos une. No siempre han coincidido ni coinciden nuestros puntos de vista; pero hemos aprendido a respetarlos.

Del respeto sagrado que tenemos por nosotros mismos, nace el que profesamos a las demás naciones y que, a su vez, nos sirve de inconmovible apoyo para exigir que se nos respete.

Esta es la base en que se asienta nuestra amistad, la que nos permite disfrutar en común las afinidades y tolerar las diferencias. De esta comprensión brotó el afecto.