CAPITULO II
LOS FACTORES DEL PODER
Poderes formales y reales
El análisis de todas las instituciones implantadas en México según el modelo de gobierno de la teoría política euroamericana revela que hay un partido preponderante, dependiente y auxiliar del propio gobierno, que el movimiento obrero se encuentra en condiciones semejantes de dependencia, que el Congreso es controlado por el presidente, que los estados son controlados por la federación, que los municipios son controlados por los estados y la federación, y, en resumen, que no se da el modelo de los "tres poderes", o el sistema de los "contrapesos y balanzas", o el gobierno local de los vecinos electores, ideado por los filósofos y legisladores del siglo XVIII y principios del XIX, sino una concentración del poder: a) en el gobierno; b) en el gobierno del centro; c) en el ejecutivo, y d) en el presidente. Excepción hecha de las limitaciones que impone la Suprema Corte, en casos particulares y en defensa de intereses particulares y derechos cívicos, si sólo se analizaran estos elementos, el presidente de México aparecería gozando de un poder ilimitado.
De hecho la comparación del modelo con la realidad no sólo deja entrever la imagen de un régimen presidencialista, sino que a cada paso hace crecer la idea de que el poder presidencial no tiene límites. Sólo el análisis de los verdaderos factores del poder y de la estructura internacional conduce a la delimitación y relativización del poderío presidencial.
Los verdaderos factores del poder en México —como en muchos países hispanoamericanos— han sido y en ocasiones siguen siendo: a) los caudillos y caciques regionales y locales; b) el ejército; c) el clero; d) los latifundistas y los empresarios nacionales y extranjeros. Se trata, en todos los casos, de instituciones que han influido o influyen directamente en la decisión gubernamental, y cuya acción como instituciones políticas no sólo era ajena a la teoría euroamericana de la democracia (para la vida política todos ellos deberían haberse organizado como ciudadanos), sino que incluso la mayoría eran el blanco de toda la ideología liberal.
El comportamiento de estos factores de poder en México es como sigue, en sus lineamientos más generales:
I. LOS CAUDILLOS Y CACIQUES REGIONALES Y LOCALES
Una geografía de la política en México durante la década de los veintes habría incluido a todos los estados de la República entre aquéllos gobernados por caudillos y caciques regionales. Los caudillos, con sus huestes armadas, más o menos obedientes y leales al jefe revolucionario, y los caciques de los pueblos y regiones, supérstites de la colonia y la época prehispánica, que en persona eran los mismos del porfirismo, o habían sido sustituidos en las mismas funciones por los nuevos hombres de la revolución, dominaban todo el panorama nacional. Incluso a principios de los treintas el poderío del caciquismo era todavía enorme: Rodríguez Triana en Coahuila; Rodrigo M. Quevedo en Chihuahua; Carlos Real en Durango; Melchor Ortega en Guanajuato; Saturnino Osornio en Querétaro; Rodolfo Elías Calles en Sonora; Tomás Garrido en Tabasco; Galván, Aguilar y Tejeda en Veracruz; Matías Romero en Zacatecas.
A lo largo de estos treinta años, el caudillismo y el caciquismo regionales van desapareciendo o, por lo menos, perdiendo influencia decisiva en la política de los estados y en la nacional. Algunos supérstites como Gonzalo N. Santos —en San Luís— vieron recientemente cómo se extinguía su poderío absoluto a raíz de fuertes presiones que ocurrieron dentro y fuera del partido del gobierno, y que alcanzaron a convertirse en verdaderos motines populares. Otros, como Leobardo Reynoso de Zacatecas, un año después de los acontecimientos de San Luís, en 1959, se vieron expuestos a presiones políticas muy semejantes. Hoy ministro de México en Guatemala, Reynoso pierde paulatinamente su antiguo poder. En 1966 es quizás uno de los últimos sobrevivientes del viejo cacicazgo estatal.
Se cuentan, es cierto, cuatro estados donde son hombres fuertes cuatro expresidentes de México o sus familias —Michoacán, Puebla, Veracruz, Baja California— y dos, como Nayarit e Hidalgo, donde se puede encontrar el tipo de relaciones personales que caracterizan al cacicazgo. Se trata sin embargo, de supervivencias parciales, resquebrajadas, muy lejanas de ese dominio total, propio de los verdaderos cacicazgos del pasado, en que todo dependía del cacique: la riqueza, los puestos, el honor de las familias, el futuro político. Estos restos de lo que fue el gran cacique —superior a los gobernadores, e incluso a los presidentes en turno—, dueño y señor de todo un territorio y el destino de sus habitantes, es cosa del pasado. E incluso las últimas plazas fuertes de los expresidentes, sus lugares de origen, donde conservan ese ascendiente personal, propio del jefe político, o del antiguo caudillo, están siendo destruidas en los últimos tiempos. En la lucha electoral y el gobierno de los estados, cada vez más, entran personas que no son parientes, allegados o compadres de los expresidentes.
La influencia del cacique subsiste sin embargo en los gobiernos locales y las pequeñas comunidades de las zonas más atrasadas del país, pero antes que contar en las decisiones de la política estatal o nacional cuenta en las concesiones de los gobiernos estatales y federal, y sobre todo, se hace sentir directamente sobre las propias comunidades. E incluso en éstas el proceso de disolución del cacicazgo es visible, y son frecuentes los actos de rebeldía de los antiguos vasallos.
El proceso de control del caudillismo y de los caciques regionales se inicia en la presidencia de Obregón y se acentúa en la de Calles, mediante la profesionalización del ejército, que busca implantar normas nacionales de obediencia, sustituyendo a las personales. Este proceso exige una energía y una violencia que deriva a menudo en hechos sangrientos. El general Amaro fue el encargado de controlar a los jefes militares que quedaron con sus facciones de adictos después de la contienda.
El Partido Nacional Revolucionario cumple una función semejante. Integra y controla a los "partidos" regionales y personales de los caudillos de la revolución. En efecto, el caudillo, aquí como en otras partes de Hispanoamérica, cuando busca obtener posiciones electorales cumple con los rituales y los símbolos del derecho y funda "partidos". Todavía en 1929 se registraron 51 partidos políticos1 y al llegar las elecciones del 29 tomaron parte 61 partidos.2 Para 1933 se registraron cuatro partidos y estaban en trámite 49 solicitudes.3
La historia del partido del gobierno es, durante todos estos años, una historia de control de los caudillos y caciques. Y ésa es una de sus funciones principales. En general puede decirse que todos los procesos de concentración del poder presidencial tienen en su origen, como una de sus funciones, el control de los caciques —de sus partidos, de sus secuaces, de sus presidentes municipales—, fenómeno que no implica sino indirectamente la desaparición de los caciques.
En efecto, si el gobierno central controla el caudillismo, al mismo tiempo establece con los caudillos una especie de "contrato político" de la más diversa índole; si les quita el mando de fuerza les otorga otros poderes, honores o prestaciones. De entre los caudillos surgen así políticos de pro que trabajan al lado del presidente, o surgen empresarios, o nace un tipo de caciques-revolucionarios con los que se mantiene durante un largo periodo el mismo tipo de relaciones personales y de controles que aplicaba Porfirio Díaz a sus caciques, y que halla antecedentes en la época colonial y prehispánica. A su vez el cacique-revolucionario, anticlerical, agrarista mantiene formas de gobierno y relaciones personales de mando, iguales a las de sus predecesores. Pero al hacer la reforma agraria y colaborar en el desarrollo del país, él mismo se transforma. De caudillo y agrarista pasa a ser dueño de ranchos y propiedades, y hasta de fábricas y comercios. Sigue siendo cacique, llamándose revolucionario, y ya pertenece a lo que podría llamarse la alta burguesía rural.
Esta transformación del cacique es paralela al debilitamiento del cacicazgo. En efecto, las plazas fuertes de los caudillos y caciques son sometidas por el poder presidencial; pero su verdadera destrucción depende sobre todo del desarrollo del país: la expansión de los caminos, la economía de mercado, la industria y el capital acaban con ese dominio total y cerrado que el cacique ejerce en su territorio. La gente puede salir, comprar en otra parte, vender su fuerza de trabajo a otros patronos. Los caminos, los comercios, las fábricas, la creciente burguesía urbana y rural, destruyen el poder del cacique. Tan es así que no resulta extraño en el proceso de desarrollo nacional ver cómo hay caciques que se oponen a la construcción de caminos y a la instalación de fábricas, y que mueven sus influencias y ejercen hasta la violencia para que no se construyan, ni los unos ni las otras. Pero ya sea que el cacique se oponga al desarrollo, ya que él mismo lo promueva, el desarrollo acaba destruyendo su poder personal.
Los caciques y jefes políticos quedan limitados hoy —como ya dijimos— a los gobiernos locales y a las corrientes políticas nacionales, vinculadas a su vez con otras fuerzas más operantes, como las finanzas, la banca, el comercio y la industria, que se interpenetran con aquéllas en la política nacional, en una etapa de transición de los antiguos a los nuevos grupos de presión, y de los sistemas de agrupación personal a las formas características de los grupos de interés en la sociedad contemporánea.
Esto no quiere decir que las relaciones personales, características de la política dominada por los caciques, no sigan existiendo en forma notable en el panorama mexicano. El mejor modo todavía de descubrir la afiliación política de un individuo, en la intimidad de los eventos políticos, consiste más que en buscar el partido a que pertenece o la ideología que sustenta, en hallar su parentesco, lugar de origen o cercanía con un jefe: háblase así todavía, de cardenistas, avilacamachistas, alemanistas, ruizcortinistas y quizás un poco menos de lopezmateístas.
El caciquismo, desaparecido como sistema nacional de gobierno, deja una cultura de las relaciones personales, del parentesco y los compadrazgos, que sobrevive en una estructura distinta y se mezcla, como estilo, cortesía o forma de conocimiento político, con las nuevas costumbres y agrupaciones en un México moderno.
II. EL EJÉRCITO
Otro factor tradicional de poder ha sido el ejército. "De los 137 años que abarca nuestra existencia como nación independiente —escribía José E. Iturriaga en 1958— 93 años en conjunto ejercieron el poder los militares; en tanto que los civiles solamente lo ejercieron 44. Es decir, el 70% frente al 30% Mas, por lo que se refiere al porcentaje que representan los militares y civiles dentro del total de los 55 gobernantes individuales que hemos tenido, los 36 que vistieron uniforme con charreteras significan el 67%, mientras el 33% restante lo cubren nuestros 19 gobernantes civiles."4
En el periodo posterior a la Revolución Mexicana la presencia e influencia de los militares en la política nacional ha ido disminuyendo, como lo prueban una serie de hechos:
1. "...Mientras en la etapa que va de 1821 a 1917, de los cuarenta y cuatro gobernantes individuales que hubo en ella, treinta fueron militares y catorce civiles",5 en el periodo 191766 seis han sido militares y siete civiles. En los últimos veinte años los cuatro presidentes que ha habido en México han sido civiles.
2. En los últimos 30 años el ejército se ha mantenido con 50 000 hombres, y la proporción que representa respecto de la fuerza de trabajo ha ido reduciéndose notablemente.6
3. Quizás donde es más visible la disminución del poder militar, en la política mexicana, es en la proporción que corresponde a los egresos del gobierno federal destinados al ejército, respecto del total de egresos federales: mientras en 1925 el ejército absorbe el 44% del total de egresos de la Federación, en 1963 absorbe sólo el 6% (Cuadro XIV).
De un periodo presidencial a otro vemos cómo baja la proporción de los gastos destinados al ejército: 28% en el gobierno de Calles (1925-28), 26% en el maximato (1929-34), 18% en el gobierno de Cárdenas (1934-40), 16% en el de Ávila Camacho (1940-46), 10% en el de Alemán (1946-52), 8% en el de Ruiz Cortines (1952-58), y 6% como promedio en los 5 primeros años del gobierno de López Mateos.
4. El ejército mexicano de hoy absorbe un porcentaje del producto nacional menor al que se asigna a las fuerzas armadas de cualquier otro país latinoamericano, excepción hecha de Costa Rica.
Que México ha controlado y superado la etapa del militarismo es un hecho innegable. El militarismo ya no representa en la política mexicana esa amenaza permanente y organizada que actúa en forma de cuerpo político, imponiendo sus condiciones con la fuerza y amenazando con romper la paz si no recibe prestaciones especiales, fueros y privilegios, como grupo escogido y poderoso dentro de la nación.
El control de los militares y de su actuación política se debe al impulso de los propios militares. Son, en efecto, el general Calles, el general Cárdenas y el general Ávila Camacho quienes ponen en práctica una serie de medidas para controlarlos. La profesionalización de los caudillos y jefes militares empieza con Calles, su ingreso obligado al partido, como uno de los sectores que lo integran, incrementa el control y la disciplina política; la desaparición del sector militar dentro del partido y su fusión con el llamado "sector popular" es un paso más del control, que tiende a impedir los distingos entre civiles y militares dentro de la política. La organización de campesinos a los que se les entregan no sólo tierras, sino armas, en la época de Cárdenas, es seguramente uno de los pasos más importantes para el control del militarismo.
Si a estos pasos de tipo político se añaden las medidas financieras a que aludimos arriba, podemos comprender en qué ha consistido el proceso de desmilitarización de la política mexicana. Pero habría que añadir un hecho más, poco estudiado, que hace coincidentes la tarea de militar y la de empresario o contratista, en que el antiguo militar parasitario se va aburguesando. En parte se trata de un proceso más de medidas políticas en que, al tiempo que se disminuye el poder financiero del ejército, se celebran contratos y se dan facilidades para que el jefe militar se convierta en empresario. Como cuerpo político el ejército pierde fuerza; en lo particular, una serie de jefes militares pierden belicosidad y se dedican a sus asuntos particulares, ampliamente tolerados y hasta fomentados.
Pero hay algo más. A todas estas medidas políticas, financieras y comerciales se añade el desarrollo económico y social de la Nación. El militarismo de los países hispanoamericanos forma parte de todo un sistema en que los latifundios son el elemento esencial. Desaparecidos los latifundios, como forma predominante de las relaciones económicas y políticas, el militarismo pasa a ocupar una posición muy distinta en el conjunto de las relaciones sociales.
Medidas de control directo, reforma agraria y desarrollo económico son el origen de la desaparición del militar como principal personaje de la política mexicana. Que esta desaparición no sea definitiva y que pueda renacer en alguna forma el antiguo militarismo es otro problema. Por lo pronto podemos hablar, en este caso, como en el de los caciques, de una tendencia secular a su salida del foro político.
III. EL CLERO
La Iglesia —el más grande terrateniente y prestamista del siglo pasado—, después de haber perdido su inmenso poderío en la Reforma, que terminó con el latifundismo eclesiástico, y de haber recuperado parte de su fuerza en la etapa porfirista, se sintió amenazada por la Revolución Mexicana y entró en grandes conflictos con el Estado. Estos conflictos alcanzaron características de inusitada violencia con la rebelión de los cristeros, y llegaron a su clímax precisamente cuando el callismo fue menos revolucionario y sustituyó la política popular y nacionalista por la demagogia anticlerical.
Con Portes Gil y sobre todo con el general Lázaro Cárdenas se llegó a un modus vivendi entre el Estado y el clero; cesó la persecución, cambió la política de uno y otro, e incluso hubo momentos de franca alianza y hasta apoyo del clero a la política revolucionaria, como fue el caso de la expropiación petrolera, en que el Arzobispo de México exhortó a la grey mexicana a unirse con el gobierno.
A partir de la época de Ávila Camacho —el primer presidente revolucionario que se declara católico— la iglesia va recuperando su influencia en la educación y en el propio gobierno; grupos numerosos de católicos se organizan en partidos y movimientos con ideologías conservadoras e incluso fascistas. En sus discursos y proclamas manejan deliberadamente los símbolos y creencias religiosos. Posteriormente va aumentando la actividad política del clero y de los grupos confesionales, que realizan peregrinaciones, manifestaciones y actos públicos, cada vez más frecuentes y decididos.
Desde octubre de 1951 en que el Arzobispo de México pidió a las organizaciones católicas del país que participaran en una Campaña Nacional Moralizadora, un comité ejecutivo —encabezado por el Arzobispo, por un sacerdote jesuita y los dirigentes de cuatro grupos: Acción Católica, Congregaciones Marianas, La Liga de la Decencia y los Caballeros de Colón— dirigió una vigorosa campaña que culminó en enero de 1953 en la más grande asamblea nacional de jefes católicos desde el principio de la revolución. Esta asamblea dio a conocer datos que hasta entonces estaban fuera del alcance público... En ella se hallaban representados 44 organismos católicos con un total de 530 743 miembros. De estos grupos 24 se clasificaban como órdenes seculares y 20 como órdenes pías. Los grupos seculares más fuertes son cuatro: 1. Acción Católica Mexicana, compuesta de cuatro unidades principales: a) Unión de Católicos Mexicanos, grupo de hombres casados mayores de 35 años, con 44 000 miembros; b) Unión Femenina Católica Mexicana, compuesta por maestras, trabajadoras urbanas y campesinas, con 198 052 miembros; c) Acción Católica de la Juventud Mexicana, con 18 000 adherentes, y d) Juventud Femenina Católica Mexicana, organizada por mujeres entre 15 y 35 años de edad con un total de 88 221 afiliados; 2. Unión Nacional de Padres de Familia, con 500 000 miembros; 3. Caballeros Colón, con 3 500; 4. Federación de Colegios Particulares, formada por 112 colegios y escuelas del Distrito Federal; 5. Liga Mexicana de la Decencia, con 25 miembros en cada una de las 32 entidades federales de la Unión y otros miembros más en los subcomités; 6. Asociación Nacional de la Buena Prensa que desde 1952 ha publicado una asombrosa cantidad de literatura católica: revistas: 36 971 594 ejemplares; boletines de información: 208 030 509; libros y folletos: 5 990 539; y otras publicaciones: 13 248 093; edita con regularidad 13 vistas, 8 boletines de información y dos libros al mes 8 La creciente influencia del clero se percibe también por número de periódicos registrados de 1952 a la fecha: 5 en 1952; 179 en 1953; 197 en 1954; 242 en 1955; 77 en 1956; 312 en 1957; 321 en 1958. 9/10
A ellos habría que añadir un número extraordinario de las llamadas "oraciones" que contienen informes y comentarios político-periodísticos y que se distribuyen en todas las iglesias y parroquias del país, así como el uso del púlpito—cada vez más frecuente— con finalidades políticas.
La fuerza y actividad del clero —imperceptible al principio— ha hecho también que el modelo de Constitución —liberal y anticlerical— que pasó del texto de 1857 al de 1917 no se realice: la educación religiosa, los periódicos confesionales, las manifestaciones públicas, el apoyo, unas veces velado y las más abierto, que brinda la alta jerarquía eclesiástica a los partidos y grupos confesionales, la organización insistente, permanente de grupos político-religiosos, como el Movimiento Familiar Cristiano, son una prueba más, no sólo de esta diferencia entre la estructura formal y real de la vida política mexicana, sino del creciente poderío de la Iglesia.
De todos los factores tradicionales de poder puede decirse que la Iglesia es el único que ha sobrevivido a las grandes transformaciones sociales del México contemporáneo y que incluso ha recuperado e incrementado parcialmente su fuerza. Para comprender el papel político que puede jugar en el actual contexto social es necesario sin embargo considerar varios fenómenos que ameritan estudios de fondo, indispensables para una verdadera sociología de la religión en México:
1. La profanización de las costumbres es un hecho en el México contemporáneo: en vastas regiones del país, en las ciudades sobre todo, en la vida privada del proletariado, en la clase media y alta urbana, se ve cómo las fiestas y ceremonias religiosas, las prácticas diarias, la moral y la interpretación religiosa de los problemas se borran o pierden, cediendo el paso a fiestas, ceremonias y prácticas profanas, a interpretaciones y conceptos morales desligados del concepto religioso. Si hoy el calendario de peregrinaciones de las diócesis y arquidiócesis sigue siendo muy amplio y va de enero a diciembre, si "la concurrencia anual de mexicanos que visitan la Basílica de Guadalupe suma un promedio de 15 648 católicos al día",11 si es un espectáculo frecuente ver los domingos cómo se quedan los creyentes a las puertas de las iglesias por falta de cupo, estos hechos no necesariamente están en contradicción con la profanización de las costumbres de estos mismos creyentes, con la separación de lo religioso y lo profano —que caracteriza al hombre moderno y resta terreno a la religión como visión integral del mundo—, con la mezcla de la profanidad moderna y la tradicional, que afecta grandes regiones campesinas. Quizás todo ello explica que en amplios sectores de la población el creyente actúe en política como "ciudadano" y no como creyente. " ...Podemos decir desde ahora —afirma el sacerdote Pedro Rivera R., S.J., investigador acucioso de los problemas religiosos de México12— que aproximadamente un 25% de la población mexicana no practica ninguna religión; un 30% ignora los elementos básicos del cristianismo y de la vida sobrenatural y pone toda su religión en el culto más o menos ortodoxo a una imagen o a un santo, y casi siempre guiados por un espíritu egocentrista para gozar de la protección del santo. Entre los jóvenes y adultos, un 15% de la población global de México que se dice católica, no ha hecho la primera comunión. En cálculos conservadores, solamente un 20% asiste regularmente a la misa dominical. Hay además muchos pueblos y ciudades en que la asistencia a la misa dominical es de 5 o 6%.
"Si de la práctica general de la religión pasamos a ciertos aspectos concretos —añade— el cuadro no es menos deprimente. Hay varias parroquias en la ciudad de México, en las que existen más de 500 amasiatos. En muchos pueblos, el culto dizque católico, se reduce a una fiesta popular en el día del santo patrono y a ciertos actos de manifiesta superstición. De los 34 millones de habitantes que aproximadamente tiene la nación, cerca de 10 millones están en edad escolar. De éstos, están bajo la influencia educativa de la Iglesia, en cálculos muy favorables, un medio millón, es decir, apenas un 5% de toda la juventud mexicana.
2. De otro lado, como lo advirtió José E. Iturriaga "el estrato irreligioso se ha ampliado en el curso de las cuatro primeras décadas del presente siglo —particularmente durante el periodo revolucionario— en más de cuatro mil por ciento, ascenso que no es proporcional al aumento de la población, ya que ésta sólo creció un 44% durante el mismo periodo... En efecto, en tanto que en 1900 había 18 640 personas que no practicaban culto alguno, en 1910 había 25 011. En 1921 la cifra subió notablemente, pues el censo respectivo registró 108 049 personas dentro de la misma clasificación; en 1930 la cifra ascendió a 175 180; y finalmente en 1940 el número de personas que no tenían confesión religiosa alguna era de 433 671".14
3. El proceso de profanización de las costumbres no ha sido suficientemente estudiado, y en cuanto al número de la población que no tiene credo alguno deja de ser registrado por el censo de 1950, en que se da a entender que todos los mexicanos tienen religión, sea católica, protestante u otra, fenómeno insólito y revelador de incongruencias censales (Cuadro XV). En cuanto al censo de 1960, registra una población de 192 963 individuos que no tienen credo alguno, lo cual indicaría que en los últimos 20 años este tipo de población disminuye en 57%. Como al mismo tiempo la población que no aclara si tiene religión aumenta en 50 veces durante ese mismo periodo, puede pensarse que se trata de individuos que sin tener credo alguno, no quisiera manifestarlo expresamente, por indiferencia o temor.
Sumados unos y otros —los que manifestaron no tener credo y los que no se declararon creyentes ni incrédulos arrojan la cifra de 414 253 habitantes, cifra inferior en 34 000 a la correspondiente de 1940, e incluso inferior en 29 000 a la de los no creyentes de 1940 (Cuadro XVI).
Estos datos pueden ser interpretados de las más diversas maneras:
a) Que la tasa de incremento de los no creyentes disminuyó precisamente en el periodo de industrialización, urbanización y modernización del país (1940-60), o
b) Que aumentaron el tipo de presiones políticas y psicológicas para que las autoridades censales no registraran el fenómeno en 1950, o la población se declarara religiosa en el momento de la encuesta de 1960, o los empleados censales registraran automáticamente como católica a una población que no lo era.
La primera interpretación es imposible. En cualquier sociología de la religión se señala como una tendencia natural el aumento absoluto y relativo de la irreligiosidad conforme las sociedades se urbanizan y se industrializan. El segundo revelaría hasta qué punto este proceso —que en México debe darse como en cualquier otro país del mundo— puede coincidir con presiones políticas y psicológicas, conscientes o inconscientes, que tienden a ocultarlo, ya sea por parte de las autoridades o de la población, indiferente o temerosa.
4. En todo caso, al juzgar el papel de la política clerical de nuestro tiempo, la hipótesis más viable es que al catolicismo de tipo tradicional se añade cada vez más un catolicismo de tipo moderno, que al fanatismo político-religioso se enfrenta cada vez más un catolicismo que separa la acción religiosa y la acción política; que aumenta cada vez más la población que, declarándose católica, no es practicante regular de todos los ritos eclesiásticos.
Esta distinción entre un catolicismo tradicional y otro moderno existe tanto en la grey como entre los curas y prelados y es un hecho que no se puede ignorar, y que nos impide pensar que el incremento del poder de la Iglesia nos esté conduciendo a posiciones semejantes a las del pasado. El clericalismo del siglo XIX y principios del XX se explica también en función de todo un sistema social, en que el latifundismo, el caciquismo, el militarismo son su complemento. El de hoy se inserta en una estructura bien distinta. Puede, es cierto, volver a jugar algunos papeles similares a los del pasado, y en la medida en que los otros factores tradicionales del poder —particularmente el ejército— volvieran por sus fueros, el peligro de una lucha política tradicional aumentaría. Por de pronto es necesario reconocer este primer hecho: la modernización del país, la profanización consecuente de las costumbres y la aparición de un catolicismo moderno, cada vez más alejado de los patrones políticos medievales y de las tradiciones políticas oscurantistas de España, es un hecho en el México contemporáneo. Claro es que esta modernización no es pareja en el país y no impide que queden regiones estancadas y de un tradicionalismo acendrado.
5. En efecto, la geografía político-religiosa de México es muy variada y al desarrollo desigual de las distintas regiones corresponden formas distintas de religiosidad y profanidad. La actitud religiosa más tradicionalista y fanática se localiza sobre todo en los estados del centro con los consiguientes efectos políticos; en otras entidades, como Nuevo León, hay una religiosidad política de tipo paternalista, fomentada por los empresarios y ligada a las fábricas; gran parte del norte, del Golfo, del sureste tienen una religiosidad mucho menos amplia y menos vinculada a la acción política.
Tomando como un indicador negativo de la sociedad tradicional, en cuanto a la religión, el número de individuos que manifiestan expresamente no tener credo alguno y logran su registro como no religiosos —a pesar de los obstáculos arriba señalados-, y clasificando a los estados según tengan una menor o mayor proporción de incrédulos manifiestos, nos encontramos con que 13 estados tienen una proporción de incrédulos mayor de la media nacional (.57)15 y 19 se hallan debajo de ella. Las mayores proporciones de incrédulos manifiestos (más de 1%), se encuentran en Baja California, Quintana Roo, Sinaloa, Tabasco, Veracruz; la menor proporción en Jalisco, México, Querétaro (de .00 a .20). En un segundo grupo están de un lado (de .81 a 1.00) Campeche y Chiapas y de otro (de .21 a .40) el territorio de Baja California, Colima, Guanajuato, Guerrero, Oaxaca. Y en el último grupo se encuentran de un lado (de .61 a .80) Chihuahua, Distrito Federal, Durango, Hidalgo, Michoacán, Morelos, San Luís Potosí, Tamaulipas, y de otro (de .41 a .60) Aguascalientes, Coahuila, Nayarit, Nuevo León,
Puebla, Sonora, Tlaxcala, Yucatán, Zacatecas (Cuadro XVII).
Otro indicador quizás más importante para detectar la geografía religiosa de México es el de la población de 12 o más años que teniendo vínculos maritales sólo se ha casado por lo civil o vive en unión libre. En 1960 de una población total de 12 o más años que vivía en vínculos maritales y ascendía a 11 689 960 habitantes, el 33.13% no había contraído matrimonio religioso: sólo se había casado por lo civil o vivía en unión libre. La mitad de las entidades federativas tenía una población con vínculos maritales no religiosos superior a la media. En Tabasco esta población era el 78.15% del total, en Chiapas el 77%, en Sinaloa el 65%; en Veracruz, Tamaulipas y Sonora más del 50%; en Hidalgo, Quintana Roo y Campeche más del 40%; en Morelos, Nayarit, Oaxaca, Coahuila, territorio de Baja California y Nuevo León más del 33%; y sólo en el resto de los estados de la República era inferior a la media nacional: del 30% en el Distrito Federal, Chihuahua, Puebla; de menos del 30% y más del 20% en Yucatán, Guerrero, Tlaxcala, San Luís Potosí, Durango, México; de menos del 20% y más del 10% en Colima, Michoacán, Zacatecas, y de menos del 10% en los estados donde la religión católica no sólo es más general sino más tradicionalista: Jalisco, Aguascalientes, Querétaro, Guanajuato (Cuadro XVIIb).
6. Por otra parte, la escala del fanatismo político-religioso al catolicismo moderno y al laicismo o de éstos a aquél, no es siempre suficiente para comprender las diferencias de la religiosidad en México: existe una población de más de un millón de habitantes que sólo hablan lenguas indígenas; y hay 2 millones que hablando lenguas indígenas, también hablan español. En ambos casos se dan creencias precortesianas, politeístas, totemistas, mágicas, que en estratos más aculturados se mezclan a las supersticiones religiosas y mágicas de corte hispánico. Unas y otras son dignas de consideración al analizar la acción política del clero.
7. En efecto, la política clerical no es homogénea. Dentro de los jerarcas hay —como dijimos— diferencias que provienen de un espíritu tradicional o moderno; en los distintos estratos del clero se presentan hoy, como en el pasado, diferencias culturales e ideológicas; la política clerical varía de una a otra entidad federativa, de una región a otra del país, de una a otra clase social.
8. Pero si el peligro de una política clerical y de problemas clericales semejantes a los del siglo XIX no se da, si la evolución económica y social del país, los cambios de estructura, la diferente religiosidad de las regiones y entidades no permiten pensar en una vuelta al pasado, sí pueden darse y se han dado en algunas regiones del país nuevas vinculaciones de la política clerical tradicional y de las nuevas fuerzas conservadoras mexicanas y extranjeras.
En el México actual y en zonas relativamente vastas del país se advierte una estrecha vinculación del clericalismo tradicional con la guerra fría, del cristianismo político con un anticomunismo que manipula los símbolos primitivos, los temores de la sociedad tradicional, para provocar verdaderos fenómenos de pánico y de agresividad entre la población más ignorante y fanática, sea campesina o de clase media.
La manipulación de estos temores y fobias de la sociedad tradicional y su vinculación con la guerra fría, mediante campañas de rumores, acusaciones, llamados alarmantes; los cuentos y fantasías de miedo que se hacen circular en el campo, los pueblos y hasta las ciudades; el uso de instrumentos religiosos —amuletos, exorcismos y campanas que tocan a rebato— de profetas y profecías, de apóstoles y santos, de imágenes supersticiosas de lo monstruoso, y conceptos populares de lo demoníaco, vinculados y enfrentados al comunismo como entidad infernal y diabólica, en el sentido tradicional del término; ligados a una acción política cada vez más efectiva, en que los sacerdotes van sustituyendo a los maestros como líderes de las comunidades y de los ejidos —para formular demandas, levantar protestas, y organizar manifestaciones religioso-políticas— provoca un miedo completamente racional entre los propios políticos —gobernantes, diputados, líderes—, amenazados siempre de ser acusados de "comunistas", con la connotación mágico-diabólica del término, y las fobias brueghelianas que despierta.
Que los extremos. de esta política se encuentran localizados en ciertas regiones más atrasadas del país, que la concepción mágica y medieval del anticomunismo cede paso en estratos superiores a una propaganda menos primitiva, que los sectores liberales y de pensamiento más moderno siguen dominando la situación en los pueblos, y que incluso en las entidades federativas donde se da más acusadamente este fenómeno hay grandes núcleos de campesinos con tierras, de ejidatarios revolucionarios, que apoyan a las élites liberales y las ayudan a mantener el poder, son hechos indudables. Sin embargo no impiden el que hoy el clero tradicionalista represente una de las fuerzas más vivas y actuantes en la política mexicana, y constituya uno de los grupos de presión más poderosos y diversificados, al que los gobernantes deben tomar en cuenta en sus decisiones, unas veces como aliado frente a las demandas populares que hacen peligrar su fuerza o sus intereses, otras como enemigo que intenta derrocarlos y sustituirlos.
IV. LOS EMPRESARIOS
La reforma agraria, iniciada a raíz de la revolución, y que alcanza su mayor intensidad en la época de Cárdenas, elimina el sistema de latifundios y con él, el tipo de relaciones sociales que algunos autores equiparan al feudalismo, en busca de una categoría europea que sirva de punto de referencia. De un país —como el México de 1910— en que 11 000 hacendados poseían casi el 60% del territorio nacional, pasamos a ser un país de pequeños propietarios, de ejidatarios y de grandes empresas agrícolas de tipo capitalista, en el que no quedan casi vestigios del antiguo latifundio con sus aparceros y peones acasillados, ni de las plantaciones con trabajadores semiesclavos. En efecto entre 1915 y 1965 los distintos presidentes de México reparten 53 337 500 Ha. entre 2 240 000 jefes de familia y la estructura agraria se transforma radicalmente. Aparecen los pequeños propietarios, los ejidatarios, los trabajadores asalariados del campo; se desarrollan los comerciantes independientes, y las clases medias rurales; surgen más tarde los empresarios campesinos, también llamados neolatifundistas, cuyo papel y relaciones con el resto de la comunidad, de la economía, del Estado son muy distintos a los de sus predecesores porfirianos, y más parecidos a los de una alta burguesía rural.
Al fenómeno anterior se añade otro no menos importante: la industrialización del país. Con el aumento del mercado interno, con las nacionalizaciones —de ferrocarriles y en particular del petróleo— con todos los procesos de acumulación original y de capitalización, el Estado adquiere nuevas funciones de empresario, y las clases dominantes —antes reducidas a grupos minúsculos— juegan nuevos papeles de industriales, grandes comerciantes, banqueros. Es así como el personaje político que viene a sustituir al latifundista es el empresario, y el tipo de relaciones sociales predominantes es el capitalista, que abarca el conjunto de las zonas desarrolladas del país y domina el resto.
Intentar un análisis del crecimiento de este nuevo tipo de relaciones equivaldría a hacer un estudio general del desarrollo del sistema económico y social del país en las últimas décadas.16 Vamos a limitamos aquí a esbozar el poder actual de los empresarios en relación con el problema que nos ocupa y en particular con el gobierno.
Un estudio realizado en 1960 por el economista mexicano José Luís Ceceña sobre las empresas más grandes e importantes de México (2 040 empresas con ingresos anuales de cinco millones de pesos o más, que en conjunto poseen ingresos de 56 000 millones de pesos y de hecho dominan la economía mexicana) revela la fuerza relativa de la empresa privada nacional, de la extranjera y de la empresa estatal (Cuadro XVIII). De las 100 mayores empresas el 50.27% del ingreso corresponde a las de control extranjero y de fuerte participación extranjera; el 13.52% a las del sector privado independiente, y el 36.21% a las empresas del gobierno. En las doscientas mayores empresas las proporciones correspondientes son: 53.96% (extranjeras o de fuerte participación extranjera), 16.53% (sector privado independiente), 29.51%(gobierno); en las 300 mayores: 54.51% (extranjeras o de fuerte participación extranjera), 19.04% (sector privado independiente), 26.45% (gobierno); en las 400 mayores —que tienen ingresos equivalentes al 77% del total— las proporciones son 54.06% (extranjeras), 21.09% (sector privado independiente), 24.85% (gobierno). En todos los casos, como se ve, las empresas extranjeras y de fuerte participación extranjera poseen más del 50% del total de ingresos, y las demás empresas privadas del 14 al 22%. Unas y otras obtienen, en el total de las cuatrocientas mayores, las tres cuartas partes del ingreso, mientras el gobierno sólo obtiene la cuarta parte restante. La empresa privada, mexicana y extranjera, es así una extraordinaria fuerza en las decisiones económicas. Organizada en confederaciones, cámaras, asociaciones, clubes, constituye el más novedoso y vigoroso conjunto de grupos de presión, al que el gobierno debe tomar en cuenta en sus decisiones económicas y políticas.17
Las organizaciones de los empresarios, que tienen carácter oficial y obligatorio, son un poderoso instrumento de los propios empresarios. La Confederación Nacional de Cámaras Industriales (CONCAMIN) agrupa 51 cámaras; la Confederación Nacional de Cámaras Nacionales de Comercio (CONCANACO) agrupa 254 cámaras; la Confederación Patronal de la República Mexicana tiene 7 000 miembros distribuidos en 21 centros patronales. A ellas se añaden muchas otras organizaciones no menos poderosas, como la Asociación de Banqueros de México y la Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros. l8 Todas estas organizaciones designan a sus representantes, en un juego político plenamente consciente, en que el poder económico y político de los candidatos, y su posibilidad de ser eficaces en la defensa de los intereses patronales, determinan su elección en forma democrática, esto es, de respeto al voto de los asociados. A su poderío, y al hecho de que representan efectivamente las fuerzas del empresario extranjero y mexicano, añaden formas muy eficaces de lucha: "Ha sido una característica de la organización patronal en México —escribe Isaac Guzmán Valdivia, apologista de estas organizaciones— que los problemas más serios que afectan a los hombres de empresa se estudien conjuntamente por los directores de las principales instituciones representativas de la iniciativa privada. Siempre que se presenta una situación de esa naturaleza los presidentes de las Confederaciones de Cámaras Industriales, de Cámaras Nacionales de Comercio, de la Patronal y de la Asociación de Banqueros de México entran en consulta inmediata y, si se hace necesario, actúan sus respectivos consejos directivos y los grupos de especialistas con que tales organismos cuentan. De esta manera se toman decisiones congruentes, que norman la acción de la clase patronal. Sobre esta base unas veces se hacen declaraciones conjuntas o se realizan gestiones en las que participan representantes de la industria, del comercio, de los empresarios como patronos, y de la banca. En otras ocasiones —y ésta es la regla general— cada organización actúa en el campo específico que le corresponde sabiendo que cuenta con el apoyo de las demás." 19 Otras formas de coordinación se realizan en las convenciones y asambleas anuales, o entre los empresarios de una misma rama industrial, o entre los empresarios de distintas ramas que tienen actividades de interés común en un territorio determinado.
Poderosas en el terreno económico, organizadas y coordinadas en el terreno político, estas agrupaciones, por ley, son "órganos de consulta del Estado para la satisfacción de las necesidades del comercio y la industria nacionales",20 y en la realidad política funcionan como una especie de congresos de patronos que tienen influencia decisiva en la legislación y en la administración. "En el país existe un sistema de cámaras —escribe el investigador norteamericano Brademburg— que permite al gobierno conocer la actitud de un negocio determinado antes de proponer al Congreso cualquier ley que pudiera perjudicar o entorpecer ese negocio. Cada cámara —afirma Brademburg— decide sobre la política que deban adoptar los intereses que representa, cuando se le envía el proyecto de ley para que haga sus observaciones. La mayoría de las cámaras disponen de un cuerpo de abogados especializados que proponen al gobierno las modificaciones que creen oportunas. Si las sugestiones indican que determinada propuesta —en caso de adoptarse— sería perjudicial no sólo para los intereses de la cámara sino también para los de la sociedad mexicana en general, el gobierno se inclina a reconsiderar la iniciativa. En esa forma los negocios participan directamente en el sistema político de México, aunque con frecuencia no tengan representación formal en el partido o en el gobierno. Se siente su influencia directamente; la acción es rápida y los resultados tangibles."21 Y a este sistema de consulta —real— se suma un sistema de informes anuales, establecido desde la década de los treintas, en que el secretario de Hacienda pronuncia un discurso sobre la política financiera y económica del régimen, que es sometido a la crítica efectiva y, a veces, muy enérgica de los convencionistas, respaldada habitualmente por la prensa.
Es así como encontramos en el México de hoy un sector amplio y profundamente organizado, con financiamiento propio, con representantes propios elegidos democráticamente, con expertos y técnicos a su servicio que reciben los mejores sueldos del país y sirven para asesorarlo en el terreno económico, jurídico y político, con organizaciones que se coordinan entre sí y siguen —cada vez que lo juzgan conveniente para sus intereses— una estrategia común. Este sector, que representa al .5% de la población, esto es a unos doscientos mil mexicanos —como observa González Cosío, en su estudio sobre "Las clases y estratos sociales"—22 tiene instrumentos efectivos que influyen en la legislatura y la administración gubernamental, que modifican las decisiones del Ejecutivo, tras someterlas a una crítica y a una aprobación también efectivas, que censuran en forma práctica los informes económicos que les hace el gobierno, proponiendo modificaciones a la política económica y financiera gubernamental —con el respaldo de la gran prensa— y en una forma completamente distinta a la que corresponde a los informes anuales del presidente al Congreso, con su significado simbólico y los comentarios rutinarios que preceden o acompañan la aprobación automática y también rutinaria de los mismos.
El funcionamiento real, el sentido efectivo de defensa de los intereses ciudadanos, que buscaban desde la época clásica los ideólogos de la democracia, sí se puede aplicar al sector patronal de México, con sus organizaciones representativas e influyentes en las decisiones gubernamentales. Que el poder de este sector frente al Ejecutivo y al gobierno en general es inferior al de otros países por una excesiva intervención del Estado en la economía es un hecho discutido y discutible que amerita un cuidadoso análisis.
En efecto, el sector público ha venido contribuyendo desde hace tiempo con más de una tercera parte de la inversión territorial bruta: en 1961 participó con el 46% y en 1963 con el 50%.23 Tiene por lo tanto un gran influjo en la inversión privada y en el desarrollo económico: la inversión privada como lo han observado varios economistas se comporta como variable dependiente de la pública —el inversionista privado espera a ver cuáles son los gastos e inversiones del gobierno para invertir a su vez. En ocasiones la inversión gubernamental contrarresta —como ocurrió en 1961— "los efectos negativos del bajo nivel de la inversión privada". Opera así en forma supletoria y relativamente independiente promoviendo la ocupación, el crecimiento y los ingresos. Su posición estratégica desde el punto de vista industrial y de los servicios es excelente. Produce y controla la casi totalidad de la energía disponible en el país. El 100% de la producción petrolera corresponde al sector descentralizado y con la nacionalización de la industria eléctrica la generación de electricidad por el Estado aumenta del 23.2% en 1959 al 83.4% en 1965—66; en la actividad de comunicaciones y transportes los organismos estatales participan con el 48% del total nacional (con el 100% de los ferrocarriles) correspondiendo el autotransporte, los servicios telefónicos y la mayor parte del transporte aéreo al sector privado, que en este último renglón cede cada vez más el paso al sector público; en la producción nacional de manufacturas las empresas estatales sólo contribuyen con el 3% del total, pero concentran su actividad en industrias básicas para el desarrollo, destacando la producción de hierro y acero, la producción de fertilizantes, carros de ferrocarril, armado de vehículos de motor, ingenios azucareros, artículos textiles, especialmente de algodón, y producción de papel. Y aunque en la industria extractiva la participación del Estado en la producción nacional es también muy reducida (3% en 1960) se concentra particularmente en la extracción de hierro y carbón mineral.
A este poder en el terreno de la producción corresponde un poder semejante en el de las finanzas: "El financiamiento otorgado por los bancos nacionales, junto con el Banco de México, a la producción y al comercio ha venido creciendo considerablemente —escribe Octaviano Campos Salas. De $ 377.4 millones que era en 1942 se ha elevado en 1959 a $ 16 327.6 millones (sin incluir los avales otorgados por la Nacional Financiera). La proporción que esto representa del financiamiento total otorgado por el sistema bancario mexicano en ambas fechas es el 31% y 52%, respectivamente.”24 El encauzamiento de este crédito tiene un sentido estratégico para el desarrollo; es supletorio de la falta de crédito privado para amplios sectores de la producción y el comercio, permite hacer inversiones que implican mayores riesgos y que son básicas para la industrialización, alcanza el doble de las inversiones del sector privado con producción diferida, que son fundamentales también para el desarrollo nacional.
De otro lado un buen número de instituciones bancarias y financieras oficiales, como los bancos de Crédito Agrícola y Ejidal, los Almacenes Nacionales de Depósito, la Unión Nacional de Productores de Azúcar, la Financiera Nacional Azucarera, el Banco Nacional de Fomento Cooperativo, el Banco Nacional de Transportes, el Banco del Pequeño Comercio, el Banco del Ejército y la Armada, el Patronato del Ahorro Nacional, el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, son instituciones que abarcan grandes núcleos de la población y en los que el otorgamiento del crédito se da en función del desarrollo y de la política gubernamental.
Los instrumentos económicos de que dispone el Estado, la monopolización de la producción de energía, la participación en el cincuenta por ciento de los transportes y comunicaciones, en el cincuenta por ciento del crédito, la posición estratégica que ocupa en las industrias extractivas y de transformación, el carácter y las posibilidades esencialmente políticas de muchas de sus instituciones financieras, la posibilidad de hacer amplios combinados económicos, todo ello ligado a la administración pública y a un régimen presidencialista, haría pensar que las críticas de la iniciativa privada a una excesiva intervención del Estado son justas en términos de una economía capitalista, si no se reparara en algunos hechos de fundamental importancia para el análisis de la situación nacional y del desarrollo de México en particular.
En primer lugar es necesario advertir —como se ha hecho en reiteradas ocasiones— que el sector público en México participa con una proporción del producto nacional bruto muy inferior a la de otros países de libre empresa. En 1960 le correspondió el 9.5%, mientras en ese mismo año a otros gobiernos les correspondía una participación proporcionalmente mayor: el 19% al gobierno francés, el 20.6% al británico, y el 21% al norteamericano.
Pero hay un hecho quizás más significativo, y que los críticos de la intervención del Estado no consideran, y es la situación específica de esta intervención estatal, y el contexto en que opera. En efecto, la inversión estatal depende en gran medida de un financiamiento extranjero, que es del 30.8% en 1959, del 34.8% en 1960, del 47.4% en 1961, y esta dependencia tiene características estructurales —en virtud del alto contenido de importaciones de los países subdesarrollados, y de la coyuntura internacional e interna que provoca la disminución en el ritmo de la actividad económica, como ocurrió en 1961— y conduce a la obtención de créditos en el exterior.
Ahora bien, estos créditos que dependen del exterior y en particular de los Estados Unidos, sumados a la fuerza de las empresas extranjeras y de fuerte participación extranjera, y apoyados directa o indirectamente por la política económica y el poder estatal de Norteamérica, reducen de una manera notable el poder del Estado mexicano, de su régimen presidencialista, y de su aparato productivo y financiero, e invitan a reflexionar seriamente para saber si la proposición de que el Estado mexicano disminuya su intervención no redundaría, por una ley casi física, en un incremento del poder y la influencia del Estado norteamericano. A ese efecto es necesario analizar objetivamente el poder nacional y el factor de dominio de la gran potencia.
[…]
CAPITULO XII
EL FUTURO INMEDIATO
Las conclusiones coincidentes de las ideologías tienen un peso especial y nos acercan al ideal de la ciencia. Por ello es importante que en medio de la guerra fría y de la lucha ideológica podamos hoy concluir con cualquier ideología que el futuro inmediato del país depende de la democratización efectiva y del desarrollo, y que el avance en la democratización tendrá efectos positivos en el desarrollo y el de éste en aquélla. Es importante llegar a esta conclusión en un momento en que la democratización del país es un hecho posible, un hecho probable, aunque lleno de obstáculos, y en un momento en que el desarrollo avanza con tasas mínimas de seguridad y exige grandes esfuerzos. La coincidencia de conclusiones con distintos tipos de análisis, la precisión y objetividad de conceptos pueden acelerar y precisar la acción política conjunta, sobre todo cuando estos hechos son funcionales a los intereses de grandes sectores de la población que hoy coinciden en la realidad, tienen una "tarea nacional", objetiva.
Pero esta coincidencia, esta precisión, esta objetividad de los conceptos enunciados no impiden el que sea también funcional para las distintas clases -para sus miembros y organizaciones- el ocultarse estos conceptos y el oscurecerlos mediante racionalizaciones y actos demagógicos, retórica y verdades a medias, que satisfagan otro tipo de aspiraciones inmediatas, de intereses irritados, o de pasiones ideológicas. Por ello creemos necesario enunciar en forma sintética las conclusiones principales que restan fuerza a la enajenación política en México y que son verdades muy sencillas y requisitos necesarios para el desarrollo del país. Porque el problema radica, en que poseyendo como poseemos verdades muy sencillas, conociendo como conocemos cuáles son los requisitos sine qua non del desarrollo del país, vamos a seguir oscureciendo esas verdades y ocultándonos esos requisitos, en virtud de la lucha política y de los intereses en pugna. Y precisamente la lucha principal consistirá en mantener la claridad de los conceptos, en no olvidar los requisitos del desarrollo, y en aplicar las medidas idóneas. A este respecto es indudable que se librará una de las batallas más importantes para la coordinación de la acción política en los grupos y partidos y en la nación, y que la claridad y la conciencia de lo necesario para el desarrollo y la democratización tendrán valor, en la medida en que sean genuinos actos colectivos representativos de fuerzas políticas.
Nadie puede ocultarse que el desarrollo es un incremento del producto y una redistribución del producto y que no hay desarrollo cuando no se dan ambos hechos. Nadie puede ocultarse que sólo hay dos tipos de desarrollo, el capitalista y el socialista, que todos los países capitalistas desarrollados han permitido el incremento del poder de negociación y organización de los trabajadores, y que gracias a ese poder se logró en ellos la redistribución del ingreso que tienen y que es superior a la de los países subdesarrollados. Nadie puede ocultarse que en esos países la democratización de los partidos y de los sindicatos fue la clave del desarrollo, y que esa democratización -en tanto que mayor participación de las masas en las decisiones políticas- es superior a la de los países subdesarrollados. Nadie puede ocultarse que ni basta con implantar formalmente la democratización en los países subdesarrolIados para acelerar el desarrollo, ni éstos tienen por qué imitar todas y cada una de las formas específicas de la democracia clásica para que haya democracia: la democracia se mide por la participación del pueblo en el ingreso, la cultura y el poder, y todo lo demás es folklore democrático o retórica.
Nadie puede ocultarse que en México no hay las condiciones de una revolución socialista, y que en cambio se pueden presentar las condiciones de un golpe de estado fascista, que el margen de seguridad en que camina el país es muy bajo, y que de no acelerarse los procesos de democratización y desarrollo, es posible, en una situación de crisis, que las clases dominantes recurran para mantener el poder al gobierno dictatorial o de fuerza. En estas condiciones si se busca el desarrollo se tiene que buscar un desarrollo pacífico y, en la lexicología marxista, se tiene que buscar un desarrollo burgués y una democracia burguesa. Esta situación hace que todo marxista consecuente se convierta en un aliado necesario y potencial de los procesos de desarrollo y democracia, aunque a largo plazo tenga como meta el acceso al socialismo.
Pero no sólo con esta perspectiva hay una tarea nacional. La tarea nacional existe porque subsisten las formas de una situación semi-colonial y existirá mientras esas formas subsistan. Esta coincidencia y esta alianza no impedirán -y sobre ello no debe haber duda entre los grupos dirigentes marxistas y no marxistas- el que al mismo tiempo haya lucha, conflicto, y unos y otros podrán librar la lucha o regular el conflicto en formas parecidas a las que se dieron en los países europeos, y diferentes sólo en la medida en que la tarea nacional obliga a acentuar el carácter pacífico e institucional de las luchas y conflictos. En este sentido la tarea de la extrema izquierda -de ser coherente y de buscar ser efectiva- no puede ignorar que si México padece un colonialismo interno y una absorción permanente del proletariado, un "oportunismo estructural", un desarrollo semi-capitalista, la lucha debe centrarse en acabar con el colonialismo interno y con el desarrollo semi-capitalista, en "conquistar los derechos políticos y la libertad política" de la población marginal, semicolonial, en acentuar la lucha cívica y la organización política en el campo y en las regiones indígenas, y, en formar, en las ciudades, los cuadros dirigentes con los obreros más conscientes y radicales, a sabiendas de que México seguirá siendo un país de partido predominante mientras no se desarrolle plenamente en el capitalismo y no desaparezca el colonialismo interno, y que antes de que eso ocurra no habrá las condiciones de un partido de masas del proletariado, y la lucha de clases no adquirirá sus formas puras.
Por su parte la clase gobernante no puede ocultarse que la democratización es la base y el requisito indispensable del desarrollo, que las posibilidades de la democracia han aumentado en la medida en que ha aumentado el ingreso per cápita, la urbanización, la alfabetización; que subsisten obstáculos serios y de primera importancia como la sociedad plural y que el objetivo número uno debe ser la integración nacional; que la condición prefascista de las regiones que han perdido status amerita planes especiales de desarrollo para esas regiones; que las regiones con cultura tradicionalista, con población marginal considerable, sin derechos políticos, sin libertad política, sin organizaciones políticas funcionales, son los veneros de la violencia, y exigen para que ésta no surja esfuerzos especiales para la democratización y la representación -política- de los marginales y los indígenas y tareas legislativas, políticas y económicas que aseguren el ingreso de esa población a la vida cívica, la admisión e integración de los estratos marginales a una "ciudadanía económica y política plena"; que es necesario acentuar la unidad de nuestra cultura política secular y mantener el principio constitucional de que los alineamientos políticos no deben estar ligados a los religiosos; que es necesario redistribuir el ingreso y mantener y organizar a la vez las presiones populares y la disciplina nacional, que es necesario a la vez democratizar y mantener el partido predominante, e intensificar el juego democrático de los demás partidos, lo cual obliga a la democratización interna del partido como meta prioritaria, y a respetar y estimular a los partidos de oposición revisando de inmediato la ley electoral; que la democratización del partido debe estar ligada a la democratización sindical y a la reforma de muchas de las leyes e instituciones laborales, entre otras tareas; que un desarrollo económico constante es el seguro mínimo de la paz pública, y que para lograr estas metas la personalidad del presidente, el carácter técnico del plan, y la democratización del partido son requisitos ineludibles, en un país en que el presidente tiene una extraordinaria concentración del poder en un momento en que ya no se puede ni desconfiar de los planes técnicos ni hacer demagogia con ellos, y en una etapa en que se necesita canalizar la presión popular, unificando al país, para la continuidad y aceleración de su desarrollo y, dejar que hablen y se organicen las voces disidentes para el juego democrático y la solución pacífica de los conflictos.
|