Gustavo Díaz Ordaz
23 de Octubre de 1965
Señores Médicos:
Los mexicanos tenemos una forma tradicional, muy hermosa, de expresar a nuestros semejantes, en su día, nuestros parabienes y, para que sean más afectuosos, lo hacemos cantando.
Yo quisiera que ustedes sintieran que simbólicamente uno mi voz a las bellas voces que entonaron hace unos momentos La Mañanitas, para saludarles y expresarles la cordialidad de mis parabienes en su día, deseándoles el mejor éxito como hombres, como profesionales, como gremio que tiene a su cargo una de las más importantes funciones sociales Vengo, además, a rendir testimonio público -como dijo el señor doctor López González- a la esforzada labor que el médico mexicano realiza para atender la salud de nuestro pueblo; y, como también lo expresó en ese bellísimo discurso que acaba de pronunciar el señor doctor Guzmán Garduño, a rendir homenaje de admiración a quienes en todos los rincones de la República atienden la salud de sus compatriotas.
La socialización de la medicina es un fenómeno del que ninguno de nosotros tenemos ni el mérito ni la responsabilidad de su acaecer. Somos simples espectadores de un hecho producido por el desarrollo económico y que por eso es mundial y no se reduce a un país determinado, pero sí tenemos la necesidad de entenderlo y de sumarnos al movimiento incontenible, porque sabemos que esos fenómenos de carácter económico-social no pueden detenerse con un simple gesto.
De ahí que debamos, en conjunto, esforzarnos por resolver, después de afrontarlos con serenidad, los problemas que la socialización de la medicina implica.
Debemos comprender, y comprendemos que sobre todo para el médico que nació a la vida profesional bajo el viejo concepto de la profesión liberal, con un elevadísimo rango social y con una seguridad económica superior generalmente a la de la mayor parte de las profesiones, le resulta difícil afrontar el cambio de ese rango que la sociedad le había conferido por el de la proletarización de sus servicios a que lo está obligando la socialización de la medicina.
Debemos comprender, y lo comprendemos, porque el funcionario con responsabilidades tan grandes como las mías no tiene entre sus funciones la de juzgar a los hombres, pero sí la fundamental de comprenderlos, y que de esa comprensión nazca el espíritu para compartir la responsabilidad que ustedes asumen frente a la sociedad y las angustias de todo orden que los asaltan para poder hacer frente a ella.
No nos sentimos ajenos a la responsabilidad del médico mexicano para atender la salud de nuestro pueblo: por el contrario, nos sentimos parte integrante de esa responsabilidad; tampoco nos sentimos ajenos a sus angustias económicas y docentes, a sus necesidades ingentes de mantener contacto permanente con los descubrimientos de la ciencia médica, que avanza aceleradamente y que requiere esfuerzos personales y desvelos y sacrificios de toda índole para no quedar rezagado en el movimiento progresista de esta rama del saber humano.
Las únicas limitaciones que tenemos -y aquí también se ha dicho, y por eso sé que ustedes lo entienden y nos comprenden-, se deben a que siempre que se utiliza una parte, aunque sea mínima, del dinero del pueblo, que constituye el presupuesto del Gobierno, forzosamente ha de desatenderse otra de las grandes necesidades de nuestro pueblo.
No está a voluntad o a capricho del gobernante, distribuir indistintamente las posibilidades económicas en la satisfacción de una o de otra necesidad. Es una de las más angustiosas tareas la de ir fijando la jerarquización de las necesidades para irlas atendiendo justa y equitativamente por lo menos justa y equitativamente, desde el humano y personal punto de vista.
Yo les aseguro que con la mejor buena fe y con la mejor voluntad hacemos esfuerzos por ser justos y equitativos en la repartición de los dineros del pueblo, para cubrir las necesidades que el propio pueblo quiere que se cubran con su contribución económica. Lo somos y seguiremos siéndolo.
Cuando han depositado en mí su confianza -como lo han expresado en esta mañana-, tengan la seguridad de que yo haré cuantos esfuerzos y sacrificios sean necesarios para hacerme merecedor de esa confianza.
Pero al mismo tiempo sé que en el médico mexicano esta gran preocupación no es la principal. Como todo ser humano tiene exigencias vitales que se resuelven con medios económicos: es necesario atender a la satisfacción de las personales necesidades; es ingente llevar el pan honradamente ganado al hogar, donde esperan la mujer y los hijos. Pero por encima de esas exigencias de tipo material hay otros alientos en la conciencia del médico, y de ellos figuran miles de ejemplos en la historia del ejercicio de la medicina.
No ahora -cuando fundamentalmente se van estableciendo y estrechando sus relaciones con el Estado que asume su parte de responsabilidad en el proceso económico-, sino antes, ¡cuántas veces en la privacía del consultorio los médicos mexicanos, y los médicos de todo el mundo, han sentido que la mejor paga no ha sido el dinero sino la sonrisa o la bendición de una madre a quien le han devuelto su hijo ya sano!
Por eso el testimonio y reconocimiento público y mi homenaje de gratitud y de admiración a todos los médicos de México, a todos sin excepción, porque la gran hoguera en que consumió heroicamente su vida el doctor Schweitzer alienta también en la conciencia de cada uno de los médicos de México.
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