29 de Marzo de 1963
Señor presidente: Todavía bajo la imborrable impresión que nos causara el fervoroso recibimiento de que fuimos objeto por parte del pueblo yugoslavo, sus cordiales palabras vienen a acrecentar los motivos de nuestra gratitud. Conocíamos la espontaneidad, el carácter hospitalario y la franqueza de su pueblo, por todas las noticias que teníamos al respecto, pero la realidad ha sido superior a cuanto presentíamos.
Ya en los años de la Segunda Guerra Mundial fueron bien conocidas en mi país las señeras virtudes de los pueblos yugoslavos, quienes en todo tiempo han sabido defender, en las condiciones más difíciles, el suelo y la dignidad de su patria.
Aunque la revolución que se lleva a cabo en esta tierra es, por varios conceptos, muy diferente a la nuestra, creo útil, en un cordial intercambio de experiencias, dar un brevísimo bosquejo de las conquistas de la Revolución Mexicana, que de 1910 a la fecha ha venido desarrollándose -primero con el recurso de las armas y después mediante las transformaciones pacíficas preconizadas por la Constitución de 1917.
La presentación de este panorama no conlleva, ni remotamente, un propósito aleccionador, puesto que tenemos la certidumbre de que el camino de cada pueblo es insubstituible y consideramos contraproducente pretender la aplicación artificiosa, en cualquier país, de las fórmulas que otros elaboraron para dar solución a sus problemas. La problemática universal ofrece rasgos generales evidentes; pero la complejidad y el imperio de los fenómenos particulares son tales, que excluyen toda uniformidad rígidamente preconcebida y obligan a cada pueblo y a sus círculos dirigentes a buscar por sí mismos -sin menosprecio de la experiencia internacional-, medios adecuados a las circunstancias de tiempo y espacio, para resolver los distintos problemas nacionales.
El pivote de la transformación social en el México moderno es la Reforma Agraria, mediante la cual se entregaron, hasta el año pasado, 53.000,00 de hec. los campesinos ejidatarios, tanto de tierras de cultivo como de pastos y bosques. Esos ejidatarios están agrupados en centros de población y reciben la tierra en posesión perenne con derecho a compartir su usufructo con sus familiares y a heredársela, pero sin que puedan hacerla objeto de comercio, a fin de evitar que se convierta en materia de nuevo acaparamiento. El resto de la tierra cultivable pertenece a pequeños propietarios individuales, a campesinos medios y a un grupo de propietarios de mayores extensiones, que cada día va siendo más reducido.
Gracias a la Reforma Agraria -y no obstante que se ha carecido de los suficientes medios financieros para la explotación intensiva de la tierra-, más de 2.000,000 de familias campesinas han elevado su nivel de vida, al paso que el mercado interior, base de una industria nacional, se ha ensanchado en proporción considerable.
En 1938, México nacionalizó la industria petrolera, que desde entonces se convirtió en motor del desenvolvimiento industrial y agrícola. Hace tres años nacionalizamos la industria eléctrica, otra fuente fundamental de energía. Mas todo ello, no por xenofobia, sino por el derecho que toda nación tiene a ejercer dominio eminente sobre sus recursos básicos. Como lo han demostrado los hechos, la administración gubernamental del petróleo y de la electricidad permite, en mi país, satisfacer con eficiencia la demanda creciente de esos energéticos, y propiciar el desarrollo industrial, la mecanización de la agricultura y la elevación general de los niveles de vida, mejorando la economía nacional en su conjunto.
En efecto, en 1937, último año de la explotación extranjera del petróleo, la producción era de 138,000 barriles diarios de los cuales se exportaba en crudo 60% en tanto que el año pasado llegó a 350,000 que se consumen, en un 85%, en mi propio país. Lo mismo ha ocurrido con la producción de energía eléctrica; en 1959, el año anterior a la nacionalización, la capacidad instalada era de 2.5 millones de kv; y las empresas extranjeras se negaba por incosteabilidad a extenderla a las pequeñas villas y comunidades campesinas. En 1964, será de 5.6 millones, y ya se realiza una amplia y vigorosa tarea para llevar energía a los núcleos de población rural.
El monto, por indemnización o pago de ambos actos de nacionalización, ha sido cubierto totalmente por el Estado en los términos convenidos con las empresas respectivas, porque estimamos que lo que no fue cedido por nosotros por la presión o la violencia, debió ser recuperado como acto de soberanía pero sin usar de la violencia, sino del pago del valor estricto.
Los gobiernos surgidos de la Revolución han comunicado al país con más de 50,000 Km. de caminos carreteros pavimentados; 2.500,000 hec. para el cultivo, son regadas con obras construidas por el Estado, durante la vigencia de los gobiernos emanados de nuestra Revolución.
Dentro del periodo revolucionario, se ha multiplicado en forma geométrica, el número de escuelas, y hoy se imparte educación primaria a 5.000,000 de niños. El analfabetismo ha descendido del 78 al 32%, a pesar de que la población ha crecido de 14 a 36 millones durante el mismo periodo. Está en marcha el Plan de Once Años para liquidar el problema de la enseñanza primaria. Los centros de educación superior, universitaria o técnica, dan albergue a cientos de millares de jóvenes. Para hacer más efectivo el mandato constitucional que establece la educación primaria obligatoria y gratuita, el Estado viene editando, desde que se inició mi gobierno, libros de texto gratuitos, con un contenido patriótico, democrático y pacifista, en docenas de millones de ejemplares anuales.
El sistema de la seguridad social mexicana, instituido hace apenas dos décadas e inspirado en los más altos principios de la seguridad social internacional, cubre los riesgos del trabajo, de las enfermedades profesionales y no profesionales, de la maternidad, de la vejez y de la muerte, además de otras prestaciones; beneficia a obreros, empleados y campesinos y ampara hoy a 5.000,000 de asegurados. Sistemas similares amparan a trabajadores del Estado y a las fuerzas armadas del país.
Todas estas medidas de recuperación nacional y reforma social se sustentan en la Constitución promulgada el 5 de febrero de 1917, documento que regula y preside todo el proceso evolutivo de mi país, y cuyos conceptos se ajustan por entero a las particularidades inconfundibles de
nuestro desarrollo histórico. Uno de esos preceptos, quizá el de más hondo contenido social, es el artículo 27, en el que se establece que «La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional corresponde originalmente a la nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada», y asimismo que «La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de expropiación para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación».
Nuestra Constitución es ley; pero también es programa. Ley por cuanto norma las actuales relaciones económicas, sociales y políticas. Programa, en la medida en que guía las ineludibles transformaciones que están en curso en este periodo de nuestra historia. Nuestra Revolución, repito, no ha terminado. En su etapa de pacífico desarrollo, aún tiene por delante muchos obstáculos que vencer y transformaciones que realizar. Día a día, en México, algo caduco se derrumba y algo nuevo y mejor nace y se desenvuelve.
Señor presidente: creo que basta con lo dicho para entender la razón profunda y vital de nuestra decidida lucha por consolidar la paz mundial. Los compromisos que hemos contraído en las Naciones Unidas y -por razones de solidaridad regional- en la Organización de los Estados Americanos, se inspiran en los más altos intereses de la colaboración internacional y en el deseo de contribuir, de una manera efectiva, al mantenimiento de la paz, al desarme general y a la abolición de las armas atómicas.
Es tan sincera la pasión del pueblo y del gobierno de México por la paz, que en los momentos difíciles que se presentaron en octubre último y a los cuales su Excelencia ha hecho alusión, inmediatamente, aun cuando realizaba un viaje por Asia, me permití dirigir telegráficamente un llamado al señor presidente KeiVitedy y al señor presidente Dorticós, haciendo notar el deber que nos incumbe a todos los hombres de Estado, en virtud de las supremas responsabilidades que nos han sido confiadas de no escatimar esfuerzo alguno para asegurar la paz. Posteriormente
tuve el agrado de enviar mensajes al señor presidente Kennedy y al presidente del Consejo de Ministros, señor Jruschov felicitándolos por los prudentes acuerdos a que llegaron ante circunstancias tan peligrosas. Estamos convencidos de que en la época actual nuestros países demandan que todos los esfuerzos se unifiquen para alcanzar el progreso económico y social y que las fuerzas de que disponemos sean aplicadas en su totalidad para elevar los niveles de vida y darles a los pueblos todos los beneficios que la civilización moderna hace posibles y de los que todavía carecen, por desgracia, muy vastas porciones de la humanidad.
No ignoramos cuáles son las trabas que obstruyen el establecimiento de esa paz completa y sólida que todos los pueblos anhelan. Mas por aparentemente poderosos que sean los motivos que muevan a mantener y prolongar las tensiones de la guerra fría y la carrera de armamentos, resulta de mayor jerarquía humana atender el sentimiento y el deseo de todos los pueblos de la tierra que desean vivir, trabajar y florecer en paz.
Su excelencia se ha referido a otro gran problema que confronta la humanidad: el de la injustificable diferencia que existe entre los niveles de vida de los países altamente industrializados y los de aquellos que apenas están cimentando las bases de su desarrollo. A este respecto, deseo señalar la tesis de mi gobierno, según la cual cada pueblo tiene el deber impostergable de procurar su propio desenvolvimiento, ateniéndose, ante todo, a sus recursos naturales y humanos; pero que esto de ninguna manera descarta sino por el contrario robustece, la posibilidad y conveniencia de que la comunidad internacional coopere al desenvolvimiento de los países menos desarrollados. En esta virtud, coincido con su excelencia en que la próxima Conferencia de las NN UU para el Comercio y Desarrollo, nos ofrece una magnifica oportunidad para pugnar por la adopción de medidas realmente constructivas.
La colaboración entre nuestros respectivos pueblos y gobiernos -que deseamos sea cada día más estrecha-, la haremos extensiva, como debe ser, al dominio cultural, con la certidumbre de que el conocimiento mutuo de nuestras respectivas culturas será altamente benéficos a México y Yugoslavia. A este propósito, confío en que nos será posible encontrar los medios adecuados para que entre en vigor, en el plazo más breve posible, el convenio de intercambio cultural que con fecha 26 de marzo de 1960 suscribieron en la capital de mi país los representantes de ambos gobiernos, y del que esperamos resultados valiosos.
Señor presidente: tenemos la convicción de que, para garantizar la paz, debe establecerse un nuevo orden de relaciones internacionales. La liquidación del colonialismo hasta en sus vestigios, la superación del estado de hambre y miseria en que se agitan las mayorías del planeta, el respeto a la soberanía de todas las naciones, un comercio mundial multiplicado y equitativo, una ayuda real y sin condiciones deprimentes para el desarrollo económico de los países débiles, la prohibición de las armas nucleares y de sus experimentos y un desarme racionalmente convenido y planeado, son, a nuestro juicio, requisitos de la paz perdurable que todos los pueblos ansían. Frente a esos requerimientos, México, en el ejercicio de su plena independencia, no puede ser neutral y adopta la más firme y positiva actitud.
Sabemos que los pueblos de Yugoslavia y sus dirigentes mantienen, sobre estas cuestiones, una posición similar o parecida. Por ello estamos aquí, para impulsar el amistoso entendimiento en favor de las más humanas e insospechables causas.
En señal de esta clara intención, levanto mi copa para brindar por la ventura de los pueblos de Yugoslavia y la salud del mariscal Tito y la de su gentil esposa.
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