Enero 23 de 1959
Cuando el gobierno que tengo la honra de presidir se encontraba en la etapa inicial de su organización interna y cuando en el ámbito de nuestras relaciones internacionales nos disponíamos a seguir aplicando con renovado entusiasmo los principios de respeto, buen entendimiento, cooperación y solidaridad entre los pueblos, que tradicionalmente han inspirado la política de México en esta materia, se produjo, de manera súbita e injustificada, la amenaza y, casi de inmediato la mañana del 31 de diciembre último, el ataque a inermes embarcaciones pesqueras nacionales, por parte de la fuerza aérea de Guatemala. Los detalles de este atentado al derecho de gentes son de sobra conocidos por la opinión pública, a la que han conmovido profundamente, para que tenga necesidad de recordarlos.
No obstante la legítima indignación que nos causó el proceder del gobierno de un país amigo y vecino, desde el primer instante nos trazamos como línea de conducta la serenidad y la ponderación. Esto fue consecuencia de diversos factores: la madurez que ha alcanzado México como miembro de la comunidad internacional: nuestra ininterrumpida tradición pacifista y el deber que voluntariamente aceptamos, al suscribir la carta de las Naciones Unidas y la Carta de la Organización de los Estados Americanos, de resolver los conflictos por medios pacíficos.
Mi gobierno, interpretando el sentimiento del pueblo mexicano, no ha actuado repeliendo la violencia con la violencia, ni haciendo uso de su fuerza -autorizado como pudo haberlo hecho dentro de la doctrina internacional de las Naciones Unidas, Artículo 51- sino que ajustándose a una política de tolerancia, con el pensamiento puesto en el pueblo de Guatemala, más que en su gobierno, hemos tratado de encontrar fórmulas de avenimiento y de concordia que puedan facilitar el retorno de nuestras relaciones en las normas tradicionales de nuestro destino común y a la posibilidad de borrar todo resentimiento en el alma de nuestros pueblos.
En estricto apego a las normas de actuación antes expuestas, y como paso inicial, presentamos al Gobierno de Guatemala una protesta verbal, la que rechazó parcialmente; y después una protesta escrita que fue rechazada en su totalidad.
Ante esa actitud negativa del Gobierno de Guatemala, estudiamos diferentes procedimientos de solución: en primer término el recurso a la Organización de los Estados Americanos en cuya estructuración y desarrollo México ha contribuido con inigualable entusiasmo, y en caso de que este no diera resultado, el sometimiento del conflicto a la jurisdicción de las Naciones Unidas, de cuya Carta el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia es parte integrante.
Tras de cuidadoso y detenido examen, llegamos a la conclusión de que, toda vez que Guatemala, aun cuando signataria de él, no ha ratificado el "Pacto de Bogotá" -que es el instrumento del sistema interamericano por excelencia -aplicable en estos casos y de que se trata de una controversia de carácter jurídico, el camino más indicado para una satisfactoria solución al conflicto, lo constituye el sometimiento del mismo al más elevado tribunal del mundo: la Corte Internacional de Justicia, foro que garantiza el análisis de los problemas en una atmósfera donde no tienen cabida ni los apasionamientos ni las discusiones estériles y donde el análisis objetivo de los hechos y el valor de las argumentaciones jurídicas son los que prevalecen.
A nuestra propuesta de que fuese la Corte Internacional de Justicia la que resolviera la controversia, el Gobierno de Guatemala acaba de contestar rechazándola plenamente.
Al registrarse esta tercera negativa, el Gobierno de México ha llegado a la penosa conclusión de que ningún objetivo práctico se lograría manteniendo las relaciones diplomáticas con un gobierno que, como Guatemala, se ha negado a darnos satisfacción por el grave incidente que él mismo provocó y se ha rehusado, sin proponer ningún otro de los procedimientos para la solución pacífica de los conflictos, a que el más alto tribunal de justicia internacional decida si México se halla en lo justo o no, al demandar un desagravio y la compensación moral y material a que se considera con legítimo derecho, así como las seguridades de que el atentado del 31 de diciembre último no se repetirá.
La ruptura de relaciones diplomáticas no significa que México abandone su reclamación, ni que sus intereses vayan a ser desatendidos. La primera, la mantendremos serena, pacífica y firmemente hasta lograr una satisfacción adecuada; los segundos, los encargaremos a un gobierno amigo y serán nuestros representantes consulares los que den atención y ayuda a los mexicanos residentes en Guatemala.
Dentro de ese espíritu, el Gobierno de México siempre estará dispuesto a examinar las proposiciones constructivas que se hagan para la liquidación de este conflicto, a condición de que las mismas sean compatibles con el decoro y la dignidad del Estado Mexicano.
En cuanto a los guatemaltecos que viven en la República Mexicana, deben estar seguros de que para su permanencia en ella y para el libre ejercicio de sus actividades lícitas, seguirán contando con la amplia protección que nuestras leyes les garantizan y con la hospitalidad del pueblo mexicano
Nuestros países se hallan indisolublemente enlazados por las responsabilidades de una continuidad geográfica, que nada ni nadie puede destruir. Pero no es sólo la vecindad material la que nos une.
El pueblo mexicano y el pueblo guatemalteco están vinculados por profundas afinidades históricas, morales, sentimentales e intelectuales que, como lo dije en mi mensaje ante el H. Congreso de la Unión el 1° de diciembre de 1958, hacen de las dos repúblicas miembros integrantes de la gran familia latinoamericana. No debemos olvidar nunca esos recios factores de acercamiento, ya que ellos, cuando el actual conflicto quede satisfactoriamente resuelto, serán los que nos señalen el camino que debemos seguir en lo sucesivo.
Quiero, por último, hacer un cordial llamado a lo más elevado del pensar y a lo más hondo del sentir de mexicanos y guatemaltecos: recordemos siempre que ambos pueblos, mediante una pacífica convivencia, basada en amistosos entendimientos y en el respeto mutuo, están llamados a cooperar ejemplarmente en el progreso y bienestar de América y en el fortalecimiento de la solidaridad humana.
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