Jaime Torres Bodet
En febrero de 1959, tuve oportunidad de obtener del Presidente López Mateos una aprobación de la cual me siento todavía muy satisfecho: la que nos autorizó a editar y distribuir, por cuenta de la Federación, los libros de texto y los cuadernos de trabajo que recibirían gratuitamente todos los niños de las escuelas primarias de la República.
Desde 1944 me había preocupado aquel gran problema. Hablábamos de educación primaria, gratuita y obligatoria. Pero al mismo tiempo exigíamos que los escolares adquiriesen libros - muchas veces mediocres- y a precios, cada año, más elevados. El 12 de febrero, tres días después de iniciar las tareas destinadas a elaborar el programa de mejoramiento de la educación primaria, el Licenciado López Mateos firmó un decreto por el cual se creó la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos.
Había yo discutido el asunto, no solamente con él, en anteriores acuerdos, sino con varios profesores y hombres de letras. El entusiasmo del presidente me estimuló. Los profesores aplaudieron la idea, pero me expresaron múltiples dudas. Los hombres de letras me miraron como a un ser raro, que concedía incomprensible importancia a tan modesta literatura. Editar a los clásicos, como lo hizo Vasconcelos en 1921, eso, sin duda, valía la pena. Volver a publicar la Biblioteca Enciclopédica Popular, principiada en 1944 e interrumpida en 1948, sería también un plausible intento. Pero ¿gastar millones en difundir kilómetros de prosa como la que abundaba en los manuales que conocíamos?
¿Quién redactaría esos nuevos textos?…Nuestros más célebres escritores no descenderían de las alturas de su Parnaso, para contar a los niños la historia de México, describirles su geografía, prepararlos a la lectura de Don Quijote y guiarlos por el camino que siguió otro caballero andante, llamado Simón Bolívar, entre montañas, batallas y convulsiones, hasta encontrar en la muerte la última libertad. Algunos, ciertamente, me oyeron con más cautela. Parecían hallarse de acuerdo conmigo, aunque sin mucho convencimiento. El que se interesó desde luego por semejante empresa fue Martín Luis Guzmán.
Sin demora, hizo las investigaciones indispensables. Poseía amplísima información acerca del trabajo editorial en México y en Madrid. Y me sometió, una mañana, el borrador de un texto que coincidía, punto por punto, con mis propósitos. Tal fue el origen del decreto que presenté al Licenciado López Mateos.
Antes de firmarlo, el Presidente quiso enterarse de lo que costaría aventura tan arriesgada. Le proporcioné los datos que habíamos reunido. Representaban sumas cuantiosas. Y temí, en cierto instante, que debiésemos limitarnos a ofrecer exclusivamente textos gratuitos a los alumnos matriculados en los planteles de la Federación. El presidente aspiraba a más. “Todos son niños - me dijo- y todos son parte de nuestro pueblo”. Se daba cuenta del sacrificio económico que ese nuevo esfuerzo requeriría. Pero firmó el decreto, persuadido del bien que haría a nuestra niñez. –“Eso sí”- me indicó, al observar el júbilo que me produjo su decisión- “deberá usted velar por que los libros que entregue a los niños nuestro gobierno sean dignos de México, y no contengan expresiones que susciten rencores, odios, prejuicios y estériles controversias.”
¿Quién presidiría la comisión? El licenciado López Mateos apreciaba mucho a Martín Luis Guzmán. Sin embargo, cuando le propuse su nombre, dudó un momento. –“Conozco todos sus méritos”, me indicó. “Y lo admiro mucho, personalmente. Pero ha sido muy combatido. ¿No tiene usted a otro candidato?”
Le contesté que no. A mi juicio, Guzmán sabría hacer respetar el ideal mayor de su vida pública: el liberalismo. Inteligente, activo, extraordinario prosista y espléndido ejecutor, administraría muy bien una comisión difícil de establecer y más difícil de dirigir. El Presidente aceptó mi respuesta. Y me autorizó a ofrecer el cargo al autor de El Águila y la Serpiente.
No nos arrepentimos de esa elección. Martín Luis realizó prodigios, sin premura, pausas, fatigas, desalientos o inútiles arrogancias. Escogimos, de común acuerdo, a los miembros de la comisión, que iba a presidir: Arturo Arnáiz y Freg, Agustín Arroyo Ch., Alberto Barajas, José Gorostiza, Gregorio López y Fuentes y Agustín Yáñez; un historiador valioso, un político experto, un matemático de sabiduría reconocida, un gran poeta y dos novelistas muy afamados. Por lo que atañe a los asesores técnicos, Martín Luis me pidió que fuese yo quien los propusiera.
No conocía él a los pedagogos capaces de contribuir al éxito de la obra. Creo que fue venturosa la selección. Incluía a las maestras Soledad Anaya Solórzano, Rita López de Llergo, Luz Vera, Dionisia Zamora y a los maestros René Avilés, Federico Berrueto Ramón, Arquímedes Caballero, Celerino Cano, Isidro Castillo, Ramón García Ruiz, Jesús M. Isaías y Luis Tijerina Almaguer. Como representantes de la opinión pública, actuarían los directores de los diarios capitalinos más difundidos: Ramón Beteta, Rodrigo de Llano, José García Valseca, Miguel Lanz Duret y Mario Santaella.
El Presidente no se había equivocado al prever que la reacción acusaría al gobierno de “partidismo” por el nombramiento de Martín Luis Guzmán. Pese a la presencia en la comisión de los directores de los grandes diarios “(uno de ellos delegó sus funciones en José Vasconcelos), nuestro programa pareció sospechoso a muchos. En no sé cuál de sus ediciones, Excélsior acogió una nota de Pedro Vázquez Cisneros. Para el autor, la designación de Guzmán significaba tanto como “ poner la iglesia en manos de Lutero “. A su juicio, nos habíamos equivocado muy seriamente. Y concluía:” el bien común y el derecho de los padres de familia exigen que se vigile la obra de don Martín Luis Guzmán, y que se tomen precauciones defensivas a su respecto “....
Ese disparo al aire no era sino el anuncio de un graneado fuego de batería. Por espacio de largos meses, fuimos objeto de la hostilidad de libreros y autores profesionales de obras de texto. En agosto de 1960 un grupo de profesores publicó en los diarios, a plana entera, una crítica acerba–y en muchos sentidos injusta- de nuestros libros. Les contestaron otros maestros, menos sumisos sin duda a la voluntad de lucro de ciertas editoriales. Días más tarde, escritores como René Capistrán Garza, Alí Chumacero, Luis Garrido, Andrés Henestrosa, Francisco Monterde, Rubén Salazar Mallén, Jesús Silva Herzog, Alfonso Teja Zabre, Julio Torri y Artemio de Valle-Arizpe nos manifestaron públicamente su adhesión. Más persistente que la ofensiva de autores y libreros, resultó la que iniciaron opositores sistemáticos del gobierno, quienes fingían ver en Martín a Lutero mismo y que– por ciertos arranques suyos- parecían juzgarlo más peligroso que su germánico homónimo, el que se negó a retractarse en Worms.
Fieles a sus preceptos no confesados (aunque emanaban, en ocasiones, de cautelosos confesionarios), las escuelas particulares declararon un clandestino boicot contra los libros de la secretaría. En Monterrey, ciertos sectores consideraron propicio el momento para que los “ padres de familia manifestaran sus indignación “. Lo que se buscaba, en el fondo, era debilitar al gobernador, electo recientemente. Se le pedía que no permitiese la distribución de los libros de texto gratuitos en los planteles del Estado; pero se esperaba, sobre todo, obtener un cambio de frente en la selección de sus colaboradores. El gobernador, don Eduardo Livas, vino a la capital. Le ofrecí que enviaríamos a Monterrey a algunos maestros de México a fin de que contestaran, en público, a todas las acusaciones dirigidas contra los textos. El debate demostró hasta qué punto las más enconadas diatribas procedían, precisamente, de quienes ni siquiera se habían tomado el trabajo de leer lo que censuraban.
Durante el viaje que hizo a León, en enero de 1963, para inaugurar la Ciudad Deportiva del Estado de Guanajuato, el Presidente se vio asediado por niños que obedecían consignas de críticos invisibles. Ostentaban, en un cartel, esta frase cínica: “ El texto único es una vergüenza para México”. ¿Qué intentaban con esa injuria? ¿Acusarnos de ejercer una “esclavitud mental”: la que, según sus ocultos guías, estábamos imponiendo a los escolares mediante el reparto de los libros de texto gratuitos?
“Lo que es una vergüenza para México –contestó el Presidente- es que las fuerzas obscuras, que no dan la cara, se valgan de los niños para decir un pensamiento que no tienen el valor de expresar. Y esas mismas gentes irresponsables quieren, además, engañar al pueblo. Hablan de un texto único, como si ese texto pretendiera deformar la conciencia nacional. Pero ocultan que es un texto gratuito, para que llegue a los hijos de todos los mexicanos, y que es el único texto gratuito”.
En efecto, como el libro gratuito servía de base –en las pruebas- para atestiguar el aprovechamiento de los estudios, se le tildó fácilmente de “libro único”, En vano reiteramos con insistencia que, además del gratuito, los maestros podrían recomendar otros volúmenes de consulta. Desde febrero de 1962, me había visto obligado a hacer a la prensa estas declaraciones:
“Los libros de textos gratuitos están al alcance de todas las manos. Treinta y siete millones de ejemplares han sido ya distribuidos. Veintidós millones más serán editados en el curso de los próximos meses. Cuántos mexicanos saben leer han tenido la oportunidad de considerarlos. ¿ En cuál de todas sus páginas hay alguna orientación que se aparte de los principios y los ideales de nuestra democracia? Son obras escritas dentro de una voluntad positiva de unión patriótica, sin pasiones y sin rencores. Millares de padres de familia los han aprobado expresamente, según lo atestiguan las publicaciones reproducidas en la prensa capitalina y lo confirman, día a día, los informes enviados por las direcciones de educación en los Estados y Territorios.
“Con el deseo de diversificar el panorama ofrecido por los textos gratuitos, y de mejorarlos en lo posible, la comisión competente convocó a nuevos concursos nacionales y ha anunciado tres premios –de setenta y cinco mil pesos- para los autores que triunfen en cada uno de los doce certámenes. Por otra parte, y como es del dominio público, los profesores pueden recomendar- además de los libros gratuitos- otros, con el carácter de obras complementarias o de consulta. Los padres de familia que estén en aptitud de atender esa recomendación procurarán a sus hijos perspectivas más amplias de estudio. Pero semejante amplitud no podrá implicar el rechazo del libro gratuito, ya que las pruebas para los exámenes deben establecerse sobre bases generales y suponen el conocimiento de por lo menos un texto: el que todos los niños reciben y que, por eso, por que todos lo tienen, sirve democráticamente a todos los escolares, sin discriminaciones injustas, impuestas por la situación económica de sus padres. Se confirma así el principio de la gratuidad de la educación primaria proclamado por nuestra Constitución”.
Sí, la comisión había convocado a nuevos certámenes. Y digo "nuevos", por que- desde 1959- invitó a escritores y maestros a participar en diversos concursos. Los resultados no fueron alentadores. Al conocer el fallo de los jurados, en su mayor parte desfavorable, Martín Luis y sus consejeros se vieron en la necesidad de encargar a maestros y maestras de competencia reconocida la redacción de los textos que publicamos. Antes de editarlos, Martín Luis revisaba los originales personalmente, y me enviaba los proyectos ya corregidos, para darme oportunidad de que los juzgase. En general, los que examiné me parecieron útiles- aunque perfectibles, pues debo confesar que, en muchos casos, me entristeció la limitada visión de los redactores. Al leer tantas páginas pedagógicas (mejores, ciertamente, que las que habían difundido hasta entonces las librerías), pensé en la calidad de los manuales alemanes, franceses, ingleses y suizos que tuve ocasión de juzgar cuando fui director general de la UNESCO.
El manual más sencillo es el fruto de una evolución cultural prolongada, compleja y honda. Emana de experiencias históricas muy profundas. Representa la síntesis de una lenta alquimia docente, literaria, científica –y hasta política. En los Estados jóvenes, los libros de texto adolecen a menudo de inmadurez, improvisaciones, encogimientos- o, al contrario, de súbitas petulancias. Sin embargo (a pesar de sus deficiencias), los que distribuimos constituían un esfuerzo sin precedente en la América Latina. Renovarlos, mejorarlos y actualizarlos –como lo aconsejan ciertos educadores- será, sin duda, muy provechoso.
Durante cinco años, la comisión editó y distribuyó más de ciento doce millones de ejemplares de libros de texto y cuadernos de trabajo. Los primeros libros fueron entregados al presidente el 12 de febrero de 1960, en la editorial Novaro. En su informe, Martín Luis decía con razón que se trataba de “los libros más humildes, pero a la vez los más simbólicos que una nación adulta podía ofrecer gratuitamente a sus hijos". “Son los más humildes -manifestaba- porque sólo responden al propósito, elementalísimo, de que los niños aprendan los rudimentos de la lectura. Y añadía: “Son los más simbólicos, porque con ellos se declara que, en un país amante de las libertades, como es México, el repartir uniforme e igualitariamente los medios y el hábito de leer es algo que nace de la libertad misma.”
Días más tarde, tuve que ir a San Luis Potosí. Gobernaba el Estado mi amigo Francisco Martínez de la Vega, quien deseaba que inaugurásemos juntos la escuela secundaria “Camilo Arriaga”. Aproveché la oportunidad para proceder al primer reparto oficial de los libros de texto gratuitos. Elegimos un plantel primario de la colonia Saucito, de humilde traza y heroico nombre: la escuela ”Cuauhtémoc”. Niños indígenas y mestizos recibieron los ejemplares que les estaban destinados y que, según les expliqué eran un regalo hecho al pueblo por todo el pueblo de la República. Vino entonces a mi memoria la visita hecha a San Luis Potosí, en 1954 antes de que sufriese la intervención quirúrgica que conté ya en otras páginas de este volumen. ¿ Quién me hubiese dicho, durante los meses de sombra que atravesé después de esa intervención, que volvería a la ciudad natal del poeta de la Noche Rústica de Walpurgis, llevando en mis manos luz para los nietos de quienes fueron sus coterráneos?
Por fin, el 18 de julio de 1964, pudimos inaugurar el conjunto de las instalaciones de que dispone actualmente la comisión. Acompañé, en ese acto, al Presidente López Mateos. Recorrimos los diversos locales, admiramos los talleres y estrechamos las manos de dibujantes, cajistas, impresores y obreros. Flotaba por todas partes un sano olor a tinta de imprenta y a papel acabado de fabricar. Martín Luis iba de un lado a otro, breve y eufórico. Mientras conversaba él con el Presidente, tuve la impresión de haber dado término a un capítulo de mi vida. Pronto dejaría de ser Secretario de Educación Pública. Pero no habría ya en nuestro país, en lo sucesivo, niño que careciese (si asistía a un plantel primario) del material de lectura que todo estudio requiere. Recordé un retrato conmovedor: el de una niña que sostenía, entre sus frágiles dedos, un libro del primer grado. Sus ojos vivaces y sonrientes, parecían prometer a quien los veía la realización de una hermosa esperanza libre. La Patria, representada en la primera página de su texto, le infundiría valor para persistir.
Aunque han pasado los años, los libros gratuitos siguen distribuyéndose. No me hago, a este respecto, ilusión alguna. Lo sé muy bien: quienes reciben esos volúmenes ignoran hasta el nombre del funcionario que concibió la idea de que el gobierno se los donase. No obstante, cuando- al pasar por la calle de alguna ciudad de México- encuentro a un niño, con su libro de texto bajo el brazo, siento que algo mío va caminando con él. Y reitero mi gratitud para el gran Presidente humano, sin cuya compresión no hubiese podido nunca llevar a cabo- según comentó Ertze Garamendi, en un artículo que no olvido- lo que definió Goethe como la dicha mejor del hombre: realizar, en la madurez, un sueño de juventud.
Fragmento de La Tierra Prometida (Memorias), Jaime Torres Bodet, Editorial Porrúa, México, 1972, 1ª edición, pp. 241-249.
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