Martín Luis Guzmán, 17 de Diciembre de 1958
I. La Reforma y la Revolución
No debemos aceptar que el desenlace de la tragedia que hoy vive el mundo sea el comunismo; pero tampoco ha de admitirse que para librarnos del totalitarismo comunista —político y económico— hayamos de caer en el totalitarismo espiritual —regresivo y teocrático gobernado por quienes dicen mandar en nombre de Dios y administrar el seguro de la salvación eterna.
Entre las incertidumbres de la hora presente sólo un camino es claro: el de la libertad, el de la libertad socialmente justiciera. Y para México, que en mucho ha sido precursor de la marcha reservada a la historia del mundo durante el siglo XX, el camino de la libertad lo señala la Constitución de 1917, heredera de la Constitución de 1857 y de las Leyes de Reforma. ¿Cómo, pues, consentir que el camino de la libertad se invalide a sí mismo entre nosotros permitiendo que simulen luchar aquí en favor de él los usufructuarios de doctrinas que por su propia definición niegan todas las libertades?
Ningún revolucionario mexicano piense que la Revolución subsistirá cuando le falte el apoyo de las Leyes de Reforma, ni crea la Iglesia Católica que, para su provecho, puede convertir la actual crisis del mundo en arma que desbarate el edificio levantado por la historia de México. En nuestro país nada ayudará más a detener el avance comunista que las realizaciones de la Revolución Mexicana, suma de las tres grandes etapas históricas cuyo eslabón maestro son las Leyes de Reforma e impulso, ya consumado, hacia la justicia social.
Y he ahí por qué saco a luz este libro.
M. L. G.
Conferencia sustentada la noche del 17 de diciembre de 1958 ante el claustro y alumnos de la Universidad de Chihuahua.
Al anunciar que mi plática de esta noche versaría sobre "la Reforma y la Revolución", quise dar a entender que habría de referirme particularmente, como ustedes se lo habrán imaginado, al enlace que existe entre esas dos grandes etapas de nuestro desenvolvimiento histórico, o, cosa idéntica, que me disponía a esclarecer estas cuestiones:
1ª ¿Es concebible que se hubiera producido la Revolución Mexicana, si antes no se hubiese hecho en nuestro país la transformación espiritual, política y, hasta cierto punto, social y económica que designamos con el nombre de "la Reforma"?
Consumada la Revolución, como ya lo está, ¿sería posible que subsistiera y perdurara lo que llamamos "conquistas de la Revolución", o sea la Revolución misma, si ahora renunciásemos a lo que fueron antes las conquistas de la Reforma?
3ª ¿Será cierto, según pretende en nuestros días la nueva reacción clerical, que el conflicto histórico que dio origen a las Leyes de Reforma es un problema liquidado, y que, en consecuencia, la razón de ser de esas leyes ya no existe, y menos aún la necesidad de respetarlas?
4ª ¿Será verdad, como a menudo se oye decir entre algunos sectores revolucionarios —obreros, intelectuales, y hasta gubernativos—, que hay que ser tolerantes con las transgresiones que la Iglesia Católica hace de la ley?
Discurrir sobre estos puntos no sólo tiene interés histórico o académico, sino importancia política viva e inmediata, porque actualmente hay muchos mexicanos que parecen pensar, según el modo como actúan —o que de hecho piensan—, que la Reforma fue un simple episodio pasajero en la vida de nuestra patria, y que, consecuentemente, no hay por qué seguir tomando en serio los resultados a que la Reforma llegó ni, mucho menos, por qué considerar que esos resultados sean una pieza indispensable en la estructura espiritual, política, social y económica del México que hoy vivimos y del México que de aquí saldrá hacia lo futuro.
No se me ocultan las fáciles objeciones ni los juicios aparentemente graves, aunque sumarios, que mi plática suscitará entre las personas poco reflexivas o mal dispuestas a mirar las verdades de frente y por el rostro.
Muchos calificarán de inútil mi dicho; algunos, de inconveniente; otros, de extemporáneo. Pero es indudable que nos encontramos ante esta realidad: existen unas normas constitucionales y unas leyes derivadas de la Reforma, las unas y las otras refrendadas por la Revolución, y esas normas y esas leyes se infringen más reiteradamente cada día, y cada día más a fondo; situación anómala y arriesgada, que no admite quedar en el silencio, toda vez que los preceptos violados no son leyes cualesquiera, sino ordenamientos esenciales para la continuidad del espíritu democrático mexicano y para la conservación de ese espíritu en su máxima eficacia progresista y creadora. Y siendo esto así, ¿quién mejor que nosotros para ventilar el asunto?, ¿quién mejor que aquellos, como yo, que surgimos de la Reforma a la Revolución? Pues pronta y angustiosa, nos viene a los labios esta otra pregunta: Si no recogemos nosotros la cuestión. ¿en manos de quién quedará? Por cautela o miedo cívico, por temor a que nos persiga el poder social y económico de la reacción clerical y antirrevolucionaria, ¿faltaremos al deber que nos viene de nuestra propia historia y del propio origen de nuestras ideas? ¿Consentiremos que algún día nuestros hijos, o nuestros nietos o bisnietos nos acusen de no haber sabido sostener hasta lo último la causa que nos confiaron nuestros padres? ¿Correremos, ahora que nos asomamos a la vejez, el riesgo de no reconocer nuestra propia imagen reflejada en el espejo de cuando éramos jóvenes? Bien está que procedan así los que habiendo sido revolucionarios ya no lo son, o los que se imaginaron revolucionarios sin serlo, o los que hoy blasonan de un revolucionarismo que no sintieron nunca. Pero quienes hicimos la Revolución con el nervio y el ideario de nuestra hora, no podemos negar ni aquella hora ni aquel ideario ni aquel nervio.
La generación nuestra —la generación histórica en la cual yo me formé— ha hecho más que encarnar el impulso revolucionario: vive aún como testigo, autorizado e irrecusable, de los vínculos que existen entre el espíritu de la Reforma y el espíritu de la Revolución. Y que a la generación nuestra incumbe tal papel por haber sido ella el instrumento para que aquel enlace se realizara, es algo que fácilmente se verá, mejor todavía, que se sentirá, se palpará, si durante breve espacio volvemos la vista hacia algunos sucesos reveladores de lo que pasaba entre nosotros hace cincuenta años.
El 22 de marzo de 1908 *, día inolvidable, vio culminar con tres actos públicos efectuados en la ciudad de México una de las polémicas pedagógicas más significativas que han apasionado a nuestro país.
El doctor Francisco Vázquez Gómez había publicado un folleto en que atacaba el programa y los fundamentos ideológicos de la Escuela Nacional Preparatoria. El País, periódico rabiosamente clerical, ultramontano, había tomado a pechos difundir y comentar los juicios del doctor Vázquez Gómez. A éste había contestado don Porfirio Parra, director de la Preparatoria; contra El País se habían pronunciado los editorialistas de El Imparcial, diario liberal porfirista donde escribían el doctor Manuel Flores, Luis G. Urbina, Carlos Díaz Dufoo. Y herida cual nadie por el origen de la disputa, la juventud preparatoriana se había puesto en pie, colérica y vehemente, detrás de su director; había pedido ayuda a los alumnos de las otras escuelas superiores, y a los profesionistas recientemente salidos de las aulas, y, de consuno con ellos, no había parado hasta conseguir que adquiriese volumen y resonancia nacionales la repulsa para los censores de la enseñanza secundaria liberal, absolutamente liberal y laica, instituida por don Gabino Barreda dentro del esquema político reformista.
Hubo la mañana de aquel día, en el Salón del Generalito de la Escuela Preparatoria, una asamblea ruidosa y desbordante que se arrebató con las palabras de jóvenes filósofos, jóvenes historiadores, jóvenes literatos, como Ricardo Gómez Robelo, Alfonso Teja Zabre, Pedro Henríquez Ureña.
A continuación, en muchedumbre altiva y turbulenta, la grey estudiantil recorrió y agitó, con sus estandartes y sus gritos, las calles de San Ildefonso y del Reloj, hasta arremolinarse frente al Sagrario y la Catedral; siguió luego por Plateros, por la Profesa, por San Francisco, hasta volver la esquina de Vergara y el Factor, y entró en el Teatro Virginia Fábregas, cuyas localidades tomó casi por asalto, para escuchar los discursos de jóvenes oradores como Hipólito Olea y Rubén Valente, y de políticos y tribunos, ya no tan jóvenes, como Rodolfo Reyes y Diódoro Batalla, quienes la confirmaron en el amor de los estudios liberales —científicos, positivos— y en el horror de la enseñanza que había habido antes: escolástica, dogmática, clerical. Y no conformes aún —pues menos de tres reuniones públicas en aquel solo día les hubiera parecido poco— los estudiantes de la ciudad de México, imbuidos en el pensamiento liberal reformador, llenaron esa noche el patio de butacas y los cinco órdenes de palcos del Teatro Arbeu para asistir a la velada que ellos mismos habían organizado y para aplaudir y aclamar hasta el paroxismo, delante del Presidente de la República y frente a varios ministros del gobierno, las ideas de sus compañeros y mentores —las del joven estudiante Antonio Caso, las del joven poeta Rafael López— y, más que todo y por encima de todo, el discurso del supremo entre sus guías, del primero entre sus oráculos: el discurso del maestro Justo Sierra, que esa noche los satisfizo plenamente.
Porque fue ahí donde Justo Sierra, a tono siempre con la vibración de los jóvenes idealistas y generosos —que por eso abrevaban su mente en él, y en él creían—. no tan sólo defendió y exaltó la obra de Barreda frente a quienes la deturpaban, ni meramente expuso su propio concepto de la ciencia, amplio, flexible, evolutivo, sino que hizo el panegírico de la escuela laica, la única —son conceptos de él— que puede realizar la educación nacional; la única que puede respetar todas las creencias; la única que puede ser neutral frente a todas las filosofías; la única que puede educar a la República en el respeto a la más cara de las libertades, la libertad de conciencia; la única que puede fundar la sola religión compatible con todas las religiones, la religión cívica. Y también entonces pronunció don Justo las palabras, hoy memorables, que históricamente definían y daban sitio a la generación, todavía en las aulas o apenas salida de ellas, que lo escuchaba. "El doctor Barreda —dijo— se inclinaría con atención profunda, y no menos profunda e inquieta simpatía, hacia este movimiento que hoy presenciamos, este llegar atropellado y tumultuoso de la nueva generación, que en pos de quienes están ya parados en los umbrales de la virilidad y aun más acá, invoca con vocablos de guerra civil y anatemas de contienda religiosa los ideales santos de nuestros padres, en gran parte realizados ya, y golpea sonoramente los broqueles del sentimiento juvenil con espadas descolgadas del arsenal de las bravas luchas de antaño por la Reforma y por la emancipación social..." Y en seguida añadió: "Para estos efebos, enardecidos por el amor... de la ciencia, amor que es bueno mantener encendido en ellos porque sólo así podrán ascender intrépidos la dura y alta escala... del conocimiento, la obra de Barreda es un ideal religioso casi, un ideal de emancipación y de libertad..."
Cuán profunda huella habrían de grabar aquellos juicios en el ánimo de la juventud que los escuchaba es cosa que se apreciará mejor si se advierte que don Justo Sierra no titubeó al expresarse de aquel modo delante de Porfirio Díaz y dos semanas después que el omnipotente dictador había hecho saber al mundo, en su ya entonces famosa entrevista con el escritor norteamericano Creelman, pensamientos y designios políticos tan preñados de consecuencias como éstos: su deseo de que en México se formara un partido de oposición; su creencia en la madurez del pueblo mexicano para practicar la democracia; su convicción de que la clase media —hasta entonces, según él, inexistente en el país— era la destinada a dirigir la política nacional, y, por último, su propósito de no aceptar otra reelección.
A partir de aquel instante, la generación estudiantil de 1908 no se detuvo en su marcha. Próximas las fiestas patrias de aquel año, con el cual se completaba el primer centenario de las inquietudes precursoras del Grito de la Independencia, los alumnos de todas las escuelas superiores de la ciudad de México decidimos conmemorar de manera inusitada fasto tan glorioso: preparamos una enorme procesión de antorchas, espectacular y sorprendente, en la cual formarían desde la Escuela de Comercio y la Nacional Preparatoria, hasta las de Medicina, Jurisprudencia y Minería, y tomarían parte también, vestidos de paisano, a fin de no infringir ostensiblemente la Ordenanza del Ejército, los propios cadetes del Colegio Militar.
Seríamos, número extraordinario para aquella época, más de dos mil manifestantes estudiantiles; el desfile patriótico alcanzaría a iluminar a la vez todo el trayecto comprendido entre el Zócalo y Guardiola, o sean las seis cuadras —hoy Avenida Madero— de Plateros, la Profesa y San Francisco. Y movimos tan bien nuestro entusiasmo, y llamamos a tantas puertas para que las autoridades no coartaran nuestra expansión cívica, * que, a la postre, el permiso que pedíamos, y que al principio nos negaban, se nos concedió, aunque no sin algunas restricciones; don Guillermo de Landa y Escandón, gobernador del Distrito, observaría el desfile cuando pasara bajo los balcones del Palacio Municipal; un piquete de la gendarmería montada precedería a nuestra columna; otro iría a la retaguardia, y, flanqueándola por los dos lados, nos acompañarían largas filas de gendarmes a pie.
Organizada en las calles adyacentes a la Escuela de Medicina, la procesión luminosa se detuvo, a poco andar, en el Jardín de Santo Domingo. Allí un pasante de Derecho, Jesús Pallares, subió a la tribuna ambulante que llevábamos entre las llamas y el humo de los hachones, y pronunció, frente al monumento de la Corregidora de Querétaro, el primer discurso. Luego, en la Plaza de la Constitución, Manuel Puig Casauranc, estudiante de Medicina, recitó un poema a la gloria del padre Hidalgo, para lo cual la tribuna se puso entre la fachada del viejo palacio de Cortés y la gradería que un día antes había servido para festejar, al pie de los balcones del edificio, el 789 aniversario del nacimiento de Porfirio Díaz. Después, a un costado de la Alameda, por la parte de la Avenida de los Hombres Ilustres —hoy se llama Avenida Hidalgo—, un preparatoriano; Martín Luis Guzmán, habló ante la estatua del cura Morelos, a quien pintó como el héroe incomparable del sentido social de la lucha por la independencia. Y finalmente, en el Jardín de San Fernando, otro pasante de Leyes, Hipólito Olea, enalteció la indomeñable perseverancia de Vicente Guerrero e infamó una vez más al miserable Francesco Picaluga.
Era, toda aquélla, una juventud amamantada, instruida y hecha dentro del espíritu y el alma de la Reforma, de cuyo sistema educativo acababa de salir palpitante de fervor, casi adulta para la vida pública, y pronta a levantarse, a concertarse, a ponerse en movimiento —según lo percibió don Justo Sierra— por el solo amor a los más puros ideales. La evoco hoy en sus jornadas de 1908 no por la circunstancia fortuita de que nuestra reunión de esta noche se efectúe al cumplirse cincuenta años desde los días de aquellos episodios, y un siglo después de la hora en que había tomado cuerpo el movimiento liberal reformista. Lo hago a fin de aquilatar los títulos indiscutibles que la generación de 1908 tiene para que su voz prevalezca sobre cualquiera otra cuando se pone en tela de juicio el valor, la vigencia que a la Reforma y sus leyes pueda caberles dentro del actual marco de la Revolución. Apreciándola en su origen y en sus actos, nadie negará que esa generación es la representativa del nexo entre las conquistas espirituales de la Reforma, ya consolidadas nacionalmente en 1908, y el estallido, inminente entonces, de las aspiraciones nuevas: las de la sacudida revolucionaria en lo económico y lo social. Más aún, se verá así cómo esa generación fue la encargada de conservar y trasmitir, para quienes vinieran después, la idea, la visión, el sentimiento de la dependencia, necesaria e indisoluble, que ata a cuanto alcanzó México para el espíritu en su revolución de 1856 a 1861, lo que en los demás órdenes habría de lograr el país con la revolución de 1910 a 1917.
Pues bien. En nombre de esa generación, que es la mía, aunque hablando tan sólo con mi responsabilidad propia, no puedo menos de prevenir que si es verdad que hace medio siglo los frutos espirituales de la Reforma entraban en derechura por el camino de lo que hoy llamamos "la Revolución", también es cierto que ahora, a sólo cincuenta años de distancia, los resultados conjuntos de la Reforma y la Revolución iniciarían el camino inverso, hasta desnaturalizarse o perderse, si la estructura democrática que los enmarca se destruyera sola cegando la fuente de nuestras libertades, que es la Reforma misma. Y como tal desventura ocurrirá si, al abandonar las conciencias mexicanas en manos de la Iglesia Católica, permitimos que la Reforma se aleje de nosotros. Con la autoridad que me confiere el pertenecer a la generación de que formo parte, afirmo que es ya inaplazable el revisar a fondo toda la cuestión; y con ese ánimo expondré algunas de mis reflexiones sobre la materia.
Se trata, y quiero que esta aclaración se oiga bien, de reflexiones y palabras que en modo alguno rozan los sentimientos religiosos propiamente dichos, sentimientos para mí tan respetables como lo fueron para los moldeadores de la Reforma. Únicamente estudio las derivaciones políticas que la Iglesia Católica quiere dar a la religión fundada por Jesucristo.
Cuando la reacción clerical asegura que el dilema espiritual y político que resolvieron los reformadores es un punto liquidado, y, en consecuencia, que las leyes que los reformadores nos trasmitieron viven apenas como una reliquia, ¿qué asentimiento puede concederse a tales conclusiones?
Todas las grandes contiendas históricas son, si han hecho crisis, conflictos liquidados; pero son conflictos liquidados con un saldo. Cuando el saldo no se discute, la liquidación equivale a un finiquito. Tal puede decirse, por ejemplo, de nuestra Guerra de Independencia. Como nadie discute ya en México el hecho de la Independencia, ni hay quien se atreva a proponer que México vuelva a ser colonia de España, no cabe duda acerca de que el conflicto colonialista es en México un fenómeno liquidado. ¿Pero tendríamos por terminada definitivamente esa pugna histórica, y podríamos abandonar la afirmación y defensa del saldo que ella arrojó, si hubiera entre nosotros intereses políticos empeñados en que México reasumiese su antiguo estatuto colonial o pasara a ser protectorado de otra potencia? Esto último, justamente, fue lo que aconteció a mediados del siglo XIX. El partido de los serviles —según se les llamaba— creyó que la nación debía ponerse bajo el amparo y guía de una potencia extranjera, y que un ejército extranjero debía dominar al país, y que un príncipe extranjero debía venir a gobernarnos; por donde, al renovarse así la discordia en torno al concepto de la independencia, hubo que dirimirla, durante más de un lustro, en los campos de batalla.
Ni más ni menos, criterio igual ha de aplicarse a resolver el punto de si la Reforma es o no un conflicto liquidado. El día en que la Iglesia Católica y la reacción mexicana acepten y acaten sin reservas las leves de Reforma, saldo con que la Reforma se liquidó, los liberales no tendremos por qué hablar de la intangibilidad de la obra reformista. Pero mientras actúen, según están actuando a esta misma hora en que yo hablo, fuerzas políticas consagradas a destruir 10 que los reformadores hicieron, la pugna de la Reforma estará tan viva, será tan actual y se hallará tan a la vista como hace un siglo.
En realidad, ni siquiera en esta forma se completa el planteamiento del asunto. Lo que en el fondo debe examinarse es si algún día, siendo México un país liberal y democrático, pero de predominio religioso católico, podrán dejar de estar vigentes aquí el espíritu y los principios reformistas. O dicho de otra manera: si cabe en la Iglesia Católica, dados los dogmas con que siglo tras siglo ha definido su doctrina, un cambio de actitud tan profundo, y una disposición práctica tan clarividente, que la hagan transigir con la Reforma, y, en consecuencia, con la Revolución Mexicana, en términos favorables a una conciliación armónica permanente y exenta del riesgo de que el antiguo conflicto se reproduzca.
Que semejante mudanza no ha ocurrido hasta hoy, y que los postulados políticos de la Iglesia Católica no han variado, desde la época de la Reforma, por cuanto hace a la libertad y a la dignidad del hombre, a los derechos y a la dignidad del ciudadano, y a las potestades democrática y republicana, son cosas incuestionables.
Veamos, pues, cómo era, en los dos primeros tercios del siglo XIX, la doctrina política con que la Iglesia Católica trataba de atajar, mediante definiciones pontificias hechas ex cathedra e infaliblemente, o sea, dándoles valor dogmático para todo el orbe, las libertades y los derechos humanos que venían abriéndose paso desde que afloró en Europa el espíritu moderno.
Decía el papa Gregorio XVI en su encíclica Mirari vos, fechada el 15 de agosto de 1832 *:*
“Ésta es la hora del poder de las tinieblas... La Tierra se consume y desfallece, inficionada por sus habitantes, pues han quebrantado las leyes, han alterado el derecho, rompieron la alianza eterna... La maldad se regocija alegre, la ciencia se levanta con atrevimiento, la disolución, sin freno... Resuena en academias y liceos el clamoroso estruendo de las nuevas opiniones... Roto el freno de la religión santísima, por la cual, y sólo por ella, subsisten los reinos y se confirma el vigor de toda potestad, vemos que se impone la ruina del orden público, la deshonra de los gobernantes y la perversión de toda autoridad legítima...
"A vosotros toca (el Papa se dirigía a los obispos) levantar la voz y hacer todos los esfuerzos para que el jabalí no destruya la viña, ni el lobo destroce la grey...
Cumpliréis esto perfectamente si cuidáis de la doctrina, teniendo siempre presente que la Iglesia Universal rechaza toda novedad y que nada debe quitarse de aquellas cosas que han sido definidas, nada mudarse, nada añadirse, sino que todas ellas deben conservarse puras en cuanto a la palabra y en cuanto al sentido.
"Constando que la Iglesia recibió su doctrina de Cristo Jesús y de sus Apóstoles, y que el Espíritu Santo la asiste siempre enseñándole toda verdad, no podría pensarse siquiera que la Iglesia esté sujeta a defecto, ignorancia o cualquiera otra de las humanas imperfecciones...
"Muchos de los males los ha producido el indiferentismo, o sea, aquella perversa teoría, extendida por doquiera merced a los engaños de los impíos, según la cual puede conseguirse la vida eterna en cualquier religión, con tal que ella se amolde a la norma de lo recto y de lo honesto. Mas no es así. Hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo. Perecerán infaliblemente los que no tengan fe católica y no la guarden íntegra y sin mancha.
"De esta cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia, o. mejor dicho, delirio, que afirma y defiende la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso escudándose en la inmoderada libertad de opiniones, que, para confusión de las cosas sagradas y civiles, se extiende por todas partes... Y ciertamente que roto el freno que contiene a los hombres en los caminos de la verdad, e inclinándose precipitadamente al mal por su naturaleza corrompida, consideramos ya abierto aquel abismo del que, según vio San Juan, subía humo que oscurecía el sol y arrojaba langostas que devastaban la Tierra. De aquí la efervescencia de ánimo, la corrupción de la juventud, el desprecio de las cosas sagradas y profanas en el pueblo; en una palabra, la mayor y más poderosa peste de la república, porque, según experiencia que se remonta a los tiempos primitivos, las ciudades que más florecieron por su riqueza, extensión y poderío, sucumbieron por el solo mal de la inmoderada libertad de opiniones, libertad de enseñanza y ansia de innovaciones.
"Sepan todos que, como dice el Apóstol, toda potestad viene de Dios y todas las cosas son ordenadas por el mismo Dios. Así pues, el que resiste a la ordenación de Dios se condena a sí mismo. Por tanto, los que con torpes maquinaciones de rebelión se apartan de la fe que deben a los príncipes, queriendo arrancarles la autoridad que poseen, oigan cómo claman contra ellos todos los derechos divinos y humanos. Preclaros ejemplos de inquebrantable sujeción a los príncipes, ejemplos fundados en los santísimos preceptos de la religión cristiana, condenan la insolencia y pravedad de los que, agitados por torpe deseo de desenfrenada libertad, no se proponen otra cosa que hollar los derechos de los príncipes y reducir a los pueblos a miserable esclavitud. engañándolos con apariencias de libertad...
"Ni es más grato a la religión y al principado civil lo que podemos esperar de los deseos de aquellos que intentan separar la Iglesia y el Estado y romper la mutua concordia del sacerdocio con el imperio.
"A otras muchas causas de no escasa gravedad deben añadirse ciertas asociaciones o reuniones, las cuales, confederándose con los sectarios de cualquier falsa religión, simulando piedad y afecto hacia la religión, pero llenos, en verdad, del deseo de novedades y de promover sediciones en todas partes, predicando libertades de todo género, promueven perturbaciones en las cosas sagradas y civiles y desprecian cualquier autoridad, por más santa que sea.
"Debemos también tratar de la libertad de imprenta, nunca suficientemente condenada, si se entiende por tal el derecho de dar a la luz pública toda clase de escritos, libertad por muchos deseada y promovida. Nos horrorizamos, venerables hermanos, al considerar qué monstruos de doctrina, o mejor dicho, qué sinnúmero de errores nos rodea, diseminándose por todas partes en innumerables libros, folletos y artículos que si son insignificantes por su extensión, no lo son ciertamente por la malicia que encierran, y de todos ellos sale la maldición que vemos, con honda pena, esparcirse sobre la Tierra... Hay que luchar valientemente, dijo nuestro predecesor Clemente XIII; hay que luchar con todas nuestras fuerzas, para exterminar la mortífera plaga de tales libros, pues siempre el error tendrá donde cebarse mientras no perezcan en el fuego esos instrumentos de maldad... Enteramente falsa, temeraria, injuriosa a la Santa Sede, es aquella doctrina que, no contenta con rechazar la censura de los libros, llega al extremo de afirmar que la censura se opone a los principios de la recta justicia y que no está en la potestad de la Iglesia el decretar dicha censura.
"Ayuden los príncipes a estos nuestros deseos, ayuden con su poder y autoridad, pues la recibieron no solamente para el gobierno temporal, sino también para custodia y defensa de la Iglesia. Entiendan que cuanto se hace por favorecer a la Iglesia se dirige al mismo tiempo al bien y a la paz del imperio; persuádanse que han de tener en mayor estima la causa de la fe que la del reino."
Más combativo, más sistemático, más consistente que su antecesor, el papa Pío IX formuló sin descanso la doctrina política católica en las innumerables encíclicas, alocuciones, cartas, epístolas y letras que sacó a luz durante los tres lustros anteriores a la expedición de nuestras Leyes de Reforma y en el lustro siguiente. Catalogadas las proposiciones de Pío 1X, resultó de ahí el famoso Syllabus, documento anexo a la encíclica Quanta cura (del 8 de diciembre de 18641, en el cual se reunían todos los supuestos errores modernos que el Santo Padre de entonces condenaba en consulta con el Espíritu Santo, acusándolos de ser opiniones falsas, atrevidas, impías, falaces, depravadas, desvergonzadas, perversas, satánicas, y clamando porque desapareciesen de sobre la haz de la tierra. para lo cual exhortaba a todos a la oración y prometía. en cambio. "abrir con apostólica liberalidad a los fieles cristianos los celestiales tesoros de la Iglesia, confiados a su dispensación".
Entre los muchísimos errores —errores según él— condenados por Pío IX en el transcurso de los años 1846 a 1864 figuraban éstos: *
Que la filosofía se tratara sin tener en cuenta para nada la revelación sobrenatural.
Que todo hombre quisiera ser libre de abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz del entendimiento, juzgase verdadera.
Que se atribuyese a la potestad civil la facultad de determinar los derechos de la Iglesia y los límites de esos derechos.
Que se negara a la Iglesia la potestad de definir dogmáticamente ser la Religión de la Iglesia Católica la única verdadera.
Que se privara a la Iglesia de la facultad de usar de la fuerza, o de sus potestades temporales, directas o indirectas.
Que se negara a los ministros de la Iglesia y al Romano Pontífice el derecho a cuidar de cosas temporales y a tener dominio sobre ellas.
Que se tratara de anular el fuero eclesiástico en las causas temporales de los clérigos, ya fueran causas civiles, ya criminales.
Que en caso de conflicto entre la potestad del Estado y la de la Iglesia, se diera primacía al Estado.
Que la potestad civil tuviera autoridad para hacer nulos los convenios sobre la inmunidad eclesiástica, y pudiera mezclarse en las cosas pertenecientes a la religión, a las costumbres y al gobierno espiritual, y juzgar de las instrucciones que dieran los pastores de la Iglesia para la dirección de las conciencias.
Que todo el régimen de las escuelas públicas destinadas a la instrucción de la juventud de un Estado cristiano fuera atribuido a la autoridad civil, y de tal modo, que no se reconociese en ninguna otra autoridad el derecho de inmiscuirse en la disciplina de las escuelas, en la colación de grados y en la elección de los maestros.
Que se afirmara como cosa conveniente a la sociedad civil el hecho de que las escuelas para los niños de cualquier clase del pueblo, y en general los institutos públicos para enseñar las letras y ciencias más elevadas y para mirar por la educación de la juventud, estuvieran exentos de toda autoridad eclesiástica, y que se hallaran sometidos al pleno derecho de la autoridad civil.
Que se hablara de abolir las leyes tocantes a la protección que ha de dar el Estado a las comunidades religiosas y a sus oficios y derechos, y que se afirmara ser lícito al gobierno civil prestar auxilio a cuantos quisieran desertar del estado religioso, quebrantando votos solemnes, y pudiera, además, el Estado, extinguir totalmente las comunidades regulares.
Que los gobiernos no sólo pretendieran estar exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino que se declararan superiores a ella.
Que se propusiese la separación de la Iglesia y el Estado.
Que se pretendiera dar, sin sanción divina, leyes de las costumbres, y se negara que las leyes humanas habían recibido de Dios la fuerza de obligar.
Que la ciencia de las cosas filosóficas y de las costumbres, como también las leyes civiles, pudieran prescindir de toda autoridad divina y eclesiástica.
Que se declarase que la autoridad es sólo la suma del número y de las fuerzas materiales, es decir, la expresión democrática de la voluntad de los individuos y de sus intereses.
Que se tuviera por lícito negar la obediencia a los poderes constituidos, y hasta rebelarse contra ellos, siendo así que esto sólo podía aceptarse cuando los gobiernos mandaran algo contra la ley de Dios y de la Iglesia.
Que se aseverara que el sacramento del matrimonio es solamente una cosa accesoria y separable del contrato matrimonial.
Que la autoridad civil sancionara el divorcio.
Que la autoridad civil pudiera quitar los impedimentos dirimentes del matrimonio establecidos por la Iglesia.
Que en virtud del contrato meramente civil, pudiera existir verdadero matrimonio entre cristianos, y que se declarase falsa la afirmación eclesiástica de que el matrimonio es nulo cuando no hay sacramento.
Que las causas matrimoniales pertenecieran, por su naturaleza, al tribunal civil.
Que se negara a la religión católica su privilegio de ser la única religión del Estado, con exclusión de cualquier otra.
Que se declarara que la ley podía permitir, en los países católicos, el ejercicio de otros cultos.
Que la voluntad del pueblo, manifestada en la llamada opinión pública, fuera la suprema ley.
Que la sociedad doméstica tuviera en el derecho civil toda su razón de ser... y que, por lo mismo, sólo del derecho civil nacieran y dependieran los derechos de los padres sobre los hijos.
Que se negara a la Iglesia la facultad de estrechar las conciencias de los fieles en cuanto al uso de las cosas temporales; o el derecho de ella a castigar con penas temporales a los que violaban las leyes eclesiásticas.
Que se considerase conforme a los principios del Derecho Público el someter a la autoridad civil la propiedad de los bienes poseídos por las iglesias, por las órdenes religiosas y por otras obras pías.
Ésa era, al triunfar en México la Revolución de Ayutla, hacia agosto de 1855, la doctrina política que por mandato de los pontífices debía observarse en todo el orbe cristiano con respecto a la religión; ése el conjunto de proposiciones en que se fundaba el régimen semifeudal, semiteocrático y, por el espíritu, sometido en todo a los designios de la Iglesia, que el México independiente había heredado de la Colonia, y contra el cual no habían podido nada ni la Independencia ni los intentos liberadores de 1824 y 1833. A destruirlo, pues, para franquear la puerta a un México organizado y moderno, a un México de alma nacional, tendió la voluntad de los reformadores, que sólo pedían para su patria el ámbito del aire y de la luz, anhelo inasequible sin la posesión y el ejercicio de las libertades que la vida exigía por dondequiera. Y todos aquellos varones —Juárez, Lerdo y Ocampo a la cabeza— se dedicaron a su obra con valor y decisión tales, y con tan grande talento, que lo prodigioso, lo casi increíble, está en el hecho de que los reformadores, alzándose sobre la borrasca que los arrebataba, derribaran en sólo siete años, y mediante contadísimas leves, un régimen político, social y económico que había durado siglos. Porque fue aquella una destrucción a fondo, una transformación como pocas veces la ha visto la historia de los pueblos.
El impulso reformista arrancó con aparente timidez: cual si un tanteo cauteloso buscara antes el punto cuya vibración había de señalar el camino. Mas una vez en marcha el movimiento, no tan sólo no se detuvo, sino que fue acelerándose, ayudado por una de esas extraordinarias conjunciones de factores fortuitos que dan a la historia su apariencia contingente, pero sin los cuales ningún grande hecho histórico es posible. Acudieron entonces, como a una cita, la voluntad ansiosa que México sentía por renovarse; el carácter indómito, la intuición política, la inteligencia ilustrada, del grupo de hombres preparados para interpretar y hacer suya aquella voluntad, más una serie de acontecimientos adversos que, a modo de espuela, obraron sobre el propósito, y los cuales, a cada etapa, iban haciendo más y más difícil no seguir adelante.
El 22 de noviembre de 1855, Benito Juárez, ministro de Justicia en el gobierno de don Juan Álvarez, puso mano sobre los fueros militar y eclesiástico.
El 25 de junio de 1856, Miguel Lerdo de Tejada sacó a la circulación los bienes llamados "de manos muertas", o sea, la riqueza acumulada e inmovilizada secularmente en las fincas rústicas y urbanas propiedad de las corporaciones civiles y religiosas.
El 5 de febrero de 1857 el Congreso Constituyente nacido de la Revolución de Ayutla, dio fin al nuevo código federal de la República, y sentó allí, como premisa mayor del silogismo jurídico con que la nación resolvía tomar forma política, la tesis opuesta del todo a los dogmas en que la Iglesia Católica fundaba la doctrina de su poder temporal. Constituyó a la República dándole como base la libertad y la igualdad del hombre, los derechos del ciudadano, la soberanía del pueblo y la supremacía del Estado sobre cualesquiera otras potestades.
Y escombrado así el camino, la Constitución de 1857, ordenamiento que debemos venerar, procedió a definir desde luego, entre otras, las siguientes libertades cardinales:
"La enseñanza es libre." (Es decir, libre de las trabas que la Iglesia le ponía, y le pone.)
"La manifestación de las ideas no puede ser objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque la moral o los derechos de tercero, provoque algún crimen o delito o perturbe el orden."
"Es inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia. Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura ni coartar la libertad de imprenta, que no tiene más límite que el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública."
El 12 de julio de 1859 Benito Juárez y su gabinete en pleno decretaron la nacionalización de todos los bienes que el clero secular y regular había venido poseyendo o administrando, cualesquiera que fuesen los títulos, cualesquiera la clase de los predios, de los derechos, de las acciones, y cualesquiera el nombre y aplicación que hubieran tenido.
Y como algo indisolublemente unido a esa medida, sólo económica en la superficie, la misma ley establecía:
La separación de la Iglesia respecto del Estado;
La supresión de las órdenes monásticas de varones y el cierre perpetuo de los noviciados de religiosas;
La devolución de la dote a toda religiosa que se exclaustrara y la nacionalización de los bienes que en los conventos de mujeres no fueran indispensables al sostenimiento de cada institución y a sus fines inmediatos.
También en julio de 1859 el gobierno de Juárez promulgó las tres leyes que eran consecuencia lógica de la separación de la Iglesia y el Estado. A saber:
La que instituía el matrimonio civil y privaba de toda validez legal al que sólo se contrajera con la intervención eclesiástica;
La que creaba el Registro Civil y quitaba de manos de la Iglesia Católica la facultad de hacer constar el nacimiento, matrimonio y fallecimiento de las personas y dar de ello fe válida; y
La que hacía cesar la intervención de la Iglesia en la economía de los cementerios, camposantos, panteones y bóvedas o criptas mortuorias, y ponía todo esto, aun las bóvedas de las iglesias catedrales y de los monasterios de religiosas, bajo la inspección de los jueces del Registro Civil.
Tras de aquello, en el tercer día del mes siguiente, Melchor Ocampo, en su carácter de secretario de Relaciones Exteriores, mandó retirar, consecuencia de todas las disposiciones anteriores, la legación de México en Roma.
Otras leyes, una para poner fin al monopolio de las creencias católicas, en el cual se alimentaba el poderío social, político y económico ejercido por la Iglesia; otra para que lo dogmático quedara abierto a la crítica de las ideas filosóficas y se viera a la luz de lo científico —y no tan sólo con la exégesis de lo revelado—; otra para que la miseria y el dolor cobraran todos sus perfiles humanos, dieron los reformadores en el transcurso de los quince meses siguientes: la ley de cultos, la de instrucción pública y la de hospitales y establecimientos de beneficencia.
La ley sobre libertad de cultos (de 4 de diciembre de 1860) protegía todas aquellas confesiones que se establecieran en el país como expresión y efecto de la libertad religiosa; abrogaba los llamados recursos de fuerza, es decir, la potestad temporal de la Iglesia para imponer, por medios distintos de los meramente espirituales, el sometimiento a lo mandado por la religión; extinguía el derecho de asilo en los templos, dejándolos francos a los jueces penales y civiles; ponía el juramento fuera del radio de las leyes, para quitarle, sustituyéndolo por la promesa simple, aunque solemne, de decir verdad, toda consecuencia legal; prohibía la celebración de ceremonias y actos religiosos fuera de los templos, salvo que las autoridades lo permitiesen en cada caso; vedaba instituir heredero o legatario del testador a los directores espirituales: ponía fin al privilegio de competencia, consistente en que los clérigos pudieran retener parte de sus bienes en perjuicio de los acreedores; derogaba el tratamiento oficial a personas y corporaciones eclesiásticas: prohibía a los funcionarios públicos y a los militares asistir, con carácter oficial, a los actos de cualquier culto o de obsequio a los sacerdotes, y, por último, sometía a reglamento el uso de las campanas.
La ley de hospitales y establecimientos benéficos (de 2 de febrero de 1861; secularizaba todo aquel servicio asistencial, como hoy decimos. y lo dejaba dueño de los capitales que se le reconocían; y en cuanto a la de instrucción pública, hacía cesar toda intervención religiosa en la enseñanza impartida por el gobierno de la República e implantaba. medida esencial a la libertad del espíritu, el laicismo en las escuelas.
Finalmente, el 26 de febrero de 1863, cuando más sombría se tornaba la guerra con Napoleón III y con los mexicanos que lo ayudaban, confabulados el uno y los otros en el designio dictatorial, imperialista y teocrático de acabar con la autonomía republicana de México, la Reforma colocó la última piedra de la catedral de nuestras libertades decretando la extinción de las comunidades de religiosas. El artículo 3º de los considerandos de la ley decía: "...Si bien puede fundarse en la libertad de cada uno la resolución de observar los votos que las religiosas pronuncian, es evidentemente opuesto a la misma libertad, incompatible con la ley de cultos e intolerable en una república popular la serie de medios coercitivos con que se estrecha al cumplimiento de esos votos."
Tal es, aunque sólo en sus lineamientos generales, el cuadro de las Leyes de Reforma, ésa la estructura espiritual en que se sostiene, desde hace cien años, el edificio de las instituciones democráticas y el régimen de libertad que México consiguió darse a sí mismo después de medio siglo de convulsiones casi ciegas y de guerras nacionales e internacionales, algunas de ellas feroces.
¿Podrá nadie creer que en ausencia de la obra de los reformadores, gracias a la cual los mexicanos se asomaron libremente al mundo, habría sido posible el cambio espiritual que poco a poco fue imprimiendo forma a la clarividencia política y al estado de ánimo público que desembocaría en la Revolución de 1910?
De ahí que, intacta en su mayor parte, ajustada en ciertos sitios, reforzada en otros, ampliada y llevada a su natural término en unos cuantos, la estructura espiritual que la Reforma dio al país pasara de la Constitución de 1857 constitución liberal y de las leyes que la completaron, a la Constitución de 1917, constitución revolucionaria que, a su vez, tuvo entonces aliento para consumar, por fin, después de un siglo, la revolución política, social y económica iniciada el 15 de septiembre de 1810 por un sacerdote cuyo patriotismo de primer mexicano independiente la Iglesia Católica excomulgó: el patriotismo hoy indiscutible aun en la conciencia de los mexicanos más católicos y más adictos al papa, del cura Miguel Hidalgo y Costilla.
En vista de tales antecedentes, la reflexión que se impone es ésta: Abandonado otra vez el espíritu de México en manos de la Iglesia Católica, ¿la Iglesia procedería en forma distinta de como lo hizo hasta que las Leyes de Reforma se le enfrentaron, o está en la naturaleza de las cosas que la reacción clerical, si el espíritu de México se le entrega nuevamente, se dedique a recobrar su anterior predominio, y, que, recobrándolo, acabe, primero, con la Reforma, y, luego, con la Revolución?
Categóricamente puede contestarse que tan pronto como faltara el valladar de las Leyes de Reforma, la Iglesia haría que México volviera a ser, en lo espiritual y lo político, lo que había sido hasta 1856. Esta afirmación se corrobora con sólo leer las encíclicas y otros documentos pontificios posteriores a Pío IX. En rigor, ni esa lectura se requiere, sino que basta recordar, conforme a las palabras de Gregorio XVI, que "la Iglesia Universal rechaza toda novedad" y mantiene inconmovible, porque "toda la Iglesia sufre con cualquier novedad", el principio de que "nada debe ella quitar de las cosas que ya han sido definidas", apotegmas éstos que renovaban entonces, textualmente y con propósitos políticos, lo que los papas San Celestino y San Agatón habían formulado en los siglos V y VII de nuestra era.
Pero más elocuente aún que las definiciones de los papas León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío IX y Pío XII; y más convincente, es un documento recientísimo —se firmó hace apenas cinco años—, que nos alecciona sobre cómo realiza su doctrina política la Iglesia Católica cuando algún pueblo se lo permite. Me refiero al concordato celebrado entre la Santa Sede y la España franquista el 27 de agosto de 1953. Sus principales cláusulas, como veremos en seguida, son diáfanas y confirmatorias de cuanto he dicho, o sea, que por su propia naturaleza la Iglesia Católica, allí donde nada la detiene, no puede menos de invadir la vida cívica y someter a su potestad, inclusive por la fuerza, todo lo que importa al espíritu.
Entre otras cosas, el concordato de España con la Santa Sede estipula los puntos que siguen, * puntos que no deben descuidarse si se quiere pronosticar lo que ocurriría en México en el caso de que se derogaran o cayeran en desuso las Leyes de Reforma. Óiganlos ustedes con atención, pues nos enseñan todo cuanto acerca de esto necesitamos saber.
"La Religión católica, apostólica, romana —dice el acuerdo celebrado, de potencia a potencia, entre Francisco Franco y Pío XII— sigue siendo la única religión de la nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico." (O sea, que las leyes del Estado español no tienen que ver nada con los derechos y prerrogativas de la religión católica.)
"El Estado español reconoce a la Iglesia Católica el carácter de sociedad perfecta (es decir, soberana en sí misma y en sus jerarquías legislativa, ejecutiva y judicial) y le garantiza el libre y pleno ejercicio de su poder y jurisdicción, así como el libre y público ejercicio del culto.
"El Estado español reconoce a todas las instituciones y asociaciones religiosas constituidas según el Derecho Canónico la plena capacidad de adquirir, poseer y administrar toda clase de bienes."
Claro que todas estas dejaciones a que el pueblo español está obligado en virtud del concordato, no son gratuitas. La Santa Sede las paga. ¿Cómo? El concordato lo estipula así:
"Conforme a las concesiones de los Sumos Pontífices San Pío V y Gregorio XIII, los sacerdotes españoles elevarán, diariamente, preces por España y por el Jefe del Estado, según la fórmula tradicional y las prescripciones de la Sagrada Liturgia." (Lo que quiere decir que en la pobre España, subyugada por un totalitarismo medieval, todos los días todos los sacerdotes españoles rezan porque perdure la dictadura totalitaria de Francisco Franco, cuyo poder la Iglesia Católica considera de origen divino.)
Y sigue el concordato:
"La Santa Sede consiente que las causas contenciosas sobre bienes o derechos temporales en las que fueren demandados clérigos y religiosos, sean tramitadas ante los tribunales del Estado, pero antes ha de notificarse de ello al obispo del lugar en que se instruya el proceso.
"El Estado reconoce y respeta la competencia privativa de los tribunales de la Iglesia en aquellos delitos que exclusivamente violan una ley eclesiástica.
"La Santa Sede consiente que las causas criminales contra los clérigos o religiosos por los demás delitos previstos en las leyes penales del Estado sean juzgadas por los tribunales del Estado. Sin embargo, la autoridad judicial, antes de proceder, deberá solicitar el consentimiento del obispo del lugar en que se instruya el proceso. En el caso de que éste, por graves motivos, se crea en el deber de negar dicho consentimiento, deberá comunicarlo por escrito a la autoridad competente. El proceso se rodeará de las necesarias cautelas para evitar toda publicidad.
"En caso de detención o arresto, los clérigos y religiosos serán tratados con las consideraciones debidas a su estado y a su grado jerárquico. Las penas de privación de libertad serán cumplidas en una casa eclesiástica o religiosa.
"La Iglesia y el Estado estudiarán, de común acuerdo, la creación de un adecuado patrimonio eclesiástico que asegure una congrua dotación del culto y del clero.
"El Estado, fiel a la tradición nacional, concederá anualmente subvenciones para la construcción y conservación de templos parroquiales y rectorales, y seminarios para fomento de las órdenes, congregaciones o institutos eclesiásticos consagrados a la actividad misional y al cuidado de los monasterios de relevante valor histórico en España.
"Gozarán de exención de impuestos y contribuciones de índole estatal o local: la residencia de los obispos, de los canónigos y de los sacerdotes con cura de almas; los locales destinados a oficinas de la curia diocesana y a oficinas parroquiales; las universidades eclesiásticas y los seminarios destinados a la formación del clero; las casas de las órdenes, congregaciones e institutos religiosos y seculares canónicamente establecidos en España; los colegios u otros centros de enseñanza dependientes de la jerarquía eclesiástica.
"Las donaciones, legados o herencias destinados a la construcción de edificios del culto católico o de casas de religiosas serán equiparados, a todos los efectos tributarios, a los destinados a fines benéficos o beneficodocentes.
"Queda garantizada la inviolabilidad de los palacios y curias episcopales, de los seminarios, de las casas y despachos parroquiales y rectorales y de las casas religiosas canónicamente establecidas.
"El Estado español reconoce plenos efectos civiles al matrimonio celebrado según las normas del Derecho Canónico, así como la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos en las causas referentes a la nulidad del matrimonio canónico y a la separación de los cónyuges. En general, todas las sentencias, decisiones en vía administrativa y decretos emanados de las autoridades eclesiásticas en cualquier materia dentro del ámbito de su competencia, tendrán también efecto en el orden civil cuando hubieren sido comunicados a las competentes autoridades del Estado, las cuales prestarán, además, el apoyo necesario para su ejecución.
"En todos los centros docentes de cualquier orden y grado, sean estatales o no estatales, la enseñanza se ajustará a los principios del dogma. Los obispos ejercerán libremente su misión de vigilancia sobre dichos centros docentes en lo que concierne a la pureza de la fe, las buenas costumbres y la educación religiosa. Los obispos podrán exigir que no sean permitidos o que sean retirados los libros y publicaciones contrarios al dogma y a la moral católica.
" El Estado español garantiza la enseñanza de la religión católica como materia ordinaria y obligatoria en todos los centros docentes, sean estatales o no estatales, de cualquier orden y grado. La enseñanza de la Religión en las Universidades se dará por eclesiásticos en posesión del grado académico de doctor, obtenido en una Universidad eclesiástica. Los profesores de Religión en las escuelas no estatales deberán poseer un especial certificado de idoneidad expedido por el obispo. Los programas de religión para las escuelas tanto estatales como no estatales serán fijados de acuerdo con la competente autoridad eclesiástica.
"El Estado cuidará de que en las instituciones y servicios de formación de la opinión pública, pero en particular en los programas de radiodifusión y televisión, se dé el conveniente puesto a la exposición y defensa de la verdad religiosa por medio de sacerdotes y religiosos designados de acuerdo con el respectivo obispo.
"El Estado proveerá lo necesario para que en los hospitales, sanatorios, establecimientos penitenciarios, orfanatos y centros similares, se asegure la conveniente asistencia religiosa a los acogidos, y para que se cuide la formación religiosa del personal adscrito a dichas instituciones. Igualmente procurará el Estado que se observen estas normas en los establecimientos análogos de carácter privado.
"El Estado español promulgará las disposiciones de derecho interno que sean necesarias para la ejecución del Concordato."
He ahí lo principal del concordato español, el cual demuestra hasta, dónde está hoy vigente en España la doctrina político-religiosa contenida en el Syllabus de Pío IX, que fue minucioso expositor de la doctrina sustentada por Gregorio XVI en 1832, papa que, a su vez, no hacía sino renovar lo que ya predicaban como verdades inconmovibles los pontífices de hacía trece o quince siglos. Leer, pues, el concordato y sentirse de regreso, ya no de épocas remotas, sino de un pretérito milenario, es todo uno.
Cuando entre nosotros hay quienes se sienten o se dicen tolerantes para justificar que no se respete lo estatuido en la ley con respecto al culto o a los límites dentro de los cuales deben mantenerse las religiones; cuando esas personas no conceden importancia al hecho de que casi todas nuestras escuelas privadas sean confesionales pese a lo que manda la ley y a despecho de estar incorporadas al régimen de la enseñanza oficial, y que sean confesionales nuestras estaciones de radio y televisión, y confesionales casi todos nuestros periódicos; cuando esas personas ven con indiferencia las pruebas fehacientes de que en México se están restableciendo las órdenes monásticas, y que por la calle transitan monjas, a menudo en automóviles oficiales; cuando, tranquilamente, los tolerantes se enteran de que muchos de nuestros templos católicos, los mejores o más productivos, están al cuidado de sacerdotes extranjeros, y que aun en las catedrales y basílicas ofician prelados que no son del país; cuando no se sorprenden de que por la vía pública desfilen, con fines de propaganda y no por simple impulso religioso, procesiones que, con deliberación, procuran parecer interminables; cuando saben, sin protestar ni indignarse, que, azuzadas por curas cerriles, las turbas fanáticas de algunos pueblos de los estados de México, Puebla, Tlaxcala, Hidalgo, Veracruz, matan y despojan a los cristianos evangélicos, y que los asesinos y sus inductores quedan impunes; cuando callan al saber, constándoles a veces si han sido autoridad, que los católicos construyen templos por dondequiera, mientras que a los cristianos de otras denominaciones no se les permite levantar los suyos; cuando acontece todo esto, digo, no hay que suponer que esos políticos nuestros, esos revolucionarios, esos líderes obreros, esos escritores, esos maestros, esos periodistas, procedan siempre así por abandono de su credo liberal, sino, muchas veces, porque una interpretación excesiva de su liberalismo, o su falta de visión histórica, o su conveniencia, los lleva a ser tolerantes. Pero de seguro que están engañados, y que a engañarlos contribuye, aparte la anchísima manga de su liberalismo, o su imprevisión, o su interés, la tesis reaccionaria —hoy indiscutida gracias a los cuantiosos medios económicos en que se apoya y porque nadie se atreve a enfrentársele— de que la Reforma es un conflicto liquidado.
La equivocación, para quienes en esto obran de buena fe, consiste en no advertir que lo mismo que la Iglesia Católica es una e indivisible en su doctrina política, una e indivisible tiene que ser la barrera que se le oponga para defender, en los países, como México, donde el culto católico es predominante en grado casi absoluto, las libertades y la democracia. Esto lo vieron los liberales puros desde 1856, y a su videncia hubieron de rendirse los liberales moderados cuando sobrevino, en 1858, el golpe de Estado de Comonfort. Y asombra, verdaderamente, que habiendo pasado un siglo desde que Ignacio Ramírez, puesto el índice sobre el fondo del asunto, lo desentrañó diciendo que había que escoger entre las Leyes de Reforma y el Syllabus de Pío IX, existan todavía quienes se imaginan que las cosas, en México, pueden suceder de otra manera. Por fortuna para nuestro país, el caso de España nos abrirá los ojos.
El ocaso que quiere imponerse a las Leyes de Reforma me indujo a traer ante ustedes el razonamiento histórico a que he dado lectura. Por él se ve que tal ocaso es artificial y que las leyes que nos legaron Juárez y su pléyade siguen brillando en el cenit. Ocurre tan sólo que hemos dejado caer en el olvido los grandes títulos que la Reforma tiene como parte integrante del México de hoy, del México de la Revolución. Y este olvido es tan hondo que cuando alguien, como yo, sale a defender el credo reformista, de allí se toma pie para que al defensor se le moteje de político trasnochado, de criatura de Lutero, de comecuras insaciable y de otras cosas análogas que sólo buscan desviar la atención. No: ni espíritus envejecidos, ni temperamentos atrabiliarios. El punto es mucho más sutil. No se trata de desvestir monjas en la calle, ni de acabar a golpes con las procesiones, ni de cerrar escuelas confesionales, ni de hacer en las iglesias fuerza contra los sacerdotes extranjeros. Lo que urge, lo que incumbe a la Revolución, a la Revolución y a su partido, y a la educación pública nacional, es despertar las conciencias poniéndoles por delante, para que escojan, las dos perspectivas: la del clericalismo político, infecundo y sombrío, y la que nos ofrece, traslúcida, estimulante, creadora, la democracia basada en la libertad, en la libertad de pensamiento y de conciencia, sin la cual habría sido imposible la Revolución, y sin la cual el México de la Revolución se acabará, retornando, como hoy España, a una situación análoga a la que ya vivimos durante la Colonia.
En fin, no quiero abusar de su benevolencia. Sólo añadiré, enunciándolas, dos aclaraciones que, desarrolladas, quizás consumirían dos pláticas tan largas como la que hoy, generosamente, se me ha permitido decir.
La primera aclaración es ésta. Si alguien me preguntara por qué, después de todo, no hemos de aceptar el régimen de conciencia restringida interpretada y administrada por la Iglesia Católica, le contestaría yo: porque en eso no hay ni un fulgor de la verdadera conciencia, la cual, para subsistir, no consiente ni la más pequeña enajenación. Y agregaría que, por la fuerza de sus propios estatutos, la Iglesia Católica no puede menos de mediatizar a cuanto hombre libre se le somete, mediatizarlo como sólo lo hacen los totalitarismos, puesto que totalitaria es, totalitaria por definición, la Iglesia Católica. Y concluiría yo explicando cómo sobre esto no ha de abrigarse la menor duda, ya que para disiparlas todas basta detenerse un punto en las siguientes proposiciones dogmáticas, cuya ortodoxia ningún católico se atrevería a negar:
a) Toda acción humana, según la Iglesia Católica, tiene necesaria relación de dependencia con respecto a la salvación eterna, que es, a juicio de la Iglesia, el fin último del hombre.
b) El fin último del hombre, también según las definiciones católicas, se alcanza mediante el apego a las normas de la ley divina. Y,
c) Como la Iglesia, por las verdades reveladas en que ella dice fundarse, es custodio, intérprete y maestra infalible de la ley divina, se sigue de ahí que todas las acciones del hombre, desde que éste nace hasta que muere, están sujetas a lo que la Iglesia juzgue, prescriba y mande.
Si no es éste el mayor y más viejo de los totalitarismos concebibles, pues se impone en nombre de Dios y con amenaza de la condenación eterna, no veo cómo pueda llamársele.
La segunda aclaración que deseo hacer versa con el sedimento pesimista que acaso deje mi visión del estado que hoy guarda la falta de vigencia de las Leyes de Reforma. Pesimista, no. He expuesto males, males que atestiguan la grave peripecia que padece hoy la aplicación integral del liberalismo mexicano, fuente de nuestra evolución. Pero así como he hablado de males esta noche, otra vez podría referirme a los remedios, que los hay, y prontos y eficaces, aun cuando muchos mexicanos dirigentes no los vean. No los menciono ahora porque no consienten que se les trate de prisa y sin dar razón de sus fundamentos. Pero sí me aventuraré a insinuar uno, aclarando anticipadamente que es, entre todos, el de acción menos inmediata, aunque no por ello desdeñable, pese a su aparente romanticismo.
Así como existe la Acción Católica, que es en México el brazo secular de la Iglesia y su instrumento de propaganda, de captación y hasta de coerción y opresión; así como hay el Opus Dei, especie de masonería eclesiástica, sólo que sin la alteza de aspiraciones ni la nobleza de sentimientos en que la verdadera masonería tomó forma, así también la Revolución, que encuadra a todos los liberales, debe crear una especie de orden caballeresca, caballeresca por su ministerio, pero perfectamente moderna por su estructura y sus métodos, que sólo tendría un gran propósito y un fin no menos grande, fin político, fin supremo: vigilar, defender y exigir la vigencia efectiva de las Leyes de Reforma y cuanto con ellas se relacione y de ellas se derive; una orden que haría de cada uno de sus afiliados un reformista militante —activo, desinteresado, idealista—; una orden que, por su advocación, sería como el admirable indio de Guelatao, transparente en su intención e inquebrantable en su firmeza; la Gran Orden de Benito Juárez, defensora de la Reforma y protectora de la Revolución. *
I I. AGRESIÓN GUADALUPANA
Cómo y por qué hubo de protestar Tiempo, Semanario de la Vida y la Verdad, contra el agravio inferido a las instituciones liberales mexicanas durante los días 7 a 12 de octubre de 1945
PRONTO asomó, en octubre de 1945, el valor político que el clero católico mexicano quería dar a las festividades dispuestas para conmemorar en aquel mes el cincuentenario de la coronación de la Virgen de Guadalupe. Al menos, yo lo entendía así, y por eso quise acercarme desde luego a don Manuel Ávila Camacho, entonces Presidente de la República, y advertirlo de la maniobra con que, a mi juicio, la Iglesia Católica pretendía derogar, en el terreno de los hechos, el régimen jurídico instaurado entre nosotros por la Reforma ochenta y cinco años antes, y convertido desde entonces en necesario antecedente de la Revolución que se iniciaría en 1910; pero circunstancias insuperables estorbaron que mi visita al Presidente se efectuara en fecha oportuna, pese a la amistad y consideraciones con que siempre me honró aquel funcionario insigne.
Entre tanto, fueron produciéndose, más y más espectaculares y más y más violatorios de la ley, los sucesos que había yo previsto con sólo tomar en cuenta el falso estado de la opinión pública fabricada ad hoc en aquellos días. Porque desde meses antes rodaba por el país la especie (nacida de un artículo periodístico) conforme a la cual don Manuel Ávila Camacho no sólo era católico observante, sino que en su papel de primer magistrado de la República esperaba ver fortalecida la unidad patria "bajo el manto de la Iglesia Católica". Y partiendo de tal premisa, ¿cómo no vaticinar que el clero y los sectores reaccionarios mexicanos aprovecharían la coyuntura para armar de nuevo, aunque ya no tan torpe y vanamente como en 1895, año de la coronación de la Virgen, todo un aparato escénico que dejara maltrechas a las Leyes de Reforma?
En efecto, tal ocurrió. Usando y abusando de la "tolerancia" —término que, de tiempo atrás, muchos de nuestros periódicos y hombres públicos no aplicaban ya a la disposición de la Iglesia Católica a permitir la práctica de diversas religiones, sino a la disposición de nuestras autoridades a consentir que la Iglesia Católica viole las leyes de México—, durante los días 7, 8, 9, 10, 11 y 12 de octubre de 1945 el clero católico se dedicó a consumar hechos que demostraran cómo, en gran parte al menos, eran ya un mero valor entendido los artículos 5°, 24° y 130° de la Constitución Política Mexicana y las leyes reglamentarias de esos artículos. La reacción clerical hizo más: se esmeró en dar pábulo a la idolatría fanática en que se anega el cristianismo mexicano, para que éste arropase y exaltase con supuestas explosiones de auténtica religiosidad cuanto se perpetrara en detrimento de las leyes relativas al culto. Con vista a tal fin se trajeron de toda la América prelados que ejercieran aquí su ministerio; se invitó a un príncipe de la Iglesia —que sería enorme novedad y dejaría "huella indeleble en los anales de la catolicidad mexicana al penetrar, el primero entre los de su rango, en la basílica de Guadalupe"—; se tomaron providencias para tender caravanas hasta de diez mil automóviles, con cientos de banderas pontificias, en espera del más ilustre de los visitantes; se previó que los obispos y arzobispos extranjeros, despreciando la ley con toda la pompa de sus ropajes eclesiásticos, anduviesen por calles, plazas, restaurantes, vestíbulos y edificios, entre muchedumbres postradas de hinojos e inagotables en su ansia de recibir bendiciones y besar orlas moradas o de púrpura; se multiplicaron los motivos de procesiones y desfiles religiosos; se llevaron de un lado para otro, con desafío de la ley, monjas extranjeras que llamaran la atención luciendo en público sus hábitos y ostentando sus insignias.
Al culminar los días de la gran festividad se pasearon en procesión, sobre andas forradas de terciopelo rojo, la corona y el cetro de la Virgen; cientos de mariachis le cantaron a la imagen, de madrugada, las Mañanitas; grupos de extranjeros, en competencia con interminables delegaciones de indígenas semidesnudos, desfilaron frente al trono ocupado por ella; el estandarte franquista y la Marcha Real se juntaron con la bandera y el himno mexicanos bajo las bóvedas de la basílica; se sintonizaron los radiorreceptores para escuchar las palabras de Pío XII, emitidas desde Roma, y todo ello adquirió en los periódicos del país resonancia pocas veces igualada.
Esto último se apreciará bien con sólo mencionar parte de lo que entonces hicieron las principales publicaciones de la ciudad de México: Excélsior dedicó a la coronación y al milagro 12 titulares a toda página y 89 artículos; El Universal, 8 y 59, respectivamente; Novedades, 7 y 60. Y en el alud confesional que los periódicos formaron así, siempre con hipérbole y a cuál más, hubo expresiones tan desorbitadas y reveladoras como éstas: "El fervor de los creyentes de nuestro país es comparable tan sólo al de los tiempos de Pedro el Ermitaño"; "Cuando en el Juicio Final los hombres y los pueblos rindan cuenta de sus actos. Juan Diego será el testigo de cargo y descargo del pueblo mexicano"; "La poderosa fe que alienta en México será capaz de provocar el nuevo milagro, divino y nacional, que... dejará nuestros ojos permanentemente fijos en la colina del Tepeyac"; "El espectáculo de esas multitudes de México, y de fuera de México, es la realidad misma, y en su fondo se encuentra la meta a la que las estructuras deben ajustarse.."; "Hoy como ayer y como siempre, la religión católica confirma que es un yunque donde se han mellado muchos martillos."
Citaré, para completar el cuadro, algunos trozos de la información que Tiempo dedicó al asunto en su número del día 19 de aquel mes de octubre. Decía la revista:
" Desde las 5 hasta las 8 p.m. del domingo 7 (de octubre de 1945), la carretera México-Laredo estuvo bloqueada —10 000 automóviles, 300 000 personas— en toda la parte correspondiente al D. F. Se esperaba, para las 6 p.m., la llegada del cardenal José María Rodrigo de Villeneuve, legado del Papa durante los festejos con que la catolicidad mexicana iba a celebrar el 50° aniversario de la coronación de la Virgen de Guadalupe. El entusiasmo de la gente se desbordó —banderas pontificias y mexicanas— cuando, cerca ya el automóvil en que el prelado canadiense hizo el viaje desde Laredo, los miembros de Acción Católica Mexicana y los Caballeros de Colón cantaron el himno nacional. Los cinco motociclistas que custodiaban la comitiva desde Santa Clara fueron insuficientes para detener a la multitud.
"Se anunció entonces que el cardenal Villeneuve continuaría hasta la basílica; pero solamente un corto número de personas pudo seguir el automóvil —Cadillac, placas F-77-91— del prelado, que se dirigía, en realidad, a las Lomas de Chapultepec.
"Al día siguiente el cardenal fue recibido solemnemente en la basílica por el arzobispo de México, monseñor Luis María Martínez, quien bajó del presbiterio —6 p.m.; capa pluvial; mitra calada— y entregó a José María Rodrigo de Villeneuve, en el atrio, el hisopo. Impartida la bendición, el arzobispo de México dijo al prelado canadiense, ya en el interior del templo: «Este día y este instante quedarán indeleblemente grabados en los anales de la Iglesia Mexicana. Es la primera vez que un príncipe de la Iglesia penetra en esta vieja y gloriosa basílica.» Emocionados, los asistentes entonaron el himno nacional.
"El mismo día, a las 10 a.m., la vieja colonia española había cantado la Marcha Real, acompañada por el órgano de la basílica, mientras era llevada en procesión la bandera monárquica. Dijo un arzobispo mexicano al paso de la comitiva: «Ésa sí, ésa sí es la única y la verdadera España.»
" El martes 9 el cardenal Villeneuve rezó el introito de la misa en que fueron recibidas las peregrinaciones de las colonias francesa, canadiense y holandesa. Ofició el arzobispo de Montonc, Robert Rabichaud. Palabras suyas: «La Santísima Virgen tiene sobre nuestro continente derechos particulares. La escogió Dios para que velara por nuestro hemisferio.»
"Por la tarde José María Rodrigo de Villeneuve recibió a los periodistas. «He visto —dijo— y admirado la gran fe y religiosidad del pueblo mexicano y me siento positivamente feliz al advertir la libertad con que todo México ha podido expresar sus sentimientos de fe y piedad.»
"El miércoles 10 el cardenal Villeneuve rezó, al igual que el día anterior, el introito de la misa en que se recibieron las peregrinaciones de las colonias norteamericana e inglesa. Habló desde la cátedra sagrada el arzobispo de San Antonio, Tez., Robert E. Lucey: «Nuestra venerable Iglesia es intérprete de la ley natural y de la revelación... Nosotros, hijos de la Iglesia, no debemos descuidar su mensaje espiritual ni su filosofía social. ¡Basta ya de derrota y de retirada!»
" A las 5.30 p.m. el cardenal canadiense —vestiduras talares— bajó de su automóvil frente a la puerta central de la catedral. Desde su trono —terciopelo rojo—, bajo las banderas pontificia y mexicana enlazadas, dijo a 10 000 personas: «En esta hora, que parece que ha sonado para América, la Santísima Virgen, el Santo Papa y América son tres dulcísimas realidades que encierran profundos misterios.» Era éste su primer discurso en español.
" El jueves 11, a las 10 a.m., el nuncio apostólico de Honduras, Federico Lunardi, celebró en la basílica la misa en que fueron recibidas las representaciones de la América Española. En la cátedra sagrada el arzobispo del Salvador, Luis Chávez González, explicó: «México ha consolidado su gloria y tradiciones gracias a la visita de Santa María de Guadalupe y al regalo nunca igualado que la celestial señora le hiciera en la imagen pintada en el ayate de Juan Diego.»
"Día de la coronación: poco después de las 9.15 a.m. del viernes 12, el cardenal Villeneuve, de pie en la última grada del presbiterio, donde lo esperaban 66 prelados, impartió su bendición a los fieles que llenaban las naves del templo, y, tras de revestirse de sus ornamentos, rezó —9.47— las oraciones del introito y celebró la misa.
" Dijo Luis María, arzobispo de México:
"«Esa corona no es más que simbólica. La verdadera corona de la Virgen son las almas...
" »Las fronteras de la patria son muy estrechas para la gloria de la Virgen de Guadalupe...
"»No, no quiere la Virgen simplemente un templo en nuestra patria; quiere que su templo llene el continente americano. No la habíamos comprendido.»
" Dijo José María Rodrigo:
" «Los que en este continente, por vocación y por deber, nos dedicamos al trabajo intelectual, venimos hoy a consagrarnos a ti y a proclamarte, de manera pública y solemne, trono de la sabiduría en América y reina del pensamiento en nuestras respectivas patrias.
"»Queremos, por esta consagración y proclamación elevada ante tu trono del Tepeyac por el legado del representante de Dios en la Tierra, y por nuestro episcopado, añadir una joya más, resplandeciente de luz y de amor, a la corona que hace 50 años te ofrendamos.»"
Pío XII —sus palabras fueron radiodifundidas desde Roma— envió un mensaje:
"«Desde aquel momento (el de la aparición) la total evangelización fue cosa hecha. Y, lo que es más, quedaba izada la bandera, alzada la fortaleza contra la cual se romperían las iras de todas las tempestades...
"»Hoy las condiciones de la Iglesia y de la religión en vuestra patria han mejorado notablemente, demostrando que no fueron inútiles aquellas invocaciones y aquella firmeza...
"»¡Salve, oh Virgen de Guadalupe!... Porque estamos ciertos de que mientras tú seas reconocida como reina y madre, América y México se habrán salvado.»"
En ese estado las cosas, y alarmado por las posibles consecuencias políticas de tanta y tan cruda religiosidad, aunque, a la vez, seguro de que por debajo de cuanto estaba fraguándose latía en silencio el espíritu liberal mexicano, de tradición resuelta e insobornable, el 16 de octubre publiqué en Tiempo, bajo el título de "Semana de idolatría" y con mi firma al pie, el siguiente artículo, de corte e importancia editoriales:
" Periódico informativo —«de la Vida y la Verdad»—, Tiempo no publica editoriales ni opina o hace crítica acerca de los sucesos, se limita a presentar los hechos desnuda y objetivamente. Sin embargo, ante las posibles consecuencias que para México tiene la interpretación que ha querido darse al 50° aniversario de la coronación de la Virgen de Guadalupe, Tiempo se siente en el deber de explicar en este caso su actitud porque lo contrario sería servir mal a las más profundas corrientes históricas mexicanas —espirituales y políticas—. En vista de lo cual, Tiempo declara:
· " Que Tiempo es respetuoso de toda religiosidad auténtica y pura, pero no de las manifestaciones con que el interés religioso militante e invasor intenta alzarse para dominarlo y avasallarlo todo.
· " Que fuera del ámbito de la estricta religiosidad, Tiempo considera un peligro para la paz de la nación mexicana, en lo material y en lo espiritual, la acción de la Iglesia Católica cuando a ésta se la deja libre de todo freno por parte del poder civil; pues entonces, según la historia lo ha probado reiteradamente, el catolicismo se convierte en un instrumento de predominio político y social dotado de fuerza incontrastable. ya que sólo la Iglesia Católica puede especular con la supuesta potestad de abrir, para quienes la obedecen, y de cerrar, para quienes se le rebelan o no la siguen, las puertas del Cielo.
· "Que Tiempo no cree realizable bajo el manto de la Iglesia Católica la unidad de la nación mexicana, sino todo lo contrario: que la doctrina representada por la Iglesia Católica ha sido siempre, y seguirá siendo, irreductible causa de desunión, porque el catolicismo niega la libertad de pensamiento, niega el libre examen y exige del hombre actitudes espirituales tan humillantes como la de consentir y tener fe en dogmas absurdos y la de aceptar prácticas destructoras de la personalidad humana, como la confesión auricular y la intromisión del sacerdote, supuesto representante de Dios, en la vida íntima de la familia.
· "Que Tiempo cree, con Benito Juárez, que la unidad y la paz espiritual de México exigen mantener circunscritas al recinto, cerrado y respetuoso, de los templos las actividades y prácticas de la Iglesia Católica, igual que las de cualquier otra iglesia.
· "Que Tiempo no cree en supercherías como la supuesta aparición de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, milagro menos grande cuando se supone que lo presenció y lo tuvo por cierto Juan Diego, hace 400 años, que hoy, cuando gente evidentemente culta e ilustrada lo acepta como cosa irrecusable y ante él se prosterna desde los editoriales de los periódicos mexicanos.
· "Que es un ultraje a la razón, y contrario al prestigio de México como país dotado de una clase pensante y culta, el que se esté hablando, sin contradicción ni rebozo, del «entronizamiento de nuestra Santa Madre la Virgen de Guadalupe»; de que la «Virgen Morena es la Reina de México y de toda la América»; de que «su altar es trono de Sabiduría», y de otros embelecos análogos, que podrían descartarse por pueriles si no trajeran consigo el germen de posibles grandes males.
· "Que Tiempo califica de prácticas idolátricas, contrarias al decoro de una nación adulta, adoraciones como la que se hizo al llevar en procesión, sobre cojines de terciopelo rojo, la corona y el cetro de la Virgen, y cosa pagana, mundana, irreverente, que a la Virgen se le canten las mismas Mañanitas que, en horas seguramente de ninguna devoción, los trasnochadores enamorados entonan todas las madrugadas.
· "Que Tiempo considera toda una prevaricación de la intelectualidad mexicana, y un peligro sombrío para el futuro de México, el que se abandone al pueblo, indefenso e ignorante, en manos de la organización —hábil, sutil, experimentada— de la Iglesia.
· " Que si la Revolución Mexicana parece sentirse sinceramente dispuesta a dejar en paz a la Iglesia Católica, ello es a cambio de que la Iglesia Católica deje en paz a la Revolución, pues sería infantil esperar que ésta aceptara inactiva, indiferente, que los propagandistas de la reacción se encaramasen hasta lo más alto del fanatismo mexicano para deturpar desde allí —según en estos días lo han hecho escritores y políticos reaccionarios faltos del sentido de responsabilidad— las incipientes formas que va tomando en México la vida pública democrática.
· " Que si fue grave yerro del general Plutarco Elías Calles —en esto gobernante imprevisor y estadista sin cultura— haber dado pábulo al resurgimiento y fortalecimiento de la acción católica mexicana, podría ser yerro todavía mayor el que la Iglesia, con provocaciones y alardes innecesarios, hiciera imperativa la posibilidad del resurgimiento y fortalecimiento de la acción revolucionaria en el orden religioso.
· " Que las libertades del hombre, y las de la colectividad, siempre las ha conquistado en este país una minoría, la cual ha tenido que imponerlas luego, por la fuerza, a toda la nación; invariable historia del progreso de México desde 1810 hasta los días actuales; y
· " Que si a costa de mucha sangre la Revolución Mexicana ha hecho suyo el poder político, no es creíble, ni siquiera imaginable, que lo suelte voluntariamente, y, menos aún, que se lo deje arrebatar."
Aquellas breves reflexiones causaron un efecto fulminante. La edición de Tiempo se agotó en pocas horas; los teléfonos y el personal de la revista no se dieron abasto para recibir las llamadas de felicitación: y esa misma noche hubimos de hacer, en tirada aparte, muchos miles de ejemplares del artículo, para atender así la demanda de quienes pedían la revista. En el resto del país, según se sabría en seguida, ocurrió lo mismo. Tiempo se vendió como por ensalmo, y ello dio origen a que en varias ciudades de la República, grandes y pequeñas, se reimprimiese "Semana de idolatría" —hubo ediciones hasta de cincuenta mil ejemplares—, de donde resultó que muy pronto se contaran también por miles y miles las congratulaciones y adhesiones postales y telegráficas que recibió Tiempo.
La anchura nacional que el acontecimiento tenía, y mi interés porque la opinión dé Tiempo fuera conocida del mayor número de personas posible, me aconsejaron contratar páginas en los principales diarios de la ciudad de México para reproducir allí mi editorial. Pero de los seis periódicos a los cuales me dirigí, sólo dos, El Nacional, órgano del gobierno, y El Popular, portavoz del obrerismo, dieron cabida a las palabras de Tiempo; los otros cuatro —El Universal, Excélsior, Novedades y La Prensa— se negaron rotundamente. En carta que entonces dirigí al director de El Universal, pidiéndole que volviera de su acuerdo, le decía yo: "Como antiguo colaborador de El Universal me produciría enorme desencanto el ver que El gran diario de México puede negar así de pronto toda su tradición y acogerse a un sectarismo al que evidentemente no estaba destinado." Al gerente de Excélsior le escribí: "Bien sé que Excélsior es un periódico muy apegado a las ideas del catolicismo; pero sé también que Excélsior, como órgano de opinión, tiene proporciones suficientes para justificar que se dé a sí mismo el subtítulo de El periódico de la vida nacional. Así pues, tanto por el bien de México, como por el de la prensa mexicana, la cual dejará de existir en el propio instante en que sus componentes mayores, desconociendo las diversas manifestaciones del espíritu nacional, se condenen a un estéril sectarismo, le pido a usted que cambie su determinación y no me niegue, tan sólo porque no soy católico, el uso de unas columnas a las que tanta gente tiene acceso y no siempre para empeños tan desinteresados y patrióticos como el que yo persigo en este caso."
Lejos de que la gran prensa metropolitana me franquease sus páginas, desde toda ella —salvo El Nacional y El Popular— comenzaron a llover sobre mí ataques, imprecaciones e injurias. Escritores enemigos míos, y algunos que hasta entonces habían sido mis amigos —y que después volverían a serlo— se dejaron extraviar por la pasión y dieron a luz artículos, notas y notículas en que se me entendía mal, se me trataba peor y se me deseaban los mayores daños. De aquí que no tardaran en llegarme, por teléfono y por carta, amenazas y retos tan jactanciosos como anónimos. Hubo más. Una cuadrilla de mánceres, azuzada por la más cobarde y reciente hijuela del clericalismo mexicano, apedreó mi casa al anochecer del segundo día siguiente a la publicación de mi artículo.
Cual si se deseara agitar más el estado de ánimo con que vivía yo aquellos sucesos, el 19 de octubre me contaron que lo dicho por mí en Tiempo había sido tema de discusión al hallarse reunidos en Palacio el día anterior el Presidente de la República y su gabinete, y que si no habían faltado pareceres favorables a mi modo de ver, muchas de las opiniones me habían sido adversas. Acudí entonces, con objeto de conocer la verdad, a mi amigo don Marte R. Gómez, a la sazón ministro de Agricultura, y después de conversar con él —ocurrió aquello el propio 19 de octubre, poco antes del mediodía— escribí a don Manuel Ávila Camacho una carta en que le decía:
"Desde hace más de un mes he procurado por todos los medios posibles que llegara a sus oídos la urgencia, inaplazable, de tener con usted un cambio de impresiones sobre varios asuntos importantes y trascendentes. Por desgracia, hasta estos momentos nuestra entrevista no ha podido ser.
"Así las cosas, he rogado a mi buen amigo el señor ingeniero Marte R. Gómez ponga en manos de usted estas líneas, y que las complemente con una parte, por lo menos, de lo que de palabra habría yo querido decir a usted acerca de uno de esos asuntos a que me refiero: el de la inhibición del pensamiento revolucionario —y de los hombres a quienes naturalmente está encomendado el mantenerlo con energía, previsión y prudencia— frente a las provocaciones de las fuerzas políticas retrógradas que quieren valerse de un símbolo religioso para atacar en su base misma la nueva mexicanidad nacida de la Revolución.
" Creo, en efecto, señor Presidente, que no obstante ser usted un magistrado admirable por su tolerancia, respetuoso de todas las manifestaciones del espíritu, comprensivo de las ansias y angustias del alma humana, y, a la vez, insobornable cumplidor de la ley y de los deberes de su altísima investidura, tan gallardamente llevada en toda ocasión y a toda hora, esta vez los expositores de la doctrina revolucionaria mexicana han dejado solo al gobierno. Quiero decir, que las personas a quienes incumbe, porque tienen el uso de la voz o de la pluma, mantener vivo nuestro ideario progresista, no han creado en torno del gobierno de usted el ambiente liberal que debiera envolverlo y darle fuerza ante una situación —tan grave para el espíritu de México y tan llena de riesgos para el orden jurídico y el régimen revolucionarios como la que seguramente habría de producirse con motivo de las celebraciones guadalupanas.
" Por lo anterior, no queriendo caer yo en omisión análoga, sino, al contrario, presentarme a cumplir con mis deberes de revolucionario, de escritor y de amigo e invariable partidario suyo y del gobierno de la República, he echado sobre mis hombros, ya cansados, y a costa de una tranquilidad a que mis años ya me dan derecho, el hacer, también solo, e iniciar solo, lo que debiera haberse hecho entre muchos.
"Espero con fe que la generosidad y el desinterés de mi impulso no me hayan engañado y que mi conducta sirva a los fines que se propone.
" Reciba usted, señor Presidente, con mis saludos más cordiales, el testimonio de mi adhesión personal."
Tal como yo lo esperaba, con amistosa diligencia Marte R. Gómez puso en manos de don Manuel Ávila Camacho la carta que acababa yo de confiarle; de donde se siguió que al atardecer de ese mismo día el Presidente de la República me recibiera en Los Pinos.
La entrevista —algún día la relataré íntegra— fue tan cordial como larga. Durante cerca de una hora me extendí exponiendo al Presidente —él me escuchaba benévolo y atento— las razones, múltiples por su carácter social, histórico y político, inspiradoras del breve artículo periodístico que tanta conmoción había provocado; y no bien concluí, don Manuel se levantó de la butaca —al punto hice yo lo mismo—; me abrazó estrechamente, y con énfasis en él poco habitual, y todavía sin soltarme de sus brazos, pronunció esta frase:
—Si yo no fuera Presidente de la República, habría procedido como usted.
Transcurrió una pausa; nos sentamos de nuevo. En seguida continuó:
—Ahora seré yo quien le explique y le cuente, para que vea cómo he tenido que consentir, prisionero de mi investidura, en que se me suponga cortado conforme a un patrón que no es el mío, y cómo, en el caso concreto de la visita del cardenal Villeneuve, los altos dignatarios de la Iglesia Católica me han engañado y han hecho algo más: abusar de mi espíritu conciliador, hasta desnaturalizarlo, y colocarme, a sabiendas de que el oponerles yo el dique de la ley podría arrastrarme a la violencia, en la posición equívoca en que estoy ahora.
Y muy a tono con aquel preámbulo, tan halagador para mí como sorprendente por cuanto implicaba, don Manuel se puso luego a examinar la situación que mi artículo había traído a la superficie. Muchas fueron sus explicaciones, sus aclaraciones, sus reflexiones —todas ponderadas en la forma y en el fondo, todas nobles y reveladoras de no menos tacto político que disposición a la indulgencia y a la voluntad de mostrarse humano—; pero de ellas una sola debo consignar aquí: la que de plano lo sitúa en su verdadera postura religiosa.
— Yo no soy ateo, como usted —me dijo—; creo (acaso sea sólo un sentimiento) en la existencia de poderes divinos, o superiores, que gobiernan el mundo e intervienen en la vida de los hombres. Pero de ahí a que sea yo católico, o protestante, o budista, o mahometano, median distancias infranqueables. Sin embargo, por haber hecho, y dejar que se publicara, la afirmación de que soy creyente, muchos se han sentido autorizados para declararme católico, y no pocos funcionarios han supuesto que me secundan tomando por naturales o inevitables las violaciones que la Iglesia Católica hace de la ley, a lo cual llaman tolerancia. La verdad, totalmente otra, está en el abrazo que acabo de darle a usted con todo el corazón. Porque ateo usted y creyente yo, nos une un solo y único pensamiento en lo que para México significan la Iglesia Católica y las Leyes de Reforma.
Ya a punto de concluirse la entrevista, lo enteré de que se preparaba hacerme en esos días un gran homenaje para reconocer públicamente el valor y consecuencias de lo que había yo dicho.
— Pero como tal acto —afirmé— puede confundirse con una protesta contra el gobierno, y aun contra el Presidente de la República, por haber permitido la violación de las leyes en materia de culto, he decidido no aceptar si, de algún modo, el gobierno no se halla presente allí; esto es, si al homenaje, cualquiera que sea, no concurren, por lo menos, dos miembros del gabinete.
Sin pensarlo apenas, el Presidente me respondió:
— En todo caso, haría usted mal si no aceptase, pues manifestaciones o actos así son los que necesitamos; y, justamente, la ausencia de ellos es lo que usted censura y me señala en su carta. Además, yo le aseguro.
"El Universal, tras de haber aceptado publicar, a plana entera —$ 900— la invitación al homenaje, prefirió no hacerlo.
"Varios de los organizadores recibieron amenazas según las cuales «era mejor que el acto no se verificase».
"Algunos de los participantes más prominentes, entre ellos el doctor Enrique González Martínez, que ofrecería el homenaje, recibieron a última hora, por teléfono, aviso de que el acto no se celebraría.
"Por no haberse señalado para la venta de las tarjetas más sitio que el propio restaurante, muchas personas que pensaban asistir tropezaron con dificultades, agravadas, tal como se pretendía, por las falsas versiones.
"De las 8.20 a las 12 p.m. rodearon a Martín Luis Guzmán, dentro de una atmósfera de emoción patriótica pocas veces igualada, no menos de mil personas. Estaban entre ellas: el licenciado Javier Rojo Gómez, gobernador del D. F.; el general Heriberto Jara, secretario de Marina; el licenciado Ignacio García Téllez, director del Instituto Mexicano del Seguro Social; el licenciado Jesús Silva Herzog, subsecretario de Hacienda y presidente de Cuadernos Americanos; los diputados Alfonso Corona del Rosal, Ramón Bonfil, Luis Madrazo Basauri, José Mª Téllez. Agustín Otero G., Francisco de P. Jiménez, Jesús Torres Caballero, Francisco López Cortés, licenciado Octavio Sentíes, José R. Velázquez Nuño, los senadores Isidro Zúñiga Solórzano y León García; los periodistas Luis F. Barba, director de la revista Estampa; Raúl Noriega, director de El Nacional; Rosendo Gómez Lorenzo, director de la Agencia Noticiera Latino-Americana; Elvira Vargas, redactora de El Universal; don Francisco Zamora, economista, editorialista de El Universal; Leopoldo Ramírez Cárdenas, el doctor Enrique González Martínez, el maestro Carlos Chávez, director de la Orquesta Sinfónica de México; el licenciado Daniel Cosío Villegas, director del Fondo de Cultura Económica y de la Cámara Mexicana del Libro; los pintores Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y María Izquierdo; María Asúnsulo; el historiador Luis Chávez Orozco; el profesor Aurelio Manrique, ex director de Pensiones Civiles; el economista don Roberto López, director del Banco Nacional de Comercio Exterior; el licenciado Ricardo J. Zevada, director del Banco del Ahorro Nacional; el ingeniero César Martino, director del Banco Nacional de Crédito Agrícola; el licenciado César Garizurieta; los dirigentes estudiantiles José Rogelio Alvarez y Fernando de Rosenzweig; la doctora Esther Chapa, doña Belén de Zárraga, el profesor Abel Camacho, el profesor José Mancisidor, presidente de la Federación de Organismos de Ayuda a Refugiados Europeos; el licenciado Gustavo Espinosa Mireles, el biólogo Enrique Beltrán, el doctor Ignacio González Guzmán, director de la Facultad de Medicina; los escritores Ermilo Abreu Gómez y Andrés Henestrosa, el profesor Gilberto Bosques, ex embajador de México en Francia; el escritor José E. Iturriaga; el profesor Aureliano Esquivel Casas; don Ángel Prado, oficial mayor del Congreso del estado de Coahuila; el diputado chihuahuense Alfredo Asís, el licenciado Miguel Álvarez Acosta, magistrado del Tribunal Fiscal de la Federación; el licenciado Javier Icaza, ex ministro de la Suprema Corte de Justicia; Uriel Rodríguez, bracero mexicano en Los Ángeles, EE. UU.; Fernando Cussi, de Mérida, Yucatán; Ramón Oquita Montenegro, de Oquita, Chihuahua; Celso V. Trujillo, de San Francisco del Oro, Chihuahua; el profesor Candor Guajardo; don Felipe Teixidor, jefe de publicidad de Petróleos Mexicanos; don Pedro López Amador, el coronel Montero Villar, el doctor David Macías, el general Gerardo Rafael Catalán Calvo, director de Materiales de Guerra; el ingeniero Jesús López Aguado, don Fernando Flores, secretario de Justicia del Sindicato Industrial de Trabajadores de Artes Gráficas; el doctor Telésforo Alba, don Claudio López Parera, don Antonio Hidalgo B., don Macedonio Platas, de Washington. EE. UU.; don Marco Arturo Montero, la profesora Susana Ortiz Silva, de Colima; Costa Amic, editor; don Francisco Martínez de la Vega; el general Federico Montes; el licenciado Adolfo López Mateos, director del Instituto Científico y Literario de Toluca, etcétera.
"Por correo o telégrafo, distintos grupos y organizaciones felicitaron a Martín Luis Guzmán y se hicieron partícipes de sus conceptos: la Liga de Agrónomos Socialistas, la Confederación de Instituciones Liberales. la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado, un grupo de diputados de la Legislatura de Chihuahua, la Orden Masónica Mixta Internacional Le Droit Hundid, la Federación de Organismos de Ayuda a los Refugiados Europeos, la Alianza de Tranviarios, la Gran Logia Cosmos, de Chihuahua; los estudiantes de la Escuela Nacional de Economía, la Muy Respetable Gran Logia Valle de México, el Centro de Arte Mexicano Contemporáneo, el Club Cultural Maranatha, el Grupo Fraternal de los Liberales de Puebla, la Gran Logia del Estado de Nuevo León, las publicaciones Rumbos e Iris, un grupo de trabajadores ferrocarrileros, el Taller de Gráfica Popular, etcétera.
"Ofreció el homenaje el ilustre poeta Enrique González Martínez --Premio de Literatura Manuel Ávila Camacho 1941- y el turno de los demás oradores (todos hablaron menos de tres minutos) se hizo por riguroso orden alfabético."
Dijo Enrique González Martínez:
"Martín Luis Guzmán, este gran escritor mexicano, posee inteligencia clara, ojo perspicaz, experiencia en lides políticas y una cualidad rara: la de saber decir su verdad sin miedo ni tapujos. Hace una semana clavó en el morrillo de la opinión pública una banderilla de fuego. Descubrió cosas que valía la pena de sacar a la luz, y las dijo en voz alta porque sabe que hay maniobras que no deben quedar ocultas, y artimañas sobre las cuales es deber moral no guardar silencio.
" Advirtió la mirada penetrante de Martín Luis que tras de la cruz estaba el diablo; que bajo el manto protector de ceremonias piadosas, de actos de fe ingenua y de suntuosidades litúrgicas, se movían las manos hábiles de los eternos aspirantes a la reconquista del poder temporal en México, los que, cuando lo han usurpado, han escrito páginas en nuestra historia que sería bueno borrar sin olvidarlas; los mismos que se encogieron de hombros ante las matanzas de judíos en Alemania y sonrieron frente a los crímenes de las fieras de Belsen y el funcionar activo de las fábricas de la muerte; los mismos que, en compensación, lloraron lágrimas amargas y se estremecieron como mujerzuelas histéricas a la hora de la muerte de Mussolini, de la deshonra de Petain y del cadalso de Darland y Laval; los mismos que oraban fervorosamente por el triunfo del nazifascismo cuando México estaba en guerra con él; los que gozaron con los asesinatos de la Falange franquista en nombre de la «hispanidad»; los que ahora están pendientes de si el dictador argentino Perón guarda a Hitler en algún escondrijo porteño para sacarlo a luz cuando fracasen las conferencias de paz en el mundo.
"Todo esto advirtió el director de Tiempo. Lo habían visto otros; pero callaron, no sé si por falta de valor o de tribuna. Desde la suya, y en un artículo sensacional, Martín Luis Guzmán echó a volar la especie a los cuatro vientos, para dar confianza a los que ya sabían y abrir los ojos a los inconscientes. Martín Luis, como todo hombre culto, es defensor de la tolerancia; pero sabe que la tolerancia es convivencia y colaboración de espíritus y no solapada perfidia. A raíz de su artículo, su casa fue lapidada. Indigna contestación a la generosa magnanimidad de un gobierno tranquilo y fuerte.
"Martín Luis: hemos venido a ofrecerle este homenaje para protestar por la bochornosa agresión; a expresarle nuestra amistad y a agradecerle que nos haya recordado que es ya hora de que cada cual se mantenga firme en su puesto, en defensa de nuestro credo liberal y del patriotismo ofendido."
Dijo Ermilo Abreu Gómez:
"La libertad no es una gracia que el destino o los dioses nos conceden. "La libertad es el producto —espiritual y material— de la propia conciencia.
"Pero la libertad no es absoluta.
"Tiene un límite: la libertad de los demás.
"Frente a la libertad del individuo está la libertad de la sociedad. "Sobre los derechos del hombre están los derechos sociales.
"Nada que perturbe la realidad vital de estas libertades coherentes debe ser tolerado.
"Por esto no debe tolerarse la actividad pública de la Iglesia, porque viola tales libertades.
"Las viola mucho más —en nuestro medio— si se toman en cuenta el fanatismo, la ignorancia y la pobreza de nuestro pueblo.
"A nombre de la fe no se puede menoscabar la fe que los hombres deben tener en sí mismos.
"A nombre de la fe no se puede menoscabar el ejercicio de la razón. "A nombre de la fe no se puede violar el significado etimológico de la religión, provocando la desunión de los hombres.
"Las anteriores violaciones han sido denunciadas por Martín Luis Guzmán.
"Las palabras de Martín Luis Guzmán las hubieran pronunciado con orgullo nuestros hombres de la Reforma.
"Las palabras de Martín Luis Guzmán equivalen a una glosa de la Constitución Mexicana."
Dijo José Rogelio Álvarez:
"Hablo a nombre de los estudiantes liberales de la Universidad Nacional. No opuse reparos al aceptar representación tan imprecisa, porque si bien los jóvenes liberales de la casa de estudios no están agrupados en ninguna organización, ni sus perfiles ideológicos pueden establecerse con pulcritud, cónstanos a todos que ellos existen y que su existencia la deben, casi por igual, a una doble raíz: en primer término a sus padres, de quienes han heredado, junto al devoto acatamiento de las leyes, la dignidad del hombre en lo espiritual y la convicción batalladora de que la religión, cuando se convierte en política, causa los más graves trastornos a la república; y en segundo término, si no a sus maestros, que, pese al término, casi nunca se localizan en las aulas, sí diríamos que a la acción y al ejemplo de los hombres recios, a los liberales de México, para quienes no vale la sentencia de que la primera cana significa el primer paso atrás.
"Hoy nos agrupa el común impulso de rechazar una maniobra oscurantista, y por eso estamos aquí. Sepan nuestros padres liberales y nuestros maestros liberales que sus enseñanzas han fructificado y que, como en la parábola de Georgias, no se limitará la más joven generación a continuar el ejemplo, sino que, con mucho, será superado.
"Y Martín Luis Guzmán —viejo amigo y conductor— tenga por cierto que si de antemano reconocíamos en él fina pluma, precisa ideología y acendrado patriotismo, hoy agregamos a tan singulares atributos el de polarizador indiscutido de la más vigorosa tradición liberal de la República."
Dijo Enrique Beltrán:
`"Hay momentos solemnes en la vida de los pueblos, cuando sólo falta que alguien tenga un gesto, diga una frase o asuma una actitud, para que sea esto la cristalización de cuanto bulle en el ambiente.
"Martín Luis Guzmán, la semana pasada, tuvo ese gesto, escribió esa frase, y con su editorial, que fue toque de diana para los revolucionarios adormecidos, se convirtió en figura central de este retablo guadalupano en que se ha querido convertir a nuestra patria.
"Pero si queremos que esta reunión tenga algún provecho, es menester que no dejemos que se limite simplemente a un merecido homenaje para un mexicano que supo defender el decoro de su país, ultrajado ostentosamente por cardenales y prelados, por Caballeros del Santo Sepulcro y Caballeros de Colón, por duques y marqueses, por momias galvanizadas que quisieran moverse aún en los anacrónicos estrados virreinales, inclinándose reverentes al paso de las sotanas, y husmeando con fruición el olor a carne tostada que se desprendiera de algún quemadero del Santo Oficio.
"Sé de sobra que no faltarán quienes quieran hacer aparecer nuestra reunión como el fantástico aquelarre de una horda de herejes endemoniados, que sueñan con matanzas de frailes, violaciones de monjas e incendios de iglesias. Sé que nos liarán esos cargos; que se falseará todo cuanto aquí hagamos o digamos. Pero no importa. Ni vacilaremos cobardes ante el temor de la calumnia, ni nos dejaremos llevar por los provocadores que quisieran —¡y cuánto lo quisieran!— que nos entregáramos a arrebatos de violencia.
"No pedimos otra cosa sino que se respeten las leyes y no se pretenda detener la marcha del progreso. Venimos a decir que la Revolución, que es tranquila porque ha llegado a la madurez de los 35 años que pronto cumplirá, es también fuerte. Venimos a decir que la Revolución, a pesar de lo que tantos claudicantes y neoporfiristas desearan, está aún en marcha, y arrollará cuanto obstáculo pretenda alzarse en su camino.
"No vamos a agredir. Sabemos que los instantes que vivimos son críticos, y que todos necesitamos laborar tesoneramente para bien de este México que tanto amamos.
"Estamos tranquilos y serenos. Pero que se guarde muy bien el enemigo de interpretar nuestra tranquilidad como indiferencia, o como cobardía nuestra serenidad. Porque también estamos prestos: y como nuestros abuelos insurgentes, como nuestros padres de la Reforma, como nuestros hermanos que dieron su sangre por la Revolución, sabremos castigar a quienes se alcen frente al progreso de México.
"Si ellos enarbolan como símbolo una corona refulgente de oro y pedrerías, nosotros tenemos una bandera clara y limpia que lleva escritas dos fechas gloriosas: 1857 y 1917; y en la que brillan, con más fulgor que perlas y diamantes, los nombres de un Gómez Farías y un Ocampo, de un Lerdo de Tejada y un Ramírez, y de un Benito Juárez... el gran indio Juárez, cuyo rostro no necesita estar pintado en ningún ayate idolátrico, porque su broncínea e inconmovible figura está esculpida, hondamente esculpida por mano de la historia, en el corazón mismo de la patria."
Dijo Daniel Cosío Villegas:
" La virtud que nos parece suprema a los 20 años no es la misma que preferimos a los 40, ni ésta es la que desearíamos a los 60. Hace tiempo coloco por sobre todas a la tolerancia. Y le concedo la calidad de suprema en un grado tal, que nada mejor desearía para mi país y para el mundo. Entre otras cosas, porque habiendo vencido ya al enemigo mortal, no nos queda sino una gran tarea: la de atender a quienes nos acompañaron en la lucha para trabajar con ellos.
"Por desgracia, la tolerancia es virtud más difícil de conseguir: el arrojo, por ejemplo, es hijo directo de un mero impulso vital. La tolerancia, en cambio, es la obra lenta y penosa de la moderación, de la humildad, del reconocimiento, en suma, de que el respeto al derecho ajeno es la condición misma del respeto al propio derecho.
"Hace ya años, por supuesto, que el católico mexicano ha dado a sus palabras y a sus actos un tono de agresividad tan manifiesto que poco sustento quedaba al tolerante; pero había la esperanza de que fuera transitoria la privanza de los irracionales y los extremistas; de que al final, todos admitieran la obvia verdad de que una acción violenta engendra una reacción más violenta aún.
"Pero creo que hoy, con una pena que es congoja, debemos reconocer nuestra desesperanza: de todo cuanto ha ocurrido recientemente, nada me hirió tanto como este pasaje del jefe supremo de la Iglesia en su oración radiada el 12 de octubre: «Hoy, las condiciones de la Iglesia y de la religión en vuestra patria han mejorado notablemente... Pero a vosotros toca, a vosotros y a todos los católicos americanos, seguir firmes en vuestros puestos, conscientes de vuestros derechos y con la frente siempre alta ante los enemigos de hoy y de siempre... Que la Morenita del Tepeyac... no tenga que llorar las deserciones.»
"«Seguid firmes en vuestros puestos», «con la frente siempre alta», «los enemigos de hoy y de siempre»; «deserciones»... ¿Es éste un lenguaje de amor y de concordia, o de desafío, de guerra y de rencor?
"A la salida de la guerra pasada, Hemingway escribió un libro que se llamaba ¡Adiós a las armas!... ¿Será necesario escribir ahora uno que se titule Adiós a la tolerancia?"
Dijo Carlos Chávez:
"Respetable y respetado, el sentimiento religioso no ha sido la razón de las recientes manifestaciones en la iglesia de Guadalupe. Más ha sido una hipertrofia del sentimiento religioso.
"Peligro enorme para la salud social es dejar que un sentimiento justo se convierta en hipertrofia patológica.
" Responsabilidad enorme para los encargados de velar por dicha salud es dar aliento a un mal tradicional de México, ya conocido, ya juzgado por nuestra historia y por nuestras leyes, y tan heroicamente combatido en los pocos y muy penosos años de nuestra vida nacional independiente, por ilustres y preclaros hombres liberales, progresistas y patriotas.
"Esa hipertrofia religiosa, ¿no será la antigua y apenas disfrazada idolatría de nuestras masas indígenas? ¿No será fanatización conveniente al afán de supremacía política de una clase social y de una casta sacerdotal que quisieran en México el establecimiento de un verdadero Estado teocrático?
"Anacrónico deseo éste, y lamentable idolatría aquélla, que pueden poner en jaque el progreso de México.
"Y, aparte y además de esto, resulta desproporcionado el hecho de que lo que en una religión cristiana debiera ser íntimo sentimiento religioso se exhiba con pompa real y con alardes desmedidos, desmintiendo así el original espíritu cristiano, de humildad, de sencillez y de fraternización igualitaria entre los hombres todos."
Dijo Gustavo Espinosa Mireles:
"Este justo homenaje a un intelectual, a Martín Luis Guzmán, sirve para que en un interesante momento de la vida mexicana se manifiesten otra vez, en nueva etapa de su ya antigua lucha, dos ideologías que se oponen, dos filosofías que se rechazan, dos conceptos de la existencia y de su trascendentalidad.
"Y no es posible para el mexicano actual convertirse en mero espectador de una pugna en la que todos somos actores, sin que esté en nuestro poder evitar serlo. De ahí que sea una consecuencia obligada que todo hombre y toda mujer tomen en ella partido; ya dentro del espiritualismo dogmático de conceptos afirmados por una religión que acepta como verdades absolutas las de la revelación y de la fe, sin recurrir e la ciencia para su comprobación, o, por otra parte, dentro de! materialismo que sólo da por verdades las comprobables por medio del procedimiento científico. Pero la lucha no se conserva en el alto terreno de la cultura en que el discurso es el arma, sino que desciende al terreno accidentado de la política en que la fullería y la traición son buenas armas. Y desciende a la política por ser ella el camino al poder, único medio capaz de hacer prevalecer en forma permanente una sola filosofía, una sola creencia.
"El problema que supone la determinación de los mexicanos en favor de una u otra de estas filosofías es obvio. De su aceptación definitiva del concepto materialista resultaría un México organizado sobre bases del más depurado humanismo colectivista, porque del triunfo conseguido hasta ahora por los liberales, por los positivistas, han emergido los jalones que desembocaron directamente en ese gran movimiento humanista que se llamó Revolución Mexicana. Allí están, como antecedentes luminosos de nuestro materialismo dialéctico, don Antonio Alzate, fustigador de los pedantes escolásticos del siglo XVIII; el doctor José María Luis Mora, liberal, discípulo de Bentham y de Montesquieu y que dirigió la reforma política y educativa llevada a cabo por don Valentín Gómez Farías, y esa notable figura, don Gabino Barreda, discípulo del positivismo de Augusto Comte y que en 1867 organiza la instrucción pública imponiendo una brillante conquista de la cultura, la escuela laica, iniciada por mandato del patricio don Benito Juárez.
"De la inclinación de los mexicanos por la filosofía confesional resultaría un México de corporativismo fascista, en que las conquistas revolucionarias de toda nuestra historia se verían destruidas en un regreso al coloniaje; un México cuyas masas serían intencionadamente mantenidas en atraso respecto a la cultura del mundo, un México de dominio de unos cuantos privilegiados gobernantes, a su vez gobernados por un superestado, la Iglesia. Incultura, hambre, opresión, peonaje, fanatismo: ése sería el panorama.
"El juicio de quienes sustentamos una ideología revolucionaria, una filosofía materialista, no es producto de una simple emoción, porque la emoción que no es resultante de análisis fincado en lo verdadero, en la desapasionada observación, catalogación y valoración de los aconteceres, lleva sólo al error, a la creencia en lo extraterreno y en lo milagroso. Por lo contrario, nuestra fe está fincada en el conocimiento de que existe una ordenación, un método, una cadena de aconteceres, a veces en apariencia contradictorios, pero que se complementan y corrigen en una escala de perfeccionamiento por la que el hombre sube durante siglos, desde la negrura de las épocas oscuras hasta la futura plena luz del conocimiento. Por ello en nuestra filosofía encuentran explicación y lugar positivo, en el desenvolverse de México, los Vasco de Quiroga, los Motolinía, los Las Casas, los Hidalgo, los Morelos, los Carranza, los Madero, los Zapata, los Lázaro Cárdenas... Porque estamos convencidos de que el camino de las Leyes de Reforma, de la Constitución de 1917, de la Revolución, es el camino de la luz y de la libertad verdadera."
Dijo Ignacio García Téllez:
"Acudimos a esta cita como simpatía al significado pensamiento liberal de Martín Luis Guzmán.
"La serenidad y tolerancia de nuestras convicciones preconiza el respeto a todos los credos e ideologías y a su ejercicio y expresión dentro de las pautas legales, pues la doctrina y la letra de la Constitución están vigentes, y no priva la anarquía, ni el despotismo, sino un gobierno de orden y de confraternidad nacional.
" La Carta Magna sigue siendo expresión viva de cruentas y gloriosas luchas por la emancipación de los monopolios de la riqueza, de las intransigencias dogmáticas y de las oligarquías políticas. La esencia de nuestra democracia y de la soberanía nacional radica en el derecho inalienable del pueblo a formar su conciencia colectiva y a decidir sus propios destinos, sin imperios ni servidumbres, por grande que sea su poderío económico, espiritual o militar.
"El respeto a las instituciones fortalece la investidura del poder civil, lleva tranquilidad a los hogares, bienestar a la sociedad y grandeza a la patria.
"Refrendamos hoy nuestra adhesión a estos seculares postulados, con voz sincera y prudente de ciudadanos y de mexicanos libres."
Dijo Pablo González Casanova:
"Cuando apareció el artículo de Martín Luis Guzmán estábamos verdaderamente alarmados. Habíamos visto a los estudiantes marchando con velas y con teas al lado del gremio de los verduleros. Habíamos visto a las niñas cubiertas con sus tápalos y ruborizadas, a los muchachos alertas y felices. Todos entonaban cánticos religiosos o las primeras estrofas del Himno Nacional, que tan mal saben. Fuera de las columnas salían los pequeños oficiales, gritando con aire de importancia y pidiendo orden en las filas.
"Sobre los pequeños oficiales estaba la voz de los señores vestidos de negro o de las monjas. La única voz.
A esa juventud se le ha enseñado a creer en Dios, a odiar y a burlarse del diablo. El diablo es Benito Juárez, el diablo es el Estado, el diablo la Revolución, el diablo el liberalismo.
"A esa juventud se le ha enseñado a ser respetuosa de Dios —muy bien, a ser irrespetuosa del mundo, irreverente de todo lo mundano. Creed en Dios, les dicen, creed en el Papa, en el cardenal, en el sacerdote. Burlaos y reíos —les dicen maliciosamente— del señor «Presidente de la República» (entre comillas), del señor «gobernador» (entre comillas), de la «democracia» (también entre comillas).
"Y lo han logrado: esa juventud, educada por el clero y por la reacción, es escéptica de todo menos de Dios y de sus representantes. Por los representantes de Dios, de la Virgen y de los ángeles, puede mentir, herir y traicionar socavadamente... Pero los escépticos del mundo nunca podrán triunfar en él; se lo impediremos por todos los medios aquellos que tenemos fe en el mundo y en el género humano. Se lo impediremos por todos los medios y trataremos de abrirles los ojos a quienes todavía se les puedan abrir.
"Que no reclamen libertad de prensa para después acabar con ella; que no vitalicen la democracia para matarla después. Ellos pueden gritar: ¡que vivan los santos!, ¡vivan los patrones!, ¡viva Cristo Rey! Pero que no nos quiten nuestro grito de siempre, de generaciones, nuestro grito de libertad."
Dijo Ignacio González Guzmán:
" La diáfana alegría de ser libre, de poder pensarlo todo, se ha enturbiado un tanto cuando la mano cobarde, por anónima, lanzó sobre el cristal simbólico de la libertad la piedra ancestral del oscurantismo impenitente.
'La vida tranquila y buena, que corre mansa y fecunda a la sombra de los derechos ciudadanos, se turba de repente, y reminiscencias de luchas pasadas nublan un porvenir lleno de promesas y amenazan un presente pleno de pujantes realidades.
"Y ante tales desconciertos, miro en la historia, en nuestra tradición, y la diáfana alegría de ser libre hace una evocación.
"Con reciedumbre de titán y sonoridad de bronces gloriosos viene de tiempos no lejanos una figura benemérita... Bajo el barro perecedero, su razón aparece ahora, como cantara el bardo, hecha de luz y firmeza, firmeza y luz como el cristal de roca. Él supo en las horas negras del pasado transformar la angustia de la tormenta, a través de la firme serenidad de su espíritu, en leyes victoriosas que trajeron paz y engendraron libertades. Su triunfo no fue humillación para el vencido, sino amplio horizonte para la idea y el pensamiento.
"Supo defender el sagrado derecho de ser libre y supo también respetar la libertad de los demás, y la sabiduría de su sentencia fue la fuente creadora de una vivencia decorosa y digna. Su espíritu está con nosotros esta noche, firme y claro como ayer, vigilante de angustias y tormentas, símbolo claro, ejemplo vivo, guía eterno en los senderos eternos también de la dignidad y de la libertad.
“ Que las tormentas que hoy nos amenazan sean sólo cielos encrespados que proyectan pesar y tristeza en la conciencia, y que el viento arroje en la distancia los negros nubarrones, que la paz vuelva de nuevo a la familia mexicana y brille por siempre la diáfana alegría de ser libre, de pensarlo todo y decirlo todo. y viva por siempre la sentencia que es símbolo de respeto, de paz y libertad..."
Dijo Andrés Henestrosa:
"Hace cien años, en una hora idéntica a ésta, Ignacio Ramírez fundó en México el periódico Don Simplicio. Lo fundó para oponerlo a toda la corrupción periodística del 845, para oponerlo a la confabulación reaccionaria mexicana encarnada en El Tiempo de don Lucas Alamán, el de los buenos documentos, pero de falsa historia. En el primer número, el Nigromante publicó un editorial en el que consignó el credo de toda su vida, credo que era la condenación más perentoria de un pasado de sufrimientos para el pueblo, y el reto más audaz a los legisladores falaces, a las clases explotadoras, a los falsos sabios, a los sacerdotes embaucadores, a los propietarios feudales, a todos, en fin, los que habían oprimido, engañado y explotado al pueblo desde 1821, «ajando así las flores de la Independencia, produciendo los frutos de la discordia y apagando las esperanzas del pueblo entre miseria y sangre».
"Ahora, en un parejo impulso, Martín Luis Guzmán ha convertido su revisa Tiempo en una tribuna del pensamiento libre de México. Porque el periodismo nació en nuestras tierras como misión, porque nació para ayudar a la creación de nuestra patria. En las horas de peligro, cuando todos retroceden, levantan los hombros y se postran, hay siempre uno que se pone de pie, toma la bandera de la libertad y echa a andar. Y eso es lo que ha hecho ahora Martín Luis Guzmán. Quiero decir con esto que, cada vez que una gran idea necesita afirmarse o reafirmarse, surgen en nuestras tierras hombres que, en un ímpetu varonil, conectan otra vez el periodismo con el ritmo y el sentido que le dieron sus ilustres predecesores. El espíritu de sacrificio, la zozobra cotidiana, el afán de gloria bien ganada, la intención de acierto para mejor guiar y servir, que animó a Fernández de Lizardi, a Ramírez, a Juan Bautista Morales, a Altamirano, encuentran hoy su continuación en Guzmán.
"Periodista verdadero, trabaja a espaldas de su seguridad personal, de sus intereses económicos, contra los cuales han de estar luchando ahora sus enemigos. Periodista verdadero, escribe para ser útil a sus semejantes, a diferencia de sus opositores, que marchan en dirección opuesta a los verdaderos intereses colectivos, esos, los que no escriben para ser útiles a sus semejantes, mejor que bendecir su pluma debieran arrojarla al fuego.
"Hay entre nosotros una serie de periódicos y periodistas que se llaman a sí mismos de oposición, olvidando que de la oposición se peligra y se muere, no se vive y se engorda. Otra cosa son los equivocados, los que no aciertan el camino en las horas tremendas que suele atravesar la humanidad, los que «lloran porque no saben...» Contra ésos, si alguno queda, ni una palabra. Lo otro es lo que no se puede ni se debe tolerar: aquello que aparentemente es oposición, pero que en el fondo es lucro y engaño y está encaminado a servir intereses políticos contra los cuales han venido luchando los mexicanos más auténticos y alertas desde hace cien años, y más de cien. Periodistas de oposición que culpan a la Revolución de todos nuestros males, que fingen creer con toda el alma que al gobierno hay que culpar de los volcanes y de la lepra, así como sus abuelos culpaban a Voltaire y a Rousseau. A atajarlos ha salido Martín Luis. La fusta en la mano, la espuela en el tacón, como los correos antiguos ha saltado sobre el caballo enjaezado, para tomar de las manos de Lizardi y de Ramírez, de Morales y Altamirano, el mensaje de libertad de Morelos y de Ocampo, de Juárez y de Cárdenas.
" Y yo, que soy un devoto de nuestra historia, estoy aquí para aplaudirlo."
Dijo Ramón F. Iturbe:
"Este acto pone de relieve hasta dónde en México es preciso hacer resaltar las coincidencias y cómo resulta innecesario, si lo que se pretende es coadyuvar al bienestar de la República, insistir en las diferencias, pequeñas y de forma, que más de una vez nos han mantenido separados. En efecto, hoy advertimos, sin más esfuerzo que el que supone una mirada de conjunto, cómo a todos nos une la general devoción por los principios del peculiar liberalismo mexicano.
"Y llamo peculiar a este liberalismo nuestro porque más que los principios económicos que a esa corriente informaron, nos son comunes su espíritu de lucha por la libertad y su decisión de impedir que lo que debe ser práctica religiosa del individuo se convierta en conspiración colectiva contra el Estado.
"Yo, cuando menos, hago radicar aquí la razón de fondo que hoy nos congrega. Podremos tener preferencias políticas dispares; ideas que en lo económico ofrezcan al país soluciones distintas; modos de contemplar la existencia contrarios y acaso hasta antagónicos. Pero, al final, y como razón de grupo intensamente mexicano, nos oponemos a la tendencia que concibe a la Iglesia como partido y a sus ministros como agitadores.
"Y vuelvo aquí a insistir en la necesidad de reafirmar las coincidencias. Es preciso que los revolucionarios actualicen la tradición liberal, ese cuerpo de ideas políticas y jurídicas que dan cimiento a la Constitución y, por ende, seguridad a las instituciones.
"Mi homenaje a Martín Luis Guzmán —antiguo y muy querido compañero de lucha— consiste en calificarlo, públicamente, de representante acabado de aquella tradición liberal."
Dijo Roberto López:
"Es motivo de la mayor satisfacción para mí felicitar públicamente a un periodista mexicano por haber hecho oír, en penosos momentos para el prestigio cultural de nuestro país, la voz de los mexicanos progresistas; por haber expresado, en medio de un silencio desalentador —que pudo haber hecho pensar que estaban muertos— los sentimientos de los viejos liberales y los anhelos de los hombres de nuevas ideas. Y es también un privilegio poder pronunciar ante ustedes estas cuantas palabras de resolución y de esperanza.
"No es posible permitir que tolerancia de una parte, astucia y falacia de otra, vuelvan a nuestro país a la situación que social, política y económicamente tenía hace un siglo.
" No tenemos derecho a permitirlo porque ello sería legar a nuestros hijos un México sin libertad de pensamiento, sin aire y sin luz para el espíritu, restablecidos el predominio moral y material del clero y los privilegios de los ricos, con quienes ha estado en fraternal compañía, hoy y ayer, aquí y fuera de aquí. No tenemos derecho a permitirlo porque nuestros abuelos nos dejaron un México en que esa situación estaba liquidada, y ellos la habían liquidado con sacrificios, con su propia sangre.
"La Iglesia Católica intenta, una vez más, dividirnos en dos grupos: creyentes y no creyentes. Y la realidad es otra. La verdad es que sólo existe un pequeño grupo de poseedores frente a una gran masa de desposeídos. Y siguiendo su táctica sutil y secular, trata de lanzar a éstos en contra de quienes se han empeñado, o pueden empeñarse aún en el futuro, por aliviar su situación con menoscabo de los intereses de los poseedores. La historia no enseña otra cosa. El mundo lo muestra ahora.
"Frente a esa tradicional maniobra, los hombres progresistas de México deben unirse, y para anularla deben esforzarse porque la acción de las instituciones revolucionarias se traduzca, de verdad, en beneficios positivos para el pueblo, porque las disposiciones que se dicten y las medidas que se pongan en práctica signifiquen un mayor bienestar, un mejoramiento tangible para los mexicanos; y es menester que no se escatime esfuerzo alguno para que la enseñanza que el Estado imparte sea la mejor, la más eficiente, la que lleve claridad a las inteligencias y la que proporcione a quienes la reciben mayores elementos que los capaciten para la lucha diaria.
"Es menester también, para lograr la confianza del pueblo, para alcanzar la autoridad y la fuerza moral que la Revolución debe tener que quienes la sirven no olviden la obligación que tienen de ser ejemplo de probidad y rectitud. Los hombres de la Reforma, el partido de los «puros», que fincaron nuestras libertades y destruyeron el poder del clero y los privilegios de los conservadores, fueron así. Hay que imitarlos."
Dijo Francisco J. Macín:
"Católicos, cristianos, protestantes, judíos, gentes con creencias o sin ninguna creencia, son las que forman las organizaciones de trabajadores de México.
" Desear el propio mejoramiento moral y material o, en otras palabras, no querer ser esclavo en ningún aspecto, es el requisito fundamental para ingresar en un sindicato y permanecer en él.
"Los trabajadores de México somos enemigos de todo régimen que niegue las libertades, y por ello, cuando muchos países tenían componendas con los nazifascistas, nosotros los combatíamos con todo nuestro esfuerzo.
" La Constitución política de nuestra patria da oportunidades a todos por igual, pero evita el dominio de cualquier secta en perjuicio de la colectividad, y por ello siempre hemos luchado por su mantenimiento y observancia.
"Las violaciones a la Constitución, afirmamos, no pueden ser motivo de unidad nacional. La unidad nacional sólo podrá ser un hecho entre los elementos que no vuelven al pasado ni suspiran por la época medieval. No pudo haber unidad nacional entre las gentes que trajeron a Maximiliano y los patriotas encabezados por Benito Juárez. En el momento actual, no puede haber unidad nacional de los sectores progresistas con Acción Nacional y los sinarquistas, porque los primeros deseamos libertad y progreso y los otros desean un retorno al pasado y un régimen en el que se nieguen todas las libertades.
"La guerra de Independencia, con Hidalgo y Morelos; la de Reforma, con su gran conjunto de patriotas, y todas las revoluciones han demostrado que en México no puede ni debe haber concordatos ni, menos aún, unión entre el Estado y la Iglesia, pues permitir esto sería entregar el pueblo en manos de las gente que en todas las épocas han querido el poder público para su provecho personal y para la esclavitud de los demás.
"Cuando al terminar la Segunda Gran Guerra no se toma en cuenta al Vaticano, ni por Roosevelt, ni por Churchill, ni por Stalin, ni por nadie para fincar la paz. y cuando los grandes pueblos de Europa están dictando leyes avanzadas, y cuando el régimen de Franco en España agoniza ya, no hay posibilidad ninguna para que el papado cumpla su más caro deseo: el establecimiento de su poder terrenal en Europa, y no queriéndose dar por vencido, usa de todo género de maniobras en América con el fin de intervenir en nuestros países y lograr en el nuevo mundo lo que no pudo hacer en el viejo.
"La curiosidad movió a grandes masas en los primeros días del presente mes: pero si no se comenta este hecho y no se señalan las tolerancias y violaciones a la ley que pueden dar oportunidad a una lucha sangrienta entre los mexicanos, no se cumple con el más elemental de los deberes.
"Si se quiere conservar la paz, debe haber el más completo respeto al artículo 130 de la Constitución General de la República y evitar los actos de culto externo, que son el principio de una serie de provocaciones a la Revolución Mexicana.
"La presencia de la Confederación de Trabajadores de México en este homenaje es la mejor demostración de su firme propósito de continuar luchando por el bienestar y progreso de todos los mexicanos."
Dijo Leopoldo Méndez:
Mis compañeros del Taller de Gráfica Popular me designaron para que en su nombre hiciera a usted patente su admiración más sincera por las justas y no menos valientes declaraciones que ha hecho usted con motivo de las manifestaciones políticas clericales en el Cincuentenario Guadalupano.
"Quisiera tener algún talento para expresar a usted, sobre el importante hecho de sus declaraciones, el sentir de este grupo de artistas. Mas, a falta de este talento, permítame usted, y permítanme todos los que me escuchan, recordar una voz, que es, al mismo tiempo, una de las más altas voces de la nación y de la patria mexicana, una voz emitida hace nada menos que 118 años. Ésta es la voz testamentaria de la ciudadanía mexicana: la voz del capitán don José Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador Mexicano:
"«Dejo a mi patria independiente de España y de toda testa coronada, menos de Roma.
" »Ítem: dejo una república con su artículo 3°, muchos canónigos y muchos frailes y sus corridas de toros en boga.
"»Ítem: dejo una multitud de iglesias, capillas, ermitas y conventos de religiosos de ambos sexos; pero muy poca religión. Procesiones, repiques, cohetes, vítores, salvas y fiestas sobran; pero ¿el arreglo de las costumbres?, ¿la buena educación?, ¿el buen ejemplo?, ¿el temor de Dios?, ¿y la caridad evangélica? ¿Dónde se hallan? Que responda la experiencia.
"»Ítem: dejo la catedral donde la encontré y con el hueco de las armas del rey de España, ni más ni menos que como cuando se hizo, para que los señores canónigos las vuelvan a poner cuando llegue el caso.
"»Ítem: dejo a los señores capitulares de esta Santa Iglesia el privilegio exclusivo de burlarse de las leyes civiles públicamente, sin el menor respeto al gobierno, ni a la Nación.»
" Y el Pensador Mexicano concluye su testamento, dirigiéndose:
" «A los fanáticos en general: Vosotros estáis contentos con mi enfermedad, atribuyéndola a castigo de mis discursos. Decidme, almas de alcornoque, y los que escriben halagando vuestro fanatismo, ¿por qué se mueren? Sois muy salvajes, Dios os perdone.»
" ¿El Pensador Mexicano se adelantó 118 años a nosotros o nosotros estamos perdiendo para nuestra nación más de un siglo? Esto no puede ser y no será, aunque los partidarios del Nuevo Orden Cristiano lo afirman, y sueñan con la vuelta de la Edad Media y de la Colonia. Nosotros luchamos con todo fervor por la independencia económica y política de nuestra patria, pues nosotros respetamos nuestra Constitución porque en ella se concretan nuestras esperanzas del futuro.
"Los partidarios del Nuevo Orden Cristiano son los amigos de Franco y su falangismo, son los amigos de las calaveras del nazifascismo, son los lacayos del imperialismo monopolista más reaccionario, son los amigos de la vieja colonia española que se atrincheró en 1810 en la Alhóndiga de Granaditas, sitiada por nuestro ejército insurgente; la misma vieja colonia española atrincherada hoy frente al hambre popular, en las calles de Mesones; ellos son los miserables restos del nazifascismo en derrota.
"Nosotros somos los amigos de la República Española. Somos los amigos de los pueblos liberados del fascismo en Europa y en Asia y de sus heroicos liberadores.
"Nosotros amamos, como usted, señor Martín Luis Guzmán, nuestra bandera, así como ella es: con su escudo del águila y la serpiente, y no permitiremos que este escudo sea suplantado por el de cualquier secta religiosa.
"Señor don Martín Luis Guzmán: los artistas del Taller de Gráfica Popular nos adherimos a sus declaraciones incondicionalmente, pues creemos que cuando se trata de la nación y de la patria no caben condiciones, sean ellas de clase o de partido."
Dijo Raúl Noriega:
"¿Las actividades políticas del clero significan un peligro para la continuidad de la acción revolucionaria? ¿Es la Revolución lo suficientemente vigorosa para dejar las manos libres a sus enemigos? ¿Vamos a sacrificar a México en el altar de una mal entendida democracia internacional, permitiendo, por una idea equivocada sobre el perfil exterior del país, que las fuerzas oscuras de nuestra historia readquieran predominio? ¿Es admisible la intromisión del Vaticano en cuestiones nacionales? ¿Cuál es el tratamiento que ameritan los mexicanos que se reconocen como agentes del papado en las tareas de implantación del llamado Nuevo Orden Cristiano, cuya tesis tiene para México el significado de una contrarrevolución? ¿Bajo el mito de la influencia político, electoral del vergonzante partido católico, vamos a transformar la tolerancia en condescendiente complicidad? ¿A título de ampliar los medios de enseñanza y de amparar una libertad de cátedra que no debe salir de los límites de la educación superior, continuaremos indiferentes ante la labor confesional de las escuelas particulares? ¿Vamos a seguir ignorando los intentos de penetración clerical en las filas del ejército a través de las Sociedades de Amigos del Soldado?
"Alguien, haciendo filosofía del Derecho, comentó alguna vez que las leyes tienen la vigencia y la aplicación que les otorga el apoyo político y social de los núcleos que las promovieron. En las leyes liberales que México se ha dado tenemos las mejores armas para destruir la intriga internacional que se cierne sobre la patria y hacer replegar a los líderes clericales y reaccionarios hasta una situación ofensiva; mas si queremos hacer conciencia progresista en el pueblo mexicano, necesitamos, ante todo, hacerla entre los revolucionarios, agrupar a los verdaderos revolucionarios, coordinar una acción permanente e intensiva, tan permanente e intensiva como la de los enemigos de su actuación sectaria. Si no logramos superar esta etapa, si resultamos vencidos sin combatir, seremos responsables ante la Historia de la más abyecta entrega de las disposiciones y conquistas de la Revolución Mexicana."
Dijo Enrique Ramírez y Ramírez:
"Una circunstancia previsible, aunque no menos alevosa, es la causa primera de nuestra reunión aquí.
" Que el pueblo mexicano sea religioso en su mayor parte, no lo ignoramos ni nos interesa negarlo. Más aún, no obstante que sepamos en qué complicadas raíces de miseria, desolación y desamparo tiene su origen la exaltación religiosa, mal haríamos en hacer motivo de división pública, nacional, la fe que cada quien puede tener. Precisamente uno de los logros más altos y hermosos del mundo moderno, y particularmente del liberalismo, ha sido el de consagrar, defender y fortalecer la insobornable libertad de conciencia, por oposición al dogmatismo soberbio y degradante. Por otra parte, nuestro pueblo ha odiado, desde que existe, toda opresión económica, política o espiritual y piensa con orgullo en su Constitución y en sus leyes, las cuales, obra de nuestros revolucionarios, proclaman sin confusión la libertad de creer en un dios o no creer en ninguno.
"No es la religión lo que discutimos aquí. No es ninguna controversia teologal la que nos convoca y preocupa. Es el hecho, por desgracia repetido, de una institución religiosa, de amplia organización internacional, con sede en un país extranjero, con jefes supremos y normas de disciplina realmente exóticos, que aprovechando la religiosidad de nuestro pueblo ha realizado en nuestro territorio —con la ayuda de un vasto aparato de acción política conservadora— una serie de actos de reto y agresión a los ideales históricos de la nación mexicana, a la letra y el espíritu de sus leyes, a sus instituciones vigentes. a sus autoridades.
"¡Triste papel, en verdad. el de la Iglesia Católica de México, que, olvidando los trágicos resultados de sus pasadas aventuras políticas, se presta de nuevo a servir de instrumento a una fuerza extranacional y pone su nombre, su ascendiente y su destino todo, en las manos de quienes, empeñados en luchar contra el progreso de la especie, han creído hacer de México la sede, no de un candoroso culto guadalupano, sino de una conspiración continental antidemocrática!
"No venimos nosotros a erigir un dogma en contra de otro dogma. No venimos a negar. 'Venimos, y estamos aquí, para afirmar. Afirmamos y afirmaremos, con cuanta energía sea necesario, la fe de nuestros mayores. La fe del cura Hidalgo. La fe del cura Morelos y Pavón. La fe de Juárez. La fe de nuestros antepasados, católicos o no católicos, que han luchado por construir el noble hogar mexicano. Esa fe, la única capaz de unirnos a todos, religiosos o irreligiosos, es la fe en la propia, profundísima e inmarcesible cualidad de nuestro pueblo para darse justicia económica, libertad política, respeto ante el mundo, porvenir de grandeza sin límites.
"Queremos no sólo conservar, sino superar la tradición liberal de México. Y estamos seguros de que en esta lucha, el pueblo mexicano no se traicionará nunca. La historia ha probado que nuestro pueblo, religioso como el que más, no confunde su credo con el interés y el abuso de las castas que, en nombre de la religión, han querido usurpar el poder público, que pertenece al pueblo y a nadie más. Sin dejarnos provocar por quienes quisieran que descendiéramos a reyertas bizantinas, trabajamos y trabajaremos por fortalecer en nuestro pueblo su fe antigua y eterna: la de que su reino sí puede establecerse en esta tierra.
"Por eso estarnos aquí hombres de distintas filiaciones; yo, un marxista, te saludo con afecto, a ti, Martín Luis Guzmán, intelectual preclaro y digno de México; liberal íntegro y esforzado."
Dijo Jesús Silva Herzog:
"Y Jesucristo volvió una vez más sobre la tierra...
"Quería conocer los frutos de su hermosa doctrina, saturada de amor; quería saber si los humildes habían sido elevados, y desposeídos los soberbios; quería contar el número de los que seguían en verdad su ejemplo y el de su dilecto discípulo, el seráfico Francisco de Asís.
"Y vio con asombro que el odio barría la tierra con furia de huracán. Unos hombres luchaban en contra de otros hombres, unos pueblos en contra de otros pueblos; todo por la ambición de unos cuantos enfermos de codicia, enloquecidos por la sed inaudita y torturante del dominio universal.
" Y vio con desilusión que los mercaderes, aquellos que él había arrojado del templo porque trataban de convertirlo en cueva de, ladrones, eran los amos del mundo, mientras los pobres seguían siendo explotados con dureza y seguían arrastrando su miseria secular.
"Y vio con infinita tristeza centenares de soberbias catedrales y miles de iglesias levantadas en su nombre; iglesias y catedrales con suntuosos altares recamados de oro y extrañas imágenes con mundanos vestidos y coronas de diamantes; y entre los muchos que se decían sus discípulos había una turba de hipócritas; eran los mismos fariseos, los mismos falsos sacerdotes sin virtudes, que oficiaban en el templo de Jerusalén, a los que él supo confundir con su palabra fulgurante, inspirada en la justicia, en el bien y en la verdad.
"Y Jesucristo, intensamente desolado, subió hasta la cumbre de la más alta montaña, contempló desde allí a la humanidad destilando su angustia y perdida en un horizonte sin estrellas; y entonces, reclinando la cabeza sobre el pecho acongojado, sollozó largamente... como el hombre solloza en los graves momentos de supremo dolor."
Dijo José María Suárez Téllez:
"La actitud singular de un periodista, de los pocos que hoy merecen llevar ese nombre, nos congrega en torno de una mesa. Ciertamente, resulta heroico, en esta hora de desfallecimientos y sospechosas transacciones, salir en defensa de la verdad y del decoro. Y don Martín Luis Guzmán nos ha arrebatado un aplauso, en medio del sonrojo que nos embarga, por no haber sido nosotros los primeros en decir lo que él dijo.
"Pero ya que una voz autorizada y viril se ha levantado clara y austera, en defensa de nuestra gloriosa tradición liberal, nos apresuramos a reforzarla con el calor de nuestra convicción, deseosos de que cobre vuelo y sea el feliz inicio de una tarea de definiciones ideológicas y. sobre todo, del levantamiento de una muralla en donde se estrelle y se anule ese torrente de provocaciones cayos autores han desatado intentando rebasar impunemente las lindes de una Constitución política ejemplar, profundamente humana, en donde la libertad de creencias está ampliamente garantizada y sólo en la parte de ritual y proselitismo tiene limitaciones naturalmente impuestas por nuestros inolvidables antecedentes históricos.
"Claro está que en este acto de solidaridad, que a algunos les parece inútil no pretendemos deshacer lo hecho: afirmamos sí, que eso estuvo mal hecho y queremos que no se repita.
"Señores el porvenir de América, y especialmente de América Latina, está cargado de sombras:
"Expulsados del viejo continente, por el espíritu creador de un mundo nuevo el imperialismo, la hegemonía vaticana y el nazifascismo, estos tres fatídicos personajes buscan ya, desesperadamente, en estas tierras de libertad, guarida y pitanza. Por tanto, hoy más que nunca, dicho sin hipérbole, es necesario identificarnos, depurar cuadros y apretar filas, desentendiéndonos inclusive de los transitorios matices que da la contienda político-electoral, para conservar el inapreciable tesoro que recibimos de nuestros mayores. Si no persistimos en una actitud enérgica, defensiva de nuestra honrosa tradición liberal, sufriremos más oprobio nosotros y nuestros hijos.
"Resolvámonos a luchar; el enemigo así lo quiere."
Dijo Ricardo J. Zevada:
"Como simple ciudadano y como miembro de un grupo político que reiteradas veces señaló el peligro que significaba condescender con los transgresores de nuestras Leyes de Reforma y del espíritu de éstas trasmitido a nuestra Constitución de 1917, vengo a sumarme al justo homenaje que hoy se le tributa a Martín Luis Guzmán porque, en un momento en que muchos creían que lo más acertado era un prudente silencio, supo hablar sin embozos para decir que la tradición liberal en México sigue viva y vigilante.
"El núcleo respetable y numeroso de hombres que se congregan esta noche aquí prueba que nuestra nacionalidad tiene instinto de conservación y que, si ha de sobrevivir, debe rescatar todo el acervo positivo de su pasado. Los que estamos reunidos ahora —porción minúscula de muchos que no pudieron venir— sabemos muy bien que no se puede renunciar así como así —so pena de perecer— a cien años de ese pasado irrenunciable.
"Si exigimos ser fieles a nuestra historia, historia en la que a la postre perdieron los partidarios del salto atrás, es indispensable que se guarden y cumplan leyes que costaron al pueblo mexicano sangre y sacrificios. Nuestra actitud, al venir aquí con Martín Luis Guzmán, no es subversiva, sino legalista; no es de escándalo, sino de discreción; no trae el deseo de persecución, sino el deseo, tan legítimo como enérgico, de observancia al orden constitucional vigente.
“La Iglesia debe moverse dentro de la jurisdicción legal e intemporal que le es propia; permitir lo contrario, permitir que la Iglesia se salga del rígido margen señalado por nuestras leyes, sería querer copiar de un modo mecánico el tratamiento que la Iglesia Católica recibe en naciones donde nunca actuó como partido político militante, dogmático y regresivo. Permitir esto sería importar —esto sí— ideas exóticas y ajenas a nuestra historia."
Incluyendo a Enrique González Martínez, veinte oradores se habían dirigido a mí desde la tribuna. En seguida subí yo a ella y pronuncié el siguiente discurso, relativo, sobre todo, a la actitud antiliberal y antirevolucionaria de la gran prensa de México, sólo movida por el mercantilismo:
" Queridos amigos míos: Sería yo insincero si no declarase que en estos momentos me turba una de las emociones más profundas que he experimentado en mi vida. Una a una, y así como el martillo golpea sobre el yunque, han estado cayendo sobre mi corazón las palabras que una serie brillante de oradores ha expresado ante ustedes con elocuencia merecedora de calurosísimos aplausos. Y al caer sobre mí esas palabras, me han conmovido con el más profundo de los agradecimientos y han llevado hasta mi frente el sentido de una enorme responsabilidad.
"Pero todavía más insincero sería yo si no declarase, ajeno al menor rastro de falsa modestia, y con toda la franqueza que me caracteriza, que aquí, entre vosotros, soy uno más, uno más que con vosotros ha venido a rendir homenaje no a quien de pronto pudo decir unas palabras galvanizadoras, sino a todo aquel grupo magnífico de hombres que a mediados del siglo pasado, cuando tocar cosas que habían durado siglos exponía a subir al cadalso, dieron a este país las libertades que hacen posible que hoy estemos reunidos.
"Esa serie de hombres extraordinarios, hermanos mayores nuestros, están aquí invisibles, quiero decir, sólo en imagen y figura, pero tan cerca de nosotros que su aliento nos roza. Se llaman Valentín Gómez Farías, Juan Álvarez, Ignacio Comonfort, Melchor Ocampo, Miguel Lerdo de Tejada, Sebastián Lerdo de Tejada, el Nigromante, Guillermo Prieto, y, por encima de todos, recio e inconmovible como el Ajusco, el grande, el inmenso don Benito Juárez...Benito Juárez, a quien ahora esos cretinos que ignoran, o fingen ignorar, que México es un país de indios y mestizos, llaman el Indiote...
"Porque tal es en efecto, queridos amigos míos, ése y no otro, el verdadero sentido de nuestra reunión: un homenaje profundo de la nación mexicana, íntegramente representada dentro de uno de los locales más estrechos para contenerla, a la memoria inmarcesible de don Benito Juárez. Y es satisfactorio y refrescante que sea así, porque está aquí presente y vivo algo que se creía definitivamente muerto y enterrado: el sentimiento liberal de nuestro país, que nació en 1810 y que no morirá jamás...
"Con todo, no creo que tan sólo debamos dejar que la emoción nos arrastre, sino que la responsabilidad —el sentido de responsabilidad, a que antes me refería— ha de obligarnos a la reflexión. Necesitamos, en otras palabras, precisar qué posibilidades, qué trascendencia tiene un acto como éste, en torno del cual se quiso hacer todo el silencio con que puede acallar un hecho una prensa que ni siquiera es dueña de sí misma. Y justamente porque la trascendencia y las posibilidades son enormes, estamos obligados a verlas con cuidado, a examinarlas, a bajar el tono y, dejando a un lado la oratoria, a ponernos al simple análisis de la realidad, al estudio de lo que ha de inferirse de esta hora de hondísima emoción mexicana. Considérese que si bien, las palabras bellas ,en confortadoras y oían a los hombres, ninguna palabra se justifica cuando detrás de ella no viere la acción; y aquí lo que necesitamos es sentar las bases de una acción eficaz, coordinada, organizada, para que no vuelva a repetirse lo que recientemente hemos presenciado y oído en esta ciudad. (Voces: A eso venimos.)
"¿Cuál es la situación presente? La situación presente para la Revolución —no para un momento transitorio de la Revolución: para la Revolución íntegra— es que está absolutamente a merced de una opinión pública que, lejos de ser la opinión revolucionaria, es una opinión pública enemiga de la Revolución. Y, reflexionando, podemos precisar que esta situación presente, más que obra de nuestros enemigos, es obra de nosotros mismos, los revolucionarios. Porque, indudablemente, nosotros somos los principales culpables de lo que está pasando. Generosa, como generoso es todo movimiento creador, la Revolución se había vuelto optimista, y confiada. Se conformó con dejar escritas en las leyes todas aquellas conquistas que, tal lo creyó, existirían así en la realidad, y después de haberlas puesto allí, las ha abandonado a la crítica, a la negación, a la difamación y a la calumnia de todas las fuerzas reaccionarias de México.
“ La Revolución, en la persona de los hombres suyos que manejan la pluma, que manejan la palabra —en la casi totalidad de esos hombres—, se ha inhibido, y durante muchos años ha abandonado a otros lo que no debió haber dejado de defender un solo momento. Consecuencia de tal inhibición: este ambiente público, este clima espiritual dentro del cual fue posible cuanto ocurrió hace algunos días.
"Por otra parte, era fácil, facilísima la tarea contrarrevolucionaria. Primero, porque es ley histórica en nuestro país que las conquistas de la libertad las logre una minoría, la cual tiene que imponerlas luego, por la fuerza, a las mismas clases dirigentes que llevaron a derramar ríos de sangre para que esas libertades nunca tuvieran efectividad; de modo que, triunfante la Revolución, pero representada por una minoría, ha tenido que luchar con la mayoría de las clases dirigentes, que nunca quisieron ser revolucionarias, y que no han dejado de atacar a la Revolución desde el primer momento.
“Era fácil la tarea contra nosotros, además, porque la revolución nuestra, en su última fase, ha tenido una peculiaridad que hacia más difícil el que, triunfante ella, la opinión general se mantuviese a su alrededor: fue una revolución de tipo económico, una revolución que ha herido profundamente intereses tan grandes que todavía sus representantes no se consuelan de que se les haya arrebatado la riqueza que tenían a manos llenas, y que es la misma riqueza de que carece la mayoría del pueblo de nuestro país.
"De esta manera, por una parte la inhibición de los revolucionarios, por la otra, la acción constante, disciplinada y organizada, de la mayoría de las clases dirigentes —para ello dotadas de grandes medios—, consiguieron hacer el ambiente, el clima en que ahora nos movemos. ...¿Y para qué voy a hablar del fanatismo religioso, siempre militante en favor de los movimientos retardatarios? ¿Para qué de ese placer enfermizo que hace que toda acusación, toda crítica, así sea calumniosa, contra un gobierno inspirado en la generosidad, despierte inmediatamente eco y alharaca entre la gente que está contra él?
"El caso es que se conjugaron diversos factores y desembocaron en el siguiente resultado, o más bien, en el siguiente proceso, que fue sencillísimo: el de una labor pertinaz, solapada, menuda, contra todo lo que había sido y es la Revolución. Se empezó por desacreditar a los hombres representativos del impulso revolucionario; se siguió desacreditando los principios de la Revolución, y por último, estériles en su afán de encontrar mácula en personas que estaban muy alto, se dieron a contrahacer la figura de algún pariente del jefe del Estado para atribuirle todo el oprobio que hubieran querido ver en el jefe mismo. Así ha ocurrido que el señor Madero tuviera un hermano sobre el cual llovieron tales calumnias, tales difamaciones, que acabaron por producirle la muerte; y que el general Cárdenas tuviera otro hermano sobre el cual llovieron también las difamaciones y las calumnias... y no sigo refiriéndome a personas porque no aconseja la elegancia aludir en estos términos a nombres de sobra señalados en el día en que vivimos.
"Dentro de este panorama vinieron a hacerse y a crecer entre nosotros los órganos de opinión fundamentales en cualquier país —los fundamentales, cuando menos, hasta ahora—. Surgió una prensa, toda ella, desde su nacimiento, enemiga de la Revolución. Y he aquí que esa prensa descubrió que atacar a los hombres de la Revolución, que atacar los principios de la Revolución, era uno de los mejores negocios que se podían emprender en nuestro país; por donde, ya en trance de enriquecimiento, y con la estimulante afluencia del dinero que le llegaba gracias a sus ataques a lo más sagrado de la vida mexicana, les brotó a nuestros grandes periódicos la idea de que su procedimiento era perfectible, y entonces nació el raquet de la prensa diaria de la ciudad de México. Con lo cual vino a crearse uno de los más profundos, de los más abismales climas de inmoralidad que puede haber vivido nunca pueblo alguno.
"Todos los mexicanos convinieron en creer que la totalidad de sus gobernantes, ni siquiera unos cuantos tan sólo, eran ladrones, y que todos los diputados eran conculcadores de las leyes, y que ningún magistrado hacía justicia, y que todos los funcionarios se vendían. E inventada ya la mentira, convertida en ambiente, pudieron sus autores ver con regocijo, porque eso los justificaba, que algunos revolucionarios, los de espíritu débil, o algunos tentados por la emulación, o algunos «que no querían ser tontos» mientras todos los demás se enriquecían en las columnas de los periódicos, incurrieron en claudicaciones bastantes para dar veracidad a lo que sólo había sido un procedimiento para deshonrar a la Revolución y a sus hombres... Esto, aunque un poco deshilvanado, porque no estoy para presentaron, en una ocasión como la de hoy, algo mejor, es la interpretación real y positiva del actual momento.
"Así hemos llegado hasta aquí: hora ésta en que la prensa de México, la institución más inmoral de nuestro país, es nada menos que el tribunal que falla sobre si los mexicanos somos honrados o no.
"Naturalmente, inmoral y reaccionaria a la vez, la gran prensa diaria mexicana constituye para el país, para nuestras instituciones, el mayor de los peligros imaginables. Porque si al menos fuese sincera en su reaccionarismo, viviría bajo el temor de Dios. Pero como no es más que una negociante de la reacción, no halla siquiera las limitaciones morales que a un reaccionario le imponen sus creencias.
"Se explica así que haya podido acontecer un suceso tan bochornoso como éste ocurrido la semana pasada. O si no, ¿es posible creer que después de tantas luchas por la libertad, después de haberse amontonado cadáveres de revolucionarios y no revolucionarios en los campos de batalla, después de haberse ganado la libertad a fuerza de sangre y de vidas, es posible creer que toda la gran prensa de la ciudad de México se haya rehusado a publicar un artículo donde se defiende la libertad? ¿Es posible creer que pagándole en pesos el precio de la plana y yendo a pedírselo con el sombrero en la mano, insistiendo cerca de ella casi como un suplicante, esa prensa se resistiese a hacer una publicación favorable a la libertad, y todavía después se negara también a dar cabida, no obstante pagársele el importe del anuncio, a la invitación para un homenaje que, más que a un hombre, en este caso se hace a las libertades mexicanas?
" Pero conste ante todo, porque es de justicia, pues conozco a mis compañeros de trabajo, que ni una sola de mis palabras va dirigida contra periodistas ni escritores. No son ellos, individualmente, los responsables de tamaña situación; lo son las empresas, la cadena que a ellos les ponen las empresas... No de otro modo se dio este caso recientemente: el gerente de una de las grandes empresas periodísticas de México se gloriaba de tener a un hombre revolucionario, a un librepensador, en la dirección de uno de sus periódicos; al oírlo, quien con él hablaba yo estaba presente dio: «Sí, es liberal, librepensador, revolucionario, pero deja publicar editoriales donde se dice que la esencia de México es la Virgen de Guadalupe.» Y entonces dijo aquel gerente una de esas cosas que sólo no sonrojan a quien nunca se ha ganado un peso con el sudor de su frente. «¡Claro que los deja publicar! ¡Y si no le gusta, que renuncie!»
"Quiero decir que no son, pues, los hombres, los escritores, responsables de que exista este clima de que hablo, sino, repito, lo son las empresas; y esto, por fortuna, tiene dos ventajas: primero, poder hablar con la claridad con que yo lo hago sin que ello hiera reputaciones que no deben tocarse; luego, darnos la esperanza de que, como fruto de una larga serie de experiencias semejantes a las de los últimos días, esos escritores consigan, aunque no lo ordenen sus directores, que sus periódicos hagan lo que por obligación, y aun por cálculo, las empresas debieran hacer: defender la libertad y el decoro de México.
' 'Evidentemente iremos llegado en la vida mexicana a un punto en que reacción e inmoralidad quieren decir una misma cosa, siendo así que nos presentan como rara sola cosa la inmoralidad y la Revolución. Lo que pasa es que hemos abandonado el uso de la palabra; y mientras ellos, la reacción, la reacción política y clerical, se cansa de decir que las inmoralidades son obra de los revolucionarios, nosotros, tranquilamente, aceptamos ese juicio, acaso porque algunos o muchos de nosotros estemos muy ocupados en demostrar con nuestros actos que ello es verdad, en vez de ponernos a desenmascarar el hecho de que la mayor de, las inmoralidades consiste en que la reacción mexicana quiera volcar las suyas sobre la Revolución.
"Dicho esto, se muestra claro el camino. Es evidente lo que como propósito inmediato debemos intentar, lo que debemos hacer. ¿Se ha adormecido la opinión revolucionaria? Pues hay que despertarla, volviéndola otra vez a la acción. ¿No existe una prensa liberal? Debemos hacerla. ¿No es posible una prensa liberal y honorable porque no la dejaría vivir la competencia de la prensa reaccionaria o venal? Pues necesitamos empobrecer a la prensa inmoral o reaccionaria y antiliberal.
" En las manos tenemos los elementos para conseguirlo. En primer término toda la prensa diaria de México es en estos momentos una prensa confesional: confesional no tan sólo por su tendencia ordinaria —palabras del artículo 130º de la Constitución—, sino por sus propias declaraciones. Allí están los editoriales de El Universal de Excélsior, de Novedades, de La Prensa, y de sus hijuelas de la tarde, en los cuales todos esos periódicos se declaran a sí mismos confesionales del credo católico. Y digo yo: si toda esa prensa es confesional, el Procurador General de la República debe llamarla al orden y prohibirle que se refiera o cualquiera de aquellas cuestiones que, según el artículo 130º de la Constitución, está vedado que toquen los periódicos confesionales: que no pueda hablar del gobierno de la República, ni de la Constitución, ni de los poderes locales, ni de los partidos, ni de los líderes, ni de los sindicatos, ni de nada, en fin, de cuanto constituye la vida política de México. Porque, al llegar a esto, pregunto: ¿a dónde irán a dar esos periódicos el día, en que no puedan hablar más que de espectáculos y deportes, de cine, de mujeres desnudas y demás alicientes con que a diario completan el número de sus lectores?... Esa acción la tenemos en la mano y, sobre todo, la tiene el Procurador... ¡Una voz: Que la use.)
“... Sí, que la use... Ya veréis cómo mañana sí se habla de este acto, no tan sólo porque los periódicos de la ciudad de México no puedan callarlo, sino porque pretenderán, no callándolo, que no se les siga diciendo con demasiada razón que son diarios confesionales. Ahora, que nosotros somos quienes no queremos que de nuestro acto se hable mañana: entre otras cosas porque esta vez, como en todas, nos calumniarán o nos desfigurarán: dirán que somos enemigos de la libertad de conciencia y de prensa, que queremos quitar a los periódicos el derecho a decir todos los días, a tanto la línea, y desde su primera plana hasta la última, cuantas mentiras interesadas les vengan en gana. Claro que nosotros podemos responder. Porque así como la especial configuración de la iglesia Católica mexicana obligó a nuestros hombres de mediados del siglo pasado a dictar las leyes que limitan el poder del clero y de la Iglesia, y lo mismo que la Constitución de 1917 acabó por reducir la religión al límite exclusivamente religioso, así también a los periódicos inmorales, por sus fallas, por sus extralimitaciones, por el peligro que encierran, la nación tiene derecho a imponerles una legislación: aquella a que debe estar sujeta toda prensa capaz de volverse venal.
“` No sé yo si el Congreso de la Unión tendrá sentido histórico bastante para aprobar un proyecto de ley que un grupo de diputados acaso presente próximamente; pero si estoy seguro de que esa ley reduciría a EI Universal, a Excélsior a Novedades y a la Prensa, salvo que se enmienden, a la impotencia a une deben quedar sujetos para que no reincidan en producir los males que le están causando al país.
" La obra es sencilla, ya que para nada falta un camino cuando es buena la intención y creador el impulso. Todo se reduce a que ninguna publicación de México, diaria, semanaria, mensual, pueda tener más ingresos legítimos que los que le lleguen a título de capital, los que reciba por la venta de sus ejemplares y los que le rindan los anuncios que publique en sus páginas: y que sea obligatorio de todo periódico, por mandato de la ley, poner encima de cada anuncio, o de cada artículo meado, la indicación de la cantidad cobrada: y que si otros ingresos tiene un periódico, que los declare, y que haya responsables de los fraudes que en este orden se produzcan, calificando de fraude el dar a leer al público, cual si fuesen opiniones o informaciones propias de un periódico, las que el periódico publica a tanto la línea; y que vayan a la cárcel los gerentes, los contadores, los auditores que oculten la verdad de los ingresos que cada uno de los periódicos tenga. (Una voz: ¡Y acabar con los Denegris!) Entonces sí, entonces sí se verá cómo es posible que surja en México una prensa liberal independiente, una prensa honorable, capaz de competir con la otra. Y una vez que contemos con una prensa, real y efectiva, habremos asentado un punto de apoyo desde el cual podamos convertir este clima que nos asfixia, clima de reacción y de inmoralidad, en el clima que hubiésemos querido que nunca faltase desde 1910 hasta hoy. Pero indudablemente que tal empeño, amigos míos, no hay que esperar que lo realice sola la ley. Ya alguna de las personas que aquí han hablado citó que sólo son efectivas las leves cuando las rodean el calor y el entusiasmo de los grupos que les dieron forma y vida.
"Y necesitamos algo más. Necesitamos crear en México, para defender la libertad, si no un partido, pues la palabra partido supone ya división, y en un partido no pueden incluirse cuantos elementos se necesitan para una cruzada de esta naturaleza, sí alguna forma de agrupación con cuyo nombre no acierto, pero cuya figura sí me imagino. Una especie de orden caballeresca de la libertad, en la cual puedan ingresar, cualquiera que sea la doctrina política que profesen, todos aquellos para quienes la libertad sea intocable y deba ponerse por encima de todo. Claro que no hablo de la libertad según la entienden los enemigos de la Revolución, quienes parecen decirnos a toda hora: «En nombre de tus principios te pido que me des libertad, para acabar contigo; y en cuanto lo logre y pueda, en nombre de mis principios te negaré a ti la libertad.» No: libertad para todo, menos contra la libertad, porque no se puede consentir que nadie sea libre para atacar a la libertad, y tal debe ser una de las primeras máximas en que se asiente la vida de México. Por la gran libertad, por la verdadera libertad, los miembros de una legión de la libertad, o una orden de la libertad, estarían dispuestos a sacrificarse día a día, y constituida esa legión o esa orden, podremos estar seguros, absolutamente seguros, amigos míos, de que no habrá quien se atreva contra la libertad... Otro camino, yo no lo veo. Éste, sencillo, está a la mano: acaso nuestra reunión sea el primer paso para crear el organismo de que hablo... Libertad real de expresión, libertad efectiva de pensamiento. Libertad, como decía o comentaba en un discurso reciente el licenciado Ramón Beteta, «para creer y para no creer»; en fin, libertades como las consignadas en las Leyes de Reforma —que no estamos inventando nada—; como las que formula y garantiza la Constitución de 1917, de la cual no hay que salirse, por estar todo dicho en ella.
"Una duda, sin embargo, me angustia. ¿Es esto posible? ¿Se puede hacer? ¿Hay en México una clase o conjunto de clases suficientemente numerosas para que, reunidas todas, sean capaces de una acción política sistemática, continua, en favor de la libertad? Eso lo diréis vosotros, porque aquí sí el camino no es fácil ni seguro, antes lo llenan peligros y tropiezos. Haría falta, por sobre todo, una devoción verdadera, la que no aguarda recompensas en este mundo, ni en el otro; una devoción que quizás a nosotros no nos daría más que la satisfacción de que nuestros hijos, o nuestros nietos, viviesen en el mundo libre que íntegramente nosotros no hemos podido alcanzar. Haría falta un profundo desinterés y una actitud vigilante, crítica y de expresión libre y auténtica. Porque no se trataría de ocupar puestos como funcionarios públicos, ni de obtener cargos de elección popular, ni de ser candidato de aquí o de allá, cosas éstas que, si bien satisfacen aspiraciones legítimas, nuestra organización dejaría íntegras a los partidos propiamente políticos. Sería, hay que insistir, un movimiento absolutamente generoso, absolutamente nutrido por el desinterés —que tan lejos se ha ido de nosotros—, para obligar a todos los mexicanos a que miren con interés supremo el respeto de la libertad. Y entonces, en alto así la gran moralidad, seguramente habríamos salvado a la Revolución de las garras con que la tiene cogida en estos momentos la inmoralidad de la reacción mexicana. Quiero decir, en fin —y no añado más porque estoy muy fatigado—, que este agrupamiento, si se hace, deberá tener como lema único aquel que uno de los más grandes tratadistas del Estado señalaba para la República: la virtud. Con virtud lo haremos todo; sin virtud no haremos nada, e inútil entonces que nos ofrezcamos homenajes y pronunciemos discursos.
"Muchas gracias, de todo corazón."
La crónica que sobre el banquete y los discursos hizo el redactor de Tiempo, terminaba con estas observaciones:
" Excélsior, El Universal y Novedades no publicaron una sola palabra acerca del homenaje a Martín Luis Guzmán, ni lo mencionaron en forma alguna, no obstante que el acto, así por sus antecedentes como por la forma en que se realizó, tenía sobrados títulos para que se le considerase como uno de los acontecimientos de mayor interés periodístico ocurridos en México desde hace mucho tiempo.
" La Prensa, aunque sin conceder al asunto la cabal importancia que tuvo y tiene, sí habló de él en una nota informativa, muy objetiva por cierto, muy serena y toda ella inspirada, a juzgar por el tono y las palabras, en el deseo —la escribió Leopoldo Ramírez Cárdenas, Polito— de ser imparcial.
" Sólo El Nacional y El Popular ni un momento han abandonado en estos días la defensa de los principios liberales contenidos en las leyes de México— concedieron al suceso toda la importancia que encierra. Repetidamente se refirieron a él, destacando, una vez y otra, su significado y trascendencia y citando, o transcribiendo, las palabras de Martín Luis Guzmán y demás oradores que lo acompañaron la noche del 23 de octubre."
Pero bien por encima de la postura que en este asunto hubiera podido tomar, o no tomar, nuestra llamada "gran prensa", Tiempo y su director habían conseguido algo de mucho mayor enjundia que un resonante triunfo periodístico: habían parado en seco la grave tentativa con que se aspiraba a romper el equilibrio espiritual garantizado entre nosotros por el acatamiento a las Leyes de Reforma. Así quise hacerlo ver, y para ello publiqué en Tiempo, el 7 de noviembre, un nuevo artículo, "Maniobra en grande", cuyos términos eran como sigue:
" Dijo últimas Noticias —periódico confesional—, al referirse en su edición del 2 de noviembre al gran acto liberal celebrado en el Restaurante Chapultepec la noche del 23 de octubre, que «el número más aplaudido del pobre espectáculo, al cual contribuyeron con su presencia y sus centavos varios funcionarios públicos de primera fila, fue un corrido venenoso para el gobierno y sus máximos regidores. Tan venenoso, que, de no haber hecho pública su protesta en el acto mismo, los funcionarios habrían debido renunciar al día siguiente».
"Este comentario es quizás una de las últimas insinuaciones de la gran maniobra política que la reacción mexicana intentaba realizar a la sombra de los festejos guadalupanos.
"Otra fue aquel editorial de Excélsior —también diario confesional del credo católico— en el cual se afirmó (13 de octubre) que «durante el siglo pasado y la etapa de la lucha revolucionaria de éste... los episodios del jacobinismo declarando la guerra a muerte a los católicos se reproducían en México»: y que «los extremistas de nuestro país están derrotados por la sensatez, la cordura y el dominio de las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas»; y que «en medio de la noche oscura de los sectarismos..., nuestra patria es una luz, una isla de civilizada tolerancia», según «lo ha reconocido Su Santidad el Papa en su mensaje a los católicos mexicanos», cuya fe «salva y eleva».
"Otra fue un segundo editorial escrito por Excélsior (17 de octubre) en aplauso de la «tolerancia escueta que, sin violaciones de la ley que nos rige, procuró que el pueblo católico de México gozara de las libertades necesarias para cumplir lo preceptuado por la liturgia y. además, para manifestar alegremente su emoción religiosa».
"Otra fue el artículo del presbítero José García Gutiérrez (Todo. 18 de octubre), para quien «los gobernantes que tiene México no son de aquellos que habían jurado... cumplir y hacer cumplir al pie de la letra... el fetiche, intocable, de la Constitución».
"Otra, estas afirmaciones (27 de octubre) de la Carta Semanal —órgano confesional de la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio—: «Mucho es ya que cuando los elementos más valiosos del pueblo mexicano... se resolvieron a hacer pública profesión de fe religiosa, el necio jacobinismo haya pretendido imponer su criterio, sin que se le haya castigado... Pésimo sería que ante tan sólido alarde de cohesión nacional, se rindiera el Estado a la insolente manifestación.., de minorías insignificantes... Sería lamentable que los nuevos dictadores superaran la voluntad del Presidente de la República, ostensiblemente inclinada a respetar al pueblo; pero todavía más doloroso... que, después de más de un siglo de imposiciones minoritarias.... nuestro país cediera una vez más a la presión de los eternos enemigos de la libertad humana.»
"Otra, lo que La Nación —periódico también confesional— dijo el 3 de noviembre: «No vamos a poner en tela de juicio si las leyes sufrieron o no quebranto (durante la coronación guadalupana), ya que es cosa aceptada que si una legislación no se apoya en el consenso de los ciudadanos, es letra muerta... Como la violación no fue de un instante, ni de una hora, ni de un día, sino de varios días consecutivos, tanta responsabilidad tienen los que las quebrantaron, como los que permitieron que los sucesos siguieran su curso... Queremos exhibir la cobardía de quienes protestaron contra Su Santidad el Papa, contra la jerarquía Católica... y no protestaron contra el Supremo Gobierno, que en este caso es coautor... Pero tampoco el gobierno, cuya política ha tenido como eje diamantino la unidad nacional, está con estos agitadores...; y sería absurdo que... se enajenara la voluntad del pueblo, del genuino...»
"Otra, el proyecto de la reacción —hoy desechado, pero vehementemente acariciado durante varios días del pasado mes— de hacer una enorme manifestación pública en que «el pueblo de México expresara al gobierno su agradecimiento por la tolerancia de que había dado pruebas durante las festividades religiosas».
" La gran maniobra política reaccionaria se había concebido como sigue:
"Se celebraría la coronación guadalupana dándole tal volumen que el sentimiento religioso y la voluntad populares resultasen avasalladores y definitivos y salpicando la celebración con evidentes provocaciones al orden político revolucionario. e interpretándola como una gran voz ciudadana, como un plebiscito afirmativo de que las Leyes de Reforma y los artículos de la Constitución de 1917 relativos al culto deberían considerarse va cosa muerta.
"Ante estos hechos —llamados a ocurrir sin trabas ni estorbos, merced a la tolerante disposición del espíritu y los hombres revolucionarios, de cuya actitud generosa se abusaría— habría de seguirse una de estas dos secuencias alternativas: o la Revolución asistía muda a los acontecimientos y los dejaba pasar, bien por indiferencia, bien por una generosidad más, bien por sorpresa o desconcierto, o, consciente del peligro, la Revolución, al ver rebasado el límite de la máxima tolerancia posible, salía en defensa de sus conquistas espirituales y políticas, amenazadas y agredidas a pretexto de una celebración puramente religiosa, y contestaba con violencia.
"De realizarse la primera de las dos alternativas mencionadas —es decir, si la Revolución callaba y asentía—, la reacción mexicana habría conseguido un triunfo rotundo. De allí a pedir luego la derogación de los artículos 3°, 5° y 130° de la Constitución no habría más que un paso, un paso fácil, casi sancionado de antemano por la propia actitud revolucionaria; y en seguida quedaría abierto el camino para intentar lo mismo contra los artículos relativos a las conquistas obreras y a los fines sociales de la propiedad.
"Si era la segunda alternativa la que se producía —el caso de que la Revolución protestase—, entonces la reacción buscaría el fruto de su maniobra sirviéndose de esa protesta para provocar un cisma, un divorcio entre el gobierno, que es un gobierno del régimen revolucionario, y la Revolución misma. En otros términos: se intentaría demostrar que los dirigentes oficiales revolucionarios no comulgan ya con las ideas ni con los sentimientos de la Revolución; se trataría de hacer patente y palmario que, por lo menos en materia de espiritualidad y culto, la Revolución no está ya consigo misma, sino con la reacción, y, en consecuencia, se escamotearía a la Revolución el gobierno, que es suyo, y se abriría la brecha para que se apoderasen de él los sectores reaccionarios.
"No contaba, sin embargo, la reacción política mexicana con que habría entre los revolucionarios quienes advirtieran lo que se tramaba y salieran al paso de la maniobra con un tercer desenlace, tan natural y lógico como inesperado: despertar la tradicional conciencia liberal de México para ponerla en pie, no contra el gobierno de la República y de la Revolución, sino al lado de él.
"Esto, no otra cosa, es lo que ha ocurrido, según lo saben y comprenden cuantos tienen por qué estar enterados de tales cosas, y ello explica entiéndanlo los ingenuos que miran y no ven— varios hechos:
• "Que en el gran acto liberal celebrado en el Restaurante Chapultepec la noche del 23 de octubre estuviesen presentes dos miembros del gabinete y otros representantes del gobierno, del Congreso de la Unión y, en general, del régimen político bajo el cual México vive hoy.
• "Que no se pronunciase allí una sola palabra de protesta por la tolerancia que todas las autoridades de la República habían mostrado —con la aquiescencia tácita de los revolucionarios— respecto de las celebraciones guadalupanas.
• "Que sólo los diarios francamente adictos al gobierno y al ideario de la Revolución —y La Prensa, periódico confesional, pero no tan significativo como los otros— hayan hablado del acto de Chapultepec, mientras los demás diarios, justamente porque en aquel momento se mostraron estrechamente unidos Revolución y gobierno, le hacían silencio absoluto.
"Ahora, un poco repuestos de la sorpresa, los reaccionarios se aventuran a volver sobre su maniobra. Por eso Últimas Noticias, que además de confesional y reaccionario, y enemigo acérrimo de la Revolución, es nazista, fascista, franquista y emboscado admirador de la traición de Victoriano Huerta, pretende atacar a los secretarios de Estado y demás funcionarios públicos que estuvieron en el acto de Chapultepec y les reprocha la existencia del corrido de que antes se habla.
"Es verdad que algunos ejemplares del tal corrido llegaron al acto de Chapultepec, igual que la víspera y la antevíspera habían llegado a otros muchos sitios. Pero lo que últimas Noticias calla, y no porque lo ignore, sino porque no le conviene decirlo, es que los volantes —de los cuales nadie hizo aprecio, ni siquiera para rechazarlos— circularon a impulsos de una mano oculta, de un verdadero agente provocador. Lo mismo había pasado días atrás, cuando un grupo de agentes provocadores lapidaron la casa del director de la revista Tiempo; lo mismo antes aún, cuando otro agente provocador hizo circular en la Villa de Guadalupe hojas tendenciosas en que indebidamente se mencionaba el nombre del licenciado Miguel Alemán; lo mismo antes todavía, cuando los agentes provocadores manejados por la reacción hicieron circular entre los revolucionarios, para que los revolucionarios fuesen quienes lo repitieran, la especie de que el Presidente de la República había ido a rendir homenaje al cardenal José María Rodrigo de Villeneuve.
"La gran maniobra, por fortuna, ha fracasado ya, pese a la sutileza con que fue urdida, y ha de celebrarse que así haya sido, y desearse que así ocurra en cuantos casos análogos se presenten, porque de lo contrario —como aconteció en 1913— iría creándose un estado de ánimo público en virtud del cual la Revolución se vería obligada a llevar otra vez el conflicto hasta un terreno donde siempre —¿juicio de Dios?— sus derechos se han afirmado de manera incontrastable: a los campos de batalla."
Consecuencia de aquella situación fueron multitud de solicitudes en que se me instaba (venían desde las más diversas partes de la República) a iniciar la formación de un partido que agrupase con fines políticos concretos e inmediatos, a todos los liberales de México. ¿Resultaría factible la idea? Más bien se prestaba a todo género de dudas; pero, en cualquier caso, a mí se me ofrecía como nuevo motivo para llevar adelante la manifestación del pensamiento y el sentimiento liberales, tan bien dispuestos y prontos a responder, conforme acababa de verse.
Así, tras rápidos preparativos, publiqué en Tiempo, y en algunos otros periódicos —los que no me negaron sus columnas—, un escrito en que me dirigía a los liberales de todo el país exhortándolos a organizarse desde luego, como grupo político, en su municipio o su ciudad; dándoles instrucciones para que el día 17 de marzo siguiente constituyeran en la capital de su entidad federativa un sector estatal o territorial, y previniéndoles hallarse listos para concurrir a la gran asamblea que de allí a poco habría de celebrarse en la capital de la República con el fin de dar forma al Partido Nacional Liberal Mexicano. En la misma convocatoria definía yo los principios que, provisionalmente, inspirarían el ideario del nuevo organismo político. Eran éstos:
• “El Partido Nacional Liberal Mexicano será una agrupación política auténticamente liberal, dentro de la corriente del liberalismo mexicano. Es decir, que no admitirá matices ni tendencias socialistas o comunistas, ni cualesquiera otras que lo desvíen hacia cauces distintos del liberalismo.
• "El Partido Nacional Liberal Mexicano enarbola entre sus principios más caros el de la moralidad pública, así en lo oficial como en lo particular, y no tan sólo por cuanto se refiere al dinero, sino también por lo que ve a la lealtad en el cumplimiento de los deberes propios de cada magistratura, de cada función, de cada empleo, desde los más altos hasta los más humildes, y lo mismo en el gobierno y en los organismos políticos o sindicales, que en la prensa, en el comercio y en la industria.
• "El Partido Nacional Liberal Mexicano no preconiza un liberalismo puro; pero si bien considera ilimitado o ilimitable, en el orden espiritual, el principio de la libertad, cree que en el orden político, social y económico sólo cabe poner a la libertad aquellas limitaciones que pretendan, y logren, hacer moralmente más libres a los individuos.
• "El Partido Nacional Liberal Mexicano cree en todas las libertades y derechos del hombre según se definen en el texto de la Constitución de 1917, pero estima, además, que tales derechos y libertades deben estar protegidos contra las extralimitaciones de los falsos conceptos de la libertad. En otras palabras, no ha de permitirse que en uso de la libertad de prensa, o de cátedra, u otra análoga, se sustenten tesis contrarias a la libertad, pues no debe haber libertad contra la libertad, y así han de estatuirlo las instituciones políticas mexicanas y ha de ponerlo en obra, día a día, la vida pública de México.
• "El Partido Nacional Liberal Mexicano respeta toda religiosidad auténtica y pura, mas no las manifestaciones conque el interés religioso político intenta alzarse para dominarlo y avasallarlo 'todo; por lo cual considera que, fuera del ámbito de lo estrictamente religioso, es un peligro para la paz de la nación mexicana, en lo material y en lo espiritual, dejar libre de todo freno por parte del poder civil la acción de la Iglesia Católica, o de otra iglesia cualquiera, y que esto hace inexcusable aplicar de hecho, y convertir en letra viva, los artículos 3°, 5º y 130° constitucionales y toda otra legislación conformadora de las actividades de las iglesias.
• "El Partido Nacional Liberal Mexicano afirma que deben ser laicas, mas no ajenas a la exaltación de los valores humanos en su espiritualidad individual y social, la enseñanza primaria y la secundaria, la enseñanza normal, la obrera y la campesina, y que igualmente debe alejarse de cualquier dogma el espíritu en que se informe todo plantel escolar —formativo, informativo o técnico— que reciba algún subsidio del Estado —federal, estatal o municipal.
• "El Partido Nacional Liberal Mexicano afirma, asimismo, que. debe ser laico, por sus actividades, todo capital empleado en el proceso económico del país —producción, distribución o administración de riqueza—; con lo cual quiere decir que a ninguna empresa comercial, industrial o bancaria ha de serle lícito perjudicar a nadie —personas o instituciones— por motivos de orden religioso, ni emplear en cualquier forma su poderío económico, o su influencia, para limitar, condicionar, o neutralizar los derechos y libertades que garantiza la Constitución, ni tampoco influir, por sí misma o mediante instrumentos que domine directa o indirectamente, favoreciendo actividades o doctrinas contrarias a la estructura constitucional del país y a sus leyes fundamentales."
El 17 de marzo, al declarar constituido en la ciudad de México el sector que representaría al Partido Nacional Liberal Mexicano en el Distrito Federal, hablé así a los asambleístas, personas, las más, de relevante papel en su vida diaria:
"No quiero emocionarme y espero no pronunciar una sola palabra que produzca en ustedes emoción. Esto, no porque el acontecimiento a que asistimos, y del cual formamos parte, no contenga en sí los gérmenes, y aun las realizaciones, de una amplia, de una honda emoción política. Es que de la emoción podríamos pasar al enardecimiento, del enardecimiento al arrebato y del arrebato al error.
"Nos congregamos para un empeño cívico erizado de dificultades e interrogaciones; lo que nos obliga, hoy como nunca, a ser prudentes y cautelosos... De uno a otro de los confines de nuestro país, la reacción mexicana tiene los ojos puestos en nosotros, no para advertir nuestras virtudes y nuestros aciertos, y alentarnos en ellos, sino todo lo contrario: para sorprendernos hasta en el más leve de nuestros errores y tomar de ahí pie por donde se nos difame y se nos calumnie.
"Todos los grandes órganos de publicidad y opinión, no hay que olvidarlo, están actualmente en México al servicio de las fuerzas reaccionarias. Así se explica que la reacción pueda hablar alto, y con éxito, de sus ansias por la pureza del sufragio, de sus anhelos por la honestidad pública, de su empeño en favor de la autonomía municipal, y de otras supremas aspiraciones parejamente nacionales y legítimas. Entonces todos los grandes periódicos dan a lo dicho el apoyo de sus primeras páginas. ¡Ah!, pero que no quiera hacerse otro tanto desde las filas donde figuran quienes creen en el espíritu —justo, generoso, progresista— de la Revolución. Entonces todo es silencio: en el acto surge, y se practica sistemáticamente, el boicot.
"¿O se asombrarán ustedes al saber que ha habido periódico, de los llamados grandes, que rehusó publicar las convocatorias para la constitución del Partido Nacional Liberal Mexicano, no obstante que, con el original del anuncio se le mandaba el precio: mil pesos en efectivo? Ese periódico es El Universal. Otros en cambio, justo es decirlo, no procedieron así, como Excélsior, no obstante ser éste el órgano más caracterizado del conservadurismo mexicano.
"Solemos juzgar demasiado superficialmente, y con injusticia, a los hombres y organismos políticos que en México luchan, desde hace tiempo, por cambiar las formas y maneras de nuestra vida pública. Mas olvidamos que todo espíritu depurador se halla sujeto a la acción de dos presiones, que casi lo paralizan: una es la red que forman todos aquellos que por moro interés egoísta, personal e inmediato, contribuyen a que tales formas persistan; la otra, todavía mayor, la producen las fuerzas enemigas de que la Revolución se salve purificándose. Porque las fuerzas reaccionarias, a la vez que combaten y minan a la Revolución, echándole a la cara las flaquezas, los desfallecimientos, los errores de muchos de los revolucionarios, mantienen vivo todo un sistema de propaganda, y de acción subterránea, capaz de conseguir que de los desfallecimientos, las flaquezas, los errores de los revolucionarios débiles se contagien los revolucionarios fuertes, o que, por lo menos, el mal se repita cada día.
"México, como nación moderna, nació al grito de la libertad, voz que ha venido oyéndose, a lo largo de más de un siglo de historia, entre las más altas de nuestras montañas. Fue la voz de Hidalgo, de Morelos, de Guerrero, de Juárez, de Madero. Y esa palabra, que no le ha fallado nunca a México en los momentos de sus crisis más hondas, la oímos otra vez nosotros: la libertad nos convoca y nos reúne.
"Por un conjunto de razones y circunstancias que podríamos estudiar desde luego, pero cuyo análisis debe dejarse para ocasión más adecuada —la de la asamblea nacional—, ha llegado la horade que constituyamos el Partido Nacional Liberal Mexicano, que, si no me equivoco, y pese a estos modestísimos comienzos, está llamado a alcanzar algún día muy altos destinos.
"Nos reunimos, todos nosotros liberales, en torno de unos principios básicos casi genéricos. Son los mismos que a esta hora están agrupando a otros muchos compatriotas nuestros en diversas partes de la República. "Y ahora un mero detalle. Se tilda de redundante el nombre de Partido Nacional Liberal Mexicano, cosa que ni me choca ni me molesta. Acostumbrado yo a manejar palabras, sé que la redundancia es una falta que debe evitar el más elemental de los estilos. Pero sé también que, a veces, una redundancia aparente logra lo que no conseguiría la mayor corrección gramatical. El Partido Nacional liberal Mexicano es nacional porque abarca un sentimiento y un pensamiento hondo y ancho como la nación, y es mexicano porque reconoce en ese pensamiento y en ese sentimiento la existencia de un liberalismo a la mexicana.
"Podríamos, acaso, habernos dispensado el uso de la palabra nacional. Pero la verdad es que ya estamos cansados de que la nación, lo nacional, la bandera y el himno sean reivindicados, como cosa propia, por los reaccionarios mexicanos de hoy, siendo así que todo eso es más nuestro que de ellos: nuestro, porque nosotros, los liberales, los revolucionarios de ayer y los de hoy, lo hemos hecho, mientras que ellos, no, ni antaño ni hogaño."
La edición de Tiempo publicada el martes 19 de marzo de 1946 (con fecha del viernes 22), se refirió en los siguientes términos a la constitución del Partido Nacional Liberal Mexicano de la ciudad de México:
"El domingo, 17, quedó constituido, conforme a los términos de la Ley Electoral, el Sector que en el Distrito Federal representa al Partido Nacional Liberal Mexicano. Es un nuevo paso en el camino que el 19 de octubre de 1945 inició don Martín Luis Guzmán con la publicación, en Tiempo, de su editorial «Semana de Idolatría», y que tendrá que culminar a mediados de abril en la Convención Nacional del PNLM.
" Pese a que ese mismo día, y a la misma hora, se celebraban en la capital de la República los, festejos correspondientes al 8° aniversario de la expropiación del petróleo, circunstancia que en un principio se creyó que estorbaría la celebración del acto —Cine Regis, 10 a.m.., bastó hora y media para que el notario público Tomás O'Gorman registrara como ciudadanos constituyentes del Partido Liberal en el Distrito Federal un número que rebasó con exceso el mínimo establecido por la ley.
"El registro se inició a las 10.30 a.m. y, a las 12 m, don Martín Luis Guzmán declaró constituido el Sector del Distrito Federal, saludando a los asambleístas <<...en nombre de la libertad».
"El Comité Directivo del Sector del Distrito Federal, a la vez que la delegación de éste ante la Convención Nacional, quedó así constituido:
"Presidente: don Martín Luis Guzmán, electo por aclamación a propuesta del licenciado Gilberto Loyo, director de la Escuela Nacional de Economía.
"Vicepresidentes: el licenciado Raúl Carrancá Trujillo, magistrado del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, y el general Esteban B. Calderón, precursor y veterano de la Revolución Mexicana.
"Secretario: el licenciado Daniel Cosío Villegas, gerente del Fondo de Cultura Económica y consejero del Banco de México, S. A.
"Tesorero: don Antonio Pozzi, tesorero de la Confederación de Cámaras Industriales, secretario de la Cámara Nacional de la Industria de Platería y tesorero de la Unión Nacional de Industriales de la Plata.
"Director de Organización: don Octavio Ochoa y Ochoa, trabajador social, empleado del gobierno del D. F.
"Director de Propaganda: el profesor José Hernández Montaño, miembro del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.
"Director de Asuntos Técnicos: el licenciado Jesús Reyes Heroles, catedrático de la Escuela Nacional de Jurisprudencia.
"Hay, además, 14 consejeros:
"EI doctor Ignacio González Guzmán, médico eminente, ex director de la Escuela Nacional de Medicina.
"El doctor Conrado Zuckerman, cirujano eminente.
"El ingeniero José A. Cuevas, ex director de la Escuela Nacional de Ingenieros.
" Don José R. Padilla, gerente de la Asociación Nacional de Almacenistas y Comerciantes.
"Don Alfonso Rivera Pérez, gran maestre de la masonería.
"El doctor Raúl González Enríquez, catedrático de la Escuela Nacional de Medicina y jefe del Servicio de Neuro-Psiquiatría del Seguro Social.
"Don Ignacio Hernández, regente de los Talleres Gráficos de la Nación.
"Don Luis Correa Sarabia, estudiante universitario.
"Don Julián Díaz Arias, catedrático de la Universidad y del Instituto Politécnico.
"El licenciado Juan Manuel Terán, catedrático de las escuelas de Economía y Jurisprudencia.
"EI profesor Manuel Bravo, pasante de Economía.
"Don Vicente Vaca Arroyo, campesino.
"Don Moisés Díaz, trabajador tranviario."
Adviértase pues que no fueron débiles los vagidos del partido liberal cuya creación se proyectó como réplica a las extralimitaciones clericales perpetradas en octubre de 1945. Tampoco hay yerro en afirmar que, con algún esfuerzo y tesón, aquella idea hubiera podido llevarse a cabo en proporciones mucho más considerables que las de los partidos reaccionarios que de entonces acá han figurado en la vida política de México. Pero como el haber persistido nosotros en seguir por allí hubiera restado fuerza y unidad al Partido de la Revolución Mexicana, nos conformamos entonces con la realización de lo que había sido nuestro propósito inicial mantener enhiestas las Leyes de Reforma frente a la agresión idolátrica guadalupana, preparada con fines políticos y sobra de mala fe, a pretexto de una fecha que debió haberse conmemorado dentro de la ponderación y los miramientos, de la religiosidad verdadera.
III. ACTUALIDAD MILITANTE DE BENITO JUÁREZ
1. LA REFORMA Y NUESTRA PAZ ESPIRÍTUAL
Discurso pronunciado como número final de la velada que el domingo
21 de marzo de 1948 se celebró en la Biblioteca del Pueblo de la ciudad de Veracruz para conmemorar el 142 aniversario del nacimiento
de Benito Juárez
Muchos son los títulos para que la egregia figura de Benito Juárez haya merecido bien de la patria y sea acreedora a la gratitud y a la veneración de los mexicanos. Pero entre todos esos títulos descuellan tres. Fue Juárez, en primer término, el repúblico incorruptible, el magistrado para quien nada en la vida de un pueblo debe sobreponerse a los dictados de la ley; por eso, como nadie en México, Juárez personifica el triunfo de la legalidad. Fue después, por la natural exigencia de un patriotismo alimentado en virtudes legalistas, el revolucionario prudente y sagaz, el estadista que no negó nunca validez o eficacia a las instituciones de su pueblo, sino en la medida, y a la hora, en que ellas se alzaban como obstáculo insuperable para el logro de una vida nacional más justa y prometedora; por eso, como nadie entre los mexicanos, Juárez encarna al reformador. Finalmente, fue él el decidido guardián de la integridad patria, el defensor, ora hábil y complicado, ora sencillo y épico, de la soberanía y la intangibilidad territorial mexicanas; por eso, como nadie entre nosotros, Juárez simboliza la resistencia sutil, impasible e invencible, ante la codicia extranjera o frente al invasor.
Pero, en su esencia, estas tres grandes virtudes patrióticas, que convierten a Benito Juárez en uno de nuestros guiadores máximos —en el más grande quizás—, se reducen a una sola. El Juárez reformador es el que da expresión suprema al Juárez legalista, y ese mismo el que defiende y hace triunfar sobre los invasores y sus aliados reaccionarios no una patria estática y dispuesta a seguir hundida en el pasado estéril e informe, sino aquella otra, dinámica y progresista, cuyo pueblo ascendería al rango de nación en virtud de preceptos constitucionales basados en la reforma de un régimen social. Lo que quiere decir que todo homenaje a Benito Juárez ha de ser a la vez un homenaje a la obra constituyente y reformista, significación implícita en este acto que hoy nos reúne.
Porque si venerar la imagen de aquel patricio ha sido, desde hace 80 años, un deber cívico y patriótico de índole comparable a la de los tributos que rendimos a los demás héroes creadores de nuestra nacionalidad, venerarla en estos días, y, sobre todo, venir a venerarla congregándonos en Veracruz, no puede ni debe interpretarse sino como una afirmación política actual relacionada con ciertos sucesos que día a día presenciamos y de los cuales, quiérase o no, todos los ciudadanos de México, ya por nuestra acción, ya por nuestra pasividad o nuestra inhibición, somos factor determinante. La importancia de este juicio político se acentúa más si consideramos cuántas y cuán numerosas son las delegaciones que han venido hoy a Veracruz desde los más remotos extremos del país, y cuán diversa la categoría de las mujeres y los hombres aquí presentes, pues ello hace que esta demostración de nuestro liberalismo, verdadero homenaje nacional a la memoria de Benito Juárez, alcance las proporciones de una inconfundible, una auténtica peregrinación, civilista y laica, hasta la cuna y el templo de las Leyes de Reforma.
Y no conviene que nos engañemos a nosotros mismos dejando que acerca de esto se suscite la menor duda, pues contribuiríamos de ese modo al equívoco en que hoy quiere hacerse caer a nuestro país cuando se le enfrenta con hechos cuya existencia da pábulo a la voz de que están ya desprovistos de toda razón sustantiva, de todo valor y, por lo tanto, de toda vigencia y autoridad, los mandamientos jurídicos —todos ellos constitucionales— que en la hora más difícil y aciaga de nuestras luchas intestinas hicieron grande, inmortal, la bandera de lo que más nos mueve a recordar con devoción el nacimiento de Benito Juárez: la bandera de las Leyes de Reforma.
Piénsese que fuera cierto, como parece desprenderse de mucho de lo que hoy se dice, se escribe y se hace, que ya no existiera aquel código glorioso, glorioso no por el capricho verbal de una exclamación, sino porque supo enjuiciar con un solo trazo tres siglos de historia y por haber descubierto a la vez la perspectiva de nuevos siglos fecundos y regeneradores. Tal caducidad del código reformista nos obligaría a concluir que los mexicanos que lo formularon, empapándolo en su sangre, sólo habían conseguido encerrar dentro de un breve paréntesis de setenta `y cinco años instituciones y costumbres que al volver hoy a la vida nos estarían demostrando por ese solo hecho cómo no había habido razón bastante para que se las aboliese. Y entonces, ¿qué fundamento daríamos al deber, o al entusiasmo, que hoy nos ha congregado en este sitio`? ¿Por qué estaríamos aquí?
Un sencillo paralelo nos aclarará la cuestión. ¿Tendría sentido, por ejemplo, que siguiéramos enalteciendo a Hidalgo y a Morelos si México aceptase el hecho, o la idea, de perder su independencia? ¿Lo tendría si, por lo menos, conviniéramos los mexicanos m el juicio de que la independencia nunca debió haberse hecho, cosa, ésta, que desearon y por la cual pelearon con toda su alma, en 1810 y 1862, las clases reaccionarias, sostenidas y bendecidas por la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y según todavía parecen sostener escritos de historiadores nuestros muy celebrados: los Mariano Cuevas, los Carlos Pereira, los Toribio Esquivel Obregón? Evidentemente que no tendría eso el menor sentido. Si abjurásemos de nuestra independencia nacional, o aceptásemos que ella se nos arrebatara, cualquier glorificación de los héroes que nos hicieron independientes perdería todo contenido, todo objeto, y ello lo mismo en el orden político y exterior que en el interior y más íntimo de cada mexicano. Tal glorificación, entonces falsa y hueca, sería, a lo sumo, un expediente, un recurso triste y lastimoso para no tener que decirnos en voz alta la verdad.
Pues bien, ese mismo criterio es el que hoy debemos tener presente al exaltar la memoria de Benito Juárez. O dicho en otras palabras: la definición del acto que estamos celebrando ha de derivarse de la realidad misma de las cosas, y así hay que proclamarlo sin subterfugios ni rebozos, ya que lo contrario equivaldría a dejar establecida una apariencia con la cual fingiríamos estar satisfechos y complacidos. ¿Cuál es hoy esa realidad por lo que toca a la gran obra histórica de Benito Juárez y de quienes con él consumaron la revolución reformadora? ¿No se palpa por todas partes el indicio de que las Leyes de Reforma, en el ánimo de los sacerdotes, es decir, de los más señalados para gobernarse por ellas, y a juicio de muchos de los hombres que dirigen la opinión pública expresa, cuando no la tácita, están condenadas a existir sólo en las páginas de un código empolvado que ya muy pocos abren o leen?
Y si alguien estima que esto que digo es una falsa impresión, o un exagerado trasunto de los hechos, que mire hacia cualquier punto de la República, y de allí hasta los más remotos confines —a las ciudades y al campo, entre los pobres y entre los ricos, desde los patronos hasta los obreros, cerca de la mina y de la fábrica, a la cooperativa y al sindicato, dentro de la escuela y de la universidad, hacia la prensa y la radio— y ello le bastará para convencerse de que, como nunca desde 1867, están otra vez vivas, otra vez actuantes y militantes, las fuerzas espirituales, sociales y económicas que fueron causa de las revoluciones de Ayutla y de Reforma; mirará también que al lado de eso va tomando cuerpo una especie de aquiescencia muda y casi general, una callada resignación, un asentimiento abúlico de que esto que ocurre delante de nuestros propios ojos fatalmente tiene que acontecer así.
Como, además, es enteramente nuevo, comparado con lo que fue antes, el marco jurídico y político desde donde las fuerzas reaccionarias se lanzan hoy al ataque, ello se presta a la confusión y crea cierta sorpresa, cierta perplejidad, en las cuales van cayendo paso a paso muchos mexicanos, entre ellos no pocos políticos leales a su causa, y hasta algunos gobernantes sinceros en su liberalismo y hombres de buena fe, a todos los cuales engaña la creencia de que, en efecto, nuestra lucha entre la reacción clerical mexicana y el impulso renovador y progresista es un conflicto que México liquidó ya históricamente y para siempre.
De este equívoco tenemos que salir, y para disiparlo desde, luego; hemos de preguntarnos francamente si las Leyes de Reforma, parte sustancial de la Constitución que nos rige, están en vigor o no, y si lo están, por que parecen no estarlo; y si no lo están, por qué no precisamos bien las cosas y dejamos que cada una tome su lugar. Y una vez hecha la pregunta, que ha de contestarse con claridad, los más obligados a decir lo que piensan somos nosotros, los liberales, los revolucionarios de 1910 y 1913, o quienes hoy los representen, pues a todos nosotros se nos confió, como un legado, la tradición iniciada en el año de 1857.
La tradición liberal, estoy seguro, respondería fácilmente que, muy lejos de estar muertas, las Leyes de Reforma no podrán morir mientras dure nuestro régimen democrático. ¿Por qué? Porque otra cosa no m concibe si se mira históricamente el problema hasta colocarlo dentro de la realidad de nuestros días.
Recordemos que hasta 1861 las entidades y agrupamientos reaccionarios mexicanos no hicieron otra cosa que defender —ésa era su fuerza— posiciones ideológicas, económicas y sociales, políticamente recibidas desde siglos atrás. Los abrigaba toda una fortaleza secular, aquella contra la que hubieron de arremeter, destrozándose e inmolándose —desnudos en su impulso, que era entonces un recién nacido de la historia— los hombres a quienes México debe ser hoy lo que es. Advirtamos asimismo que, en nuestros días, la reacción clerical, definitivamente vencida en el campo de la política y en el de las armas al caer con ella el emperador Maximiliano; y sumergida, disfrazada, temerosa durante 75 años, lucha otra vez a plena luz. Y, a la vez, evitemos dejar pasar por alto el hecho de que la reacción no lucha ya, como antes, para defender lo que, según las leyes y el régimen político de aquel tiempo, ella consideraba suyo, sino que batalla por reconquistar lo perdido, apoyada ahora en los resortes sociales y económicos que su adaptación al orden instituido a partir del año de 1867 le ha ido permitiendo acumular, coordinar, adiestrar, y gracias también a una situación mundial que inesperadamente viene en su ayuda.
Entendida de esta manera la realidad que el problema tiene hoy, lo cuerdo, lo prudente no consiste en declarar que el viejo conflicto pasó. Lo indicado es que revisemos el valor que todavía puedan tener las Leyes de Reforma, y que de una vez decidamos, lo mismo si aún son válidas que si ya no lo son, dar su sitio a la ley, volver de lleno a Benito Juárez —al Juárez absoluto y al Juárez puramente legalista— para convenir con él en que ningún régimen dura si se aparta de la legalidad, y que "fuera de la Constitución todo es desorden".
Proceder así desde ahora resultaría, además, oportuno, pues aunque está a la vista que nada de lo que hoy ocurre es ya irremediable, o catastrófico, acusaría imprevisión el no advertir cómo así empiezan a menudo muchas agitaciones políticas que luego, tempestuosas, sacuden hasta en sus raíces la vida de los pueblos. ¿O podemos no tomar en cuenta que, una vez abierto el camino a la ilegalidad, las posiciones que el transgresor ocupe la víspera serán base de su conquista del otro día? ¿Cómo no percibirlo cuando el transgresor es nada menos queda Iglesia Católica, inmutable en sus definiciones, depositaria, según ella —y su creencia equivale a la ley—, de una soberanía sólo sujeta a la voluntad de Dios? O sea, que si hoy, por parecernos minúsculo el peligro, o por no verlo, dejamos que el neoclericalismo avance paulatinamente, llegará una hora en que no sea tarea fácil someterlo otra vez al poder civil. Si con la legislación reformista todavía intacta en los textos constitucionales, hace la Iglesia lo que hace, ¿adónde no llegará el día en que, uno a uno; esos textos cedan en la letra lo que empieza ya a no respetar en el hecho?
Hay, pues, que decidir teóricamente el punto. Hay que determinar si de veras las Leyes de Reforma pueden abrogarse, o caer del todo en desuso, sin que una tempestad popular se levante, proposición que dejaríamos resuelta con sólo acudir a la fórmula, casi axiomática, de que la historia de los pueblos; igual en esto a los ríos, no remonta nunca la corriente, como no sea dentro de una perspectiva falsa o ilusoria, o salvo que transitoriamente se le opongan barreras que, a la postre, la corriente desbordará o inundará. Pero como tal generalización puede no convencer a todos, analicemos objetivamente el caso.
Es fácil concebir que por una de tantas contingencias posibles en la vida de los pueblos, las Leyes de Reforma desaparecieran de un golpe, y que México quedara al borde de volver a ser, respecto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y del individuo con el poder absoluto de la Iglesia, lo que fue antes de 1857. ¿Cuánto tiempo duraría esa situación? ¿Desaprovecharía el clero, y con él dos sectores reaccionarios que lo siguen, la ocasión de reivindicar su derecho, para él consustancial, a manejarlo todo en nombre de Dios? ¿No sería eso —vaciando materias viejas en moldes nuevos— meter a México dentro del más antiguo y formidable de todos los totalitarismos? Y entonces la otra interrogación surge en el acto: lo que no logró subsistir a los cincuenta años de nuestra vida independiente, a pesar de la inercia representada por tres siglos de encierro espiritual y de obediencia ciega, para lo divino y lo terreno, ¿lo aceptaría México mansa y calladamente después de haber vivido más de cien años en contacto directo con el aire y la luz?
A la misma conclusión llegaremos si el supuesto es este otro: que una a una y en fracciones, como ya lo intenta la audacia de los violadores empeñados en desacreditar un orden legal que les estorba, las Leyes de Reforma fuesen siendo desconocidas y desacatadas hasta privárseles de la menor efectividad. ¿Es imaginable que un proceso así no trajera consigo el proceso antagónico, igual que en el mundo de la física la electricidad de un polo se produce juntamente con la del otro y las dos preparan el estallido final y el equilibrio? ¿Y cómo esperar que este choque no se produjera y no nos desgarrara?
Bien distinto, en cambio, es el panorama si se concluye que las Leyes de Reforma, y su consecuencia histórica, la Constitución de 1917, deben respetarse con lealtad rigurosa, convencidos todos los mexicanos de que a la inversa de haber caído esa legislación en la inutilidad, es ahora tan necesaria como en el propio día de su promulgación, o más necesaria acaso, visto el poderosísimo movimiento confesional que en estos tiempos se propaga como antídoto contra la amenaza del comunismo, aunque a veces sólo se trate de un comunismo supuesto o inventado ad hoc. Porque si concebimos alas Leyes de Reforma en pleno vigor —no debilitadas por conceptos vagos y arbitrarios como el de la conciliación o el de la tolerancia—, el solo imperio de la legalidad, concepto preciso, inflexible dentro de la más pura tradición juarista, garantizaría y preservaría la paz de todos los espíritus y nos guardaría de que, dejando a cada uno la facultad de definir su derecho, todos acabáramos lanzándonos los unos contra los otros.
Y que no se arguya que en eso hay irreligiosidad, ni se nos inventen motes —"¡Jacobinos!", nos gritan— por el solo hecho de creer saludables, y pedir que se cumplan, las limitaciones que al ejercicio de los cultos religiosos se ponen para garantía del libre albedrío, y de la libertad de conciencia, y de la dignidad humana, y como un medio para defender la continuidad, conscientemente deseada por las generaciones que van sucediéndose, de nuestra república democrática. Ni tampoco se argumente contra nuestra democracia, que si nuestra república: no es perfecta, como perfecta se supone a sí misma la Iglesia Católica, es república y democracia al fin, república que unos mexicanos, libres en su esfuerzo doloroso, erigieron con sus sacrificios y su sangre para trasmitirla a otros que acaso serían así menos infelices, éstos obligados a defender, conservar y mejorar el legado, no a repudiarlo, ni a desfigurarlo, ni a traicionarlo.
Señoras y señores: me hubiera gustado ser menos árido, menos grave y sombrío en la breve exposición que acabo de hacer; y de seguro que no me habría faltado, con sólo volver la vista hacia la imponente figura de Benito Juárez, un tema de perfiles sólo confortadores y estimulantes. Desde luego habría podido detenerme a trazar en su conjunto lo que fue a lo largo de toda su vida, ejemplo para la patria, el excepcional mexicano que todavía hoy, siglo y medio después de haber visto la luz como el más humilde de los inditos de la más humilde de las aldeas de Oaxaca, nos protege con su nombre, nos alienta con su fe y nos orienta con su obra y su palabra, pues fue ejemplar en la perseverancia del bien público, cauto y oportuno en la acción, consciente en su patriotismo, y tan audaz a la hora de salvar la suerte de su pueblo, que no retrocedió, abnegado en eso como los más ilustres hombres que lo acompañaban, ni ante el peligro de que la simulación de otro patriotismo —el de los falsos historiadores por venir— manchara la historia de México haciéndole —¡haciéndole a él!— el cargo de traidor.
También habría podido entonar un canto —porque un canto merece— al hondo liberalismo del puerto de Veracruz, que una vez más se hizo heroico y admirable al lado de Benito Juárez; para lo cual me habría bastado ponerme a referir el porqué de los nombres de muchas de las calles de esta ciudad, toda ella embebida en el espíritu de la Reforma, o bien evocar, bajo la mirada de muchos de los veracruzanos que me escuchan, hombres hoy de 50 a 60 años, la inolvidable escuela Cantonal de Veracruz de principios de este siglo, perfecta en su civismo patriótico y laico, hija directa de los principios educativos preconizados por el Benemérito. Niño yo entonces, a mí y a otros muchos niños como yo, nos enseñaron allí a sentir, entender y amar lo mejor de nuestra patria, y entre ellos a Benito Juárez, nobles maestros veracruzanos —Delfino Valenzuela, Florencio Veyro, Luis Sherwell, Salvador de la Rosa, Marciano Medina—, todos tan modestos, como incomparables.
A cosas así, o a otras análogas, hubiera podido dedicar los pocos minutos de mi estancia en esta, tribuna. Mas es la verdad que, si bien no me siento pesimista, porque conozco al hombre que hoy ocupa la Presidencia de la República, y espero que, pase lo que pase, a la postre todo saldrá bien, la conciencia aguda de un deber personal, relacionado con la actitud por mí asumida desde que empezaron a hacerse más visibles, más agresivas, más peligrosas las violaciones del régimen legal heredado a nosotros por Benito Juárez, me aconsejó dejar en labios mejor dispuestos, y seguramente más capaces, la agradable tarea de elevar vuestro espíritu, reservando para mí el ingrato papel de expresar sin eufemismos las inquietudes de muchos mexicanos que piensan como yo. Hay algo más. Un tremendo dilema pende hoy sobre el mundo, un dilema cuya resolución fijará —imposible predecir para cuánto tiempo— los destinos humanos: el del comunismo, por una parte, y las democracias, por la otra. Si el comunismo triunfa, ninguna de nuestras instituciones se salvará o quedará ilesa, pues en tal disyuntiva México se juega toda su suerte, lo mismo que los demás pueblos de la tierra, y entonces nuestras Leyes de Reforma, igual que cualesquiera otras que pudieran desconocerlas u oponérseles, no serán más que una leve pavesa lanzada al aire por la conflagración universal. Pero si, como es de desear, las democracias se imponen, entonces, aquí en México, entre nosotros, la república democrática no se salvará pacíficamente sino a condición de que las leyes que hoy nos gobiernan se hallen lo bastante fortalecidas para desalentar los movimientos perturbadores que seguramente intentará el otro extremismo. Y aunque no ha de cabernos duda de que en esa hora, como bajo Benito Juárez en 1861 y 1867, la causa de la libertad se llevaría la victoria, la lucha, feroz y sin cuartel, nos dejaría tan extenuados como lo estuvimos en vísperas de 1847 y 1862. No arriesguemos tanto. No lo arriesguemos sin necesidad.
No. Y que en todo México se oiga este mensaje nuestro: el que hemos formulado con sólo reunirnos aquí al amparo del gobierno local de don Adolfo Ruiz Cortines, quien tiene, entre sus normas liberales, las que en otro tiempo hicieron ilustre a Manuel Gutiérrez Zamora. Que sepan todos, y dondequiera, cómo dentro de estos venerables muros, un día testigos de la magnífica obra de nuestros reformadores, se ha celebrado un acto, se ha renovado una fe capaz de conmover a los mexicanos; y que todos ellos escuchen lo que aquí se ha dicho, y lo piensen bien, y que a todos alcance, no como un ejemplo, sino como un dato, la civilidad nuestra, la civilidad que nos mueve.
Y en cuanto a nosotros mismos, a quienes hemos estado aquí, hagamos algo más que haber asistido a una demostración entusiasta y fervorosa. Al volver cada uno de nosotros a su puesto, gobernante o catedrático, periodista o legislador, político o patrono, obrero o campesino, artista, empleado, comerciante, industrial, cumplamos con los dictados de nuestro liberalismo. Benito Juárez dijo un día: las Leyes de Reforma son necesarias "para que no volvamos a donde estábamos antes de 1857". Digamos nosotros, con ánimo de que se nos atienda: "Cúmplase la ley y no se nos obligue a ir más allá de donde dejó las cosas la Constitución de 1917." *
2. LA REFORMA, EJE HISTÓRICO DE MÉXICO
Discurso pronunciado el 14 de septiembre de 1951 en la ceremonia inaugural del gran monumento erigido a Benito Juárez en la ciudad de Toluca
UNA personalidad suprema, alta como muy pocas entre todas las de los héroes de la nación mexicana, y dos series de nombres insignes, destacados en oro con las letras mayúsculas que la devoción pública consagra a perpetuar la imagen y la obra de los grandes forjadores de la patria, nos reúnen hoy aquí, en solemne acto de recogimiento cívico, para honrar la memoria de aquel selecto grupo de patriotas, austeros en su conducta, nobles en la aspiración, generosos y fuertes en la vida y en el pensamiento, a quienes México debe uno de los pasos más fecundos de su historia.
Benito Juárez y los hombres que lo rodearon, y aquellos que lo antecedieron, y los que habrían de continuarlo en el trascendental empeño de la Reforma, representan la concepción más acabada y permanente del pensamiento político nacional y personifican uno de los esfuerzos más heroicos y eficaces que el pueblo de México ha sostenido para dignificar su vida. Heredaron ellos el magnánimo impulso que al hacernos independientes nos daba a todos los mexicanos una patria; pero heredaron también, pensadores y guiadores políticos de esa hora, la responsabilidad de conducir y coordinar a la nación informe que recibían: estructura social y política desconcertante y deleznable. Y fue tal el comportamiento de aquellos hombres, sólo comparables en grandeza a la medida de su destino; que nunca bastarán la admiración y la gratitud nacionales a ceñir, íntegra, la amplitud de su obra. Supieron ellos auscultar a fondo la dramática realidad nacional de entonces, y supieron más todavía —lo supo particularmente él—: poner en el designio de domeñar aquella realidad —de desentrañarla y transformarla— toda la entereza del carácter, toda la inteligencia con que el clarividente escoge los medios y alcanza el fin. Y de ese modo, Benito Juárez y los demás reformadores cumplieron su misión patriótica e histórica de trasmitir a las generaciones siguientes un México ya tan definido, un México tan consciente de su idiosincrasia —de su fortaleza y su vulnerabilidad, de sus flaquezas y sus capacidades— que jamás consentiría a los mexicanos desviarse de él, como no fuera para construir, sobre los inconmovibles cimientos del México transformado por la gran reforma liberal, otro México todavía mejor: éste que nosotros conocemos y vivimos, éste que empieza a surgir y a florecer bajo el aliento de la Revolución Mexicana.
Mas no seríamos leales con nosotros mismos, leales hasta lo más profundo de nuestra convicción democrática y revolucionaria, si tras de exaltar en su valor histórico la figura de los hombres a cuya gloria se erige este hermoso monumento, no proclamásemos también que la obra por ellos consumada se hace imperecedera en algo más que en el recuerdo de los mexicanos. Nuestra presencia hoy aquí, lejos de limitarse a ser un acto de civismo evocador, ha de entenderse como la afirmación categórica de que para el México de las libertades está viva y es actuante —viva por sus causas, actuante por su necesidad— la concepción espiritual y política incorporada en las Leyes de Reforma.
Dos son en efecto, dos hasta nuestros días, las etapas en que se opera, consolidada la Independencia, la transformación política, social y económica de México: una, la que comprende las revoluciones de Ayutla y de Reforma, acontecimientos ya casi centenarios; otra, la revolución iniciada en 1910 y concluida en 1917. Y existe tan íntima relación entre estas dos conmociones de la sociedad mexicana, y de tal modo la primera es premisa y. condición de la segunda, y ésta, a su vez, campo para que la otra alcance su cabal desarrollo, que en rigor, y vistos dentro de la perspectiva de los años, ambos movimientos renovadores se reducen a una sola y misma cosa, a un todo con dos fases diversas e inmediatamente sucesivas.
Claro que no todo México piensa así. Interpretaciones equivocadas, argumentos falaces, enjuiciamientos mezquinos nacidos de la impaciencia de que Benito Juárez y su ideario sigan liberando el alma mexicana, pretenden hacernos creer, tras el disimulo de una evidente falsedad, que la vigencia o inobservancia de las Leyes de Reforma es un episodio, ajeno al presente y al futuro de nuestra democracia. Dentro de tal manera de pensar, aun llega a decirse que la obra reformista fue expresión transitoria de un periodo de luchas intestinas, y que su desenlace ha perdido ya toda razón de ser, de donde suele tomarse pie para deslustrar, e incluso herir con vilipendio, a los más egregios autores de la Reforma. Natural e inevitable que eso ocurra. Si no es raro que asomen, entre ciertos grupos, mexicanos nostálgicos de la Colonia, adoradores de Hernán Cortés en lo que Cortés tuvo de menos grande, y deturpadores de Cuauhtémoc en lo que a Cuauhtémoc hizo magnífico, ¿cómo extrañarse de que haya mexicanos añorantes de la época anterior a la Reforma y propagandistas activos de la esperanza de ver por tierra el estandarte de nuestras libertades? Pero una cosa es que el México liberal se explique esa endemia, y que desde la cima de su tolerancia la contemple abajo o la sobrelleve, y otra cosa bien distinta es que aparente dejarse engañar, permitiendo que con su silencio el engaño cunda, en vez de tener siempre pronta la respuesta, tarea, por lo demás, nada difícil.
Porque así como no se concebiría, sin el antecedente y los resultados ;directos de la Guerra de Independencia, el estado social y político que nos trajeron las revoluciones de Ayutla y de Reforma, ni sería tampoco razonable esperar que ese estado hubiera subsistido en el caso de haber vuelto México —supuesto absurdo— a depender de su antigua metrópoli, así también ha desconsiderarse hipótesis irrealizable la suposición de que el estado político y social que hoy debemos a la Revolución Mexicana hubiera podido nacer, y lograra mantenerse, sin el antecedente y la función de las libertades y derechos que fueron el fruto de la Revolución de Ayutla y sin el concurso de los principios de la Reforma, a la cual se debe que aquellas libertades, aquellos derechos no muriesen en la cuna.
Sin las garantías del individuo ni los atributos del ciudadano, ¿tendrían realidad, siquiera en el papel, las grandes conquistas consignadas en la Constitución de 1917? Y sin el marco espiritual de las Leyes de Reforma, ¿podrían sobrevivir las garantías individuales y la efectividad de la ciudadanía? El propio Benito Juárez, certero siempre en su visión, lo decía ya al pronunciar el 9 de mayo de 1861 estas palabras definitivas y memorables: "El pueblo sintió la imperiosa necesidad de no limitarse a defender sus legítimas instituciones, sino de mejorarlas, de conquistar nuevos principios de libertad, para que el día del vencimiento de sus enemigos no volviese al punto de partida de 1857, sino que hubiera dado grandes pasos en la senda del progreso y afianzado radicales reformas que hicieran imposible el derrumbamiento de sus instituciones."
Y es, señoras y señores, que dentro de la realidad mexicana hay un clima espiritual tan necesario para la vida de las libertades públicas y tan inseparable de los derechos sociales del hombre y la mujer, como indispensable a los seres vivos es el oxígeno que respiran. Y ese clima, producto de la inteligencia y del valor, de la tenacidad, el heroísmo y el sacrificio de los José María Luis Mora, de los Valentín Gómez Farías, de los Melchor Ocampo y de tantos otros preclaros hijos de México cuyos nombres se pronuncian siempre junto al de Benito Juárez, sólo ha existido entre nosotros, y sólo durará, mientras perduren las Leyes de Reforma. Por eso viven ellas, histórica, política y jurídicamente, en la conciencia nacional. Y si hay por ahí quien las niegue, quien las infrinja, quien las conculque, rasguños son ésos en la epidermis de la legalidad y del orden establecido, rasguños comparables al estrago efímero que el vendaval o el torrente dejan sobre las laderas de nuestras enormes montañas, más luminosas al siguiente día, y tan enhiestas como antes.
Señor don Alfredo del Mazo:
Sella usted de modo casi inigualable su gestión como gobernador del Estado de México haciendo que con el término de las funciones de su magistratura coincida esta ceremonia consagrada a la Reforma y a Benito Juárez. Porque todo México entenderá, igual que nosotros en este sitio, que si de Atlacomulco, el pueblo natal de usted, vino, labrada por canteros que allá la cortaron, la piedra suave de color y dura de tallar que aquí sirve de fondo a la consagración del sentido liberal de nuestra historia, algo también muy de usted, sus más íntimos sentimientos, la sinceridad de sus ideales, tiene que haber acogido con fervor el propósito de elevar este monumento. Y como ello revela en usted al liberal, ello al creyente en la intangibilidad del derecho de cada uno de sus gobernados, su obra de seis años de fatigas y de aciertos —esa obra que sus conciudadanos le aplauden hoy unánimemente— se muestra así realizada bajo el amparo tutelar de quien fue, antes que gran presidente y gran estadista, gran mexicano y gran gobernador, aquel gobernador que dijo en Oaxaca el 30 de junio de 1857 estas palabras merecedoras de que nunca se les olvide: "El gobernante no es el hombre que goza y que se prepara un porvenir de dicha y de ventura; es, sí, el primero en el trabajo y en el sufrimiento."
Señor Presidente de la República:
Acaba usted de asistir al acto augusto en que el nuevo gobernador de esta entidad, libremente elegido por el pueblo en comicios recientes, ha protestado guardar y hacer guardar la Constitución Política del Estado de México desde la hora misma en que asuma el poder, mañana día 15 de septiembre de 1951. Ahora, convirtiendo este hemiciclo, aunque sólo sea por unos minutos, en capital espiritual de nuestra República, se dispone usted a descubrir la estatua que, a través de la tela que la oculta, nos acompaña desde allá arriba, muda y elocuente. Nos envuelve así en este momento toda una atmósfera de civilidad; recogemos nosotros, y lo vivimos, todo el fruto de los cien años de esfuerzos, no pocas veces dolorosos, con que los liberales y reformadores, claros varones de México, triunfaron en su empeño de legarnos un estado de derecho dentro del cual, como Benito Juárez decía, "las garantías individuales no están sujetas a la voluntad de los gobernantes, ni la libertad y el orden sufren en manos del despotismo y la licencia". Y no hemos de atribuir al acaso, señor Presidente, sino a muy naturales encadenamientos históricos y políticos, el hecho de que sea usted quien personifique aquí la profunda enseñanza liberal de esta hora y el hondo sentido cívico que ella encierra. Presidente legalista como Benito Juárez, presidente civilista como él, y como él convencido de la majestad del poder civil sobre cualesquiera otros poderes que se arroguen el derecho de manejar a los hombres o de regirles la conciencia, ¿a quién, sino a usted, señor Presidente, había de corresponderle la determinación histórica de que sea su mano la que muestre a la faz de México este gran monumento erigido a las libertades mexicanas? Nadie, por cierto, más señalado que usted, y esté seguro, señor, de que todo México lo acompañará, digno premio a una obra constructiva nacional que no necesita de ponderaciones clamorosas, porque puede aguardar paciente a que la posteridad la juzgue; lo acompañará, sí, en el breve instante en que usted ungido de emoción cívica y patriótica, pero con la serenidad de quien ha cumplido su deber, descorra el velo y pose tranquila la mirada en la imagen de aquel que fue ejemplo de estadistas, modelo de presidentes, espejo de ciudadanos.* *
3. BENITO JUÁREZ, ANTECEDENTE IMBORRABLE
Artículo publicado el 15 de julio de 1949 en la edición extraordinaria que La República, órgano del Partido Revolucionario Institucional, sacó a luz ese día y dedicó, casi íntegramente, a exaltar la obra de Benito Juárez
AL conmemorar en este 18 de julio la muerte de Benito Juárez, todos los mexicanos debemos tener presente que no sólo se trata de evocar una fecha simbólica, sino de ejecutar un acto político de valor actual y militante.
Hace cinco años era común y válida entre los reaccionarios mexicanos la opinión de que las Leyes de Reforma no representaban ya más que un simple dato histórico: se reducían, según ellos, a la expresión jurídica, ya caída en desuso, de una contienda que, si en otros tiempos dividió a los mexicanos, era hoy cosa liquidada y aun olvidada. De allí que se injuriase impunemente a Juárez, y que por las calles se pasease la reacción ensotanada e idolátrica, como si en verdad la Guerra de Tres Años hubiese sido un episodio baladí en la vida de México, no la destrucción definitiva de un pasado embrutecedor y empobrecedor: aquel pasado que mantuvo a todo un pueblo en condiciones de que durante siglos lo explotaran quienes predicaban, como religión, el falso supuesto católico de que Dios necesita de los pobres y los débiles para que haya ricos y poderosos; y que el más rico entre los ricos, y el más fuerte entre los fuertes debe ser la Iglesia Católica, dueña de abrir, a cambio de sumisión, obediencia y dinero, las puertas del paraíso celestial.
Pero ocurrió que una voz, pronto seguida de otras muchas, puso en claro cómo la pretendida inactualidad de las Leyes de Reforma era apenas una afirmación gratuita de los enemigos de la Revolución Mexicana y del progreso de México —los enemigos de siempre: los de la Independencia, los del Federalismo, los de la Reforma, los del movimiento de 1910 a 1917—, servidos en esto, como en todo lo otro, por la prensa confesional y mercantil. Y desde entonces volvió a ser un hecho vivo y actuante la necesidad de que los liberales y revolucionarios mexicanos defendieran la continuidad histórica de las instituciones de su país exaltando a Benito Juárez y pidiendo que se cumplan las Leyes de Reforma. Porque sin la vigencia de las Leyes de Reforma no se concibe la vigencia de la Revolución, y sin la vigencia de la Revolución el pueblo mexicano perdería lo que políticamente ha ganado —para su liberación espiritual, social y económica— durante siglo y medio de luchas y de sangre.
Sin duda que las Leyes de Reforma representan para México una etapa liquidada, pero liquidada con un saldo político: el que contienen esas leyes. ¿Tendría sentido decir que la Guerra de Independencia fue una querella que los mexicanos liquidaron desde 1821, y que, por lo tanto, México, de espaldas al saldo que le dejó aquella liquidación, puede volver a ser una colonia de España? Pues igualmente absurdo es pretender que por haber terminado en 1861 y 1867 la guerra civil que dividía a liberales y conservadores, México haya de renunciar al saldo que le dejó entonces el triunfo de los liberales y disponerse a ser de nuevo lo que México era antes de las luchas que lo ensangrentaron durante todos aquellos años.
No. El clamor con que liberales y revolucionarios protestamos todos los días contra las violaciones que hoy padecen las Leyes de Reforma no es un anacronismo ni una ficción; expresa una idea política real y previsora, cuya trascendencia sólo ignorarán los ciegos, si no la quieren ver, y sólo negarán los interesados, que quieren disimularla. Si ese clamor no se manifiesta con su volumen íntegro, ni se le oye con la enorme resonancia que debería alcanzar, ello ha de atribuirse a la circunstancia de que la prensa mexicana —toda, exceptuando tres periódicos en la totalidad de la República— es confesional, confesional no por espíritu o convencimiento, sino por interés mercantilista (pues el catolicismo profesional que esos periódicos practican produce dinero). Pero no obstante el falso silencio con que se pretende ahogar las voces de protesta, los liberales y los revolucionarios tienen razón: justamente la razón que muchos funcionarios públicos eluden, y que eluden con olvido de su promesa —cada uno de ellos la formuló solemnemente—, de que guardarían y harían guardar la Constitución que nos rige.
Los liberales y los revolucionarios perciben esta evidencia: si las Leyes de Reforma no se cumplen, y en eso estriba su indiscutible actualidad, la reacción y el clero mexicanos tratarán de reproducir el clima espiritual y emotivo en que antes se fundaba el poder temporal de la Iglesia, y cuando ese propósito se realice, sobrevendrá lo inevitable, porque el pueblo de México no se resignará a tal estado de cosas, como no se resignó nunca a partir de 1810. Dicho de otro modo: habrá una nueva guerra civil, liberadora de los espíritus y restauradora, en lo social y económico, de todo lo que México había conquistado ya con el régimen liberal, instaurado por Benito Juárez, y todo lo que está conquistando hoy gracias a la Revolución Mexicana, de la cual Benito Juárez es un antecedente imborrable.
IV. POLÍTICA GUADALUPANA
1. CIENTO CUARENTA Y SEIS AÑOS DESPUÉS
Reconciliación de la Iglesia Católica con los grandes héroes de México, y apreciación de lo que tan súbita novedad significa históricamente
EL 5 de septiembre de 1956, don Rosendo Rodríguez, canónigo secretario de Cámara y Gobierno de la Curia del Arzobispado de México, envió a los señores foráneos, párrocos, vicarios fijos, capellanes y demás sacerdotes de la archidiócesis, una circular en que les decía:
" El Excmo. Rvmo. Sr. Arzobispo Primado dispone comunicar a ustedes lo siguiente:
" Que es de todo punto conveniente el que tratemos de elevar en el pueblo el concepto de patria, de modo que los festejos de nuestra fecha de independencia nacional no se limiten a las festividades profanas, sino que se eleven también a un plano de provecho espiritual. Con este fin, Su Excelencia Rvma. dispone:
"El día 14 celébrese en todos los templos un solemne funeral por los héroes de la independencia y por todos aquellos que de alguna manera han contribuido a forjar nuestra nación. En la Santa Iglesia Catedral, a las 10 a.m., pontificará el Excmo. y Rvmo. Sr. Arzobispo Primado.
"El día 16, Su Excelencia Rvma. entonará un tedéum solemne en la Santa Iglesia Catedral, a las 5 p.m. En todos los demás templos, se cantará a la hora que se juzgue más conveniente.
"Con el mismo fin de avalorar más profundamente la idea de patria a los ojos del pueblo, colóquense en todos los templos, permanentemente, en el altar mayor, de un lado la bandera nacional y del otro la bandera del Papa."
En cumplimiento de lo mandado por la circular, en todas las iglesias del arzobispado de México se efectuaron el día 14 los actos iniciales previstos por dicho documento; pero ninguno igualó en solemnidad al de la catedral metropolitana, donde el arzobispo primado de México dijo misa pontifical de requiem, con asistencia del cabildo.
La ceremonia —descrita por Tiempo en su edición del 24 de septiembre— se desarrolló en la forma que sigue:
"Bajo la nave central, en el altar mayor, fueron colocados ornamentos negros en señal de duelo; se instaló un vistoso monumento piramidal, de cuatro cuerpos, rematado por una urna funeraria en que, simbólicamente, se hallaban los restos mortales de los héroes de la independencia mexicana. Grandes candelabros con cirios, puestos en el catafalco, completaban el conjunto. Ocupaban el coro los canónigos, cubiertos de capas negras. Los cánticos de vigilia eran entonados por el Coro del Seminario Conciliar de México. Sobre el presbiterio se veían la bandera nacional, del lado de la Epístola, y la pontificia, del lado del Evangelio. Luego, frente al altar, se levantaban los estandartes y las banderas de las agrupaciones religiosas, entre los que destacaban el de la orden terciaria franciscana y el de la Acción Católica Mexicana.
" Terminada la misa, antes de proceder a la absolución del túmulo y al canto del último responso, Mons. Miguel Darío Miranda pronunció una alocución que al día siguiente publicarían los periódicos, aunque incompleta y con grandes variantes.
• "Versión de La Prensa: «Oremos porque el pasado de nuestra patria, base del presente y del porvenir, aparezca cada vez más fecundo en inspiraciones que nos sirvan para seguir enalteciendo a México. Da, Dios y Señor Nuestro, a todos los que en el curso de la historia mexicana han obrado rectamente, el premio a sus buenas acciones, y a quienes creyendo actuar bien han causado algún mal a nuestra patria concédeles el perdón y, también, el gozo de la bienaventuranza eterna.» Luego, sin mencionar nombres, añadió: «En el ejercicio de la virtud nobilísima de la caridad, no sólo a los meritísimos héroes nacionales hemos de agradecer, sino a todos nuestros antepasados, el habernos legado el bien de la libertad.»
• "Versión de El Universal: «...Esos hombres que dieron su vida por forjar una patria: Hidalgo, Morelos, Aldama, Guerrero, Abasolo y otros más...; ésos son hombres de bien, mexicanos patriotas... merecen ser respetados por todos nosotros. Su vida es un ejemplo para todos los mexicanos. Buscad por todos los medios seguir el ejemplo de ellos. Siendo buenos patriotas, seréis buenos cristianos.»
• "Versión de Novedades: «¡Qué hermoso es contemplar esta gran nación con sus instituciones, sus templos, sus universidades, sus talleres y fábricas, sus campos y todos sus centros de producción! Todo ello es fruto de lo que durante siglos hicieron nuestros antepasados. ¿Quién podría sintetizar todo el cúmulo de bienes que por ellos nos vienen? Es inmensa la obra realizada por los grandes héroes, así como por todos aquellos, olvidados o desconocidos, por todos los que desde su humilde trabajo en el campo, en la fábrica, en los hogares han forjado nuestra nación. Los veremos un día y los reconoceremos junto a Dios. Entonces sabremos de sus sacrificios y de sus actos heroicos, de su labor callada y desconocida ahora por nosotros... La bandera —que habla de hazañas a nuestro corazón— debe ser un vínculo de unión espiritual entre todos los hijos de este país... Dad, Señor —por los méritos de Cristo y por mediación de la Virgen de Guadalupe—, la paz eterna y la felicidad a todos los que han contribuido a formar a México. Y a los que queriendo hacer un bien causaron algún daño, dales, Señor, el perdón y acógelos con misericordia.»
• "Versión de Excélsior: «Los mexicanos debemos ser grandes patriotas y buenos cristianos. Hidalgo, Aldama, Abasolo, Allende, doña Joseía Ortiz de Domínguez, el cura don José María Morelos y Pavón y sus compañeros son hombres de bien, mexicanos patriotas que merecen ser respetados por todos nosotros. Su vida es un ejemplo para los mexicanos. Buscad por todos los. medios seguir su ejemplo. Héroes limpios, fueron vida para México.»"
A las cinco de la tarde del 16 de septiembre, antes de entonar el tedéum, el arzobispo, revestido de todas sus insignias pontificales, se dirigió a los fieles, a los miembros del cabildo metropolitano y a los auxiliares de estos últimos, en los términos transcritos a continuación:
" Un sagrado deber de profunda piedad y de sincera gratitud para con nuestros antepasados, que con sus esfuerzos y sacrificios han contribuido a forjar nuestra patria, nos obliga, no sólo a tributarles nuestra alabanza, sino también a hacer por ellos todo el bien que podamos. Laudables y debidos son los honores que cada año tributamos a nuestros héroes, pero nuestra deuda alcanza a todos los que, de un modo u otro han forjado nuestra patria y nos legaron el patrimonio precioso de libertad, de honor y de bienestar que nosotros disfrutamos: gobernantes, civiles, militares, sacerdotes; hombres de ciencia, artistas, educadores, empresarios y trabajadores del campo y de la industria.
" Es privilegio nuestro, como católicos, saber ciertamente que podemos todavía ayudar y servir a nuestros mayores, aun después de su muerte, por medio de la oración. Para Dios, el pasado y el futuro nuestro son sólo perenne presente para él. Por eso, nuestras plegarias y sufragios por nuestros mayores, fallecidos en cualquier tiempo, por remoto que éste sea, tienen valor para bien suyo ante el acatamiento divino. Muchos fueron, ciertamente, sus méritos; pudieron también cometer muchos errores, y, como descendientes de Adán prevaricador, grandes y muchas habrán sido quizá sus faltas, pero sólo Dios es juez justo e infalible de vivos y muertos, y a su justicia y a su misericordia nos acogemos al orar por el eterno descanso y la felicidad sempiterna de los nuestros.
" Este acto nos vincula con amor a ellos, y, al cumplir con este deber sagrado, proclamamos solemnemente que en México vivimos, y queremos vivir siempre, de acuerdo con aquellas palabras de Cristo: «Todos vosotros sois hermanos.»
"Idéntico es el deber que nos mueve al honrar a nuestra patria, colocando nuestra enseña nacional en forma honrosísima y permanente ante el altar de Dios, en nuestros templos. A fuer de cristianos, debemos amar a nuestra patria con un amor filial y con una lealtad superior a toda prueba. El amor patrio a todos nos exige, entre otras cosas: honestidad debida, generoso y constante esfuerzo de superación en todos los órdenes, respeto a las autoridades, fomento de la concordia, mantenimiento del orden y de la paz y, en caso de peligro común, sacrificios heroicos en defensa de la patria.
"Atentos a nuestras limitaciones y deficiencias humanas, debemos suplirlas en demanda de ayuda a quien todo lo puede: Dios. Y después de darle gracias por los dones recibidos de su liberalidad: civilización, independencia, libertad y otros innumerables bienes espirituales y materiales, debemos implorar de él luz, acierto e incolumidad para nuestros gobernantes, espíritu de justicia y de amor para todos los mexicanos, a fin de que, con las bendiciones divinas y con nuestros propios esfuerzos, cumplamos todos con el deber de engrandecer a nuestra patria, perfeccionando nuestras instituciones, nuestras leyes y costumbres, nuestras estructuras sociales, nuestras empresas y organizaciones. De todo lo cual se derivará, ciertamente, una constante y progresiva prosperidad en beneficio de todos los mexicanos.
"La enseña nacional, símbolo glorioso de nuestra patria, colocada a la vista de todos ante el altar mayor del Señor en nuestros templos, nos unirá siempre a todos espiritualmente en una acción perenne por los favores recibidos, y en una constante y fervorosa oración, para impetrar de Dios, por intercesión de nuestra madre y reina Santa María de Guadalupe, la incolumidad, la prosperidad y la paz de México."
Añadía Tiempo:
" Después de haberse expuesto el Santísimo Sacramento, el arzobispo primado entonó de rodillas el tedéum, que fue seguido por un coro de adultos y niños.
"Monseñor Miranda elevó preces en acción de gracias, bendijo con el Santísimo Sacramento y rezó las oraciones de desagravio rituales. Finalmente, todos, fieles y eclesiásticos, puestos en pie, cantaron el Himno Nacional."
Atento a las implicaciones de la actitud con que la Iglesia Católica parecía volver sobre sus pasos ciento cuarenta y seis años después de haber excomulgado a Hidalgo, Allende, Aldama, Abasolo, Morelos y demás grandes héroes de nuestra independencia, en el mismo número de Tiempo que consignaba lo anterior, publiqué este editorial:
" Es de suma importancia el nuevo derrotero que la Iglesia Católica, según se ve, está dando a sus relaciones con la nación mexicana. Lo es hasta el punto de que nada se exagera al decir que si las palabras del arzobispo Miguel Darío Miranda —las que pronunció en la catedral el día 14— corresponden, por la esencia al menos, con las que la prensa le ha atribuido, ellas quizá anuncien, como fruto de la prudencia y de la comprensión y perspicacia en que parecen inspirarse, el advenimiento de un orden que la mayoría de los mexicanos no ha conocido durante siglo y medio de vida independiente: el orden de la coordinación armónica, serena, profunda, entre los dictados formales de la fe religiosa y los impulsos de las convicciones y de los sentimientos patrióticos.
"EI hecho de que la Iglesia Católica se reconcilie oficialmente con la patria del cura Hidalgo y del cura Morelos, patria proclamada en franca desobediencia, y aun con desafío, de lo que la Iglesia mandaba, no sólo supone por parte de ésta el reconocimiento de m grave error histórico y la voluntad de expiarlo, sino que la coloca en el camino de dar, temprano o tarde, otros dos pasos de igual índole: reconciliarse también con la patria de Benito Juárez y aceptar de lleno y sin reservas la patria nacida de la Revolución de 1910.
"Para discurrir así basta considerar que la Guerra de Independencia fue una lucha civil que los insurgentes encendieron con el propósito de romper el régimen colonial, y no por la simple aspiración, vacía o teórica, de quitarse de encima al rey de España, extremos que el cura Hidalgo expresó admirablemente, aunque en términos implícitos, al vitorear a Fernando VII y pedir a la vez, con el exterminio del poder de los «gachupines», que la tierra se devolviese a los indios. Pero como Colonia y Corona resultaron inseparables, la independencia no pudo lograrse sino cuando el régimen colonial, para sobrevivir, se puso contra la Corona, episódicamente sometida en 1820, con el restablecimiento de la Constitución de 1812, a un constitucionalismo liberal y progresista contrario a las tradiciones políticas españolas de que la Colonia formaba parte.
"Es decir, que se consumó entonces una independencia a medias, más de forma que de fondo, una independencia con el coloniaje dentro, y ello hizo necesario que el espíritu que había movido a los insurgentes, sólo que ahora encarnado en hombres distintos, emprendiera a partir de entonces, y tomando a la Independencia como punto de partida, la dolorosa, la lenta, la larga liquidación de las instituciones y fuerzas con que había tomado cuerpo en México la dominación española.
"La primera etapa de la liquidación del coloniaje español, constituida ya la República Mexicana, desembocó en la Guerra de Reforma, que se hizo contra la Iglesia Católica porque ésta se había constituido en heredera y escudo del sistema colonial. La segunda ha sido la Revolución de 1910 a 1917, enderezada contra el predominio económico que seguían ejerciendo en México las clases secularmente dueñas del predominio espiritual, y todavía entonces poseedoras de la tierra, de aquella tierra que iba a volver, como lo quería el cura Hidalgo, a manos de los indios.
"Se puede, pues, negar la bondad de la Independencia y cuanto de ella se deriva; así la negaban los «serviles» capitaneados por Lucas Alamán, hombre de genio equivocado. Lo que no cabe es aceptar la Independencia, que sin sus ideales y sus principios no habría llegado a ser. y al mismo tiempo negar lo que la Independencia traía en sus entrañas. Cometer tal error —en él incurrieron siempre; y siguen incurriendo, todos los partidos conservadores mexicanos, reaccionarios por esencia— es colocarse fuera de la historia, resistirse a comprender la lógica en virtud de la cual se explica el encadenamiento de lo ocurrido en la vida política y social mexicana durante los ciento cincuenta años posteriores a 1810.
"Esperemos que la Iglesia Católica, puesta ya en el sendero de las rectificaciones patrióticas, acate los resultados de las tres grandes conmociones políticas que son origen del México moderno obra no del acaso, ni del capricho, ni de la perversidad, sino de imperativos tan fatales como generosos—, y que así se haga posible la completa unidad nacional, esa unidad que no imperará en este país mientras no se la enmarque dentro de la civilidad propugnada por los héroes en cuyo loor se entona hoy el tedéum. Porque la civilidad de Hidalgo y Morelos, la civilidad de Juárez y Melchor Ocampo, la civilidad de Madero, no exige a ningún mexicano apartarse de su patria para estar íntegramente con su religión, o apartarse de su religión para estar íntegramente con su patria."
2. CIEN AÑOS HACIA ATRÁS
Verdadera actitud del clero católico con respecto a la política mexicana, según se reveló en octubre de 1956, y eficacia de la barrera que inmediatamente le opuso Tiempo, Semanario de la Vida y la Verdad
En el fondo, la reconciliación pública de la Iglesia Católica con los héroes de la patria no era sino falso preliminar de la acción política que nuestro clero católico proyectaba llevar a cabo. Así se puso de manifiesto, sin ambages, cuando, transcurrido apenas un mes, el 17 de octubre de 1957 circularon por todo el país las declaraciones con que el episcopado mexicano anunciaba su próxima intervención en nuestras contiendas políticas.
"El día 17 —informaría Tiempo en su edición del 29 de octubre—, veinticuatro horas después que el Senado de la República aprobó el decreto que declaraba Año de la Constitución y del Pensamiento Liberal Mexicano el de 1957, se difundieron las declaraciones del episcopado mexicano sobre los deberes cívicos de los católicos —fechadas el miércoles, día 10—, documento de índole e intenciones incuestionablemente políticas y contrarias el espíritu liberal que norma las instituciones públicas de la nación desde que, en 1867, Benito Juárez consolidó para México el régimen constitucional y la forma republicana de gobierno.
"La esencia de dicho documento, que señala, abiertamente ya, la entrada del clero católico mexicano en el campo de la política militante y partidista, se condensa en estos siete mandamientos:
"Primero, los católicos tienen el deber de amar y obedecer siempre a la Iglesia y, asimismo, de amar y servir a la patria.
"Segundo, los católicos tienen estricto deber de respetar y obedecer a las autoridades civiles en todas las disposiciones que se ordenan para el bien social, siempre que estas autoridades no se excedan tratando de exigir obediencia en cosas contrarias a la fe y a la conciencia.
"Tercero, los católicos deben cooperar lealmente con el gobierno en todo lo que redunda en el bien común.
"Cuarto, los católicos deben interesarse en los asuntos públicos y consiguientemente pueden pertenecer a partidos políticos, siempre que estos partidos en nada atenten contra los derechos de Dios y de la Iglesia.
"Quinto, los católicos, como ciudadanos que son, están obligados a votar por los candidatos que más garanticen el bien público, los derechos de Dios y de la Iglesia.
"Sexto, los católicos tienen gravísima responsabilidad en el desorden actual de la sociedad si no se preocupan de los asuntos públicos, como sería con la abstención electoral, que puede tener muy graves consecuencias.
"Séptimo, el juzgar en cada caso particular la gravedad de la obligación de un ciudadano de acudir a las elecciones es asunto que debe resolver el prelado o el confesor conforme a los principios y enseñanzas de la moral."
Y a continuación, el semanario insertaba, in extenso, las declaraciones firmadas por los cuarenta y tres arzobispos y obispos católicos del país, quienes se expresaban de este modo:
"Misión de la Iglesia es exhortar a los individuos a llevar una vida conforme a los santos preceptos de la ley de Dios, para que puedan alcanzar la salvación eterna; misión igualmente de la Iglesia es esforzarse por conseguir que las familias, siguiendo el ejemplo de la santa familia de Nazaret, se distingan por el respeto al matrimonio, formando una sociedad animada por el vínculo de la caridad y que, como consecuencia, tengan la verdadera paz, don del cielo; misión de la Iglesia es, finalmente, exhortar a los hombres a que procuren el bienestar social, fundándolo en los principios cristianos y poniendo en juego todos los justos medios para conseguirlo.
"Con bastante frecuencia los obispos, ya colectivamente, ya cada uno dirigiéndose a sus diocesanos, hemos inculcado a todos sus deberes individuales y familiares. Por esto, ahora los obispos de México hemos creído oportuno recordar a los católicos los principios fundamentales de sus deberes hacia la sociedad, para que sirvan estos principios de norma de conducta en sus actos.
"«La gente —decía León XIII (Encíclica Sapientia æ Christiana, Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, traducción castellana de monseñor Pascual Galindo, núm. 31)— tiene el deber de estar a un mismo tiempo sujeta a la potestad civil y a la religiosa. Y este doble deber, aunque unido en la misma persona, no es el uno opuesto al otro... ni se confunden entre sí, por cuanto el uno se ordena a la prosperidad de la potestad civil y el otro al bien común de la Iglesia, y ambos a conseguir la perfección del hombre.
"»Determinados de este modo los derechos y deberes, claramente se ve que las autoridades civiles quedan libres para el desempeño de sus asuntos, y esto no sólo sin oposición, sino aun con la declarada cooperación de la Iglesia, la cual, por lo mismo que manda particularmente se ejercite la piedad, que es la justicia para con Dios; ordena también la justicia para con los príncipes. Pero con fin mucho más noble tiende la autoridad eclesiástica a dirigir a los hombres, buscando el reino de Dios y su justicia (Mat. VI-33) y a esto lo endereza todo, y no se puede dudar, sin perder la fe, que el gobierno de las almas compete únicamente a la Iglesia, de tal modo que nada tiene que ver en esto el poder civil; pues Jesucristo no entregó las llaves del reino de los cielos al César, sino a Pedro. (Ibid., núm. 32.)
"»No se condena ninguna de las formas de gobierno, pues nada contienen que repugne a la doctrina católica, antes bien, puestas en práctica con prudencia y justicia pueden todas ellas mantener al Estado en orden perfecto.
"»Tampoco de por sí se condena la mayor o menor participación del pueblo en la gestión de las cosas públicas, tanto más cuanto que, en condiciones determinadas, puede esta intervención no sólo ser provechosa, sino aun obligatoria a los ciudadanos.» (León XIII; Encíclica In mortale Dei, Ibíd., núm. 45.)
"De interés público es también colaborar, con prudencia, en el terreno de la administración pública, procurando que se provea a la educación religiosa y moral de los jóvenes, cual conviene a los buenos cristianos.
"Asimismo, hablando en general, es bueno y conveniente que la acción de los católicos salga de este estrecho círculo a campo más vasto y extendido, y aun llegue a los altos poderes del Estado.
"<<A este ejemplo se han de conformar los pensamientos y conducta de cada uno de los cristianos. No cabe duda que hay una contienda honesta hasta en materia política, y es cuando, quedando inmunes la verdad y la justicia, se lucha porque prevalezcan las opiniones que se juzgan más conducentes para conseguir el bien común. Mas arrastrar a la Iglesia a algún partido, o querer tenerla por auxiliar para vencer a los adversarios, es propio de hombres que abusan inmoderadamente de la religión.» (Ibíd., núm. 35.)
"Su Santidad Pío XI, en su carta al Excmo. Sr. Cardenal Cerejeira, arzobispo de Lisboa (Portugal), después de recomendar a éste que la acción católica se mantenga ajena a la política, dice:
"«Esto no prohíbe que los católicos individualmente pertenezcan a asociaciones políticas, siempre que éstas den seguridades de que nada intentan contra los derechos de Dios y de la Iglesia. Más aún, atender a las cosas públicas y participar en tales negocios es un deber de caridad social, porque todo ciudadano, según sus posibilidades, debe contribuir al bienestar de su propia nación.» (A.A.S., 1934, p. 630.)
"El mismo santísimo padre Pío XI, en su carta encíclica Firmisiman Constantiam, del 28 de marzo de 1937 (Act. Ap. S., 1937, pp. 198 y 199), dice: «Esta recta formación del principio cristiano y ciudadano, cuyas buenas cualidades quedan ennoblecidas y sublimadas por el elemento sobrenatural, encierra, como no podía menos de ser, el cumplimiento de los deberes cívicos y sociales... Siendo esto así, un católico se guardará bien de descuidar, por ejemplo, el derecho de votar cuando entren en juego el bien de la Iglesia o de la patria.»
"Su Santidad Pío XII, en su carta a la XLI Semana Social de Francia (A.A.S., 1954, p. 485), dice: «Si es verdad que en un Estado democrático la vida cívica impone altas exigencias a la madurez moral de cada ciudadano, no se tema reconocer que muchos de éstos, incluso de los que se dicen cristianos, tienen su parte de responsabilidad en el desorden actual de la sociedad. Ahí están los hechos que exigen un seguro remedio. Es, por no citar sino los más notorios, el desinterés de los asuntos públicos que se traduce, entre otras cosas, en la abstención electoral, de tan graves consecuencias.»
"Declaramos que las presentes normas sobre deberes cívicos valen tanto para los varones como para las mujeres. A este propósito os recordamos las palabras de Pío XII, en su discurso a las mujeres católicas de Italia, del 21 de octubre de 1945: «Se os ha llamado a participar [en la vida pública]. ¿Dejaréis, acaso, a otros el monopolio y la organización de la sociedad en que la familia es el factor primario en su unidad económica, jurídica, espiritual y moral? Se juega el destino de la familia y el destino de las relaciones humanas. Ambos destinos están en vuestras manos. Cada mujer tiene, pues, notadlo bien, la obligación, la estricta obligación en conciencia, lejos de abstenerse, de entrar en acción en la forma y medio adecuados a la condición de cada una. A estos poderosos motivos que urgen a una mujer católica a ingresar a un campo abierto ahora a su actividad, se une otro: su dignidad de mujer. Ella debe colaborar con el hombre para el bien del Estado, en el cual ella misma tiene la misma dignidad.»"
Suscribían lo anterior Miguel Darío Miranda, arzobispo primado de México; José María, arzobispo de Durango; José, arzobispo de Guadalajara; Luis María, arzobispo de Morelia; Fortino, arzobispo de Oaxaca; Fernando, arzobispo de Yucatán; Octaviano, arzobispo de Puebla; Antonio, arzobispo de Monterrey; Manuel Pío, arzobispo de Veracruz; Francisco Javier, arzobispo titular de Garela y coadjutor de Guadalajara; Juan, obispo de Sonora; Gerardo, obispo de San Luis Potosí; Antonio, obispo de Chihuahua; Luis, obispo de Saltillo; Marciano, obispo de Querétaro; Jesús, obispo de Tehuantepec; Anastasio, obispo de Tepic; Ignacio, obispo de Colima, Alberto, obispo de Campeche; José Abraham, obispo de Tacámbaro; Manuel, obispo de Huejutla; Lucio, obispo de Chiapas; Lino, obispo de Sinaloa; José, obispo de Tabasco; Manuel, obispo de León; José Gabriel, obispo de Zamora; Celestino, obispo de Huajuapan; Luis, obispo de Papantla; Arturo, obispo de Toluca; Salvador, obispo de Aguascalientes; Sergio, obispo de Cuernavaca; Antonio, obispo de Zacatecas; Antonio, obispo de Chilpa; Ernesto, obispo de Tamaulipas; Adalberto, obispo de Tulancingo; Alfredo, obispo titular de Lípara y vicario apostólico de la Baja California; Salvador, obispo titular de Jasso y auxiliar de Morelia; Alonso, obispo titular de Sora y Superior General del Instituto de Santa María de Guadalupe para las Misiones; Francisco, obispo titular de Farbeto y auxiliar de Chihuahua; Francisco, obispo titular de Vida y auxiliar de México; José, obispo titular de Ermiana y auxiliar de México; Emilio, obispo titular de Abziri y auxiliar de Puebla, y Jesús, obispo titular de Amiso y auxiliar de San Luis Potosí.
Pese a la enorme importancia de la carta pastoral colectiva, pues a nadie podía ocultarse el peligro, ya no latente, sino en acto, que ella traería para las instituciones mexicanas —liberales y revolucionarias—, durante semana y media no se enfrentó voz alguna a las inauditas pretensiones de los señores obispos y arzobispos, y esto me obligó a escribir, calzándolo con mi firma, y a publicar en Tiempo el día 29 de octubre ya mencionado el editorial que sigue:
"El silencio casi general —tan general como súbito— en que amenazan envolverse las declaraciones políticas del episcopado mexicano, publicadas no hace aún semana y media, se explicaría y justificaría si el documento careciera ya de validez porque se le hubiese retirado o rectificado; pero como no ha sucedido tal cosa, sino que lo dicho por los señores obispos y arzobispos sigue en vigor, y a estas horas andará circulando ya por todas las parroquias del país, incumbe a Tiempo abordar la cuestión en forma clara y terminante y proclamar:
"Primero. Que la postura adoptada por el clero en su declaración del miércoles 17 entraña tamaño peligro para las instituciones civiles de México, que su gravedad no puede ni debe disimularse. Y
"Segundo. Que lo que tales declaraciones ameritan es una respuesta pronta y eficaz por parte de cuantos están llamados a hacerlo, y esto sin entrar en distingos —cosa innecesaria y pueril— sobre las verdaderas intenciones con que la Iglesia Católica se lanza así al campo de la política mexicana y viola de arriba abajo el espíritu y la letra de la Constitución General de la República.
"Fundándose en la autoridad de textos pontificios —autoridad, según los papas, incontrastable para todo católico, pues versa sobre definiciones hechas ex cathedra, o sea, en consulta con el Espíritu Santo—, lo que los obispos mexicanos mandan a los ciudadanos católicos de México —hombres y mujeres.— es, dicho sin rodeos, lo siguiente:
• "Que antepongan a todo el amor y la obediencia a la Iglesia, superior, según ella, en la escala de los valores absolutos, a la patria misma.
• "Que no obedezcan a las autoridades civiles en cosas contrarias a la fe y a la conciencia (fe y conciencia que la propia. Iglesia ha definido siempre y siempre definirá).
• "Que cooperen lealmente con el gobierno, pero sólo en aquello que redunde en el bien común (bien común que la Iglesia, y nadie más que la Iglesia, está en aptitud de definir, según la doctrina inapelable que ella misma se da y en virtud de la cual se declara «sociedad perfecta» de origen divino).
• "Que ningún católico pertenezca a partidos políticos que atenten contra los derechos de Dios o de la Iglesia (o sea, a cualquier partido que postule en su programa principios o propósitos que la misma Iglesia desapruebe, pues conforme a la doctrina católica, que también ella formula, sólo la Iglesia tiene la facultad de definir qué es lo que pertenece a su jurisdicción y lo que conviene a Dios),
• "Que los católicos mexicanos están obligados a votar por los candidatos que mejor garanticen los derechos de Dios y de la Iglesia (es decir, por los candidatos que la Iglesia considere mejores).
• "Que los católicos mexicanos ejerciten sus deberes electorales para evitar las graves consecuencias que su abstención política podría producir y para poner fin al actual desorden de la sociedad mexicana (es decir, al supuesto desorden implícito en el orden institucional que México se ha dado con la Revolución de 1910 a 1917, heredera, a su vez, de la Revolución de Reforma y de la Revolución de Independencia).
• "Que para decidir sobre su conducta política, los católicos mexicanos deben asesorarse de su prelado o de su confesor.
"Como se ve, además de un reto y una provocación a la civilidad en que las instituciones políticas mexicanas han venido inspirándose desde 1857 —o en otros términos: a la voluntad nacional de que nadie invoque con fines políticos o de ejercicio de jurisdicción terrenal mandatos de un supuesto origen divino—, las declaraciones del episcopado mexicano tienen todo el carácter de una agresión, y mal harían en no considerarlo así los depositarios de la conciencia cívica y de la conciencia revolucionaria de México
"Pero no sólo se trata aquí de una agresión —de una agresión pura y simple—, sino que la agresión es calificada, pues equivale a un sondeo que tiene por objeto descubrir hasta dónde puede llegar la Iglesia Católica, a ciencia y paciencia de las autoridades, y con flagrante violación de la ley, en su designio de recobrar el poder político que perdió en 1867 al consolidar Benito Juárez el triunfo de la República y de las Leyes de Reforma, ya que sondeos de igual índole, aunque en escala menor, han traído a la Iglesia jugosos resultados a partir de 1941, fecha desde la cual, a ciencia y paciencia de las autoridades, y con violación de la ley, religiosos y religiosas vienen exhibiéndose con trajes talares en sitios públicos, y han vuelto a establecerse en México órdenes monásticas, y se celebran actos de culto externo, y muchas corporaciones eclesiásticas poseen bienes no destinados directamente al culto, y la mayoría de las escuelas primarias particulares están bajo la dirección de la Iglesia, que en ellas da enseñanza religiosa y hace que los alumnos se confiesen y comulguen. Pues exactamente del mismo modo, la jerarquía eclesiástica quiere saber ahora, mediante la declaración política de sus obispos y arzobispos, si a ciencia y paciencia de las autoridades, y con violación de la ley y del espíritu que ha normado la vida pública de México desde 1867, le será posible al clero tomar de nuevo, y esta vez más ostensiblemente que antes, posiciones políticas que le permitan gobernar a los mexicanos en su vida espiritual y temporal.
"Sería absurdo, sin embargo, suponer que la nación mexicana y el Estado mexicano se hallen desasistidos de medios propios con que enfrentarse legalmente a situaciones como la que anuncia crear la abierta intromisión del clero católico en la política, o dar por hecho que a conflictos de este género lo mejor es no acercarse de frente, sino esperar a que su misma magnitud los resuelva.
"Tiempo, desde luego, no lo cree así; al contrario, piensa que a embestidas como la que hoy endereza el clero contra el régimen liberal mexicano hay que contestar con actos de alcance mayor, sólo que ungidos por la fuerza augusta de la ley, según siempre supo hacerlo Benito Juárez; y en prenda de que esto es posible, y convencido de la conveniencia patriótica de hacer sentir a la reacción mexicana y a su clero hasta dónde les importa, si quieren vivir en paz, dejar en paz a la Reforma y a la Revolución, Tiempo se dirige a los ciudadanos diputados y senadores que representan en el Congreso la tradición reformista de México —a cada uno en lo individual, y a todos en su conjunto—, y respetuosamente les pide hagan suya la siguiente
"« INICIATIYA DE LEY
"»Considerando, primero: Que las instituciones políticas mexicanas tienen como fundamento las libertades del hombre y los derechos del ciudadano, y esto a tal punto que sin la existencia de esas libertades y el ejercicio de esos derechos aquellas instituciones serían inconcebibles;
"»Considerando, segundo: Que las libertades y derechos del hombre están garantizados por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en tales términos que quien atenta contra la Constitución atenta también contra las libertades y derechos de donde ella nace, y, paralelamente, que quien niega estas libertades y derechos niega la base y esencia de la Constitución;
"»Considerando, tercero: Que hay confesiones religiosas y credos sociales cuya doctrina, por la lógica de su concepción, niega las verdaderas libertades del hombre y los derechos del ciudadano, reduciendo las unas y los otros a lo que a juicio de tales religiones o credos debe entenderse y es permisible bajo el nombre de derecho o libertad; y,
"»Considerando, cuarto: Que las instituciones políticas mexicanas se verían expuestas a muy graves riesgos si se las dejara sin defensa frente a quienes tratan de alcanzar el poder público apoyándose en fuerzas espirituales que niegan al hombre sus libertades y al ciudadano sus derechos, y, con mayor razón, si a semejante circunstancia de ciudadanía espuria unen la de ser amantes fervorosos de una Iglesia o un credo social antes que fervorosos devotos de la patria,
"»El Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, en uso de la facultad que le confiere el Art. 135 de la Constitución General, y previa la aprobación de la mayoría de las Honorables Legislaturas de los Estados, declara reformados los párrafos 9 y 14 del Art. 130 de la propia Constitución, para quedar redactados como sigue:
"»Artículo único. Se reforman los párrafos 9 y 14 del Art. 130 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, para quedar en los siguientes términos:
"»Artículo 130. Corresponde a los Poderes Federales ejercer en materia de culto religioso y disciplina externa la intervención que designen las leyes. Las demás autoridades obrarán como auxiliares de la Federación.
…..
"»Los ministros de los cultos nunca podrán, en reunión pública o privada constituida en junta, ni en actos del culto o de propaganda religiosa, hacer crítica de las leyes fundamentales del país, de las autoridades en particular o, en general, del gobierno; no tendrán voto activo ni pasivo ni derecho para asociarse con fines políticos, ni podrán tampoco, en ningún acto del culto, cualesquiera que sean su ocasión o naturaleza, exteriorizar, con respecto a temas o asuntos de carácter político, opiniones que se propongan conocer, orientar o modificar el ánimo ciudadano de los feligreses.
….
"»Queda estrictamente prohibida la formación de toda clase de agrupaciones políticas cuyo título tenga alguna palabra o indicación cualquiera que la relacione con alguna confesión religiosa. La ley no reconocerá tampoco la existencia de partidos políticos franca o encubiertamente adictos a confesiones religiosas o credos sociales cuya doctrina niegue el pleno ejercicio de las libertades y derechos del hombre y del ciudadano según los define esta Constitución. No podrán celebrarse en los templos reuniones de carácter político.»
"A juicio de Tiempo, la reforma constitucional contenida en las líneas anteriores es una de las medidas legales que desde luego debieran adoptarse frente a la actitud política del clero católico mexicano, y ella sola bastaría —sin perjuicio de otras que también pueden señalarse— para desbaratar en la cuna los planes políticos vaticanistas que el episcopado mexicano puso a descubierto en su declaración fechada el día 10."
Tres días antes —el 26 de octubre— dirigí a don José Rodríguez Clavería, presidente entonces de la Gran Comisión del Senado de la República, la carta que sigue:
" Este periódico se honra sometiendo a la consideración de usted, en su carácter de presidente de la Gran Comisión del Senado de la República, la anexa iniciativa de ley, que se explica y justifica por sí sola, y le ruega tenga a bien hacerla llegar, si en ello no encuentra inconveniente, a cada uno de los miembros de esa honorable cámara.
" Impulsa a Tiempo, al proceder así, la convicción de que la actitud política asumida por el clero católico mexicano; según las declaraciones que los señores obispos y arzobispos hicieron en la prensa del miércoles de la semana pasada, supone tales peligros para las instituciones públicas de nuestro país, que si se la dejara prosperar, ya no digo con el silencio de quienes deben salirle al paso, sino tan sólo con su indiferencia, se incurriría en un gravísimo error, en un error de consecuencias históricas imputables a todos aquellos que por diversas razones —cada uno en su esfera— estamos en el deber de guardar y hacer guardar, para el presente y el futuro de nuestra patria, las libertades a nosotros heredadas, con esfuerzo y sacrificios, cuando no con la ofrenda de la sangre o la vida, por varias generaciones de antepasados nuestros.
"Cree Tiempo, además, que la Honorable Cámara de Senadores es la suprema depositaria de la conciencia histórica que mantiene vivas las instituciones democráticas conquistadas por nuestro pueblo, en ciento cincuenta años de tenacidad patriótica, de heroísmo y de dolor, y por creerlo así, ante el Senado acude con la esperanza de que se le oiga."
Tuve dos o tres entrevistas con don José Rodríguez Clavería, hubo ocho o diez senadores que se comunicaron conmigo para hacerme conocer su buena disposición hacia la postura que había adoptado Tiempo, y si bienes verdad que en el Senado se puso sordina al asunto, cuarenta y ocho horas después el señor Rodríguez Clavería me aseguró que el episcopado, lejos de llevar adelante sus propósitos, los rectificaría poniéndose dentro de la ley. En efecto, el 3 de noviembre se dio publicidad a una declaración de la Secretaría del Comité Episcopal, documento fechado en la ciudad de Puebla el día 1º del mismo mes y redactado del siguiente modo:
" Varios grupos de fieles católicos se han dirigido al comité episcopal preguntando sobre el alcance del punto VII de las declaraciones sobre deberes cívicos, del 10 de octubre último pasado. En nombre del episcopado mexicano manifestamos que de ninguna manera es la intención del mismo que el prelado o sacerdote consultado sea quien determine el partido o candidato a quien debe adherirse el consultante, sino que esto será siempre de la libre elección de cada ciudadano.
" Reiteramos que no ha sido ni es intención del episcopado mexicano inmiscuirse en la política de partidos, a la cual es ajena la Iglesia. Por lo tanto, las interpretaciones que en tal sentido se han dado a la exhortación referida no corresponden a la verdad, pues la intención del episcopado es exhortar a los católicos mexicanos a que cumplan con sus deberes electorales conforme a las leyes respectivas, para bien de la patria."
Aunque firmaban la declaración el arzobispo de Puebla, Octaviano Márquez, presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, y Emilio Abascal, obispo titular de Abziri, secretario, el documento no sólo no contenía ninguna rectificación, sino que ni siquiera merecía considerarse como una franca aclaración. De modo que, inconforme, y para no dejar inconclusas las cosas, en el número siguiente de Tiempo —el que apareció con fecha 12 de noviembre de 1950 volví sobre el tema con este otro editorial, que también llevaba mi firma, igual que casi todos los que se reproducen en este libro:
" Gracias al clamor —suceso en apariencia paradójico— de unas cuantas voces liberales e incontrovertibles, la Iglesia Católica se ha visto confrontada con la ilegalidad del papel político que intentó atribuirse en México conforme a la declaración episcopal del lo de octubre último; y para evitar las, posibles consecuencias de su actitud —que viola en todo lo largo y a todo lo ancho el espíritu y la letra de la Constitución General de la República— pretende ahora encubrir sus verdaderas intenciones con una nueva declaración, ésta firmada por el arzobispo de Puebla, don Octaviano Márquez, y por el obispo titular de Abziri, don Emilio Abascal, el uno y el otro en su respectivo carácter de presidente y secretario de la Conferencia del Episcopado Mexicano.
" En este segundo documento, que sólo se refiere a uno de los siete puntos prescritos por la Iglesia Católica para la conducta política que sus fieles han de observar en nuestro país, los firmantes aseguran que «de ninguna manera» los obispos y arzobispos «tienen la intención» de «que el prelado o sacerdote consultado sea quien determine el partido o candidato a quien deba adherirse el consultante, sino que esto será siempre de la libre elección de cada ciudadano». Y también dicen que el episcopado no quiere «inmiscuirse en la política de partidos, a la cual es ajena la Iglesia», sino solamente «exhortar» a los católicos de México a que «cumplan con sus deberes electorales conforme a las leyes respectivas, para bien de la patria».
" No acepta Tiempo la aclaración episcopal, principalmente por las razones que siguen:
"1ª Porque, en el fondo, no hay tal aclaración, ni, menos todavía, una rectificación o retractación, sino que más bien se reitera y confirma, aunque con disimulo, lo dicho con anterioridad, según lo muestra el hecho de que se insista en el deber de que los católicos «consulten» al prelado o confesor sobre los asuntos políticos.
"2ª Porque la supuesta aclaración se refiere tan sólo a una de las siete normas políticas establecidas por la Iglesia en sus declaraciones del 10 de octubre, no obstante la evidencia de que mediante todas y cada una de ellas la Iglesia se arroga la facultad de resolver, por sí y ante sí, la acción política de los católicos mexicanos. Y
“3ª Porque la aclaración no emana de la misma autoridad eclesiástica que el texto aclarado, sino de autoridad inferior, y eso deja vivo y en toda su fuerza, y para todos sus efectos, el documento primitivo.
“ A juicio de Tiempo, lo que la Iglesia Católica debe hacer, si en verdad recapacita y abandona su propósito de entrometerse en la política mexicana —función que le vedan las leyes de este país—, es revocar, íntegra, la declaración episcopal del 10 de octubre, revocarla por medio de otra que la invalide, de otra nacida de igual fuente y autoridad, que lleve los mismos sellos, y las mismas firmas, y que sea distribuida a los párrocos por los mismos conductos indiscutibles y fehacientes.
"Mientras esto no ocurra, seguirá en vigor, para los católicos mexicanos, lo que su Iglesia dispuso el 10 de octubre y les formuló con todo el aparato de una especie de concilio nacional; y también quedará en pie lo que Tiempo dijo hace dos semanas: que en virtud de los siete mandamientos políticos dirigidos a su grey, la Iglesia Católica asume en México, abiertamente, el papel de un superpartido clerical, y convierte en instrumentos suyos los partidos antiliberales y contrarrevolucionarios.
" En vista de todo lo anterior, Tiempo se dirige otra vez a los ciudadanos diputados y senadores que representan en el Congreso la tradición liberal legada a México por Benito Juárez, y con todo respeto les reitera la súplica de que hagan suya la iniciativa de ley que recientemente se permitió someterles, atento al imperativo inmediato de no consentir que prosperen los planes políticos vaticanistas que el episcopado mexicano puso a descubierto en su declaración fechada el día 10 de octubre.
"Por otra parte, Tiempo ruega a los honorables miembros del Congreso tomen asimismo en cuenta las siguientes consideraciones, marginales pero no de menor importancia:
• "Que son muchos los católicos mexicanos de hoy (igual que hubo otros durante las luchas de la Independencia y de la Reforma) que no sólo no aprueban las extralimitaciones que en el orden cívico comete la Iglesia Católica, sino que tampoco están dispuestos a subordinársele en tales cuestiones, porque ello repugna al concepto que tienen de la civilidad y al respeto que a ésta guardan.
• "Que, insensible a tal problema de conciencia, y con los ojos fijos en su interés terreno y no en lo íntimo y sagrado de su misión, la Iglesia Católica pone a los mexicanos y mexicanas que en ella creen, y que dentro de ella se sienten, ante una disyuntiva tremenda: obedecer a sus sacerdotes, para estar con lo que éstos definan como el bien de Dios (cosa que puede oponerse a lo más caro para México, según nos enseña la tragedia de los insurgentes), o desobedecer y desafiar a la Iglesia para no apartarse del bien de la patria, y sufrir entonces las consecuencias —y aun la tortura o la agonía moral, que con tanto heroísmo sobrellevaron Hidalgo y Morelos— de que se les declare malos católicos.
• "Que con la imposición de un dilema de tamaña magnitud no pueden ni deben transigir el Estado mexicano ni la Revolución Mexicana, salvo que abjuren de su historia y su esencia.
• "Y que, así las cosas, incumbe al Congreso de la Unión —los señores diputados y senadores no tomarán a mal que Tiempo se lo recuerde— recurrir a la acción de la ley, saludable y equilibradota cuando responde a lo útil, a lo bueno, a lo justo, y con ella hacer imposible la crueldad que la Iglesia Católica se dispone a perpetrar contra aquellos mismos a quienes manda que amen a Dios y a ella obedezcan por encima de todas las cosas."
En nueva entrevista celebrada con el senador Rodríguez Clavería, me pidió él que, de seguir tratando Tiempo la cuestión, lo hiciera con la "mayor suavidad posible, aunque sin abandonar la línea patriótica que yo me había trazado", ruego que se atrevía a formular —añadió bien cortésmente— porque estaba seguro de que el episcopado, "fueran cuales fuesen sus palabras, había dado marcha atrás".
V. ADVERTENCIAS CONTRA EL CLERICALISMO
1. PALABRAS AL, NUEVO EMBAJADOR
EL 12 de noviembre de 1950 llegó a la ciudad de México el señor William O'Dwyer, designado días antes embajador de los Estados Unidos cerca del gobierno de nuestro país. Mediaba la circunstancia de que el nuevo embajador era católico, lo que daba al acontecimiento significación especialísima, cuando menos por dos razones: primero, porque nunca hasta entonces, durante 125 años, una persona expuesta a escuchar los dictados de la Iglesia Católica había desempeñado en México la misión diplomática que el señor O'Dwyer traía; y, después, porque el nombramiento se hacía justamente en horas que eran de franca disputa entre los dos grandes partidos históricos mexicanos: el conservador o reaccionario y el revolucionario o liberal.
Resultó así inevitable, de una parte, que los grupos confesionales y la prensa a ellos adicta se lanzaran desde luego a interpretar la designación del señor O'Dwyer como coyuntura destinada a servir los planes políticos de la reacción mexicana, y, por la otra, que inmediatamente resolviera yo cerrar el paso a las posibles derivaciones de semejante interpretación. Consecuente con esto último, el 17 de noviembre publiqué en Tiempo con mi firma, y a modo de preámbulo puesto a la noticia sobre la llegada del señor O'Dwyer, el siguiente editorial, que de seguro abriría los ojos al nuevo embajador:
" Abanderado de la libertad, y de las libertades mexicanas —es decir, de la libertad humana en su sentido más amplio, y de lo que en México ha venido a ser fruto de una lucha liberadora esforzada y secular—, Tiempo se pronuncia contra todas las concepciones políticas que se proponen regir totalitaramente la vida del hombre. Pero consciente de su misión, y consecuente con ella, no comete Tiempo el error, ni practica la hipocresía, de denunciar y combatir unos totalitarismos y solapar otros, o confabularse oportunistamente con otros, para el logro de fines que de la libertad sólo tienen entonces la apariencia.
"Tan totalitaria es para Tiempo la organización de la vida humana en forma que todo se sacrifique a la supremacía del Estado o al predominio de una clase social, como lo es el régimen que quiere supeditarlo todo a la superioridad y hegemonía de una raza, o el que pretende que todo ceda ante la primacía y la supuesta gloria de Dios. Por lo cual, Tiempo, doctrinalmente, y en lo que se refiere al mundo occidental contemporáneo, no comulga:
• "Ni con el comunismo soviético, que es un régimen totalitario de origen y finalidades clasistas;
•"Ni con el fascismo —o sus trasplantes criollos—, que es el totalitarismo del Estado injerto en la personalidad de un hombre;
• "Ni con el nazismo, que aspiraba, y aún aspira, a la implantación de un totalitarismo racial;
• "Ni con la Iglesia Católica, que es el mayor de los totalitarismos conocidos: el más viejo, el más rígido, el más invasor de los derechos del hombre y del ciudadano.
"Y en cuanto a otras formas totalitarias menores —como el franquismo español, contubernio achaparrado del totalitarismo fascista y el de la Iglesia—, Tiempo no necesita ahora mencionarlas.
" Pues bien. Desde la cima de su concepto mexicano de la libertad —concepto que tiene una historia hecha de dolores y empapada en sangre— Tiempo saluda cordialmente y sin reservas al señor William O'Dwyer, primer embajador católico que los Estados Unidos envían a México, y en prenda, nada equívoca, de acogimiento amistoso, le dice y advierte, para que al punto conozca lo que de otro modo no llegaría a saber sino a costa de un aprendizaje tan largo como difícil y sujeto a sorpresas nada gratas, lo siguiente:
• "Que si sólo en teoría, o por referencias, percibe México lo que ciertos regímenes totalitarios suponen para las libertades y la vida de un pueblo, el totalitarismo de la Iglesia Católica sí lo conoce de cerca, pues lo ha padecido y sufrido en su carne y en sus huesos, habiendo soportado bajo él una de las más negras esclavitudes.
• "Que México ha llegado a ser, en lucha con su pasado y por obra de sí mismo, una nación libre y liberal, democrática y revolucionaria, lo uno y lo otro a impulsos de sus propias aspiraciones y visiones políticas y sociales, no al golpe de urgencias importadas, y que por eso mismo le es ya consustancial el aire de todas las libertades, según lo atestigua el triunfo de siglo y medio de rebeldías libertadoras.
• "Que valida la Iglesia Católica de la coyuntura mundial de hoy, trata de recobrar en México, al amparo de la confusión que da por bueno cuanto niegue, o finja negar, al comunismo, el papel preponderante —económico, social y político— que le cupo en otros tiempos, empeño de que no la aparta —a eso llega su insensatez— ni la evidencia de que resucitará así contiendas ya reñidas y conflictos ya resueltos.
• "Que es ilusorio pretender, por mucha maña que para ello se ponga, y sobrado el dinero que se emplee, y copiosos los intereses que se favorezcan, e innúmeras las inclinaciones torpes que se halaguen, que el pueblo mexicano consienta en colocarse otra vez bajo el yugo espiritual y material de que se soltó al fin, después de una serie de guerras fratricidas feroces.
• "Que el pueblo mexicano no caerá fácilmente en la treta —bien preparada para él— de restituirse, ahora voluntariamente, al totalitarismo de la Iglesia Católica como medio único de evitar el totalitarismo comunista, pues no necesita México tutores religiosos para defender su libertad y su democracia frente a los totalitarismos de fuera, igual que no le hicieron falta, antes al contrario, para alzarse contra el totalitarismo de dentro, y ello aun en el caso de que sus guías espirituales y políticos prevariquen o lo abandonen, percance que ya le ha ocurrido varias veces en el curso de su historia.
• "Que llega usted a México, señor embajador, justamente en la hora en que la situación del pueblo mexicano respecto de la Iglesia Católica se halla en trance de hacer crisis, porque se palpan ya los síntomas de la embestida general contra las libertades espirituales mexicanas, preparatoria del golpe proyectado para destruir las libertades políticas y económicas.
• "Que es también ahora cuando en los Estados Unidos —cuyas condiciones políticas, económicas, sociales y religiosas son bien distintas de las de México— se produce el espejismo de creer que la Iglesia Católica puede desempeñar cerca del pueblo mexicano una función que ya no le corresponde, ignorando quizás aquel país que hace siglo y medio que la Iglesia Católica perdió en México la iniciativa y el espíritu creador, ella y la masa estéril que la ha escuchado en las ingentes encrucijadas históricas nacionales, como lo demuestra el hecho de ser una minoría laica, ilustrada y progresista la que conduce afirmativamente a México desde los días de sus dos más grandes excomulgados: Hidalgo y Morelos. • "Que si bien es verdad que en México existen muchos católicos limpiamente vueltos hacia Dios —y por eso muy respetables— los más de los llamados católicos mexicanos viven hundidos en un paganismo idolátrico y grosero, fenómeno a que contribuye un clero ignorante y espiritualmente intenso en su mayoría, zafio, relajado, el cual, si en nada responde a los designios del Salvador, en cambio sirve a maravilla los fines inmediatos, utilitarios, terrenos, de una Iglesia Católica tan entregada aquí al siglo, y tan baja en sus procedimientos, que es capaz de bendecir plazas de toros y apadrinar lugares donde las almas se estragan o se envilecen.
• "Que asimismo es verdad que varios de los grandes movimientos mexicanos hacia las libertades han recibido, entre la masa popular, el calor de las creencias y los sentimientos religiosos; pero tal cosa no debe engañarnos o extraviarnos, ya que si con vítores a la Virgen de Guadalupe se guerreó por la Independencia y se han arrebatado las tierras a quienes las detentaban, hay algo que el pueblo de México nunca hará: pedir en nombre de la Virgen de Guadalupe que la Virgen de Guadalupe lo gobierne.
• "Que se explica así por qué los mayores políticos de México son siempre, independientemente de sus creencias, muy cautos en sus relaciones públicas con la Iglesia Católica, pues saben de sobra que arrodillarse ante un arzobispo mexicano lejos del altar no es en ellos un acto meramente religioso, sino de implicaciones políticas, muy diferentes en esto las cosas a lo que serían en los Estados Unidos, donde sin consecuencia alguna para las libertades del pueblo norteamericano hombres públicos de la mayor talla —como la de usted— han podido arrodillarse en la calle ante los cardenales y besarles la orla del vestido.
• "Que por todo esto queda claro, señor embajador, cómo la historia del México moderno —liberal, democrático, revolucionario— es obra de una gran minoría ilustrada y progresista: la minoría que ha sabido interpretar, afirmar, imponer y defender las mudas aspiraciones de la enorme mayoría sumergida en las tinieblas y la miseria por el totalitarismo católico, y que por eso mismo, resulta evidente cómo es esa minoría la fuerza que hay que considerar y apreciar, y la inteligencia dirigente con quien se debe dialogar y tratar para cuanto se refiera a la prosperidad y al bienestar de México, conforme, llegado el caso, lo entendió y lo ejecutó Abraham Lincoln.
"Y en nombre de esa minoría, de proyección actual e histórica, Tiempo le dedica a usted estas palabras."
Poco después tuve el gusto de, tratar al señor O'Dwyer, con quien hablé a solas en varias ocasiones, y meses adelante me cupo la satisfacción de saber cuán pulcramente, procedía siempre que se le llevaban asuntos que de alguna manera pudieran rozar, en términos políticos, la cuestión religiosa. Jovial y sencillo —actitud en que se transparentaban leales sentimientos hacia México— me dijo una vez, refiriéndose a mi editorial: "You warned me, and, honestly, I appreciale it."
2. FANATISMO Y LIBERTAD
Hacía octubre de 1947, Diego Rivera había concluido en el Hotel del Prado de la ciudad de México la magnífica pintura, de dimensiones murales, a que, dio por título Sueño dominical en la Alameda. Desde entonces, hasta junio de 1918, nadie había tomado a mal que apareciera allí la famosa frase de Ignacio Ramírez, "Dios no existe", puesto que se trataba de una interpretación pictórica de nuestro siglo XIX histórico y político. Pero a principios de junio de 1948 se supo que el arzobispo metropolitano. Luis María Martínez, a quien se había pedido que bendijese el hotel, rehusaba hacerlo mientras no se borrase del fresco la frase vitanda, y eso desató en la prensa católica tal campaña de injurias contra Rivera y su cuadro, que fue como una invitación a la violencia. En efecto, a las ocho de la noche del 4 de junio, un grupo de estudiantes católicos irrumpió en el comedor del Hotel del Prado, se impuso por la fuerza y logró borrar de la pintura, raspando parte de ella con un cuchillo, las palabras "no existe".
" Es cierto —comentaría Excélsior a la mañana siguiente— que los estudiantes cometieron los delitos de allanamiento de morada y daño en propiedad ajena. Pero la altura de miras de su atentado mereció el elogio de múltiples (sic) caballeros."
En una declaración expedida el 1º de junio, Luis María Martínez había dicho: "Los católicos podrán obrar con libertad y pleno albedrío conforme a los dictados de su conciencia. Yo estoy seguro de haber obrado conforme a los dictados de la Iglesia", palabras que habían dado a la prensa confesional, grande o chica, durante los días 2, 3 y 4, pábulo suficiente para estampar los peores juicios, comentarios, desahogos y provocaciones. He aquí algo de lo mucho que los principales diarios dijeron entonces, según lo recogería Tiempo en su edición del 11 de junio:
" Miércoles 2: «Levantisca actitud del pintamonas Diego Rivera. Reta a la Iglesia y se niega a borrar la leyenda contra Dios.» (La Prensa); «Indigna al pueblo el engendro de Rivera. El pintor sabe que su obra es fruto del escándalo, que no tiene valor positivo, y por eso escandaliza de continuo, para impedir que su nombre se hunda en el silencio que merece por la mediocridad de las concepciones del obeso personaje y por la ejecución torpe.» (Excélsior).
"Jueves 3: «Todo el pueblo católico contra el pintamonas.» (La Prensa); «Boycot católico. Crece la indignación contra el renegado.» (Prensa Gráfica); «Ultimátum al Prado: o borran el engendro o lo destruyen.» (Excélsior); «O Diego Rivera borra su mural o éste será cubierto. Diego y otros comunistas pueden perder la nacionalidad mexicana.» (Últimas Noticias); «El público arrojó de un cine anoche al pintamonas que presume de ateo.» (El Universal Gráfico).
"Viernes 4: «Procede destruir el mural ateo, no taparlo.» (La Prensa); Acción directa contra el ateo Rivera.» (Prensa Gráfica); «Millones de católicos amenazan con un boicot al Hotel del Prado.» (Excélsior); «No tiene la culpa el pintamonas obeso y ateo, sino quienes lo declararon genio.» (El Universal Gráfico); «Se engalla el pintamonas.» (Últimas Noticias)."
Frente a tamaño despliegue de ceguera y pasión, nacido de la más feroz intolerancia, ¿podía callar o inhibirse la tradición liberal mexicana? Indudablemente no. Así, en ese mismo número de Tiempo —el correspondiente al 11 de junio—, publiqué, con mi firma, el siguiente editorial:
" No es Tiempo, Semanario de la Vida y la Verdad, un periódico dogmático. Es una publicación informativa, abierta, como lo indica si nombre, a todas las corrientes espirituales sinceras y generosas —lo mismo en el orden del saber que en el de las creencias— y sin mi limitación en tal actitud que el apego a esta norma: negar a cualquier escuela de pensamiento, o a cualquier credo, el derecho y los medios de extralimitarse e imponerse a otras maneras de pensar o creer.
" Con este carácter, o sea dentro del papel que le incumbe como periódico liberal, Tiempo deja oír su voz a propósito del escándalo promovido en torno a la frase «Dios no existe» inscrita en una de las pinturas del Hotel del Prado, y afirma:
• "Que debe reconocerse en Diego Rivera, aparte su genio de pintor, una gran maestría en el arte de decir su verdad y en el de conseguir que su verdad se difunda, según lo prueba el hecho de que a estas horas toda la América sabe que en México acaba de inaugurarse un hotel, el Hotel del Prado, en cuyo comedor hay, pintado por Diego Rivera, un mural con esta leyenda: «Dios no existe», publicidad que ni con millones hubieran pagado el hotel o el pintor.
• "Que así como tienen derecho a proclamar la existencia de Dios quienes creen en él, así también tienen derecho a proclamar que Dios no existe quienes creen esto otro.
• "Que la no creencia en Dios supone, en quien la tiene, una actitud religiosa análoga a la de aquellos que sí creen en Dios, pues en lo íntimo del alma la religión se reduce al «sentimiento profundo de nuestra dependencia», o a lo que «cada uno de nosotros hace con su soledad». y ningún ser humano, por muy primitivo o muy evolucionado que sea, se siente autónomo dentro del universo ni está libre de llevar el fardo que sobre nosotros pesa si nos apartamos del bien.
• "Que tan inicuo es convertir en injuria la palabra ateo, o la palabra hereje, como lo sería querer injuriar a alguien llamándolo católico, o luterano, o musulmán, o judío, o budista, o sintoísta.
• "Que sólo por ignorancia, o por excesos intolerantes —es decir, por fanatismo—, puede nadie afirmar que la expresión de una creencia religiosa ofende a quienes creen de otro modo; y que siendo la no creencia en Dios una postura tan religiosa, en lo esencial, como la de cualquier otro credo, ignorantes, intolerantes y fanáticos son aquellos que se ofenden y aíran al oír o leer la frase «Dios no existe», como lo serían también si se ofendieran ante la sola presencia de un templo protestante, o de una pagoda, o de una mezquita, o de las pirámides de Teotihuacán.
• "Que es un acto de barbarie, bochornoso entre gente civilizada, destruir o mutilar una obra de arte, de poco o de mucho valor, por la mera circunstancia de que en ella se expresen maneras de pensar o creer con las cuales no comulgue el vándalo que la destruye o mutila, y que, por lo tanto, deben avergonzarse de su conducta los «valerosos estudiantes» y los «estoicos mexicanos» —así como los periódicos confesionales instigadores del atropello— que fueron a poner la mano en los murales del Hotel del Prado, imaginándose, en su fanatismo y su furor, que por quitar ellos lo que estaba allí ayudaban a Dios a seguir ocupando el sitio que él se ha asignado conforme a su infinita omnipotencia y sabiduría.
• "Que muy creyentes y muy católicos aparentan ser los periódicos azuzadores de violencias perpetradas en nombre de Dios; pero que Tiempo duda de que en verdad sean ellos como dicen, y, está seguro de que no lo son a la hora en que, cuándo en presencia de otros hombres, cuándo ante el mudo pero enorme testigo de su conciencia, se ponen a difamar y calumniar al prójimo, muy distintos en esto del ilustre patricio Ignacio Ramírez, quien no obstante haber negado a Dios —o por ello acaso— fue un varón ejemplar, y un ejemplar mexicano cuya memoria injurian hoy escritorzuelos que no le habrían servido, en lo intelectual o en lo ético, ni para descalzarlo.
• "Que la actitud finalmente adoptada por los administradores del Hotel del Prado al decir que «respetan las creencias religiosas de sus clientes», es la correcta y natural, pues su hotel no se hizo para alojar sólo a los católicos y a quienes en acatamiento de éstos abjuren de otra fe, sino a cualquier persona creyente o descreída, que acuda allí en demanda de hospedaje y con dinero para pagarlo; por lo cual resulta todavía más lamentable que los gerentes del hotel no hayan pensado eso mismo desde el primer momento, ya que así, considerada a tiempo la improcedencia de la bendición arzobispal que buscaron, no se habría producido el conflicto que hoy los daña a ellos en sus intereses económicos y a México en su prestigio de nación culta.
• "Que se apartan de lo esencial de su misión los obispos y arzobispos que ponen las funciones de su ministerio, sagradas por su misma naturaleza, y merecedoras de que no se las manosee con pretextos utilitarios, al servicio de los fines, nada piadosos y declaradamente mundanos, de las empresas comerciales, algunas tan alejadas de Dios como el frontón, sitio en que los pelotaris blasfeman del modo más soez, y la plaza de toros, lugar donde se tortura y se mata y donde las multitudes niegan al Señor saludando con rugidos el arte de derramar sangre.
• "Que una vez dentro de ese camino, obispos y arzobispos carecen de autoridad, ética o divina, para rehusar su bendición a cualquier sitio, y menos aún por razones dogmáticas o teológicas, pues en su mano debe de estar el bendecirlo todo, cuando no niegan la santidad de la cruz ni a las abominaciones de los cabarés, donde las tongoleles de todos los grados, desde las francas hasta las hipócritas o vergonzantes, trafican con su cuerpo o pecan de otras mil maneras contra los mandamientos de Dios.
• "Que es un error comercial el que cometen los hombres de negocios al pretender, alucinados por el espejismo de la religiosidad mercantilista, los beneficios económicos que, a su juicio, deparan las bendiciones católicas, pues viene así creándose la ficción de que sin un catolicismo ostensible y militante ninguna empresa de dinero rinde todo su fruto. y esto, a la postre, se traducirá en que todos los comerciantes e industriales, temerosos de competencias ilícitas, se echen al cuello la soga de una servidumbre espiritual susceptible de exponerlos a sufrir percances parecidos al que en noviembre de 1944 se abatió sobre la Colgate Palmolive de México, S. A., que entonces hubo de hacer frente al boicot que la Iglesia Católica le echó encima por simples sospechas de protestantismo.
• "Que yerran las autoridades públicas al interpretar las leyes relativas al culto con laxitud que hace posibles las bendiciones de establecimientos y edificios destinados a usos no religiosos, pues, aparte otras consecuencias de gravedad previsible, esa política permitirá que se produzcan nuevos incidentes parecidos al del Hotel del Prado, sólo que en proporción mayor, ya que no es remoto el caso de que alguien discurra, por ejemplo, pedir bendiciones episcopales para la Universidad Nacional o para la Biblioteca Nacional de México, y hay que imaginarse lo que podría acontecer en el momento en que los periódicos confesionales se dieran a soliviantar la ignorancia, la estulticia y la violencia contra los miles de volúmenes que esas instituciones albergan acerca de la no existencia de Dios, y de las doctrinas heréticas, materialistas o ateas, y de los hechiceros, magos o brujos, y de los llamados crímenes de la Iglesia, y de la vida licenciosa o antinatural de no pocos pontífices católicos, etcétera.
• "Que con este lastimoso episodio, México ha dado un espectáculo deprimente, degradante y desmoralizador, aunque muy eficaz para descubrir los abismos de incultura, de desprecio a la dignidad humana y de odio a la libertad, alentados, como aspiración política, por quienes socavan el régimen que México ha logrado darse después de siglo y medio de un batallar tan cruel como angustioso; episodio y abismos que nos dicen cómo sería este país si tales aspiraciones llegaran a triunfar."
VI. BENITO JUÁREZ, SÍMBOLO AMERICANO
Palabras pronunciadas el 24 de noviembre de 1952 en La Fortaleza, residencia oficial del gobernador del Estado Libre Asociado de Puerto Rico
HONORABLE señor gobernador:
Me honro entregando a usted, en nombre del Presidente de la República Mexicana, don Miguel Alemán, esta efigie de Benito Juárez, la cual, si modestísima por la ejecución del óleo que la contiene, trae consigo mucho de lo más preciado que un gobernante de mi país puede brindar como presente al gobierno de un pueblo con quien nos unen lazos fraternales.
Personifica Benito Juárez, dentro del curso histórico de la ascensión política mexicana, la augusta supremacía que convierte a los poderes republicanos y democráticos en insustituible fuente de las libertades y los derechos del hombre y del ciudadano. Y representa esto, tanto por el ideario que lo guiaba y la palabra en que siempre se expresó, cuanto por su conducta personal, por sus hechos de hombre público y por el espíritu, no menos generoso que inflexible, con que quiso y supo encauzar la vida de su pueblo.
Benito Juárez fue defensor espiritual de la dignidad humana dondequiera que el hombre, ya en la fortuna o en la adversidad, ya en el acierto o en el error, convivía en aquella hora con los demás hombres, sus iguales. Fue en México el instaurador de un orden de justicia negado allí durante siglos. Fue adalid valeroso de los dramáticos azares que algunos pueblos, cual el mío, se ven obligados a desafiar como tributo al empeño, noble siempre aunque a veces cruel, de crearse una patria irreprochable, una patria limpia. Y fue por sobre todo, y para que de allí todo lo otro se derivase incontrastablemente, el más firme asiento de la ley: de la ley en su pureza máxima, de la ley creadora del Estado constitucional, de la ley que no claudica ni desfallece, de la ley que sólo protege a todos cuando ampara a cada uno, de la ley que lo mismo ha de postular interiormente, o sea dentro de cada pueblo, la intangibilidad de los derechos de los individuos, como exteriormente el respeto recíproco que entre sí han de practicar las naciones para no herir el derecho que unas a otras se reconocen.
Por todo esto, honorable señor gobernador, Benito Juárez constituye para nosotros los mexicanos no tan sólo un valor exclusivamente nacional, propio y nuestro, sino también un símbolo de amplitud americana y de proyecciones mundiales: la encarnación, alerta y actuante, de todo aquello que en el ámbito político y jurídico no admite fronteras. "Benemérito de las Américas" lo declaró hace un siglo una de las más grandes: repúblicas de este continente. Por "Benemérito de las Américas" lo tenemos nosotros, y como tal lo damos. Recíbalo usted en imagen, señor; recíbalo y guárdelo cerca de sí, para que la simpatía de aquel altísimo espíritu, vivo hoy en una patria mexicana que cuida de conservarse tal cual él la concibió, lo acompañe a usted, a usted y a quienes le sucedan en sus funciones de gobernante. Y de ese modo, señor, se realizará la intención con que el Presidente de mi país se lo envía: subrayar, poniendo el pensamiento en uno de nuestros más claros varones, los votos que él hace, según las líneas de esta carta, que también le entrego, por la felicidad del Estado Libre Asociado de Puerto Rico y por la ventura personal de usted." *
* * La necesidad de abreviar hizo que el autor suprimiera, al desarrollar su tesis ante la Universidad de Chihuahua, éste y los ocho párrafos siguientes, relativos todos ellos a la efervescencia estudiantil de marzo a septiembre de 1908.
* * Ver en Academia, " Apunte sobre una personalidad ". Tomo 1, pp. 930-952.-
* Véase, para comprobar la autenticidad de esta cita, " Acción católica española ", Colección de encíclicas y documentos pontificios. Cuarta edición, Madrid, 1955, pp. 1-9.
* * Ver "Acción Católica Española ", Colección de encíclicas y documentos pontificios. Cuarta edición, Madrid, 1955, pp. 553-559.
* Si alguien duda de la autenticidad de estas citas, consulte las páginas 1471 a 1480 de la Colección de encíclicas y documentos pontificios, obra mencionada en las notas anteriores.
* Véase el Apéndice, pp. 1008 a 1019
* Véase el Apéndice, pp. 1013 a 1016.
* Véase el Apéndice, pp. 1016 a 1017.
* Véase el Apéndice, pp. 1018 a 1019.
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