Julio de 1950
A los intervencionistas de izquierda y derecha
El problema central de nuestro tiempo es la organización económica de la sociedad. No es necesario enrolarse en el materialismo histórico para reconocerlo, ni para darse cuenta, asimismo, que de la forma como la sociedad resuelva este problema depende la decisión de muchos otros que hay parecen insolubles, como la superación del nacionalismo, el establecimiento de condiciones de paz en el mundo y el aprovechamiento para fines constructivos de los últimos y maravillosos descubrimientos científicos. A través de la historia encontramos diversos tipos de estructuración económica; sin embargo, en un momento dado, la humanidad no puede escoger un sistema económico como quien, sin limitaciones pecuniarias ni de tiempo, elige entre los viajes que le ofrece una agencia de turismo. En la época contemporánea la única alternativa que existe para un hombre que piense en serio es economía libre o economía controlada. (1) También podría yo decir que la opción se encuentra entre capitalismo, liberalismo económico o sistema de empresa libre, por un lado, y comunismo, socialismo, o economía dirigida o planificada, por el otro. Si no lo hago es porque varios de los términos anteriores, nunca demasiado buenos por lo imprecisos, se han cargado a tal punto de contenidos emocionales en la actualidad, a fuerza de usarse con fines de ataque o propaganda, que resultan casi inutilizables en un artículo como éste, en que lo que se persigue es penetrar detrás de las palabras.
¿Pero es que no hay un tercer camino? ¿No resulta intolerable la pretensión de empujarnos a uno u otro casillero, el de sostenedores de la libertad económica o el de creyentes en el dominio del Estado? El propósito del presente trabajo no es otro que someter esa difundida creencia a un examen crítico. Desgraciadamente, el corto espacio de que dispongo no me permitirá otra cosa que esbozar el tema. Como también me obligará en muchos casos a afirmaciones que no podré elaborar o ilustrar con todos los ejemplos y apoyar con todas las pruebas que desearía, espero que esto no se me tomará a dogmatismo ni a arrogancia intelectual. En otras ocasiones me he ocupado de algunos puntos conexos con mayor amplitud, y la convicción que tengo de la importancia preponderante del problema hará que celebre y aproveche nuevas oportunidades de discutirlo.
El nombre del tercer camino es intervencionismo. Su importancia práctica deriva, como se desprende de la pregunta con que inicié el párrafo anterior, de que en México, como en los Estados Unidos o los países europeos en donde todavía es posible el debate, existen muchas personas que rechazan el comunismo, a veces hasta con horror como consecuencia de sus excesos y persecuciones, pero que al mismo tiempo, trabajadas por una propaganda persistente y sugestiva, no están dispuestas a declararse partidarios del capitalismo, al que suponen causante de la pobreza, o de las crisis, o de la injusticia social, o un orden inferior desde el punto de vista moral. Sea lo que fuere de estas impugnaciones, todas ellas producto de mala interpretación o escuetamente del desconocimiento de los hechos y la teoría económica, y ya que no es el momento de exhibirlas y refutarlas, permítaseme al menos que insistiendo en lo que ya dije sobre la necesidad de indagar lo que hay detrás de marbetes tan amplios y vagos como los de capitalismo, liberalismo o socialismo, recomiende como sistema de discusión el de examinar y valorar las características esenciales de cada sistema. Efectivamente, para la mayoría de la gente, el capitalismo suscita una serie de asociaciones mentales desfavorables, empezando por la imagen de un hombre gordo, bien vestido y mejor comido, que casi siempre fuma un riquísimo habano; el liberalismo, en países donde la Iglesia católica ocupó un lugar dominante como México o España, recuerda inmediatamente las pugnas entre la religión y el Estado, con la consecuencia de que los católicos se sienten obligados a ser antiliberales; en tanto que el socialismo, para muchas personas que se han fijado en el fin, pero nunca han reflexionado sobre los medios, sería exclusivamente una doctrina de bienestar y bondad. .
Si se sigue el procedimiento que preconizo, se encontrará que el capitalismo se caracteriza por la existencia de las instituciones siguientes:
• libertad de empresa, es decir, libertad para dedicarse al trabajo, actividad o negocio que se desee, para desarrollarlos y para recoger los beneficios que sean resultado de ellos o también para sufrir las pérdidas que arrojen;
• propiedad privada, no solo de los artículos de consumo sino también de recursos naturales, capital y bienes de producción;
• concurrencia;
• y mercado libre, con libertad de elección de los consumidores, de las transacciones y sistema de precios.
En cambio, lo que distingue al socialismo y al comunismo es el control centralizado, tanto vale decir que en manos del Estado, de los medios de producción. Lo esencial es que, en definitiva, solo una voluntad decide en el socialismo. Esto demuestra su carácter inerradicablemente dictatorial, la inanidad de los intentos de combinar el socialismo con la libre competencia y el sistema de precios, y lo equivocados que andan quienes se imaginan que la dirección de la economía es compatible con la libertad y la democracia. (2) Por vía de consecuencia, todas y cada una de las instituciones listadas se esfumarán bajo el socialismo, para dejarnos la única realidad del burócrata y el policía detrás de cada esquina, si no es que dentro de los aposentos más íntimos, como en la novela Mil Novecientos Ochenta y Cuatro, de George Orwell.
Una vez llevada la discusión a este terreno más concreto, no solo ganará en claridad y objetividad. Al comprenderse que la economía controlada implica que se nos pueda imponer un trabajo con el carácter de forzoso, privarnos de todo derecho de propiedad, convertirnos a todos en funcionarios del Estado y prohibirnos decidir hasta lo que comemos, estoy seguro de que serán mucho menos numerosos sus corifeos y mucho más abundantes los hombres resueltos a defender el sistema de libertad económica que sacó a grandes porciones de la humanidad de la miseria en que vivió hasta el siglo XVIII. Aun así, la complejidad de la vida moderna, la dificultad de los fenómenos económicos, especialmente de los provocados por un tercio de siglo de política equivocada (desde la primera Guerra Mundial y, sobre todo, desde la Gran Depresión), la imposibilidad de que todo el mundo los analice y de que aplique o siga los razonamientos de la teoría relativa, y otras proclividades a que me referiré después, dejan más de una oportunidad para que aparezcan y se prohíjen teorías intervencionistas. De hecho, en la disputa entre los dos sistemas opuestos de libertad y regimentación, el que ha ganado terreno es el intervencionismo.
A diferencia del capitalismo y el comunismo, que son formas de organización bien definidas, perfectamente distinguibles una de otra, el intervencionismo no constituye una tercera estructura, diversa de aquellas dos. El intervencionismo no pretende destruir las instituciones fundamentales de la economía libre ni desplazar a ésta. Tampoco tiene como propósito declarado la implantación de la dirección centralizada de los medios de producción. Su objeto es una combinación, una solución intermedia entre capitalismo y comunismo, en que se eliminarían los inconvenientes y abusos de aquel, sin llegar a los males y perniciosas consecuencias de éste. Para ello se limita la libertad y se ponen en juego todos los medios del Estado, con la amenaza o la aplicación final del que le es privativo, o sea de la coerción y la violencia. Como el intervencionismo coincide fundamentalmente con el socialismo en la parte de crítica a la economía libre, lo que lo caracteriza e identifica es el rasgo que acabo de señalar y del cual deriva su nombre, a saber, la intervención del Estado, la utilización del aparato y el poder de éste, en todos los casos en que el funcionamiento del sistema de libertad da un resultado diverso del que los propugnadores de aquel consideran como ético o como deseable.
¡Qué fin más noble! ¡Qué construcción más elegante! Conservar las ventajas de la iniciativa individual sin caer en los peligros del colectivismo. Hermanar las energías de la sociedad y la unidad del Estado, y en un solo esfuerzo armónico lograr la justicia, la paz social y la prosperidad. No debe extrañar que esta hermosa utopía haya seducido a espíritus generosos y esclarecidos desde los tiempos más remotos. En efecto, aunque no falta quien lo presente como la última novedad, el intervencionismo es tan viejo como la historia. En la primera compilación legislativa escrita que se conserva, en el Código de Hammurabi, se encuentran leyes sobre la fijación de precios, y esta forma de intervención, en unión de innumerables otras, persiste en Egipto, China, Grecia, Roma, la Edad Media, el Renacimiento, la época Mercantilista y la Revolución francesa, para emerger con más pretensiones que nunca en nuestros días. Lo malo es que tanto la secular experiencia histórica que recuerdo, cuanto el análisis teórico, le son adversos. En la imposibilidad de asomarme siquiera a aquella, con sus variadísimas enseñanzas y advertencias, me concreto a éste, sintiendo únicamente que las circunstancias no me permitan hacerlo con la extensión y profundidad con que merece tratarse esta ilusa y nociva teoría, que perdura a pesar de los crueles desengaños que ha experimentado y de haber sido refutada innumerables veces.
Realmente, para ser completo, el examen del intervencionismo, que repito que no se ostenta como un sustituto, sino simplemente como correctivo del sistema de mercado, debería partir del estudio del funcionamiento de éste, para así determinar la exactitud de las dos tesis centrales que encontramos cuando después de reconocer que el régimen de libertad económica tiende a la aplicación optima de los recursos productivos y, por tanto, al máximo de producción, se alega que en la realidad se den los supuestos en que se basa la teoría y se hacen notar sus deficiencias y limitaciones, o se subrayan las consecuencias que se estiman indeseables del libre juego de los intereses individuales. Pero concedamos estos puntos a la parte contraria a pesar de "Que unos son inexactos y otros se exageran grandemente, y de que, en todo caso, la conclusión que se desprende rectamente, cuando se comprueba una imperfección en la operación del mercado libre, es la necesidad de mejorarlo y de lograr que funcione con eficacia, no de desorganizarlo y eliminarlo. Y ya que el hecho en que basa todas sus pretensiones el intervensionismo es su virtud de lograr mejores resultados que la economía libre, investiguemos cómo funciona a su vez y, más concretamente, si puede deliver the goods como se dice en inglés, esto es, alcanzar las finalidades que los gobiernos y las personas que recurren a él declaran que persiguen.
En el terreno económico esas finalidades no pueden ser sino mayor abundancia económica para el mayor número posible de los habitantes de un país. En otras palabras, el fin primordial del intervencionismo no es diverso del que se proponen el capitalismo, ni aun el comunismo. (3) Por si hubiere duda con relación a esto, me concreto a llamar la atención sobre el nombre con que los partidarios de la última modalidad intervencionista han bautizado su creación; la llaman the welfare state, el estado del bienestar, esto es, un cuerpo político que tiene como objetivo el bienestar de las masas. Y el bienestar que se promete es en primer lugar el económico.
Aunque las manifestaciones de la intervención oficial son variadísimas, el análisis nos permite clasificarlas bajo tres grupos: l) medidas cuyo objeto principal es desviar los factores de la producción, los cauces que habrían seguido en el mercado libre, hacía otros preferidos por sus autores; 2) medidas cuyo objeto es modificar los datos arrojados por el mercado; 3) medidas cuyo objeto es cambiar la distribución de la producción y, en general, de la riqueza. Las primeras pueden ser directas (prohibiciones de ciertas industrias, declaraciones de saturación, cuotas de producción) o indirectas (tarifas proteccionistas, subsidios). Para modificar las indicaciones del mercado se recurre a la fijación de precios (solo por brevedad utilizo esta palabra, dado que las cifras elegidas por decisión de una entidad con fuerza coactiva no pueden considerarse como precios, que por definición son el resultado de la interacción de los individuos en el mercado). En la práctica encontramos tanto precios máximos (rentas, artículos de consumo) como mínimos (precios de apoyo a ciertos productos agrícolas, salarios) y comprobamos que unas veces los declara e impone el gobierno directamente, en tanto que en otras permite que lo hagan agrupaciones particulares (monopolios legalizados, sindicatos), a los que presta el apoyo de su autoridad o les permite el empleo de la fuerza física y la violencia (huelga, cierre de plantas y oficinas). En las tres variedades de providencias que distingo se recurre a los poderes fiscales del gobierno; sin embargo, es tratándose de la tercera categoría de medidas cuando se usa con más frecuencia este aspecto de la actividad oficial (provisión de servicios gratuitos, impuestos progresivos sobre la renta y las herencias).
Ya sobre la base de este cuadro esquemático de las interferencias más frecuentes, y siempre a vuela pluma, examinemos los resultados, que son de esperarse de cada una. Como señalé arriba, su actuación, su rendimiento, son los únicos criterios para juzgar sobre el pretendido tercer camino en el terreno económico en que planté a la discusión y se presenta a sí mismo como superior al capitalismo que crítica. Con otros términos: lo que tiene que probar el intervencionismo es que puede aumentar la producción, elevar el nivel general de vida y consiguientemente asegurar mayor bienestar a toda la población.
La desviación de la producción por canales diversos de los que seguiría en un mercado horro de obstáculos posee un carácter tan obviamente restrictivo, que no es exagerado hablar de restriccionismo para designar el conjunto de los medios que emplea el Estado con ese objeto.
En todos los casos se prohíbe cierta especie de producción (en el sentido más amplio de la palabra e incluyendo, por tanto, el comercio, los servicios, la banca y el transporte), o se vedan determinados procedimientos, o se hacen más difíciles o más caros. A priori podría afirmarse que dada la tendencia del mercado libre al empleo óptimo de los factores de la producción y para la satisfacción máxima de las necesidades humanas más urgentes, estas trabas tienen que traducirse en deterioro del proceso productivo y empobrecimiento de la generalidad. El examen detallado de uno cualquiera de los artificios restriccionistas lo corroborará plenamente. Supongamos una limitación en el número de fábricas dedicadas a determinada rama o bien en la cantidad de artículos que puedan manufacturarse. Demos por sentado también que la restricción se observa o hace efectiva. Naturalmente, el precio del producto se elevara y aumentaran asimismo los beneficios derivados de la actividad de que se trate. Los partícipes en ella, asalariados, inversionistas, empresarios, mejorarán al recibir sus respectivas retribuciones con más seguridad o inclusive en mayores proporciones que antes. Tal parecería, por tanto, que la medida es benéfica en general y que debería aprobarse. Quien tal haga, adolecerá de notoria miopía. Al verse obligados los consumidores a pagar más por el efecto restringido, automáticamente tendrán menos que desembolsar en otros artículos. consiguientemente, lo que ganan los interesados en la industria A, lo pierden los que dependen de las industrias B, C, D ... Para la sociedad no existe ventaja neta alguna. Por el contrario y dado que la riqueza se crea gastando cierta cantidad de factores de la producción y que la restricción de esa cantidad no puede aumentar sino reducir los bienes producidos, desde el punto de vista general lo que hay es una pérdida neta, de un monto igual al de la producción que se impidió. Un grupo ganó, pero a expensas de la comunidad. En conjunto, ésta es más pobre y no más rica. El intervencionismo no solo no alcanzó su objetivo, sino que provocó un resultado precisamente contrario al que buscaba.
Aun más fácil resulta la demostración en el caso de la fijación de precios, demostración que se ha hecho tantas veces que da pena ocupar con ella el tiempo de los lectores. La función de los precios es lograr el equilibrio de la oferta y la demanda. Cuando el gobierno los inmoviliza en un nivel inferior al determinado en el mercado aumenta la demanda, puesto que los compradores se sentirán más inclinados a adquirir y que también crecerá fuertemente el número de los que no podían hacerlo a la tasa anterior, pero lo encuentran posible al precio impuesto. Si en cambio se decretan precios superiores a los establecidos por el mercado, serán los vendedores los que afluyan a él y la oferta la que excederá a la demanda. En ambos supuestos, el mercado deja de cumplir sus funciones, se hace indispensable un nuevo principio para la distribución de los bienes disponibles, y aparecen las colas, el racionamiento y el mercado negro en un caso, la sobreproducción y el desempleo crónico en el otro. Esto porque además de servir para, asignar los artículos ya producidos, los precios llenan una función mediata pero aun más importante, la de orientar y dirigir la producción. Los precios son señales, indicaciones, a los empresarios, de los sectores en que existe demanda insatisfecha y, por tanto, debe intensificarse la producción, y de aquellos otros en que la oferta no puede absorberse íntegramente, por lo cual lo procedente es una contracción de la producción futura. Los empresarios responden a estos estímulos hasta el límite posible en cada constelación de circunstancias debido al deseo de obtener utilidades o de evitarse pérdidas. Y la consecuencia social es el empleo de los factores de la producción en aquellas direcciones que darán satisfacción a los deseos más importantes y urgentes de los consumidores. (4) Consideremos ahora lo que ocurre en un régimen en que las señales han dejado de funcionar con verdad, es decir, en que el gobierno ordena que compradores y vendedores se arreglen a unas cantidades que solo tienen de común con los precios el hecho de expresarse en monedas de curso legal. Si la cifra oficial es inferior al precio de mercado, los productores marginales, esto es, los que trabajan con costos más elevados, perderán y serán eliminados. Los demás productores continuarán sus actividades, pero no aumentarán sus inversiones, sino que, por el contrario, destinarán a otras finalidades los factores no específicos de que dispongan y aun se retirarán totalmente el día en que puedan hacerlo, para dedicarse a la producción de bienes que ofrezcan mayores beneficios. Por vía de consecuencia, la oferta del efecto controlado, tanto más importante cuanto que esté casi siempre es de primera necesidad, disminuirá en vez de aumentar como quería el gobierno. Exactamente lo mismo, únicamente que en sentido opuesto, pasará con los precios o salarios mínimos. Al encontrar las autoridades que no todos los agricultores que cultivan determinado artículo, ganan lo necesario para continuar produciéndolo, estatuye un precio de garantía, abajo del cual no podrá descender. Ahora bien, el poco satisfactorio precio anterior no era caprichoso: tenía una causa y ésta no puede ser otra que un exceso en la producción o una insuficiencia en la demanda. La implantación del precio mínimo perpetúa estas condiciones e impide que la producción se ajuste al consumo, al mantener en actividad a los productores marginales e inclusive atraer a otros nuevos, que frente a un precio inferior habrían aplicado sus recursos a la producción de bienes diversos. Y terminando ya esta parte, por segunda vez, con los precios controlados como las medidas restriccionistas, comprobamos que el resultado real que se obtiene es diametralmente opuesto al buscado por sus propugnadores. Las condiciones que se crean no son mejores sino peores que las que existían anteriormente a su implantación. Algunos grupos pueden salir beneficiados y enriquecerse, pero la sociedad en conjunto pierde y se empobrece.
Por falta de tiempo y porque origina problemas más amplios, no me es posible ocuparme de la forma de distribución de la riqueza, representada por la política inflacionista y de expansión de crédito que siguen la mayor parte de los gobiernos contemporáneos. En cuanto a las demás medidas encaminadas a lograr una repartición diversa de la determinada por el orden capitalista, por ejemplo organizando servicios gratuitos o semigratuitos para los usuarios (programas de casas baratas, servicios médicos sociales), es tan patente que significan un costo en vez de un ingreso, que los argumentos con que se intenta defenderlos son casi exclusivamente de justicia. En otras palabras, se elude justificarlas en el terreno económico en que el intervensionismo blasona de poder ganar la discusión y en que es objeto de este documento examinarlas. Si hacemos esto último, será fácil verificar que dado que el Estado no puede dar nada a nadie que antes no lo quite más o menos subrepticiamente o que no quite a otros productores, el efecto neto de su absorción de toda clase de actividades se reduce a que la administración decida y gaste, en vez de que lo hagan los interesados. En conjunto, esto tiene que resultar menos eficiente y traducirse en menor rendimiento para la comunidad porque a la satisfacción más imperfecta (siempre desde el punto de vista de los consumidores) de las necesidades que se trata de llenar, hay que agregar las perturbaciones que origina la política y las complicaciones, los errores e inmoralidades de la burocracia. Sobre todo, los recursos sociales disponibles para el efecto no crecen porque entre ellos y su utilización se interponga el pesado cuerpo del Estado, sino que se contraen al tener que expensar el elevado y siempre creciente costo de los servicios tan engañosamente calificados de gratuitos. Mas en general, e independientemente por tanto, del destino que dé el gobierno a los fondos que recauda, no hay duda de que cuando la exacción fiscal traspasa ciertos límites, desalienta la formación de capitales, como en Estados Unidos, o aun da lugar al fenómeno inverso, en que el capital existente se disipa y consume, según está a la vista en Inglaterra. No hablemos de las expropiaciones y confiscaciones, especialmente cuando no constituyan actos aislados y extraordinarios, sólo comparables en sus efectos a esos cataclismos que paralizan hasta la voluntad de reconstruir y tras de los cuales la recuperación es tan lenta como penosa. Y por tercera vez se confirma el fracaso de la ambiciosa tesis intervensionista: ningún país puede hacerse rico quitando a unos para dar a otros y atemorizando y desmoralizando a todos. Es cierto que al que parte y recomparte -en el caso, al Estado y, más concretamente, a los políticos profesionales, a sus amigos y a los grupos que los apoyan o a los que favorecen,- le toca la mejor parte, pero ni el total por repartir es mayor, ni con esa distribución sale beneficiada sino más empobrecida la masa general de la población.
Como consecuencia de lo expuesto, puede afirmarse con seguridad que las medidas aisladas intervencionistas no solamente no producen riqueza sino escasez, abundancia si no miseria. No se trata de un juicio de valor, ni de que me parezcan malas porque coartan la libertad y conducen al totalitarismo. En el terreno que compete a la ciencia económica, el de mostrarnos las consecuencias de nuestros actos y de capacitarnos para obrar congruente y racionalmente, puede demostrarse que los resultados de la intervención del Estado son contrarios al propósito que persigue y que desde el punto de vista de quienes la quieren, no desde mi punto de vista o en opinión de los partidarios del capitalismo, acaba en una situación peor que la que iba a reformar. La política intervencionista tiene que terminar, por consiguiente, en el fracaso y la frustración, o bien seguir adelante, extendiéndose horizontal y verticalmente, hasta desembocar en la dirección total de la economía y el socialismo de tipo nazi. Esta progresión ha de ofrecer grandes tentaciones a quienes se han embarcado en la aventura intervencionista y constituye una de las mayores amenazas que ofrece. Al advertirse que el precio máximo impuesto a la leche, pongamos por caso, hace desaparecer este producto del mercado, fijemos los precios del forraje, del ganado, etc.; si no basta, controlemos los precios de otras actividades y artículos, como la pasteurización, los envases, el transporte; si la producción se ha desviado hacía mantequilla y quesos, fijémosles precios, limitemos la cantidad que puede fabricarse de ellos; si tampoco alcanzamos el resultado apetecido, congelemos los salarios de cuantas personas intervienen en la industria de la leche o aun de las conectadas con ella y todavía impidamos por la fuerza que los productores abandonen este campo; si la oferta de leche es cada vez menor, continuemos de acuerdo con la lógica interna del intervencionismo y demos el último paso, controlemos todo, sin excepción. Entonces habremos eliminado al mercado completamente, nos encontraremos en el extremo opuesto del que partimos y habremos establecido un sistema indistinguible del comunismo que empezamos por repudiar.
No hay duda, por consiguiente, de que el intervencionismo constituye un eficacísimo instrumento en la lucha empeñada desde hace tiempo con el objeto de destruir la sociedad liberal en que a pesar de todo vivimos todavía. En primer lugar, presta una ayuda inapreciable a quienes trabajan por el advenimiento del comunismo! pero se dan cuenta de que tropezarían con obstáculos fortísimos si abogaran abiertamente por esa forma de organización. Tal vez más grave todavía sea el hecho de que el intervencionismo complica y agrava los problemas económicos a un grado tal que la mayoría de la gente, entre ella la mayoría de las clases que antes desempeñaban la más importante de las funciones de mando, la de proporcionar ideas rectoras de la sociedad, se halla aturdida y perpleja ante dichos problemas y aun se ha formado la opinión de que no tienen solución perfecta.
¿Pero no causa extrañeza esta situación? Si en el campo ideológico son irrefutables las fallas del intervencionismo, si no solamente la bancarrota de esa política sino sus efectos catastróficos y el peligro que ofrece son visibles en todas partes, especialmente en aquellos países que la han llevado más lejos, ¿como explicarse que no pasa para siempre al olvido, avergonzada de la confusión que ha engendrado y de los males sin cuento que ha traído a la humanidad? La explicación es compleja y difícil, pero a mi juicio debe intentarse porque ayudará a disipar la bruma mental que ha descendido sobre gran número de nuestros semejantes y los tiene indecisos y privados de voluntad para responder al reto de nuestra época. Con la brevedad casi taquigráfica a que me obliga la finalidad de este artículo, apunto algunas razones: a) Por temperamento, el hombre es transaccionista, especialmente frente a asuntos que no entiende y que cree que no le afectan directamente. La mayoría estima que el debate concierne exclusivamente a una clase mítica, "los capitalistas" o "los banqueros", y el gobierno. ¿Qué cosa más natural que piense que cada quien debe tener parte de la razón y que entre la libertad que reclaman aquellos y el control total que teme instintivamente, la solución debe estar en el justo medio del intervencionismo? b) Tanto en materia económica como en general, sin el auxilio de la ciencia nuestra percepción e interpretación de los fenómenos son groseras y engañosas. El conocimiento científico tiene precisamente por objeto ampliar nuestro campo de visión y nuestra comprensión, así como hacerlas más exactas. Pero así como el entendimiento indocto no advierte la redondez de la tierra, así también en asuntos económicos no ve más allá de los efectos próximos e inmediatos de un acto o una política. El vulgo es incapaz de comprender las consecuencias secundarias que generan en el tiempo o en el espacio o de seguir un razonamiento largo y un poco complicado para explicárselas. Y como, según admití!, las medidas intervencionistas parecen tener buen éxito de inmediato y pueden favorecer a grupos especiales, el hombre impreparado no necesita más prueba para quedar convencido de su eficacia. c) En el proceso económico, todos tenemos una doble personalidad: por un lado somos productores, por otros consumidores. Aunque es frecuente que con notoria falta de lógica se pida la intervención del gobierno contra los consumidores cuando los precios bajan, y se proteste asimismo y se solicite su ayuda contra los productores cuando los precios suben, el interés que predomina en la mayoría de las personas es su interés como productores. Este es más directo y especial, en tanto que los intereses comunes de los consumidores son difusos y se prestan poco para organizar agrupaciones que los saquen adelante. Y así vemos que en los países democráticos los votantes emiten sus sufragios para favorecer su interés como productores y en contra del bien general, que comúnmente coincidiría con su interés como consumidores e inspiraría una política económica acertada, ya que todos somos consumidores.
Sea que se acepten las explicaciones que propongo o que se encuentren otras causas a la funesta ceguera de nuestros contemporáneos frente al desastre del intervencionismo, repito que el hecho es que éste ha ganado terreno desde que la primera Guerra Mundial le abrió las puertas por primera vez. ¿Es de preverse que siga como hasta ahora, extendiéndose e intensificándose cada vez más? No es de creerse. El intervencionismo ha vivido de las reservas acumuladas bajo el capitalismo y así ha logrado ocultar un tanto sus desmanes, pero esas reservas se han disipado ya en algunos países, en tanto que en otros su agotamiento sólo es cuestión de tiempo. El intervensionismo es esencialmente inestable, como ya hice notar y creo haber demostrado, porque no es un verdadero tercer sistema, sino que oscila entre el capitalismo del que parte y el comunismo al que no quiere llegar. En consecuencia, o la humanidad tiene el momento lúcido y recapacita al borde del abismo, o se arroja a éste y a la nueva edad oscura de la cual nos han proporcionado un aterrador anticipo la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin.
De lo que no cabe duda posible es del peligro en que existimos. Dejemos atrás el hecho a cuya prueba he consagrado este trabajo, de que el intervensionismo constituye una solución aparente, frustránea y suicida, que no eleva el nivel de vida sino que lo deprime, que no crea riqueza sino que la consume. Su filosofía básica es equivocada y perniciosa. Como el colectivismo al que cree oponer un valladar, desconfía del individuo y de sus capacidades innatas, para encontrar la salvación en una entidad exenta de sus limitaciones y debilidades que estaría fuera de la sociedad y sería superior a ésta. En la práctica, el intervencionismo es mero estatismo. Más aun, con la omnisciencia y omnipotencia que atribuye al Estado y que nada justifica, ni el razonamiento teórico ni la experiencia histórica, el intervencionismo profesa una verdadera estatolatría e inclusive es inferior bajo este aspecto al comunismo, que al menos en teoría no exalta al Estado y aun habla ilusamente de su desaparición. De la misma manera, el intervencionismo es enemigo de la libertad individual. No se trata simplemente de que sus medios específicos de acción sean la orden y la prohibición y de que entrañe necesariamente una disminución en la libertad y un aumento en la coacción. El mal arranca de más hondo, de que contrariamente a la ingenua tesis de que es posible escindir lo económico de lo no-económico, la libertad es indivisible. Como en rigor no hay motivaciones puramente económicas, que puedan apartarse de los otros fines que perseguimos en la vida, toda merma en la esfera de la libertad económica se traduce en una pérdida para nuestra libertad en otros campos. En otras palabras, no existe un sector económico, de rango inferior y bien acotado de los demás, en que el Estado pueda injerirse con inocuidad para la libertad personal. Toda intervención en los medios supone una intromisión en los fines, automáticamente, la resolución sobre qué fines hemos de cumplir y sobre el rango de los valores a cuya realización tienden, se desplaza en gran parte del individuo al Estado, hasta absorberse en absoluto por el segundo en el comunismo, que por esto es fatalmente totalitarismo.
¿Qué pueden tener de sorprendentes, después de las conclusiones anteriores, las consecuencias necesarias, por doquier observables, del estatismo y del abandono de la libertad? El Estado crece y se hipertrofia hasta asumir las proporciones de un Leviatán o un Behemot. En vez de centro de unión y gestor del interés general, se convierte en motivo de conflictos e instrumento de apetitos particulares, al que cada grupo presiona o del que ansia apoderarse para aplicar su coacción y su fuerza en beneficio propio. Las instituciones políticas se deforman y corrompen, porque ideadas para otras finalidades y- otro ambiente, resultan inadecuadas en un Estado al que impacientan las limitaciones y estorba el derecho. No solamente en la vida pública y la administración aumenta la inmoralidad como consecuencia del poder que adquieren sobre la vida económica, sino que el pueblo todo se habitúa a los fenómenos que acompañan al intervencionismo: el contrabando, el cohecho, los mercados negros, los favores gubernamentales; y deja de confiar en el esfuerzo propio y pierde el sentido de responsabilidad, para buscar su prosperidad a costa de los demás y para convertirse de ciudadano en súbdito y de hombre libre en pupilo del poder público.
El problema del intervencionismo no es, pues, puramente económico, sino mucho más general. Aunque sus repercusiones políticas y sociales son innegablemente de la mayor trascendencia, sigo pensando que es después de sujetarlo al análisis económico como debe emitirse un juicio decisivo sobre él. Pero ya sea en este terreno, o en aquellos, o en el más amplio de los efectos del intervencionismo sobre la persona humana, en todos se confirma el mal que nos amenaza y se justifica el título que he puesto a este artículo, tomándolo al ilustre escritor que dio la voz de alarma hace casi 25 años. Y puesto que también se comprueba que la falta de originalidad de mi trabajo comienza desde el epígrafe, no tengo pudor en cerrarlo asimismo con palabras del propio Ortega y Gasset, que además de meditar con la inteligencia, deberían saber de corazón; según se decía en romance antiguo, quienes nos conducirían por ese falso y aciago camino: "Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre empuja los destinos humanos".5
Notas:
1.- El sindicalismo, con su variante del corporativismo, no pueden ser tomados en serio ni han pasado de palabras, quien estime que los descarto en forma perentoria puede consultar, entre otras, la confutación del eminente economista Wilhelm Ropke, en su obra La crisis social de nuestro tiempo, pp. 116 y siguientes de la traducción española, a pesar de su simpatía con algunas de las proposiciones de la Iglesia católica en materia económica.
2.- El socialismo ha atraído a tantas almas bien intencionadas y que sinceramente aborrecen las fatales consecuencias que señalo, que mi empleo de los dos conceptos de socialismo y comunismo como intercambiables no puede dejar de provocar una protesta indignada. Admito que existen diferencias entre ambos sistemas, siendo las principales: a) una de amplitud: el socialismo estatizaría las industrias básicas; para el comunismo, en principio, no hay límites para la estatización; b) otra de método: el socialismo confía en los procedimientos graduales y pacíficos; el comunismo cree en la acción revolucionaria y violenta; c) finalmente, el socialismo desearía proceder con arreglo a las normas aceptadas de moralidad y conservar la libertad, especialmente la civil y la política, y la democracia; el comunismo rechaza la moral tradicional y, aunque habla por razones de lucha de "la verdadera libertad" y "la democracia popular", es fundamentalmente iliberal y antidemocrático. Estas diferencias son secundarias y no bastan para oscurecer la cuestión central, que es la de la ubicación del control sobre la vida económica. Además, la última diferencia, la más importante, no pasa de ser un buen deseo. El camino que lleva Inglaterra, no obstante la fortísima tradición liberal de su pueblo y el hecho de que apenas se encuentra en los pródromos de la socialización, lo prueba superabundantemente.
3.- En todos los sistemas, además de finalidades económicas, se persiguen otras de índole muy variada, de moralidad, humanitarias, nacionalistas, etc. nadie duda de que muchas se pueden lograr mediante la acción oficial. Pero es igualmente claro que desde el punto de vista económico esta clase de medidas representan un costo, no un ingreso. La ciencia de la economía no las aprueba ni las desaprueba. Se concreta a hacer luz sobre su verdadera naturaleza.
4.- Claro que conforme a la escala de valores de los propios consumidores. A esto se objeta que el mercado orienta la producción hacia los campos que dejan mayores beneficios y no hacia los más necesarios socialmente o a los “verdaderamente útiles”. La culpa no es del sistema del mercado, sino de los deseos de los hombres. Por tanto, instrúyase y convénzanse para que no quieran cosas de poca “utilidad social” (como el chicle de mascar o las corridas de toros) o que inclusive son perjudiciales o inmorales (como las bebidas alcohólicas, o los servicios de cabareteras y prostitutas). Pero revela muy escaso espíritu democrático y mucho de superioridad y paternalismo, quien critica por este motivo a la economía libre y se escuda en supuestos argumentos económicos para imponer autoritariamente sus preferencias personales.
5.- La rebelión de las masas.
FUENTE: Los negocios en México. Carta mensual de la Asociación de Banqueros de México, mayo y junio de 1950.
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