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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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1947 Los vencedores. Antonio Díaz Soto y Gama.

1947 Agosto 20

 

LOS VENCEDORES

Jamás olvidaré la lección que sobre historia, política y sociología práctica me dio una persona ajena en todo y por todo a la historia, a la política y a la sociología.

En un corrillo empezaba yo a expresar mi opinión sobre Hernán Cortés, cuando de pronto uno de los interlocutores atinadamente me interrumpió diciendo en forma concisa y lapidaria: ‘‘Yo no creo en Hernán Cortés por una razón casi única:... porque fue vencedor...’’

Quedé a la vez convencido y asombrado. Convencido por lo vigoroso y rotundo del argumento. Asombrado, por la penetración y profundidad que dio pruebas aquel profano en materias en que especialistas eminentes de modo lastimoso desbarran.

En efecto, me dije cuando me hube quedado a solas: si Hernán Cortés triunfó, fue con frecuencia a costa de la lealtad y de la rectitud. No fue leal con su jefe y protector Diego de Velázquez; fue en lo absoluto desleal y carente de caballerosidad y gratitud con Moctezuma, de cuya confianza, amistad y benevolencia abusara. Por la puerta falsa entró para suplantar al emperador azteca y hacerse dueño de sus dominios. El ilustre Fray Bartolomé, el defensor inmortal de los indios, hubo de echárselo en cara. ‘‘QUI NON INTRAT PER OSTIUM FUR EST ET LATRO’’ (el que no entra por la puerta, obra como ladrón) ¾tuvo que confesar Cortés a Las Casas al preguntarle éste que ‘‘con qué justicia y conciencia había preso a Moctezuma y usurpádole sus reinos’’.

¿Y qué diremos de algunos otros de nuestros vencedores? ¿Qué decir de Iturbide, el hombre que sin ningún escrúpulo rompía juramentos de fidelidad y cambiaba de causa y de bandera según el sentido o el rumbo en que soplaban sus ambiciones? ¿Y de Santa Anna, el eterno tránsfuga, el veleidoso y tornadizo, el traidor a todas las tendencias y a todos los partidos?

Santa Anna venció seis, siente, ocho veces. Pero ¿cómo venció? A fuerza de vergonzosos malabarismos y continuas prevaricaciones; a expensas de los compromisos que ayer contraía para burlarlos al día siguiente. Triunfó por insincero y por comediante, por la consumación de actos de bajeza, de tartufería y de histrionismo.

De los contemporáneos (1910 en adelante), ni qué hablar. Los hemos tenido de todos los tamaños y categorías: ambiciosos vulgares, arrivistas clásicos, logreros empedernidos, mañosos estupendos, intrigantes de genio, hijos mimados de la fortuna, astutos con sagacidad vulpina, lobos con piel de ovejas, impostores disfrazados de apóstoles, negociantes de habilidad y audacia apenas concebibles, especuladores anonadantes. Pero todos, eso sí, afortunados invencibles, maestros en el arte de apoderarse del poder y de no abandonarlo jamás.

Han vencido, sí, ¿pero en qué forma? Como lo hacen todos los vencedores: echándose los escrúpulos a la espalda, sacrificando a veces la conciencia, a veces la gratitud o la amistad, echando al olvido las conveniencias de orden moral, transigiendo con el crimen si es preciso, aceptando compromisos inconfesables, recurriendo a la genuflexión, a la prosternación, a todo género de humillaciones y componendas, si ellas son útiles o indispensables para el triunfo.

Cuando se profesa la religión del éxito, cuando se tiene como único programa el conocido y desquiciante aforismo: ‘‘en política todo es permitido y perdonado, menos la derrota’’; todos los medios son buenos y todos los procedimientos aprovechables, con tal que permitan llegar a la cumbre. Pero ¿los intereses de la colectividad? Ellos sólo cuentan si por casualidad coinciden con las miras personales o bien, transitoria y excepcionalmente en el mejor de los casos, con las miras y las exigencias del grupo, camarilla u oligarquía de que se forma parte.

Y lo peor es que, una vez en las alturas que producen vértigo, muy pronto se pierde el sentido de la realidad. La adulación y el suficientismo se apoderan del ánimo y hacen su efecto. Se comienza por molestarse con las críticas y censuras, por fundadas que sean; causan ellas después irritación, y a la postre se acaba por desdeñarlas. Este ya es el período de la franca decadencia: se procuró, al principio, muy al principio, satisfacer la opinión pública, y se termina repudiándola y atendiendo sólo al consejo o a las pérfidas insinuaciones de los turiferarios, de los que mejor saben manejar el incienso y la lisonja.

Porque nada más propio que el poder para fomentar la vanidad y producir orgullo y engreimiento. Aun los hombres más ilustres, aun los varones más fuertes llegan a ser víctimas de esas pasiones insanas, de esos estados de espíritu que conducen al desastre.

La historia lo ha visto con Luis XIV, con Napoleón, y más recientemente con Porfirio Díaz y con Roosevelt, dos de las más notables figuras de nuestra América.

Ambos se ensoberbecieron y se inflaron de arrogancia al final; y así fue cómo, después de aciertos indiscutibles, incurrieron en sus últimos años en yerros y torpezas que sólo se explican por exceso deplorable de egolatría. Y si aun a aquellos a quienes el triunfo ha costado indiscutible y meritorio esfuerzo, llega la victoria a envanecerlos y marearlos, ¿qué sucederá con aquellos a quienes el azar, el favoritismo, las contingencias de la política o las simples combinaciones de grupo han encumbrado a puestos más o menos altos y llenado de honores que deslumbran, ofuscan y fascinan? Si a un Porfirio Díaz, hombre de cualidades relevantes en todo lo que dice relación con la energía, el carácter y la aptitud para la administración y el gobierno, acabaron por envenenarlo y conducirlo al fracaso el orgullo de su posición, el engreimiento por sus triunfos, la lisonja y el cortesanismo ambiente, ¿qué daños no recibirán de la adulación, de la egolatría y del engreimiento, los que deben a la fortuna, más bien que a una labor tesonera y heroica, el rápido y deslumbrador ascenso?

¿Síguese de aquí que todos los vencedores por fuerza están condenados al fracaso? No, seguramente, si a tiempo adquieren el sentido de la responsabilidad.

Los hay que, inspirados por la conciencia de los altos deberes que les impone su cargo, realizan un esfuerzo supremo para vigilarse a sí mismos, evitando cuidadosamente ser víctimas de la ofuscación, de la concupiscencia y del orgullo que casi siempre acompañan a la posesión y disfrute del poder. Si a esto agregan la vigilancia sobre el círculo que los rodea y saben imponer a sus colaboradores la honestidad y la templanza, el cuidado del bien público y el celo por el cumplimiento del deber, podrán los que así obren, atraerse en vez de los desastres que son inseparables compañeros de la fatuidad y del engreimiento, el franco aplauso de los contemporáneos y de los pósteros, dispuestos de seguro a perdonar lo que de impuro o de indecoroso haya habido en la conquista del poder.

Pero ¡qué difícil es llegar a ese control de sí mismo y de los demás, sin los cuales las más bellas promesas y los más atractivos propósitos en forma lastimera fracasan!

 

 

 

Fuente: El Universal, 20 de agosto de 1947.