Manuel Avila Camacho, 21 de Abril de 1943
Excelentísimo señor Presidente:
Por las virtudes que os califican esencialmente y por la significación del momento solemne en que se efectúa vuestra visita y de la distinguida señora de Rooselvelt, en quien saludamos a una representativa eminente de la mujer norteamericana, de alma siempre abierta a todas las nobles aspiraciones, este acto no constituye sólo un motivo de honda satisfacción para mi país, sino una prueba incontrovertible de la altura que han alcanzado nuestros dos pueblos en su deseo de ocerse, de comprenderse y de colaborar, sin interrupciones ni decaimientos para el logro de la aspiración democrática que los une.
México no ha necesitado alterar ni el más leve concepto de su doctrina para encontrarse al lado de las naciones que están luchando por la civilización del mundo y por el bien de la humanidad. Nuestro camino auténtico no ha variado. Nuestro sentido del honor sigue siendo el mismo que se expresó con las armas, en el pasado, para defender nuestro territorio y sostener nuestras instituciones. Si el solidarizarnos con vuestra Patria en la presente emergencia hubiera implicado para nosotros un cambio imprevisto de derrotero, nuestra cooperación no gozaría del unánime apoyo que la opinión mexicana le otorga
¿Cuáles son, entonces, las causas de nuestra firme y sincera cordialidad? La mejor respuesta a esta interrogación Vuestra Excelencia personalmente me la está dando.
En efecto, ni Vuestra Excelencia ni yo creemos en los recuerdos que niegan, porque ambos ponemos nuestra esperanza en la validez de los principios, en la perfectibilidad de los hombres y en la capacidad constructiva del ideal.
Nos brinda un testimonio elecuente de semejante capacidad el espíritu que, desde hace años orienta a vuestro país y que lo ha llevado a robustecer por todos los medios posibles los generosos sistemas de la igualdad y la independencia. En este proceso —que tanto debe a vuestra pericia de gobernante— los Estados Unidos no han tenido que buscar un modelo ajeno. Para sentir que su verdadera grandeza no estriba en el predominio, sino en el respeto de las soberanías y en la concordia bajo la ley, les bastó volver con exactitud a la lección de sus héroes máximos. Washington, Jefferson, Lincoln, se hallan presentes en las determinaciones actuales de vuestra Patria. Y, entre otros timbres de gloria, corresponde sin duda a Vuestra Excelencia el de haber inflexiblemente pugnado por aplicara las relaciones de este Hemisferio la enseñanza de sus egregios libertadores.
México no olvidará jamás vuestra participación en la estructura de esa nueva política americana que, por estar tan de acuerdo con nuestros propósitos nacionales, podríamos sin jactancia proclamar nuestra. Buenos vencimos, buenos amigos. Eso hemos siempre querido ser, para todos los pueblos de la tierra.
No fue el odio, por cierto, el que nos hizo admitir la guerra en que nos hallamos. Ni fue tampoco el mezquino interés de eventuales ventajas prácticas. Sabemos perfectamente que toda contienda es ardua y que nada durable se forja sin constancia en la privación y sin entereza y rigor en el sacrificio. Con igual claridad sabemos que las únicas conquistas que las Naciones Unidas sustentarán, serán las conquistas morales de la dignidad en el pensamiento, de la autonomía en la conducta y de la superación de la fuerza poi el derecho. Y todo esto lo percibe singularmente Vuestra Excelencia, a quien — como paladín de la Carta del Atlántico— incumbe un trascendental papel en esta hora de repercusiones sin precedente.
Nada desarticularía de manera más lamentable a las generaciones del porvenir, como un triunfo en el que no constasen los resultados jurídicos que postulan las democracias. No es por lo que encierran de nacional y de huimanoa humano por lo que estamos en guerra con Alemania, con Italia y con el Japón. Es, al contrario, por lo que sus regímenes manifiestan —o disimulan— de arbitraio, cruel y perecedero. Si a la derrota de dichas potencias no se agregare la desaparición de las injusticias económicas y sociales que encarnan sus gobernantes, las pérdidas sufridas no habrían tenido razón de ser.
Lo que ha puesto en tensión todos lo resortes de nuestra existencia, es la fe que abrigarnos en que la futura organización internacional descansará sobre bases sólidas de armonía, de equidad y de entendimiento. Nuestros países no anhelan una simple tregua estratégica. obtenida exclusivamente para que incurra otra vez el mundo, mañana, en las mismas antiguas culpas de ambición y de imperialismo, de iniquidad y de sórdidos privilegios
Queremos una convivencia limpia de las amenazas perpetuas que emanan de todos los apetitos de hegemonía. De la hegemonía interior, que —según lo advertimos durante el lapso en que este conflicto fue preparado indujo a cierto sectores a sobreponer sus intereses de clase al interés de la colectividad.
Y de la hegemonía exterior, cuyos resultados constantes son la violencia, la muerte, la ruina de la cultura.
Para que tal convivencia prospere, hemos de aniquilar ante todo a la máquina de barbarie que han fabricado las dictaduras. Las circunstancias fijarán, a cada uno de nosotros, el grado de participación directa en el activo combate que este propósito justifica. Yero una cosa se halla al alcance de todos: el librar inmediatamente, en nosotros mismos, la lucha contra los males que nos ofenden y nos inquietan en los demás. Una campaña de tan universal extensión no se gana sólo en las trincheras del enemigo. Se gana también en el propio suelo, uniéndonos más, trabajando más, produciendo más, y eleborando una democracia pura, en la que nuestros hermanos, nuestros compañeros y hasta nuestros adversarios descubran una promesa susceptible de dar a su vida un contenido mejor.
Las dificultades con que tropezaremos serán muy grandes. Lo reconozco. Mas la energía de los pueblos que pelean contra el nazifascismo y la honradez de los estadistas que los dirigen son altas prendas de que la fe de que hablo no quedará destruida en las deliberaciones últimas de la paz.
Para contribuir a la obra de la postguerra, los Estados Unidos y México están colocados en una situación de posibilidades y compromisos indiscutibles. La geografía ha hecho de nosotros un puente natural de conciliación entre las culturas latina y sajona del Continente. Si en alguna parte la tesis de la buena vencidad puede ser comprobada con eficacia es precisamente aquí, en la confrontación de estas tierras próximas. Nuestros aciertos y nuestras equivocaciones tendrán en lo venidero un significado enorme porque no representarán nada más los aciertos o las equivocaciones de México y de los Estados Unidos. sino un ejemplo, un estímulo o una decepción para la América entera. En esto radica nuestra responsabilidad primordial. Y así habrá de estimarse mejor la utilidad de estas entrevistas, que nos permiten considerar de cerca nuestros problemas y procurar resolverlos con mayor y más nítida conrprensión.
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