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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1940 Lázaro Cárdenas. Martín Luis Guzmán.

Noviembre de 1940

 

LÁZARO CÁRDENAS

Despedimos al general Lázaro Cárdenas, en su carácter de presidente de la República, con la satisfacción de contemplar -caso insólito en México- cómo acaba normalmente sus días un gobierno que los empezó y casi los vivió todos dentro de la más completa normalidad. Esto se avalora con sólo volver atrás los ojos, para sentir de golpe, abarcada en un trazo único, la interminable sucesión de tragedias e imposibilidades políticas que hemos debido sufrir durante un lapso no menor de veinticinco años.

De los seis presidentes constitucionales que México eligió de 1910 a 1934, dos -Madero y Carranza- murieron asesinados por levantamientos militares; otros dos -Porfirio Díaz y Ortiz Rubio- no lograron concluir el periodo de su mandato; uno, -Obregón- hubo de ahogar en sangre las agitaciones anejas a la disputa por el botín presidencial, y el otro -Calles- no pudo siquiera, pese a la sangre derramada, entregar el poder al sucesor escogido imprudentemente. Vistas las cosas desde otro plano, ofrecen este panorama: Madero y Carranza llegaron a la presidencia en su papel de caudillos revolucionarios; Obregón la escaló sobre el cadáver de Carranza; para que Calles la alcanzase fue precisa tal mortandad de primeras y segundas figuras de la Revolución, que con trabajo se las enumera (Villa, Alvarado, Diéguez, Maycotte, Buelna, García Vigil); las aspiraciones reeleccionistas de Obregón fueron culpables de la tremenda matanza de Huitzilac, y asesinado él al día siguiente de su triunfo, Calles procedió de tal manera, que después de un gobierno transitorio, el nuevo presidente constitucional no recibió su investidura sino al cabo de una conmoción armada tan seria como fue la rebelión de Escobar.

Hay, pues, razones para concluir que la Historia, tras cinco lustros de convulsiones políticas, parece haber reservado al general Cárdenas el privilegio de que asumiera su investidura presidencial, la conservara hasta el último día y la entregara a su sucesor, sin rúbricas de sangre ni dilemas trágicos. Aunque también es verdad que ello ha de atribuirse no tan sólo a las cualidades que como estadista tiene quien supo acometer y consumar la expropiación del petróleo, sino, a la vez y en mucha parte, a la existencia del Partido de la Revolución.

Producto quizás de la misma madurez política, de la misma virtud a que debemos referir la durabilidad normal del gobierno del general Cárdenas, es el no desmentido vigor con que gobernante y gobierno han sabido definirse, resolverse a cada paso en los caracteres que les son propios, tener en todo momento la decisión y la capacidad de ser ellos mismos. Desde el acto inicial de haber echado por la borda el maximato de don Plutarco Elías Calles -institución diabólica, que, de persistir, habría tenido las más funestas consecuencias en la política mexicana- el gobierno de Cárdenas no ha conocido subterfugios ni vacilaciones. Ha sido un gobierno claro y preciso, en sus ideas, en sus proyectos, en sus actos. Si de algo puede acusársele alguna vez, no será, por cierto, de haber ignorado qué quería ni cómo esperaba conseguirlo. Y esta precisión suya, de espíritu y maneras, explica también que, siendo, por su origen, un gobierno revolucionario, haya sabido serlo con tales acentos y con tenacidad tan franca, que vale decir, sin riesgo a equivocarse, que la Revolución Mexicana no había tenido plena expresión gubernativa hasta el momento en que el general Cárdenas llegó al poder.

Y como en política, igual que en cualquier otra arte, fondo y forma se compenetran, al grado de ser una sola y misma cosa en la obra bien realizada, esa madurez a que nos referimos es también, seguramente, causa de que el gobierno del general Cárdenas no haya intentado nada que no fuese políticamente posible, es decir nada que al producirse desembocara en estallidos de violencia ni nada que no ofreciera probabilidades de perdurar, salvo las modalidades y rectificaciones que el tiempo y la experiencia traen a toda obra hecha sobre grupos humanos. Porque en el orden político no basta, con querer, ni es suficiente querer con claridad, sino que hay que desear y actuar con la clarividencia propia de los hombres políticamente conscientes, a quienes se les llama estadistas. No siendo así, la realidad social se subleva, la nación gobernada desborda o envuelve la forma que trata de imponérsele, y lejos de consumarse entonces aquello que el gobernante pretende, se aleja, se hace más difícil, o termina en lo contrario, según ocurrió con el intento de atacar de frente el fanatismo nacional, desentumecido imprudentemente y a deshora, por el general Calles.

No hay que descender a hechos particulares ni pararse a mirar lo que la acción de este gobierno representa en el orden social, en el económico, en el educativo, y hasta en la unión de las diversas, facciones revolucionarias, divididas todavía, hace seis años, por hondísimos rencores, y unidas por fin, sabiamente; gracias al mecanismo del Partido de la Revolución. Lo dicho antes da base sobrada para suponer que el gobierno del general Cárdenas dejará huella profunda en todos los sectores esenciales de la vida de México. Habiendo logrado ser punto de llegada en cuanto a la consumación real no sólo legal y política, del impulso y los ideales, revolucionarios, y en cuanto a la capacidad de éstos para expresarse, desde el gobierno, en forma inconfundible, duradera y normal -hasta donde podamos estimar normales nuestros cauces o carriles políticos-, también tendrá que ser punto del partida hacia la futura tarea puesta a desbastar la obra de la Revolución; a enriquecerla y pulirla, a limarle sus excrecencias y deformidades.

Inaugurador y consumador en muchos sentidos, el general Cárdenas parece asimismo destinado, como hombre público, ya no como gobernante, a traer a la política de México otra novedad, de valor apenas inferior al de la más alta que quiera reconocérsele: su apartamiento, ya anunciado, de cualesquiera postura o actos que puedan atribuirle, una vez fuera de la presidencia, inclinaciones .a convertirse en otro Jefe Máximo. "El cardenismo, -se le ha oído decir- se acabará el 30 de noviembre; ni yo ni mis amigos seremos un problema." Y esta frase, que en otros labios podría considerarse sospechosa, dicha por él equivale a proponer congruentemente lo que será el coronamiento de su programa. Hay, pues, que tener fe en ella, esperar que se verifique, que empiece a fructificar en el momento oportuno, o sea, sin anticipaciones ni retrasos. Porque no sólo es el general Cárdenas hombre de palabras cumplidas, sino que, en efecto, nada cuadraría mejor en la totalidad de su obra, nada la realzaría más ni la dejaría mejor acabada, que la ejecución natural, oportuna, fiel, de ese propósito.

Piénsese que de los tres hombres que, bien por sus hechos, bien por el acaso, llegaron a constituirse, antes de Cárdenas, en grandes directores de la política revolucionaria, ninguno, ni Carranza, ni Obregón, ni Calles, supo vencer el atractivo de sobrevivirse en su puesto de mando. Dominados así por la pasión del poder, los tres concibieron una política de sucesión presidencial propensa a las catástrofes y a los errores. Tan desatinado fue en esto Carranza, que perdió la vida; fue tan ciego Obregón, que primero suscitó una de nuestras más tremendas rebeliones militares, y luego cayó en la aberración política que le atrajo la muerte; y fue tan torpe Calles, que produjo la inestabilidad gubernativa del periodo de 1928 a 1934 e hizo posible su propio derrumbamiento en términos contrarios a su decoro, ya que no a su vida.

A diferencia de lo anterior, el general Cárdenas, extraño, por lo visto, al señuelo de perpetuarse, ha conseguido poner en práctica, para la sucesión presidencial, una política tan hábil que no admite equiparársela, ni de lejos, a la de sus tres antecesores. Es notorio e indiscutible el resultado que hasta hoy ha conseguido a este respecto; pero tal triunfo menguará o crecerá, se volverá definitivo o pasajero, según el general Cárdenas, por su conducta y sus hechos futuros, corrobore que su política era capaz de cerrarse dejando en el poder un régimen autónomo, estable y apto por sí mismo. Así alcanzará -cualquiera que sea el espíritu con que se juzgue su política electoral- su justificación mayor, pues en este orden el éxito, bueno o malo, es lo que cuenta; a tal punto, que puede establecerse, casi como un axioma, que cuando en política uno de dos caminos lleva a buenos resultados, eso prueba que el otro, como quiera se ofreciese, era el camino malo o el camino imposible.

Este criterio ha de aplicarse a la labor del general Cárdenas consumada ya. Y resulta entonces evidente, aun para sus peores enemigos, que el fallo le es favorable en proporciones extraordinarias. Para justipreciarlo basta esta sola consideración: el general Cárdenas ha sido un gobernante de innovaciones y transformaciones, se ha guiado por un espíritu de audacias y acometividades que acaso no tengan igual desde los días de la Reforma, y, sin embargo, nos lega, entre muchas cosas realizadas, una que es suprema: el bien inigualable de la paz, de la paz viva y orgánica, no de la paz quieta que teme hasta de sí misma.

Noviembre de 1940.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente. Guzmán Martín Luis. Obras Completas. Tomo I. Fondo de Cultura Económica. México. 1984. 1128 pp.