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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1938 Discurso del Presidente de la República en el acto de Inauguración del Congreso Internacional contra la Guerra

Lázaro Cárdenas del Río. México, D.F., 10 de Septiembre de 1938.

Señores congresistas:

A vosotros, que representáis los derechos de millones de trabajadores, de ciudadanos que aspiran a que desarrollen los pueblos dentro de normas democráticas y cuya clase en su gran mayoría forma las filas dé combatientes, deseo encontréis en esta asamblea de trabajadores libres la oportunidad de vigorizar los programas pacifistas, a fin de unificar la acción del proletariado contra los instigadores de la guerra que, con su egoísmo desenfrenado y su especulación insaciable, son enemigos declarados de la verdadera civilización.

En estos instantes de latente o declarada conflagración moral económica y política, es un delito permanecer indiferentes y es un deber de civilización actuar en defensa de las libertades de los pueblos como base para el mantenimiento de la paz y condenar el uso de la violencia como medio o fin para alcanzar la prosperidad universal.

El 24 de febrero del año en curso tuve la oportunidad de insinuar ante el Primer Congreso Nacional de la Confederación de Trabajadores de México, la idea de convocar a un congreso mundial de trabajadores en el que deberían de plantearse las graves cuestiones nacionales e internacionales que están provocando las guerras no declaradas y las agresiones de carácter imperialista como una norma de robustecimiento de la potencialidad y de la aparente prosperidad interior de las naciones.

Guió tal propósito el aspecto desolador e inhumano que presentan los bombardeos de las ciudades abiertas; la destrucción de mujeres, niños y ancianos no combatientes y la crueldad de la guerra con que los países más fuertes y más civilizados pretenden dominar a otros. Fue igualmente motivo de preocupación y base principal de la idea de esta reunión, el que los trabajadores en conjunto pudieran analizar la situación de los pueblos oprimidos por las deudas de guerra, por los onerosos presupuestos para armamentos de todo género y sobre todo, por la incapacidad territorial en que se encuentran para el mejoramiento natural de su población y acrecentamiento de su riqueza potencial. Si grave es el panorama de las agresiones internacionales, la destrucción infecunda de la obra artística de muchas generaciones, bajo un simple impulso exterminador y sin la gloria siquiera de la gallardía y del arrojo, es asimismo digna de ocupar la atención de los pueblos y de los trabajadores organizados.

Desgraciadamente, el vacío que hay en torno a la consideración de esta situación de anormalidad en el mundo se acrecienta con la pasividad e inercia de los parlamentos que en ninguna parte se levantan airados contra las dictaduras y pueden éstas amenazar impunemente con sus procedimientos a todos los continentes, no obstante que revelan propósitos clarísimos de apoderarse así de los territorios ajenos lanzando sobre ellos la fuerza organizada de sus ejércitos.

Tal parece que el hombre se ha convertido en el adversario. implacable del hombre y que la técnica de la guerra, con el empleo de los gases venenosos y la motorización de los ejércitos, reniega de la ciencia, creadora y de la moral internacional, pretendiendo acallar las justas y airadas protestas de los victimados con la destrucción y el exterminio.

A las consideraciones anteriores hemos de agregar las no menos importantes que se derivan del mismo progreso de las ciencias que han permitido en nuestros días, mediante el aprovechamiento más ventajoso de los recursos naturales y del desarrollo de la técnica, crear el maquinismo y con él la industria en gran escala; la concentración de enormes fortunas en pocas manos; la existencia de los monopolios y la posesión privada de los instrumentos de producción, así como el usufructo indebido de los beneficios por unos cuantos. Y como el proceso del acaparamiento de las riquezas dentro de los términos enunciados ha producido el empobrecimiento de las masas y una gran desocupación de las mismas, se multiplicó así el ambiente propicio para la guerra de imperialismos internacionales, pasándose por lo tanto de estos hechos a una situación apropiada para la consagración del despojo de los recursos ajenos; y dar vida a la ocupación militar, a la imposición del tutelaje, a la conquista abierta o a la disimulada colonización de las zonas ricas en los países clasificados como inferiores. Llegando a tal grado la deformación moral en este modo de pensar y de obrar, que hasta la misma diplomacia se ha convertido en protectora de concesiones y privilegios en favor de inversionistas indeseables y en amenaza a la existencia libre de los pueblos débiles, tratando de ponerlos en las manos de los grandes capitanes de la industria como juguetes de su insaciable ambición. No importando para lograrlo pasar de la guerra financiera a la contienda armada; arrasar campos florecientes,-destruir instalaciones productivas; convertir en ruinas ciudades pacíficas y asesinar en masa a seres inermes, pues la obra de afianzamiento del poderío capitalista es una burla constante a las finalidades supremas del ideal humano que se ve así defraudado en sus conquistas más trascendentales.

Ahora asistimos a la sesión inaugural de este congreso con la esperanza y la fe en que de la libertad y la acción de los trabajadores organizados del mundo, surgirá un eficaz sistema que oponer a todos los desmanes de la ambición. Debe considerarse como muy urgente y natural que los trabajadores de todos los pueblos tomen un puesto más activo de luchadores conscientes en pro de las libertades y de la soberanía de los países; en pro del mantenimiento de la paz orgánica y en pro de un empeño constante para la condenación de la violencia como medio de alcanzar la prosperidad material, así se trate de individuos, de colectividades o de pueblos.

Mas, ¿es fácil tarea para una reunión de trabajadores el encontrar medios propicios a su posibilidad para alcanzar el alto ideal del aseguramiento de la paz, oponiéndose a la guerra y al imperialismo? Seguramente que no, si las fuerzas sociales reunidas dentro de los organismos laborantes no son secundadas moralmente por el ambiente político y familiar de los pueblos; si ellos mismos no han logrado formarse aún una conciencia de clase dentro de su medio proletario, y si en su patria de origen se discuten solamente las más triviales ideas sobre emancipación y evolución económica del asalariado y sobre la libertad integral de sus masas. Pero de todas maneras, las ideas extraviadas de la fuerza conservadora no serán suficientes para resistir la propagación de una doctrina humanitaria, liberadora y de progreso moral de los hombres y de las colectividades.

Es preciso, por lo mismo, desmenuzar las causas de la guerra civil o internacional; dictar conclusiones para suprimirlas y propagar las doctrinas que de aquellas emanen con la fe y la confianza del que espera el triunfo de su causa.

Es evidente, desde luego, que impresionados ustedes los trabajadores aquí reunidos por el sentimiento de su legítima defensa y de la patria de que son parte sustancial y mayoría indiscutible, traten de ratificar una vez más su táctica de lucha y de votar todas las conclusiones relativas a las teorías más prestigiadas de la época que condenan la acumulación de las riquezas. Es seguro que una vez más se confirmarán en la convicción de que los recursos que la naturaleza ha creado y que no son frutos ni del trabajo ni del capital, deben ser aprovechados en beneficio de todos; se opondrán a que las dictaduras o las oligarquías aplasten la fuerza de la democracia, exigiendo que las tributaciones públicas se destinen preferentemente a los servicios educativos y a los servicios sanitarios que demandan los pueblos y que la construcción de obras de utilidad colectiva merezca la atención preferente de los gobiernos sobre las inversiones destinadas a toda clase de armamentos que deben ser reducidos a un mínimo de propia seguridad interior. Es seguro que los propios trabajadores analizarán y condenarán el uso de la diplomacia secreta porque sólo encubre el reparto de los mercados mundiales, hecho desde las sombras de la discreción por los explotadores de los pueblos y como una inspiración propia de la política de las dictaduras; y nadie duda de la necesidad que tienen los trabajadores de identificarse con los ejércitos permanentes como un reconocimiento sustancial del origen popular de unos y otros y que reprobarán el que los países económicamente poderosos se juzguen con derecho a constituirse en árbitros de la inviolabilidad de los pueblos libres, ya que las naciones como las personas no pueden ser motivo de servidumbre sino que están sujetas a tribunales legales ante los que es nula la razón de la fuerza y el orgullo del poder.

Sin embargo, la nobleza de las anteriores doctrinas y la eficacia innegable de la fuerza de las armas de lucha que pueden poner en juego las clases trabajadoras, no serán suficientes para influir definitivamente en la noble causa de la paz si no se combaten otras doctrinas que permanecen aún en el catálogo de las lícitas y morales y que son, sin embargo, la causa de las deformaciones que desde un principio ha sufrido el derecho de gentes, favoreciendo la supuesta obligación de los gobiernos fuertes para pasar de la guerra diplomática a la guerra económica y a la agresión en ciertos momentos de conveniencia más que de justicia.

Me refiero a la teoría internacional que sostiene la persistencia de la nacionalidad de los ciudadanos que emigran para buscar mejoramiento de vida y prosperidad económica a tierras distintas de las propias. Y esto que a primera vista parece emanar de un principio de derecho natural y estar de acuerdo con los convencionalismos políticos que hasta ahora rigen la vida de las naciones entre sí, no es sino una de las injusticias fundamentales que tienen por origen la teoría de la continuidad de la tribu y, más tarde, de la nacionalidad a través de las fronteras, del espacio y del tiempo, engendrándose en este error una serie de antecedentes, todos ellos funestos para la independencia y soberanía de los pueblos.

Porqué, ¿qué obligaciones y qué derechos debiera tener o representar cada extranjero residente en la patria en que vive, en que especula con su talento y con su trabajo, en que encuentra familia y hogar y en que, finalmente, ve desarrollar su descendencia y mejorar su economía? En el concepto de toda doctrina justa, el individuo que se desprende de su país para encontrar en otro lo que le hace falta en el suyo, tiene el deber imprescindible de aceptar todas las circunstancias, propicias o adversas, del ambiente que lo acoge y por un concepto compensativo, debemos agregar nosotros, ha de gozar también de todas las prerrogativas del ciudadano útil y respetable de la sociedad en que vive. De aquí se desprende que, tanto de la restricción del uso de la ciudadanía como de la persistencia de la nacionalidad impuesta por un país de origen, se engendran los escollos y se implantan los términos en que se desarrolla la teoría absurda del extranjerismo con todas sus malas consecuencias.

Y para agravar más esta simple cuestión, aparte de la teoría relativa a los individuos, se ha creado la teoría de las sociedades innominadas que se organizan conforme a leyes extranjeras o a leyes propias, pero con ciudadanos extranjeros que, so pretexto de explotar recursos naturales de otra patria, se internan en suelos extraños bajo el escudo de sus gobiernos de origen, o simplemente bajo la protección de su ciudadanía nativa. Los pueblos impreparados los reciben como extranjeros; les guardan, como a tales, consideraciones que sobrepasan los límites del respeto y que colindan con las del temor; les llegan a consultar sus leyes impositivas y casi deslindan las propiedades que adquieren con una ficción de extraterritorialidad. Por su parte, los gobiernos de origen los impulsan y los protegen como una avanzada de inesperada conquista y como el primer paso para el logro de una extensión de sus linderos y de su soberanía.

Si esta teoría ciegamente imperialista que involucra una deformación de un bien entendido nacionalismo (que no puede fundarse sino en los límites naturales del territorio propio) fuera reprobada por las naciones y rechazada particularmente por cada uno de los ciudadanos, no habría nunca lugar ni a tirantez de relaciones, ni a reclamaciones, ni a conflictos, ni a la discusión de sutilezas, ni a la invención de pretextos para lanzar a las naciones a luchas estériles. Pero la principal consecuencia de este rechazo y delimitación intrínseca de la justicia del derecho de gentes, sería la de quitar a la teoría que sostienen las naciones imperialistas esa fase absurda que, fundándose en el principio "del derecho de la sangre" que presupone la continuidad del sujeto de una nación fuera de ella, hace que la protección de los connacionales contra los actos de una soberanía extraña, la intenten y la logren solamente las naciones poderosas cuando lo pretenden contra naciones débiles, llegando al absurdo en esta escuela de premisas falsas e injustas y hasta lo monstruoso cuando las hacen prevalecer sobre los derechos de una mayoría nacional considerada inferior por sus escasos medios de defensa o por el estado medio de su cultura o por simples distingos de sangre y de raza.

Mas este estado anómalo producido por una filosofía interesada que favorece a la teoría extranjerista, con grave perjuicio de la patria de adopción, se revierte contra todas las potencias del mundo que por su antiguo origen o por su hábil evolución demográfica tienen en la actualidad escaso territorio y muy explotados recursos naturales para desarrollarse interiormente, pues habiéndose convertido en potencia de conquista y colonización, han adquirido una fama de terribilidad tal en el concepto de los pueblos potencialmente ricos y territorialmente extensos pero socialmente débiles, que las mismas han cerrado sus fronteras y levantado barreras legales para detener una inmigración basándose en teorías imperialistas, sin tomar en cuenta sus cualidades físicas y morales. Afortunadamente, para bien de la humanidad, no existen en los individuos aislados ni mucho menos en las clases proletarias, cualquiera que sea su origen, las tendencias hegemónicas y egoístas de sus gobiernos y sus leyes.

Por lo que se ve, no se trata de una teoría nueva, sino de una tesis antigua que se ha debatido ampliamente en el terreno mismo de la jurisprudencia, pero que las potencias más grandes del mundo se han negado sistemáticamente a aceptar como justa y útil, llevando fatalmente a la humanidad a la crisis actual de todo sentido moral y de todo escrúpulo humano, regresando así a los primitivos tiempos en que el derecho de conquista y la fuerza de las armas eran la ley suprema del mundo.

Si, como es de desearse, las naciones y los hombres modifican su concepto egoísta de nacionalidad y de ciudadanía, es seguro que todos los pueblos carentes aún de un desarrollo industrial efectivo, poseedores de materias primas en escala muy apreciable y estancados dentro de límites escasos de cultura, recibirían con mucho gusto a los pueblos que, saturados de población, tienen el impulso constante de su perfeccionamiento físico e intelectual. Los problemas de producción encontrarían así mayores fuentes de consumo y consiguientemente se regirían por un proceso regulador efectivo y de ninguna manera mediante barreras aduanales o por procedimientos reprobables que juntamente con los salarios de hambre llevan a las naciones a las situaciones más serias y a los regateos más indignos y consiguientemente a la completa aniquilación de toda ética social.

Las naciones se fortificarían unas con otras constituyendo verdaderos factores de amistad y de engrandecimiento, disminuyendo los peligros de la perturbación de la paz y del exterminio humano.

Para América especialmente, surgiría la esperanza verdadera y positiva de poder concertar entre sus pueblos, tan heterogéneos entre sí, una firme alianza que garantizara su integridad absoluta y el afianzamiento de una paz tan completa que permitiría el desarrollo de su progreso, pues el esfuerzo de acercamiento en bien de principios morales y de altos ideales sinceramente manifestados por todos, constituirían el desiderátum del pensamiento que nos une en este congreso y que debe involucrar un propósito firme de llevar sus ideas a nuestros hogares, a los talleres, a las escuelas públicas de nuestras respectivas patrias, a las cátedras, a las tribunas de las academias y de los intelectuales para que puedan influir en las esferas gubernamentales y ser adoptadas como el coronamiento más generoso de la época.

Señores congresistas, mi saludo cordial y mi felicitación anticipada por la trascendencia de esta asamblea.