1929
COMO RESOLVIÓ EL GOBIERNO PROVISIONAL EL CONFLICTO CON EL CLERO CATÓLICO
DECLARACIONES DEL GENERAL CALLES MOTIVADAS POR LAS QUE HIZO EL ARZOBISPO MORA Y DEL RÍO, DESCONOCIENDO LA CONSTITUCIÓN DE 1917 Y LEYES VIGENTES. DECLARACIONES DEL ARZOBISPO MORA Y DEL RÍO. DECLARACIONES DEL PRESIDENTE PORTES GIL Y DE LOS ARZOBISPOS PASCUAL DÍAZ Y RUIZ Y FLORES. PLÁTICAS ENTRE LOS CITADOS DIGNATARIOS DE LA IGLESIA Y EL PRESIDENTE PORTES GIL. DECLARACIONES QUE SE HICIERON AL FINALIZAR LAS PLÁTICAS. VERSIÓN TAQUIGRÁFICA DE LAS PLÁTICAS. TERMINACIÓN DEL LLAMADO CONFLICTO RELIGIOSO.
Es incuestionable, que uno de los conflictos más graves que se suscitaron en 1926, durante la presidencia del señor general don Plutarco Elías Calles, fue aquel a que dieron lugar las dificultades con el clero católico de México. Una explicación clara y precisa de tales acontecimientos nos la dan las declaraciones que en el mes de febrero del año citado hizo el entonces presidente de la República a la prensa nacional y extranjera, declaraciones que fueron motivadas por las que antes había hecho el episcopado mexicano por la voz autorizada del arzobispo don José Mora y del Río.
Los Caballeros de Colón de los Estados Unidos habían dicho, seguramente de acuerdo con el arzobispo, lo siguiente:
“Pedimos del Presidente de la República (se entiende de los Estados Unidos) y al Departamento de Estado, que ponga fin a este ignominioso desprecio de Calles, a las solicitudes americanas, y que demandan resueltamente protección para los ciudadanos americanos. Llamamos especialmente la atención de la «American Federation of Labor» y sus organizaciones asimiladas, hacia este llamamiento de cooperación con nosotros para salvar no sólo los derechos americanos, sino también, las duras victorias del trabajo mismo... En cuanto a los Caballeros de Colón en México, les pedimos que no desmayen... Autorizamos a nuestro Consejo Supremo para que recoja un millón de dólares para una campaña de educación... Con este fin, prometemos la ayuda de 800,000 hombres que aman a Dios”.
La petición que hicieron los Caballeros de Colón al presidente Coolidge implica de parte de ellos una intromisión indebida en los asuntos de México. Pero esa intromisión es tanto más censurable cuanto que, secundando al arzobispo Mora y del Río, quien seguramente, repetimos, estuvo de acuerdo con lo dicho por los Caballeros de Colón, implicaba un acto violatorio de la soberanía de México, es decir, una traición a la patria.
Aquí tenemos al clero, como siempre, abiertamente rebelde.
Inmediatamente se reprodujo en México y firmada por todos los obispos y arzobispos, la protesta contra la Constitución de 1917, que ya había circulado en los Estados Unidos, a raíz de su promulgación. En esta circular, fechada el 8 de febrero de 1926, se asientan muchas falsedades en el tono pontifical a que está acostumbrado el clero católico: Se dice que la tendencia de los constituyentes es destructora de la religión, de la cultura y de las tradiciones. Absolutamente falso: no se destruye la religión, porque ni se le ataca, ni se le refuta, ni se le prohíbe; sino que se le permite expresamente y se le dan garantías en el artículo 24 y en el 130 de la misma Constitución; naturalmente, reglamentada por el Estado, pero sin que esa reglamentación contenga ningún atentado contra la religión, como ya se ha hecho ver. Lo que sucede es que el clero confunde la religión con sus privilegios y sus fueros, que son los que sí se atacan. La religión católica, según definición de ella misma, comprende cuatro cosas: credo, mandamientos, oraciones y sacramentos. ¿Cuál de todas ellas se prohíbe, se ataca o se suspende? La Constitución, ninguna; en cambio el clero, en represalia, las suspendió todas, o cuando menos las que estuvo en su mano suspender, y sólo porque se le obligaba a que los encargados de los templos dieran su nombre. En cuanto a la afirmación de que la disposición del gobierno destruye la cultura, tan luego como el clero dé su definición de cultura, el Estado está dispuesto a demostrarle cuán lejos está de destruirla, o como ridículamente lo afirma: “arrancarla de cuajo”. Sólo que la cultura consistiera en permitir que los sacerdotes vivan al margen de todas las leyes de un país, que las desobedezcan, que las ataquen, que manden en nombre de su autoridad espiritual, obrar contra lo que ellas disponen, sólo entonces, repetimos, podría decirse que la disposición gubernamental destruye la cultura. La afirmación resulta gratuita y tendenciosa. ¿La tradición? Bien; en este punto cabe decir que como el sentido de la palabra es tan vago, no es posible responder categóricamente, pero sí puede contestarse que la única tradición que se ataca es la de que el clero siga siendo tradicionalmente rebelde a la ley, enemigo de toda evolución, de todo progreso, de todo ensayo que tienda al mejoramiento social de las masas desheredadas; y para atacar esta tradición, el Estado cree tener muy buenas, muy justas, y aún muy cristianas razones.
Esta protesta hace una exposición de motivos, explicando los conceptos por los cuales considera atacada la religión, y ellos son, naturalmente, la denegación de personalidad a las asociaciones religiosas hecha por el artículo 130, manifestando que su personalidad se deriva del derecho natural a la creencia religiosa y a las prácticas del culto. No se niega el derecho a la creencia religiosa y se consagra en principio el derecho a las prácticas del culto, pero eso no quiere decir que tales derechos sean ilimitados e irreglamentables, y basta pensar que el derecho natural que el hombre tiene a la creencia religiosa y a tributar culto, no se refiere necesariamente al culto católico, y que la historia da testimonio de que muchos actos de culto de algunas religiones, han consistido en hechos delictuosos. ¿Cómo han de acudir, pues, de buena fe, los señores obispos, al expediente de que el Estado no tiene derecho a reglamentar los actos del culto? En cuanto a la personalidad que en México se niega al clero, es principalmente para el efecto de la posesión de bienes, y aunque en abstracto pudiera discutirse el derecho positivo que tales asociaciones puedan tener para ser consideradas como personas de derecho, todo un siglo de amarga experiencia justifica la necesidad legal en México, para privarlas de este derecho. El clero es caso único; la costumbre nos hace no ver tan clara la enormidad de lo que pretende como cosa muy natural. Si cualquiera otra asociación, los bancos por ejemplo, no conformes con que las leyes limitaran sus actividades, expidieran una circular a todas las dependencias y a todos sus empleados, ordenándoles desobedecer la ley y adoptar una postura rebelde. ¿Qué diríamos de tal actitud? ¿No le daríamos la razón al poder público para obligarlos a obedecer o a retirarse? ¿Qué nos parecería de una sociedad comercial que dirigiera un manifiesto a la nación o una comunicación al presidente de la República, haciéndole saber que no reconoce la Constitución ni la reconocerá nunca, porque pugna con sus principios y con sus intereses? ¿Pues, por qué, al clero, por ser el clero, se le ha de tolerar tal cosa?
No existe esperanza alguna de que el clero varíe en sus pretensiones. Las declaraciones del arzobispo de México, Mora y del Río, de 3 de febrero de 1926, lo dicen claro: “La doctrina de la Iglesia es invariable, porque es la verdad divinamente revelada. La protesta que los prelados mexicanos formulamos contra la Constitución de 1917, se mantiene firme. No ha sido modificada sino robustecida, porque deriva de la doctrina de la Iglesia. La información que publicó “El Universal”, de fecha 7 de enero, en el sentido de que, se emprenderá una campaña contra las leyes injustas y contrarias al derecho natural, es perfectamente cierta. El Episcopado, clero y católicos, no reconocemos y combatiremos los artículos 3°, 5°, 27 y 130 de la Constitución vigente. Este criterio no podemos, por ningún motivo, variarlo, sin hacer traición a nuestra fe y a nuestra religión”.
Está bien definido que lo que la Iglesia peleó en 1926, lo que pelea hoy y lo que ha peleado siempre, es exactamente lo mismo; por consiguiente, el enemigo no ha retrocedido un solo paso. Las declaraciones del general Plutarco Elias Calles acerca de la actitud del clero, ponen en su lugar la actitud firme, pero al mismo tiempo, ajena a toda iniciativa contra el clero, a menos que derivara de actos propios de éste y que tendiera a reprimirlos, se puede resumir en las siguientes frases: “Ahora bien, ¿qué puede y qué debe hacer el gobierno de un país en el que un grupo social cualquiera, de tendencia religiosa o no religiosa, desconoce públicamente la Carta Fundamental, anuncia su propósito de combatirla, e incita al pueblo al desconocimiento de la misma Constitución? ¿Qué podría o qué debía hacer mi gobierno en este caso, sino fijar su atención en los artículos de la Constitución que se refieren a la protesta del clero y que, por su misma protesta y por confesión propia, estaban siendo desobedecidos, y exigir entonces el estricto cumplimiento de la ley fundamental? No hemos tenido necesidad, ni deseo, de hacer una sola ley nueva en esta materia. Nos hemos limitado a hacer cumplir las que existían, unas desde el tiempo de la Reforma, hace más de medio siglo, y otras desde 1917 en que se expidió la Constitución vigente, y si se han expedido reglamentos y se han establecido sanciones, de acuerdo con la ley, que han provocado directamente ahora la campaña de paralización de la vida económica y social en México (se refiere al boycot que se usó como arma para intentar este fin), esto era elemental y de una perfecta lógica, ya que, si habían de hacerse cumplir los artículos de la Constitución que estaba violando el clero, según confesión propia, no podía esto lograrse a menos de establecer penas para las violaciones...”
Pero sí se declararía fuera de la ley y traidora a la patria a otra sociedad cualquiera que hiciera labor sediciosa que continuamente hace el clero, y se aplicaría severísimo castigo a los jefes y promotores de ella; con la Iglesia católica no ha pasado eso. Lo ha hecho mil veces; lo hizo en 1847, lo hizo en 1926, lo hizo en 1934 y lo sigue haciendo. En 1926 tras de abandonar los templos y cumplirse la amenaza del arzobispo Mora, provocó una rebelión armada que si no llegó a poner en peligro, ni con mucho, la estabilidad del gobierno, sí costó mucha sangre y grandes pérdidas sin provecho de nadie. Por más que algunos obispos protestaron no aprobar el movimiento, no pocos sacerdotes se pusieron al frente de las chusmas engañadas y fanáticas, cometiendo crímenes que indignaron a los mismos católicos, como el descarrilamiento e incendio del tren de Guadalajara, sin dejar salir a los pasajeros, capitaneados por el sacerdote Angulo; sin contar con actos de aprobación y complicidad por parte del clero, como tantas misas celebradas en los campamentos rebeldes de “El Mamey” y “Ahualica”, sin contar tampoco con la legión de curas vandálicos, como el cura Torres al frente de su gavilla de forajidos que saqueaba pueblos y haciendas en la costa de Michoacán, con los conciliábulos donde varios sacerdotes se reunían en casas de familias fanáticas de Guadalajara, mientras éstas se ocupaban de aprovisionar a los rebeldes de armas y municiones. En fin, decir que no fue el clero el que fomentó esa rebelión porque algunos obispos desde el extranjero protestaron no aprobar tal movimiento, es como la afirmación ridícula de la Iglesia, de que a pesar de que sus tribunales condenaron a Galileo por hereje y lo obligaron a retractarse de lo que hoy día resulta una verdad incontrovertible, no se equivocó, ni quiere eso decir nada contra su infalibilidad, dando la curiosa razón de que el Papa no habló ex cátedra, ni era el asunto materia del dogma o de moral. En verdad que no lo es, pero en aquel tiempo así lo declaró la inquisición, que era la única reunión de arzobispos, cardenales y obispos de toda Europa, sin la menor observación por parte del Papa, que opinó lo mismo que ellos.
Es de todo punto fuera de razón que pretenda el clero que el gobierno de México acepte como violaciones suyas lo que el mismo clero reclama como sus derechos; esto no debe pedirse, porque el Estado mexicano no admite el principio de derecho divino de que el clero se proclama revestido y conforme al cual se siente autorizado para imponerse al poder público. Si se ha portado con esa lenidad para con tan claros y tradicionales rebeldes, es por algo inexplicable que probablemente de un modo involuntario tiene sus raíces en el mismo prejuicio secular, pues aunque la razón lo comprende, no ha sido posible sustraerse a su influencia; pero lo que sí es verdad, es que el gobierno de México está dispuesto a llevar adelante el plan que la Revolución se ha propuesto: que removerá con mano firme los obstáculos que se opongan a su realización. Y tan es cierto que el clero no habla de buena fe, que contra todo lo asegurado por el arzobispo Mora y del Río en las declaraciones que se han citado sobre que su actitud, frente a la reclamación del artículo 130 constitucional, era invariable, porque estaba fundada en la doctrina de la Iglesia, inspirada por el mismo Dios, y por consiguiente, inmutable, y que por lo mismo, de ninguna manera podría transigir; tan no lo decía de buena fe, que después de ensangrentar el suelo nacional durante años; en el período que me tocó presidir, después que el puñal del fanatismo llegó hasta el homicidio premeditado y alevoso del que había sido electo como nuevo jefe de la nación, apareciendo ceder a una conciliación y diplomacia que no existió en realidad, pues el clero peleaba y rechazaba la ley que prevenía que los encargados de los templos registraran sus nombres y que hicieran inventario de los bienes muebles que administraban; su aparente capitulación, a la que dieron el nombre de un arreglo con el gobierno, no fue otra cosa que someterse incondicionalmente a obedecer la ley, puesto que se registraron los encargados de los templos e hicieron el inventario de los objetos. ¿En qué consistió la inmutabilidad de su determinación, y sobre todo, en qué quedó el hecho de que, según afirmaba, no podían transigir porque era contra la doctrina de la Iglesia? ¿O querrán decir que la doctrina es dura, pero al fin elástica, y que les previene que hagan lo posible por no ceder, pero que, en último caso, cedan?
El fanatismo que llegó hasta el crimen en el asesinato del general Obregón y que ha llegado hasta la traición y hasta la entrega de la patria en manos del extranjero, ya lanza nuevos manifiestos y proclamas sediciosas, afirmando gratuitamente que se trata de pervertir a la juventud con el nuevo programa constitucional de la enseñanza. Pero al afirmarlo no hacen sino lo de siempre: engañar a la opinión pública, crear un ambiente de asfixia en torno de cada paso que se pretende dar, y sólo porque constituye una probabilidad menos de retroceso al estado de cosas que el clero ambiciona; pero fuera de que no podrán esgrimir un solo argumento y sus alertas no han de pasar de afirmaciones gratuitas y calumnias anticipadas; el paso se dará, y será en todo caso mucho menor la responsabilidad del Estado por hacer comprender a los niños que son un elemento orgánico de la sociedad y que sólo a través del bienestar colectivo podrán más eficazmente elaborar su bienestar individual; que la que pesa sobre el clero que enseñó durante siglos a esos mismos inocentes, hijos de nuestro pueblo indígena, que nada tenían que esperar de la vida, y que su única esperanza de redimirse y descansar de una existencia que sólo debía mantenerse para servir de instrumento a la codicia y al fausto del ser privilegiado que vino a usurpar sus personas y sus bienes, estaba más allá de la muerte. México no quiere más esa instrucción; no la quiere, ni menos pasada por el tamiz del clero; si los niños de México han de ser cristianos, que lo sean bebiendo la doctrina en las fuentes puras de la palabra del Maestro, que está en los evangelios, de aquel Maestro que repudió los bienes del clero diciendo al joven que pretendía seguirlo: “ten en cuenta que las zorras del campo tienen un agujero en qué guarecerse y los pájaros del cielo tienen un nido; y en cambio yo no tengo siquiera en dónde reclinar mi cabeza”. ¿Serán los discípulos de este Maestro los que pelean sus rentas y prolongan durante siglos la lucha por recobrarlas?
México quiere la doctrina igualitaria de quien trató con altanería a los ricos y con amor y fraternidad a los pobres y a los pequeños, del que dio el primer lugar a los últimos, del que desenmascaró a los sacerdotes como “raza de víboras” y “sepulcros blanqueados”; del que con un azote en la mano arrojó a los mercaderes del templo.
La transformación educativa que constituye uno de los más claros y nobles anhelos de los gobernantes revolucionarios, reclama la conciencia del niño, del joven y del adulto para que se compenetren del momento histórico en que viven. Hasta hoy nunca se había expresado en fórmulas concretas, cómo había de realizarse la integración de la propia individualidad, frente a los problemas sociales. La función de un educador consiste en transmitir un conjunto de conocimientos científicos, de datos técnicos, de habilidades manuales, y de fijar una orientación bien definida. Esto no se logra con los anticuados programas de los religiosos que hacen vivir a los educandos con muchos siglos de atraso y completamente aislados de la tendencia de su época. Es indispensable que el niño escuche en fórmulas sencillas y claras nuestra inconformidad con la organización social del presente que ampara una pésima distribución de la riqueza, agravada en forma extremosa en nuestro país, por la acción de organismos que como el clero han retrasado nuestro desarrollo económico y cultural por el monopolio de esa misma riqueza y por la divulgación del dogma, que constituye un elemento poderoso para aniquilar todo conocimiento científico.
Aspiramos mediante un plan sencillo de enseñanza a fijar en las escuelas un concepto definido sobre las necesidades de los seres humanos y las posibilidades de la nación para satisfacerlas. A un conocimiento científico que enseñe los principios fundamentales de todas las disciplinas. En la escala de la capacidad del educando, debe corresponderle un concepto de servicio social, de responsabilidad, y sobre todo de obligación frente a las necesidades de las grandes colectividades sociales que hoy sufren, por el estancamiento del capital, en manos de la minoría capitalista, reclamando los grupos desposeídos, su participación, como elementos necesarios de la producción, en la lucha en contra de los que se oponen a una justa distribución de los satisfactores y de los medios de producción. El pensamiento de que son posibles nuevas formas de vida social dentro de nuevas estructuras económicas subordinadas al conocimiento real de la situación que guarda el hombre sobre el planeta.
En su innoble tarea, pueden los enemigos de la Revolución divulgar apreciaciones falsas sobre la nueva transformación de la enseñanza y los sólidos principios de los gobiernos revolucionarios, pero desde el punto de vista pedagógico y estrictamente científico, es un hecho evidente que los nuevos métodos son indiscutiblemente superiores a los del pasado, a los de los grupos religiosos, particularmente porque no se nutren con mentiras, sino en la contemplación real de los fenómenos del universo, tal como son estudiados en las ciencias naturales y sociales, como relaciones necesarias que, por su universalidad e indudable verdad, servirán para formar un conocimiento real que sirva de base a la formación de un concepto estrictamente socialista.
Aludiendo a las declaraciones del arzobispado, el presidente Calles declaró lo siguiente: *
"En febrero de 1926 el Gobierno de la República se encontraba preocupado hondamente en la resolución de serios problemas de carácter tanto interior como extranjero, y estos últimos, principalmente en aquella época, presentaban aspectos de seriedad, especialmente con el Gobierno de los Estados Unidos por la cuestión del petróleo en México. La prensa de este país, así como la del extranjero y la propia de los Estados Unidos, excitaba a la opinión pública abultando la gravedad de los acontecimientos, a tal grado que hubo órganos periodísticos que llegaron a asegurar en sus columnas que, de un momento a otro, vendría la declaración de guerra hecha por alguno de los gobiernos de estos pueblos, y que una poderosa escuadra americana había recibido órdenes de salir con rumbo al Sur, debiendo recibir instrucciones de su Gobierno en alta mar, sobre la misión que había de cumplir y que no era otra que desembarcar tropas en territorio mexicano para dar principio a la guerra entre las dos naciones. La opinión pública estaba exaltada; no sólo en México, sino en todo el continente y aún en la misma Europa, se hacían presagios fatales. Es lógico, pues, suponer que esta difícil situación absorbía toda la atención del Gobierno, que se daba cuenta exacta de la gravedad del momento y, cuando ésta era la situación de la República, y cuando éste era el momento angustioso de la vida nacional, fue cuando el clero católico mexicano, por boca de su máximo representante, el Arzobispo Mora y del Río, lanzó por medio de uno de los periódicos de más circulación en el país, una declaración categórica y terminante en que hacía el desconocimiento completo y absoluto de la Constitución General de la República, e incitaba a todos los ciudadanos del país a su desobediencia; hecho con el cual y en los momentos tan críticos porque atravesaba la vida nacional, pretendía no sólo provocar la caída del Gobierno, sino —lo que es más grave aún— destruir sus instituciones, y conspirar, además, contra la tranquilidad de la República. La acción desarrollada por este dignatario de la Iglesia, era antipatriótica por las condiciones en que se encontraban nuestras relaciones internacionales; situación que quisieron aprovechar, no hay que dudar de ello, dados los antecedentes históricos tan bien conocidos por el pueblo mexicano. Esta acción era igualmente delictuosa, porque incitaba a la rebelión contra el Gobierno y las instituciones del país. El Ejecutivo de mi cargo, ante esta primera actitud amenazante del clero católico de México y, en atención a la difícil situación prevaleciente, quiso disimular el reto lanzado y pretendió no darle importancia; pero, días después, las declaraciones del Arzobispo Mora y del Río no sólo fueron ratificadas por él, en la misma prensa de la capital, sino que fueron secundadas y aprobadas por el resto del Episcopado mexicano. Fue, entonces, cuando el Gobierno de la República, ante la seriedad de tal situación, no tuvo otro camino que enfrentarse resueltamente con el problema que le creaba, siguiendo su vieja conducta, el clero de México, y enfrentarse, también resueltamente, para defender la estabilidad del Gobierno y la obediencia a la ley fundamental del país y las demás que de ella emanan. Así es que la serie de medidas tomadas por la Administración, fue de carácter meramente defensivo. Como el clero se declaraba abiertamente rebelde a los preceptos constitucionales —que no eran nada nuevos, toda vez que están estatuidos en la Constitución de 1857 y ratificados por la de 1917— el Gobierno tenía la obligación ineludible de hacer cumplir los mandamientos de la ley; y no existiendo sanciones penales para castigar la desobediencia, resuelto como estaba el Gobierno a hacer respetar estos mandamientos, y de acuerdo con las facultades que al Poder Ejecutivo le otorgó la H. Cámara de Diputados, formuló y decretó la Ley que reforma el Código Penal estableciendo las sanciones o penas que se impondrían a los sacerdotes que desobedecieran los preceptos constitucionales. Estas reformas al Código Penal fueron el pretexto máximo para que el clero católico se declarara en abierta rebeldía y buscara por todos los medios que estaban a su alcance, la forma de excitar a la opinión pública del país, a fin de llevar al pueblo mexicano a una guerra intestina con el único y exclusivo objeto de derrocar al Gobierno y cambiar las leyes del país en la forma más conveniente para sus intereses materiales. Iniciaron una intensa propaganda escrita dentro y fuera del país, llenando al Gobierno de injurias y relatando hechos calumniosos y falsos; decretaron un boicot económico, pretendiendo paralizar la vida nacional y crear al Gobierno y al país una situación difícil, pidiendo la intervención de muchos de los Agentes Diplomáticos acreditados en México para que presionaran al Gobierno; llegaron a buscar toda clase de influencias y de apoyo de gobiernos extranjeros y esta labor no sólo fue aprobada sino que fue secundada por el Papa, según queda demostrado por una de sus Encíclicas, dadas a conocer cuando se desarrollaban estos acontecimientos. El clero fue fracasando en cada uno de los pasos que dio para conseguir su objetivo, pues la campaña de mentiras hecha por sus publicaciones se fue desbaratando porque la verdad se abría camino; el pretendido boicot económico no le dio resultado porque la mayoría del pueblo mexicano comprendió la maniobra, y la vida económica del país día a día se ha ido normalizando; los representantes diplomáticos acreditados en México no se atrevieron, ya sea por convicción o por conocimiento de sus deberes internacionales, a hacer gestión alguna ante nuestra Cancillería y los gobiernos de los demás países, reconociendo un acto de soberanía de México y comprendiendo que no tenían ningún derecho para inmiscuirse en estos asuntos, desoyeron las insinuaciones del clero católico de México y del Vaticano. Cuando todos estos recursos, todo este vasto plan de campaña les fracasó, acudieron al último recurso que les quedaba; la rebelión armada, para así de una vez por todas y en una forma definitiva y por actos de violencia derrocar al Gobierno de la República. Por este procedimiento, lograron organizar en algunas regiones del país, donde aún les ha quedado influencia por la ignorancia en que se encuentran los habitantes de esas mismas regiones, algunos grupos de rebeldes que convertidos en verdaderos bandoleros, se lanzaron a la guerra cometiendo actos de verdadera barbarie, como el asalto al tren de Guadalajara en el que perdieron la vida hombres, mujeres y niños que fueron tratados con furia salvaje (este asalto fue ejecutado por el cura Angulo, que pocos meses después murió en un combate); comenzaron a cometer toda clase de depredaciones en pueblos indefensos y el Gobierno de la República tuvo que recurrir a la fuerza armada para someterlos al orden y castigarlos, iniciando una campaña enérgica y activa contra esos grupos rebeldes que, fuera de las regiones a que me he referido anteriormente, no han sido secundados en ninguna otra parte. El Gobierno está próximo a terminar con las pequeñas bandas que quedan. Debo advertir que la mayor parte de estas partidas rebeldes que han cometido actos verdaderamente sanguinarios, son capitaneadas por curas católicos. Este último camino tomado por el clero católico también ha fracasado y puedo asegurar que la República pronto estará en completa tranquilidad, pues los grupos que todavía quedan o se rinden a la benevolencia del Gobierno de la República, o serán exterminados. Por todo lo expuesto se ve que el Gobierno no ha tenido un solo acto de agresión para el clero católico; pues, antes del mes de febrero, en que se inició su actitud rebelde, el Gobierno, preocupado por la resolución de los problemas que ya relaté y por la marcha general de la Administración, tenía olvidado por completo a su eterno enemigo: el clero, que en estos países de América Latina siempre ha pretendido tener el control del Estado y el monopolio de la riqueza pública, olvidando su misión que debería concretarse a los asuntos espirituales. Ante los hechos relatados, ¿cuál es la situación del Gobierno? La situación del Gobierno no puede ser otra —al convencerse el clero de que se encuentra derrotado en toda la línea, en todas las posiciones que tomó—, que la de exigir, como es su deber y como a su vez lo exige la ley, el cumplimiento de los preceptos constitucionales. Si los dignatarios de la Iglesia Católica están ya convencidos de que sus planes han fracasado, de que no hay nuevos planes que intentar, y sensatamente quieren abandonar sus viejos sistemas de rebelión, abriendo de nuevo el culto, el Gobierno será benévolo y permitirá que los que están fuera del país vuelvan a él con la sola condición de que declaren de una manera franca y honrada, que obedecerán y cumplirán con lo que mandan las leyes de la Nación”.
Como es natural, ante las declaraciones del arzobispo Mora y del Río, desconociendo la Constitución del 17, excitando a la intervención, puesto que los Caballeros de Colón norteamericanos amenazaron con ella y la pidieron, el gobierno de México no podía menos que contener la amenaza del episcopado, y fue así como procedió a hacer que se cumplieran las leyes que no habían emanado de la Constitución de 17, sino que eran las Leyes de Reforma que existían hacía más de setenta años.
Las declaraciones que hiciera el arzobispo José Mora y del Río en “El Universal” y que se reprodujeron en la prensa de los Estados Unidos, fueron sin duda el origen de los levantamientos de miles de fanáticos que, en los Estados del centro de la República, cometieron los actos más reprobables, que el gobierno reprimió con toda energía.
En el curso de los años anteriores se habían hecho gestiones —por representantes del clero católico— ante el mismo gobierno del señor Calles, para dar fin a la anómala situación creada por el levantamiento de los “cristeros”. A tal efecto, recordamos que en el mes de agosto de 1926, se estuvieron celebrando entre el presidente de la República, general Calles, y los obispos de Tabasco, Pascual Díaz, y de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, pláticas tendientes a llegar a un acuerdo para hacer cesar dichas dificultades.
Recordamos también (puesto que la prensa del país dio detalles amplios sobre el particular) el viaje que hizo, en el mes de marzo de 1928, el señor John J. Burke, en su carácter de alto dignatario del clero católico de los Estados Unidos y las distintas pláticas que tuvo con el presidente Calles para procurar un arreglo satisfactorio.
Independientemente de las gestiones que directamente se hacían ante el presidente Calles para poner término a la actitud, a todas luces fuera de la ley, que había adoptado el clero católico, también ante el señor general Obregón, ya presidente electo, se iniciaron, por diversos conductos, pláticas en el sentido indicado. La falta de criterio de los dignatarios del clero católico y la intemperancia de algunos de los obispos residentes en el país, y en el extranjero, hicieron fracasar las gestiones de referencia, y tocó al autor de este libro, como presidente de la República, terminar con aquella situación de intranquilidad pública, poniendo término a un conflicto que, en el fondo, no tenía razón de existir.
El día 2 de junio de 1929, el señor arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, hizo a la prensa americana las siguientes declaraciones:
“El conflicto religioso en México no fue motivado por ninguna causa que no pueda ser corregida por hombros de buena voluntad. Como una prueba de buena voluntad, las palabras del Presidente Portes Gil son de mucha importancia. La Iglesia y sus ministros están preparados para cooperar con él en todo esfuerzo justo y moral para el mejoramiento del pueblo mexicano.
“No pudiendo en conciencia aceptar la lev que ha sido puesta en vigor en el país, la Iglesia Católica —no por capricho, sino como un solemne deber— encontró necesario suspender completamente todos los actos públicos del culto. Con sincero respeto pido al Gobierno de mi país que reconsidere la legislación existente con un espíritu de sincero patriotismo y buena voluntad, para dar los pasos necesarios para eliminar la confusión entre la religión y la política y preparar el camino para una era de verdadera paz y tranquilidad.
“En caso de que surja alguna dificultad que parezca insalvable para evitar esa acción, la solución lógica consistirá en someter la disputa del punto a representantes autorizados y especiales de la Iglesia y del Gobierno, tal como se ha hecho, con excelentes resultados, en controversias similares. Los obispos católicos de los Estados Unidos, en su pastoral de 12 de diciembre de 1921, hicieron un llamamiento al pueblo de su país para que diera la aprobación y el apoyo de la opinión pública en favor de la sincera libertad religiosa en México, igual a la que disfruta, de acuerdo con la Constitución y las leves de los Estados Unidos. Ninguna nación carente de unidad religiosa ha encontrado más efectivas garantías de libertad.
“En México, la Iglesia Católica no pide privilegios. Pide tan sólo que, sobre la base de su amistosa separación de la Iglesia y el Estado, se le permita la libertad indispensable para el bienestar y la felicidad de la Nación.
“Los ciudadanos católicos de mi país, cuya fe y patriotismo no se pueden poner en duda, aceptarán sinceramente cualquier arreglo que pueda celebrarse entre la Iglesia y el Gobierno.
“Que Dios apresure el día en que, como mexicanos, podamos nuevamente trabajar juntos para hacer efectivas las tres garantías sobre las cuales descansa nuestra vida de nación independiente: unión, esta santa unión en que el hermano respeta las opiniones y los derechos del hermano; religión, la religión que profesaron nuestros padres y por medio de cuyo libre ejercicio se asegurará la felicidad y la independencia de nuestro país, y patriotismo, en el cual la devoción a nuestra Nación no conoce otros límites que los que se derivan del respeto al derecho de los demás”.
Las preinsertas declaraciones del arzobispo Ruiz y Flores fueron motivadas por una entrevista que concedí a un periodista extranjero, redactor de periódicos americanos y europeos, el señor Dubose, quien aludía a otras que había hecho el secretario del Episcopado de Oaxaca.
Mis declaraciones decían textualmente: “Si los sacerdotes procedieran como lo ha hecho el secretario de la Mitra de Oaxaca, señor Villagómez, quien ha exhortado a los católicos y a los representantes de la Iglesia para que respeten las autoridades constituidas, no hubiera habido ningunas dificultades, ni menos se habría suscitado una lucha sangrienta motivada por la renuencia del clero para respetar la legislación vigente”.
Manifesté también al señor Dubose que, como he repetido en infinidad de ocasiones, el gobierno no persigue a ninguna religión; que nuestra Constitución garantiza a todas las sectas el libre ejercicio de sus postulados, y que la legislación reglamentaria no es en ningún sentido antirreligiosa. Se limita a prevenir posibles violaciones a las leyes de parte de los sacerdotes de los cultos.
Los atentados que vienen cometiendo los grupos fanáticos que se hallan levantados en armas, son verdaderamente criminales, y en la misma ciudad de México están ocurriendo asesinatos como el de que fue víctima el piloto aviador José García por un grupo de fanáticos, e inclusive hasta mujeres irresponsables dirigidas por la llamada Liga de Defensa Religiosa, están cometiendo actos reprobables.
A pregunta que me hizo el periodista sobre lo que pienso respecto de si la Iglesia Católica ha autorizado la desobediencia a las leyes y la rebelión, le manifesté que no consideraba que una institución tan respetable y que predica las doctrinas de Cristo haya dado tal autorización, pero sí distinguidos jerarcas de la institución están haciendo francamente una labor sediciosa, como el señor arzobispo de Guadalajara, Orozco y Jiménez, quien hace frecuentes visitas a los campamentos rebeldes y oficia en ellos. También el obispo de Hidalgo, Manrique y Zárate, lanza frecuentes recomendaciones a sus feligreses para que desobedezcan a las autoridades y cometan actos de rebelión.
Finalmente, a la pregunta que me hizo el señor Dubose respecto de si el gobierno estaba dispuesto a permitir la reanudación de los cultos, siempre y cuando los representantes de la Iglesia se sujetaran a las leyes vigentes y cumplieran con todo lo que las mismas previenen, demostrando el respeto que deben guardar a las autoridades constituidas, expresé: “El gobierno no ha suspendido los cultos, ni ha cerrado las iglesias; fueron los sacerdotes quienes las abandonaron, sin que dichos templos hayan sido clausurados.
El pueblo católico asiste a ellos, y la vigilancia de los mismos está a cargo de juntas de vecinos nombrados por los mismos”.
Pocos días después, o sea el 8 de junio, en entrevista que concedí a los representantes de la prensa metropolitana, a pregunta que éstos me hicieron sobre si había leído las declaraciones hechas en Washington por el arzobispo Ruiz y Flores, contesté que las había leído con todo detenimiento y agregué:
“Me ha agradado la declaración del señor Arzobispo en el sentido de que el conflicto religioso en México no fue motivado por ninguna causa que no pueda ser corregida por hombres de sincera buena voluntad, y su declaración categórica de que la Iglesia Católica y sus ministros están preparados para cooperar con el Gobierno mexicano en todo esfuerzo justo y moral para el mejoramiento del pueblo mexicano. Cooperación con este fin, es precisamente lo que siempre ha deseado el Gobierno mexicano. Declaré públicamente, el otro día, que en mi opinión la Iglesia
Católica, como institución, no estaba relacionada con el levantamiento militar que acaba de terminar en México. Agregué que muchos miembros del clero católico en México han recomendado y aconsejado el respeto a la ley y al orden. Desgraciadamente, una minoría sin importancia, que no representa ni a la Nación mexicana, ni a la Iglesia Católica, es partidaria de la violencia.
“Fue llamada mi atención a esta parte de las declaraciones del Arzobispo Ruiz, en la que sugería que se sometería el punto a discusión a representantes autorizados y especiales del Gobierno y de la Iglesia, como —según declaró el Arzobispo—, se había hecho, con excelentes resultados, en controversias similares.
“Respondí que suponía que el Arzobispo Ruiz y Flores se refería a las controversias entre la Iglesia Católica y aquellos Gobiernos que oficialmente reconocen al Vaticano. Declaré que, desde hacía más de medio siglo, el Gobierno mexicano no tenía relaciones oficiales con la Iglesia. Sin embargo, esto no impide al Gobierno cambiar impresiones con ministros de la Iglesia Católica, o de una manera personal tener pláticas con dignatarios de la Iglesia acerca del alcance y la interpretación de las leyes aplicables al culto.
“En efecto —continué declarando— el mismo Arzobispo Ruiz (quien, entiendo, es el decano de la jerarquía mexicana) hace cerca de tres años tuvo una entrevista con mi antecesor, el señor general Calles; entrevista de la que se esperaba un buen resultado. Desgraciadamente, por razones ajenas al general Calles, dicha entrevista no produjo consecuencias. Si el Arzobispo Ruiz deseare discutir conmigo el modo de conseguir la cooperación en el esfuerzo moral para mejorar al pueblo mexicano, que él desea, no tendría inconveniente en tratar con él sobre la materia”.
Las declaraciones anteriores dieron origen a que vinieran al país el obispo Pascual Díaz y el arzobispo Ruiz y Flores, quienes celebraron conmigo algunas entrevistas en las que siempre sostuve los puntos expuestos anteriormente por el gobierno provisional, en el sentido de que el gobierno de la República no admitía, por ningún motivo, entrar a la discusión de la legislación vigente y de que el clero se sometería, sin condición alguna, a tal legislación.
Como resultado de estas pláticas, el día 21 de junio, en declaraciones que hice a la prensa nacional y extranjera, anuncié que las dificultades provocadas por elementos del clero católico habían quedado terminadas con todo decoro por el gobierno y que el propio clero católico, por conducto de sus representantes, hacían declaraciones —publicadas el mismo día— de someterse a la Constitución General de la República y a las leyes reglamentarias en materia de cultos.
Las declaraciones fueron las siguientes:
“He tenido pláticas con el Arzobispo Ruiz y Flores y con el Obispo Pascual Díaz. Estas pláticas se celebraron como resultado de las declaraciones públicas hechas por el Arzobispo Ruiz y Flores, en junio 2, y las declaraciones hechas por mí en mayo 8”.
“El Arzobispo Ruiz y Flores y el Obispo Díaz me manifestaron que los obispos mexicanos han creído que la Constitución y las leyes, especialmente la disposición que se refiere al registro de ministros y la que concede a los Estados el derecho de determinar el número de sacerdotes, amenazan la integridad de la Iglesia, dando al Estado el control de sus oficios espirituales.
“Me aseguran que los obispos mexicanos están animados por un sincero patriotismo y que tienen el deseo de reanudar el culto público, si esto puede hacerse de acuerdo con su lealtad a la República Mexicana y a su conciencia. Declaran que eso podía hacerse si la Iglesia pudiera gozar de libertad dentro de la ley, para vivir y ejercitar sus oficios espirituales.
“Gustoso aprovecho esta oportunidad para declarar, con toda franqueza, que no es el ánimo de la Constitución ni de las leyes, ni del Gobierno de la República, destruir la identidad de la Iglesia Católica, ni de ninguna otra, ni intervenir en manera alguna en sus funciones espirituales. De acuerdo con la protesta que rendí cuando asumí el Gobierno provisional de México, de cumplir y hacer cumplir la Constitución de la República y las leyes que de ella emanen, mi propósito ha sido en todo tiempo cumplir honestamente con esta protesta y vigilar que las leyes sean aplicadas sin tendencias sectaristas y sin prejuicio alguno, estando dispuesta la Administración que es a mi cargo, a escuchar de cualquier persona, ya sea dignatario de alguna Iglesia o simplemente un particular, las quejas que pueda tener respecto a las injusticias que se cometan por la indebida aplicación de las leyes.
“Con referencia a ciertos artículos de la ley que han sido mal comprendidos, también aprovecho esta oportunidad para declarar:
“I. Que el artículo de la ley que determina el registro de ministros, no significa que el Gobierno pueda registrar a aquellos que no hayan sido' nombrados por el superior jerárquico del credo religioso respectivo, o conforme a las reglas del propio credo.
“II. En lo que respecta a la enseñanza religiosa, la Constitución y las leyes vigentes prohíben de manera terminante que se imparta en las escuelas primarias y superiores, oficiales o particulares: pero esto no impide que, en el recinto de la Iglesia, los ministros de cualquier religión impartan sus doctrinas a las personas mayores o a los hijos de éstas que acudan para tal objeto.
“III. Que tanto la Constitución como las leyes del país garantizan a todo habitante de la República el derecho de petición y, en esa virtud, los miembros de cualquier iglesia pueden dirigirse a las autoridades que corresponda para la reforma, derogación o expedición de cualquier ley”.
Las declaraciones del arzobispo Ruiz y Flores dicen textualmente:
“El Obispo Díaz y yo hemos tenido varias conferencias con el C. Presidente de la República y sus resultados se ponen de manifiesto en las declaraciones que hoy expidió.
“Me satisface manifestar que todas las conversaciones se han significado por un espíritu de mutua voluntad y respeto. Como consecuencia de dichas declaraciones, hechas por el C. Presidente, el clero mexicano reanudará los servicios religiosos de acuerdo con las leyes vigentes.
“Yo abrigo la esperanza de que la reanudación de los servicios religiosos pueda conducir al pueblo mexicano, animado por un espíritu de buena voluntad, a cooperar en todos los esfuerzos morales que se hagan para beneficio de todos los de la tierra de nuestros mayores”.
Así terminó aquel conflicto religioso que tanta sangre costara al país.
El clero católico recibió las iglesias que por disposición legal podían abrirse al culto, ya que centenares de las mismas, por decretos presidenciales, se habían dedicado a otros usos de carácter social, tales como bibliotecas, casas para organizaciones obreras y campesinas, escuelas, etc.
Inmediatamente después de la terminación del conflicto, se procedió a amnistiar a todos los elementos que se encontraban levantados en armas en diversos Estados de la República, principalmente en Jalisco, Michoacán, Colima, Durango, Aguascalientes, Guanajuato y Querétaro, encargándose de tal rendición los respectivos jefes de Operaciones.
El número de individuos que se rindieron al gobierno pasó de catorce mil hombres y otras tantas fueron las armas que se entregaron.
Quienes hayan leído con detenimiento la relación anterior, podrán darse cuenta con exactitud de que, al resolver aquel grave conflicto de carácter religioso —más que religioso, político— obré apegándome estrictamente a mis deberes de gobernante e inspirado en el más puro patriotismo. Yo sabía que, resolviendo aquella situación, que diariamente se agravaba por la pasión y el sectarismo, liberaba a mi patria de la ignominia en que se debatía y salvaba a millares de víctimas inocentes; pues, según los informes que recibía la Secretaría de Guerra y Marina, los muertos por ambas partes ascendían mensualmente de 800 a 1,000. Esto, sin contar los daños materiales causados por incendios, destrucción de propiedades, vías férreas, etc., además de la inquietud espiritual ya insoportable que padecía la nación y que se traducía en una alteración considerable de la vida económica.
Naturalmente, los enemigos del gobierno y algunos políticos del régimen, que se cubrían con el ropaje del radicalismo, no dejaron de censurar la solución que se dio al conflicto con el clero. Hasta llegó a decirse por los apasionados que se había celebrado por el gobierno un concordato con el Papado y que, independientemente de las declaraciones transcritas, existían arreglos de carácter secreto, amén de que el embajador Morrow, de los Estados Unidos de Norteamérica, había tenido en aquellos arreglos una intervención indecorosa para México. Nada más falso.
En la solución que personalmente di a aquel conflicto no se pactó ningún concordato con el Vaticano; pues eso hubiera significado la comisión de graves delitos de carácter constitucional. Por el contrario, según puede verse —tanto en mis declaraciones sobre este asunto, como en aquellas que a su vez hicieron los señores Ruiz y Flores y Díaz— el gobierno, representado por mí, exigió a los delegados de la Iglesia el sometimiento incondicional a la Constitución y a las leyes vigentes y, por ningún motivo, admitió discusión sobre tales leyes; ni mucho menos, hizo concesión alguna que no estuviese determinada en la propia Constitución, advirtiendo que no se reconocía personalidad ninguna a la Iglesia, ya que nuestra Carta Magna es terminante en este asunto.
Tampoco hubo, fuera de las declaraciones publicadas, nada que significara pacto secreto ni compromiso alguno por parte del gobierno. Lo publicado es todo y, fuera de esto, no existió ningún otro documento de carácter confidencial o reservado.
Por lo que se refiere a la supuesta intervención del embajador de los Estados Unidos, niego de manera terminante que haya existido alguna. El señor Morrow, personal amigo mío, celebró dos entrevistas conmigo en aquellos días. Durante la primera, al hablarme de algún asunto pendiente en la Secretaría deRelaciones Exteriores, me expresó su congratulación por las pláticas que estaba teniendo con los señores arzobispo Ruiz y Flores y obispo Díaz; y, en la segunda me trasmitió las felicitaciones de su gobierno por la terminación de aquel sangriento conflicto, cosa que hicieron también todos los demás representantes de países amigos.
* * *
Como complemento de las pláticas con los señores Díaz y Ruiz y Flores, inserto la versión taquigráfica que mi secretario particular el señor Adolfo Roldán, tomó, y la cual dice así:
“En la primera, después de los saludos de rigor, el señor Arzobispo Ruiz y Flores expresó: “Señor Presidente: Agradecemos a usted en el alma las atenciones que ha tenido para nosotros desde nuestro arribo a Nuevo Laredo, donde las autoridades nos han dado toda clase de facilidades. Dios Nuestro Señor, nos permitirá que las entrevistas que hoy se inician, bajo tan buenos auspicios, tengan completo éxito y podamos reanudar los servicios religiosos de que está tan ansioso el pueblo de nuestra patria”. Arzobispo Díaz: “También yo, señor Presidente, celebro en lo más profundo de mi alma que usted baya manifestado en sus declaraciones, que publicó la prensa, la mayor buena voluntad de oírnos para ver si es posible terminar con las dificultades que existen. Yo también expreso a usted mi agradecimiento por todas sus gentilezas”. Presidente Portes Gil: “Estoy a sus órdenes, señores, y pueden ustedes tener la seguridad de que de mi parte, como representante del supremo Gobierno de la República, estoy en la mejor disposición de escucharlos y obrar con la mejor buena voluntad, a fin de lograr la terminación de las dificultades existentes, siempre de conformidad con las disposiciones constitucionales”. Arzobispo Ruiz y Flores: “Señor Presidente: La Iglesia se vio obligada a suspender los cultos debido a la imposibilidad en que se encontraba para impartir la religión; pues, en conciencia, no podía aceptar la ley que ha sido puesta en vigor y esto, no por capricho, sino como un solemne deber. En esa virtud, con todo respeto, pido a usted se den los pasos necesarios para eliminar la confusión entre la Iglesia y la política y preparar el camino para una era de paz y tranquilidad”. Presidente Portes Gil: “Señor Arzobispo. Yo creo que el clero católico, al suspender los cultos, precipitó un conflicto cuyos resultados estamos lamentando todos. La actitud enérgica que el Gobierno que me precedió se vio obligado a tomar se debió a las declaraciones que hizo a un diario de gran circulación de la ciudad de México el señor Arzobispo Mora y del Río, en cuyas declaraciones expresó: que desconocía de manera absoluta la Constitución General de la República e incitaba a todos los ciudadanos del país a su desobediencia. Ante esta actitud del señor Mora y del Río, el Gobierno no tomó ninguna medida y prefirió dar la callada por respuesta; pero como días después dicho señor ratificó en la prensa de los Estados Unidos y en la de México lo publicado y el Episcopado aprobó lo dicho por el señor Mora y del Río, el Gobierno se vio en la necesidad de tomar las medidas que consideró oportunas, defender su estabilidad y defenderse de los ataques que le fueron lanzados. Hay que advertir que las declaraciones del señor Mora y del Río, fueron hechas en momentos de grave crisis internacional, cuando nuestro país estaba amenazado de una intervención a consecuencia de la agria disputa que provocó con el Gobierno americano la debatida cuestión petrolera. Para mí es muy penoso tener que recordar el origen del conflicto y rememorar todos los incidentes surgidos a través de los tres años y medio que ha durado; pero es necesario que se definan las verdaderas causas que lo precipitaron y se deje sentado que el Gobierno no fue, en manera alguna, el responsable. Yo no puedo, señor Arzobispo, entrar a la discusión —como usted lo sugiere— de la legislación vigente. Usted sabe que el Congreso de la Unión es la única institución facultada para hacer las reformas. Además, es mi convicción que la legislación sobre cultos debe seguir vigente tal y como está”. Obispo Díaz (dirigiéndose al señor Arzobispo Ruiz Flores): “Mi querido hermano, creo que no debemos pedir al señor Presidente lo que no está en sus manos poder concedernos. Efectivamente, él no puede hacer ninguna reforma a las leyes vigentes; pero sí influir para que éstas no sean aplicadas con espíritu sectario y se permita alguna tolerancia en el ejercicio de nuestros deberes religiosos. Volver a discutir lo que tanto se ha discutido, sería ponernos al principio del camino y no llegar a ningún acuerdo. En tal virtud, yo le pido al señor Presidente sea indulgente y se nos permita abrir los templos para que nuestros fieles puedan ejercitar sus derechos religiosos. ¡Dios nuestro Señor, quiera inspirarnos para poder encontrar la fórmula que ponga fin a estas dificultades!” Presidente Portes Gil: “Me agrada oír al señor Obispo Díaz y decirle que él está en lo justo y en lo práctico. Y sólo me permito aclararle que no es exacto que los templos hayan sido cerrados por el gobierno. Al abandonar las iglesias los sacerdotes, por acuerdo del Presidente Calles, se entregaron a juntas de vecinos nombradas por los mismos feligreses. En cuanto a mí, como Presidente de la República, quiero referir a ustedes lo que he manifestado públicamente, o sea: que el Gobierno no persigue a ninguna religión; que es respetuoso de la libertad de creencias y que el clero mexicano puede regresar a los templos, cuando lo desee, siempre y cuando se someta a la Constitución y a las leyes vigentes. Así mismo, puedo asegurar a ustedes que, dentro de las disposiciones legales, se obrará con la mayor tolerancia y se castigará con toda energía a los funcionarios que a pretexto de hacer cumplir las leyes cometan actos violatorios y traten de molestar o de perseguir a los fieles de cualquier religión”. Obispo Díaz: “Y en cuanto a los hermanos que equivocadamente han asumido una actitud violenta y se hallan levantados en armas, ¿qué medidas tomará el Gobierno para que vuelvan a sus hogares?” Presidente Portes Gil: “El Gobierno será indulgente con todos los que se sometan incondicionalmente, les dará toda clase de garantías y les facilitará elementos para que puedan regresar a sus hogares. Si algunos de ellos desean dedicarse a la agricultura, se les proporcionarán implementos y tierras en sus respectivos Estados. Ya esto se ha empezado a realizar. El general Cedillo, encargado de la campaña en los Estados de Jalisco y Michoacán, recibió instrucciones mías para instalar a los rebeldes que se han sometido dotándolos de tierras e implementos agrícolas. También andan brigadas de la Secretaría de Educación Pública, cuya misión es establecer escuelas en las regiones que han vuelto a dominio del Gobierno. Ya para la fecha suman varios miles los individuos que se han rendido y gozan de toda clase de garantías”. Obispo Díaz: “¿Me permite el señor Presidente hacer una pregunta?” Presidente Portes Gil: “Con mucho gusto, señor Obispo”. Obispo Díaz: “¿Cree usted, señor Presidente, que el pueblo mexicano es católico?”. Presidente Portes Gil: “Sin duda que la inmensa mayoría de los mexicanos son católicos, más que católicos diría yo, son idólatras”. Obispo Díaz: “Muchas gracias, señor Presidente. Y siendo católica la inmensa mayoría de la Nación, ¿no cree usted que el Gobierno no sólo debía garantizar la libertad de creencias, sino también ayudar a la Iglesia para que ejerza su ministerio y pueda impartirse la ayuda que necesitan los fieles para lograr su bienestar?”. Presidente Portes Gil: "Yo creo, señor Obispo, que el Estado y la Iglesia tienen cada uno sus funciones perfectamente delimitadas. El error es invadir las funciones que corresponden al Estado, lo cual ha originado los seculares conflictos que hemos tenido a través de nuestra historia. Es cierto que la inmensa mayoría del pueblo es católico, pero también es verdad que esta inmensa mayoría ha apoyado al Gobierno en esta lucha, pues los rebeldes, cuando llegaron a tener los mayores contingentes, sumaron, según cálculos aproximados, unos 40,000 hombres, y el Gobierno recibió el apoyo de más de 500,000 campesinos, muchos de los cuales están a las órdenes del general Cedillo combatiendo a los fanáticos. Esos campesinos son católicos y muchos de ellos ostentan en el sombrero la efigie de la Guadalupana; pero sostienen al Gobierno, seguramente porque éste está cumpliendo el programa de la Revolución. Les ha dotado de tierras, que les habían sido arrebatadas en épocas anteriores, o lo que es lo mismo, les está proporcionando en esta vida lo que la Iglesia les ofrece en la otra, y, naturalmente, ellos prefieren tener una poca de felicidad en la vida presente. Pero, señores, creo que nos estamos desviando del asunto y deseo que vayamos al tema que nos tiene reunidos. Repito, ustedes pueden reanudar los cultos cuando lo deseen, con la única condición de que su ejercicio se ajuste estrictamente a las disposiciones legales vigentes. Pata tal efecto, tengo aquí un proyecto de declaraciones que, en caso de que ustedes estén conformes con lo que he manifestado, publicaré desde luego”.
Véase cómo desde la época del señor Madero, aquel gobierno, tan benigno y tan tolerante, ante la intervención que el clero venía tomando en la política de México, el ministro de Gobernación licenciado don Rafael Hernández, tuvo una amplia plática con el delegado apostólico monseñor Boggiani. En esa conferencia, el ministro de Gobernación expresó a monseñor Boggiani su extrañeza sobre la intervención que algunos sacerdotes han tomado recientemente en las cuestiones políticas, y le hizo ver la conveniencia de que abandonaran esas prácticas y la necesidad de que las autoridades eclesiásticas demuestren su sumisión y respeto al poder civil, coadyuvando al restablecimiento del orden; pues en caso contrario el gobierno se vería precisado a usar de medios que quizá pudieran calificarse de rigurosos.
El delegado apostólico monseñor Boggiani, manifestó al señor licenciado Rafael Hernández, que se dirigirá desde luego a todos los arzobispos y obispos de la República, ordenándoles que indiquen a los señores clérigos se abstengan de intervenir en las cuestiones políticas del país.
* Nota: Los anteriores conceptos fueron publicados en el estudio que como procurador general de la República, titulado ‘‘La lucha entre el poder civil y el clero”, hice en el año de 1934.
Portes Gil Emilio. “Como resolvió el gobierno provisional el conflicto con el clero católico”. En: En: Portes Gil Emilio. Autobiografía de la Revolución. Un tratado de interpretación histórica. México. INEHRM [Memoriasy testimonios]. 2003
|