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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1926 En la cárcel. Anacleto González Flores

 

La Secretaría de Gobernación acaba de consignar a todos los Príncipes de la Iglesia Mexicana. Se trata por tanto de una consignación que, al parecer, no tiene precedente. Sin embargo se trata también de un hecho que arranca en línea recta de la lógica propia de la revolución y del plano en que han querido colocarse. Porque de sobra sabían y saben los constituyentes de diecisiete que, al redactar la Constitución actual, muy lejos de hacer una verdadera constitución en el sentido orgánico que tiene esa palabra, no hacían otra cosa que redactar un código que ha convertido al país entero en una enorme, en una inmensa cárcel. Basta tener a la vista la historia trágica de nuestra Patria por un lado, y por el otro, la Constitución de diecisiete, para convencerse de esta verdad. Y no se necesita una gran penetración de espíritu para llegar a la conclusión de que los constituyentes tuvieron ante sus ojos, echada hacia arriba como una fuerte y alta montaña, la visión de todo el pujante, irresistible, inextinguible ascendiente de la Iglesia Católica y el propósito dominante, exclusivo de arrancarle todo su poder espiritual y moral. Y es que encontraron a la Iglesia como está hoy, como estará por mucho tiempo, como tendrá que seguir delante de sus perseguidores: enraizada en la medula de nuestra vida individual y colectiva y totalmente consagrada, ungida por el asentimiento popular. Más claro: los constituyentes de diecisiete, como los de cincuenta y siete, vieron, comprendieron que entre nosotros y a la vuelta de las bancarrotas de partidos, de banderas, de escuelas y de sistemas, lo único reciamente, indiscutiblemente popular, no es ningún hombre, porque la critica histórica los ha demolido a todos; no es ningún plan político porque nuestras vicisitudes los han desquiciado uno a uno; no es escuela alguna, porque nuestros derrumbamientos las han volteado a todas al revés; no es ningún caudillo, porque todos se han encargado de desprestigiarse ellos mismos: lo único interesante, avasalladoramente popular es la Iglesia Católica.

Y la revolución traída y tiene el propósito de disputarle esa popularidad a la Iglesia. Y para esto ha tenido que encontrarse cara a cara con ella, no tanto en el escenario de la historia, como en la mitad del corazón inmenso del pueblo. La popularidad ha sido en todo tiempo un don que se otorga solamente a la personalidad y a los factores que saben y pueden llevar sol y pan para los cuerpos y las almas a todas las cabañas, a todos los caminos, a todas las alturas y a todas las profundidades. Encontrarse en el cruce por donde, en los momentos más solemnes tienen que pasar todos los viajeros, para trazar rutas y poner vendajes en las manos y en los pies y en el pensamiento de todos los peregrinos, es hallarse en la confluencia donde se dan cita todas las corrientes de la vida para consagrar las fuerzas del alcance popular. La Iglesia Católica en nuestro país, a partir del día en que desembarcó en nuestras playas supo y quiso encontrarse en todas partes.

Ella bendijo con su mano cargada con el fardo de los siglos las piedras de que fueron hechos los cimientos de nuestra nacionalidad; ella encendió en el alma obscura del indio la antorcha del Evangelio; ella puso en los labios de los conquistadores las fórmulas de una nueva civilización; ella se encontró presente en las escuelas, en los colegios, en las universidades, para decir su palabra desde lo alto de la cátedra; ella, en fin, lo llena todo, porque tuvo que pronunciar en la confluencia de todos los caminos: nacimiento, vocación, estudio, juventud, amor, vejez, cementerio, los conjuros consagrados que solamente ella sabe y tiene para los instantes más hondos y más serios. Y allí: en el cruce, en la confluencia de todos los caminos la ha encontrado la revolución. Y de allí ha intentado e intenta desalojarla. Porque allí esta.

Y el propósito de desalojarla, de arrancarla de en medio del nudo inmenso donde van todos los días a tramarse todas las vidas, todas las vocaciones y todos los destinos, es el móvil más fuerte, más saliente que aparece en la constitución actual. No se alza la mano recia del leñador para descuajar el árbol caído ni se encona el huracán contra el guijarro perdido en el polvo. Y si la constitución de diecisiete ha consagrado de una manera especial la guerra contra la Iglesia Católica, es porque la ve, la ha visto, la siente alta y fuerte como una montaña. La Iglesia ha hablado tres siglos sobre las conciencias; ha cruzado valles, ríos, páramos, cordilleras, calles, talleres, ciudades y pueblos; ha estado en los parlamentos, en las escuelas, en los libros y en la prensa.

Como el viento y como el sol, se ha hallado y aun se halla presente en todas partes, sobre todo en las alturas -pensamiento, tribuna, cátedra, conciencia- y no hay una sola cabaña que no alce su bandera y que no jure por ella. Hace un poco más de medio siglo que la conjura del silencio contra ella se empeña en condenarla al olvido y a la ignominia. Especialmente la historia escrita en ese espacio de tiempo en lo que toca a la Iglesia se ha empeñado en callar. Pero como en las páginas del Evangelio, han callado los labios de algunos y se han echado a gritar las piedras. Palacios, escuelas, hospitales, cementerios, bibliotecas, pinturas, gritan por encima de la conjura del silencio. Y es que la Iglesia, encendida por la fiebre del apostolado y de la verdad, ha tenido y tiene la maravillosa ubicuidad que la hace vadear todos los ríos, escalar todas las montañas, cruzar todos los mares, ganar todas las playas.

La exposición misionera organizada hace apenas un año por su Santidad Pío XI, ha puesto de relieve todo el inmenso alcance que tiene la Iglesia Católica como poder de exploración, de descubrimiento y de penetración espiritual. No busca como Amundsen el polo; pero busca y siempre encuentra, ansiosamente, febrilmente, el desierto de las almas para juntarlas en la unidad de la civilización. Ella puede hacer y escribir la Geografía y la Historia con sus propios recuerdos, no con los recuerdos ajenos. Este innegable y maravilloso don de la ubicuidad la hace y la ha hecho enemiga natural de todos los programas y de todas las tendencias que necesitan apoyarse en una recia, firme y honda popularidad. Porque solamente ella ha tenido y tiene el secreto para poseerla. Y la ha conquistado con los brazos levantados, con las manos extendidas, con los labios abiertos hacia todos los rumbos, con los pies desgarrados Por los guijarros de todas las vías, con sus antorchas encendidas sobre todas las vidas. Así ha ganado su inmensa, su arraigada popularidad. ¿Qué hacer para arrancársela? Esta interrogación está abierta sobre los capítulos de la Constitución.

La respuesta se ha intentado dar en la misma Constitución. La Iglesia con los brazos extendidos sobre ciudades y cabañas ¿ganó la popularidad? Pues bastará amarrarla con las manos hacia atrás. La Iglesia ¿entró en el nudo vital de nuestras conciencias y del corazón del pueblo con sus labios abiertos? Bastara. ponerle una fuerte y apretada mordaza. La Iglesia ¿ganó la popularidad abriendo con sus pies sangrantes vados y caminos? Pues basta encadenarla. La Iglesia ¿ganó su popularidad con los trazos de su pluma en los libros, en los periódicos y con su palabra en las escuelas, en las universidades y en las asambleas? Pues basta expulsarla de allí. Y para que sus manos no se vuelvan a desdoblar sobre la multitud, como se mueven para sembrar en la tierra obscura, a la luz de las estrellas, como en la última página de Ariel de Rodó, se le cerraran las puertas de todas las escuelas. Y cada escuela perecerá, será una cárcel, una casa en estado de sitio. Y en su derredor habrá siempre un erizamiento de bayonetas que impidan el paso a la Iglesia. El templo es una escuela donde Dios enseña y enciende vocaciones y destinos. Pues cada templo será también una cárcel. Y dentro y fuera de él estará permanentemente abierto el oído de los capataces del pensamiento. Sin que falte la correspondiente guardia.

El hogar es otra escuela donde dice sus oráculos la Iglesia, porque allí va todos los días a ver desdoblar la primera o la última página de la vida. Pues en lo sucesivo no habrá más que los sacerdotes que quiera la revolución. Y siempre habrá un número irrisorio. Y si la Iglesia llega a atreverse a rechazar la mordaza, si rehúsa gallardamente los grilletes, si abre las manos, si extiende los brazos, si mueve los pies, será llevada al rincón obscuro de un tribunal para que se le castigue. Y si todos los días el jurado, que debe tener por móvil supremo un arranque de espontaneidad popular, absuelve a Magdalena, Jurado después de oír la palabra pasional de un tribuno; la Iglesia no podrá, no deberá aparecer delante del tribunal del pueblo. Porque contaría su historia, repetiría los nombres de Gante y de Bartolomé de las Casas; reconocería a cada jurado porque los salvó de la intemperie, del hambre y de la ignorancia en sus asilos y en sus hospitales. Y sería absuelta cien, mil veces, hasta matar con las solas sentencias del pueblo los artículos que la amordazan, que la encadenan, que la asfixian, que la han condenado a cárcel perpetua.

Y esto -una inmensa cárcel- es todo el país, desde que se promulgó la constitución de diecisiete. Y en esta cárcel inmensa ha quedado y está encerrada la Iglesia Católica y con ella catorce millones de mexicanos que piensan como ella, que creen como ella. Por esto cabe decir que la consignación última hecha por la Secretaría de Gobernación es un contrasentido. Porque jurídicamente, la consignación debe preceder al encarcelamiento. Y la cárcel fue abierta y quedó cerrada y dentro de ella la Iglesia Católica y con ella catorce millones de mexicanos desde que se dio al país la ultima constitución. Prácticamente, pues, estamos en la cárcel. Aparte de esto será necesario multiplicar las consignaciones porque la Pastoral consignada es la doctrina católica y cada uno de los católicos la profesamos y la reafirmamos. Y no sabemos, si la consignación es seguida del encarcelamiento, que se tenga una cárcel tan vasta y tan amplia como nuestro propio país, que es donde ya nos encontramos encarcelados. Entretanto, la lucha por la popularidad queda abierta.

Para que pase a las manos de la revolución será preciso descuajar a la Iglesia de las entrañas del pueblo. Pero de sobra sabemos ya que, en estos momentos, bajo los brazos demacrados de la Iglesia Mexicana alzan su frente, estremecidos de un entusiasmo más fuerte que nunca y de un respeto decidido, los propios y los extraños. Y en las páginas de la Historia del Cristianismo siempre se va a la cárcel un día antes de la victoria.

 

 

Anacleto González Flores, El Plebiscito de los Mártires, Comité Central de la A. C. J. M., México, 1961, segunda edición, pp. 95 a 102.