Carlos Díaz Dufoo. México, abril de 1920.—Febrero de 1921.
INTRODUCCIÓN
El descubrimiento de las corrientes petrolíferas, primero, y después la instalación en el país de la industria explotadora de este aceite, han dado origen a una larga serie de apreciaciones y comentarios, a la vez que de actos y disposiciones oficiales, determinantes de una «Cuestión del petróleo en México», como se la llama. Hay todavía quien, viendo más lejos, habla de un «Problema del petróleo», sin advertir que el problema se ha creado artificialmente, a influjo de los errores y prejuicios puestos en circulación, al par que a las múltiples interpretaciones de preceptos jurídicos y de principios económicos, sostenidos con mayor apasionamiento que orden. El problema reside fundamental y exclusivamente en los que han hecho del petróleo un campo de discusión abierto a todos los que encauzan sus argumentos hacia las rígidas fórmulas de una teoría y subordinan los hechos a los inflexibles imperativos de una escuela. El momento actual se caracteriza por el aspecto doctrinario de los espíritus. Y si a esto se agrega la tendencia innovadora que acompaña a los períodos revolucionarios y su afán de plasmar una sociedad y un Estado sobre moldes distintos de los existentes, se tendrá la explicación de las desorientaciones que reinan en la materia que informa este estudio.
En realidad, no hay «cuestión del petróleo» ni «problema del petróleo» esa cuestión y ese problema los han creado, como decimos, los que han querido interpretar, a la luz de un criterio que se da como nuevo, reglas y preceptos que han presidido hasta ahora a los fenómenos de la Ciencia y el Derecho. Un soplo del socialismo extremo y de la fe en la omnipotencia del Estado —dos conceptos respetablemente viejos —han llegado a nuestro suelo, donde en el espacio de un decenio han bregado todas las fórmulas de conducción de las sociedades. Aun no ha faltado quien asentara que México ha padecido en esta temporada una erupción de bolshevismo. No es mucho que en esta «revisión de valores» - usando una frase en boga — se hayan querido revisar las formas de la producción de la riqueza y las «modalidades»—un término también en el tapete—a que deben sujetarse los procedimientos de explotación de esas riquezas. Dados ciertos antecedentes, esta conclusión se imponía como de una rigidez lógica, de una lógica semejante a la trayectoria de una flecha.
Por lo demás, la «cuestióndel petróleo» — laseguiremos llamando así —ofrece tres fases distintas: la económica, la jurídica y la política, y las ideas lanzadas a este propósito, al igual que los acuerdos e iniciativas de los órganos del Poder público, no sólo no han resuelto esta cuestión, sino que la han embrollado notoriamente, con grave daño de los intereses nacionales en cada una de esas tres fases.
El descubrimiento del petróleo encendió ese entusiasmo tradicional que agita los ánimos a cada manifestación de la potencialidad patria. Nuestra fe en la excepcional riqueza de la nación tuvo un altar más al que llevar su culto. El autor de estas páginas ha escrito en una obra reciente:
«La riqueza de México ha sido y sigue siendo considerada como algo extraordinario e incomparable, al par que accesible y espontáneo, con lo que se ha edificado una condición nacional muy lejos de la realidad; sin que hayan valido las prudentes rectificaciones que hombres sinceros y verídicos han establecido contra el común sentir de sus conciudadanos. Hasta se ha llegado a considerar como faltos de patriotismo a los que no se someten a esta leyenda, que ha servido para perpetuar fantaseos y ensoñaciones». (1)
El petróleo ha servido para renovar nuestro nacionalismo exagerado y hosco, y a este sentimiento irrefrenable debemos, en buena parte, las dificultades que se han alzado en el terreno.
No ha sido esto todo. Al lado de este criterio han luchado todos los criterios, han batallado todas las ideas, se han batido todos los supuestos: ha habido una discusión apasionada y ardiente sobre conceptos, sobre interpretaciones y aun sobre palabras. ¡Disputa interminable, disputa estéril, en la que el espíritu de Bizancio luchó a brazo partido con el impulso arrollador de las invasiones bárbaras! Todo se ha dicho y todo se ha contradicho; las afirmaciones más contradictorias se han sucedido en una larga serie, los principios más encontrados han salido a la superficie; ha reinado una completa anarquía; anarquía de disciplina, anarquía de observación, anarquía de visualidad. Así estamos. No es sorprendente que miremos sucederse las unas a las otras, apreciaciones que viven a distancias inmensas. Ya escuchamos la añeja cantinela contra los capitales extranjeros, que han venido a despojarnos de riquezas que nos pertenecen por razón de nacimiento; ora oimos decir que únicamente el dinero de otras tierras es el que hará valer elementos que nosotros no estamos en aptitud de explotar. Bien se asevera que los primitivos dueños de los terrenos petrolíferos han sido descaradamente expoliados por las empresas industriales; o se asienta que la renta percibida por los terratenientes constituye una obra muerta en la industria del petróleo, que es la que interesa tomar exclusivamente en consideración. Unas veces se conviene en que la explotación del aceite, para alcanzar buen éxito en el negocio, debe operar en una vasta extensión territorial; otras veces se clama contra el latifundismo petrolífero y se pide la formación de pequeñas negociaciones para difundir esta riqueza entre el mayor número posible de individuos. Hay quien considera que lo importante para el país es la producción del petróleo crudo, tal como sale de los pozos, que nos permitirá una gran exportación; y hay quien piensa que lo que a la República conviene es re-finar todo el aceite que produce, para destinarlo a las necesidades interiores; procedimiento que colocaría a México a la cabeza de las grandes naciones industriales. En el campo jurídico y en el fiscal, las opiniones aparecen todavía más desacordes. Así, mientras unos abogan por la nacionalización del petróleo, otros la combaten vigorosamente; éstos pretenden que, a la luz de nuevos principios de Derecho, son de propiedad de la nación los yacimientos de combustibles, y aquéllos sostienen, con apoyo de pasadas legislaciones, que la propiedad del petróleo corresponde al terrateniente. Hay quienes consideran que el impuesto debe gravar principalmente al dueño del terreno, y quienes estiman que la base del gravamen debe buscarse en las empresas explotadoras. Y la misma desorientación, iguales vacilaciones se advierten en los acuerdos gubernamentales. Es un verdadero caos, un mar alborotado, una selva lujuriosa en la que crecen todos los decretos y naufragan todas las disposiciones. Nada menos firme y menos consistente que la política petrolera en México.
Del mes de agosto de 1914 al de abril de 1917, es decir, durante el llamado período preconstitucional, se han expedido por diversas autoridades y órganos del Gobierno emanado de la última revolución, más de treinta disposiciones, entre decretos, circulares, acuerdos, reglamentos, etc.; todos afectando el régimen de propiedad, el del fisco, el de los contratos, el de las inspecciones administrativas y el do los derechos individuales. Este período se caracteriza por la falta de programa definido y la hostilidad a las empresas extranjeras. Hácese también notable por la incoherencia y el desconcierto administrativos.
La Constitución de 1917 no ha podido contener este movimiento centrífugo, en virtud del cual los criterios de los comentaristas y los asesores y órganos del Gobierno, así como los acuerdos de éste, se han dispersado en todas direcciones, sin hallarse en un punto de encuentro. Desde luego, vino el debate capital, que aun se mantiene enhiesto, y es causa de las dificultades suscitadas entre las empresas explotadoras y los terratenientes, por una parte, y por otra, el Gobierno de México: ¿a quién pertenece la propiedad del petróleo, de acuerdo con el artículo 27 constitucional? Aquí entramos en el corazón del problema; tocamos la herida abierta en esta carne de la patria, con sus dudas, sus recelos, sus derechos al porvenir y sus necesidades de desarrollo y de crédito en los países extranjeros. Por desgracia, el debate continúa, si no con la misma fuerza, sí con igual obstinación que en los primeros momentos. Y sin embargo, preciso es terminarlo porque la situación, por multitud de razones de todo orden, es insostenible.
La controversia surgida con motivo de la interpretación del artículo 27 reclama con urgencia la ley reglamentaria respectiva o la abolición del artículo. Estas dos tendencias se manifestaron, tan pronto como la Constitución fué expedida. Un grupo de terratenientes y algunas compañías han abogado por la derogación; pero con facilidad se anotan las dificultades de una pronta modificación en un Código que cuenta tan breve espacio de vida y en el que la revolución triunfante ha creído que cristalizaban sus ideales de reforma social económica. Por otra parte, el pensamiento de la nacionalización del petróleo, fuerza es confesarlo, ha abierto una brecha visible en el concepto de la propiedad emanada del Derecho Romano. Ofrecíase la reglamentación como terreno más accesible. Pero aquí mismo la discusión ha seguido, basada en dos interpretaciones distintas del texto constitucional: el proyecto aprobado por la Legislatura de Veracruz a fines de 1917, y la iniciativa que sostenía la solución extremista, presentada al Congreso de la Unión en noviembre de 1918, y aprobada por el Senado antes de que terminara el año de 1919.
Ambas reglamentaciones difieren fundamentalmente en lo que hace al concepto que cada una de las dos atribuye al artículo constitucional sobre la propiedad. El proyecto de la Legislatura de Veracruz, ajustándose estrictamente a la letra del artículo, hace la distinción entre el dominio directo, que pertenece a la nación, y el dominio útil, que pertenece al propietario del terreno. La ley Pani establece para la nación el dominio pleno. La propiedad del petróleo quedaría, en este último caso, sujeta al mismo régimen de la propiedad minera.
Y así ha corrido el tiempo; así se ha prolongado una situación imprecisa y molesta, no sólo estorbando el desarrollo de una indiscutible riqueza, sembrando incertidumbres en las empresas industriales y en los dueños de terrenos de la zona petrolera, impidiendo nuevos trabajos y retardando inversiones nuevas, sino creando dificultades en las relaciones entre nuestro país con los extranjeros, y haciendo nacer más allá de las riberas del Bravo un sentimiento de recelo, cuando menos, que ha podido ser la última gota de agua que derramara un vaso lleno, sin que haya necesidad de anotar aquí lo injustificado del concepto, porque ello no entra en el propósito de este libro.
Por si no bastase, vinieron a complicar todavía esa situación otros decretos y otras disposiciones que fueron otros tantos haces de leña arrojados a una hoguera. Entro esos decretos los de 18 de febrero y 31 de julio de 1918, que bajo la apariencia de fines fiscales constituyeron una verdadera reglamentación del artículo constitucional.
Una reglamentación de acuerdo con el criterio de la leyPani: eso era el decreto de 18 de febrero. ¡Despojo! clamaron las compañías y particulares que habían adquirido terrenos al amparo de una legislación que les daba la propiedad absoluta sobre la superficie y sobre el subsuelo. ¿Y cómo dar carácter retroactivo a la ley si la misma Constitución lo prohibe de una manera terminante? ¡Ataque a la propiedad privada! ¿Pero es posible despojar de ella a sus poseedores cuando el Código político fundamental establece que sólo en casos de utilidad pública y previa indemnización se puede desposeer de un bien a los que legalmente lo han adquirido? Franco estaba el camino al amparo y las compañías acudieron a la Corte Federal en solicitud de justicia. La «cuestión» siguió pues, embrollándose de momento en momento.
En cuanto al aspecto fiscal, los gravámenes establecidos sobre terratenientes y empresas explotadoras, traducíanse por un golpe todavía si cabe, más rudo. No sólo era el peso de los impuestos; eran las molestias, las fiscalizaciones, las trabas, las dificultades y hasta la misma forma de percepción, las que venían a herir seriamente los intereses de los dos grupos. Por cierto que en la discusión salieron a relucir, traídas por los defensores del decreto, las flamantes doctrinas socialistas aplicadas malamente en la ocasión. Según los defensores del nuevo programa financiero, el fisco debe desempeñar una función igualitaria en el enriquecimiento colectivo, nivelando lo que a su juicio constituye una utilidad no ganada. De esta suerte se pretendía — se pretende, diremos mejor, porque el decreto, aunque incumplido está en pié — cercenar por la vía fiscal la prosperidad alcanzada por un núcleo de pequeños propietarios, a quienes se acusaba, al propio tiempo, de haber vendido sus riquezas a las compañías extranjeras por un plato de lentejas.
En estas circunstancias llegaron las notas diplomáticas. Los gobiernos de Estados Unidos, Inglaterra y Francia, se dirigieron al de México, haciéndole representaciones sobre el decreto de 18 de febrero. Se inicia en esta suerte la marcada tibieza en las relaciones de nuestro país con los Estados extranjeros, tibieza que en determinados momentos ha parecido llevarnos al borde de un rompimiento, del que hemos podido librarnos a causa de las anormales circunstancias que han atravesado las naciones citadas. Pero claramente se advierte que en las dificultades y tropiezos que hemos tenido a últimas fechas con esas naciones, particularmente con los Estados Unidos, la «cuestión del petróleo», ha contribuido a exacerbar las diferencias. Y esta enfermedad precisa eliminarla, cualquiera que sea la terapéutica: hay que evitar que se convierta en crónica, hay que salir de ella por el camino de la vida o de la muerte.
En tanto, el público, desvanecido, puede decirse, por este choque de ideas, por este conflicto de criterios, por esta ininterrumpida sucesión de disposiciones y leyes, mal informado por los sostenedores de uno y de otro proyecto, influenciado por afirmaciones en desacuerdo a menudo con la realidad, cuando no sugestionado por juicios mal fundados y apreciaciones falsas, vuela como mariposa inquieta en torno de estos resplandores fugitivos, de estos centelleos que no han formado en su espíritu la luz de una convicción. ¡Cuando para formarla basta la exposición escueta y sencilla de los hechos!
Expondremos algunos de esos errores brevemente, ya que han de ser examinados in-extenso en el curso de las páginas que siguen.
El público cree generalmente, por ejemplo, que los terrenos petrolíferos adquiridos por las compañías explotadoras, eran del dominio de la nación y que fueron cedidos a las empresas gratuitamente por el gobierno del general Díaz. La verdad de las cosas es que esos terrenos eran propiedad de particulares y que a éstos los compraron o los arrendaron las compañías, de acuerdo con las leyes vigentes de aquella época, que les daban la propiedad del suelo y del subsuelo. No hubo, pues, enajenación alguna de dominio nacional. Cree asimismo el público que las franquicias otorgadas a las compañías en los contratos celebrados con ellas eran privilegios especiales, cuando esas franquicias estaban incluidas en una ley general para todas las empresas que implantasen en el país industrias nuevas, a cambio de un grupo de obligaciones que les eran impuestas. No falta quien suponga que las compañías acudieron al país después que los yacimientos habían sido descubiertos, al tener idea exacta de la magnitud del negocio y al cebo de utilidades estupendas. Lo cierto es que las compañías fueron las que realmente descubrieron las existencias del petróleo, que no solamente desconocieron sino que negaron las autoridades técnicas oficiales; las que hicieron gastos enormes únicamente en los trabajos de exploración y las que durante muchos años en vez de obtener beneficios realizaron pérdidas, a extremo de que los accionistas dieron en más de una vez por perdido su dinero. Juzgan algunos - ya queda consignado en páginas anteriores —que las empresas se aprovecharon de la ignorancia y las desfavorables condiciones económicas de los dueños de terrenos para celebrar con ellos contratos leoninos; pero el hecho es que desde el primer día, y antes de que apareciese el petróleo, los precios pagados por los terrenos fueron superiores a los corrientes; como también es verdad que más de una vez alguna compañía ha comprado el terreno a varias personas que aparecían como propietarias, a causa del verdadero imbroglio que existe en aquella región en el capítulo de titulaciones de propiedad. A medida que ha transcurrido el tiempo, los precios han sido cada vez más altos, así como más altas las regalías concedidas a los terratenientes. Incurren también en una equivocación los que piensan que se ha hecho una concesión excesiva a las compañías permitiéndolas el dominio sobre vastas extensiones territoriales. Hoy se habla mucho del latifundismo, que se considera como una de las causas de la condición miserable en que vive un inmenso número de habitantes de México. ¿No sería preferible repartir la explotación de esas riquezas entre un gran número de habitantes? Las condiciones de la industria petrolera, como se pondrá de resalto en este estudio, reclaman necesariamente la posesión de esas extensiones. La industria del petróleo no es una industria democrática; reclama fuertes capitales y una gran reserva de terrenos para contrarrestar los frecuentes fracasos por repentinos agotamientos de pozos. Ahí están, como hechos característicos, los del Potrero del Llano y Juan Casiano, los dos más productivos de la República. Por último, consideran algunas personas que la explotación del petróleo, tal como se está llevando, en grande escala, nos conducirá prontamente a la extinción de esa riqueza y que sería más conveniente para asegurar el porvenir limitar el rendimiento de los manantiales. Tanto equivale a decir que el mejor medio de conservar esa riqueza es no producirla. El «stock» de petróleo con que cuenta un país se reduce desde el momento en que se extrae el primer barril, y como no es fácil tener una noción exacta de la cantidad almacenada en el subsuelo, esos límites de producción que se recomiendan no pasan del campo de la teoría. Por lo demás, la] producción actual no se ha llevado al máximum de rendimiento de que es susceptible. Todas éstas son rectificaciones que conviene conozca el público.
No a otro fin aspira este libro; no es otro el objeto de su autor; no es otro el propósito que guía estas líneas. Conocer la cuestión del petróleo es resolverla, en sentido favorable a todos los intereses: el de la patria, desde luego, con el beneficio de sus hijos y su prestigio en el extranjero; el de la justicia, con apoyo de los derechos establecidos por las legislaciones de todos los pueblos civilizados de la tierra, y el del progreso nacional, que al dar las espaldas al «espléndido aislamiento» que algunos proponen para México, vincula su fuerza en la amistad y el respeto de los listados sobre la base una mutua correspondencia.
Nota. —Esta Introducción fué escrita antes del movimiento político que derribó al gobierno del señor Carranza, y como tanto ella como las demás páginas de este libro se refieren a actos, leyes y disposiciones emanadas de aquel gobierno, pudiera estimarse como del todo innecesario el presente trabajo. No lo considera así el autor, y aun cree que la circunstancia aludida más bien acrecienta que amengua el valor de este estudio, si alguno tuviese. Cualesquiera que sean las orientaciones del actual gobierno y los puntos de vista de los actuales legisladores en materia de petróleo, siempre resultará útil encauzar el criterio hacia las soluciones que, a juicio de quien esto escribe, recomiendan, como arriba se dice, los dictados de la justicia y los intereses de la República.
(1) Carlos Díaz Dufoo, «México y los Capitales extranjeros».
Díaz Dufoo Carlos. La cuestión del Petróleo. México. Eusebio Gómez de la Puente, editor. 1921.
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