Mayo de 1920
EL MOVIMIENTO DE 1920
POSIBLEMENTE ningún otro sacudimiento nacional ha sido tan mal conocido ni tan mal interpretado como el que se originó por la actitud del presidente Carranza con respecto al Estado de Sonora y su gobernador constitucional, Adolfo de la Huerta.
Con frecuencia hemos oído la versión que pretende atribuir el origen y finalidad de tal movimiento a las ambiciones o legítimas pretensiones del general Álvaro Obregón, atribuyéndole el papel principal de originador y después de triunfador en tal movimiento y dejando para el señor De la Huerta un papel secundario y desairado.
Nada más lejos de la verdad.
Como se verá, por la relación que a continuación se hace, el presidente Carranza, contrariado en sus propósitos de hacer figurar a don Adolfo de la Huerta como candidato oficial a la presidencia de la República (actitud quizá bien intencionada, pero ciertamente no acorde con los principios democráticos), y convencido de que el señor De la Huerta no aceptaba el desairado papel de candidato oficial o de imposición, escogió para tal puesto al ingeniero Bonillas y comenzó la campaña para llevarlo a la primera magistratura de la nación, pese a ser persona carente de arrastre político y cuya personalidad, poco conocida en el país, le valió el famoso mote de Flor de Té. *
A las indicaciones más o menos claras que don Adolfo recibió del gobierno del centro para que auspiciara y favoreciera la candidatura del ingeniero Bonillas, el gobernador de Sonora contestó que garantizaría la más completa libertad en el ejercicio del sufragio, pero que en ninguna forma favorecería candidatura alguna ni trataría de torcer o influenciar el voto popular ya que precisamente uno de los postulados básicos del movimiento en que tanto él como el señor Carranza habían militado, era el de la efectividad del sufragio.
Y nuevamente encontramos el choque entre quienes consideraban tal postulado como algo elástico y susceptible de matices y quien lo consideró siempre como inconmovible, intocable e invariable.
Don Venustiano Carranza (como otros antes y después que él) pretendió, con la mejor intención del mundo, suplantar la voluntad popular por la suya propia. Pretendió escoger él mismo a su sucesor en la presidencia de la República y para ello hizo su junta de gobernadores y expidió sus instrucciones referentes a la campaña. Pero en el Estado de Sonora se encontró con un gobernador que consideró siempre los principios democráticos no como recurso de oratoria ni como algo variable según las circunstancias, sino como un credo firme y sincero por el que se deja al pueblo la elección de sus mandatarios.
Por otra parte, el señor Carranza quizá no llegó a comprender la negativa del señor De la Huerta a aceptar figurar como Candidato oficial. Pocas personas llegaron a conocer a fondo la absoluta rigidez con la que el señor De la Huerta siguió, en toda su vida y en todos sus actos, la observancia de los principios democráticos. Y el resultado fue que el presidente Carranza encontró un obstáculo a sus bien intencionados pero antidemocráticos planes, en la persona del gobernador de Sonora y puesto que no pudo ganárselo, tomó una actitud agresiva.
Aquella actitud se tradujo en una serie de actos hostiles del gobierno del centro en contra del de Sonora que culminó en la orden de reapertura de la campaña en contra de la tribu yaqui que don Adolfo había pacificado antes; pacificación que había sido aprobada y aun aplaudida por el propio presidente Carranza.
Nada más injusto ni menos necesario. El señor De la Huerta, tanto cuando ocupó provisionalmente la primera magistratura del Estado, como cuando llegó a ella por elección popular, trató con los indios su pacificación y la logró. Los yaquis le conocían, sabían que era su amigo y que estaba dispuesto a impartirles justicia y ya hemos visto cómo, tan pronto como supieron que él gobernaba, se acercaron a proponer la paz.
La actitud del presidente Carranza, ordenando la inmediata reapertura de la campaña con la tribu, era un bofetón a los arreglos del señor De la Huerta y era, además, una orden inmotivada, cruel, y que iba a reanudar la larga ludia entre yaquis y yoris en la que tantas vidas se habían sacrificado inútilmente.
La orden fue dada al general Juan Torres S., jefe de las operaciones militares de Sonora; pero ese militar, consciente de lo arbitrario
y perjudicial de ella, se negó a acatarla. Entonces fue cesado en sus funciones y se nombró en sustitución al general Juan José Ríos, quien recibió órdenes ya no solamente de reabrir la campaña del yaqui, sino de deponer al gobernador constitucional don Adolfo de la Huerta y dar posesión de la primera magistratura del Estado al general Ignacio L. Pesqueira como gobernador militar; el mismo que había figurado como candidato y que había sido derrotado en los comicios por el señor De la Huerta. El mismo "gallo” del señor Carranza al que De la Huerta le “había pegado” según él mismo dijo al presidente Carranza en ocasión ya referida.
La deposición ordenada no había sido precedida por decreto del congreso en que se declararan desaparecidos los poderes del Estado de Sonora y era, por lo tanto, un atentado de los poderes del centro en contra de la soberanía del Estado de Sonora.
Tanto el congreso local como todo el pueblo de Sonora se rebeló contra aquel atropello. El general Calles, tan pronto como tuvo conocimiento de los hechos, salió de la capital para ir a Sonora a ponerse a las órdenes del gobernador De la Huerta.
La situación requería medidas extremas y se elaboró el Plan de Hermosillo que después, por condescendencia del señor De la Huerta para el general Calles, se llamó de Agua Prieta.
¿Y Obregón? ¿Qué hacía mientras tanto Obregón? ¿No fue él quien inició aquel movimiento y al cual De la Huerta simplemente se afilió según las versiones de algunos dizque historiadores?
Ya vamos a ver cuál fue la realidad de los hechos.
Al aproximarse las elecciones presidenciales de 1919, siendo candidato Obregón, llegaron a Sonora el teniente coronel Morales y Siller y los oficiales comisionados por la Secretaría de Guerra, con el propósito ostensible de dar instrucción militar en las escuelas, aunque, de hecho, iban a desarrollar una labor de carácter político adversa a los intereses del general Obregón.
El gobernador De la Huerta, no teniendo conocimiento más que de la finalidad oficial de aquella visita, ordenó se les acondicionara una habitación junto a la imprenta oficial del gobierno de Sonora, en la planta baja del Palacio de Gobierno. En tal lugar despachaban sus asuntos militares y, por causa de la vecindad, hicieron amistad con los operarios y empleados de la imprenta.
Ya iniciada la campaña política, el general Obregón envió al señor De la Huerta, mensaje concebido más o menos en los siguientes términos: "A la noche tendré el gusto de abrazarte”. Tal mensaje resultaba indiscreto por lo menos, dado el puesto de jefe del gobierno de Sonora que ocupaba el señor De la Huerta. Naturalmente, don Adolfo no asistió a la recepción que se le hizo al general Obregón en la estación ni al mitin que posteriormente se celebró en Hermosillo. Terminado éste y después de que la multitud se había dispersado, el señor De la Huerta siguiendo su costumbre, fue a dar unas vueltas al parque para hacer ejercicio. Allí encontró al general Obregón sentado en una banca acompañado de algunos de sus íntimos amigos. Obregón ni siquiera se levantó para saludarlo.
—El pueblo no necesitó de su gobernador —dijo— para manifestarme su simpatía.
—Mi presencia —replicó De la Huerta— habría perjudicado la celebración del mitin porque le habría dado un sello de aprobación oficial. Yo no puedo hacer esas cosas, pues tengo la obligación de ser imparcial, absolutamente neutral.
—Tan neutral como esto —replicó Obregón a la vez que entregaba al señor De la Huerta un volante que, según parece, había sido impreso en la imprenta oficial del Estado y en el que se hacía propaganda a la candidatura del general Pablo González.
Don Adolfo leyó el volante y, como era natural, protestó no saber nada sobre el particular ni haber tenido injerencia alguna en ello.
—¡Se te iba a escapar esto, hecho en tu propia imprenta!
La actitud del general Obregón fue tan descortés y tan injustificada, que el señor De la Huerta se alejó casi sin despedirse.
Al día siguiente se presentó en el Palacio de Gobierno el general Obregón acompañado de varios de sus amigos para reclamar al gobernador De la Huerta el hecho de que a sus acompañantes se les habían subido las contribuciones por ser obregonistas. El señor De la Huerta explicó que aquel cargo era completamente falso y que el recargo de 25% que se había impuesto a algunos contribuyentes morosos, era una disposición general que había sido aplicada con absoluta justicia y sin tener en consideración credo político alguno. Obregón no quedó satisfecho con tal explicación y poco después abandonó el Estado sin despedirse del gobernador De la Huerta.
Queda establecido así que las relaciones entre el señor De la Huerta y el general Obregón distaban mucho de ser cordiales en aquellos días. Veamos ahora qué hacía y qué pensaba el general Obregón mientras el gobierno del centro hostilizaba al de Sonora.
Poco después de los acontecimientos referidos, el general Obregón tuvo que acudir a la capital al llamado del juez ante quien se le había consignado porque se decía que habían sorprendido correspondencia entre él y el general Cejudo, que se hallaba levantado en armas.
El tal proceso era, con toda probabilidad, una maniobra discurrida por el presidente Carranza para inhabilitar al general Obregón, pues ya se ha dejado aclarado que Carranza estaba dispuesto a impedir que Obregón llegara al poder.
Ciertos o falsos los cargos, el caso es que el juez citó a Obregón y éste se encontraba en México cuando las relaciones entre el centro y Sonora hicieron crisis.
Al tener conocimiento Obregón de los acontecimientos, lo primero que pensó, conociendo el carrancismo del señor De la Huerta, fue que se trataba de una farsa, de una pantomima que lo dejara a él (Obregón) en situación difícil. Después, cuando ya se convenció de que era sincera la actitud del señor De la Huerta, la censuró, como censuró la del resto de los sonorenses porque, decía, no se le había avisado a él y se le exponía a que se supusiera que alguna relación existía entre él y los sonorenses, lo que complicaría su caso.
En tales condiciones, y cuando al fin le llegó el enviado Alejo Bey (que por diversas razones se había detenido en el camino) llevándole las aclaraciones y explicaciones, desechó Obregón todas aquellas suspicacias y resolvió abandonar la capital, saliendo de México en la forma que es bien conocida, pero es interesante hacer notar que se embarcó en compañía de dos ferrocarrileros: Margarito Ramírez, que hasta hoy disfruta aún del valimiento político derivado de aquella ayuda que prestó a Obregón y otro ferrocarrilero a quien apodaban El Borrego, mencionado por Víctor Hernández en su obra de reciente publicación referente a la escapatoria de Obregón. El Borrego fue asesinado más tarde. Sobre el particular hay varias versiones, pero es evidente que el interesado desapareció víctima de un atentado.
Obregón fue acompañado de Luis Morones hasta el Estado de Guerrero. Parece que Morones se desprendió de su lado para ir a Acapulco en busca de barco que saliera para el norte. Obregón fue hallado por el general Maycotte en forma que ya ha sido relatada con anterioridad. Y como Carranza ordenara a Maycotte que entregara a Obregón, y Maycotte se negó a hacerlo, ya quedó éste en calidad de rebelde.
Por su parte Obregón, bajo la protección de Maycotte, lanzó el manifiesto aquel al que se refiere Vasconcelos, en el cual desconocía la Constitución de 1917 tratando de volver a la de 1857. Posteriormente, alguien le llamó la atención sobre esa actitud inconveniente y él suprimió el desconocimiento de la Constitución de 1917. Algún tiempo después el señor De la Huerta le preguntó por qué había hecho aquello y Obregón explicó: “Hombre; pues lo primero que se le ocurre a uno... La mayor parte de la gente atribuía a Carranza la Constitución de 17 y por más que sepamos algunos que no fue así, que él no estaba de acuerdo con los principios establecidos en nuestra Carta Magna, de todos modos era bandera del carrancismo y yo, que me consideraba contrario a Carranza, pues no podía reconocer ese documento”. Esa fue su explicación; pero más de creerse es que haya tenido ciertos compromisos con elementos de dentro o fuera del país para echar por tierra los principios avanzados de la Constitución de 1917.
Morones, que logró embarcarse en Acapulco, llegó a Sonora con el manifiesto aquel de Obregón tratando de reproducirlo allá, pero De la Huerta se lo impidió recogiéndole el original que llevaba, lo que contrarió mucho a Morones quien entonces pretendió dar conferencias en Cananea, cosa que tampoco le fue permitida pues era claro que llevaba orientaciones equivocadas.
Obregón, como se ha dicho, corrigió su error y en su segundo manifiesto, el de Chilpancingo, que puede encontrarse en el libro "Sonora y Carranza”, y que lleva la fecha de 30 de abril de 1920, dice en la parte conducente:
"... y a este conflicto que fue provocado para el Estado de Sonora, han respondido las autoridades y los hijos de aquel Estado, con una dignidad que ha merecido el aplauso de todos los buenos hijos de la patria. —... me pongo a las órdenes del C. gobernador constitucional del Estado Libre y Soberano de Sonora, para apoyar su decisión y cooperar con él, hasta que sean depuestos les altos poderes: el Ejecutivo por los hechos enumerados antes... etc.”
Obregón no fue, por lo tanto, iniciador del movimiento de 1920 sino que como él mismo lo reconoce, respaldó la actitud de las autoridades y de los sonorenses ante los ataques del centro y se subordinó al gobernador constitucional don Adolfo de la Huerta.
La subordinación del general Obregón al jefe del movimiento de 1920, Adolfo de la Huerta, fue efectiva y constante, por más que al entrar a la capital existió el Pacto de Chapultepec por el cual Obregón se comprometió a apoyar y apoyó, hasta donde pudo, la candidatura del general Pablo González para la presidencia interina.
Y aunque ya en otra parte de esta obra se hace relación de ello, no es por demás recordar que en aquellos momentos, a la entrada en la capital de las fuerzas que apoyaban al señor De La Huerta, don Pablo González contaba con 22, 000 hombres, en tanto que Obregón no contaba ni con un millar. Militarmente, por tanto, Pablo González era el amo de la situación y Obregón secundó de buena gana el proyecto de llevarlo a la presidencia interina probablemente considerando también que de esa manera lo eliminaría como contrincante de peligro en las siguientes elecciones para presidente constitucional. Pero no contaba el general Obregón con el sentir del congreso y a pesar de que el señor De la Huerta había enviado una terna formada por los señores don Carlos B. Zetina, don Fernando Iglesias Calderón y el general Antonio I. Villarreal para que de ella se escogiera al presidente interino, el congreso votó por 224 votos contra 22 en favor del señor De la Huerta.
Tan seguro se había sentido Pablo González de su designación que, como se ha dicho ya, nombró su gabinete.
En cuanto al general Obregón, al que se ha querido reconocer como cabeza o jefe de tal movimiento de 1920, ya vemos que ni militarmente, pues no contaba con elementos para ello, ni políticamente, fue factor decisivo y que en lo que se refiere a la designación del señor De la Huerta como presidente interino de la República, no solamente no tuvo nada que ver con ello el general Obregón, sino que hizo lo que pudo para que la designación fuera en favor de Pablo González.
El señor De la Huerta tomó posesión de la presidencia el día 1° de junio de 1920 y la ocupó hasta el 30 de noviembre del mismo año. Exactamente seis meses, ¿Qué podía hacer un presidente interino en ese cortísimo plazo y recibiendo en sus manos el gobierno de un país que hervía con rebeldes por todas las regiones y se hallaba exhausto de recursos económicos?
Nota:
* Canción muy en boga en esa época, que decía: ‘‘Nadie sabe de dónde ha venido, ni cuál es su nombre, ni dónde nació. "
Memorias de don Adolfo de la Huerta, según su propio dictado. (Transcripción y comentarios de Roberto Guzmán Esparza). México, Ediciones Guzmán, 1957.
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