Campamento revolucionario en el Estado de Morelos, abril 15, 1919.
AL PUEBLO MEXICANO
El caudillo de la Revolución del Sur, el ardoroso apóstol del agrarismo, el abnegado redentor de la raza indígena, el hombre enérgicamente representativo del alma mexicana; pletórica de virilidad y de rebeldía; el glorioso predestinado cuya misión era imponer a todas las conciencias, con la sugestión del vidente, la clara idea de la justicia que asiste a los eternamente despojados del derecho, a las irredentas víctimas de la civilización; Zapata, ese hombre todo corazón y todo carácter, ha sucumbido bajo el golpe de la más artera alevosía, ha muerto en su puesto de luchador, inconmovible inmaculado, inquebrantable.
No pudiendo matarlo frente a frente, de hombre a hombre, en medio de las rudezas del combate, han tenido sus enemigos que asesinarlo traidoramente, en cobarde celada, revestida con todos los caracteres de la alevosía y agravada con toda la infamia de una premeditación concebida y madurada durante largos meses. Pero, esos miserables habrán asesinado al hombre, pero no han podido matar la idea.
El General Zapata, al morir, nos ha dejado su herencia; una herencia de abnegación, de espíritu de sacrificio, de amor acendrado a la colectividad, de indiferencia ante el peligro, de fe firmísima ante las dificultades y los obstáculos, de constancia y valor indomable para la lucha, de alta nobleza y de supremo desdén para todo lo que sea interés personal, ambición o egoísmo.
Nuestro jefe nos enseñó a luchar y a vencer; a luchar contra la calumnia de los enemigos, contra la mentira de los intelectuales pagados, contra la fuerza bruta de las tiranías, contra el poder del oro de los caciques engreídos, de los magnates corruptos, de los latifundistas capaces de todas las infamias, en su inicua pugna contra el derecho del humilde y contra la justicia de los de abajo. Zapata nos deja su ejemplo, su leyenda de gloria, su tradición de heroísmo.
Los que hemos tenido el honor de ser y seguir siendo zapatistas, estamos obligados a ser valerosos y firmes; a tener vergüenza, a conservar nuestro decoro, a erguir siempre la bandera agrarista, tan alto como la enarboló siempre nuestro caudillo inmaculado.
Por eso, de un extremo a otro de la región suriana, la noticia de la muerte de nuestro Jefe, en vez de entibiar entusiasmos y de apagar ardentías, ha templado voluntades, ha provocado indignaciones viriles, ha hecho surgir en todas las almas la promesa de ser más que nunca honrados, el juramento de ser más que nunca fieles.
Zapata ha muerto, pero nos queda su obra, nos queda su ejemplo; esa obra de emancipación, de enaltecimiento del mexicano, de glorificación del trabajador, de consagración plena y absoluta a la causa del pueblo; -ese ejemplo de hombría, de noble altivez, de pureza sin mancilla, de gallardo impulso para todo lo bueno, de odio justiciero y vengador contra todo lo bajo y contra todo lo protervo.
Tenemos una triple tarea: consumar la obra del reformador, vengar la sangre del mártir, seguir el ejemplo del héroe.
Y esa tarea la hemos de cumplir, a despecho de retardatarios y de traidores; por encima de la perversidad de Carranza, de la felonía de Pablo González y de Guajardo; de la miserable vileza de los estafadores que hoy manchan los más altos sitiales de la República.
No es la primera vez en nuestra historia que, bajo el golpe de la maldad o bajo las balas de la traición, cae la cabeza de un gran apóstol.
Miguel Hidalgo, víctima de la traición de Elizondo -émulo digno de los Pablo González y los Guajardo-; Hidalgo, el venerable libertador, es asesinado en Chihuahua por los agentes del realismo, Morelos, el genial sucesor de Hidalgo, sucumbe gloriosamente en San Cristóbal Ecatepec. Pero ni la muerte de Hidalgo, ni el sacrificio de Morelos, desanimaron ni hicieron perder la fe a los bravos defensores de la Independencia.
Y así como Morelos recogió de manos de Hidalgo el glorioso estandarte, del mismo modo, aún después de muerto Morelos, continuaron la contienda sagrada los antiguos insurgentes o se improvisaron nuevos caudillos, llenos de fe en el triunfo y rebosantes de amor por la causa de la patria.
Vicente Guerrero, Nicolás Bravo, Ramón e Ignacio Rayón, Francisco, Xavier Mina, Pedro Moreno, Juan Álvarez y cien otros caudillos pasearon la tarea de la rebelión por las más céntricas provincias del virreinato, y sólo cesaron en su empeño cuando vieron definitivamente consolidada con el apoyo y con el aplauso de los mismos que antes fueron sus enemigos, la obra magna de la Independencia de México.
Hoy de igual modo, difundida ya la idea agraria en todas las conciencias, despertada a nueva vida el alma nacional por el ardoroso y arrollador llamamiento de Emiliano Zapata, el apostol y el vidente; dispuestas en toda la República las multitudes oprimidas a hacer triunfar con las armas, el principio salvador del reparto de tierras; consumada. así por su triunfo sobre las inteligencias y sobre las almas, la labor gigantesca del libertador suriano, tiene que ser sólo cuestión de tiempo, la victoria de los ideales que él sustentó, de las aspiraciones que él hizo surgir en el corazón de todos los mexicanos, para convertirlos, de esclavos en rebeldes y de parias deformados por servidumbres seculares, en hombres libres, dignos del respeto de la historia.
Los indígenas de todo el país saben ya a qué atenerse. Han comprendido al fin que sólo reconquistando la tierra arrebatada a sus mayores, podrán asegurar su porvenir como raza, su soberanía como hombres, su dignidad como ciudadanos.
De un extremo al otro del país el indio ha proclamado su rebeldía, y él, oprimido por Porfirio Díaz, sacrificado por Huerta, engañado vilmente por Carranza, vendido por todos los falsos regeneradores, quiere hoy, en un esfuerzo supremo, fundamentar la patria mexicana -no sobre el privilegio de los menos, no sobre la riqueza de unos cuantos, sino sobre la justicia y la libertad otorgada a todos por igual, sobre la propiedad de la tierra concedida a cuantos sepan cultivarla, sobre la independencia económica, real, y no sólo escrita del campesino siempre esclavizado, y del indígena eternamente proscripto.
Para crear esa patria nueva, se ha hecho la revolución campesina; para evitar iniquidades, se proclama la justicia, que no distinga entre ricos y pobres, que lo mismo ampare al poderoso que al humilde; y todo ese impulso de reforma, todo ese pensamiento de renovación, toda esa alma nueva, es la obra y es el mérito de Emiliano Zapata.
Su idea se ha impuesto a todos los espíritus. Los oprimidos, los despojados, los irredentos, han visto en su predicación un nuevo evangelio, de luz y de gloría. Los intelectuales, los fuertes, los privilegiados de la sociedad y de la civilización, se han rendido por fin a la evidencia, han prestado homenaje a la verdad, y hoy reconocen, desde Francisco León de la Barra, el primer enemigo del Sur, hasta Migo Noriega, el despojador de tierras, que sólo la pequeña propiedad salvará a la República.
El jefe Zapata ha muerto, pues, cuando ya podía morir, cuando estaba consumada su benemérita obra de difusión de ideales, de persuasión sobre las conciencias, de heroico y altivo despertar de las energías, de las esperanzas y de los entusiasmos de toda una raza.
El puede vivir tranquilo su vida de inmortal. A nosotros toca seguir sus huellas, honrar con hechos su memoria, proseguir su labor, generosa y buena, providencial y grande, hasta que cristalice en realidades prácticas, en hechos que impliquen regeneración y en instituciones que envuelvan grandezas. A este respecto y descendiendo al detalle, nada nuevo tenemos qué decir a la República.
Nuestros principios son los mismos que sostuvo durante nueve años con inquebrantable honradez, el General Zapata; nuestras esperanzas y nuestras promesas son las suyas; nuestros anhelos de unificación revolucionaria y de reconstrucción nacional, son los que el abrigó con tan grande nobleza que lo llevó al sacrificio.
En cuanto a la jefatura suprema de la Revolución, ha sido conferida al C. Dr. Francisco Vázquez Gómez, a quien el General Zapata, haciéndose eco de nuestros deseos y de nuestras aspiraciones, tuvo la atingencia de designar para ese alto puesto, en los últimos días de su fecunda vida, toda ella llena de clarividencia y de aciertos.
Inspirados, pues, en el programa y en las tendencias de nuestro jefe, y constantes y firmes por el compromiso que para nosotros implica su heroísmo, renovamos hoy ante la nación mexicana, nuestros juramentos de fidelidad a la causa, nuestra protesta de adhesión a los principios, y le hacemos saber que hoy como antes, privados ya del que fué nuestro caudillo pero depositarios y poseedores de. la fuerza moral que nos legó con la ejemplaridad de su vida, hemos de seguir enfrentándonos a los defensores de la moderna tiranía, encarnada en el funesto carrancismo, en esa camarilla de facciosos que no representa al ,pueblo mexicano y si deshonra a la patria con sus rapiñas, con sus crímenes, con su desvergüenza, con esa su inaudita perfidia, lo mismo en las cuestiones interiores, que en los más graves asuntos de nación a nación.
Así como combatimos a Porfirio Díaz, a de la Barra, a Madero y a Huerta, así hemos de luchar hasta el fin contra la afrentosa dictadura de Carranza, inmoral y corrompida, más falta de pudor que la de Porfirio Díaz, más falaz y maquiavélica que la de Francisco de la Barra, más imbécil y más hipócrita que la de Huerta, el asesino.
Ya la nación conoce de sobra al fatídico hacendado de Cuatro Ciénegas, hoy encaramado al poder por obra de su audacia, para que tengamos que hacer más comentarios. Ese hombre se quitó ya el disfraz, no puede ya engañar a mexicano alguno y por eso confiamos en que todos nuestros compatriotas sepan hacer causa común con nosotros y con nuestros hermanos del Norte y del Centro, para minar y destruir por todos los medios y en todas las formas, el ya carcomido y vacilante edificio de la llamada administración carrancista.
Nuestro lema es y ha sido siempre: "Hasta vencer o morir". Los surianos comprendemos nuestro deber: SABREMOS SER DIGNOS DE NUESTRO GLORIOSO JEFE.
REFORMA, LIBERTAD, JUSTICIA Y LEY.
Campamento revolucionario en el Estado de Morelos, a 15 de abril de 1919.
Generales: Francisco Mendoza.- Genovevo de la O.- Everardo González.- Jesús Capistrán.- Pedro Saavedra.- Fortino Ayaquica.- Maurilio Mejía.- Valentín N. Reyes.- Adrián Castrejón.- Melesio Cavanzo.- Gildardo Magaña, Zeferino Castillo.- Prudencio Casals R.- Arturo Camarillo.- Sabino R. Burgos.- Timoteo Sánchez.- Tomás García.- Antonio Beltrán- Rafael Cal y Mayor.- Guillermo Rodríguez.- Gabriel Mariaca.- Pioquinto Galis.- Demetrio Gutiérrez.- Enrique Rodríguez.- Teodomiro Rodríguez.- Manuel N. Reyes.- Encarnación Vega Gil.- Joaquín Camaño.- Urbano Catalán, Samuel Bonilla, Marcelino Alamirra.- Benigno Abundez.- Gregorio S. Rivero.- Julio Villegas.- Gil Muñoz.- Ingeniero Angel Barrios.- Leopoldo Reynoso Díaz.- Leandro Arces.- Francisco Alarcón.- Ramón Baena.- Vicente Aranda.- Merino Ortega.- José Contreras. Ismael Velazco.- Jesús Vega Gil.- Octaviano Muñoz.- Conrado Rodríguez.- Cástulo Pérez.- J. Cruz Espinoza.- Jesús Chávez.- Jacinto B. Soriano.- Gabino Lozano y Jorge Méndez.- Licenciados: Antonio Díaz Soto y Gama, Arnulfo Santos Jr., y Francisco de la Torre.- Doctores: José Parres y G. Fortunato, I. Macías y Alfredo Ortega.
Fuente:
Espejel Laura, Alicia Olivera y Salvador Rueda. Emiliano Zapata. Antología. Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM), México, 1988. P. 447-451. (Fuente: AGN. Fondo Genovevo de la O, Caja 19, Exp. 9, f. 5-6)
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