Madrid, España
You say: Magna est veritas, etpraevalebit. Psha! Great lies are as great as great truths, and prevail constantly, and day after day. Thackeray.
LOS ORÍGENES HISTÓRICOS DE LA CONSTITUCIÓN FEDERAL
CAUSAS Y SIGNIFICACIÓN DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA NORTEAMERICANA
I
La leyenda acreditada sobre las causas y objeto de la guerra de independencia de las trece colonias de América, nos presenta a los norteamericanos librándose de un yugo tiránico.
Nada más falso que esta interpretación de los hechos determinantes del conflicto armado en cuyo desenvolvimiento perdió Inglaterra las trece colonias, y formaron éstas una confederación independiente.
La verdadera causa de la independencia se encuentra en la situación creada á las colonias después de la guerra de siete años (1756-1763), por los esfuerzos del poderío británico. Mientras las trece colonias estuvieron rodeadas de puestos militares franceses, no podían pensar en sostenerse por sí solas, y más aún si cada una de ellas se hallaba reducida a sus propios recursos. La guerra victoriosa contra Francia, creó la autonomía económica del grupo colonial y le prestó elementos para una vida política independiente. Sin embargo, la separación no se hubiera realizado sin las aptitudes de las clases superiores de aquella sociedad. La guerra con Francia, en la que tomaron parte los colonos, dio a éstos cierta acometividad política; pero las facultades de la clase directora, o más bien dicho, dominadora, no tenían que sujetarse a prueba, pues ya estaban bien patentizadas en toda la historia colonial.
Las causas invocadas para romper la unión con Inglaterra, caracterizan los alcances políticos de un grupo que sabe tocar con eficacia los resortes de la acción, pero no pueden tomarse como una expresión de la verdad histórica. Uno de los escritores menos exentos de la nota fanática, en lo que se refiere a los llamados actos de tiranía del gobierno inglés, dice algo que expresa con toda justicia y precisión el carácter de las relaciones entre la metrópoli y sus colonias. “La verdad es que a medida que los colonos crecieron en número y en riqueza, y que comenzaron a darse cuenta de su propio poder, la injerencia del gobierno metropolitano se imponía con menos facilidad, y era menos tolerada. Además, con la conquista del Canadá, y el derrocamiento, que siguió, del poderío francés, amenazante en el norte y en el oeste, América dejó de sentir la necesidad de su dependencia al Imperio". Y este mismo autor, Stevens [1], cita testimonios invocados por von Holst: “Turgot y Choiseul habían reconocido mucho antes, que la separación de las colonias era un asunto de tiempo nada más“. La frase de Durand resume la situación en forma lapidaria: “Son demasiado ricos para seguir bajo el yugo. "Ricos del género que distingue a una clase de plutócratas: ricos que trafican, que especulan, que inician explotaciones industriales, que abren territorios nuevos y saben batirse para incorporárselos y dominarlos; que hacen de sus hijos grandes juristas para legitimar sus adquisiciones, y que son políticos cuando es necesario organizar un gobierno protector de las riquezas que acumulan.
II
La hostilidad entre Inglaterra y Francia no era de la víspera. La gran lucha entre ingleses y franceses de América, había comenzado en 1690. Puede asegurarse que el siglo de conflictos armados entre ambas naciones, fue por parte de Francia, el servicio más eminente que pudo haber prestado a la clase dominante norteamericana, puesto que con sus empresas de carácter puramente militar, favoreció el temple de los colonos anglosajones, sin estorbarles, por otra parte, su desarrollo y expansión, ya que la dominación francesa, de tintes épicos por la maestría militar de sus avances en la selva y en la pradera, y bella por la sublime abnegación de sus misioneros, era a la vez de la más desoladora esterilidad. ¿Qué resultado le habían dado sus esfuerzos en la guerra llamada del rey Guillermo, en la guerra de la reina Ana y en la guerra del rey Jorge? Había luchado de 1690 a 1697, de 1702 a 1713 y de 1744 a 1748, y había formado una línea de fuertes desde el lago Ontario hasta el curso superior del río Ohio y del Mississippi, que continuaban por la corriente de este último hasta Nueva Orleans. ¿Todo para qué? Sólo para ver sucesivamente perdidos sus esfuerzos en la Nueva Escocia, en el Canadá y en la Luisiana, mientras las colonias anglosajonas, afirmándose cada vez más robustas, con una población creciente que ya pasaba del millón, y estaba en vísperas de duplicarse, ponía el pie en la banda oriental del Ohio [2].
Una compañía de especuladores de tierras, de Londres y de Virginia, obtuvo la concesión de seiscientos mil acres. No es indiferente para la historia de los Estados Unidos el principio de las operaciones de esta empresa, en la que comenzó a figurar el joven topógrafo Jorge Washington.
Sin mostrar un espíritu abyecto de sumisión al prestigio del grande hombre, —uno de los pecados originales de la historia,—sino para tener un hilo conductor en el esclarecimiento de muchos hechos importantes, hay que seguir a Jorge Washington en sus primeros pasos. El agrimensor de la Compañía del Ohio se aficionó a las exploraciones, a los grandes negocios y a la guerra. Su habilidad le asignaba el primer puesto en todas sus empresas, y así fue como llegó a ser el hombre más rico de su país, el más conceptuado de los generales angloamericanos y el personaje de mayor influjo en la política.
Si la guerra de siete años, que en la realidad fue de ocho para los beligerantes de América, condujo a la independencia de los colonos, no deberá omitirse en el estudio de este acontecimiento, que sus actores principales eran los mismos que habían iniciado las operaciones contra los franceses, aunque dejando a los ingleses el peso de la guerra en la iniciativa, y aprovechando las ventajas con gran sentido de la oportunidad y con una falta de vocación guerrera que Washington ejemplifica de un modo admirable.
Los colonos habían construido un fuerte en la confluencia de los ríos Monongahela y Alleghany, pero los franceses se lo apropiaron dándole el nombre de Fort Duquesne. Con estos actos de hostilidad, comenzó la guerra. Washington atacó a los franceses, los derrotó, construyó el fuerte Necessity, fue atacado a su vez y tuvo que rendirse. La expedición del general Braddock acabó desastrosamente. En ella aparece Washington salvando al ejército angloamericano de un completo exterminio, como aparece poco antes con el carácter de delegado de las colonias en el Oeste. ¿Hay una leyenda en las proezas atribuidas a Washington, o, realmente estamos en presencia de un hombre excepcional? La verdad es que el general Braddock mostró una ineptitud extraordinaria, y que Washington fue incapaz de reorganizar a los fugitivos. La mayoría de éstos no había entrado en acción, y manifestó una cobardía vergonzosa, que Washington reconoce, y a la que no pudo sobreponerse con su autoridad.
La toma de Frontenac, Ticonderoga, Quebec y Montreal dieron a los angloamericanos, a la vez que una frontera segura por el norte y el oeste, la conciencia de su fuerza y de su porvenir.
Por otra parte, la adquisición de la Florida, a cambio de la Habana, que habían capturado los ingleses, fue un gran regalo que el gabinete de Londres hizo a los norteamericanos, con una falta de previsión política en ese canje, que debe de haber endulzado un poco las amarguras del gobierno francés.
Por último, la cesión de la Luisiana a España, era también una ventaja de la que podían aprovecharse los colonos, y así lo hicieron, aunque indirectamente.
Muchos observadores, y ya queda citada la opinión de algunos, comprendieron que las ventajas adquiridas por Inglaterra, a costa de Francia, y en beneficio de las colonias, sería causa de un desequilibrio entre las dos partes del imperio británico.
El tratado de Versalles, firmado en febrero de 1763, dejó a Inglaterra con una victoria de la que no había de disfrutar, y con una deuda de ciento cincuenta millones de libras esterlinas.
III
La hora de las liquidaciones es la hora en que se rompen las amistades. Inglaterra había gastado el dinero con provecho y abundantemente; pero no había tenido la prudencia de hacer el escote en el momento del peligro, y es bien sabido que después, el que ha recibido el servicio, encuentra gravoso el reembolso.
Escritores norteamericanos de estos últimos tiempos, inspirados en una probidad que por pasión habían desestimado sus predecesores, reconocen que Ja alta burguesía americana, esto es, los comerciantes, armadores, industriales y especuladores, enriquecidos en la guerra, estaban estrictamente obligados a solventar una parte de la deuda que Inglaterra había contraído, pero que, desoyendo esta voz imperiosa del honor, cuando se trató de liquidar cuentas, acudieron a todas las triquiñuelas de sus leguleyos y a la palabrería del derecho constitucional, para repudiar, tal es la palabra, esa deuda, que era sagrada.
Inglaterra,—dicen los panegiristas de la revolución norteamericana,—no podía imponer contribuciones a las colonias, puesto que éstas no tenían representación en el parlamento británico. No taxation without representation. Y como al emitir esta sentencia, no se hablaba aún de segregación, sino de simple oposición al gobierno, la oposición inglesa aplaudió, y los norteamericanos tuvieron un público simpático en la Gran Bretaña. Si el gobierno de la metrópoli quería obtener fondos, debería solicitarlos de las asambleas coloniales, y no imponer cargas por medio de su parlamento, que no era parlamento imperial sino para los asuntos exteriores, para regir el comercio y para todo lo que tendiera a la unidad del imperio. Si el parlamento británico imponía una carga a grupos de ciudadanos con representación en la cámara de los comunes, esto significaba, dentro del sistema inglés, la expoliación de una parte de la propiedad del ciudadano sobre quien se hacía pesar la contribución. ¿Qué seguridad tenía de conservar el resto? Así como el parlamento británico,—argumentaban los abogados de los colonos angloamericanos,—rechazaría los impuestos que el rey decretara sin el beneplácito de los comunes, las colonias no podían permitir que un poder extraño, rey o parlamento, les dictase leyes tiránicas, en oposición con los principios fundamentales y sagrados de la constitución inglesa, paladión de la libertad. Inglaterra decía que todas las cartas otorgadas a las colonias, con excepción de la de Pennsylvania, atribuían a los emigrantes americanos, los mismos privilegios que les corresponderían si hubieran permanecido en la madre patria, y a sus hijos y descendientes, también los mismos privilegios que habrían tenido si en vez de nacer en América hubieran nacido en Inglaterra. Luego, si eran ingleses, y como tales se les recibía en Inglaterra, ¿por qué cuando así convenía a sus antojos e intereses, se decían extraños y se ponían fuera del poder de las autoridades británicas, cuya protección invocaban siempre que iban a la metrópoli en busca de provechos y honores, que no les corresponderían sin la calidad de ingleses? Como ingleses, los colonos podían negarse a pagar un impuesto ilegal para los otros ingleses, pero no los que votase regularmente el parlamento.
Contienda inútil, puesto que arrancaba de un antagonismo irreducible. La verdad es que los colonos ricos,—los pobres nada sabían de nada, — querían gozar sin menoscabo de las ventajas alcanzadas en la guerra. Libres de la amenaza de un poder militar que los yugulaba; vencedores de los indios, que habían buscado la alianza de franceses y españoles, más humanos que los anglosajones; poseedores de un continente que ya nadie les disputaba, los colonos excluían al protector de la víspera. Era la primera vez que decían: “América para los americanos."
En plena guerra, pero ya cuando ésta les era favorable, habían comenzado a mostrarse reacios para el pago de impuestos. Sus abogados, esos abogádazos de enjundia, que iban a desempeñar un papel tan conspicuo en la guerra de independencia y en la formación del régimen constitucional, pedían amparo contra los writs of assistance de las autoridades aduanales, que trataban de hacer efectivo un impuesto al azúcar y a la melaza. James Otis llevó a los tribunales la oposición del comercio americano contra el impuesto. “Este fue el origen de la independencia", decía John Adams [3]
Los panegiristas de la libre América ven aquí el primer paso de una sociedad conducida por el amor más puro a los principios de la libertad civil, como ellos dicen. Pero la historia ha visto lo que había dentro de las frases vehementes del abogado James Otis.
Este impuesto al azúcar y a la melaza tenía una importancia mayor de la que pudiera atribuírsele, si se supusiera que aquéllos eran simples artículos de consumo. La melaza era a la vez un artículo de consumo para los pescadores y la base de una explotación, con carácter industrial y mercantil, altamente remuneradora para las clases pudientes de las colonias. Este producto se compraba en las Indias Occidentales, pasaba al Connecticut, se le convertía en ron, y el ron era exportado al África, en donde los tiranuelos acudían al trueque de barricas de ese veneno por cargamentos de marfil negro, o sea de esclavos. Los negros pasaban a las Indias Occidentales, eran trocados por melaza, y el movimiento seguía hacia las costas del piadoso Connecticut, tierra de la libertad perseguida por la nefanda Europa [4].
Es de recordar que el tráfico de esclavos para surtir a las Indias Occidentales, había sido en el siglo XVII un privilegio de la “Compañía de regios aventureros traficantes en África", según carta otorgada por su Cristiana Majestad Carlos II, y que extendida la franquicia a los comerciantes ingleses, mediante el pago de 10 por 100 de los artículos exportados al África, los angloamericanos reclamaron a su vez una participación en el negocio, y entraron en la puja del comercio de marfil negro.
IV
En 1765 el gobierno inglés pretendió establecer un impuesto de timbre, que no tenía nada de exorbitante en su cuantía. Cuando se votó la ley, Franklin, que estaba en Londres como agente de Massachusetts, escribía: “El sol de la libertad se ha ocultado; encended las velas del trabajo y de la economía."
Otras eran las velas que se encendían en América, y así se lo dijo a Franklin su corresponsal.
Los historiadores que escriben contra la tiranía inglesa, hablan de los infames derechos de timbre que era necesario pagar en todo contrato, testamento, matrimonio e instancia judicial, “para satisfacer la avaricia del gobierno inglés". A esto se agregaba en aquella ley inicua, el ultraje de exigir hospitalidad para las tropas del rey en posadas, casas vacantes, tabernas y alquerías. Patrick Henry, apóstol de la libertad, presentó a la legislatura de Virginia, para su votación, una declaración contra quienquiera que de palabra o por escrito sostuviese que un grupo, excepto la asamblea legislativa de la provincia, tenía el derecho de imponer contribuciones, y expresando que si alguien contravenía a esa declaración, se le consideraría enemigo de la colonia de Su Majestad. El defensor de los derechos del hombre y del ciudadano,—y ya veremos después qué clase de derechos defendía Mr. Patrick Henry,—mencionó los nombres de Bruto y Cromwell. Iba a mencionar el nombre del tercer regicida posible, cuando el público le interrumpió gritándole: “¡Traición!"—No hay traición, dijo Henry, virando hábilmente; no hay traición porque Jorge III no dará lugar a que se levante contra él la mano vengadora.
Las colonias que en 1754 se habían congregado en Albania para hacer frente al peligro de la guerra, se reunieron por segunda vez para protestar contra la ley del timbre, y redactaron peticiones al rey y a los comunes, y un memorial dirigido a la cámara de los lores. En todas las ciudades se formaron sociedades políticas de "Hijos de la Libertad".
Esta resistencia, que no tenía aún el carácter de un movimiento separatista, despertó el entusiasmo de la oposición parlamentaria en Inglaterra. Pitt la aplaudía y glorificaba diciendo: “Me regocijo de que América haya resistido.„
Junius, a quien se acusaba de ser partidario de lord Chatham, hablaba así de los asuntos de América, en sus primeras cartas: "Una serie de medidas incoherentes ha enajenado el deber de subordinación y su natural afecto al país común. Cuando Mr. Grenville fue puesto al frente de la Tesorería, comprendió la imposibilidad en que estaba la Gran Bretaña de satisfacer las exigencias que hacían indispensables sus recientes victorias, y de procurar al mismo tiempo un alivio apreciable al comercio exterior, sin aumentar los gravámenes de la deuda pública. Consideró equitativo que aquellas partes del Imperio que habían obtenido los beneficios más grandes como resultado de los gastos que originó la guerra, deberían contribuir de algún modo a los gastos de la paz, y no abrigaba dudas sobre el derecho constitucional del parlamento para imponer esa contribución. Pero desgraciadamente para este país, se hacía necesario atacar a Mr. Grenville, puesto que era ministro, dirigiéndole cargos que lo apenaran, y Mr. Pitt y lord Campden se constituyeron en abogados de América, puesto que estaban en la oposición. Su actitud dio ánimo y argumentos a las colonias, y aunque ellos acaso no se proponían sino la caída de un ministro, con su conducta en realidad desmembraron medio Imperio” [5]. La ley no pudo aplicarse: lord Grenville, su autor, se vio precisado a dejar el puesto que ocupaba en el gabinete, y la ley fue derogada. Es verdad que el parlamento afirmó el derecho teórico de imponer gravámenes a las colonias. Frente a esa declaración, quedaba el hecho de que las colonias podían resistir y salir victoriosas. Por otra parte, se consideró como un nuevo atentado esta declaración platónica del parlamento.
V
La ley del timbre había sido derogada en marzo de 1766, y en junio de 1767 se decretó un impuesto sobre el vidrio, los colores para la pintura, el papel y el te. Este último artículo figura, en primer término, como factor de la independencia de América. Los patriotas norteamericanos y los historiadores que escriben para acariciarles la vanidad, han ennoblecido el te. ¿Es merecida la reputación política de que goza este producto? Escritores de profunda y sagaz observación, dicen que todos los impuestos al te no habrían bastado para producir una crisis revolucionaria, y asignan como causa principal de la guerra de rebelión, el descontento que produjeron las leyes llamadas de navegación y comercio. Parece que la verdad se encuentra en una conjunción del te y de las leyes de que voy a tratar [6].
Los impuestos al vidrio, al papel y a los colores desaparecieron en 1770, derogados por iniciativa de lord North. Sólo quedaban vigentes, como causa de descontento, el impuesto al te y las leyes de navegación.
Según éstas, las colonias podían comerciar únicamente con Inglaterra, en buques construidos, poseídos y tripulados por ingleses. Desde fines del siglo XVIII, estas leyes de exclusión habían sido “la fuente más constante y efectiva de irritación entre las colonias y la metrópoli." Había un organismo poderoso, el Board of Trade, encargado de velar por la ejecución de las leyes de navegación y comercio; pero en realidad, parece que no servía sino para determinar la forma y condiciones en que se eludía el cumplimiento de las disposiciones de esas leyes. Así, por ejemplo, según el precepto legal, una colonia no podía venderle a otra un solo sombrero, ni forjar hierro, ni derribar un árbol resinoso. Pero en realidad no sólo hacían todo lo que les estaba prohibido en materia de producción y de tráfico, sino que habían logrado crear una industria, organizar “un contrabando formidable", y hacer de sus puertos, “guaridas de piratas" [7].
Se había dictado una ley que daba a los oficiales de la marina real el carácter y facultades de funcionarios de aduanas. Y esta medida fue en realidad,— no los impuestos a este o el otro artículo,—la que provocó cavilosidades, disgusto, irritación y violencia. Poco se les daban las leyes fiscales a los industriales y traficantes, siempre que pudieran violarlas. Pero cuando la metrópoli armó a sus oficiales de marina con el poder necesario para perseguir el contrabando, éste se vio perdido y se refugió en el seno de los principios constitucionales, que antes le habían importado un bledo. No hay mejor amigo de la ley que el pícaro, cuando la ley le favorece. Los piratas se hicieron constitucionales cuando el constitucionalismo se ponía de acuerdo con la piratería. Las medidas tomadas por el gobierno de la metrópoli, despertaron la indignación y la alarma, no ciertamente del pueblo, que era extraño a todo esto, sino de los contrabandistas. Quedar sujetos a las cortes del almirantazgo, les daba calofrío, y sus abogados encontraban aquella innovación “irritante, inconstitucional y arbitraria". Lo constitucional era el ejercicio del contrabando sin el peligro de la cárcel. Corromper aduaneros era fácil y barato. Pero los buques de guerra, los oficiales de marina y las cortes del almirantazgo, tomaban el negocio a lo serio. “El acusado perdía el privilegio del juicio por jurados", es decir, el privilegio de ser juzgado por sus pares, los otros contrabandistas, y “se le sujetaba a la necesidad de ser juzgado por un solo hombre (un hombre honrado), criatura de la corona, cuyo sueldo se pagaba con el producto de los comisos. Así las salvaguardias que la constitución británica había colocado para defender la propiedad, y las barreras que los antepasados de ambos países habían levantado contra el poder arbitrario, caían por tierra en lo que se refiere a los colonos"...
Los acontecimientos se encaminan a una crisis violenta. Hay colisiones entre el gobernador y la legislatura de Virginia, que resuelve no importar ninguno de los artículos gravados, y queda disuelta. Las hay entre la autoridad inglesa y la asamblea de Massachusetts, que se niega a dar fondos para las tropas.
VI
Una balandra, que bajo el nombre Liberty hacía con arrogancia el más descarado contrabando, fue detenida. Ante este acto abominable, que llevaba al colmo los atentados de la tiranía, dice un escritor norteamericano, enternecido por aquellos horrores, el pueblo, o sean los agentes mercenarios del contrabandista perjudicado, atacó en sus habitaciones a los agentes de la tiranía. La historia que leen los admiradores de la libre América, ignora o calla que la balandra Liberty, al ser detenida en una de sus incursiones, salió de la dificultad con actos de pirata. El capitán trató primero de corromper a los oficiales del rey, y no habiendo conseguido esto, encerró a la guardia en la cámara, mientras se descargaba el contrabando, bajo la protección de una cuadrilla de bravucones alquilados para la emergencia.
Un choque entre las tropas del rey y la reunión tumultuante que los historiadores llaman el pueblo de Boston, el 5 de marzo de 1770, ha tomado en la leyenda el color y las proporciones de un odioso atentado cometido por las autoridades inglesas contra inocentes víctimas. Los individuos de la fuerza pública, acusados de asesinato, por la muerte de siete personas que habían perecido a consecuencia de los disparos hechos durante el motín, encontraron entre los norteamericanos, defensores tan ilustres como John Adams y Josiah Quincy. Los soldados fueron absueltos, con excepción de dos de ellos, condenados como responsables de homicidio por culpa, (manslaughter), es decir, de homicidio ejecutado sin la intención dolosa de transgredir una ley penal. No obstante la verdad positiva y legal, sigue hablándose del atentado sangriento de Boston, necesario para los lirismos de la historia cívica [8].
El descontento era real y profundo. Nadie puede negarlo. Pero esto no impide que veamos la verdadera causa y la naturaleza de aquel descontento. Cuando leemos libros de historia, lo hacemos en general por vía de pasatiempo, y nos sentimos dispuestos a creer, como si estuviésemos en presencia de Los tres Mosqueteros de la política, que los norteamericanos del siglo XVIII eran unos seres supraterrestres, dominados por ideas abstractas de libertad. No concebimos al rico puritano o a su amigo anglicano, de peluca y calzón corto, guiado por las mismas tendencias utilitarias del norteamericano de nuestros días. Nos parece que por haberse fijado en letras de molde los hechos dé antaño, y por encontrarlos en el grabado de un libro escolar, desaparecen de la historia los móviles que forman su eterno conflicto: los del interés ante todo.
En tanto que el te gravado podía introducirse de contrabando, el conflicto era relativamente llevadero. Pero un día la Compañía de las Indias Orientales reclamó contra los daños que le irrogaba el comercio ilícito, pues hacía mucho tiempo que no llevaba una sola libra a las colonias de la América del Norte, y sus cargamentos se acumulaban en los almacenes de Inglaterra. El parlamento decretó en favor de la Compañía de las Indias Orientales, la exención del impuesto de un chelín por libra, que se pagaba en Inglaterra, para compensar el de importación que no habían pagado los contrabandistas americanos, lo que les había permitido excluir el te de la privilegiada empresa rival. La Compañía de las Indias supuso que América iba a comprar todo el te acumulado, que salió de Inglaterra en consignación para los puertos de las colonias.
Se ha hecho creer a los cándidos que el pueblo norteamericano, por un movimiento unánime de repulsión, y obrando en obsequio de altos principios, se opuso a que fuera desembarcado el te de la Compañía de las Indias. “Se pretendía darle te gratis a un pueblo y este pueblo rechazó un obsequio que lo humillaba." Muy poderoso fue el resorte que cerró los mercados de las colonias al te de los ingleses; muy poderoso, y movido con gran habilidad. Algunos puertos reexpidieron simplemente el te; otros, como Charleston, lo almacenaron en covachas donde la humedad lo destruyó; Boston obró de un modo diferente: allí el conflicto se desarrolló en forma de ópera bufa. Una ópera bufa que ha encantado a la posteridad.
Hemos visto el nombre de la balandra Liberty, decomisada por un contrabando que rebasaba toda medida. El nombre de John Hancock, propietario de la Liberty, aparece más tarde en el acto más trascendental de la historia de América. ¿Quién no recuerda el facsímile del Acta de Independencia de las Colonias? Al calce de ese documento inmortal, figura visiblemente la firma de John Hancock, notable por la energía del trazo y la desusada dimensión de los caracteres. De mí sé decir que en mi niñez, ese nombre de John Hancock, velado por la penumbra de una actuación histórica desconocida para mí, fuera del acto solemne de la independencia y de la primera organización constitucional del país, me llenaba de grandes y profundas emociones. John Hancock se me antojaba un patriota muy distinguido, puesto que figuraba a la cabeza de los signatarios de la declaración de independencia, y a la vez muy modesto y desinteresado, ya que no aparece más tarde en puestos honoríficos.
La historia le ha hecho justicia. Cuando esa antigua cortesana comenzó a recibir sus inspiraciones en las enseñanzas de la ciencia económica, el nombre de John Hancock tomó el relieve a que lo destinaba su lugar prominente en la declaración de la independencia.
John Hancock era conocido en las trece colonias como un comerciante de altos vuelos; pero la forma en que ejercía sus actividades le valió el título de rey de los contrabandistas. En la democracia norteamericana se necesita el nombre de rey para expresar la grandeza aplastante de un dominador.
Las cifras a que ascendía el contrabando de los colonos eran enormes, pues sólo el famoso Hancock había defraudado al fisco en la cantidad de medio millón de dólares. Ya se verá si había resortes para crear un estado de indignación continental contra Inglaterra, en un país donde sólo el ciudadano Hancock, tenía cuentas de ese calibre con el Tribunal del Almirantazgo. Sabine da los nombres de los padres de la independencia que eran príncipes y barones en los dominios de S. M. el rey Hancock [9].
La ciudad de Boston, en donde estaba el grueso de la fuerza del comercio libre, dormía en la célebre noche del 16 de diciembre de 1773. Una partida de mercenarios de Hancock, disfrazados de indios, se dirigió al puerto, y apoderándose del te que estaba en los buques, lo echó al agua.
Los historiadores refieren con toda seriedad este acontecimiento, presentándolo como un acto de justicia, expresión sublime de la cólera de un pueblo. No dicen una sola palabra sobre el disfraz de los amotinados, sin duda porque les parece muy natural que un pueblo civilizado, en el momento trágico de sacudir el yugo de la tiranía extranjera, se ponga plumas y se pintarrajee como un piel roja. Es vergonzosa la indignidad a que se nos ha sometido, presentándonos como un hecho admirable, o por lo menos serio, esa mascarada grotesca [10].
VII
Resumiendo agravios, resulta que los norteamericanos se quejaban;
I. —De la creación abusiva de impuestos a súbditos de la corona, que según ellos, no tenían representación parlamentaria en Londres, y que sólo deberían pagar contribuciones decretadas por las legislaturas provinciales o consentidas por los agentes de los colonos en la metrópoli.
II.—De medidas fiscales nocivas al desenvolvimiento industrial y al movimiento mercantil de las colonias, y de ejecutar coactivamente estas medidas .
III.—De cerrar las regiones del Oeste a la ocupación de las tierras y al comercio con los indios, haciendo de toda aquella riquísima zona un campo de expansión imperial, regulado por el gobierno de Londres.
IV.—De la creación de un ejército permanente para apoyar la extensión que pretendía dar la corona a sus derechos, en detrimento de la independencia política de que gozaban plenamente las colonias.
V.—De restricciones de diversos géneros, algunas de ellas vejatorias, dictadas como medios de vencer la resistencia de los colonos, y otras, entre las que figuraba preferentemente la prohibición de emitir papel moneda, que eran consecuencia necesaria de una buena organización imperial.
En toda medida de orden público, dice Holtzendorff, hay siempre una cuestión de principio, una cuestión de conveniencia y una cuestión de oportunidad.
En principio, todas las disposiciones del gobierno británico, con excepción de una, eran indiscutiblemente justas, y la de imponer contribuciones a las colonias, que es la excepción señalada, por lo menos teóricamente podía sostenerse con buenos argumentos. Todavía hoy, muchos escritores norteamericanos, competentes y de buena fe, aceptan como perfectamente legítima la imposición de cargas a las colonias, a título de facultad reguladora del comercio imperial. Y otros llegan a la misma conclusión, sosteniendo que la falta de representación era un simple defecto de organización electoral, como la que resultaba en Inglaterra de las circunscripciones apolilladas, [11] pero que, implícitamente, todo colono podía tener voz en el parlamento, siendo todo colono súbdito inglés en la plenitud de los derechos civiles y políticos de los habitantes de Inglaterra.
Pasando del terreno de los principios al de la conveniencia, y de éste al de la oportunidad, como lo dijo Junius en el pasaje arriba citado, el gobierno británico demostró carencia de juicio, de mesura y de tacto. Sin esto, los principios no tienen valor.
Y la oposición, tan brillante en sus críticas, demostró que carecía totalmente de previsión, a la par del mismo gobierno a quien censuraba.
¿Cómo no comprendieron en Inglaterra, ni los torpes ministros de Jorge III, ni los estadistas admirables de la oposición, como lo comprendieron los ministros franceses, por ejemplo, que las trece colonias, a pesar de sus reiteradas protestas de lealtad, estaban desenvolviendo el credo de una ideología separatista, y que el único medio de robustecer los lazos imperiales se hallaba en una fórmula de política previsora que conciliase el porvenir de la nueva unidad económica creada en el grupo colonial, con los intereses de la metrópoli, o más bien dicho, del imperio?
No me toca decir si esto era posible, y hasta qué punto pudo haberse realizado, sino reseñar las medidas contraproducentes que empleó el gobierno, con tánto empeño como si su propósito hubiera sido enajenarse el sentimiento de adhesión de las colonias. Y a la vez que esto, aparece el sencillo proceso, gracias al cual fueron los colonos a la independencia y crearon el aparato justificativo que necesitaban para no merecer el cargo de desleales.
La imposición del derecho de timbre, y la derogación de esta medida, produjeron el sentimiento de un agravio positivo, por cuanto a que ya no quiso la metrópoli seguir dependiendo de las precarias contribuciones voluntariamente votadas por las legislaturas de las colonias, y por cuanto a que, sin resolución para dejar en pie la medida, dejó subsistente la afirmación inútil de un principio abstracto.
Sin embargo, con la derogación de la ley del timbre, “cesó la tempestad de las protestas, y en medio de profusas expresiones de gratitud para Pitt, para el ministerio y para el rey, volvieron los colonos a sus ocupaciones ordinarias", dice Smith [12]. Aquel momento de entusiasmo se explica también por la disminución considerable que sufrieron los derechos a los productos de la caña de azúcar, base del “comercio triangular".
Desgraciadamente, el canciller de la Tesorería, Charles Townshend, renovó una de aquellas torpes tentativas fiscales, que sin producir ingresos causaban irritación, estableciendo los referidos derechos sobre el vidrio, los colores, el papel y el te.
Estos no eran impuestos interiores, como los del timbre, que según los colonos tenía el carácter de "medidas de orden interior que herían la independencia de las provincias en un punto vital"; pero si el impuesto era irritante además de improductivo, ¿valía la pena de crearlo?
Ahora bien, a la vez sufría Nueva York un castigo por haberse negado a autorizar el acuartelamiento de tropas. El castigo consistía en prohibir a la colonia el ejercicio de sus capacidades legislativas hasta que dictase las medidas solicitadas en favor de los soldados.
¿De parte de quién estaba la razón? Indudablemente de parte de la metrópoli. Las colonias querían servirse de los soldados a la hora del peligro, y pasado éste tratarlos como agentes de una tiranía insufrible. Pero en estas cuestiones nunca hay razón ni sinrazón. Son del dominio afectivo, y cada parte las resuelve según sus tendencias, que no se doblegan al yugo de la justificación.
El gobierno inglés, por una parte, y los colonos, por la otra, habían salvado esos linderos en que todo paso hacia adelante se interpreta como una agresión, y toda medida conciliatoria, como una derrota.
Si hubiera habido estadistas en Londres, la política habría tomado formas bien calculadas a fin de abrir los cauces de la afirmación imperial, aprovechando diestramente sus dos puntos de apoyo,—el Canadá y la Florida,—para crear en el Oeste intereses de acuerdo con la metrópoli.
Entonces se desarrolló la situación a que se refiere Junius en el importantísimo pasaje citado arriba. La oposición en Inglaterra estimulaba locamente a los colonos en su resistencia, y el gobierno los amagaba sin herirlos, o los hería sin dominarlos. Viéndose temidos por el gobierno y glorificados por la oposición, entraron en la fase final de su campaña.
El movimiento era esencialmente aristocrático en las colonias del sur, y plutocrático en las del centro y norte; pero uno de los puntos del programa ministerial,—el relativo a la emisión del papel moneda,— dio carácter popular a la unión de las colonias contra el gobierno de la metrópoli. En realidad, esta medida que se adoptó en favor de los comerciantes ingleses, fue proseguida más tarde con mayor vigor y resultados decisivos por los grandes señores del grupo independiente cuando éstos ya no necesitaban apelar a procedimientos demagógicos, y se volvieron contra sus coadyuvadores, los agricultores y comerciantes de la pequeña burguesía quebrada.
Lo más curioso en las medidas irritantes del gobierno inglés de los peores tiempos del tirano Jorge III, y de todos los tiempos, es que nunca oprimieron a las colonias, que fueron sucesivamente derogadas, y que la metrópoli benefició a las colonias gastando £170.000 para obtener un producto de £300.
Sólo quedó en pie el impuesto, que ha tomado un lugar tan importante en la historia: el del te. (1° de mayo de 1769.)
Pero la Ley de Quebec, por la que se otorgó a la colonia francesa del Canadá la facultad de tener un Consejo, por la que se autorizó a la Iglesia Católica para recibir obvenciones, por la que se permitió a aquella sociedad que se rigiese por las disposiciones de su derecho tradicional y por la que se extendieron sus límites hasta los territorios situados al norte del Ohio, elevó al rojo la cólera de los grandes señores, heridos en sus intereses materiales y aventajados con el recurso de los prejuicios étnicos y religiosos, formidables en una sociedad tan estrecha e intolerante como la angloamericana.
Afortunadamente para los opulentos colonos, el choque entre el pueblo inconsciente y los soldados, dio a la contienda un aspecto democrático, y paso a paso se creó la leyenda del patriotismo, desarrollada por los mismos acontecimientos.
VIII
Poco después sonaron los disparos de Lexington. La independencia tenía raíces profundas en todos los intereses de las clases dominantes, a pesar de las declaraciones en contrario de los colonos, y aun del mismo Washington que en 1775 decía: “Acusadme de los mayores delitos, si oís decir que yo he prestado mi concurso a nuestra separación de la metrópoli."
No era separatista sólo el comercio, que formaba corrientes propias, exclusivamente americanas, y tendía a desvincularse de las ligas que trataba de ponerle Inglaterra. Detrás del comercio, de la navegación y de la industria, que apuntaba en el horizonte, estaban los intereses de la riqueza territorial.
Muchas fortunas americanas formadas durante la última guerra, y después de ella, a espaldas del gobierno inglés, estaban amenazadas de ruina si se sometían a revisión las desmesuradas adquisiciones hechas en el Oeste.
El general Washington, que estuvo a punto de ser marino inglés, lo que habría significado para él un puesto en el otro bando, se vio dueño de grandes bienes raíces, por derechos sucesorios, y fomentó esta fortuna con la aptitud extraordinaria, desconocida casi de la posteridad, que mostró siempre para los negocios de especulación. El primero en la guerra, el primero en la paz y el primero en el corazón de sus conciudadanos, era también el primero en las notarías públicas y en los bancos, pues tenía la fortuna más sólida y cuantiosa de su época, y sus bienes radicaban en todas las provincias norteamericanas. El historiador Beard dice de Washington, refiriéndose al decenio siguiente: “Washington, de Virginia, era probablemente el hombre más rico de su tiempo en los Estados Unidos, y su habilidad financiera no tenía quien la superara. Además de su gran fundo en el Potomac, poseía un capital considerable en efectivo, que invertía juiciosamente en las tierras del Oeste“ [13]. Como agrimensor, Washington había hecho algo más que triangulaciones, pues los trabajos de su juventud en el Ohio, sirvieron de base a los intereses que determinaron la decisión de una clase poderosa en favor de la independencia.
Vemos, pues, un vasto país, riquísimo y susceptible de ilimitadas expansiones en el interior del continente, despoblado e inmenso; el comercio penetrando hacia las regiones del Oeste, construyendo una marina y abriendo rutas audaces en los mares; una industria que nacía con poderosos recursos naturales y con una importante masa de capital; por último, todas las aptitudes, de lucha y de tráfico, de especulación y de dialéctica jurídico-política en la clase a que pertenecían Washington, Adams, Hamilton, Madison, Monroe, es decir los futuros jefes y estadistas de aquella sociedad en ascensión vigorosa.
La guerra de siete años había enseñado a esos hombres el arte de la guerra; la apertura del Oeste les hizo maestros para crear valores; sus magníficos puertos les habían dado un comercio floreciente; sus tierras, sus montañas, sus ríos y sus ganancias los empujaban a la creación de una industria nacional; su vida local intensa y sus negocios habían solicitado el talento de los ricos herederos encaminándolos al cultivo de la jurisprudencia y de la política en las universidades inglesas.
Washington a la vez militar, financiero y político, parecía ser el hombre simbólico de aquella sociedad, y fue su jefe. La tradición lo ha idealizado, pero la estatua que se le ha erigido en Nueva York, a la puerta de la Tesorería Nacional, frente a Wall Street, es más fiel que todos los libros.
La plutocracia, en efecto, fue el origen y es el fundamento de la sociedad norteamericana. Esta verdad ha sido desconocida durante mucho tiempo. Francia, que acababa de ser vencida por Inglaterra, auxilió a los colonos rebeldes, y la intervención de una parte de la nobleza de aquel país en la guerra de América, interesó a las clases ilustradas, y así se creó en los salones y en la literatura una disposición favorable a la idealización de la nueva sociedad americana, como tierra de experimentos de la ideología.
Franklin visitando a Voltaire, y pidiendo para su hijo la bendición del apóstol de Ferney, nos presenta un hecho expresivo de la leyenda que comenzaba a formarse. Dice Sainte-Beuve, con su pasión de exactitud, que Franklin no conocía todas las obras de Voltaire. Seguramente Voltaire no conocía ninguna de las bribonadas de Franklin. De este modo la filosofía cortesana y la república de ultramar se ponían de acuerdo para glorificarse mutuamente, sin conocerse, con elogios tanto más efusivos cuanto que estaban alimentados por una buena dosis de ignorancia y prejuicio [14].
Un crítico que no es economista, pero que ha mostrado su capacidad para observaciones profundas, M. Boutmy, en sus Estudios de Derecho Constitucional [15], sin pronunciar la palabra plutocracia, y adoptando puntos de vista muy amplios, nos dice: “El rasgo característico y notable de la sociedad americana, es que no constituye tanto una democracia cuanto una gran compañía comercial para el descubrimiento, cultivo y explotación de un enorme territorio."
En las páginas que siguen se verá cómo la Constitución Americana, ese pretendido monumento democrático, traduce línea a línea, las exigencias de un problema práctico de hombres de negocios, que si hacen uso de las teorías políticas, no las extraen de una metafísica desinteresada, sino del sistema de gobierno inventado para los intereses de la oligarquía inglesa del siglo XVIII, rival y modelo de la plutocracia norteamericana.
[1] Stevens, C. Ellis: Les sources de la Constitution des États-Unis. París, 1897.— H. von Holst: The Constitutional and Political History of the United States. Chicago, 1889-1892.
[2] En la última década del siglo XVIII, el Canadá tenía 12.000 habitantes, y Acadia 3.400.
La población de las colonias inglesas se repartía así:
Massachusetts, Plymouth y Maine. |
40.000 |
Nueva Hampshire y Rhode Island con Providencia. |
18.000 |
Connecticut |
20.000 |
Nueva York |
18.000 |
Nueva Jersey |
10.000 |
Pennsylvania y Delaware |
12.000 |
Maryland |
25.000 |
Virginia |
50.000 |
Carolinas y Georgia |
80.000 |
273.000 |
Al terminar la Guerra de Siete Años, la población blanca de las colonias podía calcularse por la siguiente lista de los Anales, de Holme:
Carolina del Norte |
95.000 |
Virginia |
70.000 |
Maryland |
70.000 |
Pennsylvania |
280.000 |
Nueva Jersey |
60.000 |
Connecticut |
141.000 |
Massachusetts |
240.000 |
|
956.000 |
Los negros, sólo en Virginia, eran 100.000.
El Canadá tenía una población de 100.000 almas.
[3] “Precisamente en aquella ocasión—escribe Spencer en su Historia de los Estados Unidos,—y a consecuencia de haber empezado las colonias a mantener cierto tráfico mercantil con las posesiones francesas en las Indias Occidentales, el gabinete británico dictó las órdenes oportunas para que se observasen con rigor las disposiciones relativas al comercio, tan perjudiciales a los intereses mercantiles, (de los colonos angloamericanos), y a fin de que no se eludiese la ley, fueron autorizados los agentes del fisco para que practicaran registros en las casas o lugares sospechosos. Al tener conocimiento de esta medida, los comerciantes resolvieron oponerse a ella enérgicamente... En el día señalado para la audiencia, la Sala Capitular del Ayuntamiento de Boston estaba llena por una numerosa concurrencia, compuesta en su mayoría de funcionarios públicos y de personas distinguidas, y el abogado de la corona abrió el debate... Otis, a quien tocaba hablar después, de uno de los abogados de los colonos)... atacó las disposiciones relativas al comercio, y se expresó con tanto ardor y vehemencia, que entusiasmó al público, haciéndole reflexionar sobre ciertos puntos de la más grave importancia. Al describir esta escena, dice Adams: Otis se expresaba con fuego, y haciendo un rápido resumen de los acontecimientos históricos, citando fechas, extendiéndose en observaciones respecto a la legalidad de las autoridades, y profetizando en fin los acontecimientos futuros, destruyó todos los argumentos de sus adversarios, con el rápido torrente de su impetuosa elocuencia. Desde este momento comenzaron a germinar las ideas patrióticas y aquel fue el primer acto de oposición a las medidas arbitrarias de la Gran Bretaña: allí, en fin, nació la independencia que a los quince años, es decir en 1776, se proclamó unánimemente."
[4] Este comercio triangular excedía en ocasiones la medida de la demanda de esclavos en las Indias Occidentales, y en lugar de negros se les llevaban duelas para barril, tejamanil, pescado y otros artículos alimenticios. Los negros eran absorbidos por las plantaciones de las colonias del Sur.
En 1770 las exportaciones de las colonias americanas a Inglaterra tenían un valor de £ 1.000.000 y las importaciones eran del doble, o sea de £ 1.900.000. Esta diferencia se saldaba con el comercio triangular, y con los beneficios de las exportaciones a España y Portugal.
Véase sobre este punto: Spencer, History of the United States, cap. XI, y T. C. Smith. Wars between England and America, pág. 25.
[5 ] The Letters of Junius.
[6]. «Las Leyes de Navegación, dice Smith en su libro, ya citado, The Wars between England and America, (página 22 y siguientes), de 1660 a 1773, habían tenido por objeto llevar a la práctica esta teoría (el Sistema Mercantil, o sea el monopolio de la explotación de las colonias por la metrópoli), y excluía todos los buques extranjeros del tráfico de las colonias, prohibía a éstas todo comercio que no se hiciera con los puertos británicos, y enumeraba ciertos artículos,—azúcar, algodón, maderas de tinte, añil, arroz y pieles, —que sólo podían exportarse a Inglaterra. Para asegurar la ejecución de estas leyes, se ideó un sistema completo de garantías y derechos locales, y se creó un cuerpo de funcionarios de aduanas, residentes en las colonias, y los gobernadores fueron obligados a prestar juramento de imponer las Leyes. Como el tiempo revelara defectos o rigores innecesarios, las restricciones fueron modificadas frecuentemente. A las Carolinas, por ejemplo, se les permitió que exportasen arroz, no sólo a Inglaterra, sino a cualquier puerto europeo situado al sur del cabo Finisterre. Se establecieron primas para fomentar la producción del alquitrán y de la trementina; pero se prohibió por leyes especiales la exportación de sombreros de las colonias, o la producción del hierro en planchas, para evitar una posible fuente de concurrencia a los industriales ingleses. En una palabra, el Board of Trade, cuerpo administrativo que tenía a su cargo la inspección superior de las colonias, consagró toda su energía a sugerir medios que, ayudando a los colonos, beneficiaran igualmente al consumidor y al productor inglés, y aumentasen la “navegación".
„No parece que las Leyes de Tráfico fueran en general una fuente de pérdida para las colonias. Sus navíos participaban de los privilegios reservados a los de construcción inglesa. La explotación obligatoria de los mencionados artículos a Inglaterra, puede haber sido perjudicial para los productores de tabaco, pero en otro sentido causó poco daño. Do todos modos esos artículos habrían ido a Inglaterra La restricción de las importaciones a los artículos ingleses no constituía un gran mal, puesto que, en todo caso, los productos ingleses habrían surtido el mercado colonial. Aun el esfuerzo que se hizo con la ley de 1672, para impedir el tráfico entre unas y otras colonias, respecto de ciertos artículos, no tenía nada de opresivo, porque con excepción de uno de esos artículos, al que nos referíamos abajo, no tenía mucho desarrollo ese tráfico. En 1763, según los mejores testimonios, las trece colonias parecían haber ajustado sus hábitos a las Leyes de Navegación, y haber consolidado su floreciente comercio dentro de los límites impuestos por estas restricciones.
„Había pequeñas excepciones para la condición general referida, pero ninguna de ellas tenía carácter de gravedad. Indudablemente a los colonos les desagradaba tener que adquirir los productos europeos por conducto del intermediario inglés, y deseaban especialmente poder importar de un modo directo los vinos de España y Portugal, y los aguardientes de Francia. El contrabando de estos artículos parece que se hacía regularmente. Más importante aún,—y esencial para los navieros americanos,—era el problema del comercio con las Indias Occidentales. A medida que avanzaba el siglo XVIII, se vio que las colonias norteamericanas podían saldar la gran diferencia entre las importaciones y las exportaciones, favorable á las primeras, solamente con la exportación a las Indias Occidentales, inglesas y francesas, de duelas para barricas, tejamanil, pescado y otros productos alimenticios. En cambio, tomaban azúcar y melaza, con lo que desarrollaban en la Nueva Inglaterra una industria floreciente de ron, que servía a su vez para el comercio de esclavos africanos. De este modo los colonias de la Nueva Inglaterra y las del centro organizaron un comercio muy activo cuyos beneficios saldaban sus deudas con Inglaterra.
„Este “comercio triangular» perjudicaba a los plantadores ingleses de las Indias Occidentales, que como no residían en sus posesiones y tenían mucha influencia en Londres, indujeron al parlamento, en 1733, a que diese una ley con derechos prohibitivos á todas las azúcares y melazas de procedencia extranjera. De haberse cumplido esta ley, habría dado un golpe muy rudo a las colonias del Norte, únicamente para favorecer el monopolio de los azucareros de las Indias Occidentales; pero hay pruebas evidentes de que la ley fue sistemáticamente violada, y de que el azúcar francés, y los vinos franceses y portugueses, entraban ordinariamente de contrabando en las colonias. Así, pues, las Leyes de Navegación no se aplicaban en los únicos puntos en que hubieran sido verdaderamente perjudiciales. Los gobernadores de las colonias vieron las serias consecuencias que esto tendría, y retrocedieron ante el peligro de despertar el descontento. Es muy significativo que los mismos colonos que estaban en pugna con los gobernadores reales, no vacilaran en violar una ley parlamentaria cuando ésta era contraria a sus intereses."
El autor es norteamericano, y su opinión, en este punto, merece la mayor deferencia.
[7] La Enciclopedia of Political and Social Science, (artículo Marina Mercante Americana), dice que las nueve décimas partes del número total de comerciantes se componían de contrabandistas.
[8] (1) James H. Stark: The Loyalists of Massachusetts and the other side of the American Revolution. Salem, Passim 1910,
[9]. (1) Loyalits of the American Revolution.
[10] Smith dice: «En Boston, sin embargo, el gobernador, Hutchinson, se negó redondamente a que partieran de nuevo los buques sin desembarcar el te, y los exasperados habitantes vieron un tumulto organizado de hombres con disfraz que subieron a bordo de los buques y echaron el te a la bahía. Una vez más, las colonias, sin discrepancia, se oponían a una ley del parlamento».
En primer lugar los habitantes no presenciaron la fechoría de los pieles rojas de Hancock, porque estaban dormidos. Si realmente hubiera habido la indignación popular que suponen los glorificadores del contrabandista Hancock, «la partida de te« no habría sido nocturna, no se hubiera hecho por asalariados y éstos no habrían empleado su disfraz de zarzuela.
Parece increíble que un escritor serio, —un profesor universitario de los Estados Unidos,— escriba en el siglo XX estas majaderías. Pase que se las enseñe a sus alumnos, pero no que las exporte a Europa, en donde escandalizan, y más escandalizarían si Europa no fuera tan borreguil tratándose de los yanquis.
[11] Los llamados rotten boroughs.
[12] T. C. Smith: The Wars between England and America
[13] Carles A. Beard: Economic interpretation of the Constitution. New-York.
[14] Véase lo que dice Renan de Franklin en Avenir de la Science, págs. 84 y 500, nota 36.—«Franklin consigna en sus Medios de tener siempre dinero en el bolsillo que gracias á esos medios el cielo brilla más esplendoroso y el corazón se agita con júbilo.»
[15] Emile Boutmy: Etudes de Droit constitutionnel.
[…]
LA MORAL POLÍTICA
Según el gran historiador Mac Master, la vida pública en los Estados Unidos no ha degenerado, y en materia de moralidad, o más bien, de inmoralidad, los hijos se hallan á la altura de los padres.
Si se quiere buscar el rasgo distintivo de la democracia norteamericana, lo encontraremos fácilmente en la omnipotencia del partido y en la impotencia de la opinión.
Todos los sistemas modernos que reproducen con más o menos perfección el sistema parlamentario inglés, reproducen también su carácter fundamental, que es la dualidad del gobierno: el poder oculto de los intereses y de las intrigas, y el poder ostensible de la opinión pública. Ahora bien, por defectuosas que sean las copias del parlamentarismo, aun en países tan poco organizados como España, o tan corrompidos como Francia, la opinión posee ciertos factores de imposición. Así en España, por ejemplo, existe la institución del periódico modesto que se mueve fuera de la órbita del comercialismo, y hay la fuerza colosal del ciudadano incorruptible que en un medio propicio a la sobriedad y al desinterés, puede mantener una actitud de gallarda independencia. En Francia se ve por una parte lo que puede la tradición monárquica y religiosa, a la vez que en el otro extremo las fuerzas revolucionarias purifican también el ambiente político. El libro, por último, es un factor, si no muy activo, sí muy valioso contra el influjo deletéreo de la prensa diaria y de los políticos de pan llevar.
El poder oculto existe y gobierna, pues, pero no tiraniza de un modo absoluto las conciencias.
En los Estados Unidos la inmensidad geográfica ya lo he dicho, forma un elemento de dispersión, y si a esto se añaden el sistema federal, las diversidades étnicas y el sentimiento de insularidad, resultante de la ausencia de contactos internacionales que no faltan ni en la más aislada y peninsular de las naciones europeas, resulta que el sistema político norteamericano ha podido y ha debido prosperar como la planta vigorosa de un pantano.
El partido extiende una red sobre todo el territorio, es decir, sobre medio centenar de repúblicas y sobre muchos millares de condados y municipios que ocupan ocho millones de kilómetros cuadrados.
Son enormes y tocan en lo fabuloso las consecuencias de la formación de dos grandes partidos nacionales, de una centralización perfecta, en un país que tiene todo descentralizado, y en el que faltan de un modo absoluto los núcleos de dirección moral, intelectual, artística y literaria; y así vemos que cuantas veces se ha pretendido crear una agrupación política rival de los dos partidos oficiales, el único resultado ha sido una sustracción igual de fuerzas vivas en los dos grupos imperantes y la formación de una minoría marginal sin representación.
Cada partido es la copia exacta del otro partido. Es una máquina frente a otra máquina.
Para que les falten todos los caracteres de lo que vive, les falta a los partidos hasta el carácter de ser partidos de turno, puesto que los dos gobiernan a la vez. Si el uno ocupa la presidencia de la República, el gabinete, las embajadas y el poder directivo de las grandes comisiones del senado y de la cámara de representantes, el otro puede al mismo tiempo estar en posesión de las gubernaturas de veinte o veinticinco Estados, y ser el beneficiario de millares de condados y aun de municipios en los Estados cuyo gobernador pertenece al partido contrario.
No hay, pues, un partido nacional de oposición y un partido de gobierno, ni en el sentido menos lato. Sucede á veces que mientras el presidente de la República es de un partido, el partido contrario domina en una de las cámaras federales o en las dos, con el resultado no sólo de la paralización consiguiente, sino con el más lamentable todavía de que haya dos gobiernos dispensadores de beneficios y dos centros de corrupción oficial.
La política no es, pues, una profesión como en Europa, en donde el hombre público puede buscar bienes materiales, pero en donde hay también lugar para otras ambiciones, como la de la lucha por la lucha misma y la de la propaganda. La política de los Estados Unidos no tiene sitio para hombres como Disraeli, como Bismarck, como Cavour, como Guizot, como Maura. No los ha conocido. Las circunstancias que produjeron la actividad de Webster, de Clay, de Calhoun y de John Quincy Adams no pueden reproducirse dentro del sistema de partido, y la acción de esos hombres ha carecido de eficacia dentro de la órbita del partido.
Pero no me propongo volver sobre este punto, que ya he tratado, ni ampliar algunos de sus aspectos más interesantes, sino llegar al funcionamiento regular de los partidos.
Los partidos, que, como justamente se les llama, son máquinas, tienen dos procedimientos que se ajustan al modelo de la acción mecánica perfecta:
I ―L--La designación de los candidatos.
II.—La formación de los tickets.
Esto quiere decir que todo candidato para cualquier puesto, desde el más humilde hasta el de presidente de la República, tiene que acudir al directorio secreto del partido, y entenderse con el cacique o boss a puerta cerrada. Pero no quiere decir que sólo deba pasar por una horca del género de las de Caudio, sino que debe inclinarse tantas veces cuantos sean los departamentos de la máquina por donde tenga que pasar. Así el sublime Wilson ha pactado con el insigne bribonazo Bob Davis para ser gobernador de Nueva Jersey, y con el innoble boss de Tammany Hall para tener los votos de Nueva York al pretender la presidencia de la República.
La segunda modalidad que reviste la máquina es la identificación del ticket nacional con el ticket del Estado y con el ticket local. Así es cómo junto a una candidatura nacional de reforma, de moralidad y de responsabilidad,—reforma, moralidad y responsabilidad de dientes para afuera, se entiende,—figuran candidatos de retroceso, de inmoralidad y de irresponsabilidad. Un caso de esto se vio cuando en 1902 el charlatán del partido demócrata Bryan fue llamado a Denver para hacer una elocuentísima apelación al pueblo, a fin de que votara por los políticos más inmorales que ha alimentado este planeta. Era uno de los espectáculos más risibles, ver a Bryan echar espuma por la boca para condenar a los grandes plutócratas en un discurso que servía al mismo tiempo para defender las candidaturas de los esclavos de Guggenheim. Bryan hacía esto inconscientemente, dice el autor de La Bestia (i). ¿Bryan era un imbécil? Bryan era un charlatán, y muy bien sabía la clase de juego en que andaba.
Una vez asegurada la máquina de los candidatos y de que gracias a la unidad con que opera en toda la nación, es imposible que se formen partidos independientes de ella, con eficacia suficiente para destruirla,—y no se olvide que al hablar de la máquina hablo de los dos partidos, idénticos en sus fines, queda otro punto de mucha importancia. Hay que impedir que un ciudadano independiente, o un grupo de ciudadanos, abra brecha en la trinchera. Para eso la máquina tiene el poder formidable de la masa. El pueblo es su víctima y su cómplice.
No sé quién ha dicho, pero todo el mundo lo repite, que la democracia francesa es el régimen del tabernero. Del tabernero abajo, y del financiero
arriba. En los Estados Unidos sucede lo mismo. Y lo mismo sucedería en el cielo si el cielo fuera una civilización capitalista.
“El concurso de los taberneros es particularmente apreciado, dice Ostrogorski, y muy frecuentemente la máquina se los asocia y les confía el puesto de capitanes de sus respectivas secciones electorales. La taberna, en efecto, es el gran laboratorio de la máquina".
El tabernero, el guardia municipal, el agente de la policía secreta, el tahúr, el dueño de casas de lenocinio, el enganchador de trabajadores, el importador o exportador de carne blanca para lupanares, y otros personajes de este jaez, son las columnas de la democracia. Sólo en la ciudad de Nueva York hay 200.000 individuos que viven directamente del crimen bajo cualquiera de las formas mencionadas y de otras que se relacionan con ellas.
Morgan arriba y Murphi abajo forman un sistema cuya solidaridad es tan evidente como necesaria.
“Así,—concluye Ostrogorski uno de sus mejores capítulos,—no hay esfera de la actividad pública, tanto política como económica, en que la-máquina no penetre y no ejerza una influencia que tiene por fin satisfacer sus intereses. Un análisis pormenorizado de los recursos de toda procedencia que recibe, y de las operaciones y empresas en que se ocupa en una gran ciudad o en todo un Estado, presentará un conjunto verdaderamente formidable que sobrepuja por su importancia a todo lo que un gobierno legítimo puede abarcar, por vastas que sean sus atribuciones".
Uno de los críticos del sistema le atribuye los mismos vicios fundamentales, aunque basa su argumentación en el postulado de que los partidos políticos serían los verdaderos agentes de la voluntad pública si la constitución permitiera un ejercicio libre de la soberanía popular. Dice este autor que siendo tres los fines legítimos de un sistema de partidos, a saber: la elección popular de los candidatos, la expresión clara y definida de la opinión pública en todas las cuestiones relacionadas con el gobierno, y la responsabilidad de éste ante la mayoría de los ciudadanos, el último queda frustrado por obra de la misma constitución, lo que impide que se cumplan los otros dos.
“Bajo el sistema de subdivisiones del poder, y de frenos a la acción, prosigue Allen Smith, y de facilidades para la corrupción, y de trabas para la responsabilidad, se establece y domina universalmente el sistema de la más desenfrenada corrupción.
„Bajo nuestro régimen constitucional, puede un partido político tener la mayoría en todas las ramas del gobierno, y carecer sin embargo de poder para poner en ejercicio su política. La rama del gobierno en que influye más el partido a causa de las frecuentes elecciones,—la cámara de representantes,—es a la vez la que tiene menos autoridad, y como los que gozan de mayor influencia para desarrollar la política del gobierno, están menos directamente sujetos a las sanciones que acarrea la desaprobación, como en el caso del presidente o del senado, o enteramente exentos de la disciplina del partido, como en el caso de la corte suprema, la división de autoridad que consagra nuestra constitución hace posible para cada cámara del congreso dar apariencias de apoyo a las medidas que exige la opinión pública, y al mismo tiempo efectuar la nulificación de esas medidas por el procedimiento sencillísimo de no proveer a los requisitos necesarios para su cumplimiento.
„La oportunidad para el ejercicio de un veto disimulado pero efectivo, en toda medida importante de la legislación, es una fuente abundante de corrupción. La difusión extrema del poder y de la responsabilidad es tal, que de ella nace la imposibilidad de que impere el partido, y de toda responsabilidad. Esto sería igual aun en el caso de que el partido representara realmente a la opinión pública. Pero cuando consideramos que el partido se organiza sobre un plan, que a lo menos en cierto modo, pone obstáculos a la elección popular de los candidatos y a la expresión de la opinión pública en los programas, puede verse fácilmente que el escaso grado de dominio del partido en nuestro sistema, no es dominio popular en ningún sentido".
Son tres las funciones de los partidos:
- .—Ocupar los puestos públicos.
- .—Robar en ellos.
- —Cobrar estipendios convenidos con los negocios interesados en la violación de las leyes.
Un partido cuenta en el número de sus recursos normales los ingresos provenientes de los doscientos o trescientos mil puestos públicos que puede distribuir entre sus miembros, aunque muchos de los que reciben tales puestos están obligados a pagar contribuciones que igualan o superan al total de sus sueldos. Así, un juez o un recaudador que gane tres mil dólares, paga al partido anualidades que van desde trescientos dólares hasta cantidades superiores al mismo sueldo. Esto depende de la naturaleza del cargo. Un individuo a quien da su partido un empleo en el ramo postal, hará el enorme sacrificio de pagar como prima de favor el cinco o el diez por ciento, porque el cargo en sí mismo no es objeto de una explotación ilícita. Pero un oficial de gendarmes de Nueva York que puede ganar un sueldo de dos o tres mil dólares anuales, y además, cobrar cohechos regulares por valor de diez o doce mil dólares, pagará al partido una suma superior al sueldo que recibe de la ciudad. Un senador firmará cheques veinte veces mayores que la pequeña compensación que cobre como dietas en la Tesorería Federal. Y así sucesivamente.
El explotador de los puestos públicos, ya sea gendarme, juez, recaudador de rentas, legislador o alcalde, no los explota individualmente, sino como un delegado del directorio politicocriminal, o sea del partido a que pertenece. En esto comienza a ser enorme la tiranía económica de los partidos.
Pero lo más importante de su acción antisocial se encuentra cuando el partido deja de presentarse bajo el aspecto de tirano, y aparece como servidor del Negocio, que es “el corazón de la patria", como dice Charles Edward Russell.
En ciertos casos, los violadores de la ley no son el tabernero que paga a un agente de la seguridad pública diez dólares porque le permita expender artículos prohibidos o abrir su establecimiento en horas y días que debe estar cerrado. Es ya un gran monopolio, como el Azúcar, el Petróleo o el Acero que asegura las condiciones de su explotación mediante el privilegio legislativo que maquinan secretamente las comisiones del capitolio de Washington.
Para que se entienda exactamente lo que son esas comisiones, hay que darse cuenta exacta de la estructura de las dos cámaras del congreso federal, y sin entrar en detalles, presentar por Jo menos el rasgo típico de la vida parlamentaria norteamericana.
En el sistema inglés, y aun en otros que no lo copian, las asambleas legislativas tienen por función esencial un alto magisterio de censura, desempeñado por los jefes de partido. Una línea elástica separa al grupo gobernante del grupo de oposición, y toda la vida política de la nación se concentra en el dramático interés que reviste la lucha que se libra entre los exponentes de las ideas, de las pasiones y de los intereses incorporados en los dos partidos antagónicos.
No negaré todo lo que hay de farsa ni lo que hay de inmoral en el régimen parlamentario. Ni ocultaré otros defectos menos impuros. Carlyle llamaba al parlamento el expendio de palabras. En tiempos más recientes, el expendio se ha hecho de malas palabras. Y William Morris en sus vaticinios sobre la era de la civilización, dice que los edificios del parlamento británico serán utilizados para almacenes de estiércol.
William Morris escribió lo del estiércol en 1880; pero Hilaire Belloc y Cecil Chesterton han añadido en el siglo xx algo muy interesante para demostrar que el sistema de partidos implica la nulificación del parlamento.
El objeto del libro es exhibir, ridiculizar, destruir y sustituir el sistema de partidos.
Teóricamente, según Belloc y Chesterton, Inglaterra está gobernada por la opinión pública, la que se vale de la mayoría de la cámara de los comunes para formar un poder ejecutivo que funciona apoyado por esa mayoría, hasta que convertida en minoría, el gobierno disuelve la cámara y acude a los electores para que le den una mayoría o confirmen la que ha adquirido el adversario.
El gobierno inglés tiene dos órganos: el ministerio y la oposición o sean “los bancos del frente".
Analizado el parlamentarismo inglés, con sus designaciones de candidatos en que entra la cláusula del mejor postor, con sus elecciones en que hay desde soborno hasta intimidación, con sus programas en que se estafa el voto de los sinceros, con sus arreglos de grupo en que juegan todas las cartas del interés, con un escandaloso abuso de los favores para atraer simpatías, queda como substraturn del sistema la instalación de los dos bancos del frente en que toman asiento treinta o cuarenta personas para alternar en la dirección del gobierno y repartirse los despojos de una administración pródiga en lucros enormes.
Aparentemente, los dos grupos son enemigos, y en realidad lo son cuando se trata de intereses secundarios y transitorios, pero para el sostenimiento del sistema y engañar al pueblo inglés, hay un acuerdo tácito, que se vuelve expreso y se traduce en cláusulas de compromiso cada vez que la seguridad del sistema así lo indica.
“El sistema de Partidos, dicen Belloc y Cecil Chesterton, no es principalmente, aunque es en gran escala, una bufonada; principalmente es hipócrita; se funda en una falsedad; tiene como instrumentos principales la avaricia y el miedo.
„Todo esto es temible, no ridículo; pero debe insistirse en el aspecto ridículo hasta que se entienda lo dicho: después vendrá la comprehension del resto.
„Por ejemplo, durante las últimas elecciones uno de los individuos más jóvenes de los bancos del frente, dijo que el abismo abierto entre uno y otro banco era infranqueable; esto se lo dijo a una masa de hombres mucho más pobres que él y a cuyos votos debe todo lo que es. Estos pobres hombres no podían ver lo que pasa del otro lado de los bastidores en que se oculta el actor. Así, pues, los engañó deliberadamente. Ahora bien: es de saber que este joven ocupó su puesto por matrimonio con una señora cuyo tío había ganado muchos miles de libras esterlinas en uno de los bancos del frente; la misma señora tenía un primo hermano que había ganado un número mucho mayor de libras esterlinas en el otro banco del frente. Uno de estos parientes se llamaba Oposición, el otro Gobierno, y los pobres diablos que escuchaban con la boca abierta, se quedaron creyendo que hay un abismo infranqueable entre uno y otro pariente."
En un gobierno aristocrático, es natural que nos encontremos por todas partes los nombres históricos de la antigua nobleza, y en el gobierno de un país plutocrático es natural asimismo que los herederos de las grandes fortunas aparezcan como agraciados con los puestos de importancia.
Pero esto no es lo que constituye el régimen de los parientes. El régimen de los parientes consiste en que todos son parientes.
... “Lord Selborne, yerno de un antiguo primer ministro, Lord Salisbury, gobernando Sudáfrica cuando su primo hermano, Mr. Arthur Balfour, es el primer ministro del día, (y se le retiene por los adversarios de Mr. Balfour), en tanto que el hermano de ese primer ministro, Mr. Gerald Balfour, no sólo disfruta de un empleo muchos años por relaciones de familia, sino que se le da una pensión pública de importancia cuando ya no puede tener empleo. Que lord Gladstone heredara de su padre no es de extrañar, aunque su nombre aumenta esta numerosa categoría. Sin embargo, encontrar a lord Porstmouth subsecretario de Guerra, mientras un primo de su mujer, sir John Pease, tiene todavía un puesto bajo el actual gobierno, y otro primo, Mr. Pike Pease, la reversión de un empleo conservador, y añadir a esto que el Whip liberal, sir John Fuller, es cuñado del secretario parlamentario del Tesoro, y que ambos son nietos por consanguinidad o afinidad, de un canciller conservador, lord St Aldwyn, (Sir Michael Hicks-Beach), llega a lo cómico cuando pensamos en la gran proporción de empleos remunerados que respresenta esta lista. Y estos nombres que citamos al azar, no son sino una muestra del sistema.
«Debe advertirse que los vínculos de familia no se limitan a cada fracción de la cámara. Unen el banco ministerial del frente con el de la oposición, tan estrechamente como unen entre sí a los ministros y ex ministros.
«.Por ejemplo, para citar parentescos al azar, tal como nos ocurre, el actual liberal, inteligente y erudito subsecretario del Interior, Mr. Masterman, es sobrino por matrimonio del ex secretario de las Colonias, conservador, Mr. Lyttelton, quien a su, vez está unido estrechamente con Mr. Asquith, pues ambos se casaron con dos hermanas. El actual presidente del Consejo, lord Beauchamp, liberal es cuñado del ex gobernador de Madras, lord Ampthill... y como todo el mundo sabe, Mr. Winston Churchill no sólo es primo de un antiguo ministro; conservador, el duque de Marlborough, sino que sucedió directamente al jefe de su propia familia en el puesto de subsecretario de las Colonias."
El sistema norteamericano es muy diferente. En él no hay los dos bancos fronteros. Cuando llegan los diputados y senadores al Capitolio, desaparecen como un río poderoso que fuera tragado por los tubos alimentadores de sesenta turbinas. Todo el parlamento norteamericano está en las comisiones que trabajan a puerta cerrada, y en los dos recintos públicos de las sesiones no queda nada, ni de la apariencia majestuosa que impresiona, ni de la realidad profunda que busca el observador.
La cámara de representantes está siempre agitada por el bullicio de una plaza pública. No hay sesión en el verdadero sentido de la palabra. A nadie se escucha. Falta un centro que enfoque la atención. Es la Puerta del Sol de Madrid en una clara mañana de invierno. Trescientos hombres que hablan, que entran, que salen, que escriben, que llaman a los ujieres y a los mocitos de doce a quince años sentados en la gradería de la plataforma para atender a los representantes, y un rumor que jamás disminuye. Los secretarios leen algo, pero nadie les oye; un orador se levanta, pero su voz llega apenas al sexto o séptimo banco del sitio que ocupa. Los discursos tienen una existencia oficial de Congressional Record, y muchos de ellos jamás se han pronunciado. El orador pide la palabra con muchos meses de anticipación, se le concede,—si se le concede,— y manda su discurso a la imprenta. Si lo lee, lee una parte. Los turnos o permisos para hablar, son de tres a cinco minutos; de diez cuando mucho. Un cuarto de hora es ya un escándalo. Media hora, un privilegio de príncipes de la política. No hay, pues, oradores, y menos aún debates.
En la otra cámara, la impresión es absolutamente contraria: pasamos de la Puerta del Sol al silencio de la Casa de Campo. En día de gran sesión, habrá tal vez local lleno a medias; pero en los de poco movimiento, el orador habla para una docena de senadores, o para menos, pues de la docena no todos escuchan. Uno escribe cartas, otro lee, dos conversan en voz baja, y si alguno fija la vista en el que habla, se nota la distracción de quien piensa en cosas muy distintas.
Tiene la palabra el profuso senador Rayner, de Maryland. Lee su discurso. Nadie le hace caso Preside el vicepresidente de la República, Mr. Sherman, quien conversa con un visitante. De pronto Mr. Rayner suspende su discurso, y dirigiéndose en voz alta al presidente de la asamblea, reclama contra cuatro senadores que ríen a carcajadas en el camino que rodea la última fila de bancos. El presidente da un mazazo sobre la mesa, pronuncia un regaño maquinal de maestro de escuela, los senadores no hacen caso, el presidente vuelve a su con versación y Rayner prosigue su lectura.
¿Pero cuándo habla Root? ¿Y cuándo hablaba Webster? Igual cosa, en cuanto a que si Root y Webster eran escuchados, no hablaban sino como Root y como Webster, y no como el orador europeo, jefe de una fuerza que conduce el asalto, frente a otro jefe que defiende la posición. No están allí Thiers y Guizot.
Las turbinas, es decir, las comisiones, disponen de todos los asuntos, y aun del tiempo de las sesiones públicas, pues para pronunciar un discurso de diez minutos, el diputado novel o el senador sin gran representación, deben contar con la aquiescencia de los presidentes de las principales comisiones, que son las de arbitrios, las de egresos, las de relaciones, las de comercio, las de guerra, las de pensiones, etc.
Allí están los cachalotes de la política, que llaman al presidente de la República un fenómeno efímero, pues mientras un senador dura seis años y es reelegido seis veces, un presidente se tiene por muy feliz cuando pasa ocho años en la Casa Blanca. Allí están o han estado, antaño, Webster, Calhoun, Sumner, y en tiempos más recientes, Sherman, Hanna, Foraker, Aldrich, Root, Knox.
Hanna es entre los senadores lo que Luis XIV es entre los reyes y Rosas entre los caudillos. Cuando murió el senador Hanna, un periódico que él pagaba dijo para elogiarlo: “Es el hombre que ha visto sancionada su política por un número mayor de votos."
Después pudo comprobarse que aquellos votos no le habían sido dados, sino vendidos.
Él quiso libertar a la plutocracia de la explotación de los políticos. Al hacerse político, empleó los recursos de su genio, y “dio a la política todos los caracteres de una ciencia exacta".
Para las elecciones, que son una guerra, pedía lo que Napoleón para la otra guerra, y con dinero ganaba todas sus campañas.
Su objeto era mantener el dominio de los monopolios por medio del dinero de los monopolios, pero en su correspondencia con los príncipes de las finanzas siempre tenía cuidado de decir frases como esta: “Si no da usted dinero para las elecciones, no extrañe que los monopolios acaben con los sagrados intereses del pueblo americano". Este sublime descaro resume la política genial en Mark Hanna, vulgarísima en otros, pero tenebrosa en casi todos.
Bajemos de esta cumbre. No hay dos Napoleones; no hay dos Hannas en un siglo.
Sin embargo, no bajamos mucho, pues ahora se trata de Mr. Knox, procurador general en tiempo de Roosevelt y secretario de Estado en la administración de Mr. Taft.
Dejo a los compatriotas de Mr. Knox la responsabilidad de las siguientes palabras, publicadas en todos los periódicos de los Estados Unidos: “Pittsburgh, 29 de agosto de 1912.—Al renovarse el 30 de septiembre la investigación sobre los fondos para trabajos electorales, que se hace en el senado de los Estados Unidos, habrá revelaciones relativas a personajes de cuenta en el mundo de las finanzas y de la industria, y también saldrán a luz los nombres de un magistrado y de ciertos políticos poderosos, y el del secretario de Estado Knox, pues tanto de Pittsburgh como de Filadelfia irán algunos datos para facilitar la tarea de la comisión que preside el senador Clapp.
„El nombre del secretario Knox tendrá que mencionarse si los cargos del senador Penrose contra Flinn traen a cuento la lucha por la curul que quedó vacante en el senado a la muerte de Quay.
„Tres personas fueron mencionadas por creerse que tenían probabilidades de recoger la sucesión: Flinn, Francis L. Robbins, presidente de la Pittsburgh Coal Company, ya difunto, y George T. Oliver,
„Surgió una candidatura nueva, y a los dos días, el gobernador Pennypacker nombró a Knox.
„Una semana después del nombramiento, salió la verdad de lo ocurrido. El senador Quay había muerto dejando muchas deudas, y una de las numerosas libranzas que había en su contra se relacionaba, según voz pública de entonces, con los fondos del Estado, asunto que le había traído una persecución criminal. Ahora bien, Henry C. Frick, A. J. Cassat, presidente del Ferrocarril de Pennsylvania, y otros representantes de compañías poderosas, asumieron las obligaciones pecuniarias de Quay, bajo la condición expresa de que Knox sería nombrado para la curul vacante. Las deudas de que se trata ascendían a 450.000 dólares.
„El nombramiento de Knox fue acordado en junta celebrada en Filadelfia, y a la que concurrieron Frick, Cassat, Penrose y otras lumbreras políticas y financieras de menor importancia."
De los Estados que producen petróleo y carbón, pasaremos a un Estado que produce plata: Colorado.
Guggemhein es conocido por sus millones y por sus fundiciones, pero es menos conocido por los medios con que se hizo su designación para el senado de los Estados Unidos.
El juez Lindsey, apóstol admirable y político imbécil, en su hermoso libro La Bestia, escrito con la pasión de un hombre honrado, cuenta cómo se formó expresamente una legislatura para favorecer a los monopolios en Colorado, y cómo esa Legislatura cumplió el principal objeto de su mandato, que era nombrar a Guggemhein, mediante el pago correspondiente a cada miembro por su voto,
“Simón Guggemhein, dice Lindsey, tenía tantos títulos para representar a Colorado en la cámara de senadores de Washington, como John D. Rockefeller o el barón de Rothschild. Era jefe del Trust de las Fundiciones, y como tal estaba interesado, financieramente, en la elección de Peabody en 1904, en la derrota de la ley de las ocho horas y en la supresión de la huelga de las ocho horas. Esto lo hacía acreedor a la gratitud de las compañías poderosas, pero el pueblo de Colorado no lo conocía, y esto se le había hecho presente por una entrevista de periódico. No había hablado ni escrito una sola palabra sobre política. “Entiendo poco de política, había dicho a uno de sus agentes electorales, pero tengo dinero, y de esto sí entiendo." Efectivamente, dice el juez Lindsey, de esto sí entiende."
Habría que escribir un volumen enorme para hacer la bibliografía del poder corruptor y secreto de la plutocracia. Un solo autor, Thomas Carl Spelling, ha escrito cuatro estudios acerca del tema. Tomaré algunas citas que resumen la acción del monopolio en la política por medio de la intervención senatorial. Y siento dejar a un lado la historia narrativa y descriptiva de las maniobras del Acero, de las maniobras del Tabaco, de las maniobras del Azúcar, de las maniobras del Petróleo y de las maniobras de la Banca.
“La única diferencia, dice Spelling, entre el gobierno de Rusia y el de los Estados Unidos, es que allá el déspota se sienta en el trono de un modo público y oficial, y recibe la luz pública, mientras que aquí el zar es invisible, inidentificado e irresponsable, y ejecuta sus actos en la sombra por medio de un organismo oficial colectivo... Como el senado posee un veto absoluto sobre las medidas que dicta la cámara de representantes, como últimamente ha usurpado cada vez más y más las prerrogativas del poder ejecutivo, y como el gobierno se pliega servilmente a la voluntad del autócrata senatorial y depende de una minoría de Wall Street, la afirmación frecuentemente repetida de que pronto llegará el tiempo en que este gobierno será republicano sólo de nombre, deberá ser sometida a una revisión para sustituir el tiempo futuro con el presente.
«Entre los grandes intereses representados por el autócrata senatorial, está el ferrocarril de Pensilvania, que es la compañía ferroviaria más poderosa del mundo, y que, según se dice, influye de un modo uniforme en la elección por lo menos de cinco senadores, que figuran en la lista de sus asalariados. El enorme poder que ejerce en el congreso esa compañía se patentiza con los privilegios que ha recibido para su punto terminal en las calles 6 y B de la capital... No paga un centavo al gobierno por este valioso privilegio (de ocupar terreno de propiedad nacional por treinta años). Una renta módica, con el equivalente del seis por ciento, hubiera dado a la fecha la cifra de un millón ochocientos mil dólares".
Las leyes más nocivas no son las de aspecto más odioso. Hay muchas que con la apariencia de medidas inocentes, contienen una fuerza prodigiosa de opresión. “Por ejemplo, dice Spelling, en el Dick Military Bill, todos los ciudadanos útiles de diez y ocho a cuarenta y cinco años, son miembros de la Guardia Nacional, y pueden ser llamados al servicio activo cuando así lo disponga el presidente. En el caso de otra huelga ferroviaria como la de 1894, o de las minas de carbón, como la de 1902, todo miembro de la unión huelguista puede ser llamado para sofocar su propia huelga, y sometido a un consejo de guerra si no obedece. ¿Cuántos miembros de las uniones obreras tienen conocimiento de esta ley?".
Los senadores representan el talento, la autoridad, la experiencia, la unión y la cautela de los directorios acostumbrados á dominar. Disponen de los más poderosos resortes de una sociedad, y encuentran fortificada además esta situación por el conjunto de leyes, reglamentos, prácticas y corruptelas que forman la organización del senado.
“Es de tal naturaleza la atmósfera senatorial de Washington, que si el nuevo senador no se somete a los avances persuasivos del monopolista intrigante que le habla entre bastidores, y si no sujeta su conducta al régimen que le prescribe el despotismo de Wall Street, se encontrará socialmente en la situación de un hotentote, y sus relaciones con los senadores que llevan la dirección de los negocios, harán su paso por la cámara tan agradable como si se encontrara sin pasaporte en el extranjero y sin conocer la lengua del país. El senado no fue creado, como se dice frecuentemente, para poner un freno a las imprudencias legislativas de la otra cámara, sino para poner un freno al pueblo".
Pero la inmoralidad pública no se detiene cuando ha puesto bajo la dirección de la plutocracia todas las instituciones políticas, y cuando, por ejemplo, aun en la Casa Blanca, corrige las pruebas de los mensajes presidenciales para cerciorarse de que no hay en ellos nada seriamente amenazador contra los monopolios.
Sigue al individuo en la vida privada, y le arrebata los derechos fundamentales de que se enorgullecen las modernas democracias.
Sostiene un ejército de espías que tiranizan al empleado y al obrero; dispone de otro ejército de mercenarios que fusilan a los huelguistas sin que asome la fuerza pública en los lugares donde se ejecutan esos asesinatos colectivos; corrompe a la prensa con sus favores, y le impone silencio por medio de la intimidación; crea instituciones gigantescas como la trata internacional de blancas; hace de los grandes centros como Nueva York y Chicago, centros de crimen organizado, y destruye totalmente en los ciudadanos toda esperanza de vida moral cuando éste ve que la sociedad no es el monstruoso Leviatán de la vieja utopía socialista, sino un pulpo repugnante que se adapta a lo más íntimo de la vida para aniquilarla.
Durante una campaña electoral, oí de labios de una oradora callejera, esta frase que no he podido olvidar.
“Roosevelt acusa al socialismo de querer la destrucción de la familia. Pues bien, cuando visitaba yo un slum, y veía el cuadro oprobioso de la miseria humana, exclamé: Bendita sea la revolución que trata de destruir esta organización de la familia sin fuego, sin pan, sin vínculos morales."
En presencia del monstruoso poder que ejerce el dinero, llega uno a preguntarse muchas veces si lo menos inmoral en aquella sociedad es la política. Y no es paradoja. Cuando Lorimer fue arrojado de la cámara de senadores por prácticas corruptoras en su elección, demostró que el boss, (cacique), el subcacique y el tabernero capitán de circunscripción, son los amigos del desamparado: buscan asilo para la viuda, escuela para el huérfano y trabajo para el despedido del taller. “Sois hipócritas, decía Lorimer. El cacique es la fuerza democrática, y si la democracia está corrompida, ¿quién es más culpable: ella o vosotros que la corrompéis? Engendráis el mal y os asustáis de los que viviendo del mal, tratamos al menos de remediarlo en las víctimas humildísimas y más desgraciadas de vuestro sistema."
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