Tlaltizapán, Mor. A 1° de septiembre de 1917.
MANIFIESTO A LA NACIÓN
Por efecto y culpa del sistema de grandes propiedades, explotadas por jornaleros que son verdaderos esclavos, nuestro país se encuentra en una situación que no dista mucho de la que ocupaba la Europa en plena Edad Media, cuando el señor feudal tenía derechos de vida y muerte sobre los siervos que vivían bajo su yugo, y cuando éstos, tristemente encorvados sobre la tierra, no tenían más misión que trabajar hasta el agotamiento, para que sus amos, poderosos y holgadamente, disfrutasen de todos los placeres de la opulencia allá en la corte fastuosa donde se agitaban a impulsos de la ambición, todos los que vivían a costa del trabajo de sus servidores.
Cambiando los hombres y las épocas, en México los hechos siguen siendo los mismos y la dolorosa realidad no ha variado. De un lado vemos al orgulloso hacendado, que no tiene necesidad de trabajar para vivir, y que sin embargo todo lo posee en abundancia, y del otro contemplamos al humilde campesino, trabajando de sol a sol para que otro sea el aprovechado y él siga padeciendo dolores y humillaciones, hambres y miserias.
Nuestros jornaleros, aunque sean hombres y aunque la ley sarcásticamente los llama ciudadanos, no tienen ningún derecho real y efectivo. No son libres porque están atados a la hacienda, de la cual no pueden separarse sin permiso del amo; no tiene[n] derecho a que se les haga justicia, porque el amo compra a los jueces y dispone a su antojo a las autoridades; no pueden disponer de su persona ni trasladarse a otro lugar, ni buscar la mejoría de su condición en otro trabajo, porque las deudas, las infames deudas, acrecentadas día a día y transmitidas de generación en generación lo tienen ligado a la hacienda, la cual los perseguiría en todas partes y les traería de cualquier lugar a donde en su desesperación se fugasen. No tienen derecho a ser respetados en el honor de sus familias, porque el amo, todo poderoso o sus hijos, sus dignos herederos, burlan a su antojo a las mujeres y a las hijas del indefenso jornalero.
No son libres, no son dueños ni de su persona ni de su trabajo, no pueden ahorrar aunque quisiesen; no tienen posibilidad, ni deseos, ni manera de instruirse; no pueden aspirar a la felicidad, como el resto de los humanos, porque para ellos el bienestar, la libre iniciativa, el derecho al mejoramiento, son cosas vedadas. Como el ganado, como los semovientes, como las bestias de carga, son propiedad de sus amos, y esa afrentosa situación de dependencia, esa infame condición de siervos, son la única herencia que pueden dejar a sus hijos.
Las revoluciones pasan en nuestro país una tras otra después de las guerras de independencia, las luchas en pro y en contra del centralismo; luego la Revolución de Ayutla, enseguida la guerra de Reforma, la defensa nacional contra la Intervención y el Imperio, la revolución de Tuxtepec, y por fin, los movimientos de rebeldía que se han sucedido de 1910 a la fecha. Y a pesar de todas esas luchas, el fondo de la vida real sigue siendo el mismo en todos aquellos puntos en donde la actual revolución no ha sentado triunfalmente sus reales. Fuera de la zona revolucionaria los hacendados continúan conservando sus enormes propiedades y en ellas sigue arrastrando su miserable existencia la desamparada población campesina, que ni consigue la libertad, ni obtiene siquiera mejores jornales y sí en cambio ha sido utilizada como carne de cañón en nuestras contiendas intestinas, y sin provecho para ella, ha ido a derramar su sangre, empujada por hombres que como Iturbide, Santa Anna, Porfirio Díaz, Victoriano Huerta y Venustiano Carranza, la traicionan vilmente, y hoy como ayer, la dejan abandonada a merced de sus explotadores.
Ya es tiempo de que esa serie de engaños tenga fin, y por eso como todos los revolucionarios conscientes, los que por venir del pueblo y pertenecer al pueblo, conocemos todas sus necesidades, no nos conformamos ya con las antiguas fórmulas políticas, que son ineficaces para calmar el hambre de la clase trabajadora y en vez de hablar de Códigos, de Constituciones y de leyes, reclamamos con energía hechos nuevos y nuevas costumbres sociales.
Exigimos la destrucción del latifundismo, porque sabemos que de ahí se originan todos nuestros males. Queremos tierras para el pueblo, y hemos de arrancarlas del poder de los que la monopolizan: pues cuatrocientos años de esclavitud han enseñado a nuestra patria, que sin la posesión de la tierra, no hay verdadera libertad ni progreso posible.
El ejemplo de Francia, el país de la Gran Revolución, está a la vista de todos. Allí la prosperidad surgió y el progreso logró desenvolverse espléndidamente, a partir del instante en que se suprimió la explotación de los grandes señores, y apenas la propiedad se hubo repartido. Lo mismo sucederá en nuestro país. Cuando el campesino tenga a su disposición extensos montes comunales que le permitan extraer leña para su hogar y madera para sus habitaciones; cuando posea agua en abundancia para fertilizar sus heredades; cuando en los terrenos de su pueblo pueda apacentar libremente sus rebaños; cuando el campesino sea el propietario absoluto y único de la cosecha que levante, del ganado que crié, de los frutos y de las legumbres que recoja, entonces tendrá derechos, tendrá aspiraciones, y al haber conquistado la independencia económica, al no estar sujeto a ningún amo, habrá conseguido por ese sólo hecho todas las libertades civiles y políticas. Entonces será dueño de sus destinos. Podrá ilustrarse y adquirir conocimientos que a la vez que fecunden su espíritu, contribuirán para que su labor sea más fructífera. Podrá educar a sus hijos, fundar un hogar feliz, proporcionar comodidades a su familia. Se sentirá hombre, amará el terruño y tendrá patria. Será un ciudadano útil, y la civilización contará en él con un nuevo y entusiasta obrero del progreso, tanto más poderoso cuanto que no estará maculado por los vicios de las ciudades ni infamado por las taras del libertinaje.
Destrucción del latifundismo; reforma agraria honda y efectiva; supresión de la esclavitud de las haciendas. Emancipación de las tierras y liberación del campesino; tales son las reivindicaciones que formula el pueblo levantado en armas contra el último y más reciente protector de los latifundistas; el hacendado Venustiano Carranza, ayer Senador Porfirista y hoy cómplice de los poderosos y de los "científicos", a los que vuelve sus propiedades y confirma en sus privilegios.
Ese hombre, hasta hace poco, había logrado engañar a muchos y desorientar una parte de la opinión. Se presentaba como un verdadero revolucionario y como un decidido reformista, cuando en realidad sólo es un vulgar ambicioso, carente de todo escrúpulo, que ha traficado del modo más infame con los ideales de la Revolución y con honor de la República.
Los mismos suyos, que al fin han llegado a conocerlo, empiezan ya a abandonarlo, y la verdadera revolución, cada vez más poderosa, dará buena cuenta de él, y muy pronto castigará como lo merece, sus repetidas traiciones y sus inacabables perfidias. La revolución agraria que enarbola principios, que ofrece tierras a todos los que quieran trabajarlas, y es promesa de redención para los humildes, llegará al triunfo arrollándolo todo, y sobre las ruinas del viejo feudalismo, representado en México por Luis Terrazas, Enrique Creel, Iñigo Noriega, Ignacio de la Torre y sus congéneres, sabrá edificar la Patria del porvenir, fecunda en libertades, abundante en beneficios para sus hijos, y pródiga en actos de reivindicación y de justicia para los que hasta aquí han tenido únicamente cargos que soportar o humillantes deberes que cumplir, y nunca el menor derecho a reclamar su participación en el banquete de los dichosos, que se hartan con el producto del trabajo de los demás.
Los revolucionaros de toda la República, estrechamente unidos luchan con denuedo con la consagración de esos principios, cuya expresión más concreta es el Plan de Ayala, programa y bandera de la Revolución, y para testimoniar nuestra adición a esos ideales, y sellar nuestro solemne compromiso de cumplirlos, firmamos los suscriptos el presente manifiesto, que va garantizado por nuestro honor de hombres y por nuestra firme palabra de revolucionarios convencidos.
Firmo en Tlaltizapán, Mor. A 1°de septiembre de 1917.
Emiliano Zapata
Francisco Villa
(rúbricas).
Fuente: AHUNAM (IESUE), Fondo Gildardo Magaña, caja 28, exp. 10,f. 266.
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