Abril 21 de 1914
A las once y veinte minutos de la mañana del memorable día 21 de abril, las alarmantes noticias que desde días atrás venían circulando en la ciudad de Veracruz, respecto a la intervención armada de los Estados Unidos de Norteamérica, cristalizando en un formal desembarco de fuerzas de dicha nación en el puerto.
En efecto, a la hora indicada los habitantes que pululaban por los diversos muelles pudieron advertir que del cañonero Praire descendían con gran rapidez soldados de infantería yanqui, ocupando once espaciosos botes de gasolina, los cuales fueron remolcados inmediatamente rumbo al muelle Porfirio Díaz, donde desembarcaron.
Habían transcurrido unos cuantos minutos, cuando una porción de botes tripulados por la marinería del Florida y del Utah arribaron al propio muelle, efectuando el desembarque respectivo. El pánico que se apoderó de la pacífica muchedumbre expectante hízose desde luego indescriptible. Con rostros pálidos, nerviosos, locuaces otros, pronto se eliminaron los curiosos del lugar invadido.
Tras un breve preparativo, el contingente de la fuerza yanqui inició su marcha hacia la población y en derechura a la calle de Montesinos. Un pelotón de sesenta hombres del Florida se desprendió del grupo, dirigiéndose al edificio de correos y telégrafos, del que tomaron posesión sin encontrar resistencia e instalando un servicio de vigilancia en el exterior e interior del edificio.
El resto de la fuerza invasora, fragmentada en grupos de cincuenta hombres, se colocó formando ángulo en las bocacalles siguientes: Morelos y Benito Juárez, Morelos y Emparan, Morelos y Pastora, Montesinos e Independencia, Montesinos y Cortés, Montesinos y Bravo, y Montesinos e Hidalgo (1).
Al presentarse la fuerza invasora en la esquina de Morelos y Emparan -sigue diciendo Palomares- fue recibida por la descarga de un pequeño grupo de voluntarios comandados por el teniente coronel Manuel Contreras, los que pecho a tierra esperaban a la fuerza enemiga en la esquina de Independencia y Emparan. Desde ese momento los invasores rompieron el fuego cubriendo con sus disparos de fusilería y ametralladoras toda la trayectoria de las calles que dominaban, y aunque de manera muy débil e intermitente, por falta de jefes y oficiales federales, el fuego continuó incesante.
Como a las tres de la tarde fue desembarcada una pieza de artillería de montaña de medio calibre, la que fue colocada en batería, haciendo sus primeros disparos sobre la torre del antiguo faro Benito Juárez al que causaron terribles desperfectos, habiéndolo tomado como blanco por haber notado el incesante fuego que desde aquel lugar hacían algunos voluntarios ...
Cerca de las cinco de la tarde una fuerza del Utah avanzó sobre la aduana acribillando a balazos el caserío comprendido entre el Hotel México y el Hotel Oriente, desde donde algunos individuos vestidos de paisanos ... denodadamente trataban de detener su avance, disparándoles con rifles y pistolas ... Tras de una media hora de fuego mortífero, la fuerza yanqui no se posesionó del edificio de la aduana ... sino de la esquina de Lerdo y Morelos, que desgraciadamente para los heroicos veracruzanos, les sirvió para tirotear con éxito a los voluntarios y contados federales que hacían resistencia desde las alturas y columnas de los portales Diligencias, Universal y Águila de Oro.
Esta fuerza fue sin duda la que causó mayor número de muertos entre los combatientes pacíficos que se hallaban con los federales, cosa fácilmente explicable, dado que dirigían sus fuegos sobre el lugar de la población donde la rapidez del conflicto había aglomerado mayor número de personas.
Tenida por los principales jefes de la fuerza invasora, la idea de hacer en las bocacalles trincheras, procedió el pelotón destacado en la esquina de Emparan y Morelos a destruir la puerta de la bodega del comerciante Barquín, de nacionalidad española, de donde tomaron en abundancia sacos de maíz, café y frijol, con los cuales formaron las trincheras que se habían propuesto construir provisionalmente. En esta misma bodega los invasores paladearon varias clases de comestibles y escanciaron de los diversos licores hasta embriagarse.
De las seis de la tarde en adelante, el fuego se hizo menos intenso, disparándose, sin embargo, tiros de fusil y de ametralladoras sobre los sospechosos que atravesaban las calles vigiladas por los invasores.
Los yanquis establecieron un servicio sanitario en la estación terminal y vivaquearon en sus posiciones, no dejando con vida a los transeúntes que por su presencia pasaban.
El cañonero Praire, que fue el primero en proporcionar fuerzas, durante la tarde efectuó disparos sobre la gente pacífica, que huyendo de la irrupción invasora se dirigía rumbo a los Médanos.
Todos los norteamericanos de la ciudad, a quienes les sorprendió (?) la invasión en el puerto, se refugiaron en el Consulado, desde donde, bien armados y municionados, hacían fuego a los mexicanos que transitaban por la acera.
La ciudad heroica sostenía el empuje del bárbaro enemigo con un valor espartano, mientras que el general Gustavo Adolfo Maas, comandante militar del puerto, con inmenso júbilo acataba las órdenes de retirarse a lugar seguro, por no contar con suficiente fuerza, ni estar la ciudad preparada para resistir el ataque (2).
Sobre tal hecho debemos puntualizar este antecedente histórico: el general Fletcher, comandante en jefe del ejército intervencionista, antes de efectuar el desembarco de sus infantes de marina y del bombardeo que le siguió al iniciarse la resistencia de los cadetes de la Escuela Naval y del pueblo veracruzano, mandó al cónsul Canada que entrevistara al general Maas, a quien informó que los soldados de marina iban a desembarcar para ocupar la aduana y que solicitaba su ayuda a fin de evitar una destrucción innecesaria; Maas le dijo que esto era imposible (3).
Sin embargo, como a las 14:30 el general Maas se retiró de Veracruz y puso su base en Tejería (4).
Pero no sólo abandonó el puerto, dejando al pueblo veracruzano a su suene, sino que rindió a la superioridad un parte falso que transcribimos porque es preciso establecer claramente la verdad histórica.
La secretaría de Relaciones, con fecha 22 de abril, recibió el siguiente comunicado de la secretaría de Guerra:
El general de división Gustavo Maas, comandante militar de Veracruz, en telegrama que dirige a esta secretaría con fecha de hoy desde Soledad, dice lo siguiente:
Hónrome comunicar a usted que hoy a las 7 a. m. arribé a esta plaza procedente de Tejería adonde me replegué ayer después de haber repelido ataque de fuerzas americanas que desembarcaron en los muelles de Veracruz, haciéndoles algunas bajas. En Tejería se me incorporó la fuerza del 18° regimiento de infantería al mando del general Luis Becerril, la del 19° del arma a las órdenes del general Francisco A. Figueroa, con excepción de una fracción de este cuerpo que al mando del teniente coronel Albino R. Becerril se batía hasta anoche a las 7 p. m. en las calles de Veracruz, impidiendo que las tropas americanas continuaran su avance, el que durante el día de ayer no pasó de la plaza de armas.
También se me incorporó la Escuela Naval Militar, con la novedad de que fue muerto un alumno al proteger la retirada de la artillería y repeler heroicamente el ataque que sobre la escuela hicieron, los americanos, quienes al pretender desembarcar por el muelle que está frente al plantel fueron rechazados y obligados a reembarcarse, retirándose en sus lanchas. La artillería se me incorporó también, después de una vigorosa resistencia, y me permito hacer constar que ésta se salvó debido a la pericia y valor de su comandante, capitán primero Leonardo Anchondo, no sin haber tenido la novedad de dejar gravemente herido al teniente de artillería Manuel Azueta, quien fue recogido por la cruz blanca. El comodoro Alejandro Cerisola y el coronel Aurelio Vigil, que en sus dependencias esperaron el ataque del enemigo, no se me han incorporado, pero por un propio que mandó Cerisola tengo conocimiento de que hasta anoche permanecían sin novedad y les comuniqué instrucciones para que se me incorporen los elementos de que dispongan y que, en caso de que no puedan hacerlo, se defiendan como corresponde a todo mexicano.
Los presos sacados de la cárcel civil, los sentenciados y procesados de la prisión militar de Veracruz y Ulúa, forman parte de mi columna a las órdenes del teniente coronel Manuel Contreras, permitiéndome manifestar que al emprender la retirada trajimos las municiones y demás pertrechos de guerra.
Creí conveniente venir a esta plaza con la columna de mi mando, porque en Tejería se carece por completo de víveres, no hay agua ni combustible para las máquinas. Además es un punto accesible a la gruesa artillería de los acorazados americanos. En este lugar espero instrucciones de esa superioridad, y me permito indicarle la conveniencia de que el cuartel general se establezca en Córdoba, por considerarlo punto estratégico, de importancia por ser la llave del Istmo por sus elementos de vida y por las facilidades de que allí se dispone para efectuar cualquier movimiento de trenes, y en esta plaza dejaré la mayor parte de mis fuerzas, a las cuales con facilidad podré dar órdenes de Córdoba, de acuerdo con las superiores de usted.
Las fuerzas de mi mando y el pueblo en general manifiestan gran entusiasmo por repeler el insulto de los americanos y defender con todo patriotismo la integridad nacional y las energías del supremo gobierno. Por correo remito el parte detallado... (5)
Lo cual quiere decir que estando dicho jefe federal dispuesto a hacer resistencia, al declararle a Canadá que le era imposible hacer lo que le pedía, debe haber recibido órdenes de Huerta para abandonar el puerto sin combatir, como lo hizo. En tal virtud toda la responsabilidad de la actitud del general Maas recae sobre Victoriano Huerta, pero lo que sí es de la exclusiva responsabilidad del general Maas es la de haber rendido un parte oficial inexacto, porque fue un hecho público y notorio en Veracruz que los únicos defensores del puerto fueron los alumnos de la Escuela Naval, exhortados por el capitán de fragata Rafael Carrión, director de dicho plantel, y por el comodoro Manuel Azueta, por los soldados del coronel Manuel Contreras, por el pueblo veracruzano y por los soldados federales que se negaron a obedecer a su superior (6).
Como los yanquis fueron informados de que la escuela naval era de donde se les iba a hacer resistencia, hacia ella marcharon mil quinientos infantes y, después de pasar por el edificio de la aduana y atravesar el muelle de sanidad, la columna ... llegó frente a la escuela recibiendo de los cadetes una terrible descarga cerrada, seguida de un nutrido fuego que la obligó a retroceder en completo desorden, tirando los invasores las armas en su vergonzosa fuga y pisoteándose unos a otros al echarlos por tierra su inconmensurable pavor (7).
Diez largas y angustiosas horas combatieron los heroicos cadetes de la escuela naval militar de Veracruz, en contra de los poderosos invasores norteamericanos, el 21 de abril de 1914, cambiando fuego de fusilería contra fuego de artillería de gran alcance, y sin embargo mantuvieron a raya a los infantes de marina y se vieron obligados a abandonar sus posiciones, no por el ametrallamiento constante que sufrieron de los barcos extranjeros, sino por la falta de parque.
Esta es la versión que sostiene el hoy capitán de altura de la marina mercante Edmundo García Velázquez, en aquel entonces cadete de la H. Escuela Naval Militar y uno de los 69 supervivientes de la gloriosa jornada (8). Continúa diciendo el señor García Velázquez:
... a la arenga que dirigió el comodoro don Manuel Azueta a los jefes, oficiales y cadetes de la H. escuela naval militar, instantes después de que sonaron los primeros disparos de los invasores que desembarcaron por el antiguo muelle Porfirio Díaz, hoy 4 de la Terminal, respondió como un solo hombre todo el personal del plantel.
- ¡Viva México! -dijo el jefe naval que asumió el mando de la escuela, ya que el director era el capitán de navío don Rafael Carrión.
- ¡Viva! -rubricaron el grito de guerra los cadetes y se aprestaron a la defensa.
Se tocó inmediatamente generala y todos tomaron sus posiciones.
Yo me encontraba entre el teniente mayor don Juan de Dios Bonilla y el cadete Virgilio Uribe, casi un niño. Ocupamos los dormitorios y nuestros colchones sirvieron de trincheras. Obligamos a reembarcarse a los infantes de marina invasores que trataron de desembarcar por el malecón y se retiraron hasta el muelle Porfirio Díaz (9) ...
Los bravos alumnos hubieran tenido a raya a sus enemigos -dice Justino Palomares- si no hubiese obrado la desgracia de que se les acabó el parque, por lo que estratégicamente y en orden completo, sin que lo notasen sus enemigos, abandonaron la escuela y en los precisos momentos en que el crucero Montana, anclado en un lugar de observación, para evitar la nueva dispersión de los yanquis, comenzó a vomitar sus proyectiles infernales sobre la escuela, causando al edificio terribles estragos, pero ya cuando sus defensores marchaban hacia Tejería, donde dieron parte al general Maas de su hazaña.
Los cruceros Praire y Montana continuaron haciendo nutrido fuego sobre la escuela y el instituto, así como los cañones emplazados en tierra, hasta que, notando los yanquis que el fuego no se les contestaba y que no tenían enemigo, principiaron su marcha al centro de la ciudad (10).
Con la retirada de los cadetes de la escuela naval y de los pocos soldados que recibieron órdenes de Maas de no hacer resistencia lo que no obedecieron, el duelo entre yanquis y mexicanos siguió únicamente entre los voluntarios que durante la noche seguían cazando gringos, sin faltar los valerosos españoles que de las azoteas de sus casas continuaron la lucha contra el poderoso enemigo.
Todavía la mañana del día veintidós hubo no poca resistencia y un sinnúmero de víctimas, principalmente de los mexicanos, que esperaban de un momento a otro llegaran refuerzos de la capital de la República para seguir resistiendo al invasor.
Menos de doce horas duró la lucha, lucha que se hubiera hecho más sangrienta de no haber notado los veracruzanos que era por demás resistir sin ninguna clase de ayuda (11).
Entre los actos de heroísmo habidos durante la intervención norteamericana en nuestro primer puerto, figuran los siguientes:
Doce soldados federales, distribuidos en las azoteas de las esquinas de Benito Juárez y Cortés, Benito Juárez y Cinco de Mayo, hicieron incesante fuego sobre los invasores manteniéndose en sus posiciones por más de veinte horas, sin tregua mayor que la que podían tener para cargar sus armas y medio comer algunos pedazos de pan que les proporcionaban los vecinos. De esos soldados perecieron la mitad, siendo despedazados horriblemente por las ametralladoras del invasor (12).
Otro de los héroes fue el valiente joven, teniente de artillería José Azueta.
Era alumno del 5° año de la escuela naval -dice el capitán García Velázquez-, pero por diversas circunstancias salió a filas y fue comisionado en la batería fija del puerto.
El día del desembarco de fuerzas norteamericanas, cargó un cañón de 80 milímetros, con su correspondiente dotación de hombres; pero el comandante de la batería le impidió utilizar la pieza y entonces se apoderó de una ametralladora y con sus hombres emplazó su pieza en la esquina de las calles de Esteban Morales y Francisco Hernández, casi frente al edificio de la antigua escuela preparatoria.
Fueron cayendo uno a uno los soldados que le acompañaban y él solo continuó manteniendo un intenso fuego en contra de los invasores que se habían apoderado de los edificios de correos, telégrafos y la aduana. Fue herido en ambas piernas y entonces sacó su pistola y continuó disparando contra el enemigo, hasta que la hemorragia paralizó sus actividades. Lo levantaron otros soldados (13).
Cuando el almirante Fletcher se enteró de la gravedad del valiente defensor de su patria le envió un médico norteamericano que lo atendiera; pero Azueta, incorporándose en su lecho, se negó a recibirlo, expresando, en dura frase, que de los enemigos de su patria no quería ningún servicio.
Al morir Azueta más de diez mil personas lo acompañaron al cementerio donde reposa.
Muchos héroes más se distinguieron en la defensa de Veracruz, tales como Virgilio Uribe, Jorge Alasio Pérez, Aurelio Monffort, Benjamín Gutiérrez Rodríguez, Andrés Montes Cruz, Cristóbal Martínez Perea, Gilberto Gómez y Antonio Fuentes, a quienes los veracruzanos erigieron una estela recordatoria de su heroísmo, y a cientos más, cuyos nombres, como ya se dijo antes, enumera Justino Palomares en su obra referida.
Otros hechos más son dignos de mencionarse.
Para salvar el honor militar, cien soldados del 19° batallón, a las órdenes del coronel Albino Rodríguez Cerrillo, lucharon hasta las 9:30 p. m., y sólo se retiraron cuando quedaban 16 soldados, sin parque. Fue una batalla desigual: rifles y pistolas contra los cañones de 30 acorazados, más la fusilería de la infantería de marina. El almirante Fletcher la llamó una gloriosa batalla. Durante los combates murieron 230 mexicanos.
Nunca se pudo precisar el número de las bajas de los norteamericanos, pero se calcularon, conservadoramente, en 250 (14).
La versión de Palomares da un número mayor de víctimas, tanto de nuestros compatriotas como de los invasores. Palomares dice:
Se calcula que entre muertos y heridos de los mexicanos había menos de 300 víctimas, mientras que los invasores, a medida que iban recogiendo sus muertos, los amontonaban en el muelle de sanidad para conducirlos a la isla de Sacrificios, donde los incineraban, según unos; otros informan que fueron arrojados al mar, embalsamando únicamente once cuerpos de jefes, los que fueron enviados a los Estados Unidos para entregarlos a sus familiares en los distintos puntos donde residían.
El estimable español don Celedonio Nachón, quien residía en la ciudad de Jalapa, Veracruz, tres años más tarde de la invasión, al invitarme cierta vez a su casa, en la sobremesa -dice Palomares- me mostró una interesante fotografía que ostentaba una pirámide macabra, formada por más de ochocientos muertos yanquis. Esta fotografía lograda por un artista mexicano causó la muerte de su autor al ser tomada, pero la viuda, al recoger el cadáver reclamó la cámara, salvándose la negativa, obsequiando una fotografía, la viuda, al señor Nachón (15).
Los buques de guerra pertenecientes a la escuadra de los Estados Unidos que hicieron alarde de fuerza en los puertos de Tampico y Veracruz son los que siguen, según lista oficial dada por el departamento de Marina estadounidense:
Buques en Tampico:
Connecticut.
Minnesota.
Chester.
Desmoines.
Dolphin.
Trasporte Hancock.
Utah.
En Veracruz:
Florida.
Praerie.
San Francisco.
En camino a Tampico:
Arkansas.
South Carolina.
Michigan.
Geltic.
Tacoma.
Culgoa.
Solaca.
Brutus.
Listos para salir para el Atlántico:
Rhode lsland.
Nebraska.
Virginia.
Georgia.
Delaware.
Kansas.
Ohio.
New York.
Texas.
Más dos divisiones de torpederos, y diez y siete buques.
Buques en el Pacífico:
California.
Glacier.
Annapolis.
Justin.
New Orleans.
Rumbo al Pacífico:
Cleveland.
Chatmooga.
Júpiter.
Listos para salir para el Pacífico:
Maryland.
Pittsburgh.
Virginia.
Charlston.
Colorado.
South Dakota.
Haciendo un total de sesenta y cinco buques, seiscientos noventa y cinco cañones y veintinueve mil cuatrocientos setenta y tres hombres (16).
Al leer esta lista de unidades navales de los Estados Unidos con su abundante equipo de cañones y marinos guerreros, nos preguntamos con un sentimiento mezclado de sorpresa e indignación: ¿Por qué ese alarde extraordinario de fuerza contra unos puertos desartillados y prácticamente indefensos? ¿La intención del gobierno de Washington era no sólo ocupar el puerto de Veracruz sino avanzar al interior del país, en son de conquista?
A juzgar por los hechos consumados de acuerdo con las órdenes del Presidente Wilson y de los secretarios de Estado y de Marina de la gran potencia nórdica, es evidente que no, puesto que después del agravio a Veracruz el ejército norteamericano no avanzó tierra adentro en la República, como pudieron haberlo hecho en los primeros momentos posteriores a la invasión. Pero así como tenemos este convencimiento, tenemos este otro: que muchos elementos de gran influencia en los Estados Unidos sí pensaron que ése era el momento propicio para apoderarse de México, esto es, de realizar su gran designio desde hacía mucho tiempo atrás acariciado como algo indispensable a su política de absorción continental, según lo expondremos un poco más adelante.
En consecuencia, si en aquel entonces nos salvamos de una intervención general en nuestro país y quizá de una nueva guerra de conquista como la de 1847, fue inconcusamente por la voluntad de Woodrow Wilson que no quiso llevar a esos extremos sus crasos errores políticos.
Según Ray Stannard Baker, el Presidente declaró a la prensa:
... en ninguna circunstancia concebible pelearemos contra el pueblo mexicano.
Es más, al general Sandler, que le ofreció sus servicios para el caso de guerra, le contestó de su puño y letra esta declaración definitiva:
No va a haber guerra (17).
Entonces quiere decir que el objeto de aquellos actos inconsultos, antijurídicos, inhumanos y antiéticos llevados a cabo en nuestra patria por órdenes expresas del Ejecutivo estadounidense era doble, el de evitar que Huerta recibiera las armas y pertrechos que el Ypiranga llevaba para él y el de que dicho delincuente político y del orden común dejara el alto cargo que había usurpado y saliera de nuestro país. Así lo creemos, no sólo porque los hechos históricos así lo demuestran, puesto que las tropas yanquis no pasaron de Veracruz, como ya hemos dicho antes, sino porque una vez que Victoriano Huerta abandonó el país, el ejército invasor, después de las reiteradas gestiones del Primer Jefe Carranza, abandonó nuestro primer puerto que fue ocupado por las fuerzas al mando supremo del general Cándido Aguilar, el 23 de noviembre de 1914.
De los hechos expuestos, así como de las declaraciones públicas profusamente divulgadas, del Presidente Wilson, deducimos las siguientes conclusiones.
El culto profesor de la Universidad de Princeton se manifestó, durante su régimen gubernativo, como un resoluto amigo de la libertad, defensor de los pueblos débiles, respetuoso de la soberanía de los Estados independientes y de sus atributos de autodeterminación de sus propios destinos, significándose así como un apóstol teórico de la justicia, la moral y el derecho internacional; pero, en la práctica, su conducta fue contraria a sus ideales y a sus palabras, como lo demostraron las intervenciones políticas, financieras y militares llevadas a cabo por los Estados Unidos en Nicaragua, la República Dominicana y en México, durante su administración presidencial (18).
En cuanto al caso de Veracruz, la actitud de míster Wilson se basó en sus mismas normas de procedimiento internacional: palabras humanitarias y hechos liberticidas; declaraciones oficiales enfáticas que parecen verdad y que respiran ética irreprochable, y actos trágicos que ahogan en la sangre de un pueblo inocente esas bellas palabras.
En suma, el Presidente Wilson, partidario decidido de la independencia de los Estados y de su libertad interior, determinó ante sí mismo dictar a los mexicanos la política que debían seguir. Por eso dijo a Sir William Tyrrell, comisionado especial del gobierno inglés, cuando le preguntó cuál era su política hacia México: Voy a enseñar a las Repúblicas sudamericanas a elegir buenos hombres.
¿Y quién era el señor Wilson para constituirse en el omnisciente y omnipotente factorum de nuestra vida nacional? ¿Con qué derecho desde su mesa de trabajo mandó que su flota del Atlántico hollara nuestra sagrada tierra veracruzana para castigar al usurpador? Como si Veracruz fuera propiedad de Huerta; o como si ese jirón de nuestro territorio fuese un feudo de los Estados Unidos o un patrimonio personal de míster Wilson.
No, nada de eso. El Presidente Wilson no tenía derecho a sancionar a Victoriano Huerta porque él no era el tribunal nacional que debía juzgarlo, ni tampoco un tribunal internacional que tuviera facultades para ello. Quien debía juzgarlo o castigarlo era el pueblo en armas, es decir, el ejército constitucionalista que lo derrotó definitivamente, obligándolo a huir de la República. La Revolución mexicana era asunto de los mexicanos que sólo ellos tenían derecho a resolver y lo resolvieron arrojando al tirano que detentaba un poder del que se había adueñado por las malas artes de la traición y el crimen.
El gobierno del señor Wilson obró en el caso de México como proceden las metrópolis con sus colonias, exclusivamente por la facilidad que da el imperio de la fuerza sobre la majestad del derecho. Con lo que no hizo sino ir contra todo y contra todos; contra México y los mexicanos; contra la libertad y la justicia y contra los sentimientos colectivos de la América Latina que se sintieron heridos en su espíritu de cuerpo, dejando así en la historia política y diplomática de América una mancha imborrable en el régimen de aquel equivocado Presidente de los Estados Unidos.
La ocupación militar de Veracruz por las fuerzas yanquis produjo muy distintas reacciones en México y en los Estados Unidos.
Los imperialistas de la Unión vieron el cielo abierto creyendo que había llegado la hora de lo que tanto habían anhelado desde siempre. la conquista total de nuestro país: La euforia anexionista se desbordaba en la Unión. El Charleston Patriot escribía:
Nuestros representantes en la Cámara no deben olvidar que ésta es la guerra que nos llevará al sur del Continente.
(Reproducido en El Imparcial de junio de 1914) (19).
El Charleston Courrier, a su vez, sentenciaba:
Cada batalla ocurrida en México, y cada dólar gastado en ese país, nos dará seguridades de adquirir territorios que ensancharán los dominios americanos hacia el sur y el final será que los Estados Unidos adquieran un gran poder en el Continente (20).
(Reproducido de El Imparcial, junio 9 de 1914). (21)
El Mining & Engineering World, de Chicago, de fecha 25 de abril de 1914, publicaba el siguiente artículo (reproducido por Churubusco, mayo 19 de 1914):
México debe ser territorio de los Estados Unidos; y sus habitantes, ciudadanos norteamericanos.
Las relaciones entre Estados Unidos y México están en crisis. La guerra es un hecho, y la política de espera vigilante ha terminado al fin. El Presidente Wilson ha sido muy paciente, quizás demasiado paciente, al manejarse en la actual situación del modo como lo ha hecho hasta hoy. Pero ahora que ha ocurrido a la fuerza -único argumento que nuestros turbulentos vecinos están aptos para entender- el pueblo de los Estados Unidos debe encontrarse satisfecho.
La guerra que ha de purgar a México de sus podridos sistemas de gobierno y de sus grandes turbas de bandidos faltos de todo respeto a la ley tiene ya proporciones considerables y permítasenos confiar en que se impulsará con gran vigor y se llevará a feliz término.
Las tareas que nos hemos impuesto y que tenemos por delante son inmensas. Está bien que nosotros digamos que nuestra lucha es solamente para eliminar a Huerta y que no sentimos enemistad alguna hacia el pueblo mexicano, pero ¿creerá esto el pueblo de México? ¿Lo creerán los llamados rebeldes? Indudablemente que no, porque no está en su naturaleza.
Una raza que en su mayor parte está compuesta de mestizos de indios y aventureros españoles no puede fácilmente creer que peleamos por demostrarle nuestro amor.
Durante siglos ha sido víctima de la opresión, de la superstición, de la degradación de todas sus autoridades. Y si sospecha de nuestros prop6sitos, no debe culpársele por ello.
Ahora bien, considerándonos sus enemigos, la nación se unirá para combatirnos. No nos hagamos ilusiones a este respecto. Aun aquellos que odian a Huerta se pondrán de su lado para pelear contra nosotros. Hoy o mañana, muy pronto nos encontraremos en guerra con México. Sabemos qué clase de guerra será ésta. Tenemos experiencias análogas. La lucha no ha de ser muy larga; no durará los cinco años que piensan algunos; pero probablemente dure tres.
Acabaremos la conquista prontamente, y entonces haremos por México lo que hemos hecho por Cuba, por Puerto Rico y Filipinas: salvar al pueblo de sí mismo.
Nuestro deber es libertar al país del sistema empleado por ladrones, asesinos y cohechadores. El pueblo mexicano ha demostrado que no es bastante fuerte para gobernarse de una manera estable. Ahora que tomamos por nuestra cuenta el asunto, estamos obligados a garantizar al mundo que en lo sucesivo el gobierno de México será conducido de un modo benéfico para los intereses del mismo pueblo mexicano y de los extranjeros que allá residan o hagan negocios. Sólo en estas condiciones podrá hacerse una transacción honrada sin temor de molestias.
Para llegar a esto, debemos convertir a México en territorio de los Estados Unidos y a los mexicanos en ciudadanos norteamericanos. Entonces aprenderán lo que significa vivir en un país libre y bajo un gobierno verdaderamente democrático. Ahora que nuestro trabajo ha principiado, no podemos dejarlo a medio hacer. Estamos obligados a llevarlo a completo y honorable término.
Se dirá -dice Mario Gil- que se trata de opiniones particulares que no pueden tomarse como expresión de la política del gobierno. Pero, de acuerdo con el modo de vida americano, en los Estados Unidos la opinión de los particulares es conformada por la prensa, la que a su vez está controlada por los grandes consorcios, los cuales, finalmente, dirigen a los hombres de la Casa Blanca (22).
La apreciación de Mario Gil es harto atinada: las opiniones de aquel periódico de Chicago no eran las del pueblo estadounidense, pero sí representaban la ideología política de los plutócratas de Wall Street, quienes muy probablemente pensaron que la actitud drástica de Wilson contra Huerta era el principio del fin de la conquista de la República Mexicana iniciada con la anexión de Texas y seguida en la guerra conquistadora de 1847.
Pero estaban equivocados de medio a medio aquellos voraces negociantes.
El Presidente Wilson, después de perpetrar el execrable bombardeo de Veracruz que costó más de mil vidas de su patria y de la nuestra, vidas que nunca pensó ni quiso sacrificar, pero que sacrificó, se detuvo allí como lo había ofrecido, no hizo caso a su agente confidencial míster Lind, que le aconsejaba que se llegara hasta la capital mexicana porque no habría ni oposición ni un solo muerto.
Pero no es en la conducta de míster Wilson en la que queremos insistir, que fue todo lo bienintencionada que se quiera, pero que adoleció de una falta absoluta de buen juicio respecto a la psicología y a los derechos sagrados del pueblo mexicano, que no respetó porque no los entendió; en lo que deseamos hacer hincapié es en los propósitos de los expansionistas de antaño, que son muy parecidos a los que sustentan los imperialistas de hogaño.
Para corroborar cuáles fueron las ideas fijas de los estadounidenses no solamente en aquel año de 1914, sino los de pocos años atrás, damos a conocer cuáles eran los vehementes deseos expuestos por un personaje representativo de su época, William J. Bryan, secretario de Estado.
Bryan dijo, según afirma Mario Gil, lo que sigue:
Antes de 20 años los Estados Unidos se habrán tragado a México. La absorción de ese país por el nuestro es necesaria e inevitable, por razones tanto económicas como políticas. Se efectuará de una manera natural y pacífica y significará la perfección de nuestro redondeamiento nacional como no podría conseguirse por ningún otro medio (23).
Para empezar, la absorción de México ha comenzado ya en el sentido comercial y aun ha realizado vastos progresos. Hemos invertido cerca de 800 millones de pesos en minas, haciendas para la cría de ganado vacuno y empresas industriales en ese país, en el cual residen actualmente más de 15 mil americanos dedicados a la explotación de sus portentosos recursos.
Véase lo que ocurre en la esfera del comercio. Cuando México necesita algo que él no produce, nos lo compra a nosotros por regla general. El año pasado (1907) las dos terceras partes de su importación procedieron de los Estados Unidos: 72 1/2 millones de pesos. A nuestra vez compramos en México cantidades enormes de productos tropicales que no podemos obtener aquí porque el sol no tiene en nuestras latitudes el calórico necesario. Y ésta es precisamente la clave de la situación. Lo único que nos falta para nuestra perfección comercial es territorio tropical contiguo. En los Estados Unidos nos es dable producir casi todo lo que la imaginación puede abarcar, con la única excepción de ciertos artículos valiosos que se dan en la tierra y son producto exclusivo de la zona tórrida. Uno de ellos es, por ejemplo, el caucho, del que tuvimos que importar por valor de 50 millones de pesos el año último. Otro es la fibra sisal para la fabricación de cordaje y bramante, de la que México nos facilitó por valor de 15 millones de pesos en 1906; y otro es el café, del que sólo el Brasil nos envió 25 millones de libras en ese mismo año.
Obvias son, pues, las ventajas que obtendríamos de la absorción del rico y maravilloso país situado al sur del Río Grande. Como provincia tropical de los Estados Unidos, México se desarrollaría rápidamente y en gran escala. Invertiríamos nuestro capital por centenares de millones de pesos en aquel territorio, que se vería pronto completamente americanizado. Inmensas extensiones de terreno se dedicarían a la producción de caucho, la de cacao se emprendería en no menor escala y, bajo la protección de algunos derechos impuestos al café, la producción mexicana de este artículo llegaría a ser tan vasta que a la vuelta de pocos años nos veríamos totalmente independientes de la producción de países extranjeros.
En 1905 importamos mucho más de 500 millones de pesos en productos tropicales o semitropicales, que casi en su totalidad podríamos obtener de México si nos perteneciera ese país. Sólo del Brasil importamos 12 millones de pesos de cacao que hubiéramos podido producir nosotros mismos, de haber poseído siquiera unas cuantas docenas de millas cuadradas de terreno contiguo y accesible no muy distante del Ecuador. México nos envió más de un millón de pesos de vainilla, la mayor parte de nuestra importación de ese artículo; y de sus haciendas trajimos también plátanos casi por valor de 4 millones de pesos, que en su totalidad obtendríamos de México si fuera nuestra provincia tropical.
Pero calcular en 500 millones de pesos anuales el valor que México tendría para nosotros sería, en verdad, darle estimación absurda por lo baja. Sus minas de oro y plata son enormemente ricas y hasta ahora no están explotadas, en gran parte. Cada 12 meses exporta más de 100 millones de pesos de esos metales preciosos, y el año pasado nos proporcionó cobre por más de 18 millones. Tiene, además, yacimientos de diamantes cuya explotación sólo se ha hecho hasta ahora por los medios más primitivos y que pueden convertirse en fuentes de riqueza enorme.
Basta una ojeada al mapa de la América del Norte para comprender que México forma geográficamente y por otros conceptos un todo con los Estados Unidos. Sus ferrocarriles que enlazan todos sus puertos y ciudades importantes son en realidad una expansión de nuestra red ferroviaria. Sus costas, continuaciones no interrumpidas de las nuestras, miden 1,727 millas en el Atlántico y 4,574 en el Pacífico. Por medio de líneas de vapores de primer orden se halla en comunicación regular y frecuente para los fines de comercio con Nueva York, Nueva Orleáns y San Francisco. La superficie es aproximadamente igual a las superficies combinadas de Inglaterra, Francia, Alemania y Austria-Hungría.
¡Hermosa provincia tropical, en verdad, para adquirirla para nosotros!
A Porfirio Díaz se le ha llamado dictador. Algo fuerte es el término; si bien el gobierno de México, modelado muy de cerca por el nuestro, está centralizado hasta tal grado que el Presidente ejerce en realidad un poder sin límites. Pero Díaz, que subió a la Presidencia en 1877, ha ejercido esa autoridad desde entonces con un solo intervalo de 4 años. El presente período presidencial expirará el 30 de noviembre de 1910 y hay motivos para creer que continuará en el sillón presidencial hasta su muerte. En atención a que cuenta ya 77 años de edad, ese suceso no puede tardar mucho. Y cuando ocurra, ¿qué sucederá en México?
Díaz se ha rodeado de cierto número de hombres capaces y patriotas que al dejar él las riendas del poder podrán quizá asumir o mantener la dirección eficiente de la cosa pública. Es de desear que así puedan hacerlo, y que el gobierno de la República continúe sin ningún tropiezo y pacíficamente, sin tentativas para derribarlo. Por desgracia el temperamento latino es decididamente muy variable en lo que a la política se refiere, y sobran motivos para creer que las ambiciones encontradas de los aspirantes rivales a la presidencia precipitarán un conflicto. Dadas las circunstancias, los disturbios políticos en México, que amenazan con una revolución, no dejarían de producir la intervención de los Estados Unidos, aunque sólo fuese para proteger nuestros vastos intereses en aquel país; y baste saber cuál de los dos pueblos es más débil para comprender que se seguiría la absorción de aquella República, cuyos 27 Estados y tres territorios de la Unión así lo desearían, y nosotros no podríamos dejar de aprovechar oportunidad tan admirable de aumentar nuestra riqueza y nuestra importancia como potencia universal.
Por razones geográficas y climatológicas, México es el complemento natural de nuestra República. Ambos pueblos deberán ser uno solo, políticamente. En realidad, ése es su destino inevitable y, en mi opinión, el cumplimiento de ese destino no puede aplazarse largo tiempo (24).
Los vaticinios de míster Bryan no se han cumplido a pesar de todas las numerosas peripecias que México sufrió durante los regímenes gubernamentales que se sucedieron después del Presidente Wilson. Por ejemplo, es un hecho histórico que el canciller Knox, de acuerdo con su embajador en México, míster Sheffield, planearon la intervención de los Estados Unidos en México durante el período presidencial de los señores Calles y Coolidge; intervención que se evitó gracias a las oportunas gestiones directas del Presidente Calles cerca del Presidente Coolidge y a la juiciosa y enérgica actitud de éste, contraria a las aviesas intenciones de su secretario de Estado y de su embajador en México (25).
En cuanto a las reacciones que produjera en México la ocupación de Veracruz, ellas fueron bien diferentes. La de Victoriano Huerta fue desde luego la de ordenar al general Gustavo Adolfo Maas, jefe de la zona militar en el Estado de Veracruz, que desalojara el puerto sin oponerse a la ocupación, como lo hizo, retirándose con sus tropas a la estación de Tejería.
No obstante lo anterior, el encargado de negocios de Washington, O'Shaughnessy, envió al secretario Bryan una nota diciendo que a las 9:30 había recibido de Huerta el telegrama siguiente:
Estamos luchando en Veracruz contra el desembarco ilegal de soldados de marina americanos (26).
Afirmación cínica porque los únicos elementos que se aprestaron a la heroica defensa del honor nacional fueron, como ya hemos expuesto, los cadetes de la escuela naval, el pueblo veracruzano, los soldados federales que intencionadamente desobedecieron las órdenes de su general en jefe para luchar contra los invasores, y los soldados del coronel Manuel Contreras.
Hizo más el usurpador: aprovechó el episodio dramático de la intervención para engañar al pueblo, especialmente de la capital, de manera realmente infame. Ordenó el reclutamiento de civiles aptos para la guerra, manifestando públicamente que hacía un llamamiento al pueblo mexicano para que se aprestara a la lucha defendiendo a la patria que había sido ultrajada por soldados extranjeros en Veracruz; y cuando muchos ciudadanos, con ardor patriótico y la mejor buena fe, acudieron a su llamado, creyéndolo sincero, y se afiliaron al ejército dispuestos a ofrendar su vida en defensa de la República, fueron embarcados en trenes militares diciéndoles que irían a pelear contra el invasor, cuando, en los lugares adecuados, los trenes repletos de los flamantes soldados fueron conducidos al norte para luchar contra sus hermanos, los revolucionarios, que avanzaban al sur para derrocar al tirano.
En el campo revolucionario las reacciones que produjera la intervención norteamericana en Veracruz fueron dos bien distintas: la del general Francisco Villa y la del Primer Jefe de la Revolución, señor Carranza.
Villa, por medio de Carothers, envió una nota a los Estados Unidos diciendo que no tenía ninguna hostilidad contra ellos, que podían seguir en Veracruz y no dejar pasar ningún envío para Huerta, y que no tenía ningún rencor contra los Estados Unidos (27).
La reacción de don Venustiano y la del ejército constitucionalista fue la debida, la que aconsejaban la dignidad mexicana y el honor nacional.
El 21 de abril de 1914, las fuerzas de la marina norteamericana ocuparon Veracruz; y el mismo día el Presidente Wilson se dirigió al Primer Jefe, por conducto del cónsul Carothers, en estos términos:
Señor Venustiano Carranza:
He recibido las instrucciones siguientes del señor Bryan, secretario de Estado:
Sírvase ver al señor Carranza y hágale saber la actitud del Presidente. El Presidente no desea que el Congreso lo autorice para hacer la guerra como pudiera interpretarse; todo lo que él pide y todo lo que se le concederá es una resolución declarando que él está justificado al hacer uso de la fuerza armada para exigir una reparación por indignidades especificadas. Él ha tenido especial cuidado en hacer una distinción entre el general Huerta y sus sostenedores por un lado, y el pueblo mexicano por otro, habiendo reiterado su amistad hacia el pueblo mexicano y su más vivo deseo de que el mismo pueblo logre establecer un gobierno constitucional. La toma de la aduana de Veracruz se hizo necesaria por haberse rehusado Huerta a hacer las debidas reparaciones por el arresto de los marinos americanos. Según la prensa, los constitucionalistas aparecen apartados de la controversia en una actitud muy propia y esperamos que no entenderán mal la actitud del Presidente ni darán mala interpretación a sus actos.
Mucho estimaría una expresión de usted sobre lo anterior, en la inteligencia de que, si lo desea, será considerada estrictamente confidencial y únicamente para el conocimiento del Presidente y del secretario Bryan.
Carothers (28).
En la misma fecha, 22, por la noche, inmediatamente que el señor Carranza recibió dicho mensaje, lo contestó como sigue:
Señor cónsul J. C. Carothers.
En contestación al mensaje del señor secretario de Estado Bryan, que me fue comunicado por su conducto, sírvase usted transcribir a dicho señor Bryan la siguiente nota dirigida al señor Presidente Wilson:
En espera de la resolución que el Senado americano diera al mensaje que Vuestra Excelencia le dirigió con motivo del lamentable incidente ocurrido entre la tripulación de una lancha del acorazado Dolphin y soldados del usurpador Victoriano Huerta, se han ejecutado actos de hostilidad para las fuerzas de mar, bajo el mando del almirante Fletcher en el puerto de Veracruz. Y ante esta violación de la soberanía nacional que el gobierno constitucionalista no se esperaba de un gobierno que ha reiterado sus deseos de mantener la paz con el pueblo de México, cumplo con un deber de elevado patriotismo al dirigiros la presente nota para agotar todos los medios honorables, antes de que dos pueblos honrados rompan las relaciones pacíficas que todavía los unen.
La nación mexicana, el verdadero pueblo de México, no ha reconocido como a su mandatario al hombre que ha pretendido lanzar una afrenta sobre su vida nacional, ahogando en sangre sus libres instituciones. En consecuencia, los hechos del usurpador Huerta y sus cómplices no significan actos legítimos de soberanía; no constituyen funciones verdaderas de derecho público interior ni exterior, ni menos aún representan los sentimientos de la nación mexicana, que son de confraternidad hacia el pueblo norteamericano.
La posición de Victoriano Huerta en lo que concierne a las relaciones de México con los Estados Unidos, así como con la Argentina, Chile, Brasil y Cuba, ha quedado firmemente establecida con la actitud justiciera de los gobiernos de estas naciones, al negar su reconocimiento al usurpador, prestando de este modo a la noble causa que represento un valioso apoyo moral.
El título usurpado de Presidente de la República no puede investir al general Huerta de la facultad de recibir una demanda de reparación de parte del gobierno de los Estados Unidos, ni de la de otorgar una satisfacción, si ella es debida.
Victoriano Huerta es un delincuente que cae bajo la jurisdicción del gobierno constitucionalista, hoy el único, por las circunstancias anormales del país, que representa la soberanía nacional de acuerdo con el espíritu del artículo ciento veintiocho de la Constitución política mexicana. Los actos ilegales cometidos por el usurpador y sus parciales y los que aún pueden perpetrar, ya sean de carácter internacional como los acaecidos en el puerto de Tampico, ya sean de orden interior, serán juzgados y castigados con inflexibilidad y en breve plazo por los tribunales del gobierno constitucionalista.
Los actos propios de Victoriano Huerta nunca serán suficientes para envolver al pueblo mexicano en una guerra desastrosa con los Estados Unidos, porque no hay solidaridad alguna entre el llamado gobierno de Victoriano Huerta y la nación mexicana, por la razón fundamental de que él no es el órgano legítimo de la soberanía nacional. Mas la invasión de nuestro territorio, la permanencia de vuestras fuerzas en el puerto de Veracruz, o la violación de los derechos que informan nuestra existencia como Estado soberano, libre e independiente, sí nos arrastrarían a una guerra desigual, pero digna, que hasta hoy queremos evitar.
Ante esta situación real por que atraviesa México, débil, hoy más que nunca, después de tres años de sangrienta lucha, comparada con la formidable de la nación americana; y considerando los hechos acaecidos en Veracruz como atentatorios en el más alto grado para la dignidad e independencia de México y en pugna con vuestras reiteradas declaraciones de no desear romper el estado de paz y amistad con la nación mexicana, y en contradicción también con la resolución del Senado de vuestro país, que acaba de declarar que los Estados Unidos no asumen ninguna actitud contra el pueblo mexicano ni tienen propósito de hacerle la guerra; considerando igualmente que los actos de hostilidad ya cumplidos exceden a lo que la equidad exige para el fin perseguido, el cual puede considerarse satisfecho, no siendo por otra parte el usurpador de México a quien en todo caso competiría otorgar una reparación; interpreto los sentimientos de la gran mayoría del pueblo mexicano que es tan celoso de sus derechos como respetuoso ante los derechos ajenos, y os invito a suspender los actos de hostilidad ya iniciados, ordenando a vuestras fuerzas la desocupación de los lugares que se encuentran en su poder, en el puerto de Veracruz, y a formular ante el gobierno constitucionalista que represento como gobernador constitucional del Estado de Coahuila y Jefe del ejército constitucionalista, la demanda del gobierno de los Estados Unidos originada por sucesos acaecidos en el puerto de Tampico, en la seguridad de que esa demanda será considerada con un espíritu de la más alta justicia y conciliación.
El gobernador constitucional del Estado de Coahuila y Primer Jefe del ejército constitucionalista.
Venustiano Carranza (29).
Esta nota enérgica, inspirada en el más elevado patriotismo, fue considerada como un ultimátum por buena parte de la prensa de los Estados Unidos, que en su gran mayoría calificaron al señor Carranza como torpe e ingrato, por la sencilla razón, decían, de que el ataque a Veracruz no era enderezado contra el pueblo mexicano, ni contra los constitucionalistas, sino contra la persona del inmoral usurpador, y que, además, el hecho de la ocupación evidentemente se traducía en una ayuda efectiva a los revolucionarios que tenían así, en el ejército invasor, un aliado y no un enemigo.
Demostración evidente de que al otro lado del Río Bravo no entendían el punto de vista de los revolucionarios, que recibimos la noticia de la intervención extranjera en Veracruz con el más profundo dolor, porque ella significaba un atentado a la soberanía nacional y había sido la causa directa de que murieran centenares de mexicanos que espontáneamente se aprestaron a dar sus vidas para defender, en un gesto heroico, la integridad de nuestro territorio; no comprendían que la Revolución no necesitaba de esa ayuda trágica y torpe que el honor de Carranza y de los suyos repudiaron desde un principio como un insulto a la causa y a la patria.
El señor Carranza no podía hacer menos ni más de lo que hizo, puesto que debía dejar ante la historia la constancia presente y futura de su inconformidad contra la conducta del Presidente Wilson, que por más buenas intenciones que tuviera, como él mismo expresara, respecto a la suerte de México y a la causa revolucionaria, no concebía que nosotros, los constitucionalistas, fuésemos tan patriotas, ya que él mismo, estamos seguros, jamás hubiese ni imaginado siquiera fundar la libertad y la independencia de su país en un ejército extranjero que comenzaba por violar nuestras instituciones, nuestro suelo y nuestra libertad de Estado autónomo.
Al señor Carranza no le importaba la ayuda eventual que pudiera reportarle, en su lucha contra los usurpadores, la ocupación de nuestro primer puerto, que así quedaba sustraído al control de Huerta; porque aunque esa ayuda hubiese sido eficaz, que no lo fue, significaba para nosotros los revolucionarios una vergüenza afrentosa que nos llegaba a lo más hondo de nuestras conciencias. No, la Revolución no quería, ni necesitaba, la ayuda de los Estados Unidos para triunfar sobre Huerta y sus secuaces; para ese triunfo se bastaba el pueblo de la República que se levantó en armas por todos los ámbitos del país.
Ahora bien, así como periodistas y políticos de la Unión Americana se indignaron contra el ingrato y torpe Carranza por haber suscrito aquella su nota del 22 de abril de 1914, aquí entre nosotros ha habido historiador que censure acremente al señor Carranza considerando que su comunicado al Presidente Wilson no fue una protesta sino simplemente una petición para que el ejército estadounidense desocupara Veracruz. Me refiero a don Alberto María Carreño, quien dice en su libro La diplomacia extraordinaria entre los Estados Unidos y México (30):
El general Cándido Aguilar... publicó un volumen (31) conteniendo las diversas notas cambiadas con el gobierno de los Estados Unidos, y refiriéndose al caso de la invasión de Veracruz afirma:
Aunque el conflicto envolvía directamente a las tropas del usurpador Huerta, los soldados de los Estados Unidos habían invadido el territorio nacional que no pertenecía exclusivamente a Huerta y a los suyos, sino a todos los mexicanos, y que él (el señor Carranza) en nombre de la República protestaba por ese ultraje y se veía obligado a defender el suelo patrio con las armas en la mano.
El índice mismo del citado libro -sigue diciendo Carreño- no habla de protestas sino que consagrando el número 1 de la parte VI a la ocupación de aquel puerto, de abril a noviembre de 1914, lo intituló simplemente: La secretaría de Estado de los Estados Unidos comunica al Primer Jefe la actitud del Presidente Wilson, favorable al constitucionalismo, y explica la toma de la aduana de Veracruz; y el número 2 tiene el encabezamiento: Contestación del Primer Jefe a la nota anterior. Pide la desocupación; y conviene advertir que aunque solamente fuera la aduana lo tomado, el ultraje había sido igual; pero las fuerzas norteamericanas bombardearon la ciudad de Veracruz y de la ciudad entera se posesionaron, y pedir no es protestar.
Es decir, que el señor Carreño no funda su crítica en el texto de la obra que cita sino en su índice, lo cual nos parece absurdo. Su censura al señor Carranza debió buscarla en el contenido de su nota histórica que hemos transcrito y no en el índice de una obra que no es suya.
Pero independientemente del irracional procedimiento crítico que usa el señor Carreño, veamos el fondo de su ataque a la política internacional que siguió don Venustiano Carranza en el caso de Veracruz.
Según don Alberto María Carreño, ¿qué debería haber hecho el Primer Jefe cuando las tropas yanquis ocuparon Veracruz? ¿Declarar la guerra a los Estados Unidos? ¿Invadir el territorio norteamericano con el incipiente ejército constitucionalista ordenando el ataque de los puertos fronterizos de Nogales, Arizona, de El Paso, Texas; de Laredo y de Brownsville?
Tal vez el señor Carreño poniéndose en el lugar del jefe de la Revolución, impulsado por su acendrado patriotismo, eso hubiera hecho para salvar a la República Mexicana del agravio perpetrado en Veracruz. ¿Y con qué resultado? Con el único previsible lógicamente: con el de que el gobierno del Presidente Wilson, que no deseaba la guerra con México, aceptara el reto del temerario Carranza e invadiera nuestro país con su poderosísimo ejército. Después de una lucha heroica más o menos larga, muy probablemente habría sacrificado a la patria arrebatándole su independencia, colocándola en la categoría de colonia de los Estados Unidos o de un Estado semisoberano sujeto a la férula militar, económica y política de la nación conquistadora. ¿Es eso lo que hubiera deseado para México el señor Carreño?
Naturalmente que si ésa hubiese sido la acritud del señor Carranza les habría dado un gusto inmenso a los anexionistas de la Unión; a los plutócratas imperialistas de Wall Street y a muchos de los altos jefes del ejército y la armada estadounidenses que tenían desde tiempo atrás los vivos deseos de hacernos la guerra a todos los mexicanos revolucionarios y huertistas para apoderarse de México.
Por supuesto que yo no dudo que en esa eventualidad haya habido mexicanos, como los hubo durante la intervención francesa, que hubieran deseado que tal guerra se produjera para que en su patria reinara el orden, que se acabara la anarquía revolucionaria y se estableciera la paz de Varsovia, bajo el imperio de las bayonetas extranjeras, y que ellos, los entreguistas, ocuparan puestos privilegiados para administrar el país bajo el control absoluto de sus amos norteamericanos, nombrados desde la Casa Blanca y las secretarías de Estado y de Guerra del gobierno de Washington.
Pero no, Carranza no podía, no debía, no quiso hundir a nuestra patria para siempre; lo que él quiso y logró fue salvarla dentro de la dignidad y la prudencia que le aconsejaba su patriotismo, siempre alerta en las más agudas crisis que sufrió México durante la Revolución, y por eso hizo lo que hizo: dirigir su nota de protesta al señor Presidente Wilson por la ocupación de Veracruz; porque aunque no quiera el señor Carreño, basado en el índice del libro del general Aguilar, tan fue protestatorio dicho mensaje del señor Carranza que en los mismos Estados Unidos, como hemos expuesto antes, lo consideraron como un ultimátum bélico contra el gobierno de Wilson, pidiendo un castigo severo contra el osado jefe revolucionario que se atrevía a provocar las iras del gobierno norteamericano.
Y la prueba de que la conducta del señor Carranza era la apropiada, la digna, la que interpretaba no solamente los sentimientos del pueblo mexicano y la que convenía a México de acuerdo con la situación internacional de entonces, es que los resultados de su actitud se resolvieron en la forma que los verdaderos patriotas mexicanos deseaban: el gobierno norteamericano desocupó el puerto de Veracruz; no hizo la guerra a México, a pesar del combate del Carrizal y del ataque a Columbus llevado a cabo por Villa, porque no quería la guerra con México; reconoció al Primer Jefe Carranza, primero como gobernante de facto y después de jure, iniciándose así la nueva era constitucional de México y el progreso de que ahora disfruta. Gracias a la recta, juiciosa y al propio tiempo enérgica conducta de don Venustiano Carranza, se obtuvo al fin, por medio de gestiones diplomáticas, la desocupación de Veracruz sin haber declarado la guerra a que alude don Alberto María Carreño.
Después de conocer el ensayo histórico de Ray Stannard Baker, la documentada tesis del historiógrafo Stanley y ohe, el folleto El pueblo mexicano, escrito por John Lind, los discursos, cartas íntimas, declaraciones oficiales y entrevistas periodísticas y privadas del Presidente Wilson, así como las diversas opiniones que hemos citado de personas que lo conocieron de cerca, llegamos a la conclusión de que aquel culto estadista obró de buena fe en el caso de México; pero, como hemos expresado ya, con un desconocimiento completo de la Revolución Mexicana y de las realidades que tenía ante sus ojos y que no vio ni entendió; desconocimiento que lo hizo cometer errores crasos que lastimaron en general al pueblo mexicano y, en particular, a los beligerantes de nuestra guerra civil.
Además, con su conducta voluntariosa, que no se fundó en el derecho internacional sino en su personal ética política y humana, cometió actos de intervención de carácter diplomático, político y militar como el de Veracruz y la Expedición Punitiva, que siendo lesivos a nuestra soberanía, no podían justificarse por la contradicción entre los actos que, diciéndose amistosos hacia el pueblo mexicano, herían profundamente el sentimiento patriótico más elemental como es aquel que considera inviolable y sagrado el territorio de la República que el señor Wilson vulneró y ensangrentó en Veracruz y en El Carrizal con sus tropas de desembarco y con las columnas expedicionarias del general Pershing.
Por supuesto que el señor Presidente Wilson tenía plena razón en ser contrario a Victoriano Huerta, como lo fuera asimismo el sentimiento público de los Estados Unidos y la inmensa mayoría del mundo entero. Lo que se explica perfectamente porque los crímenes del orden común perpetrados por aquel individuo fueron de tal perversidad que causaron repugnancia y horror en todo espíritu decente. Y por eso se explica también que míster Wilson haya recibido con simpatía la reacción inmediata que experimentó el pueblo mexicano en contra del magnicida, ya que por todas partes de la República se condenó al gran culpable no nada más con protestas verbales sino con las armas en la mano para combatir la usurpación que había nacido de una serie de delitos que merecían pena de muerte y las sanciones de la historia.
Además, siendo México vecino de los Estados Unidos, es natural que la vida de nuestro país haya interesado entonces e interese siempre al gobierno de Washington y al pueblo norteamericano, no sólo en cuanto a nuestra economía, ya que somos el mejor cliente de sus mercados, sino en cuanto a nuestra marcha política, de la que depende por muchos conceptos nuestro comercio exterior que es fuente importantísima para la economía de la gran potencia nórdica. Motivos obvios para que todos los presidentes de la Unión Americana estén en todo tiempo pendientes e interesados en nuestra vida nacional. Lo que es claro y se comprende más aún cuando México se encuentra en crisis, como sucedió en los años de 1913 en adelante.
Pero en el caso específico del mandatario estadounidense, otras consideraciones es preciso tomar en cuenta para penetrar en su alma y comprender los móviles de su conducta hacia México y los mexicanos.
El profesor Wilson era un idealista, un teorizante de la política que quería mejorar la vida, no sólo de su patria sino de la humanidad entera, moralizando las normas individuales de los hombres y de los gobiernos. Y como durante sus períodos presidenciales los Estados Unidos alcanzaron una fuerza prepotente que por ley fatal traspasó sus fronteras domésticas para ejercer influencias de distinta índole en el orbe entero, Woodrow Wilson llegó a creerse un ser omnipotente, y a crearse, por la fuerza de los acontecimientos históricos que envolvieron su existencia, una personalidad excepcional que lo llevó a cometer actos que él creía tener derecho a ejecutar contemplándolos ante su propia conciencia como evidentes por sí mismos, justos, humanos y lógicos. Siendo así que en el fondo no lo eran, según el porvenir se lo fue demostrando al hacerle ver que estaba errado y que sus buenas intenciones estaban en contradicción con los actos que ejecutaba y con las realidades que él no tuvo la capacidad de apreciar tal y como eran.
De ahí sus errores cometidos en México y después en Europa. En México, creyendo que tenía derecho no sólo a aconsejarnos sino a dirigirnos y a mandarnos. Porque aunque manifestara siempre el estribillo de que su conducta invariablemente respetaría nuestra soberanía, la verdad es que, lejos de eso, la menoscabó, hiriéndola repetidas ocasiones con mengua de sus responsabilidades históricas y de nuestro susceptible patriotismo. Y en Europa, constitUyéndose bona fide, pero con extralimitaciones que resultaron gravemente trascendentales al imponer sus 14 puntos en las liquidaciones de la primera Guerra Mundial. ¿Por qué? Porque sin la auscultación adecuada de los problemas internos y externos de las múltiples nacionalidades de la Europa central y los Balcanes, que eran intrincadísimos, creó sitUaciones complicadas que habrían de ser, desde un principio, fuente de discordias internacionales y, a la postre, germen de la segunda gran guerra.
Además, con su carácter autoritario, producto de su personal psicología y de la prepotencia de su nación, quiso imponer su voluntad a sus propios compatriotas, tratando de obligar a los Estados Unidos a que ingresaran en la Liga de las Naciones, lo que desgraciadamente no consiguió. Desgraciadamente decimos, porque la derrota que con tal motivo sufriera tuvo dos lamentables consecuencias: primera, que matara de amargura a su bienintencionado autor; y, segunda, que esa derrota fuera causa, si no determinante, sí la primera, de la segunda conflagración bélica, pues estamos convencidos de que si la Unión Americana hubiera formado parte de la Liga de Ginebra, muy probablemente, por no decir seguramente, su prepotente fuerza económica y su decisiva influencia política y militar habrían evitado la catástrofe haciendo que se respetara el pacto que las grandes potencias europeas no quisieron, o no pudieron, cumplir ni hacer respetar en los casos de notoria delincuencia internacional del Japón en China, de Italia en Etiopía, de Alemania en Checoslovaquia y de los totalitarios Hitler y Mussolini en España.
Sin embargo, si todo lo anterior es verdad, si el presidente Wilson cometió capitales dislates en su conducta internacional hacia nosotros los mexicanos, una cosa es indudable: que no pretendió nunca la conquista de México, lo que tanto le reprocharon sus enemigos políticos, los republicanos.
Porque es evidente que si la táctica del señor Wilson hacia nuestro país, durante la Revolución, se remarcó por una serie de traspiés que descontentaban a todos, es cierto también que luchó continuada y ahincadamente por evitar la guerra con México, la que pudo haber sobrevenido no en una sino en varias ocasiones, nunca con motivos justificados, pero sí aprovechando incidentes como los de Columbus, Parral, los proditorios asesinatos de los villistas en Santa Isabel y el combate de El Carrizal, que habrían servido de pretextos de aparencial justificación para invadir militarmente a nuestra patria.
En tales casos las duras dificultades que tuvo que vencer el Presidente Wilson para no declararnos la guerra no fueron con los mexicanos sino con Inglaterra, Alemania y Francia, que le exigían la intervención en México para salvar los dividendos de las empresas europeas fincadas en nuestro país; y, sobre todo, de sus opositores los republicanos, que a todo trance querían aprovechar las propicias circunstancias de nuestra guerra doméstica para posesionarse de la República Mexicana y después seguir con su ambición hegemónica por toda la América Latina.
Pero aún hubo más: otros elementos hostiles a nuestra vida independiente y contra los que tuvo que luchar el probo Presidente, fueron sus compatriotas residentes en México. Para probar este aserto reproducimos las palabras textuales de John Lind en su ensayo El pueblo mexicano:
Los europeos opinaban, y lo mismo muchos elementos de nuestro país, que si nuestro gobierno hubiera reconocido a Huerta y éste hubiera obtenido dinero para aplacar la revolución del norte, se habría encontrado la mejor solución al problema. Casi todos los norteamericanos residentes en el México meridional eran de esa opinión. Fui presentado a muchos de ellos y les pedí sus opiniones. Manifestaban hostilidad contra el presidente Wilson por no haber seguido ese camino.
Cuando me visitaban, generalmente les preguntaba yo si, a juicio de ellos, la paz que Huerta pudiera darle al país sería duradera. La respuesta era invariablemente no. Y muchos añadían que ninguna paz sería duradera en México mientras México fuera mexicano (32).
El Presidente Woodrow Wilson pensó lo contrario y luchó contra todo y contra todos sus opositores, los que deseaban la guerra con México: las cancillerías de París, Londres, Berlín y Madrid; contra los plutócratas de Wall Street y sus padrinos los republicanos; y contra sus connacionales de aquí, capitaneados por su infame embajador Lane Wilson.
Y a todos los venció, esperando que, al cabo y al fin, la Revolución Mexicana cumpliera sus destinos transformando sus instituciones y eligiendo a sus hombres, los de un nuevo régimen, que habían de preparar y fundar, como fundaron, la aurora del porvenir radioso que espera a nuestra patria. Por eso decía Lind:
El futuro bienestar o desastre de quince millones de hombres pareció más importante a nuestro Presidente que las pérdidas temporales de algunos de nuestros ciudadanos.
Las pérdidas en las propiedades pueden compensarse, pero retardar la civilización, ya sea reconociendo a un Huerta, o con guerras como la actual de Europa, habría sido un crimen contra dos naciones y contra generaciones por nacer (33).
Porque Wilson tenía fe en nosotros como la tuvo, sincera y cordial, su agente privado míster Lind.
JOHN LIND Y MÉXICO
Al hacer la anterior afirmación nos valemos de sus propias ideas.
Mi misión, por lo menos en la ciudad de México -decía-, no fue considerada por la prensa ni por los directores de la opinión pública como amistosa. Sin embargo, no puedo recordar un solo caso entre los miles de personas que conocí y traté, o en mis paseos por las ciudades, o por los campos, que revelara la menor intención de rudeza o falta de respeto. Este rasgo es tan ostensible en el indio como en el criollo...
Y agregaba acerca de nuestro carácter:
Su dura experiencia los ha hecho cautelosos y suspicaces. Ha sido difícil para el pueblo mexicano creer que nuestro presidente no tenía motivos secretos para hacer sus ofertas de ayuda y cooperación. Creo, sin embargo, que ahora casi están convencidos; y una vez convencidos, puede decirse del pueblo mexicano, como de los mexicanos individualmente, que cuando se goza de su confianza no hay amigos más leales.
Y sigue comentando, con ojo certero:
Hay miles de hombres en México admirablemente preparados por el estudio, la inteligencia y la cultura para ser directores de la vida pública y administrar la nación, pero muy pocos entre ellos han tomado experiencia que les haya permitido adquirir el arte del gobierno. El largo y brillante reinado de Díaz, aunque ayudó al desarrollo económico del país, fue un absoluto despotismo político. Cuando Díaz se retiró, no había un solo hombre en la nación, fuera del grupo que ejecutaba su voluntad, dotado de experiencia política, por lo menos experiencia que diera capacidad para el gobierno democrático.
Hay una clase de mexicanos a quienes se puede acusar de falta de patriotismo: la aristocracia propietaria. Dividen su tiempo entre los lugares de diversión de Europa y el Jockey Club de México durante la temporada de toros. No revelan interés alguno en el bienestar del pueblo mexicano, no más que si fueran accionistas extranjeros de minas mexicanas. Esta clase fue la que minó e hizo fracasar al gobierno de Madero y fomentó y dio fondos a la revolución que culminó en su asesinato.
Y luego, hablando de nuestro patriotismo, vida hogareña y hospitalidad idiosincrática, escribió con sinceridad, según se nota por su acento cordial, simpatía y estima, estas palabras:
Si patriotismo significa amor al país, creo puede decirse con verdad que ningún pueblo del mundo tiene un amor más intenso a la tierra nativa que las masas del pueblo mexicano...
La vida de familia es encantadora. Durante los nueve meses que pasé en México no oí llorar un niño, ni vi nada que revelara conflicto familiar, y eso que anduve con frecuencia por entre el pueblo.
Otro detalle que hace encantadora la vida en México, a pesar de las revoluciones, es la universal hospitalidad de la nación. Es común en los encumbrados y en los humildes. Se encuentra en los palacios; se observa en las cabañas. Ésta es su casa, se responde a vuestro saludo. Entra en vuestro corazón, y nadie que la haya disfrutado puede olvidar su encanto.
Pero estos rasgos a que aludo, y las desgracias que afligen al infortunado pueblo, no despiertan la simpatía de los hombres que han perdido dividendos de minas, o pozos de petróleo, o de plantaciones. No empequeñezco esas pérdidas: han sido grandes y lamentables. Pero hay en este mundo intereses mayores que los dividendos.
Por tener esas nobles convicciones, terminaba John Lind con este deseo relativo a nuestras relaciones con los Estados Unidos y el consiguiente augurio acerca del futuro de la nación mexicana:
Terminaré pidiendo que concedamos interés más serio y más benévolo a nuestros vecinos. Ellos no tienen mala voluntad. Necesitan de nuestra buena voluntad; nosotros, de la suya. Debemos ser amigos en la paz y aliados en tiempos de conflicto. El pueblo de México vive en un país rico y hermoso. Creo que es un pueblo que tiene en sí grandes promesas. Ha sufrido vicisitudes que nosotros no conocemos. Creo que sobre ellos comienza a surgir la luz de un nuevo y mejor día (34).
El autor de este estudio historiográfico coincide con el de míster Lind, no sólo porque cree y confía en las riquezas reales y potenciales de México y en las capacidades intelectuales, morales y de carácter del mexicano surgido del crisol revolucionario, sino porque también tiene fe en el buen pueblo norteamericano que es sano de cuerpo y espíritu; el del campo, de las fábricas, de las iglesias todas, de las universidades, del periodismo justo, de la burocracia, que no quieren otra cosa que vivir en paz y ascender, ascender siempre en la escala prodigiosa de su progreso fantástico sin ansias inmorales de dominio exterior, sino pensando sólo en la dicha segura que da a cada ciudadano el producto legítimo de su propio valer intrínseco.
Por eso, porque confío en el pueblo estadounidense, he expuesto en otra parte estas ideas que ratifico en todas sus partes:
Yo tengo la convicción de que en los Estados Unidos los partidarios del imperialismo constituyen una gran minoría de la nación. El pueblo norteamericano es pacífico, equitativo, respetuoso del derecho ajeno, y no está de acuerdo con sus políticos y plutócratas que nos aplican su conducta agresiva y dominadora. Además existen fuerzas que pueden contrarrestar la política de dominio que impera en el partido que está ahora en el poder. Esas fuerzas principales son tres:
a) El patriotismo de nuestros pueblos y gobiernos;
b) la conciencia moral de la nación norteamericana, y;
c) el partido contendiente, el demócrata, que podría conquistar nuestra voluntad y amistad como la conquistó el gran Presidente Franklin Delano Roosevelt con su sabia ética y política del buen vecino.
Ahora bien, de las tres fuerzas que hemos indicado como capacitadas para abolir o enmendar las calamidades del imperialismo, la que a nuestro juicio pudiera irradiar una mayor pujanza sería la que lleva en sí mismo el hombre de los Estados Unidos, el independiente, el honesto, cuando se decida a hacer valer la fuerza de su personalidad individual y su personalidad colectiva, la de la patria.
Una nación que ha tenido en su historia un Washington y un Lincoln, dos grandes de la Humanidad, puede ofrecer al mundo otros héroes civiles de su talla que no se atemoricen ante las catapultas de los Cresos que se consideran omnipotentes e irresponsables, sino que se enfrenten a ellos con las tres armas que deben esgrimir los verdaderos patriotas: la probidad, la voluntad y la ley. Tal como sucedió cuando dos hombres solos: Roosevelt y Daniels, lucharon y vencieron a la Standard Oil y demás compañías que pretendían arrebatar a México sus derechos pasando sobre sus leyes cuando el Presidente Cárdenas lanzó su decreto expropiatorio de 1938.
Toda la inverecundia que las empresas petroleras enderezaron contra México se estrelló en la coraza invulnerable de Roosevelt y la incorruptible conciencia de Josephus Daniels, que no sólo se opusieron decididamente a la intervención, sino que consideraron que la expropiación era un acto legítimo de soberanía que las empresas afectadas debían obedecer, y el gobierno de Washington respetar.
Del mismo modo que Woodrow Wilson contra el alud de las demandas de intervención en México, que lo sitiaba por todas partes, quiso y pudo contrarrestarlas con su espíritu justiciero y su honestidad.
La Historia Universal nos enseña que los pueblos cuando pasan por agudas crisis encuentran su salvador, el hombre del momento histórico, el genio, el apóstol o el vidente que surge de las mismas necesidades populares, como un producto de la naturaleza.
Por eso creo que del seno mismo del pueblo estadounidense se levantará el nuevo redentor de América, el que inspirado en George Washington, y poniendo sus plantas en la Casa Blanca y su alma sobre todas las naciones de nuestra raza, restaure en el Continente los fueros de la libertad, de la moral y de la ley.
Lo que no dudo porque soy un admirador de ese pueblo, pues el tipo mayoritario del hombre estadounidense es sano de cuerpo y espíritu; bondadoso, tesonero en el trabajo, libre y respetuoso de la libertad ajena; de voluntad acerada, sencillo y con espíritu colectivo amante de su patria. Ese pueblo ha sido potente imán que ha llevado a su seno lo más selecto del pensamiento y de la voluntad de otras razas que, mezcladas a la propia, han formado un cuerpo nacional formidable en la creación y en la acción. Los gobiernos estadounidenses teniendo en su nación ese tesoro inmensurable deberían utilizarlo, no para dominar a los demás con el poder de sus armas y sus riquezas, sino para sembrar la armonía en el mundo. Lo que podrán realizar cuando el gobierno de Washington domine a la plutocracia de Wall Street. No perdamos esa esperanza.
Notas
(1) Justino Palomares, op. cit., p. 32.
(2) Palomares, op. cit., p. 35.
(3) Stanley, Yohe, op. cit., po 86.
(4) Stanley, Yohe, op. cit., p. 88.
(5) Archivos de la Secretaría de Relaciones, op. cit.
(6) La lista tal vez completa de los heroicos defensores de Veracruz durante la invasión de ese puerto por el ejército de los Estados Unidos puede verse en la obra de Jusrino Palomares ya citada, p. 91.
(7) Justino Palomares, op. cit., p. 39.
(8) Tomado del periódico Novedades, de fecha 21 de de abril de 1958, y cuyas declaraciones hiciera el señor Edmundo García Velázquez con motivo del cuarenta y cuatro aniversario del ataque y defensa de Veracruz.
(9) Relato del capitán García Velázquez.
(10) Justino Palomares, op. cit., p. 41.
(11) Palomares, op. cit., p. 41.
(12) Palomares, op. cit., p. 96.
(13) Relato del capitán Edmundo García Velázquez.
(14) Alberto Rodríguez en su libro La invasión de Veracruz afirma que la mayor parte de las víctimas fueron particulares, gente del pueblo que resistió a los invasores disparando desde las azoteas de las casas; calcula en 720 el número de las bajas sufridas por las yanquis. (Cita de Marío Gil. Nuestros buenos vecinos, Ediciones Paralelo 20. México, 1957. pp. 155 y 156).
(15) Palomares, op. cit., p. 48.
(16) Archivos de la Secretaría de Relaciones. Nota de Angel Algara y Romero de Terreros a la Secretaría de Relaciones Exteriores de Huerta, de fecha 20 de abril de 1914.
(17) Artículo de Ray Stannar Baker, publicado en el Excélsior de fecha 1° de diciembre de 1931.
(18) Sobre las intervenciones en Nicaragua y la República Dominicana, ver la obra de Isidro Fabela Los Estados Unidos contra la libertad. Barcelona, 1920.
(19) Cita de Mario Gil, op. cit., p. 156.
(20) Subraya el autor, con la súplica de que fijen su atención en estas palabras quienes tratan de traer a México todos los dólares que sea posible para impulsar la economía de nuestro país.
(21) Cita de Mario Gil, op. cit., p. 156.
(22) Cita de Mario Gil, op. cit., pp. 157-158.
(23) La autenticidad de esta cita corresponde al autor de Nuestros buenos vecinos, quien dice: Tomado de Tbe Times, donde se publicó en 1908. Churubusco lo reprodujo con fecha 21 de mayo de 1914.
(24) Mario Gil, op. cit., pp. 158-60.
(25) Los interesantísimos detalles de este asunto pueden verse en la obra de Isidro Fabela La política internacional del Presidente Cárdenas. Problemas Agrícolas e Industriales de México, 1955, vol. II, núm. 4.
(26) Yohe, op. cit., p. 89. (Foreign Relations, 1914, p. 479).
(27) Foreign Relations, op. cit., p. 480. (Cita de Yohe, op. cit., p. 89).
(28) La labor internacional. op. cit., p. 100.
(29) La labor internacional... op, cit., pp. 100 ss.
(30) Editorial Jus. México, 1951.
(31) Se refiere a la importante obra documental La labor internacional de la Revolución Constitucionalista de México, mandada publicar por la secretaría de Relaciones Exteriores. Imprenta de la secretaría de Gobernación, México.
(32) El pueblo mexicano, de John Lind. Traducido y publicado por la Agencia confidencial del gobierno provisional de México en Washington, D. C. pp. 8 y 9.
(33) John Lind, op. cit., p. 22.
(34) John Lind, op. cit., pp. 17 ss.
Fabela Isidro.Fabela Isidro. Historia diplomática de la Revolución mexicana (1912-1917).
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