Octubre 14 de 1914
Sesión de la Convención Revolucionaria en la que ésta se declara soberana.
Octubre 14 de 1914
El C. presidente Antonio I. Villarreal:
Terminada la jura de esta bandera, la protesta de honor que hemos empeñado y rubricado el acto trascendental de unirnos para hacer cumplir todo lo que aquí aprobemos, pasamos a declarar solemnemente instalada esta Convención y a declararla con mayor solemnidad aún: Soberana.
Con este acto hemos logrado, o si no logrado, cuando menos hecho un esfuerzo sincero con ello, para unificar el país.
Los grupos disidentes ya tendrán un centro que obedecer; los grupos disidentes ya no tendrán pretexto para continuar desgarrando a este infortunado país, que por cuatro años se ha cubierto de luto y de miseria, esperando una libertad que le prometimos con alborozo y que todavía no se la hemos sabido dar.
Grandes, trascendentales, serán los resultados del acto a que asistimos; nuestro país muy pronto sabrá apreciar los beneficios de la labor que aquí hacemos nosotros. Nuestros desdichados valores que decaen en el extranjero, donde se duda, donde se tenía casi la certidumbre de que los mexicanos éramos incapaces de vivir como hombres cultos; con estos actos quizá se cambie de opinión y nos vuelvan a considerar como hombres que sabemos ser ciudadanos y como ciudadanos que sabemos ser libres en medio de la paz.
Los despreciados valores mexicanos, quizá únicamente por lo que acabamos de hacer, vuelvan á tener un ascenso favorable, como lo tuvieron con el solo anuncio de que todos los miembros del Ejército Constitucionalista, o más bien dicho, que todos los que habíamos sido elementos activos del movimiento revolucionario, estábamos dispuestos a reunirnos en Convención para discutir, para acordar, para cambiarnos ideas como gentes que piensan, pero no será únicamente el alza de valores el resultado eficiente que nos han de dar estas labores, que eso nos ha de alegrar, no por el beneficio que reporte a los potentados, sino porque con esa alza de valores ayudaremos también y muy principalmente a los hambrientos, que, debido a la situación lamentable de nuestro país y debido a la depresión espantosa de nuestra moneda, no pueden, le es imposible, por la falta de trabajo, atender a la subsistencia, atender a cubrir sus más imperiosas necesidades; y por el bien que hacemos a lo menesterosos, debemos felicitarnos en esta ocasión solemne. Pero hay otros motivos más trascendentales por los que debamos regocijarnos.
Hoy, declarados soberanos, porque representamos las fuerzas vivas del país, porque representamos elementos combatientes que son en todas las épocas de la revolución los que verdaderamente valen, los que verdaderamente saben de abnegaciones y de sacrificios y de anhelos a las causas altas.
Declarados en Convención Soberana, declarados en Poder inapelable de la República, bien podemos ya, señores, hacer que la tranquilidad vuelva, hacer que la paz renazca, que las hostilidades se suspendan, que no se derrame más sangre hermana, que vayamos todos a abrazarnos con efusivo amor y a hacer promesas por no ser más salvajes, hacer promesas por ser civilizados, por ser patriotas y por ser verdaderos amadores de los destinos nacionales.
Las guerras que no se justifican ante las exigencias del progreso; las guerras que no vienen a darnos libertades, que no vienen a darnos algo más, algo que vale más que las libertades: el bienestar económico, la redención verdadera de los que han padecido hambre; las guerras que sólo sirven para saciar ambiciones; las guerras que son incendiadas por personalismos; las guerras que se producen en el arroyo de las infamias y de las bajas pasiones, señores, son criminales. Y si nosotros en este momento, en que todos hemos comulgado con los principios provocásemos la guerra, todos nosotros seremos criminales.
Vamos a decir a Zapata: redentor de los labriegos, apóstol de la emancipación de los campesinos, pero a la vez, hermano, que sigues por veredas extraviadas en estos momentos de prueba, ven aquí, que aquí hay muchos brazos que quieren abrazar a los tuyos, muchos corazones que laten al unísono de los corazones surianos, muchas aspiraciones hermanadas con las aspiraciones vuestras, muchos brazos fuertes que están dispuestos a seguir laborando con energía, porque sea un hecho el término completo de las grandes tiranías, y una verdad efectiva la división territorial que haga de cada campesino un hombre libre y un ciudadano feliz.
Vamos a decirle a Maytorena y Hill: ya es tiempo de que la razón se imponga sobre los fogonazos de los fusiles; ya es tiempo de que en las campiñas de Sonora cesen esas luchas que no se basan en principios trascendentales, sino en deseo de imponerse o de tomar el poder; ya es tiempo de decirles: hombres de Sonora, no debéis mataros por el gobierno de Sonora; debéis trabajar unidos por devolver a los yaquis y a los mayas las tierras que les robaron los científicos.
Y así diremos a Carranza y a Villa: la revolución no se hizo para que determinado hombre ocupara la Presidencia de la República; la revolución se hizo para acabar con el hambre en la República Mexicana.
Pero sobre esas consideraciones hay todavía una consideración suma, aquí vemos atacado el porvenir nacional; vemos que nuestras libertades están a punto de ahogarse en una guerra fratricida; vemos que se retarda el momento supremo de cumplir con las promesas que hicimos; vemos que nuestras aspiraciones libertarias naufragan; pero allá en las costas azotadas por las bravas olas del Golfo, vemos con nuestra imaginación dolorida, flotar sobre Los Cocos y sobre los palacios, el pendón de las barras y las estrellas; y, en estos momentos de recogimiento, debemos pensar, que todavía en Veracruz flote el pendón de las barras y las estrellas.
Si nos hubiéramos pacificado al terminar esta Revolución con derrumbamiento de la infame dictadura huertista; si hubiéramos dicho todos: no necesitamos ya de los fusiles, necesitamos de las escuelas y del trabajo y en consorcio general nos hubiéramos puesto a laborar por el bienestar nacional, las buenas intenciones, mil veces manifestadas y por mil motivos que creerse del Gobierno americano, quizá ya se hubieran cumplido y en estos momentos podríamos con todo alborozo llamar a México verdaderamente libre e independiente.
Es por eso que debemos realizar, que debemos llevar a la efectividad los anhelos de armonía que flotan en los lamentos de esta Convención y es por esto y por las razones expuestas anteriormente, pero principalmente por estas razones, por lo que debemos hacer que la paz orgánica venga a nuestra Patria, para que salvemos al país del hecho que hoy presenciamos en el puerto de Veracruz. Unidos, podremos ya entregarnos de lleno al cumplimiento de los anhelos revolucionarios, podremos ya entregarnos con todo nuestro ardor a hacer verdaderamente libre a este país, a emprender las reformas que hemos predicado para hacer que sea muy fecundo el periodo anticonstitucional que hemos tenido entre nosotros.
Hoy es el tiempo de que podamos hacer de hecho lo que tanto hemos anhelado, hoy es el tiempo en que podamos consagrarnos a esas labores que son indispensables para que al llegar el periodo constitucional, esté nuestro país en vías de gobernante por sí mismo; en el periodo preconstitucional nosotros debemos, con mayor empeño, procurar aniquilar al enemigo, al verdadero enemigo de todos nosotros: a la reacción, a la reacción que nos acecha de nuevo esperando el momento en que con nuestras discordias, nos debilitemos para volver a levantar su cabeza maldita y vuelva a entronizarse con sus infamias en el poder de México.
Debe ser éste uno de nuestros principales propósitos, aniquilar al enemigo, que el enemigo muera de verdad, para que quede asegurado el dominio de la Patria libertada. Nuestro enemigo es rico, nuestro enemigo es poderoso, hagámoslo pobre.
La Constitución nos prohíbe que confisquemos, por eso queremos vivir un poco de tiempo sin nuestra Constitución.
Necesitamos arrebatar al enemigo los fondos de donde ha de surgir la nueva revolución reaccionaria, necesitamos arrebatarle sus propiedades sus propiedades, necesitamos dejarle en la impotencia, porque ese enemigo sin oro es un enemigo del que podemos burlarnos implacablemente.
Nuestro enemigo fue el privilegio, el privilegio sostenido desde el púlpito por las pérdidas del clericalismo, en forma del clericalismo anticristiano que tenemos en esta época de vicios, asociado también al militarismo de cuartelazos, que hemos visto que cae avergonzado, humillado y que lo hemos visto dispersarse, para que sin los cuartelazos, sin la orden superior, sin la organización previa, quede completamente incapacitado para volverse a enfrentar al ejército de ciudadanos armados.
Debemos arrebatar las riquezas a los poderosos y debemos también cumplir con las Leyes de Reforma en lo que respecta las riquezas del clero.
Así como nuestras Leyes de Reforma nacionalizaron los bienes del clero, nosotros también podemos nacionalizar los bienes del privilegio para bien de la República.
Se ha hecho, se ha procurado, arrebatar a los ricos lo que los ricos habían arrebatado a los hambrientos; pero no se ha hecho con orden, ni lo arrebatado ha aumentado el caudal de la República en gran proporción. Debemos hacerlo en orden, debemos hacerlo sabiamente para, con esas riquezas recogidas, pagar, que bien podemos hacerlo, todas las deudas de la guerra, y cubrir, que bien podemos hacerlo, todas las necesidades para asegurar el futuro económico de la Patria.
Y al clero hemos de arrebatarle también los bienes que ha adquirido, amparado con la política de conciliación del general Díaz. El clero tiene derecho únicamente a poseer los templos, los templos consagrados al culto, pero no tiene derecho a poseer, como posee, conventículos y hermosos edificios consagrados a lo que ellos llaman enseñanza, que no es otra cosa que la perversión del criterio de los niños.
No debe la Revolución atentar contra la libertad de conciencia ni contra la libertad de cultos; en el periodo agitado es muy justo y así se ha hecho, castigar a la clerigalla que se asoció a Huerta, castigar el catolicismo que dio dinero con que pudiera el clero fomentar el gobierno de Huerta; pero pasado el periodo agitado, nosotros, como buenos liberales, debemos respetar todos los cultos; pero no permitir que nuestra niñez sea envenenada. Es más trascendental prohibirle al clero la enseñanza, que prohibirle la religión; que sigan rezando, que sigan predicando; pero que no enseñen mentiras.
Aniquilados nuestros tres principales enemigos: el privilegio, el clericalismo y el militarismo, podremos entrar de lleno al periodo constitucional que todos anhelamos. Discutamos con energía, hagamos con energía que quede reducido el fraile a su iglesia, el soldado a su cuartel, en tanto que el ciudadano, dios de la República, quede en todas partes.
Y abriguemos temores por el futuro del ejército que nace; más bien que temores, velemos su despertar, cuidemos su organización, estemos pendientes de los vicios que empiecen a observarse en [...] tengamos siempre presente que somos ciudadanos armados en estos momentos y que queremos formar un ejército que sea el aseguramiento de las libertades y no el ejército de los cuartelazos y el sostenedor de las tiranías.
Debemos laborar con todas las fuerzas de nuestra conciencia, con todos los impulsos sanos de nuestros corazones, porque no se fomente el pretorianismo en nuestras filas, porque no se llegue a formar nunca un ejército que aspire a dominar, un ejército que quiera gobernar; porque en las Repúblicas, cuando se ha aceptado el voto de las mayorías, no son los hombres armados, no es la fuerza bruta la que debe deliberar, la que debe ver por los destinos del país, sino los ciudadanos libres, en el seno de la paz y de la armonía general.
Esta Revolución, que tiene muy poco de política, que es eminentemente social, que ha sido fomentada, que ha surgido de la gleba dolorida y hambrienta, no habrá terminado, no habrá cumplido su obra hasta que hayan desaparecido de nuestro país los esclavos que hasta hace muy poco teníamos en Yucatán y en el Sur, y hasta que hayan desaparecido de nuestros talleres los salarios de hambre, y de nuestras ciudades los pordioseros que pueden trabajar y que piden limosna, porque no encuentren donde trabajar.
Vamos a acabar con el peonaje, vamos a hacer que los salarios suban, que disminuyan las horas de trabajo, que el peón, que el obrero sea ciudadano; reconozcámosle el derecho de comer bien, de vestir bien, de vivir en una buena casa; puesto que ellos, como nosotros, fueron creados, no para ser parias, no para que el fuete estuviera pegando siempre sobre sus espaldas, sino para vivir una vida de felicidad, una vida de civilización que, de otra manera, ¡maldito hubiera sido el momento en que nacieron!
Y vamos también a acabar con los personalismos, a confesar que son las deliberaciones las que deben regirnos, hacernos el propósito de congregarnos todos cuando deseemos resolver nuestros asuntos, y allí en concordia, esgrimiendo las armas de la razón, proclamando los principios de la República, decidamos nuestros asuntos, y solamente cuando se nos prive de esos derechos, cuando se nos abofetee con el fuete de los tiranos, cuando no se nos permita ni congregarnos, ni discutir, ni hablar, ni poner nuestros mandatarios, entonces, cuando toda libertad haya desaparecido, cuando la tiranía domine sobre nosotros, es cuando derecho tendremos de volver de nuevo a empuñar el fusil libertador y volver a ser ciudadanos armados.
Pero que no sean los caprichos de los caudillos los que han de lanzarnos a la guerra, que sean las exigencias de los principios, los dictados de la conciencia.
Tengamos el valor de decir: que primero son los principios que los hombres; tengamos el valor de proclamar que es preferible que se mueran todos los caudillos por tal de que salvemos el bienestar y la libertad de la Patria.
Y en vez de gritar vivas a los caudillos que aún viven y a quienes todavía no juzga la Historia, gritemos señores: ¡Viva la Revolución!
"Queda solemnemente instalada esta Convención Soberana."
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