Salón Embajadores, Palacio Nacional. Diciembre 2 de 1914
Cuando los hombres del sur nos lanzamos a la revolución para derrocar a los dictadores que por grado o por la fuerza se habían posesionado de la Silla Presidencial, hice yo una solemne promesa a mis muchachos, la de quemar la disputada silla, tan pronto como hiciera mi entrada a la capital.
Esa silla yo creo que tiene un talismán de mal agüero. Porque he notado que todos los que en ella se han sentado, no sé por qué extraño maleficio, debido al talismán de mal agüero que tiene, se olvidan de sus promesas y compromisos que hicieron y su único sueño dorado, es el de permanecer por el tiempo que mayor les sea posible, sentados en esa silla.
Cuando mis hombres tomaron la capital de la república y vine a México, mi primera visita fue al Palacio, con objeto de cumplir la promesa que hice a mis soldados de quemar la silla del mal talismán. Pero me encontré con que se la llevó Carranza, con la intención, según cuentan que dice, de sentirse presidente de la república cada vez que se sienta en ella.
Nosotros, los hombres del sur, no nos lanzamos a la revuelta en pos de conquistas de puestos públicos, ni para habitar esplendentes palacios donde pisar alfombras, ni usar magníficos automóviles, como hicieron otros. Nosotros hemos venido peleando por derrocar las tiranías y conquistar con nuestras armas las libertades a que tanto hemos aspirado; y que a nuestros hermanos les sea impartida la justicia.
Ya irá usted a Morelos, señor presidente, y se convencerá de lo triste y desolada que está mi tierra natal, con sus pueblos incendiados, con nuestros hogares destruidos por esa gente que no tuvo corazón. Los de Morelos carecen hasta de pan, y yo mismo y mis hijos no tenemos hogar, pero nunca desfallecimos por la conquista de nuestras libertades tan anheladas. Jamás desmayamos ni aún en los momentos de mayor prueba, cuando cansados, fatigados y sin ningún alimento contentábamos para quitar nuestra hambre, con un puñado de habas tostadas.
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