Junio 17-24 de 1914
DÍA 17 DE JUNIO
El miércoles 17 de junio de 1914 nos embarcamos en Torreón, desde muy temprano, para marchar hacia Zacatecas. Mi artillería iba en cinco trenes: cuatro para grupos y el quinto para mi Estado Mayor, el servicio sanitario, la proveeduría y los obreros.
A las ocho de la mañana tenía que partir el primer tren, y cada uno de los demás, quince minutos después del anterior; pero el quinto se descarriló al salir, por mal estado de la vía y no pudo partir sino hasta las dos de la tarde.
El viaje fue lento. Repetidas veces llovió sobre la tropa sin abrigos.
DÍA 19 DE JUNIO
El 19 en la mañana llegamos a Calera y desembarcamos inmediatamente.
Calera está como a veinticinco kilómetros de Zacatecas. Ahí habían desembarcado las tropas que me precedieron y permanecían acampadas en las inmediaciones.
Por la buena amistad y confianza que me dispensa el Jefe de la División, tomé la iniciativa para hacer el reconocimiento y distribuir las tropas alrededor de Zacatecas, en posiciones cercanas, de donde partieran para el ataque.
Fue a mi carro a visitarme el señor general Chao, que acababa de llegar; me indicó dónde estaba acampada su tropa y me prometió una escolta de treinta hombres para un reconocimiento hacia Morelos, que le anuncié. "Yo mismo acompañaré a usted", me dijo.
En el camino encontramos un ranchito abandonado, San Vicente, a tres kilómetros de Morelos, que mandé reconocer. Allí nos alcanzó la escolta, que se dividió en tres partes para explo226 rar; un reconocimiento de oficial fue dirigido hacia los cerros de enfrente; otro, hacia una hondonada y luego a unos cerros, a la izquierda, y el resto hacia Morelos.
Vecinos de este pueblo y labradores de los campos por donde atravesábamos nos informaron que venían huyendo del enemigo que acababa de llegar a Morelos pretendiendo quemar los forrajes y provisiones; nos mostraban las siluetas de los jinetes enemigos en las crestas de los cerros próximos y nos aseguraban que los disparos que se escuchaban por la derecha eran del enemigo que había ya pasado Morelos.
Probablemente el enemigo vio que éramos pocos, tal vez hasta nos contó, y, decidido, avanzó sobre nosotros, al galope y tiroteándonos.
Nos retiramos al paso, observándolo, hacia San Vicente; ahí nos parapetamos y sostuvimos un pequeño tiroteo de media hora, hasta que el enemigo se retiró, en orden.
Luego que se oyó el tiroteo en el campamento de Calera, el general Urbina envió en nuestra ayuda al intrépido general Trinidad Rodríguez con su Brigada Cuauhtémoc, que barrió al enemigo de los cerros de enfrente, adonde subimos enseguida.
Desde un cerro alto que está junto a Morelos, vimos un nuevo paisaje, hermosísimo. A lo lejos, la capilla de Vetagrande se encaramaba atrevida y se proyectaba en los cielos; un poco a la derecha, cerros muy altos y misteriosos, llenos de excavaciones de minas o fortificaciones; tal vez sobre ellos estaría el enemigo. Más a la derecha y a nuestros pies, la alfombra verde de los campos, sembrados de pueblos y de árboles. Allí abajo, en el nacimiento del cerro desde donde observábamos, un ladrar de perros y el tiroteo de los soldados, los enemigos que huían y los nuestros que les perseguían con entusiasmo y precipitación, tratando algunos de cortar a aquéllos la retirada.
-Sería bueno -dije al general Trinidad Rodríguez- que su tropa se detuviera en Morelos y enviara puestos avanzados a aquellas lomas de enfrente. Yo voy a traer la artillería, para acantonarla en Morelos.
El mayor Bazán fue a ese pueblo para buscar los alojamientos; los demás regresamos a Calera. Di la orden para que la artillería marchara a Morelos. El grupo de Carrillo partió desde luego.
Un oficial me pidió instrucciones de parte del general Maclovio Herrera, informándome que acababa de llegar.
Fui a ver al señor general Herrera; le dije que no había yo recibido órdenes para tomar el mando de las tropas de Calera, que tal vez tuviera ese mando e! general Urbina; pero que le aconsejaba que se fuera a Cieneguilla, lugar aún no ocupado por tropas, con agua y forrajes, y desde donde podía partir para el ataque, cuando se le ordenara. Yo no conocía Cieneguilla más que por informes de mi guía y por la carta. Prometí al general Herrera visitarlo al día siguiente para estudiar el terreno desde el punto de vista del empleo de la artillería, para resolver cuánta podía enviarle.
Los grupos de Saavedra, Jurado y Luévano partieron también para Morelos.
Cayó un formidable aguacero y luego sopló un viento fuerte.
Bastante avanzada la noche llegamos a Morelos, los tres grupos y mi Estado Mayor. Supe ahí que Trinidad Rodríguez había perseguido al enemigo más allá de Las Pilas y de Hacienda Nueva y que había pedido auxilio al grupo de Carrillo para atacar al enemigo, hecho fuerte en el cerro y mina de Loreto.
DÍA 20 DE JUNIO
Tomé mi baño en una tinita minúscula. El general Pánfilo Natera fue a saludarme; iba montado en un caballito muy chico, pero de ley. Nos desayunamos juntos. Prometió acompañarme con su escolta y aun guiarme en el reconocimiento.
Marchamos desde luego a Vetagrande, un mineral famoso, pueblito ahora muy triste, casi muerto. En la cima del pueblo cercano vimos un panorama hermoso.
A la derecha el valle de Calera y Fresnillo, muy grande y muy allá abajo, con muchos poblados disueltos en la radiosa luz de la mañana. Al frente, un extremo de la ciudad de Zacatecas, entre los cerros de El Grillo y de La Bufa: dos formidables posiciones fortificadas. Entre los dos cerros, allá en el fondo, detrás de la punta visible de la ciudad, el cerro de Clérigos. Detrás de La Bufa, una montaña coronada por una meseta muy amplia, azuleando en la lejanía, bajo algunas nubecillas vaporosas, como copos de algodón ingrávido. A nuestra izquierda, un talweg que arranca casi de nuestros pies y remata cerca de Guadalupe, pueblo que no se ve, pero que se adivina detrás de un cerrito cónico. En la misma dirección y más lejos, el espejo de una laguna, en cuyas orillas se ven alegres caseríos. Y entre nosotros y Zacatecas, dos líneas de lomeríos, una hacia El Grillo y la otra hacia La Bufa, partiendo ambas de las ruinas de un caserío de adobes, que fue en otro tiempo la mina de La Plata.
Ahí tendría lugar seguramente la parte más importante de la batalla. De ahí no podía desprender los ojos. Poco a poco me fui dirigiendo hacia ese campo futuro de batalla; e! general Natera me seguía de cerca, el coronel Gonzalitos, discretamente, como a cien metros; los oficiales de! Estado Mayor y la escolta yacían ocultos y desmontados del otro lado del cerro alto.
-Sería bueno -dije al simpático general Natera-, que se trajeran nuestros caballos y que la escolta avanzara a ese caserío (la mina de La Plata) y se apoderara de él, para que viéramos más de cerca y con tranquilidad.
Al pasar la escolta por el camino del puerto, tronó repetidas veces el cañón de La Bufa y después se oyó e! tiroteo de la lucha en el caserío, que al fin fue tomado por la escolta mandada por el mayor Caloca, un joven que el año pasado abandonó e! Colegio Militar de Chapultepec, en busca mía, y respecto a quien el señor Carranza ordenó se quedara con el general Natera.
Después de reconocer bien ese terreno, anduvimos un poco por el talweg que termina cerca de Guadalupe y regresamos a comer a Morelos. Ordené al mayor Bazán que en la tarde marchara con los dos primeros grupos a Vetagrande y que en la noche emplazara esa artillería en posiciones desenfiladas, que batieran El Grillo y La Bufa.
Comimos bien y alegremente con el general Natera y nos dimos cita para las tres de la tarde, con objeto de ir a reconocer el terreno de Cieneguilla, donde estaban las tropas de los generales Herrera y Chao. Como a las dos fui a visitar al general Urbina, alojado en la casa municipal. Estaban con él Natera, Triana, Contreras y otros oficiales. Ya habían convenido en que las tropas de los tres últimos generales mencionados, más las de Bañuelos, Domínguez y Caloca irían a Guadalupe a tomar posiciones.
-Así es que -me dijo Natera- quedo ya relevado del compromiso de acompañar a usted en su reconocimiento de la tarde.
Informé a Urbina de que iba a mandar dos grupos a Vetagrande para emplazados en la noche en el terreno en que a mi juicio iba a desarrollarse la parte más importante de la batalla y le supliqué me enviara tropas que sirvieran de sostén a esa artillería. Me envió, en efecto, parte de su brigada, la brigada al mando del general Ceniceros y un regimiento de la Brigada Villa.
Un enviado del general Herrera fue a buscarme a Morelos y a recordarme que le había prometido ir a visitado para estudiar el terreno desde el punto de vista del empleo de la artillería. El mayor Cervantes, el capitán Espinosa de los Monteros y yo marchamos hacia San Antonio, adonde ya las tropas de Herrera y de Chao habían avanzado. La artillería de El Grillo batía el terreno que recorríamos cercano a la vía férrea, y había acertado un cañonazo a una locomotora de nuestros trenes, tendidos desde Pimienta a Fresnillo.
-¡Cuidado por ahí, más vale acá! -nos decía el oficial enviado del general Herrera, que nos servía de guía-o Por no tomar precauciones nos hirieron al oficial fulano y a zutano. Allá arriba, ¿ve usted esa tierra removida?, es de una mina; ahí hay muchos federales ... nos han hecho un fuego del demonio.
Mi caballo Ney ya no manqueaba y era una delicia su paso largo y su galope vigoroso, pero sin sacudidas, al impulso de sus delgados y potentes remos.
Encontramos al general Herrera en San Antonio, dentro de una casa oscura llena de oficiales tendidos en el suelo. De entre ellos salió el general, con su buen humor de siempre.
-Buenas tardes, mi general, ahorita vamos a ver el terreno, espero nada más que me ensillen mi caballo, o me iré en éste: ¿de quién es este caballo? y subimos a una lomita.
-¡Cuidado señores, pongan pie a tierra, desde allá hacen muy buenos tiros! Obedecimos: desmontamos para ir a la cresta; el general Herrera permaneció a caballo.
Enfrente de la lomita que ocupábamos había otra baja también y luego, otra más alta, ocupada por el enemigo y dominada muy de cerca por El Grillo y La Bufa. A la derecha estaba el cerro de Clérigos, coronado por puntitos negros (el enemigo en acecho) y más a la derecha, la montaña cuya cima era la alta y amplia mesa, vista ya en la mañana detrás de La Bufa. También en esa mesa había puntitos negros, ¿eran amigos o enemigos? No lo sabíamos.
-¿Ve usted, mi general-me decían-, aquella mina? Ésa es El Rayo, y ¿aquellas otras casas?, ¿aquel corralón largo? Allí hay muchos pelones; pero mándenos usted unos dos cañones y les pegamos hasta debajo de la lengua. ¿Aquí estará bueno para tirar sobre aquellas posiciones?
-No, aquí está muy lejos -contesté-. Voy a mandar seis cañones que tengo disponibles, pero no los emplacen aquí; por lo menos en esa lomita de enfrente, y mejor sería por allá, del lado derecho. Hay que acercar los cañones para ver claramente que se está batiendo al enemigo; y no hay que tirar más que cuando la infantería se lanza al asalto. Ya saben, la artillería intimida; cuando el cañón truena el enemigo se esconde y nuestra infantería avanza, y cuando el enemigo se atreve a asomar la cabeza ya está la infantería nuestra encima, y entonces abandona apresurado la posición.
El enemigo no nos hizo un solo disparo.
Nos despedimos deseando estar juntos durante el combate.
Un oficial nos acompañó para que a su regreso sirviera de guía a la artillería que yo enviaría.
¡Cómo cambia el aspecto del terreno a la vuelta! Y es más largo el camino, sobre todo para los caballos. En el cerro de La Sierpe se oía un tiroteo persistente. De Zacatecas salía una humareda que se elevaba muy alto y me pareció eso un indicio de que la guarnición federal iba a abandonar Zacatecas. Me informaron que desde la posición del general Herrera se podía ir más rápidamente a Guadalupe que desde Vetagrande, sobre todo para la artillería, y pensé que sería conveniente enviar todo el tercer grupo a San Antonio, en lugar de las seis piezas que primero había resuelto mandar. Si los federales se retiraban se irían por Guadalupe, y era necesario que el general Herrera tuviera una artillería numerosa para que estuviera en aptitud de perseguirlos con más eficacia.
Al pasar por Las Pilas ordené al mayor Carrillo que inmediatamente marchara a San Antonio a ponerse a las órdenes del general Herrera para apoyar sus ataques.
Cenamos contentos y dormimos felices.
DÍA 21 DE JUNIO
Tomé mi baño un poco preocupado por no saber si las tropas que servían de sostén a los dos grupos de artillería, establecidos la noche anterior entre Vetagrande y Zacatecas, estarían bien colocadas y serían eficaces.
Ordené al coronel Gonzalitos que su batallón marchara de Las Pilas a Vetagrande para ayudar a proteger la artillería, y enseguida marché con mi Estado Mayor, un poco de prisa.
Llegamos a Vetagrande cuando un enviado del general Natera me entregó un pliego de éste, en el que me preguntaba qué sabía yo del ataque de ese día y qué misión tendrían sus tropas.
Le contesté, también por escrito, que no creía yo que ese día comenzara el ataque: primero, porque aún no había llegado el general Villa y él debía ser quien dirigiera la batalla; segundo, porque aún no habían llegado todas las tropas y era una falta militar no emplear todas las disponibles, y tercero, porque aún no habían llegado las municiones, y no debía principiarse la batalla sin las municiones de reserva.
En cuanto a la misión que incumbiría a sus tropas, cuando atacaran Guadalupe, creía yo que debía ser doble: primera, impedir la llegada de refuerzos de Aguascalientes, destruyendo la vía férrea y destacando tropas para detener esos refuerzos; segunda, impedir la salida de la guarnición de Zacatecas por el rumbo de Guadalupe hacia Aguascalientes, por medio de tropas situadas en Guadalupe y sus inmediaciones. Ambas tropas deberían estar ligadas para prestarse mutuo apoyo.
Había en las estrechas calles de Vetagrande acumulación de carros de servicio de aprovisionamiento de la artillería. Mandé buscar locales para alojar a mi Estado Mayor y establecer el hospital; fuimos enseguida a ver desde el cerro alto las posiciones tomadas por la artillería.
La batería del capitán Quiroz había sido designada para ocupar la cima de ese cerro alto: sus carros obstruían el camino; la entrada en batería marchaba muy lentamente por la gran pendiente del terreno que exigía doblar los tiros de mulas. Pusimos pie a tierra. Allá arriba vimos dos cañones y a sus sirvientes muy afanados, obrando sobre las ruedas y la contera para llevar los cañones a su posición definitiva. Los generales Trinidad y José Rodríguez vinieron a saludarme, entusiasmados como siempre apenas comenzaba el combate. Sobre la falda opuesta al enemigo del cerro alto donde estábamos, había muchos caballos ensillados, pertenecientes al sostén de la artillería que estaba emplazándose. El enemigo cañoneaba con ardor nuestra batería; los soldados del sostén yacían pecho a tierra detrás de pequeños parapetos de tierra y los artilleros trabajaban recelosos porque la artillería enemiga ya les había hecho algunas bajas. En un momento de descuido de los artilleros un avantrén reculó, primero lentamente, luego más aprisa; algunos artilleros quisieron detenerlo, sin éxito. El avantrén empezó a voltear rápidamente y se dirigió hacia donde estaban los caballos sueltos; ya fue imposible detenerlo y todo mundo sentía angustia por los caballos que en su carrera podría matar; pero éstos se hacían a un lado oportunamente y el avantrén seguía volteando y saltando a veces hasta que llegó al fondo del abismo. Allá a lo lejos se veía el valle inmenso sembrado de pueblitos y de árboles envueltos en la deslumbrante claridad del día.
Del otro lado del cerro alto, en la dirección de Guadalupe y sobre el lomerío de la mina de La Plata, se veían las cinco baterías, con sus artilleros inmóviles detrás de las corazas, o bien haciendo sus trincheras para librarse mejor del fuego persistente del enemigo. Las baterías habían recibido orden de tomar posiciones, y de no tirar a pesar del fuego del adversario. Enfrente de las baterías se distinguían los sostenes, con sus soldados vestidos de kaki, tendidos pecho a tierra, o bien entre las ruinas del caserío. Más lejos y a la derecha, en la mina del cerro de Loreto, el enemigo se batía con las brigadas Villa y Cuauhtémoc, tendidas a lo largo de una cresta situada allá abajo, sobre el costado. Más lejos aún, ascendía la cresta de La Sierpe, parecida al espinazo de un animal gigantesco, poblada de puntitos negros, enfilados desde el cerro alto, de donde observábamos, pero asomando sólo la cabeza del lado de Hacienda Nueva y de Las Pilas, en donde teníamos tropas.
Los cañones de El Grillo y de La Bufa tronaban siempre y nuestros artilleros, inmóviles, recibían las granadas enemigas.
Allá, en el extremo diametralmente opuesto a nuestra posición, Chao y Herrera se batían.
En la tarde establecimos el hospital en los bajos de nuestro alojamiento, visitamos las baterías avanzadas y elegimos los puestos de socorro para los heridos.
Llovió despiadadamente sobre nuestros artilleros sin abrigos.
Al retiramos a Vetagrande, oímos los lamentos desgarradores de los heridos graves y vimos los muertos que yacían en el patio, tendidos sobre camillas, cubierta la cara con un pañuelo.
Alguien nos contó los grandes destrozos que habían hecho dos granadas, una del enemigo que había pegado en una coraza de la batería de Quiroz y otra nuestra que hizo explosión en las manos del artillero que le ponía el percutor.
Los cañones Schneider-Canet, al hacer algunos tiros de arreglo, no pudieron volver a entrar en batería y el mayor Cervantes partió para San Antonio, ya de noche, en busca del teniente Perdomo para que pusiera al corriente los frenos de esos cañones. Tras de fatigosa caminata Cervantes regresó con Perdomo a Vetagrande, a las tres de la mañana.
DÍA 22 DE JUNIO
Desperté muy temprano preocupado por las lluvias que habían caído sobre mis soldados, por el servicio de alimentación de la artillería que no era tan satisfactorio como hubiera yo deseado y porque los frenos de los cañones Schneider-Canet no funcionaban bien, tal vez porque los obreros los habían cargado mal o porque las cargas de proyección de los proyectiles eran defectuosas.
Recomendé a Bazán fuera a dar sus órdenes para el buen funcionamiento del servicio de avituallamiento; a Perdomo y a Espinosa de los Monteros que fueran a tratar de componer los frenos y al mayor Ángeles que estableciera los puestos de socorro de los heridos.
Supe que había llegado a Morelos la Brigada Zaragoza, bajo el mando del general Raúl Madero, y partí para ese pueblo con objeto de llevarme a Vetagrande la Brigada; pero, platicando con el general Urbina, en Morelos, me enteré de que ya estaba destinada la Brigada Zaragoza a otra posición y hube de conformarme con invitar a Raúl a que visitara las posiciones cercanas a Vetagrande.
Yendo de camino para este mineral, nos alcanzó un oficial y nos dijo que el general Urbina había modificado la orden para la Brigada Zaragoza, en el sentido de que fuera al terreno ocupado por la artillería. Esto me comprobó una vez más el buen tacto del general Urbina para mandar, y el deseo de complacer a todo el mundo sin perjuicio del servicio.
Visité con Raúl la batería de Quiroz, desde donde le mostré todas las posiciones.
Después de comer, Raúl se fue a ver su tropa y yo me encaminaba a visitar la artillería, cuando el teniente Turcios me hizo saber que el general Villa acababa de llegar y venía tras de nosotros.
Lo vimos, como siempre, cariñoso y entusiasta, montado en un caballito brioso del general Urbina.
Me ofrecí a mostrarle las posiciones del campo de batalla. Fuimos a ver las baterías y cuando avanzábamos más allá, nos encontramos a Gonzalitos que nos guió por los caminos mejor cubiertos. En las ruinas de la mina de La Plata examiné los grandes corralones, para avanzar a ellos en la noche con las baterías. Ordené a Espinosa de los Monteros fuera a traer al mayor Jurado para señalarle las posiciones que deberían tomar esa misma noche sus tres baterías y a Saavedra la posición de una de las suyas, cerca del caserío de la mina y enfrente de La Bufa; Gonzalitos me informó de otra posición muy buena para tirar sobre La Bufa y la colina próxima a ésta, y lo comisioné para que la señalara a Saavedra y le ordenara tomarla en la noche.
De regreso, llevé al señor general Villa a la posición de Quiroz, y desde allí le mostré todo el campo de batalla.
Me dijo: Usted y Urbina entrarán por ahí al frente de las baterías; yo vendré por el costado derecho, también atacando el cerro de Loreto.
Urbina recomendó que la batería de Quiroz tirara sobre un cerro que flanqueaba a las tropas del general Villa, que atacarían Loreto.
Ya para retirarme, me ordenó el general Villa que relevara con la Brigada Zaragoza la parte de la de Morelos que servía de sostén a la artillería.
Hicimos avanzar a la Brigada Zaragoza por un camino desenfilado. Sólo al pasar por un puerto quedaba descubierta; pero ahí ordenamos que pasara la tropa por pequeños grupos y al galope. En el talweg que está detrás de la posición que aún tenía la artillería, la tropa de la brigada puso pie a tierra y se formó sin caballos.
Madero, el mayor Ángeles, Cervantes, Espinosa de los Monteros y yo avanzamos para mostrar al primero las posiciones que con su tropa debía relevar.
La noche estaba húmeda, nublada y sumamente oscura. La única claridad era la luz del faro de La Bufa que giraba continuamente, deteniéndose a veces sobre el terreno que deseaba vanamente explorar.
A pesar de que en el día había yo visto varias veces el campo que recorríamos, esa noche andaba con extrema dificultad, metiéndome frecuentemente en los numerosos charcos que habían formado los aguaceros. Por fortuna nos encontramos a un muchacho de nuestras avanzadas que nos guió.
Regresamos con dificultad. A ratos parecía que la escasa luz del faro nos seguía. Por fin encontramos a la tropa de la Brigada Zaragoza, pie a tierra, y ella nos indicó el lugar adonde estaban nuestros caballos. Montamos y partimos hacia Vetagrande, bajo la menuda lluvia, por el camino más corto, que no estábamos acostumbrados a seguir, por la necesidad de ir desenfilados.
El que iba a la cabeza era el único, tal vez, que hacía esfuerzos por adivinar el camino; nosotros seguíamos confiados y taciturnos la marcha del primero. Era una procesión silenciosa, una procesión de fantasmas, alejándose del enemigo que dormía sueños de pesadilla, allá alrededor de aquel faro, que no era sino un síntoma de miedo; que no servía para otra cosa sino para hacer creer que servía de algo.
Cenamos alegres en compañía de don Ángel Caso y de dos médicos del servicio sanitario de la Brigada Zaragoza. El primero me consultó desde dónde podría presenciar la batalla del día siguiente.
Dormimos bien.
DÍA 23 DE JUNIO
Despertamos tarde; me afeité, me bañé y cambié de ropa interior; nos desayunamos, montamos a caballo; yo en mi Curély brillante y musculoso.
Un ayudante del coronel Gonzalitos pedía instrucciones por escrito; se las di y luego las repetí verbalmente al mismo coronel, a quien encontramos más adelante.
Fuimos a ver al general Ceniceros para señalarle su misión en el combate. Él y Gonzalitos tomarían el cerro de la tierra negra, vecino de La Bufa, bajo el amparo del fuego de las baterías de Saavedra. Raúl Madero tomaría el cerro de la tierra colorada (el de Loreto), bajo el amparo de las baterías de Jurado, al mismo tiempo que atacaran por la derecha las tropas que vendrían con el general Villa.
Dejamos los caballos al abrigo de las balas, y pie a tierra avanzamos a las ruinas de la mina de La Plata.
Nuestra artillería había desaparecido de sus posiciones primitivas para tomar otras invisibles y muy próximas al enemigo; tres baterías (el grupo de Jurado) fueron colocadas dentro de los corralones de las ruinas de la mina de La Plata; una de Saavedra, próxima a esas ruinas, sobre el llano, pero detrás de la cresta de una pequeñísima eminencia y frente a La Bufa; otra en la extrema izquierda, también frente a La Bufa y bien cubierta, detrás de una cresta; la tercera batería del grupo de Saavedra continuaba en el cerro alto de Vetagrande.
El enemigo debe haberse sorprendido de la desaparición de nuestras baterías, emplazadas dos días sin combatir; su cañón callaba, pero las balitas de fusil silbaban como mosquitos veloces de vuelo rectilíneo.
Adentro de los corralones encontramos a Raúl Madero.
-Todo está listo, mi general, pero no son más que las nueve.
A las diez debía comenzar la batalla.
El ingeniero Enrique Valle que llegaba corriendo, me dijo:
-Vengo a ponerme a sus órdenes para lo que le pueda servir, ¿me entiende usted? Un oficial del general Aguirre Benavides me dijo que la Brigada Robles, que traía éste, esperaba órdenes de alguno.
-Que se sirva traerla aquí -contesté-, la emplearemos como reserva.
Pero después, creyéndola más útil en el ataque sobre el cerro de la tierra negra, lo invité a que la lanzara en cooperación con el general Ceniceros y el coronel Gonzalitos.
Que vengan los jefes de grupos mandé, y al presentarse les reiteré las órdenes para los ataques. No faltaban más que veinte minutos-, todos en sus puestos y a empezar a las diez en punto.
Por allá, en la dirección de Hacienda Nueva, se oyó el primer tiroteo. Ahí venía el general Villa.
Los veinticuatro cañones próximos, emplazados entre Vetagrande y Zacatecas, tronaron; sus proyectiles rasgaban el aire con silbidos de muerte y explotaron unos en el cerro de la tierra negra y otros en Loreto. Las entrañas de las montañas próximas parecieron desgarrarse mil veces por efecto del eco. Y las tropas de infantería avanzaron sobre el monte esmeralda que cubría las lomas.
Por el lado de San Antonio, allá por la alta meseta, y por la Villa de Guadalupe, tronaban también cañones y fusiles, y silbaban millares de proyectiles; las montañas todas prolongaban las detonaciones, como si millares de piezas de tela se rasgaran en sus flancos.
De Zacatecas, de El Grillo, de La Bufa, del cerro de Clérigos y de todas las posiciones federales tronaban también las armas intensificando aquel épico concierto.
Las granadas enemigas comenzaban a explotar en nuestra dirección; pero muy altas y muy largas.
Alguien dijo que nos creían demasiado lejos detrás de los paredones; otro aseguró que tiraban sobre la caballería nuestra que entraba en acción por la derecha. Otras granadas caían detrás de nosotros, tal vez tiradas sobre la más próxima batería de Saavedra.
Uno llegó corriendo y nos informó que la batería de la derecha de Jurado estaba siendo batida por la artillería enemiga; otro dijo que nos habían matado dos mulas de un granadazo; un terrero, que habían desmontado la primera pieza de la más próxima batería de Saavedra.
-Venga usted a ver, mi general, por aquí, por esta puerta, vea usted cómo casi todos los rastrillazos caen detrás de la batería.
La primera pieza ya no tenía sirvientes y en las otras, estaban inmóviles detrás de las corazas. Las granadas enemigas zumbaban y estallaban en el aire lanzando su haz de balas, o rebotaban con golpe seco y estallaban después lanzando de frente sus balas, y de lado las piedras y tierras del suelo: era aquél un huracán trágico y aterrador.
Volví a mi observatorio primitivo desde donde no podía ver el efecto de las baterías que tiraban sobre el cerro de la tierra negra y donde sólo percibía el de las baterías que batían el cerro de la tierra colorada, el cerro de Loreto.
Quizás allá, en la tierra colorada removida, nuestras granadas soplarían también su huracán trágico; pero vistas por nosotros causaban una impresión de regocijo, aunque (después de los primeros minutos) parecía que caían sobre parapetos y trincheras abandonadas, porque los puntitos negros que primero se agitaban sobre la roja tierra, ya habían desaparecido.
-¡Mire usted a los nuestros, qué cerca están ya del enemigo! Vea usted, la banderita nuestra es la más adelantada.
-¡Vea usted, vea usted, véalos pasar, vea usted cómo se van ya!
Nuestros soldados lanzaron gritos de alegría; las piezas alargaron su tiro, y nuestros infantes se lanzaron al ataque precipitadamente. La banderita tricolor flameó airosa en la posición conquistada. Eran las diez y veinticinco minutos de la mañana.
Poco tiempo después la falda de acceso al cerro de Loreto se pobló de infantes nuestros que subían lenta y penosamente; los caballos fueron llegando, lentamente también. Después todos se veían bien formados y abrigados.
Era llegado el tiempo de cambiar de posición. Digo al mayor Cervantes que vaya a ordenar que traigan nuestros caballos para hacer el reconocimiento de Loreto y decidir del camino y nuevo emplazamiento del grupo de baterías de Jurado.
El capitán Durón batía a la sazón la posición intermedia entre Loreto y El Grillo; aprobando, lo autoricé a que continuara.
Galopando con mi Estado Mayor hacia Loreto, encontramos al señor general Villa y su séquito; aquél venía en su poderoso alazán requiriendo la artillería para establecerla en Loreto. -Ya viene, mi general-le contesté, y proseguimos al paso hacia Loreto.
¿Se percataría el enemigo de que en el grupo de jinetes en que íbamos marchaba el general Villa? Tal vez; pero por lo menos debe haber adivinado en el encuentro la fusión de dos Estados Mayores importantes; porque nos siguieron con sus fuegos en todo el trayecto. El jefe nos imponía el aire y nosotros obedecíamos; ¿quiénes caerían en el camino?, ¡ojalá no fuera el jefe! Las balas pasaban zumbando y se incrustaban en la tierra con un golpe recio y seco.
El caballo del mayor Bazán fue herido en un casco y su asistente, en un hombro. Eso fue todo.
En Loreto la lluvia de balas era copiosa; ¿de dónde venían? ¡Quién sabe! Tal vez de todas partes; pero no se pensaba en tirar sobre ese enemigo misterioso; toda la atención se concentraba en apoyar el ataque de la infantería del general Servín, que ascendía por los flancos de la elevada Sierpe y estaba a punto de ser rechazada.
Todas nuestras tropas de Loreto tiraban sobre la cima de La Sierpe, sin que la ayuda a Servín pareciera eficaz. El general Villa hizo establecer en el ángulo de una casa una ametralladora que abrió su fuego también sobre La Sierpe, sin que tampoco ella facilitara el avance de Servín.
Y la artillería no podía llegar; ¡a veces los minutos parecen horas. Por fin llegó un cañón y luego otros, al mando de Durón. El primer cañonazo sonó alegremente en los oídos nuestros y probablemente muy desagradablemente en los de los defensores de La Sierpe. Los primeros tiros que hicieron blanco regocijaron a toda nuestra tropa de Loreto, y al cabo de quince minutos el enemigo comenzó a evacuar la posición; nuestra banderita tricolor flameó en la cima y nuestros soldados lanzaron frenéticos hurras de entusiasmo. La infantería toda de Servín subió por los empinados flancos de La Sierpe a la anhelada cima.
Y como ésta domina El Grillo, su toma fue el segundo paso para la conquista de la más fuerte posición del enemigo.
Los cañones que batieron La Sierpe no podían ser utilizados en la misma posición para tirar sobre El Grillo; había que pasarlos al frente de las casas, en un patio limitado hacia el enemigo por un muro en arco de círculo, que tenía aberturas utilizables como cañoneras. Pero de ese lado de las casas soplaba un huracán de muerte; las balitas de fusil zumbaban rápidas y las granadas estallaban estruendosamente. Pocos cuerpos se quedaban erguidos, pocas frentes se conservaban altas. Di orden al capitán Durón de que mandara traer los arman es y entrara en batería frente a las casas, pasando por la derecha, por donde estuvo establecida la ametralladora, y me dirigí enseguida a hacer entrar las demás piezas que apercibí por la izquierda.
Había por ese lado, detrás de las casas un amontonamiento desordenado de soldados, de caballos, de carruajes, de artillería con los tiros pegados, pero sin sirvientes ni oficiales.
Costó mucho trabajo conseguir que reaparecieran los trenistas y los oficiales y que éstos condujeran los cañones al patio de que se ha hecho mención, pasando por un camino estrecho, muy visible del enemigo y perfectamente batido por su artillería. Menester fue hacer uso del revólver y revestirse de la más feroz energía.
Bajo el mismo impulso que movió la artillería avanzó también la parte de nuestra infantería que se había rezagado; avanzó con el dorso encorvado y quiso ponerse al abrigo del muro circular, de donde la empujamos hacia el enemigo, mostrándole el ejemplo del resto de la infantería nuestra que se batía mil metros adelante. Era interesantísimo el seudo avance de esa infantería nuestra rezagada: parecía que soplaba delante de ellos un viento formidable, que muy a su pesar oblicuaba su marcha y la hacía retroceder cuando quería avanzar. ¡Queridos soldados del pueblo, obligados por deber a ser heroicos, cuando sus almas tiemblan y sus piernas flaquean!
Una batería quedó emplazada en aquel patio; una batería que tiró sobre El Grillo, mientras recibía, no sólo el fuego de la artillería de esa posición, sino también y sobre todo el de La Bufa.
Si nos rechazaban de Loreto, si de allí rechazaban a la artillería, ya no podría nuestra infantería proseguir sobre El Grillo; era necesario batirse allí denodadamente, a pesar del violento fuego que el enemigo tenía, casi todo concentrado sobre Loreto.
La artillería, un momento antes aterrorizada, estaba de nuevo enardecida y brava; trabajaba ahora heroicamente en medio de la lluvia de plomo y acero.
El general Villa, de pie sobre un montón de piedras, seguía atentamente el trabajo de los artilleros, el progreso muy lento y penoso de nuestra infantería y la febril actividad del enemigo, que había ya sentido el rudo empuje de la División del Norte y presentía la derrota, aunque tal vez no la gran hecatombe, la gran catástrofe final.
De repente una gran detonación, a tres metros de nosotros, una nube de humo y polvo y alaridos de pavor. Creímos que un torpedo enemigo había hecho blanco sobre la pieza más próxima a nosotros y que tal vez había matado a todos sus sirvientes.
Cuando el humo y el polvo se disiparon vimos varios muertos; uno con las dos manos arrancadas de cuajo, mostrando al extremo los huesos de los antebrazos, la cabeza despedazada y el vientre destrozado y con las ropas ennegrecidas; yacía inmóvil como si hiciera horas que estuviera muerto. Otro de los que más me impresionaban tenía cara de espanto y en la boca un buche de sangre de la que se escapa un hilo por los entreabiertos labios, temblorosos de dolor.
No había sido un torpedo enemigo; fue una granada nuestra que al repararse había estallado. Era necesario no dejar reflexionar a nuestros artilleros; que no se dieran cuenta del peligro que había en manejar nuestras granadas; era necesario aturdirlos, cualquiera que fuera el medio.
-No ha pasado nada -les grité-, hay que continuar sin descanso; algunos se tienen que morir y para que no nos muramos nosotros es necesario matar al enemigo. ¡Fuego sin interrupción!
El fuego continuó más nutrido que antes. El general Villa se retiró algunos pasos y se acostó en un montón de arena.
-No sabe usted -me dijo- cuánto dolor me causa una muerte semejante de mis muchachos. Que los mate el enemigo, pase; pero que los maten nuestras mismas armas, no lo puedo soportar sin dolor. ¿Qué haremos -continuó- para que nuestra infantería siga avanzando? Me parece que está ya un poco quebrantada.
-Está ya muy cansada -contesté-; de un solo empuje no se puede desalojar al enemigo de todas sus posiciones, ¿quiere usted que Cervantes vaya a dar la orden para que la infantería avance?
Y partió Cervantes entusiasmado de ver que se le utilizaba en esa comisión.
Allá le vimos muy lejos, con su sombrero arriscado de un lado, al galope acompasado de su caballo alazán. El general Raúl Madero dijo que sus tropas estaban agotadas y pedía tropas frescas para lanzarlas al asalto de El Grillo.
Mi asistente Baca nos trajo la comida, que compartimos con el general Villa y con los oficiales que por ahí estaban.
Comimos alegremente dentro de un caserón de techo acribillado por nuestras granadas; nunca con más gusto he visto un destrozo semejante.
Para hacer la digestión, Cervantes y yo salimos a dar un paseo; nos encontramos un caballo herido, que rematamos por compasión. Muy débiles parecían las detonaciones de las pistolas a nuestros oídos ensordecidos.
A medida que avanzábamos se nos hacía más perceptible el ruido de la lucha y otra vez volvimos a enardecemos.
Por seguir el ataque en la dirección de El Grillo, casi desde el principio me vi precisado a abandonar mis baterías que atacaban en la dirección de La Bufa. Y ¿Gonzalitos, qué haría? ¿Habría comido? ¿Habría sido herido?
-Vamos de aquel lado -decidí, y dejé un recado para el general Villa participándole mi alejamiento.
Envié al capitán Quiroz la orden de que abandonara el cerro alto de Vetagrande y se trasladara a El Grillo, donde recibiría nuevas órdenes. Creí seguro que mientras tardaba Quiroz en trasladarse, El Grillo caería en nuestro poder.
Saboreábamos el galope de nuestros caballos, cuando apercibimos a Gonzalitos, cojeando. Se había dislocado un pie.
-Sí, señor, ya comí -me dijo sonriendo. Todo iba bien de aquel lado; la colina de la tierra negra fue tomada desde luego y ahora sus soldados se batían con los de La Bufa.
Mandé avanzar una de las baterías de Saavedra a la colina que está a la espalda de la de la tierra negra, desde donde se veían admirablemente Zacatecas, La Bufa y el camino de Zacatecas a Guadalupe.
Por allá lejos, del otro lado de Zacatecas, entre La Bufa y El Grillo, se veían tropas, seguramente nuestras, que se habían apoderado de una casa blanca y de un gran corralón adjunto. Probablemente eran las tropas de Herrera, Chao y Ortega.
Cerca de nosotros, en nuestra posición, había algunos infantes rezagados de ésos que siempre tienen pretexto para quedarse atrás.
La batería de Saavedra se emplazó en la nueva posición y abrió su fuego sobre La Bufa.
Ya la lucha tenía un aspecto completo de victoria próxima; La Bufa y El Grillo hacían débil resistencia. En mi concepto todo era cuestión de tiempo, para dejar germinar en el enemigo la idea de la derrota.
Del centro de la ciudad se elevó de pronto un humo amarillo, como si estuviera muy mezclado con polvo. Tal vez un incendio; quizás una explosión. Sacamos los relojes; eran las tres y media de la tarde.
Por todos lados nuestras tropas circundaban al enemigo y lo estrechaban más y más. ¿Qué va a ser de él? ¿Por dónde intentará salir?
El ingeniero Valle, el mayor Cervantes, mi hermano y yo veíamos mucha tropa en el camino de Zacatecas a Guadalupe y nos alegraba verlos tan distintamente.
A medida que el tiempo transcurría se veían más soldados, más agrupados y como si trataran de formarse. Luego apercibimos una línea delgada de infantería que precedía a los jinetes, estando estos últimos formados en columna densa. ¿Qué intentaban? ¿Acaso una salida? Pero ¿en ese orden?
Los vimos avanzar hacia Guadalupe; después retroceder desorganizados, sin distinguir bien a la tropa nuestra que los rechazaba.
Enseguida se movieron hacia Jerez y retrocedieron. Intentaron después salir por Vetagrande, del lado en donde estábamos, y mandamos a cazados a los infantes rezagados que estaban con nosotros.
-No tengan miedo -les dije- no han de combatir. Van ya de huida, no se trata más que de exterminados.
Volvieron a retroceder. Finalmente, nos pareció ver que hacían un último esfuerzo, desesperado, para lograr salir por donde primero lo intentaron, por Guadalupe. Y presenciamos la más completa desorganización. No los veíamos caer; pero lo adivinábamos. Lo confieso sin rubor, los veía aniquilar en el colmo del regocijo; porque miraba las cosas bajo el punto de vista artístico, del éxito de la labor hecha, de la obra maestra terminada. Y mandé decir al general Villa: "Ya ganamos, mi general". Y efectivamente, ya la batalla podía darse por terminada, aunque faltaran muchos tiros por dispararse.
Por el sur, del lado de los generales Herrera, Chao y Ortega, allá en la casa blanca con su corralón inmenso, se veían los resplandores de los fogonazos del cañón, como cardillos de espejitos diminutos.
De El Grillo empezaban a descender poco a poquito los puntitos negros, rumbo a la ciudad.
Abajo de nosotros, a orillas del camino de Vetagrande, vimos una presa de agua azul, muy limpia, al borde de unas casitas tranquilas. Fuimos a visitarlas a pie, de paseo; la batalla ya no nos inquietaba.
A medida que nos alejábamos de las baterías de la izquierda, percibíamos mejor los cañonazos de las de la derecha, que tiraban sobre El Grillo, de cuya cima se iban retirando los federales, al parecer tranquila y lentamente.
En las casitas abandonadas de junto a la presa reinaba una gran quietud, turbada sólo por una pareja de asnos que se hacían caricias. Allá, de vez en cuando, zumbaba una que otra balita, extraviada tal vez.
El mayor Cervantes, al lado del ingeniero Valle y del mayor Ángeles, yacía vientre en tierra y apoyado, por detrás en las puntas de los pies y por delante en los codos, con el sombrero a media cabeza, para observar en el campo de sus gemelos los detalles del combate, en La Bufa, entre las casas de la pintoresca Zacatecas o allá lejos en la casa blanca con su corralón adjunto, en donde a la simple vista se percibían algunas siluetas de jinetes y el cardillo perenne del grupo de baterías del mayor Carrillo.
Margarito Orozco, el valiente y entusiasta mutilado, venía al galope de su brioso caballo.
-Buenas tardes, mi general, parece que ya vamos acabando.
-Sí. Eche pie a tierra, daremos una vuelta por la presa. Nos sentamos a platicar en el muro de la presa, de nuestros ideales, de la felicidad de todo el mundo, y me dejó encantado el alma grande y buena de mi amigo.
Un soldado nuestro venía de Zacatecas, muerto de sed bebió aventándose el agua a la boca con la mano.
La brisa de la tarde nos llevaba la peste de un caballo muerto, tirado a pocos pasos.
Regresé a unirme con mis ayudantes y vi la cima de El Grillo llena ya de infantes nuestros, que descendían de derecha a izquierda sobre Zacatecas y también vi que empezaban a entrar tropas nuestras a La Bufa, por la izquierda.
Ahora, pensé, ya no falta más que la parte final, muy desagradable, de la entrada a la ciudad conquistada, de la muerte de los rezagados enemigos, que se van de este mundo llenos de espanto.
Cervantes y Valle se interesaban por ver esta faz de la lucha; los comisioné para que entraran desde luego a Zacatecas y buscaran alojamiento para la tropa y el Estado Mayor, mientras nosotros iríamos a Vetagrande al arreglo del traslado del hospital y las cocinas.
El capitán Espinosa de los Monteras fue el comisionado para llevar la orden a las baterías de marchar a Zacatecas y acuartelarse donde el mayor Cervantes indicara. Orden que fue recibida con hurras de alegría.
Eran las seis cuarenta y cinco de la tarde; la temperatura era deliciosa; el sol de la gloria, ese día, 23 de junio, moría apaciblemente.
Regresé con mi hermano y mi asistente. Por aquel terreno, que fue por mucho tiempo del enemigo y que pocas horas antes era furiosamente disputado, podíamos marchar tranquilos, por su gran ruta visible de Zacatecas, por el puerto lleno de los rastrillazos de las granadas enemigas.
-Muchachos, pueden irse ya a Zacatecas; la ciudad es nuestra -decía yo a los soldados que encontraba en el camino.
El doctor Wichman vaciló; primero nos siguió gran trecho, pero al fin se decidió por entrar esa misma noche a Zacatecas.
En Vetagrande recibieron con gran gusto la noticia del triunfo.
Mi excitación de las primeras horas de combate se había disipado a la hora del crepúsculo y ahora, en las tinieblas, yacía tranquilamente tendido en mi catre de campaña yvolvía a ver las fases de la clásica batalla adivinada, dada con tropas revolucionarias, que se organizaban e instruían a medida que crecían.
Volvía a ver el ataque principal hecho sobre la línea La Bufa-El Grillo, de frente por las tropas de Ceniceros, Aguirre Benavides, Gonzalitos y Raúl Madero, apoyadas por la artillería, y de flanco por las tropas de Trinidad y José Rodríguez, de don Rosalío Hernández, Almanza y toda la infantería, en suma, diez mil hombres. Rechazada la defensa de ese frente principal, la guarnición no podría continuar la resistencia, por estar la ciudad ubicada en cañadas dominadas por El Grillo y La Bufa, y pretendería salir por el sur o por el este. La salida por el sur era improbable, porque la línea de comunicaciones estaba al este, por Guadalupe hacia Aguascalientes. Bastarían, pues, tres mil hombres nuestros que atacando por el sur taparan la salida de ese rumbo. En cambio, en Guadalupe era necesaria una fuerte reserva, siete mil hombres, con el centro en Guadalupe y las alas obstruyendo la salida para Jerez y Vetagrande. Allí se daría el golpe de mazo al enemigo desmoralizado por el ataque principal y dispuesto a abandonar la ciudad.
Y en el desarrollo de la acción, qué corrección y qué armonía en la colaboración de la infantería y la artillería. La artillería obrando en masas y con el casi exclusivo objeto de batir y neutralizar las tropas de la posición que deseaba conquistar la infantería, pues apenas si se empleaba una batería como contrabatería, y la infantería marchando resueltamente sobre la posición cuando la neutralización se realizaba. ¡Qué satisfacción la de haber conseguido esta liga de las armas, apenas iniciada en San Pedro de las Colonias, con Madero y Aguirre Benavides, después del desconcierto de Torreón, ganada a fuerza de tenacidad y bravura! Y ¡haberla realizado con tanta perfección, al grado de que todo el mundo sienta la necesidad de esa cooperación armónica!
Y volvía a ver la batalla condensada en un ataque de frente de las dos armas en concierto armónico, la salida al sur tapada, y la reserva al este, para dar el golpe de mazo al enemigo en derrota.
Y sobre esa concepción teórica que resumía en grandes lineamientos la batalla, veía acumularse los episodios que más gratamente me impresionaron: la precisión de las fases; el ímpetu del ataque; el huracán de acero y plomo; las detonaciones de las armas multiplicadas al infinito por el eco, que simulaba un cataclismo; el esfuerzo heroico de las almas débiles para marchar encorvados contra la tempestad de la muerte; las muertes súbitas y trágicas tras las explosiones de las granadas; los heridos llenos de espanto que con horror inmenso ven venir a la implacable muerte; los heridos heroicos que, como Rodolfo Fierro, andan chorreando sangre, olvidados de su persona, por seguir colaborando eficazmente en el combate; o los heridos que de golpe quedan inhabilitados para continuar la lucha y que se alejan tristemente del combate, como el intrépido Trinidad Rodríguez, a quien la muerte sorprendió cuando la vida le decía enamorada "no te vayas, no es tiempo todavía". Y tantas y tantas cosas hermosas. Y finalmente, la serena caída de la tarde, con la plena seguridad de la victoria que viene sonriente y cariñosa a acariciar la frente de Francisco Villa, el glorioso y bravo soldado del pueblo.
Bajo el encanto de la obra clásica de ese día feliz, me hundí plácidamente en un sueño reparador y sin aprensiones.
DÍA 24 DE JUNIO
A la mañana siguiente entramos a Zacatecas visitando el campo de batalla por el lado de La Bufa; en donde, en verdaderos nidos de águilas, se había hecho fuerte el enemigo.
Pocos muertos había por ahí; pero casi todos estaban atrozmente heridos y sus actitudes revelaban una agonía dolorosa.
Buscábamos como botín los útiles de zapa y el material y municiones de artillería. Con vigilantes asegurábamos la posesión de las cosas que íbamos hallando, mientras mandábamos tropas a recogerlas.
Dentro de la ciudad había muchos más muertos: con las heridas invariablemente en la cabeza.
La acumulación de nuestros soldados hacía por todas partes intransitables las calles de la ciudad. Los escombros de la Jefatura de Armas obstruían las calles circunvecinas. Según decían en la ciudad, familias enteras perecieron en el derrumbe de ese edificio, hecho por los federales, no sé con qué propósito.
Tanta era la tropa que Cervantes no pudo encontrar alojamiento para la artillería y decidí ir a buscarlo en la dirección de Aguascalientes, en Guadalupe o más allá, cerca de la laguna de Pedernalillo, cuyo espejo vimos desde que por primera vez subíamos al cerro alto de Vetagrande.
¡Oh, el camino de Zacatecas a Guadalupe! Una ternura infinita me oprimía el corazón; lo que la víspera me causó tanto regocijo, como indicio inequívoco de triunfo, ahora me conmovía hondamente.
Los siete kilómetros de carretera entre Zacatecas y Guadalupe y las regiones próximas, de uno y otro lado de esa carretera, estaban llenos de cadáveres, al grado de imposibilitar al principio el tránsito de carruajes. Los cadáveres ahí tendidos eran, por lo menos, los ocho décimos de los federales muertos el día anterior en todo el campo de batalla.
Los caballos muertos ya no tenían monturas ni bridas, y los soldados, ni armas, ni tocado, ni calzado, y muchos, ni aun ropa exterior.
Por la calidad de las prendas interiores del vestido, muchos de los muertos revelaban haber sido oficiales.
Gracias a la fría temperatura de Zacatecas, los cadáveres aún no apestaban y se podían observar sin repugnancia.
Todos los caballos estaban ya inflados por los gases, con los remos rígidos y separados. En los soldados, aunque ya habían sido movidos al despojarlos de sus zapatos y ropa exterior, había infinidad de actitudes y de expresiones: quienes habían muerto plácidamente y sólo parecían dormir; quienes guardaban actitud desesperada y la mueca del dolor y del espanto.
¡Y pensar que la mayor parte de esos muertos fueron cogidos de leva por ser enemigos de Huerta y, por ende, amigos nuestros! ¡Y pensar que algunos de ellos eran mis amigos, que la inercia del rebaño mantuvo del lado de la injusticia!
En Guadalupe (como en Zacatecas) los vecinos estaban amedrentados, ¿sus propiedades serían respetadas?
-Está bien -decían- que aprovechen los soldados lo que tengo, para eso es; pero que respeten mi vida, la de mi esposa y las de mis hijos.
Una señora, en un parto prematuro, había muerto de espanto.
Y todos pedían salvoconductos, y todos se disputaban el honor de invitar a comer a los jefes principales, para que tuvieran garantías.
La guerra, para nosotros los oficiales llena de encantos, producía infinidad de penas y de desgracias; pero cada quien debe verla según su oficio. Lo que para unos es una calamidad, para los otros es un arte grandioso.
En la mina de La Fe me alojé con el Estado Mayor; la tropa quedó en Guadalupe.
DÍA 25 DE JUNIO
Muy agradecidos quedamos de la hospitalidad confortable que nos dieron los señores Noble.
Sobre mi Turena, que saltaba deliciosamente los muros y las anchas zanjas, fui a rogar a mi general Villa que me diera cuatro brigadas de caballería para ir a tomar Aguascalientes.
-Le voy a dar siete, mi general.
Y dio las órdenes a los jefes de ellas; y yo di la mía de marcha para el día siguiente. Gozosísimo me frotaba las manos; el domingo entraríamos seguramente a Aguascalientes.
Pero la suerte dispuso las cosas de otro modo. Nuestro jefe se había desvelado pensando en la situación de la División del Norte.
Confiados en que, como nosotros, todos los demás guerreros constitucionalistas no tendrían más afán que marchar hacia el sur, sobre México, nos íbamos yendo muy adelante. Pero no teníamos municiones sino para dos grandes batallas; por Ciudad Juárez no podíamos introducir municiones, ni nuestros amigos las dejaban pasar por Tampico, ni sacar carbón de Monclova.
El licenciado Miguel Alessio Robles, enviado del Cuerpo de Ejército del Noreste para iniciar pláticas con nosotros, se había informado de que nuestra actitud era enteramente de armonía, que si nosotros desobedecimos la orden para que el general Villa dejara el mando de la División del Norte, se debió a que esa orden traería, como consecuencia, males incalculables para la causa y para la patria, que estábamos en obligación de evitar; que no teníamos más deseo que marchar rápidamente hacia México y que invitábamos al Cuerpo de Ejército del Noreste a marchar desde luego sobre San Luis Potosí.
Esa invitación fue contestada por el mismo licenciado Alessio Robles desatentamente.
Y nuestro regreso al norte se hizo indispensable. Y después del Pacto de Torreón, y cuando nos apercibimos de la trascendencia de la batalla de Zacatecas, pensamos: nuestros amigos pueden entrar fácilmente en la capital de la República; si acaso es necesaria nuestra ayuda en el combate, marcharemos hacia el sur; pero mientras tanto, vale más regresar al norte y alejar la posibilidad de una nueva crisis, tan fácil de provocar.
DÍA 8 DE JULIO
¡Triste y a la vez delicioso rodar de nuestros trenes por los, ahora, verdes campos del estado de Chihuahua! ¡Rápido desfile de postes y arbustos ante el cuadro de una ventanilla, tras de la cual garabateé estos apuntes sobre mis rodillas!
["Batalla de Zacatecas. Descripción tomada del diario del general Felipe Ángeles", 1914; reproducido en versiones levemente diferentes entre sí en Á1varo Matute, Documentos relativos al general Felipe Ángeles, 1982, pp. 65-92; Federico Cervantes, Felipe Ángeles en la Revolución. Biografía (1869-1919), 1964, pp. 105-26; Y José Enciso Contreras (comp.), La batalla de Zacatecas, 1998, pp. 1-28.] 251
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