Noviembre 20 de 1913.
Señores Diputados:
Señores Senadores:
Conforme al precepto constitucional relativo, el Ejecutivo de la Unión debe informar a la Representación Nacional del estado que guardan los asuntos públicos, dos veces por año, que corresponden a las dos solemnes inauguraciones de los períodos ordinarios de vuestros trabajos.
Cumplido ese precepto mediante el extenso informe leído en este mismo recinto el 16 de septiembre último, y lejano todavía el 19 de abril, en que el Gobierno debe ofreceros una vez más el balance de la situación nacional, se comprende desde ahora que este breve mensaje no puede ser de la índole de aquellos documentos, sino que deberá concretarse a daros cuenta de los acontecimientos políticos que se han desarrollado desde el día 10 de octubre próximo pasado hasta esta memorable fecha, en que, a virtud de una solemne promesa empeñada por el que habla ante la Nación y ante el mundo, vuelve el país a encarrilarse dentro del recto e inflexible curso de las instituciones fundamentales de la República, y esto a un plazo tan perentorio, que, en fuerza de serio, pone de relieve ante los espíritus exentos de pasión, la innegable buena fe y la insuperable buena voluntad con que el Gobierno Nacional viene esforzándose por dar cumplimiento a sus compromisos de restablecer el imperio de la paz y de la ley, en medio a condiciones que, dicho sea sin falsas modestias, son de aquellas que bastan para desalentar aun el ánimo más esforzado, si no se encuentra asistido de una gran fe en el derecho, en la justicia y en los destinos de la patria.
Asentado el edificio de nuestro Estado político sobre la base del perfecto equilibrio entre los tres Poderes, por medio de los cuales el pueblo ejercita su soberanía, se adivina fácilmente a qué conflictos y a qué extremos tiene que orillar entre nosotros la más insignificante ruptura o alteración de ese equilibrio.
Comprendiéndolo así, el constituyente trazó a cada Poder su esfera de acción propia y genuina para que, manteniéndose invariablemente dentro de la suya cada uno de los tres que entre nosotros constituyen el Gobierno propiamente dicho, se conservase inalterable la armonía del conjunto.
Desde el momento en que uno cualquiera de los tres Poderes rebasa el límite. fijado a su actividad, invade necesariamente la esfera de los otros, perturba profundamente el equilibrio y trastorna el funcionamiento constitucional, poniendo en peligro la vida misma del Estado político; y a menos que el Poder invasor se restituya sin demora a su esfera genuina de acción, tiene que provocar de parte del otro u otros Poderes invadidos, una reacción defensiva cuya energía es y debe ser proporcional a la gravedad o a la frecuencia de las invasiones que la provoquen; reacción tanto más necesaria y salvadora, cuanto que sin ella el régimen constitucional desaparecería definitivamente.
Esta situación, cuya gravedad seguramente no escapa a la sabiduría de los señores representantes que me escuchan, se presentó al país y al Gobierno de mi cargo desde la apertura de las sesiones del Congreso, con caracteres tan agudos y alarmantes desde un principio, que de antemano podía preverse el curso de los acontecimientos.
Me refiero a la actitud, que sin duda está fresca en la memoria de todos los mexicanos, de la Cámara de Diputados frente a los otros dos Poderes, sobre todo frente al Ejecutivo, cuya acción, tan urgente y decisiva en estos momentos, se propuso aquella Asamblea impedir o defraudar sistemáticamente, sin que bastara a disuadirla de su antipatriótico intento, la consideración de que, estorbar la acción del ejecutivo, era poner en peligro la vida misma de la Nación.
No faltó al Ejecutivo la previsión a que antes aludí; pero comprendiendo desde luego a dónde conducía semejante línea de conducta de la Asamblea Popular, puso todo cuidado en evitar conflictos y en mantener con el Poder Legislativo aquella perfecta inteligencia sin la cual toda labor de gobierno resulta imposible, cediendo en más de una vez de sus derechos y prerrogativas y empleando, en repetidas ocasiones, tentativas y empeños para lograr un acercamiento que resultaba más difícil cada día.
Convertida la Asamblea, por la confabulación de ciertos elementos, en un foco de rebeldía, en una agencia descarada de los rebeldes que en nuestra frontera Norte se entregan con las armas en la mano a la matanza y al pillaje, y, lo que es peor todavía, a la obra de desangrar a la patria para exponerla, debilitada y empobrecida, a los peligros del exterior, dióse de lleno a la empresa de impedir toda obra de gobierno, invadiendo agresivamente lo mismo la esfera del Poder Judicial que la del Ejecutivo, para secundar de esta manera la nefasta labor de esos mismos rebeldes.
Llegando a este punto, se planteó al Gobierno de mi cargo este penoso dilema, de inaplazable resolución: o consentir en que, convertida la Cámara de Diputados en una convención demagógica, acabase por estrangular a los otros dos Poderes, arrastrando al país a un abismo de sangrienta anarquía, donde habría perecido breve y forzosamente la nacionalidad, o, en una legítima reacción defensiva y de salud pública, prescindir por breve plazo de la llamada Representación Nacional, y convocar al pueblo a los comicios para que él, como soberano, dijera la última palabra.
Y no pudiendo vacilar en semejante situación, optó el Ejecutivo por el último extremo: disolvió las Cámaras, empleando para ello la dosis de rigor apenas necesaria para hacer frente a condición tan delicada, y convocó al pueblo a nuevas elecciones, de donde procede vuestro mandato, señores representantes.
Para el Ejecutivo de mi cargo no es dudoso que, ante un criterio sereno, el orden constitucional no se interrumpió al ser disueltas las Cámaras, sino en el preciso momento en que la de Diputados inició la serie de sus invasiones a la esfera de acción de los otros dos Poderes; pero aun cuando así no fuera, que sí lo es, siempre resultará alto y noble, y en todo caso preferible, salvar las naciones aunque padezcan los principios, y no conservar intactos, a expensas de la vida misma de los pueblos, rígidos e inertes preceptos, cuya justicia y utilidad pueden todavía ser materia de controversia; que, al fin y al cabo, eternamente será cierta la frase del ilustre Bonaparte: "No se viola la ley cuando se salva a la patria."
Por otra parte, formadas las leyes para regir dentro de condiciones normales, desde el momento en que éstas desaparecen, aquéllas resultan ineficaces.
Cuando el Poder Legislativo se rebelaba contra el Judicial, que es el regulador constitucional, la situación era insostenible dentro de la ley y se hacía necesario acudir a medidas extremas, como fue la disolución del Poder que desconoció a los otros dos, para que el pueblo, en ejercicio de su soberanía, lo integrase nuevamente con elementos patriotas, que, lejos de entregarse a una tarea disolvente, concurriesen como deben a la obra de gobierno.
Disuelto el Congreso y careciendo de este importante órgano del Gobierno por todo el tiempo que había de transcurrir hasta la instalación de las nuevas Cámaras, era indispensable decretar facultades extraordinarias.
En circunstancias análogas, el ilustre repúblico Benito Juárez gobernó durante largos períodos bajo el régimen de facultades extraordinarias.
No es mucho, por tanto, que mi Gobierno ocurriera a ellas en falta del Poder Legislativo; pero la representación no dejará de observar cuánta ha sido la moderación del Ejecutivo al no decretarlas ni ejercerlas, sino en sólo tres ramos de la Administración: Hacienda, Gobernación y Guerra; esto es, en aquellos donde eran absolutamente indispensables.
Esta podía ser ocasión propicia para daros cuenta del uso que se hizo de tales facultades; pero siendo, como es, uno de los objetos preferentes de este Congreso juzgar de ello, oportunamente y por separado se os dará cuenta pormenorizada de dicho uso, a fin de que si encontráis que él fue útil, honrado y patriótico, os sirváis legitimarlo con vuestra suprema sanción; y, en caso contrario, exijáis a quien corresponda las responsabilidades en que haya incurrido, bien seguros de que, lo mismo el Jefe del Ejecutivo que os dirige la palabra que cada uno de sus Secretarios de Estado, no pensarán en rehuirlas; pues al aceptar sus respectivos cargos en días difíciles para la República, de antemano aceptaron ir hasta el sacrificio, si fuese necesario, por el servicio público y por la salud de la patria.
Señores Diputados:
Señores Senadores:
El presente momento es solemne por todo extremo y probablemente decisivo para el porvenir de la Nación. No solamente los ojos de quince millones de mexicanos, sino los de todo el mundo civilizado, están en estos momentos fijos sobre nosotros.
Vuestra actitud y vuestra obra dirán a nuestros conciudadanos y a las generaciones venideras si hemos tenido razón al aferrarnos a la nacionalidad, al poner la dignidad nacional por encima de mezquinos intereses del momento, o si, por el contrario, en lugar de esa labor de intenso nacionalismo, debimos haber cedido a condenables intereses y a mezquinas ambiciones.
Al daros en nombre de la República la más cordial bienvenida, hago votos porque llegue pronto la hora de que, unidos todos los mexicanos en una estrecha fraternidad, nos apliquemos resueltamente a la grandiosa y fecunda tarea de la reconstrucción nacional.
Contestación del Dip. Eduardo Tamariz, Presidente del Congreso.
Señor Presidente:
La inauguración de las sesiones del Congreso de la Unión reviste en estos momentos solemnes una importancia verdaderamente trascendental, no sólo por las excepcionales circunstancias en que ha sido convocado y por los graves sucesos acaecidos en los últimos meses del presente año, sino también, y muy principalmente, por la situación tan difícil y tan angustiosa porque está atravesando nuestra patria.
Si siempre debe reinar en el Congreso el ideal patriótico, en estas circunstancias debe predominar, como nunca, sobre todo otro sentimiento; indudablemente que de su labor dependerá en parte muy principal el que la patria, con el apoyo de sus buenos hijos, haga un supremo y postrer esfuerzo para no caer en la ruina y en la humillación que la amenaza.
Por eso, Diputados y Senadores vienen animados, estoy cierto, por el más puro patriotismo y dispuestos a, prescindir, con la más completa abnegación, de ambiciones, de intereses personales y aun de sentimientos y rencores políticos, para trabajar unidos por el supremo ideal: la salvación de nuestra nacionalidad.
Como acabáis de expresarlo, señor Presidente, no pretendisteis dar a vuestro mensaje el mismo carácter de los que, conforme a los preceptos constitucionales, debéis rendir a las Cámaras en la apertura de sus períodos ordinarios de sesiones, sino que os habéis concretado a dar cuenta de los acontecimientos políticos que se han desarrollado desde el 10 de octubre último hasta el día de hoy, en que, en cumplimiento de vuestra promesa solemne, vuelve a funcionar el Poder Legislativo de la República, dando término a la situación anómala en que nos encontrábamos.
Ha escuchado atentamente la Representación Nacional la relación de los sucesos que motivaron vuestra resolución al disolver el XXVI Congreso de la Unión, y la exposición de las razones que tuvisteis para ejecutar ese acto trascendental.
Queda entendida igualmente de que limitasteis el ejercicio de las facultades extraordinarias que os visteis en el caso de asumir, como consecuencia de ese mismo acto, a sólo aquellos ramos de la Administración que eran absolutamente indispensables.
Cuando deis cuenta, como acabáis de ofrecerlo, del uso que de ellas habéis hecho, será la oportunidad para que el Congreso juzgue y resuelva acerca de la aprobación de los actos por vos ejecutados el día 10 de octubre próximo pasado.
Al terminar vuestro mensaje, habéis hecho un llamamiento al patriotismo de los señores Diputados y Senadores que forman este Congreso que hoy inaugura sus sesiones, y que tengo la honra inmerecida de presidir en estos momentos.
Creo interpretar fielmente las ideas y los propósitos de los miembros de ambas Cámaras, al aseguraros que todos estamos resueltos a cumplir con nuestro deber, y que el amor a la patria será el sentimiento que inspirará y normará nuestros debates y nuestras resoluciones.
Debemos hacer, sobre todo, labor de conciliación y de concordia, esforzándonos constantemente, dentro de la órbita de nuestras facultades, porque se logre la unión y la paz, no sólo en el seno de nuestras Asambleas, sino en toda la extensión de la República; pues de no venir dispuestos a hacer una obra nacional, no debimos haber acudido a vuestra convocatoria.
Señor Presidente:
Habéis protestado y ofrecido solemnemente poner la dignidad nacional por encima de toda ambición y de todo mezquino interés.
En esa vía os acompañaremos siempre.
Contad con nuestra colaboración decidida en la noble y suprema empresa de mantener incólumes la autonomía y la integridad nacionales, que habéis sostenido hasta hoy.
Y contad también con ella en cuantos esfuerzos hagáis para realizar la obra de paz y de unión de todos los mexicanos.
Fuente:
Los presidentes de México ante la Nación: informes, manifiestos y documentos de 1821 a 1966. Editado por la XLVI Legislatura de la Cámara de Diputados. 5 tomos. México, Cámara de Diputados, 1966. Tomo 3. Informes y respuestas desde el 1 de abril de 1912 hasta el 1 de septiembre de 1934.
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