Piedras Negras, Coahuila, agosto 25 de 1913
A LA CÁMARA DE DIPUTADOS DE LA XXVI LEGISLATURA:
El Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos tiene ante la historia de nuestra patria una grave responsabilidad: la aceptación de las renuncias del Presidente y Vicepresidente de la República, don Francisco l. Madero y don José María Pino Suárez.
Ni por razones de necesidad nacional, ni igualmente, ni ante los principios de la justicia absoluta, puede fundarse el expresado acto parlamentario.
Don. Francisco l. Madero ha sido en nuestra historia política el Presidente de la República mejor electo. Ninguna elección democrática en nuestros anales puede compararse a la suya. La oportunidad de su obra apostólica, la sinceridad de sus doctrinas, sus energías de luchador y revolucionario, el desinterés de su conducta y su noble magnanimidad le abonaron con largueza ante un pueblo oportunamente preparado para recibir con todo el entusiasmo de su alma al redentor de una pesada dictadura. Así fue; por eso, ante los preceptos escritos de la Ley y ante los principios de la democracia la elección casi unánime del señor Madero fue inatacable.
Subió al poder por la voluntad soberana del pueblo.
¿Quién tenía derecho a arrebatarle su augusta investidura?
Nadie, ni el pueblo mismo.
Sólo él, por virtud del artículo 82 de nuestra Constitución, tenía facultades para renunciar su alto cargo ante la Cámara de Diputados, que podría aceptar tal renuncia sólo por una causa grave.
Ahora bien: las renuncias presentadas a la Cámara la tarde del 19 de febrero de 1913, por los ciudadanos Presidente y Vicepresidente de la República ¿eran admisibles, debían ser admitidas?
No, en absoluto.
Ninguna de las personalidades que se atrevieron a pedir al señor Madero que renunciase la Presidencia tenían derecho alguno para tan absurda demanda.
Algunos de sus secretarios de Estado, antes de su prisión y durante el cuartelazo, cometieron la debilidad de aconsejar al primer magistrado de la nación que renunciara por razones de salud pública, sin comprender que el movimiento rebelde era aislado y producido, no por un acto plebiscitario, sino por la reacción conservadora representada por los fuertes intereses creados de los grandes responsables llamados científicos; por la ambición y la rabia de algunos militares favoritos del dictador Díaz, y por el despecho y el rencor de los herederos de una especie de dinastía que se creía inacabable.
Porque el cuartelazo de la Ciudadela no fue una revolución, sino una asonada militar; y nunca en la historia del mundo los cuartelazos han llevado en sus bayonetas envenenadas de odios y despechos la voz de todo un pueblo.
Los señores secretarios de Estado que opinaron por la renuncia no obraron patrióticamente. Su deseo estaba informado, no en necesidades sociales sino en un espíritu de conservación personal.
Los señores diplomáticos que se permitieron insinuar al Presidente Constitucional de la República Mexicana que debía renunciar su cargo, cometieron un acto de osadía pleno de ignorancia y de falta de respeto. Ninguna ley de Derecho internacional público; ninguna práctica diplomática autorizan a un ministro extranjero a inmiscuirse en los asuntos políticos esencialmente internos del país del cual están acreditados. Afortunadamente, el presidente Madero con gallarda entereza supo acallar con palabras de razón, de dignidad y de justicia las pretensiones absurdas de la necedad diplomática.
Y principalmente algunos de los señores senadores al Congreso de la Unión, sin ningún apoyo constitucional y solamente guiados por una perversidad sutil, hija del miedo y de la conveniencia personal, aconsejaron la traición y fueron el sostén político del atentado Huerta-Díaz.
Ellos tendrán que responder, no sólo ante el fallo mediato de la historia, sino ante los tribunales competentes, acerca de la responsabilidad criminal que les resulta en la ruptura del orden constitucional de nuestra República y en la muerte infamante del apóstol Madero.
Estos antecedentes fueron la causa determinante de los crímenes que Huerta tenía premeditados y resueltos desde que fue nombrado por el propio señor Madero jefe de la División del Norte.
Al aprehender Huerta al Presidente y Vicepresidente de la República y arrancarles por la violencia la renuncia de sus altos cargos, cometió los siguientes delitos:
El de rebelión. Art. 313 del Código de Justicia Militar: Serán castigados con la pena de muerte los militares que, sustrayéndose a la obediencia del Gobierno y aprovechándose de las fuerzas que manden o de los elementos que hayan sido puestos a su disposición se alcen en actitud hostil para contrariar cualquiera de los preceptos de la Constitución Federal.
Art. 1095 del Código Penal: Son reos de rebelión los que se alzan públicamente y en abierta hostilidad:
Fracción IV. Para separar de su cargo al Presidente de la República o a sus ministros.
Fracción V. Para sustraerse de la obediencia de Gobierno en toda o una parte de la República o algún cuerpo de tropas.
Fracción VI. Para despojar de sus atribuciones a alguno de los Supremos Poderes, impedirles el libre ejercicio de ellas o usurpárselas.
Usurpación de funciones. Capítulo II del Código de Justicia Militar:
Extralimitación de mando o usurpación de él o de comisión o funciones del servicio o nombre de los superiores.
Art. 271. Todo militar o asimilado que tome un mando o comisión del servicio o ejerza funciones de éste que no le correspondan, sin orden o motivos legítimos, o que contra lo dispuesto por sus superiores retenga un mando o una comisión siempre que no hubiere abusado de una o de otra, perjudicando gravemente a los intereses del servicio o al éxito de las operaciones, será castigado con prisión de dos a cinco años. Si se ocasionare ese perjuicio se duplicará la pena, y si ocasionándose ese mismo perjuicio la usurpación de que se trata se hubiese efectuado al frente del enemigo, en marcha hacia el… la pena será la de muerte. (Después de cometer estos delitos y de haber aceptado la Cámara de Diputados las renuncias del Presidente y del Vicepresidente de la República, el reo Huerta, faltando a su honor de soldado, a su dignidad de hombre y al respeto que debía al primer magistrado de la República, jefe del ejército, perpetró el delito de homicidio en contra de las personas siguientes: Francisco I. Madero; José María Pino Suárez; Gustavo A. Madero, diputado al Congreso de la Unión; Abraham González, Gobernador Constitucional del Estado de Chihuahua; general Gabriel Hernández; general Ambrosio Figueroa; Adolfo Basso, intendente de las residencias presidenciales; general Camerino Mendoza, y últimamente a los diputados Edmundo Pastelin, Néstor Monroy, Serapio Rendón y A. G. Gurrión, sin contar otros centenares hasta hoy desconocidos.)
Ahora bien, al ser presentadas a la representación nacional las renuncias de los señores Madero y Pino Suárez, todos vosotros, señores diputados, como la República entera, tuvieron conocimiento perfecto de las circunstancias precedentes a la sesión del 19 de febrero, sabían que Huerta era reo de varios delitos que merecían pena de muerte, y sin embargo de esto fuistéis a la Cámara, y no sólo fueron aceptadas por vosotros unas renuncias arrancadas con amenazas de muerte, sino que cometistéis el atentado inexcusable de autorizar con vuestra presencia la usurpación que del Poder Ejecutivo de la República hiciera Victoriano Huerta.
Políticamente no tenéis ninguna exculpante en vuestra culpabilidad.
Bien es cierto que muchos de vosotros, los renovadores honrados, obrasteis de buena fe, creyendo que vuestro voto salvaría la vida del presidente Madero. Pero examinando serenamente el caso, no teníais ningún derecho para pasar por encima de la ley.
Primero son los principios que la vida de un hombre. Y vosotros altruistamente, pero con una confianza imprudente, sacrificasteis a la justicia y al honor nacional por salvar a nuestro apóstol, resultando al cabo y al fin muerto don Francisco I. Madero, maltrechos los principios y vosotros en ridículo y con tremendas responsabilidades históricas.
Esto sin contar con lo que la opinión pública severamente afirma de la actitud del Parlamento. Dice que vosotros por temor de perder la vida o la libertad, aceptasteis dichas renuncias: excusando vuestro voto con la salvación de dos vidas.
Si en realidad el miedo grave fue el causante de aquel acto, probablemente los asistentes a la sesión del 19 de febrero, ante los preceptos del Código penal no son culpables; pero ante el pueblo y ante la historia, la responsabilidad colectiva existe.
Esto es porque precisamente en los momentos difíciles el pueblo exige de sus representantes actos de heroísmo.
Porque el pueblo sabe que las páginas de la historia de todos los países ostentan honrosamente millares de episodios en que los buenos ciudadanos sacrifican sus vidas en aras de la patria.
No, no supisteis algunos diputados cumplir con vuestro deber de representantes del pueblo.
Y no cumplisteis con vuestros deberes algunos de vosotros, no especialmente por falta de heroísmo, que no todos los hombres nacen héroes, sino porque hay algo más grave y absolutamente inexcusable en vuestra conducta: vuestra asistencia a la Cámara de Diputados la tarde del 19 de febrero.
Si no sentisteis en vuestros espíritus las energías y resolución necesarias para afrontar una situación difícil que salvara los principios y el decoro parlamentario ¿por qué fuisteis a la Cámara?
Si sabíais que al cumplir con la ley, aunque poco probable, era posible un atentado en contra vuestra y no sentíais fuerzas bastantes para desafiar el peligro ¿por qué asististeis a la sesión del 19 de febrero?
¿Que esto era difícil por la vigilancia y el apremio policíacos?
Pues qué ¿ni las dificultades creísteis obligatorio zanjar de alguna manera cuando en aquel momento histórico naufragaba sin vuestra intervención la legalidad del Estado?
O acaso, señores compañeros, ¿creísteis salvar a la patria deshaciendo con un voto lo que el pueblo mexicano hiciera en el más solemne plebiscito de nuestra historia política?
Señores diputados: vuestra responsabilidad es grave, no sólo porque entraña una de nuestras vergüenzas históricas; no sólo por lo que tiene de injusta e ilegal, sino por las consecuencias que vuestros actos han traído a la República trascendiendo en inmensas desgracias nacionales.
Vuestro voto ha dado ante el mundo apariencias de legalidad a un Gobierno de asesinos.
Vuestro voto ha sido la causa de que las naciones extranjeras hayan reconocido un Gobierno fundamentalmente ilegal, dándole una fuerza moral que no merece.
Vuestro voto ha hecho que los Estados Unidos de Norteamérica todavía se manifiesten remisos en reconocer a los constitucionalistas la beligerancia que nos daría una victoria rápida.
Por consiguiente, algunos de vosotros, señores diputados, sois principales culpables en la prolongación de esta guerra a muerte entre el pasado y el porvenir, entre los conservadores y los progresistas, lucha en la que palpitan dos pasiones irreconciliables: el odio del delito y un ideal de libertad.
Es cierto, compañeros, que la actitud de muchos de vosotros después del cuartelazo ha sido digna: pero vuestra dignidad, aparte de exponeros al peligro, ha sido estéril. Para que vuestra oposición fuera eficaz necesitaría ser temeraria y resultaría al fin de martirio.
Finalmente, señores diputados, o estáis con Huerta o estáis con la Revolución; o estáis fuera de la ley sancionando con vuestros actos de presencia los actos de un usurpador.
Vuestro sitio, el que os señala vuestro amor de patriotas, vuestro honor de mexicanos y vuestra dignidad parlamentaria no está en la Cámara de Diputados, no está en la capital de la República, sino al lado de Venustiano Carranza, encarnador del régimen constitucional.
Aun es tiempo, señores diputados, de atenuar vuestras faltas y dejar a salvo ante el porvenir nuestro honor parlamentario.
Es preciso que no olvidéis que es imperiosa, que es urgente la cooperación de todos vosotros al derrumbamiento de la dictadura criminal que ha asaltado el poder.
¿Cómo? No autorizando con vuestra presencia los actos legislativos de un Gobierno espurio.
Seguid el ejemplo del pueblo, que comprendiendo sus deberes cívicos y sus derechos políticos, ha sabido contestar los crímenes más tremendos de la historia contemporánea muy dignamente, por medio de una verdadera Revolución que sintetiza sus ideales en la redención política, social y económica que reclama ardientemente desde el año 1910.
Piedras Negras, Coahuila, a 25 de agosto de 1913. Diputado Isidro Fabela.
Fuente: Fabela Isidro. Documentos Históricos de la Revolución Mexicana. Fondo de Cultura Económica. 1962. 4 vols.
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