Abril 27 de 1911
Muy distinguido y estimado amigo:
Las circunstancias especiales en que usted se ha encontrado desde hace cerca de seis meses, y mi intención de conservarme siempre dentro de la ley, me habían hecho cortar toda comunicación con usted. Mas ahora que por actos expresos y deliberados del gobierno del general Díaz ha pasado usted oficialmente de la categoría de delincuente a la de caudillo político, aprovecho la ocasión para dirigirle las presentes líneas en público, con el objeto de contribuir en la medida de mis fuerzas al restablecimiento de la paz.
No puedo ni quiero discutir si hizo usted bien o mal en levantarse en armas para sostener los principios de no-reelección y de efectividad del sufragio; eso es de la incumbencia de la Historia, y cualquier juicio que yo anticipara, correría el riesgo de parecer apología de un hecho reprobado por la ley. Básteme decir que la Revolución es un hecho, que el movimiento iniciado por usted en Chihuahua se ha convertido en un gran sacudimiento nacional; que el país se halla casi por completo envuelto en una conflagración más poderosa y más vasta de lo que usted mismo pudo suponer o esperar; y que al comprender que esta revolución amenazaba tornarse irrefrenable, todos los mexicanos nos hemos puesto a trabajar para apagarla.
Todos hemos sentido las consecuencias de la Revolución; pero nos hemos resignado a sufrirlas en la esperanza de que trajera consigo algunos bienes en medio de tantos males. Usted, señor Madero, tiene contraída una inmensa responsabilidad ante la Historia, no tanto por haber desencadenado las fuerzas sociales, cuanto porque al hacerlo, ha asumido usted implícitamente la obligación de restablecer la paz, y el compromiso de que se realicen las aspiraciones que motivaron la guerra, para que el sacrificio de la patria no resulte estéril.
Desde hace algún tiempo venia mirándose que el único medio de que disponía el gobierno del general Díaz para restablecer la paz era el de una transacción con los elementos revolucionarios. Pero precisamente al saberse que por fin se concertaba un armisticio y que se iniciaban platicas para discutir las bases de la paz, aun los más serenos dejaron escapar un movimiento de ansiedad y la expectación pública alcanzó su máxima tensión, porque se comenzó a comprender que lo que usted va a defender en las conferencias de paz no son precisamente las pretensiones de la Revolución, sino principalmente la suerte de nuestras libertades políticas.
Las revoluciones son siempre operaciones dolorosísimas para el cuerpo social; pero el cirujano tiene ante todo el deber de no cerrar la herida antes de haber limpiado la gangrena. La operación, necesaria o no, ha comenzado; usted abrió la herida y usted está obligado a cerrarla; pero hay de usted, si acobardado ante la vista de la sangre o conmovido por los gemidos de dolor de nuestra patria cerrara precipitadamente la herida sin haberla desinfectado y sin haber arrancado el mal que se propuso usted extirpar; el sacrificio habría sido inútil y la Historia maldecirá el nombre de usted, no tanto por haber abierto la herida, sino porque la patria seguiría sufriendo los mismos males que ya daba por curados y continuaría además expuesta a recaídas cada vez más peligrosas, y amenazada de nuevas operaciones cada vez más agotantes y cada vez más dolorosas.
En otros términos, y para hablar sin metáforas: usted, que ha provocado la Revolución, tiene el deber de apagarla; pero hay de usted si asustado por la sangre derramada, o ablandado por los ruegos de parientes y de amigos, o envuelto por la astuta dulzura del Príncipe de la Paz, o amenazado por el yanqui, deja infructuosos los sacrificios hechos. El país seguiría sufriendo de los mismos males, quedaría expuesto a crisis cada vez más agudas, y una vez en el camino de las revoluciones que usted le ha enseñado, querría levantarse en armas para la conquista de cada una de las libertades que dejara pendientes de alcanzar.
La Revolución debe concluir; es necesario que concluya pronto, y usted debe ayudar a apagarla; pero a apagarla definitivamente y de modo que no deje rescoldos.
En todo el país hay muchos millares de hombres que, como yo, son fervientes y sinceros partidarios de la paz, supuesto que a pesar de estar convencidos de la esterilidad de los esfuerzos hechos dentro de la ley para la conquista de las libertades, y no obstante las vejaciones y persecuciones políticas que han sufrido, han permanecido, sin embargo, firmes en su deliberado propósito de no levantarse en armas. Estos son los que constituyen esa opinión pública pacífica, pero omnipotente, a la cual debe la Revolución su fuerza y ante la que ha tenido que doblegarse la inquebrantable voluntad del general Díaz.
Mis palabras no son más que la traducción del sentir y del modo de pensar de esa opinión pública pacifica, que no por no haberse levantado en armas deja de tener derecho a hacer oír su voz ante los que están discutiendo el porvenir de la nación.
En nombre de esa opinión pública dirijo a usted la presente para exhortarlo a que reflexione detenida y hondamente sobre lo que está a punto de hacer.
El objeto de las negociaciones de paz, emprendidas entre usted y el gobierno del general Díaz, es, como su mismo nombre lo indica, el restablecimiento de la tranquilidad del país; pero esa tranquilidad no debe ser transitoria, sino definitiva.
Ahora bien, los propósitos de pacificación pueden frustrarse de dos maneras: o por falta de acuerdo para llegar a una transacción o por ineficacia de los remedios que se acepten como buenos.
La ruptura del armisticio y la reanudación de las hostilidades será un mal sensible; pero tal vez sea más grave no lograr la paz más que a medias en algunos lugares, o sólo por poco tiempo.
Para lograr la paz de un modo definitivo se necesita dar satisfacción a las necesidades nacionales; no sólo a las expresadas por la Revolución, sino también a las no definidas por ella, pero que la opinión pública señala, y que constituyen las causas de desacuerdo entre el general Díaz y el pueblo.
Se cree generalmente que la Revolución está obligada a conformarse con un mínimo de concesiones, y así debe ser en efecto; pero tratándose no ya de contentar las pretensiones de la rebelión misma, sino de dar satisfacción a las necesidades nacionales, cuanto más exigentes se muestren los representantes de la Revolución, y cuanto más liberal se muestre el gobierno del general Díaz, tanto más firme y duradera será la paz obtenida; mientras que, por el contrario, cuanto más condescendientes se muestren los comisionados revolucionarios, o cuanto más mezquino y avaro de libertades y reformas se muestre el general Díaz, tanto más probable será que no se restablezca enteramente la paz, o que si se restablece, sea sólo transitoriamente y dejando en pie la causa de perturbaciones futuras.
Las condiciones de una transacción entre el general Díaz y usted, para ser eficaces, deben abarcar, pues, tres puntos principales:
1. Las exigencias de la Revolución misma.
2. Las necesidades del país.
3. Las garantías que ofrezca el Gobierno de cumplir con sus compromisos.
Las exigencias de la Revolución, a saber: amnistías, indemnizaciones, condiciones de sumisión, forma de disolución y de desarme, etcétera, deben atenderse con moderación; pero teniendo en cuenta las condiciones especiales de cada región levantada. Sólo así podrá usted estar seguro de apagar la revolución con rapidez y en todos los lugares del país, en el momento en que llegue a firmarse un convenio de paz.
Para esto necesitaría usted: o contar con el consentimiento expreso de cada subjefe local, delegado, o lo que sea, o haber tenido en cuenta el estado de la Revolución en cada comarca del país, y haber atendido a llenar las condiciones en las cuales los sublevados estarían dispuestos a someterse.
No dudo que usted, señor Madero, tendrá motivos fundados para suponer que puede controlar fácilmente los movimientos de cada región de las levantadas, ya sean Chihuahua o Sinaloa, Puebla o Yucatán; pero si por desgracia al llegar el caso de ordenar la deposición general de las armas, usted se viera desobedecido en Guerrero, o en Puebla, por ejemplo, considere usted el ridículo que caería sobre el Gobierno, el desprestigio que caería sobre usted y el desaliento que caería sobre toda la nación, ante semejante contingencia.
Por otra parte, las exigencias de la Revolución en Chihuahua o Coahuila, son sin duda distintas de las de Guerrero o Yucatán, por ejemplo, y por lo tanto, no es lógico suponer que los rebeldes del sur se encontraran fácilmente dispuestos a someterse con sólo hallarse satisfechos los de Chihuahua o Coahuila. Ni parecería humano tampoco que si algunos grupos se resistieran a deponer las armas por no haber sido tenidas en cuenta las condiciones especiales en que se encuentran, los dejara usted abandonados a la represión del Gobierno y expuestos a un exterminio sangriento y doloroso.
Después de haber atendido a las exigencias de la Revolución misma, la parte más difícil de la tarea de usted será, sin duda, discernir cuáles son las necesidades del país en lo económico y en lo político, y cuál la mejor forma de darles satisfacción para suprimir las causas de malestar social que han dado origen a la Revolución.
El catalogar esas necesidades y sus remedios, ya equivale a formular todo un vasto programa de Gobierno.
La responsabilidad de usted en este punto es tan seria, que si no acierta a percibir con claridad las reformas políticas y económicas que exige el país, correrá usted el riesgo de dejar vivos los gérmenes de futuras perturbaciones de la paz, o de no lograr restablecer por completo la tranquilidad en el país.
En otra ocasión he mencionado las reformas que en mi concepto es más urgente implantar, y algunos escritores, como Molina Enríquez, han hecho un catálogo completo de las necesidades del país, que usted puede consultar, teniendo cuidado principalmente de discernir que las necesidades políticas y democráticas no son en el fondo más que manifestaciones de las necesidades económicas.
Desde el punto de vista económico la necesidad más urgente del país, según he tenido ocasión de decirlo, es el restablecimiento del equilibrio entre los múltiples pequeños intereses (agrícolas, industriales y mercantiles) que se hallan desventajosamente oprimidos, y los pocos grandes intereses (agrícolas, industriales o mercantiles), que se encuentran singularmente privilegiados.
En lo político, puede decirse que la principal de las necesidades es la efectividad de los principios legales que garantizan la vida del hombre y sus libertades civiles y políticas, para lo cual se necesita ante todo una sana administración de justicia.
Mas como esto requiere un cambio político para dominar y las mutaciones de sistema no se consiguen sino con un cambio de hombres, es muy fácil confundirse y creer que los problemas principales consisten en la elevación de tales o cuales personalidades a determinados cargos públicos. Hay, pues, que procurar conocer bien las necesidades para poder darles satisfacción, y no confundirlas con las puras cuestiones de personalidades, que no son más que uno de los medios de garantizar la satisfacción de esas necesidades.
Una vez formulado el catálogo de las necesidades de la Revolución y de las del país, y alcanzado el acuerdo sobre las medidas que deben emplearse para darles satisfacción, queda por resolver un punto que es el de más difícil solución, a saber: la garantía que el Gobierno puede ofrecer de que llevará a cabo los cambios o reformas que haya prometido, ya espontáneamente, ya por vía de compromiso con usted.
La primera forma que ocurre, como más fácil, es dictar ciertas medidas legislativas encaminadas a hacer difícil el abuso de las autoridades ejecutivas; reformar las leyes electorales para obtener la efectividad del sufragio y establecer por donde quiera el principio de no-reelección para los poderes ejecutivos.
La segunda forma de garantizar la nueva orientación política, y que parece más práctica, consiste en introducir en los gobiernos locales y federales, y aun en el mismo Gabinete del general Díaz, hombres salidos de la Revolución, para que vigilen el cumplimiento de los compromisos del Gobierno.
Hay que convencerse, sin embargo, de que ni uno ni otro medio constituyen una garantía suficientemente sólida, si el general Díaz ha de seguir al frente del Gobierno.
En efecto, el general Díaz ha mostrado muchas veces una gran habilidad para dominar las situaciones más difíciles sin oponerse abiertamente a las corrientes de la opinión pública, sino al contrario, aparentando someterse a ella.
Por más que el Congreso reforme la Constitución y expida leyes y más leyes con el firme propósito de maniatar al Ejecutivo, como tan puerilmente lo está haciendo; por más que proclamen nuevos sistemas y que los gobiernos de los estados y el Gabinete mismo se llenen de antirreeleccionistas, eso no será obstáculo para que el general Díaz vuelva paciente e indefectiblemente a sus antiguos sistemas, aun sin darse cuenta él mismo de que reacciona. Ya encontrará él las formas suaves y estudiadamente legales de eludir las nuevas leyes, o de cumplirlas sólo en la forma; ya encontrará él la manera de destituir o nulificar, o convencer a los hombres nuevos, y a la vuelta de seis meses, cuando esa revolución de usted esté perfectamente sofocada, sus jefes más prominentes estarán destituidos o desprestigiados, o corrompidos o cansados, y las leyes derogadas o relegadas al olvido.
No. Hay que desengañarse; sólo existe una forma de garantizar eficazmente la regeneración política del Gobierno, y ésta es el cambio de hombres, es decir, la retirada del general Díaz y el nombramiento de un vicepresidente renovador y honradamente decidido a llevar a cabo las concesiones hechas a la Revolución.
La retirada del general Díaz constituye el único medio expedito de comenzar una serie de cambios gubernamentales y una reforma de los sistemas de gobierno, y, por lo tanto, si usted desea hacer obra duradera, debe insistir en ella como la única garantía realmente efectiva del cumplimiento de las promesas del Gobierno.
La idea de la retirada del general Díaz a la vida privada ha ganado mucho terreno desde hace dos meses a esta parte en todo el país, al grado de que puede decirse que casi no hay ya quien dude de que ese seria el remedio más radical para aliviar nuestra situación política.
Después de que usted ha puesto al general Díaz el ejemplo del desinterés personal, declarando que esta dispuesto a renunciar a sus pretensiones a la Presidencia de la República, no le queda al Gobierno otra razón que dar para oponerse a la separación del general Díaz, que los escrúpulos oficiales de que tal medida seria poco decorosa para la dignidad del Gobierno actual.
En mi opinión, el restablecimiento de la paz y el porvenir del país están por encima no solamente del amor propio de los hombres, sino aun del decoro de los gobiernos, pues creo honradamente que la patria, que en caso de necesidad no vacila en sacrificar las vidas de sus hijos, tampoco debe vacilar en caso de necesidad en sacrificar el decoro o el amor propio de un grupo político que pudiera poner en peligro su tranquilidad, su soberanía o su existencia.
En el presente caso, la retirada del general Díaz de la Presidencia de la República, constituye un acto personalísimo suyo que en nada afecta al decoro de la institución oficial que se llama el Gobierno; pero esto no lo quieren ver todos, porque es difícil distinguir hasta dónde llega el amor propio de los hombres y dónde comienza el decoro de !as instituciones.
Si no se han considerado indecorosas para el gobierno del general Díaz las brutales remociones de gobernadores, verdaderos golpes de Estado locales, ¿por qué habría de considerarse indecorosa una renuncia hecha en las formas constitucionales?
Si no se han considerado indecorosas para el gobierno las destituciones de seis secretarios de Estado, sin motivo suficiente y por sólo dar satisfacción a la opinión pública, ¿por qué habría de llamarse indecorosa la renuncia del Jefe de Estado, cuando con ella puede restablecer la paz y aun salvar de paso su nombre ante la Historia?
Por último, el cambio de bandería se considera como tipo de los actos indignos en política cuando lo efectúa un mandatario, y sin embargo, Limantour ha abandonado al grupo científico sin resentir gran cosa en su prestigio, y el Gobierno en masa, tanto el Ejecutivo como las Cámaras, no han creído hacer una indignidad declarándose antirreeleccionistas después de haberse apoyado en la reelección para conservarse en el poder. ¿Por qué, pues, tantos escrúpulos para una renuncia que estaría perfectamente justificada por la incompatibilidad entre el sistema republicano impuesto por la Revolución y el sistema tuxtepecano dictatorial, único que ha sabido practicar el general Díaz?
No hay, pues, razón para que usted deje de insistir en la retirada del general Díaz, que no sólo es necesaria y patriótica, sino que precisamente es el acto más decoroso que se impone después de transigir con la Revolución.
La garantía de cumplimiento de los compromisos del Gobierno, en mi concepto más eficaz, seria aquella que produjera sus efectos de un modo automático y sin necesidad de estar ejerciendo una constante vigilancia sobre el Gobierno. Esta garantía, como antes digo, sólo se consigue transformando por completo el Gobierno dictatorial del general Díaz en un Gobierno democrático formado de elementos nuevos.
El ingreso al Gabinete o a otros puestos públicos de algunos elementos revolucionarios, solamente significa una especie de vigilancia pero no implica necesariamente un controlamiento sobre los actos del Gobierno, y requeriría un esfuerzo constante y una lucha entre los componentes mismos del poder.
Para obtener un verdadero controlamiento automático de los actos del Gobierno, se necesitaría que los antirreeleccionistas, o, en general, el Partido Renovador, contaran con representantes en las Cámaras locales y federales. La renovación de las Cámaras Legislativas en todo el país y su sustitución por otras constituidas con elementos independientes y de origen verdaderamente popular, sería una garantía efectiva de reforma en el sistema de Gobierno dictatorial.
En otra ocasión he dicho que me parecía muy difícil la disolución de las Cámaras; pero, sin embargo, dado el origen de las credenciales y la sumisión que parecen mostrar todavía hasta ahora todos los diputados del Congreso de la Unión al general Díaz, tal vez no fuera imposible hallar un medio de obtener una disolución del actual Congreso sin provocar gran escándalo, o quizás, dada la excitación política a que hemos llegado, no fuera demasiado ruda la conmoción que produjera una disolución general del actual Congreso y la convocación a nuevas elecciones, en vista de las circunstancias criticas por las que atraviesa el país.
Este remedio me parece, sin embargo, utópico, e indudablemente es menos decoroso para el Gobierno que la renuncia del general Díaz, pues significaría el sacrificio de un poder en masa, mientras que la separación de aquel sólo afectaría al Jefe del Poder Ejecutivo, dejando a salvo la institución del Gobierno mismo.
Otro de los medios que parecen haberse sugerido como garantía del cumplimiento del Gobierno, consiste en la conservación de las armas por los rebeldes, y me parece el más peligroso de los errores que puedan cometer el general Díaz y usted al tratar de restablecer la paz.
Los partidos políticos pueden y deben controlar los actos del Gobierno; pero siempre dentro del orden y por medios pacíficos. Las armas en manos de un partido político no pueden producir una situación normal, y el dejarlas en poder de un partido revolucionario, equivale a establecer como sistema de Gobierno la fuerza y la revolución endémica como régimen constitucional.
EI único medio sensato de asegurar un cambio de sistema político y de garantizar el cumplimiento de las promesas del Gobierno, es, en mi concepto, el de facilitar el controlamiento de los actos del Gobierno por medio de uno o varios partidos políticos independientes reconocidos oficialmente y de un modo expreso por el gobierno del general Díaz, y cuya injerencia en los actos oficiales o cuyas relaciones con el poder estuvieran perfectamente definidas en la transacción o en una ley.
Este medio, que es el seguido por el partido independiente de Guadalajara, y que ha sido ampliamente estudiado por Molina Enríquez, me ha parecido de tal importancia y de tal eficiencia, que acaso puedo decir que el objeto principal de la presente carta es llamar a usted la atención sobre la conveniencia de que se discuta y se proponga como una de las principales formas de garantía que puede tener el país, que el Gobierno cumplirá con sus compromisos.
Es casi segura que todo lo que pueda yo haber dicho en esta carta, haya sido motivo de largas reflexiones por parte de usted y de los demás miembros de la Revolución; pero como tengo el deber de contribuir como mexicano al restablecimiento de la paz, no creería yo haber cumplido con ese deber sin estar seguro de haber llamado la atención de usted, respecto de los puntos cuya resolución le incumbe, del mismo modo que he procurado, en recientes artículos políticos, llamar la atención del general Díaz sobre los que a él le corresponden.
Antes de concluir esta carta deseo decir a usted con toda franqueza cuál es mi opinión acerca del éxito de la Revolución actual.
EI fracaso de las negociaciones de paz no será un obstáculo para la terminación de la guerra, porque por el sólo hecho de haberse celebrado el armisticio, la suerte de la Revolución ha quedado echada. El triunfo de usted o del general Díaz será solamente cuestión de semanas y el vencido tendrá que ser usted o el general Díaz, según que el armisticio se prolongue por más o menos tiempo. Si el armisticio se rompe antes de una semana, la caída del general Díaz será inevitable, por qué el reconocimiento oficial que de la Revolución ha hecho el general Díaz, es de tal importancia moral, que por sí solo lo coloca en la condición de vencido. Las naciones extranjeras, y principalmente los Estados Unidos, no tendrán en realidad escrúpulo ni razón alguna de peso para no reconocer el carácter de beligerantes a los mismos revolucionarios, a quienes el Gobierno ha dado ese carácter por el hecho de consentir en una suspensión de hostilidades contra ellos.
Si el armisticio se prolonga, en cambio, durante más de quince días sin que se extienda al resto de la Republica, facilitará al gobierno del general Díaz la manera de fortalecerse para poder luchar contra la Revolución, la cual para entonces habrá sufrido el natural relajamiento de sus energías, que se mantenían por la tensión de la lucha va entablada, y al romperse nuevamente las hostilidades, el Gobierno actual vencerá fácilmente sobre grupos ya desorganizados. Por otra parte, el general Reyes está a punto de venir, y no hay duda alguna de que por disciplina, por sumisión al general Díaz y hasta por rivalidad política hacia usted, pondrá todo su empeño en sofocar la Revolución, y lo logrará, aunque sea a costa de su prestigio y de su popularidad. He concluido.
Pesa sobre usted la más grande de las responsabilidades políticas que hombre alguno haya tenido desde hace más de treinta años en México, no tanto por haber encendido esta revolución, sino porque si no sabe usted dar satisfacción a las legítimas necesidades de la nación, dejara sembrada la semilla de futuras revoluciones, después de haber enseñado al país una forma peligrosa de levantarse en armas, que pondrá a cada paso en peligro nuestra soberanía.
Tiene usted con sus partidarios armados el compromiso sagrado de salvarlos y de retirarlos honradamente de la lucha.
Tiene usted con los elementos renovadores que no se han rebelado, el compromiso moral de obtener por vía de transacción los principios por los cuales acudió usted a las armas.
Tiene usted también el deber de asegurar la conquista de esos principios por medio de garantías adecuadas.
Tiene usted con la nación el deber de dar satisfacción a las necesidades que han originado la actual crisis política.
Y tiene usted, por ultimo, con la patria, la obligación sagrada de restablecer en todo el país y de un modo definitivo, esa paz de que usted dispuso.
Si así lo hiciereis, la nación os lo premiará, olvidando la sangre derramada; pero si por falta de entereza o de habilidad política o por simple desconocimiento de la verdadera fuerza que la Revolución ha puesto en vuestras manos, no podéis lograrlo, la nación os lo demandara ante el Tribunal de la Historia.
Lic. Blas Urrea*
*Pseudónimo de Luis Cabrera
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