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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1910 LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD. Ricardo Flores Magón.

Regeneración.

8 de octubre de 1910

.¡Qué lejos está el ideal, qué lejos! Espejismos del desierto, ilusión de la estepa, imagen de una estrella titilando en el fondo del lago. Primero era un abismo insondable el que separaba a la humanidad de la Tierra Prometida. ¿Cómo llenar ese abismo? ¿Cómo cegarlo? ¿Cómo alcanzar la risueña playa que adivinamos que existe en la orilla opuesta? El árabe sediento ve de repente agitarse a lo lejos la melena de las palmas y hacia allá fustiga su camello. Vana empresa: avanza hacia el oasis y el oasis parece que retrocede. Siempre la misma distancia entre él y la ilusión, siempre la misma.

Defendiendo el abismo están las preocupaciones, las tradiciones, el fanatismo religioso, la ley; para poder pasar es preciso vencer a sus defensores hasta llenar de sangre ese abismo y en seguida embarcarse, nuevo mar Rojo.

Y a llenar ese abismo se han dedicado los hombres generosos a través de los tiempos con sangre de los malvados ¡ay! y con su sangre también; pero el abismo no se llena; podría vaciarse en él la sangre de toda la humanidad sin que por eso se llenase el abismo; es que hay que ahogar en esa sangre las preocupaciones, las tradiciones, el fanatismo religioso y la ley de los que oprimen.

Las grandes revoluciones han tenido por objetivo esas tres palabras. Libertad, Igualdad, Fraternidad han figurado inscritas en cien banderas y cientos de miles de hombres las han tenido en sus labios al expirar en los campos de batalla, y, sin embargo, el abismo no se ciega, el nivel de la sangre no sube. ¿Por qué?

Ninguna revolución se ha preocupado seriamente por la Igualdad; la Igualdad es la base de la Libertad y de la Fraternidad. La Igualdad ante la ley, que fue la conquista de la Revolución francesa, es una mentira que rechaza indignada la conciencia moderna. Las revoluciones han sido incendios superficiales. Pueden arder los árboles de un bosque; pero las raíces quedarán intactas. Igualmente las revoluciones han sido superficiales, no han ido hasta la raíz de los males sociales, no han escarbado la carne enferma hasta llegar al origen de la llaga, y de eso, los llamados jefes han sido los culpables.

Los jefes han sido siempre menos radicales que el grupo de hombres a quienes pretenden dirigir y esto tiene su razón de ser: el poder vuelve conservador al hombre y no sólo eso, sino que lo encariña con el mando. Para no perder su posición los jefes moderan su radicalismo, lo comprimen, lo desfiguran, evitan los choques con los intereses contrarios; y si por la naturaleza de las cosas mismas el choque es inevitable y la lucha armada es una necesidad, los jefes procuran siempre arreglárselas de tal modo que su posición no se vea en peligro y concilian, tanto como pueden, los intereses de la revolución con los intereses de los dominadores, consiguiendo con ello disminuir la intensidad del choque, la duración de la lucha, conformándose con obtener un triunfo más o menos fácil. El ideal... el ideal queda muy lejos después de estas luchas de enanos. Con ellas se consigue barrer la superficie y nada más.

Por eso, a pesar de la sangre derramada a través de los tiempos; a pesar del sacrificio de tantos hombres generosos; a pesar de haber lucido en cien banderas las bellas palabras Libertad, Igualdad, Fraternidad, existen aún las cadenas, la sociedad se divide en clases y la guerra de todos contra todos es lo normal, lo legal, lo honrado, lo que los "serios" llaman el "orden", lo que los tiranos llaman el "progreso" y lo que los esclavos, ciegos por la ignorancia y acobardados por siglos de opresión y de injusticia, veneran y sostienen con su sumisión.

Es necesario ahondar, es preciso profundizar. Los jefes son cobardes; los jefes no ahondan ni profundizan. El impulso revolucionario tropieza siempre con el moderantismo de los llamados directores, hábiles políticos si se quiere, pero sin nervio revolucionario. Sobre lo que es necesario poner valerosamente las manos, si se quiere hacer obra revolucionaria y no obra de políticos vulgares, de ambiciosos de puestos públicos, es sobre la propiedad territorial; pues mientras la tierra continúe siendo la propiedad de unos cuantos; mientras haya millones de seres humanos que no cuentan más que con el reducido espacio de tierra que ha de amortajar su cadáver cuando mueran; mientras los pobres continúen trabajando la tierra para sus amos, cualquiera revolución no tendrá otro desenlace que el cambio de amos, a veces más crueles que aquellos a quienes se acaba de destronar.

La Revolución es inminente. De un momento a otro anunciará el cable a todas las naciones del mundo que el pueblo mexicano está en rebelión. Los atentados de la tiranía son cada vez más brutales, cada vez más cínicos. Porfirio Díaz está loco; ya no se conforma con arrebatar la vida a los hombres; está asesinando mujeres, cuyos cadáveres deja abandonados para que se los coman los perros. La Bestia Vieja está precipitando la Revolución, y de ella se aprovecharán las ambiciones si el pueblo no toma posesión de la tierra.

Libertad, Igualdad, Fraternidad: tres bellas palabras que se hace necesario convertir en tres bellos hechos. Pongamos los revolucionarios la mano sobre ese dios que se llama "derecho de propiedad territorial", y hagamos que la tierra sea para todos.

Si se va a derramar sangre, que sea en provecho del pueblo. Derramar sangre por elevar un candidato a la Presidencia de la República, es un crimen, porque el mal que aflige al pueblo mexicano no se cura con quitar a Díaz y poner, en su lugar, a otro hombre. Supongamos que el ciudadano más honrado, el más bueno de los mexicanos, triunfa por medio de las armas y ocupa el lugar en que ahora se enseñorea el más perverso y el más criminal de los mexicanos: Porfirio Díaz. Lo que hará ese hombre será poner en vigor la Constitución de 1857. El pueblo, por lo tanto, tendrá derecho a votar; tendrá derecho a manifestar con libertad sus ideas; la Prensa no tendrá mordaza; los poderes de la federación serán independientes unos de otros; los Estados recobrarán su soberanía; no habrá más reelección. En suma, el pueblo mexicano obtendrá lo que se llama libertad política. Pero ¿se haría con eso la felicidad del pueblo? El derecho de votar, el derecho de reunión, el derecho de escribir sobre cualquier materia, la no-reelección, la independencia de los poderes ¿podrían dar pan, albergue y vestido al pueblo?

Una vez más hay que decirlo:, la libertad política no da de comer al pueblo; es necesario conquistar la libertad económica, base de todas las libertades y sin la cual la libertad política es una sangrienta ironía que convierte al Pueblo-Rey en un verdadero rey de burlas; porque si en teoría es libre, en la práctica es esclavo. Hay, pues, que tomar posesión de la tierra; arrancarla de las garras que la detentan y entregarla al pueblo. Entonces sí tendrán pan los pobres; entonces sí podría llegar a ser libre el pueblo; entonces, con un esfuerzo más, nos acercaremos al ideal que vemos lejos porque los directores de revoluciones no han tenido el valor de derribar ídolos, de matar preocupaciones, de hacer pedazos la ley que protege ese crimen que se llama propiedad territorial.

Es preciso, sin embargo, hablar con honradez. La toma de posesión de la tierra por el pueblo será un gran paso hacia el ideal de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Un gran paso solamente; pero, gracias a él, tendrá el pueblo oportunidad para adquirir la educación que le hace falta para llegar a constituir, en un porvenir más o menos cercano, la sociedad justa y sabia que hoy es sólo una hermosa ilusión.

Y mientras no se avance valerosamente por el camino de la liberación económica, no se hará obra sana. La libertad no puede existir mientras sea una parte de la sociedad la que haga las leyes para que las obedezca la parte restante; pues fácil es comprender que nadie hará una ley que sea contraria a sus intereses, y como la clase que posee la riqueza es la que hace las leyes, o, al menos, la que ordena que se hagan, éstas tienen que resultar, en todo, favorables a los intereses del capital, y, por lo mismo, desfavorables para los intereses de los pobres. He aquí la razón de por qué la ley no alcanza a castigar a los ricos ni molesta a éstos para nada. Todas las cargas sociales y políticas recaen sobre el pobre. Las contribuciones tienen que ser pagadas, exclusivamente, por los pobres; los servicios gratuitos, como rondas, "fatigas" y otros, pesan exclusivamente sobre las espaldas del pobre; el contingente para el ejército se recluta únicamente entre los proletarios, y en la casa pública no se degradan las hijas de la burguesía, sino las hijas de los pobres. No podía ser de otro modo: sería absurdo pensar que los ricos hacen la ley contra ellos mismos.

¿Puede, en tales condiciones, existir la igualdad? Socialmente la igualdad es una quimera bajo el régimen actual. ¿Cómo pueden ser iguales el pobre y el rico? Ni en ilustración, ni en el modo de vestir, ni en la manera de vivir se parecen la clase dominador a y la clase dominada. El trabajo del pobre es rudo y fatigoso; su vida es una serie de privaciones y de angustias, ocasionadas por la miseria; sus distracciones son escasas: el alcohol y el amor; no puede participar de los goces del rico porque cuestan mucho dinero, y, además, no tiene el vestido que se necesita para codearse con la gente elegante; el descuido en que ha vivido no ha sido lo más a propósito para adquirir maneras distinguidas; la grande ópera y el gran drama, aparte de ser diversiones muy costosas, requieren cierta preparación artística o literaria que no pueden tener los pobres, empujados, desde niños, a ganarse el pan para poder vivir. En cuanto a la igualdad ante la ley, es la más grande de las majaderías que los aspirantes a gobernar ofrecen a las multitudes. Si socialmente es imposible la igualdad entre los hombres mientras haya clases sociales, no lo es menos políticamente. Los jueces se declaran a favor de los ricos y en contra de los pobres al pronunciar sus sentencias: el ejercicio del derecho electoral resulta siempre dirigido, organizado y llevado a cabo por las clases dominantes, por ser las que tienen tiempo para ello. quedando a los pobres únicamente el "derecho" de llevar las boletas a las casillas electorales con el nombre que han escogido los directores y organizadores de la elección; de donde resulta que los proletarios eligen a quien las clases dominantes quieren que elijan; el derecho de manifestar libremente las ideas no puede ser ejercitado por los pobres, que no han podido adquirir la ilustración necesaria para escribir o hablar en público, y de ese derecho también se aprovechan, casi exclusivamente, las clases dominadoras. Y si se recorre la lista de todos los derechos políticos, se llegará igualmente a la conclusión de que los pobres no pueden ejercitados porque sus tareas de esclavos apenas les dejan el tiempo absolutamente necesario para desentumecer sus miembros en las cortas horas de sueño; no tienen la representación social que dan la educación, la independencia económica y aun el simple traje elegante, y carecen de la ilustración necesaria para competir, con ventaja, con las lumbreras intelectuales de la burguesía.

¡Fraternidad! ¿Qué fraternidad puede existir entre el lobo y el cordero? La desigualdad social hace a las clases sociales enemigas naturales unas de otras. Los poseedores no pueden abrigar sentimientos de amistad para los desheredados, en quienes ven una amenaza constante para el disfrute tranquilo de sus riquezas, mientras los pobres tampoco pueden abrigar sentimientos fraternales para aquellos que los oprimen y les merman el producto de su trabajo. De aquí nace un antagonismo constante, una querella interminable, una lucha solapada y a veces abierta y decisiva entre las dos clases sociales, lucha que da vida y fuerza a sentimientos de odio, a deseos de venganza que no son los más apropiados a la creación de lazos fraternales y de amistad sincera, imposibles en las relaciones del verdugo y de la víctima. Pero no es esto todo. Hay todavía algo más que impide a los seres humanos acercarse, abrirse el corazón y ser hermanos. La lucha por la vida, aunque sea vergonzoso confesarlo, reviste, en la especie humana, los mismos caracteres de brutalidad y de ferocidad que en las especies inferiores animales. El egoísmo impera en las relaciones entre los hombres. No educada la especie humana en la solidaridad y el apoyo mutuo, cada cual va en pos del pan a disputarlo a sus semejantes, del mismo modo que los perros hambrientos se disputan a mordidas el derecho de roer un hueso hediondo. Esta es una verdad en todas las clases sociales. El rico, envidioso de la riqueza de otro rico, le hace la guerra para aumentar sus tesoros con los despojos del de su clase. A eso se le llama, con la hipocresía de la época, la competencia. El pobre, por su parte, es enemigo de sus hermanos igualmente pobres. El pobre ve un enemigo en otro pobre que se acerca, tal vez a alquilarse por menos precio. Si hay una huelga, no faltan hambrientos dispuestos a hacer traición a sus hermanos de clase, ocupando los lugares de los huelguistas. De este modo las cosas, la fraternidad es un sueño, y en su lugar sólo hallamos el odio de una clase contra otra clase: el odio de los individuos de una misma clase entre sí; la espantosa guerra de todos contra todos, que deshonra a la raza humana y retarda el advenimiento de ese día de amor y de justicia con que sueñan los hombres generosos del mundo.

La Revolución está para estallar. Todos, luchadores y no luchadores, nos vamos a ver arrastrados por el grandioso movimiento. Nadie podrá permanecer indiferente al gran choque. Hay necesidad, pues, de escoger una bandera. Si se desea simplemente el cambio de amos, hay partidos, fuera del liberal, que luchan solamente por tener nuevos presidente y vicepresidente; pero todos aquellos que deseen hacer obra revolucionaria verdadera, obra profunda y grande que beneficie a los pobres, que vengan a nuestras filas, que se agrupen bajo la bandera igualitaria del Partido Liberal, y, unidos arrancaremos la tierra de las pocas manos que la detentan para dársela al pueblo, y nos acercaremos al ideal de Libertad, Igualdad y Fraternidad por medio del bienestar del mayor número.

Ricardo Flores Magón