Noviembre 12 de 1910
Siempre han sido el niño y la mujer las víctimas escogidas de la barbarie, y sólo en ciertos países ha gozado la primera de algunos privilegios, que en ocasiones la han colocado por encima del hombre socialmente, como en los clanes primitivos en que existió el matriarcado. Pero la mujer todavía no ha ocupado el verdadero lugar que como mujer le corresponde en las sociedades.
La Biblia, que consagra la impureza de la mujer, nos dice que el pueblo judío trataba inconsideradamente a las mujeres y a los niños: los padres tenían derecho absoluto sobre las hijas, las vendían como esclavas o las sacrificaban, como lo demuestra el célebre caso de jefté, y el atroz culto de Moloch, que puso en práctica la quema de niños vivos y especialmente de niñas, en todos los pueblos de raza semítica. Los judíos acostumbraron el monopolio de las mujeres por los ricos. Salomón nos da un ejemplo de ello, y debido a eso se produjeron naturalmente en los pobres, los repugnantes vicios de que la misma Biblia nos habla, acarreando el consiguiente rebajamiento en las costumbres, cuyas víctimas de preferencia lo fueron las mujeres.
En el antiguo Egipto, donde los pobres fellahs construyeron a fuerza de látigo y palo gigantescos monumentos al servilismo y al orgullo, que la erosión de los vientos no ha podido destruir en el transcurso de miles de años, la mujer tuvo privilegios extraordinarios: estipulaba libremente las cláusulas de los contratos matrimoniales; podía obtener el divorcio con sólo manifestar su deseo de no continuar unida a su marido y no pocas veces obligaban a éste a la servidumbre, exactamente como ahora exigen muchos maridos que llevan el título de civilizados, la servidumbre de la mujer.
Las mujeres de la India, por el contrario de las egipcias, padecían la tiranía de horribles costumbres: las viudas se quemaban vivas a la muerte de sus maridos. No eran obligadas por la violencia al sacrificio; los hombres hallaron el medio de llevarlas voluntariamente a la pira inculcándoles absurdas nociones de honor y explotando su vanidad, su orgullo y su casta, porque es de saber que sólo las mujeres de los personajes se quemaban. Las mujeres pobres, pertenecientes a las castas consideradas como inferiores, se confundían con sus hijos en la desgradación; su vida no ofrece nada de atractivo.
China es otro de los países más funestos para la mujer: la autoridad paternal era y es allá despótica, al igual que la autoridad del marido: la mujer no es más que una sombra o un eco en la casa, según dice el proverbio; la mujer no puede manifestar preferencia ninguna porque los preceptos del pudor se ofenderían; se ha de considerar contenta con el marido que se le asigna, viejo o muchacho, repugnante o pasadero; el matrimonio es simplemente una venta. La mórbida sensualidad de los chinos llega hasta la mutilación de los pies femeninos y otros refinamientos comunes entre los ricos. Como en la India, en China se acostumbró el suicidio de las viudas aunque sin la concurrencia de las piras y premiándose con inscripciones encomiásticas en los templos. El infanticidio es cosa corriente, sobre todo en las niñas.
Los griegos, con todo y su poderosa mentalidad, no fueron muy humanos con sus mujeres; Esquilo, poeta y filósofo, defensor de las instituciones patriarcales, llega a la peregrina teoría de que la mujer no es madre de su hijo, sino un temporal depositario del hijo del hombre. El gineceo era el lugar destinado para las mujeres helénicas, aunque se adiestraban con frecuencia en los gimnasios, y en una época llegaron a recibir educación especial para el amor, nunca se las vio en realidad como iguales al hombre. El matrimonio no era cuestión de inclinación; se unía a los jóvenes más robustos y hermosos con las doncellas mejor formadas, como se procede en las ganaderías para el mejoramiento de las razas. Los niños recibían una educación militar; para mantenerse superiores sobre sus esclavos y vecinos, los griegos formaban soldados desde la cuna, sanos de cuerpo, pero mutilados de espíritu pues el intelecto griego, brillante en algunas facetas, permaneció oscuro en muchas, a pesar de las exageradas alabanzas que se hacen de la cultura ateniense; matando a los niños raquíticos y deformes, ejercitando a los otros en la lucha, en la carrera, en toda suerte de juegos corporales, hicieron buenos guerreros de cuerpos ágiles, de formas bellas y gallardas; pero con la disciplina detuvieron el desarrollo intelectual de la raza, que de otra manera habría alcanzado alturas y esplendores mayores.
Una tribu Madagascar, los Hovas, puede dar ejemplo de buen trato a la mujer a muchos de los pueblos tenidos por civilizados. También saben las mujeres hovas comprender su situación, que designan respectivamente a sus vecinas las mujeres de los negros del Senegal, civilizados militarmente por los franceses, con el nombre de mulas, porque estas infelices viven sujetas a los trabajos más rudos y humillantes.
Los calumniados beduinos nómadas tienen rasgos que los abonan; entre ellos un delincuente podía librarse del castigo si lograba colocar la cabeza debajo del manto de una mujer exclamando me pongo bajo tu protección.
Diferente, como se ve ha sido la suerte de la mujer. Entre los judíos fue una esclava impura y vendible, propiedad absoluta del padre. En el Egipto, pudo ejercitar tiranía sobre el hombre; en la India fue un apéndice que debía desaparecer con el dueño; en la China, víctima de la sensualidad y los celos masculinos, tuvo y tiene una triste suerte; en Grecia se le consideró, con algunas excepciones, como un objeto; entre los Hobas, los Beduinos y otras tribus, ha gozado de relativa libertad y de muy simpáticos fueros.
Busquémosla ahora en la situación también diversa que guarda en las naciones modernas.
La moral que las antiguas civilizaciones heredaron de los primeros núcleos sociales, conocidos con el nombre de clanes, se ha venido modificando con la evolución de las costumbres, con la desaparición de algunas necesidades y el nacimiento de otras; mas en lo general la mujer permanece fuera del lugar que le corresponde, y el niño que de ella recibe el impulso inicial de su vida psíquica, se encargará, cuando llegue a hombre, de perpetuar el desacuerdo entre las dos partes que forman la humanidad. Ahora ya no se quema a las viudas con el cadáver del marido, ni los padres tienen derecho de vida y muerte sobre sus hijos, como acontecía en Roma; ya no se practican razzias a mano armada para proveer de mujeres a los hombres de una tribu, ni se queman niños vivos bajo las narices de Moloch; las leyes escritas y las simples conveniencias sociales, ejercen de verdugos de la mujer; la patria protestad se manifiesta aún en mil formas opresivas. La trata de blancas para proveer los harenes de los potentados, ocupa el sitio de las razzias violentas, y el infanticidio, resultado de la miseria y de la mojigatería es un hecho harto común en todas las clases sociales.
Fuera del campo del liberalismo que reivindica la igualdad de la mujer y del hombre, la tendencia de la época, débil todavía para romper con todos los obstáculos que se ofrecen a la emancipación de la mujer, ha motivado esa desviación conocida con el nombre de feminismo. No pudiendo ser mujer, la mujer quiere ser hombre; se lanza con un entusiasmo digno de un feminismo más racional en pos de todas las cosas feas que un hombre puede ser y hacer; quiere desempeñar funciones de policía, de picapleitos, de tirano político y de elegir con los hombres los amos del género humano. Finlandia va a la cabeza de este movimiento, después le siguen Inglaterra y Estados Unidos.
El feminismo sirve de base a la oposición de los enemigos de la emancipación de la mujer. Ciertamente no hay nada atractivo en una mujer gendarme, en una mujer alejada de la dulce misión de su sexo para empuñar el látigo de la opresión; en una mujer huyendo de su graciosa individualidad femenina para vestir la hibridez del hombrunamiento.
La teoría bíblica de la impureza de la mujer, ha perdido su infalibilidad; la substituye la moderna inferioridad de la mujer, con su pretendido apoyo en la ciencia.
¡lnferioridad de la mujer! cuando para ser sinceros deberíamos decir: ¡esclavitud de la mujer!
Incontables generaciones han pasado sometiendo a los rigores de una educación a propósito a la mujer, y al fin, cuando los resultados de esa educación se manifiestan; cuando los perjuicios acumulados en el cerebro femenino y las cargas materiales que los hombres le echan encima, actúan de lastre en su vida impidiendo el vuelo franco de su intelecto en los espacios libres de la idea; cuando todo lo que la rodea es opresivo y mentiroso, se viene a la conclusión de la inferioridad de la mujer, para no admitir ni confesar la desigualdad de circunstancias y la ausencia de oportunidad, que a pesar de todo, no han impedido que la emancipación de la mujer se inicie ayudada por los heroicos esfuerzos de ella misma. Las mujeres revolucionarias, emancipadas morales, contestan victoriosamente el cargo de superficialidad hecha a sus sexo; hacen meditar con respetuosa simpatía en la suma del valor, de energía, de voluntad, de sacrificios y amarguras que su labor representa, es el mérito mayor que su rebeldía tiene, comparada con la rebeldía del hombre. El acto de la revolucionaria rusa que se desfiguró el rostro porque su belleza era un estorbo en la lucha por la libertad, revela mentalidad superior. Comparad esa acción con la de los soldados de Pompeyo, huyendo de las tropas de César que tenían la consigna de pegarles en la cara; ved a Maximiliano de Austria rechazando la fuga por no cortarse la hermosa barba. ¿De qué lado están la superficialidad, la coquetería estúpida, la vanidad necia? Se acusa de fragilidad a la mujer y ¿se comparan esos deslices que condenan la hipocresía moral con los extravíos homosexuales, con esa prostitución infame de los hombres, tan extendida en todos los países del mundo y practicada escandalosamente por representantes de las clases llamadas cultas, entre los hombres de Estado y la refinada nobleza, como lo hizo saber la pluma irreverente de Maximiliano Harden, en Alemania, como se descubrió ruidosamente en México en un baile íntimo de aristócratas?
La religión, cualquiera que sea la denominación con que se presente, es el enemigo más terrible de la mujer, A pretexto de consuelo, aniquila su conciencia; en nombre de un amor estéril, le arrebata al amor, fuente de la vida y la felicidad humanas; con burdas fantasmagorías, bosquejadas en una poesía enfermiza, la aparta de la poesía fuerte, real, inmensa, de la existencia libre.
La religión es el auxiliar de los déspotas caseros y nacionales; su misión es la del domador; caricia o azote, jaula o lazo, todo lo que emplea conduce al fin: amansar, esclavizar a la mujer en primer término, porque la mujer es la madre y la maestra del niño, y el niño será el hombre.
Otro enemigo no menos terrible tiene la mujer: las costumbres establecidas; esas venerables costumbres de nuestros mayores, siempre rotas por el progreso y siempre anudadas de nuevo por el conservatismo. La mujer no puede ser mujer, no puede amar cuando ama, no puede vivir como la libre compañera del hombre, porque las costumbres se oponen, porque una violación a ellas trae el desprecio y la befa, y el insulto y la maldición. La costumbre ha santificado su esclavitud, su eterna minoría de edad, y debe seguir siendo esclava y pupila por respeto a las costumbres, sin acordarse que costumbres sagradas de nuestros antepasados lo fueron el canibalismo, los sacrificios humanos en los altares del dios Huitzilopochtli, la quema de niños y de viudas, la horadación de las narices y los labios, la adoración de lagartos, de becerros y de elefantes. Costumbres santas de ayer son crímenes o pueriles necedades de hoy. ¿A qué, pues, tal respeto y acatamiento a las costumbres que impiden la emancipación de la mujer?
La libertad asusta a quienes no la comprenden y a aquellos que han hecho su medio de la degradación y la miseria ajenas; por eso la emancipación de la mujer encuentra cien oponentes por cada hombre que la defiende o trabaja por ella.
La igualdad libertaria no trata de hacer hombre a la mujer; da las mismas oportunidades a las dos facciones de la especie humana para que ambas se desarrollen sin obstáculos, sirviéndose mutuamente de apoyo, sin arrebatarse derechos, sin estorbarse en el lugar que cada uno tiene en la naturaleza. Mujeres y hombres hemos de luchar por esta igualdad racional, armonizadora de la felicidad individual con la felicidad colectiva, porque sin ella habrá perpetuamente en el hogar la simiente de la tiranía, el retoño de la esclavitud y la desdicha social. Si la costumbre es un yugo, quebremos la costumbre por más sagrada que parezca; ofendiendo las costumbres, la civilización avanza. El qué dirán es un freno; pero los frenos nunca han libertado pueblos, satisfecho hambres, ni redimido esclavitudes.
Práxedis G. Guerrero
Regeneración, N° 11 del 12 de Noviembre de 1910. Los Angeles, California.
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