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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1908 Entrevista Díaz-Creelman. El presidente Díaz, Héroe de las Américas. James Creelman

1908

 

EL PRESIDENTE DÍAZ, HÉROE DE LAS AMÉRICAS
James Creelman

 

En este artículo notable, el prócer del continente habla abiertamente al mundo a través del Pearson’s Magazine. Por un arreglo previo, el señor James Creelman fue recibido en el Castillo de Chapultepec y tuvo oportunidades extraordinarias de conversar con el presidente Díaz y obtener con gran precisión el dramático e impresionante contraste entre su severo, autocrático gobierno y su alentador tributo a la idea democrática. A través del señor Creelman, el presidente anuncia su irrevocable decisión de retirarse del poder y predice un pacífico futuro para México bajo instituciones libres. Es ésta la historia del hombre que ha construido una nación. El editor.

 

Desde la altura del Castillo de Chapultepec, el presidente Díaz contempló la venerable capital de su país, extendida sobre una vasta planicie circundada por un anillo de montañas que se elevan magníficas. Y yo, que había viajado casi 4000 millas desde Nueva York para ver al guía y héroe del México moderno, al líder inescrutable en cuyas venas corre mezclada la sangre de los antiguos mixtecas y la de los conquistadores españoles, admiré la figura esbelta y erguida: el rostro imperioso, fuerte, marcial, pero sensitivo. Semblanza que está más allá de lo que se puede expresar con palabras.

Una frente alta, amplia, llega oblicuamente hasta el cabello blanco y rizado; sobre los ojos café oscuro de mirada sagaz que penetran en el alma, suavizados a veces por inexpresable bondad y lanzando, otras veces, rápidas miradas soslayadas, de reojo —ojos terribles, amenazadores, ya amables, ya poderosos, ya voluntariosos—, una nariz recta, ancha, fuerte y algo carnosa cuyas curvadas aletas se elevan y dilatan con la menor emoción. Grandes mandíbulas viriles que bajan de largas orejas finas, delgadas, pegadas al cráneo; la formidable barba, cuadrada y desafiante; la boca amplia y firme sombreada por el blanco bigote; el cuello corto y musculoso; los hombros anchos, el pecho profundo. Un porte tenso y rígido que proporciona una gran distinción a la personalidad, sugiriendo poder y dignidad. Así es Porfirio Díaz a los setenta y ocho años de edad, como yo lo vi hace unas cuantas semanas en el mismo lugar en donde, hace cuarenta años, se sostuvo con su ejército sitiador de la ciudad de México, mientras el joven emperador Maximiliano era ejecutado en Querétaro —atrás de las azules montañas del norte—, esperando con el ceño fruncido el emocionante final de la última intervención monárquica europea en las repúblicas de América.

Es ese algo, intenso y magnético en los ojos oscuros, abiertos, sin miedo, y el sentido de nervioso desafío en las sensitivas aletas de la nariz, lo que parece conectar al hombre con la inmensidad del paisaje como una fuerza elemental.

No hay figura en todo el mundo, ni más romántica ni más heroica, ni que más intensamente sea vigilada por amigos y enemigos de la democracia, que este soldado, hombre de Estado, cuya aventurera juventud hace palidecer las páginas de Dumas y cuya mano de hierro ha convertido las masas guerreras, ignorantes, supersticiosas y empobrecidas de México, oprimidas por siglos de crueldad y avaricia española, en una fuerte, pacífica y equilibrada nación que paga sus deudas y progresa.

Ha gobernado la República Mexicana por veintisiete años con tal energía, que las elecciones se han convertido en meras formalidades: con toda facilidad podría haberse coronado.

Aún hoy, en la cumbre de su carrera, este hombre asombroso —prominente figura del hemisferio americano e indescifrable misterio para los estudiosos de los gobiernos humanos— anuncia que insistirá en retirarse de la presidencia al final de su presente periodo, de manera que podrá velar porque su sucesor quede pacíficamente establecido, y que, con su ayuda, el pueblo de la República Mexicana pueda mostrar al mundo que ha entrado ya a la más completa y última fase en el uso de sus derechos y libertades, que la nación está superando la ignorancia y la pasión revolucionaria y que es capaz de cambiar y elegir presidente sin flaquear y sin guerras.

Es verdaderamente increíble salir de la congestionada Wall Street y sus ansias económicas y hallarse en el transcurso de la misma semana en el cerro de Chapultepec, rodeado de una belleza casi irreal en su grandiosidad, al lado de aquel a quien se considera que ha transformado una república en una autocracia por la absoluta conjunción de carácter y valor, y oírlo hablar de la democracia como de la esperanza de salvación de la humanidad. Esto, también, en el momento en que el alma norteamericana teme y se estremece ante la sola idea de tener un mismo presidente por tres periodos electorales consecutivos.

El presidente contempló la majestuosa escena, llena de luz, a los pies del antiguo castillo, y se retiró sonriendo. Rozó, al pasar, una cortina de flores escarlata y la enredadera de geranios rosa vivo, mientras se dirigía, a lo largo de la terraza, al jardín interior, en donde una fuente brota entre palmas y flores, salpicando con agua de este manantial en el cual Moctezuma solía beber, bajo los recios cipreses que de antiguo yerguen sus ramas sobre la roca en que nos detuvimos.

“Es un error suponer que el futuro de la democracia en México ha sido puesto en peligro por la prolongada permanencia en el poder de un solo presidente”, dijo en voz baja. “Puedo decir con toda sinceridad que el servicio no ha corrompido mis ideales políticos y que creo que la democracia es el único justo principio de gobierno, aun cuando llevarla al terreno de la práctica sea posible sólo en pueblos altamente desarrollados.”

Calló un momento la recia figura y los oscuros ojos contemplaron el gran valle en donde el Popocatépetl, cubierto de nieve, levanta su cono volcánico de cerca de 18000 pies entre las nubes y junto a los blancos cráteres del Iztaccíhuatl; una tierra de volcanes muertos, los humanos y los geológicos.

“Puedo dejar la presidencia de México sin ningún remordimiento, pero lo que no puedo hacer es dejar de servir a este país mientras viva”, añadió.

El sol daba con fuerza en la cara del presidente, pero sus ojos no se cerraron, resistiendo la dura prueba. El paisaje verde, la ciudad humeante, el tumulto azul de las montañas, el tenue aire perfumado parecían conmoverlo, y sus mejillas se colorearon mientras, con las manos cruzadas atrás, mantenía la cabeza erguida. Las aletas de su nariz se ensanchaban.

“¿Sabe usted que en Estados Unidos tenemos graves problemas por la elección del mismo presidente por más de tres periodos?”

Sonrió, y después, con gravedad, sacudió la cabeza asintiendo mientras se mordía los labios. Es difícil describir el gesto de concentrado interés que repentinamente adquirió su fuerte fisonomía inteligente.

“Sí. Sí lo sé”, repuso. “Es un sentimiento natural en los pueblos democráticos el que sus dirigentes deban ser cambiados. Estoy de acuerdo con este sentimiento.”

Difícil era pensar que estaba yo escuchando al soldado que ha dirigido una república sin interrupción durante cinco lustros, con una autoridad personal que es desconocida para la mayoría de los reyes. Sin embargo, habló de un modo sencillo y convincente, como lo haría aquel cuyo lugar, alto y seguro, está más allá de la necesidad de ser hipócrita:

“Existe la certeza absoluta de que cuando un hombre ha ocupado por mucho tiempo un puesto destacado empieza a verlo como suyo, y está bien que los pueblos libres se guarden de las tendencias perniciosas de la ambición individual.

“Sin embargo, las teorías abstractas de la democracia y la efectiva aplicación práctica son a veces, por su propia naturaleza, diferentes. Esto es, cuando se busca más la substancia que la mera forma.

“No veo realmente una buena razón por la cual el presidente Roosevelt no deba ser reelegido si la mayoría del pueblo americano quiere que continúe en la presidencia. Creo que él ha pensado más en su país que en él mismo. Ha hecho, y sigue haciendo, una gran labor por los Estados Unidos; una labor que redundará, ya sea que se reelija o no, en que pase a la historia como uno de los grandes presidentes. Veo los monopolios como un gran poder verdadero en los Estados Unidos, y el presidente Roosevelt ha tenido el patriotismo y el valor de desafiarlos. La humanidad entiende el significado de su actitud y su proyección en el futuro. Se yergue frente al mundo como un hombre cuyas victorias han sido victorias en el orden moral.

“A mi juicio, la lucha por restringir la fuerza de los monopolios y evitar que opriman al pueblo de los Estados Unidos marca uno de los más significativos e importantes periodos en vuestra historia. El señor Roosevelt ha hecho frente a la crisis como todo un gran hombre.

“No hay duda de que es un hombre puro, un hombre fuerte, un patriota que ama a su país y lo comprende. Ese temor de los norteamericanos por un tercer periodo con él al frente del gobierno me parece a mí completamente injustificado. No puede haber, en modo alguno, cuestión de principio en este asunto, si la gran mayoría del pueblo de los Estados Unidos aprueba su política y desea que continúe su obra. Éste es el punto real y vital: el hecho de que una mayoría del pueblo lo necesita y reclama que sea él precisamente quien continúe en el poder.

“Aquí en México nos hemos hallado en diferentes condiciones. Recibí este gobierno de manos de un ejército victorioso, en un momento en que el país estaba dividido y el pueblo impreparado para ejercer los supremos principios del gobierno democrático. Arrojar de repente a las masas la responsabilidad total del gobierno habría producido resultados que podían haber desacreditado totalmente la causa del gobierno libre.

“Sin embargo, a pesar de que yo obtuve el poder principalmente por el ejército, tuvo lugar una elección tan pronto que fue posible y ya entonces mi autoridad emanó del pueblo. He tratado de dejar la presidencia en muchas y muy diversas ocasiones, pero pesa demasiado y he tenido que permanecer en ella por la propia salud del pueblo que ha confiado en mí. El hecho de que los valores mexicanos bajaran bruscamente once puntos durante los días que la enfermedad me obligó a recluirme en Cuernavaca indica la clase de evidencia que me indujo a sobreponerme a mi inclinación personal de retirarme a la vida privada.

“Hemos preservado la forma republicana y democrática de gobierno. Hemos defendido y guardado intacta la teoría. Sin embargo, hemos adoptado también una política patriarcal en la actual administración de los asuntos de la nación, guiando y restringiendo las tendencias populares, con fe ciega en la idea de que una paz forzosa permitiría la educación, que la industria y el comercio se desarrollarían y fueran todos los elementos de estabilización y unidad entre gente de natural inteligente, afectuoso y dócil.

“He esperado pacientemente porque llegue el día en que el pueblo de la República Mexicana esté preparado para escoger y cambiar sus gobernantes en cada elección, sin peligro de revoluciones armadas, sin lesionar el crédito nacional y sin interferir con el progreso del país. Creo que, finalmente, ese día ha llegado.”

Nuevamente, la marcial figura se volvió hacia la gloriosa escena extendida entre las montañas. Era fácil observar que el presidente estaba profundamente conmovido. El recio rostro se había vuelto sensitivo como el de un niño y los oscuros ojos se habían humedecido. ¡Y qué inolvidable visión teñida de romanticismo y emotividad fue aquélla!

Bajo aquellos árboles gigantescos que por siglos han circundado el cerro de Chapultepec —única elevación en el valle—, Moctezuma, el monarca azteca, gustaba de caminar en sus horas de reposo, antes de que Cortés y Alvarado viniesen con la cruz de Cristo y la despiadada espada española, para ser seguidos después por trescientos años terribles durante los cuales el país se retorció y lloró bajo la férula de sesenta y dos virreyes españoles y cinco gobernadores, sucedidos a su vez por un ridículo emperador nativo y una larga línea de dictadores y presidentes; entre ellos, la invasión del emperador Maximiliano, hasta que Díaz, héroe de cincuenta batallas, decidió que México debería cejar en sus luchas, aprender a trabajar y pagar sus deudas.

Aquí, en la ladera de Chapultepec, donde florecen en diciembre rosas rojas y blancas, margaritas, extrañas pinceladas de capullos escarlata, jazmines que se extienden sobre las rocas esculpidas por los aztecas, macizos de mirtos azules, violetas, amapolas, lirios, laureles, palpitó el corazón con una emoción nacida del color.

Allá atrás quedaba el derruido molino de paredes de piedra rosa, en el que Winfield Scott se hizo fuerte con su artillería en 1847, cuando veloces líneas de bayonetas cruzaron el pantano, pasaron los cipreses y laureles del bosque, y la bandera americana fue izada en la cima de Chapultepec, entre los cadáveres de los valientes jóvenes cadetes de México, cuyo blanco monumento, una vez cada año, es adornado por veteranos norteamericanos.

Mientras paseábamos por la terraza del castillo, podíamos ver largas procesiones de indígenas que, acompañados por sus esposas e hijos, vistiendo enormes sombreros, envueltos en sarapes de vivos colores, unos descalzos, calzados otros con sandalias —huaraches—, se dirigían desde todos los puntos del valle y de las montañas circunvecinas hacia la basílica de Guadalupe. Dos días más tarde pude ver a cien mil aborígenes de América reunirse en torno de ésta, la más sagrada de las basílicas americanas, en donde, bajo una corona de esmeraldas, rubíes, diamantes y zafiros, cuya sola confección costó 30000 dólares, y frente a una multitud de indígenas embozados en sus mantas, mientras a su lado se arrodillaban sus mujeres y sus tiernos hijos que sostenían ramos de flores, venerando a la imagen con una devoción que hubiera movido a reverencia al espectador más cínico, frente a esta multitud, digo, el arzobispo de México, resplandeciente, celebró misa en el altar mayor, al pie de la tilma del piadoso Juan Diego. Es ésta la tilma en cuya superficie la imagen de la Virgen de Guadalupe se apareció milagrosamente en 1531.

Difícilmente veíamos la pequeña capilla en lo alto de la colina, en donde estuvo primero expuesta la sagrada tilma. Frente a la puerta de la pequeña iglesia, Santa Anna, el dictador que derrocó al imperio mexicano de Iturbide, cedió a las fuerzas conquistadoras de los Estados Unidos, por 15 000 000 de dólares, California, Nevada, Utah, parte de Colorado y una gran parte de Nuevo México y Arizona, todo lo cual, junto con el territorio de Texas, aportó cerca de 850 000 millas cuadradas de extensión al poderío de las barras y las estrellas. Y todo esto tan sólo nueve días después de que en California se habían descubierto yacimientos de oro.

En el pequeño cementerio, al lado de la capilla, está la olvidada tumba del dictador Santa Alma, y entre el abigarrado conjunto de los techos de la ciudad podíamos distinguir el de la otra capilla en que, con pompa reluciente, hizo sepultar su pierna amputada, misma que, más tarde, fue exhumada por una multitud indignada que la amarró a una cuerda y la arrastró por las calles en medio del regocijo del populacho.

“Es una creencia extendida la de que es imposible, para las instituciones verdaderamente democráticas, nacer y subsistir en un país que no tiene clase media”, sugerí.

El presidente Díaz se volvió a mí, me clavó una mirada penetrante y movió la cabeza, para responder:

“Es verdad”, dijo. “México tiene hoy una clase media, pero no la tenía antes. La clase media es aquí, como en todas partes, el elemento activo de la sociedad.

“Los ricos están demasiado preocupados por sus mismas riquezas y dignidades para que puedan ser de alguna utilidad inmediata en el progreso y en el bienestar general. Sus hijos, en honor a la verdad, no tratan de mejorar su educación o su carácter. Pero, por otra parte, los pobres son a su vez tan ignorantes que no tienen poder alguno.

“Es en la clase media, surgida en gran parte de los pobres pero también en alguna forma de los ricos —clase media que es activa, trabajadora, que se mejora a cada paso—, en la que una democracia debe confiar y descansar para su progreso. Es la clase media a la que principalmente atañe la política y el mejoramiento general.

“Antiguamente, no teníamos una verdadera clase media en México, porque las conciencias y las energías del pueblo estaban completamente absorbidas por la política y la guerra. La tiranía española y el mal gobierno habían desorganizado la sociedad. Las actividades productivas de la nación habían sido abandonadas en las luchas sucesivas. Existía una confusión general. No había garantías para la vida o la propiedad y es lógico que una clase media no podía aparecer en estas circunstancias.”

“General Díaz”, le interrumpí. “Usted ha tenido una experiencia sin precedentes en la historia de las repúblicas. Durante treinta años, los destinos de este país han estado en sus manos, para moldearlos a su gusto; pero los hombres mueren y las naciones continúan viviendo. ¿Cree usted que México puede seguir su existencia pacífica como república? ¿Tiene usted absoluta certeza de que el futuro del país está asegurado bajo instituciones libres?”

Si el viaje desde Nueva York fue valioso por todos conceptos, más lo fue por poder ver la expresión de la cara del héroe en ese momento: fuerza, patriotismo, belicosidad y don profético aparecieron y brillaron de pronto en sus ojos oscuros.

“El futuro de México está asegurado”, dijo con voz clara y firme. “Mucho me temo que los principios de la democracia no han sido plantados profundamente en nuestro pueblo. Pero la nación ha crecido y ama la libertad. Nuestra mayor dificultad la ha constituido el hecho de que el pueblo no se preocupa lo bastante acerca de los asuntos públicos como para formar una democracia. El mexicano, por regla general, piensa mucho en sus propios derechos y está siempre dispuesto a asegurarlos. Pero no piensa mucho en los derechos de los demás. Piensa en sus propios privilegios, pero no en sus deberes. La base de un gobierno democrático la constituye el poder de controlarse y hacerlo le es dado solamente a aquellos quienes conocen los derechos de sus vecinos.

“Los indios, que son más de la mitad de nuestra población, se ocupan poco de la política. Están acostumbrados a guiarse por aquellos que poseen autoridad, en vez de pensar por sí mismos. Es ésta una tendencia que heredaron de los españoles, quienes les enseñaron a abstenerse de intervenir en los asuntos públicos y a confiar ciegamente en que el gobierno los guíe. Sin embargo, yo creo firmemente que los principios de la democracia han crecido y seguirán creciendo en México.”

“Pero, señor presidente, usted no tiene partido oposicionista en la república. ¿Cómo podrán florecer las instituciones libres cuando no hay oposición que pueda vigilar a la mayoría o al partido del gobierno?”

“Es verdad que no hay partido oposicionista. Tengo tantos amigos en la república que mis enemigos no parecen estar muy dispuestos a identificarse con una tan insignificante minoría. Aprecio en lo que vale la bondad de mis amigos y la confianza que en mí deposita mi patria; pero esta absoluta confianza impone responsabilidades y deberes que me fatigan cada día más.

“No importa lo que al respecto digan mis amigos y partidarios; me retiraré cuando termine el presente periodo y no volveré a gobernar otra vez. Para entonces tendré ya ochenta años.

“El país ha confiado en mí, como ya dije, y ha sido generoso conmigo. Mis amigos han alabado mis méritos y pasado por alto mis defectos. Pero pudiera ser que no trataran tan generosamente a mi sucesor y que éste llegara a necesitar mi consejo y mi apoyo; es por esto que deseo estar todavía vivo cuando él asuma el cargo y poder así ayudarlo.”

Cruzó los brazos sobre el ancho pecho y habló con gran énfasis: “Doy la bienvenida a cualquier partido oposicionista en la República Mexicana”, dijo. “Si aparece, lo consideraré como una bendición, no como un mal. Y si llegara a hacerse fuerte, no para explotar sino para gobernar, lo sostendré y aconsejaré, y me olvidaré de mí mismo en la victoriosa inauguración de un gobierno completamente democrático en mi país.

“Es para mí bastante recompensa ver a México elevarse y sobresalir entre las naciones pacíficas y útiles. No tengo deseos de continuar en la presidencia, si ya esta nación está lista para una vida de libertad definitiva. A los setenta y siete años, estoy satisfecho con mi buena salud y esto es algo que no pueden crear ni la ley ni la fuerza. Yo, personalmente, no me cambiaría por el rey americano del petróleo y sus millones.”

Su atezada piel, sus brillantes ojos y su paso elástico y ligero iban bien con el tono de sus palabras. Para quien ha sufrido las privaciones de la guerra y de la cárcel, y hoy se levanta a las seis en punto de la mañana para quedarse trabajando tarde por las noches hasta el máximo de sus fuerzas, la condición física del presidente Díaz —quien es además un gran cazador y sube la escalinata del palacio de dos en dos escalones— es casi increíble.

“El ferrocarril ha jugado un papel importante en la paz de México”, continuó. “Cuando yo llegué a presidente, había únicamente dos líneas pequeñas: una que conectaba la capital con Veracruz; la otra con Querétaro. Hoy día tenemos más de 19000 millas de ferrocarriles. El servicio de correos que entonces teníamos era lento y deficiente, transportado en coches de posta, y el que cubría la ruta entre la capital y Puebla era asaltado por facinerosos dos o tres veces en el mismo viaje, de tal manera que los últimos en atacarlo no encontraban ya nada que robar.

“Tenemos ahora un sistema eficiente y económico, seguro y rápido a través de todo el país y con más de doscientas oficinas postales.

Enviar un telegrama en aquellos tiempos era cosa difícil. Hoy tenemos más de 45000 millas de líneas telegráficas operando.

“Empezamos castigando el robo con pena de muerte y apresurando la ejecución de los culpables en las horas siguientes de haber sido aprehendidos y condenados. Ordenamos que dondequiera que los cables telegráficos fueran cortados y el jefe del distrito no lograra capturar al criminal, él debería sufrir el castigo; y en el caso de que el corte ocurriera en una plantación, el propietario, por no haber tomado medidas preventivas, debería ser colgado en el poste de telégrafo más cercano. No olvide usted que éstas eran órdenes militares.

“Éramos duros. Algunas veces, hasta la crueldad. Pero todo esto era necesario para la vida y el progreso de la nación. Si hubo crueldad, los resultados la han justificado con creces.”

Las aletas de su nariz se dilataron y temblaron. Su boca era una línea recta.

“Fue mejor derramar un poco de sangre, para que mucha sangre se salvara. La que se derramó era sangre mala; la que se salvó, buena.

“La paz era necesaria, aun cuando fuese una paz forzada, para que la nación tuviera tiempo de pensar y actuar. La educación y la industria han llevado adelante la tarea emprendida por el ejército.”

Se paseó lentamente a lo largo de la terraza, con la mirada fija abarcando la escena, como si los viejos días gravitaran sobre él una vez más: la matanza y victoria de Puebla; la marcha sobre la ciudad de México; la visita de la altiva princesa de Salm Salm a sus filas y sus vanas súplicas por la vida del emperador Maximiliano, quien se preparaba a morir en Querétaro; la entrevista clandestina con el sacerdote secretario de Maximiliano; la palidez de la señora doña Luciana Arrozola de Baz, esposa del ministro de la Guerra, quien salió a ofrecer la capitulación de la capital si Díaz abandonaba la República; las tentativas de generales traidores, aquí en el cerro de Chapultepec, dispuestos a traicionar al emperador para salvarse ellos mismos; todos heroínas, héroes, sacerdotes, soldados, rechazados sin esperanza, y las líneas de afilado acero, gloriosas ya de sangre opresora extranjera, se reforzaban y estrechaban alrededor de la ciudad. Después, la bandera blanca ondeando allá sobre las torres grises de la catedral, el fin del bastardo imperio y la entrada del polvoso ejército republicano, con Díaz a la cabeza, entre muchedumbres de peones tocados con sombreros enormes, envueltos en sarapes, descalzos y llorando de gratitud.

“¿Y cuál es, en su opinión, la fuerza más grande para mantener la paz: el ejército o la escuela?”, pregunté.

La cara del soldado enrojeció levemente y la espléndida cabeza blanca se irguió aún más:

“¿Habla usted del presente?” “Sí.”

“La escuela. No cabe la menor duda acerca de ello. Quiero ver la educación difundida por todo el país, llevada por el gobierno nacional. Espero verlo antes de morir. Es importante para los ciudadanos de una república el recibir todos la misma instrucción, de modo que sus ideales y sus métodos puedan armonizar y se intensifique así la unidad nacional. Cuando los hombres leen las mismas cosas y piensan lo mismo, están más dispuestos a actuar de común acuerdo.”

“¿Y cree usted que la vasta población indígena de México es capaz de un gran desarrollo?”

“Sí, lo creo. Los indios son amables y agradecidos. Todos, menos los yaquis y algunas tribus mayas. Tienen tradiciones de una antigua civilización propia. Se les encuentra a menudo entre los abogados, ingenieros, doctores, oficiales del ejército y otros profesionales.”

Sobre la ciudad flotaba el humo de las numerosas fábricas.

“Es mejor que el humo de los cañones”, dije.

“Sí”, me contestó, “pero hay, sin embargo, tiempos en los que el humo del cañón no es una cosa tan mala. Los trabajadores pobres de mi país se han levantado para sostenerme, y no olvidaré nunca lo que mis compañeros de armas y sus hijos han sido para mí en mis numerosas horas críticas.”

Había lágrimas en los ojos del veterano.

“Eso”, dije, señalando una plaza de toros moderna cercana al castillo, “es la única institución española que sobrevive todavía en este paisaje.”

“Usted no ha visto nuestros empeños”, exclamó. “España nos los trajo, al igual que las plazas de toros.”

La terraza en la que estaba el prócer de América muestra todavía las feas decoraciones de estilo pompeyano que el sentenciado emperador Maximiliano y la bella emperatriz Carlota hicieron pintar en los cielos rasos para satisfacer sus gustos a la austriaca. El patriota que aplastó al invasor imperial y en cuya sangre se halla mezclada la corriente ancestral española con la de una civilización nativa de América, cuyos monumentos son hasta la fecha la maravilla del continente, no preservará los recuerdos oropelescos del aventurero coronado a quien combatió, y cuyos intentos de soborno desdeñó, ni siquiera lo alteraron o quiso tocar.

A nuestros pies, buscando la ciudad desde los jardines del castillo, corría la ancha y hermosa avenida que la joven emperatriz Carlota regaló a México. Ella, la princesa que perdió la razón suplicando al papa que interviniera ante Napoleón III para salvar a su esposo, vive hoy día, con la cabeza gris, silenciosamente, en un castillo de Bélgica.

Aquí, en el paseo, existe —erigido por el presidente Díaz— un monumento a Cuauhtémoc, el último de los Moctezuma. Hay también un monumento a Carlos IV, que es la mayor fundición de una sola pieza de bronce que se ha hecho en el mundo y cuyo autor se suicidó al percatarse de que al caballo le faltaban estribos para el imperial jinete.

Lejos, a la derecha, entre los árboles de Coyoacán, está el jardín en el que Cortés estranguló a su esposa y el sitio en donde le quemó los pies a Cuauhtémoc, en un vano intento de hacer que el monarca le revelara el escondite de los tesoros aztecas.

Aún más allá, en el valle, están la pintoresca casa y el jardín de Alvarado, el cruel capitán de Cortés, y la que, antes de la llegada de los españoles, era residencia de un jefe azteca. En ella vive hoy la señora Nutall, encantadora mujer oriunda de California y que busca descifrar el misterio de los indígenas americanos estudiando las majestuosas ruinas de México.

A la derecha está el camino por el cual Cortés y sus huestes se retiraron de la capital de Moctezuma cuando los aztecas se rebelaron contra la cruel opresión; y el árbol, verde todavía, bajo cuyas ramas lloró el Conquistador en la Noche Triste, cuando se halló frente a sus filas derrotadas.

Y a través de todo el valle se mueve un magnífico sistema de tranvías eléctricos y aun la derruida casa de Cortés se alumbra con electricidad. Un elevador, eléctrico también, corre a través del túnel que, en caso de peligro, podía servir a Moctezuma de vía de escape y que existe en la colina de Chapultepec.

Es difícil pensar que esta bellísima llanura fue alguna vez un lago y que los aztecas construyeron en él su grandiosa ciudad lacustre, con calzadas que la unían a la tierra firme. El presidente Díaz hizo perforar un túnel a través de las montañas del este y el Valle de México deja escapar hoy sus aguas hasta el mar, mediante un sistema de canales y alcantarillas que costó más de 12 000 000 de dólares.

“¿Existe una base verdadera para el movimiento panamericano?

¿Existe una idea netamente americana que pueda unir los pueblos de este hemisferio y que los ate y distinga del resto del mundo?”

El presidente oyó la pregunta y sonrió. Hacía sólo unas cuantas semanas que el secretario de Estado norteamericano había sido huésped de México, alojado y tratado en el Castillo de Chapultepec a cuerpo de rey, mientras la colina a los pies del castillo se había convertido en un jardín de cuento de hadas, y toda la nación, desde el presidente hasta el último trabajador, se esforzó por demostrar que, de todas las repúblicas americanas que el ilustre huésped había visitado, ninguna podía igualar a la tierra de Moctezuma en la magnificencia de su bienvenida.

“Existe un sentimiento americano y va tomando incremento”, dijo el presidente. “Pero es inútil negar un instintivo sentimiento de desconfianza, un miedo de absorción territorial, que interfiere con la más estrecha unión de las repúblicas americanas. Así como los guatemaltecos y otros pueblos de América Central parecen temer una absorción ejercida en ellos por México, así hay mexicanos que sienten temor de la ejercida por los Estados Unidos. Personalmente, yo no comparto este miedo. Tengo plena confianza en las intenciones del gobierno norteamericano aun cuando —de repente, parpadeó rápidamente— los sentimientos populares cambian, cambian los gobiernos y no podemos predecir lo que traerá el futuro.

“El trabajo realizado por el Departamento de Repúblicas Americanas en Washington es favorable y tiene un gran campo de acción. Merece un apoyo sincero y fuerte. Todo lo que se necesita es que los pueblos de las naciones americanas se conozcan mejor entre sí, y el Departamento de Repúblicas está haciendo una gran labor en este sentido.”

Hablaba con marcada confianza en la utilidad interamericana del Departamento, bajo la supervisión de su director, el señor Barrett. “Es de suma importancia que los líderes del hemisferio se visiten unos a otros en sus respectivos países. La visita a México del secretario Root y las palabras que aquí dijo han sido fructíferas. Los grupos ignorantes del pueblo de México habían sido llevados a pensar que sus enemigos vivían al otro lado de la frontera norte del país. Pero una vez que han visto a un distinguido estadista y funcionario del gabinete, como lo es el señor Root, hospedado en México, y una vez que han escuchado y aprendido las palabras de amistad y respeto que él dijo, no pueden ser engañados de nueva cuenta. Dejad a los dirigentes de las Américas frecuentarse más, y la idea panamericana crecerá cada vez con más fuerza, mientras que las repúblicas aprenden que no tienen nada que temer una de otra y sí mucho que esperar de sus relaciones.”

“¿Y la Doctrina Monroe?”

“Limitada a un propósito particular, la Doctrina Monroe merece y recibirá el apoyo de todas las repúblicas americanas. Pero como un vago clamor general de poderío por parte de los Estados Unidos, pretensión que se asocia fácilmente con la intervención armada en Cuba, es causa de profundas sospechas. No hay ninguna razón de peso por la cual la Doctrina Monroe no deba ser una doctrina general de América más que una simple política nacional de los Estados Unidos. Las naciones de América debieran poder unirse entre ellas para la mutua defensa y cada nación estar acorde en suministrar su parte de recursos en caso de guerra. Aún más: debieran establecerse penas para aquellos países que no cumplieran con las obligaciones que el tratado impusiera. Una Doctrina Monroe, así, haría a cada nación sentir que su respeto propio y su soberanía y dignidad no quedaban comprometidas y aseguraría a las repúblicas americanas contra invasiones de tipo monárquico o conquistas.”

“¿Cómo repercute en usted, a esta distancia, la actual tendencia de un sentimiento nacionalista en los Estados Unidos, señor presidente? Como guía del pueblo mexicano, nos ha estudiado usted por más de treinta años.”

¡Qué fuerte parecía, qué franco, sencillo y sano, mientras bajo la luz del sol permanecía firme, ahí en ese suelo en donde nació la civilización del Nuevo Mundo. Él, cuyo brazo infantil era aún demasiado débil para defender a México cuando fue despojado de la mitad de su territorio por bayonetas americanas. Él, que desde ese aciago día ha hollado cincuenta campos de batalla y ha defendido a su país contra todo enemigo de dentro y de fuera!

“El pueblo de los Estados Unidos se distingue por su espíritu público”, dijo. “Tiene un amor especial a la patria. He conocido miles de norteamericanos cada año, y he hallado, por regla general, que son trabajadores, inteligentes y hombres de gran energía de carácter. Pero su principal característica es ese amor patrio. En mi opinión, en caso de guerra, este espíritu se convierte en un espíritu militar.

“Al tomar las Filipinas y otras colonias, han puesto su bandera muy lejos de sus costas. Eso significa que tienen ustedes una gran marina. No abrigo la menor duda de que, si el presidente Roosevelt permanece en su puesto por otros cuatro años, la marina norteamericana igualará en fuerza a la marina británica.”

“Pero, señor presidente, Cuba será devuelta a su gente y en los Estados Unidos está claramente entendido que el pueblo de las Filipinas recibirá su independencia política y territorial tan pronto como esté listo para gobernarse solo.”

Escuchando gravemente y sin expresión en el rostro, miró allá lejos, hacia los nevados volcanes, detrás de los cuales se representaba la escena sangrienta de la lucha en que él aplastó el poder de Europa en los acontecimientos de México e hizo del imperialismo una palabra despreciada de sus coterráneos.

“Cuando Estados Unidos les dé la independencia a Cuba y a las Filipinas”, dijo en voz baja, ligeramente afectada por la emoción, “tomará el lugar que le corresponde a la cabeza de las naciones y toda la desconfianza y todo el miedo desaparecerán para siempre de las repúblicas americanas.”

Es de todo punto imposible transmitir la gravedad y vehemencia con que habló el presidente.

“Mientras ustedes conserven las Filipinas, se verán obligados a mantener no sólo una gran marina, sino también un ejército que crecerá cada vez más.”

“Estamos tratando de hacer que los maestros de escuela norteamericanos tomen el lugar de los soldados en las Filipinas”, aventuré.

“Aprecio eso, pero yo me siento satisfecho con saber que, al final, los filipinos saldrán ganando más que los norteamericanos. Y que, mientras más pronto dejen ustedes sus posesiones en Asia, será mejor desde cualquier punto de vista. No importa qué tan generosos puedan ustedes ser; la gente que gobiernen se sentirá siempre un pueblo conquistado.”

Hubo una pausa. Una bandada de palomas revoloteó alrededor del castillo. De la ciudad subía, lejano, el tañer de las campanas de las iglesias.

“Los hombres son más o menos iguales en todo el mundo”, continuó. “Las naciones son como los hombres. Deben ser estudiadas y sus movimientos comprendidos. Un gobierno justo es simplemente el conjunto de las ambiciones colectivas de un pueblo, expresadas prácticamente.

“Todo se reduce a un estudio de lo individual. Es lo mismo en todos los países. El individuo que apoya a su gobierno en paz o en guerra tiene algún motivo personal. La ambición puede ser buena o mala, pero no es, en el fondo, más que una ambición personal. El principio de un gobierno verdadero es descubrir cuál es ese motivo y el gobernante nato debe buscar, no para extinguir, sino para regular, la ambición individual. Yo he tratado de seguir esta regla en mis relaciones con mis compatriotas, quienes son por naturaleza amables y afectuosos y siguen con más frecuencia los dictados de su corazón que los de su cabeza. He tratado de descubrir qué es lo que el individuo quiere. Aun de su adoración a Dios un hombre espera algo a cambio y ¿cómo un gobierno humano espera obtener algo más grande de su organización?

“Tuve en mi juventud duras experiencias que me enseñaron muchas cosas. Cuando tuve a mis órdenes dos compañías de soldados, hubo un tiempo en el que por seis meses no recibí de mi gobierno ni instrucciones, ni consejos, ni ayuda económica. Tuve que ser yo mi propio gobierno. Encontré entonces que los hombres eran iguales que hoy. Creía en los principios democráticos como todavía ahora creo, a pesar de que las circunstancias me han obligado a tomar medidas severas para asegurar la paz y con ella el desarrollo, que deben preceder a un gobierno absolutamente libre. Meras teorías políticas, por sí solas, no crean una nación libre.

“La experiencia me ha convencido de que un gobierno progresista debe buscar premiar la ambición individual tanto como sea posible, pero debe poseer un extinguidor, para usarlo firme y sabiamente cuando la ambición individual arde demasiado para que siga conviniendo al bien común.”

“¿Y el problema de los monopolios, señor presidente? ¿Cómo es que un país como México, rico en recursos naturales en espera de explotación, va a protegerse de la opresión de este tipo de alianzas entre la unión industrial y la riqueza, tal como han crecido en los Estados Unidos, su más inmediato vecino?”

“Favorecemos y protegemos el capital y la energía del mundo entero en este país. Tenemos un campo para inversionistas como quizás no se halle en ninguna otra parte. Pero al mismo tiempo que somos justos y generosos con todos, vigilamos que ninguna empresa llegue a constituirse con detrimento de nuestro pueblo.

“Por ejemplo: pasamos una ley que previene que ningún propietario de yacimientos petrolíferos tiene derecho a venderlos a ninguna otra persona sin previo consentimiento del gobierno. No quiero decir con esto que objetemos la explotación de nuestros campos petroleros por el rey americano del petróleo, sino que estamos resueltos a que nuestros pozos no sean suprimidos para prevenir la competencia y mantener el precio del petróleo americano.

“Hay siempre algunos puntos sobre los cuales los gobiernos no hablan, porque cada caso debe ser tratado de acuerdo con sus propios méritos, pero la República Mexicana usará toda su fuerza en preservar para su pueblo un justo reparto de sus riquezas. Hemos mantenido el país en condiciones de libertad y de bonanza hasta hoy, y creo que podemos seguirlo manteniendo así en el futuro.

“Nuestra invitación a todos los inversionistas del mundo no está basada en vagas promesas, sino en el modo como los tratamos cuando vienen a nosotros.”

Y así, dejé al guía del México moderno entre las flores y los recuerdos de las alturas de Chapultepec.

El niño mestizo que más tarde iba a hacer de la explotada y degradada nación mexicana un reto para los estadistas y una confusión para los visionarios políticos del mundo, nació hace setenta y siete años en la ciudad de Oaxaca, entre las montañas del suroeste de México.

El mismo valle vio nacer a Benito Juárez, el indio de sangre zapoteca pura, abogado y patriota, “el hombre de la levita negra”, quien fue el primer presidente constitucional de la república.

Porfirio Díaz era descendiente de españoles que casaron con mujeres de raza mixteca, gente esta industriosa, inteligente y honrada, cuya historia se pierde en los mitos de la América aborigen.

Era hijo de un posadero. Hoy, una institución docente se levanta a guisa de monumento en el lugar en que nació. Tres años de edad contaba cuando su padre murió de cólera y su madre, mixteca, se quedó sola para mantener a una familia de seis hijos.

Cuando el muchacho, ya más grande, quería un par de zapatos, observaba atento a un zapatero, pedía prestadas las herramientas y se los confeccionaba él mismo. Así hizo también cuando quiso tener una pistola: tomó un viejo cañón de mosquete, enmohecido, y la llave de una pistola, y se fabricó con ellos un arma que ofrecía seguridad. Así aprendió también a hacer muebles para la casa de su madre.

Hizo entonces cosas diversas de la misma manera que forjó después a la nación mexicana: con la clara fuerza de su iniciativa moral, confianza en sí mismo, laboriosidad y diligencia práctica. No pidió nunca a nadie nada que él pudiese conseguir por sí mismo.

Yendo de un extremo al otro de las 767005 millas cuadradas del territorio de México, en el que más de quince millones de personas viven hoy día, se ven por todas partes las pruebas de su genio constructor. Se pasa de los campos de batalla a las escuelas, de las escuelas a los ferrocarriles, fábricas, minas y bancos. Y lo maravilloso está en cómo un solo hombre puede significar tanto para una nación, y esa nación ser una república americana, la más cercana vecina de los Estados Unidos y la que le sigue en importancia.

Este hombre se halló con un México en bancarrota, dividido, infestado de bandidos, presa de mil modos distintos de soborno. Actualmente, la vida y la propiedad están seguras entre las fronteras de la república.

Después de gastar cantidades en millones de dólares para mejorar los puertos, obras de drenaje y otros vastos proyectos de ingeniería, pagando bonos de la deuda pública —para no mencionar nada del hecho de haber basado en oro las finanzas nacionales—, la nación tiene un superávit de 72 000 000 de pesos en el erario y esto a pesar de los enormes subsidios gubernamentales que han producido 19 000 millas de líneas férreas.

Cuando llegó al poder, el comercio exterior anual de México llegaba a 36 111 600 pesos en total. Hoy día su comercio con otras naciones alcanza la enorme suma de 481 363 388 pesos con un balance de venta a su favor de 14 636 612 pesos.

Había solamente tres bancos en el país cuando el presidente Díaz asumió el mando por primera vez; tenían poco capital y prestaban a enormes intereses que cambiaban constantemente.

Hay ahora treinta y cuatro bancos constituidos por sí solos, cuyo activo total asciende a cerca de 700 000 000 de pesos con un fondo de capital combinado de 158 100 000 pesos.

Ha cambiado también un proyecto irregular e ineficaz de educación pública, que tenía cuatro mil ochocientas cincuenta escuelas y alrededor de ciento sesenta y tres mil alumnos, en un sistema espléndido de educación obligatoria, que cuenta a la fecha con más de doce mil escuelas a las que asisten quizá más de un millón de alumnos; escuelas que no sólo educan a los niños de la república, sino que penetran en las prisiones, barracas militares e instituciones de caridad.

Y de un extremo al otro del país, con 800 000 000 de pesos en oro —de capital norteamericano únicamente—, está el testimonio incontrovertible, de propios y extraños, de que el gobierno administra honradamente y de que las empresas negociantes son conducidas con justicia, inteligentemente y sin la menor sugerencia de extorsión, allí en donde antes todo era corrupción, opresión y confusión.

Aquel niño oaxaqueño, delgado, de grandes ojos oscuros, con sangre española y mixteca en las venas, que había de hacer estas cosas admirables por su país, y cambió a México de la debilidad y la vergüenza a un sitio de honor y fuerza entre las naciones americanas, no podía vislumbrar el importante papel que más tarde desempeñaría en la historia. Cuando niño, le gustaba vagar entre las ruinas de Mitla, inquiriendo y preguntándose entre esos vastos restos acerca de una civilización indígena que se remonta más atrás de Colón, más atrás de Cortés, más atrás de los peregrinos del Mayflower, antes aun que los aztecas, a un tiempo en que los zapotecas y los mixtecas levantaron sus altares y palacios, vivieron su vida teocrática y socialista, en este mismo continente suyo, y no soñaron nunca en que habían de venir los españoles a imponer una teología dogmática y la fuerza de sus armas de fuego.

Fue aquí, entre los derruidos altares de sus antepasados aborígenes, que él aprendió a amar a su patria con un amor y una intensidad que ha hecho vivir el espíritu nacional aletargado, descalzo, bajo la manta de la ignorancia de México; que hizo a un hombre capaz de erguirse y sobresalir entre los peones, nobles, derrotados y hambrientos, para implantar una república que sería solvente y respetada.

Es difícil creer que el presidente de cabeza blanca con quien hablé en el Castillo de Chapultepec, en diciembre —héroe y guía de su pueblo—, es el Porfirio Díaz que jugaba entre las ruinas de Mitla y que había sido destinado por su pobre madre para la carrera eclesiástica.

Nadie puede determinar la edad del pueblo que Díaz iba a convertir en una gran nación.

Antes del nacimiento de Cristo, México tenía ciudades, templos, leyes y palacios. Sus esculturas, su cerámica, sus jardines y minas de oro, plata y cobre se pierden en la sombra, más allá del conocimiento humano.

En Yucatán y en Oaxaca subsisten los vestigios de maravillosos edificios levantados por los primeros civilizadores de la América. No lejos de la ciudad de México se encuentra la imponente pirámide de Cholula, mayor que cualquiera de las de Egipto y en cuya cúspide estuvo el templo de Quetzalcóatl, el “dios justo”. Desde lo alto de esta pirámide, Cortés, el Conquistador, contó cuatrocientas torres de los templos que existieron antes de que el cristianismo español se extendiera y destruyera los anales del pueblo. Todavía hoy, los científicos que excavan alrededor de la pirámide afirman que ya era vieja y desconocido su origen cuando los antiguos aztecas descubrieron la llanura de Cholula.

Cuando Penda, el rey idólatra, luchaba en Inglaterra para mantener la religión de Woden en contra de la religión de Cristo, y cuando Teodoro I era obispo de Roma, la raza tolteca reinaba en México. Los aztecas aparecieron en el siglo XII, cuando Ricardo Corazón de León intentó rescatar el Santo Sepulcro del poder de los sarracenos. Se establecieron en el Valle de México y construyeron su capital sobre pilotes, en medio de un lago profundo, ciudad que es hoy la capital de México.

El imperio de los Moctezuma empezó, según es fama, alrededor del año 1460, y cuando Cortés, el sanguinario y codicioso invasor español, llegó ante los aztecas, reinaba Moctezuma II. La muerte de este monarca amigable y generoso, víctima de las flechas de sus propios soldados cuando Cortés lo obligó a aparecer ante el pueblo indignado con la esperanza de calmarlo así; la tortura y muerte de Cuauhtémoc, su real sucesor y último de los Moctezuma; la destrucción de los templos y anales indígenas por la España cristiana, fueron incidentes en el grandioso y estrujante espectáculo de toda una civilización extinguida por la fuerza.

En toda la extensión de México se ven actualmente millones y millones de descendientes de los antiguos mexicanos, envueltos en sus llamativas mantas, tocados con sombreros absurdamente altos y anchos, vistiendo pantalones tan ajustados que uno se admira pensando en cómo se los quitarán, calzados con sandalias, o bien, descalzos. Gente de piel bronceada, cabellos lacios, grandes ojos oscuros y ademanes indolentes; gente afectuosa, amable, atenta y agradecida.

Es suficiente para hacer brotar lágrimas de los ojos de cualquier norteamericano el ver a estos peones maltratados, a sus mujeres e hijos pobres, pacientes, ansiosos todos de ser amados, respondiendo al instante a toda mirada o palabra amable, adheridos a la religión con sencilla buena fe, que añade un nuevo sentido de santidad a las derruidas capillas cristianas de su país. Se les ve, hombres y mujeres humildes, tomados de la mano, cariñosamente, aun en las carreteras; se ve al pobre dando constantemente al pobre y el orgullo solemne del más infeliz desheredado cuando habla de la independencia de México.

Y se piensa en los trescientos años de indescriptible horror que sus antecesores pasaron bajo la dominación española, robados, torturados y degradados casi hasta el nivel de las bestias.

Existen en México cincuenta y cinco lenguas nativas y aún hoy grandes masas del pueblo hablan solamente la lengua azteca.

Y para estos indígenas americanos Porfirio Díaz es algo menos que un dios, pero algo más que un hombre. Si ha derramado sangre, si ha gobernado con mano de hierro, si por momentos parece que ha negado los principios democráticos por los que peleó en el frente, si se ha mantenido en funciones cuando deseaba retirarse, ha sido principalmente por las clases oprimidas, para que, con la ayuda de la educación y de la industria en una paz firme y duradera, aun cuando las condiciones para lograr todo esto sean impuestas por la fuerza de las armas, ellos, los humillados, los despojados herederos de la primera civilización de América, puedan elevarse y permanecer libres para siempre en una atmósfera de luz, para que algún día, después de todo, cada voto gane y cuente y el país sea gobernado por sus propios hijos.

Una y otra vez durante mis pláticas con el general Porfirio Díaz, en diciembre, me expresó su confianza en que estas maravillosas razas alcanzarán el más alto grado de la civilización. Parecía engrandecerse con una nueva dignidad cuando hablaba de ellos. Su plan para nacionalizar la educación ha nacido de su fe en ellos y en su futuro.

Sin embargo, a pesar de las loables e inmejorables cualidades de los indígenas, cuando se les ve por todas partes descansando bajo la luz del sol, recargados en sus pequeñas chozas de adobe, inertes, felices en su somnolencia, perezosos, parece verdaderamente milagroso que un solo hombre pudiera haber cambiado el más corrompido, confuso y desvalido país del mundo en un México moderno. Fue quizá esta transformación la que confirmó al guía de la nación en sus democráticos principios y la que lo hace esperar confiadamente en que llegará el gobierno definitivo de la voluntad del pueblo.

A la caída del imperio azteca, los monjes españoles barrieron materialmente todo vestigio de la civilización original, y el total aniquilamiento del gran templo indígena en el sitio preciso en que hoy se levanta la catedral de la ciudad de México fue un mero incidente del fiero vandalismo que hizo perder al mundo la clave de una de sus más viejas e interesantes civilizaciones.

No es necesario narrar la historia aterradora de los trescientos años bajo el poder de los virreyes de México. Éstos esclavizaron a la gente y la despojaron de la tierra. En el reinado de Felipe II —aquel cuyo fanatismo religioso provocó la rebelión de los Países Bajos, y el mismo que envió su armada contra Inglaterra— la terrible Inquisición se estableció en México, y todavía en fechas relativamente recientes —1815— los herejes eran ejecutados en una plaza de la capital, por la que hoy se puede pasear entre flores y árboles a los acordes de una banda militar.

Antes de la llegada de los españoles, los aborígenes ofrecían sacrificios humanos a los dioses, de víctimas a las que arrancaban el corazón, pero la cristianización que siguió a Cortés pareció dejar a veces profundas huellas en el alma de los conquistados.

Monjes dominicos, franciscanos y carmelitas cruzaron el país. Las órdenes monásticas se hicieron inmensamente ricas. Sus monasterios, verdaderas fortalezas. Se apoderaron de las mejores tierras. Millones y millones de dólares se gastaron en la ornamentación de las iglesias. Todavía hoy es posible ver la evidencia de la casi increíble extravagancia que acompañó a la cruel altivez de la regla monástica, mientras que la masa del pueblo, derrotada y acobardada, se hundía cada vez más en los abismos de la más profunda miseria e ignorancia.

Así y todo, fue el pueblo mismo el que dio los dos más grandes hombres en la historia de México: Benito Juárez y Porfirio Díaz, ambos de sangre india.

Fue un sacerdote —¡oh rueda admirable de la justicia!—, un sacerdote de sangre española, el que dio el primer gran paso para la independencia de México, en septiembre de 1810. Miguel Hidalgo tenía sesenta años cuando desde su púlpito en la pequeña población de Dolores proclamó en alta voz la revolución y, con un estandarte que tenía impresa en tela de algodón la imagen de la Virgen de Guadalupe, seguido de un puñado de patriotas armados de cuchillos y garrotes, levantó en armas a una parte del país, asaltó y tomó Guanajuato, San Miguel y Celaya, y marchó sobre la capital.

Pero el venerable sacerdote de cabeza blanca fue derrotado, capturado y fusilado después de un juicio sumario, junto con tres de sus compañeros. Sus cabezas fueron colgadas de clavos y exhibidas durante once años en los muros de la fortaleza de Guanajuato. A la fecha, descansan en la espléndida catedral de México.

Fue otro sacerdote, José María Morelos, el que siguió la lucha comenzada por Hidalgo. Convertido en un buen soldado, la historia de su lucha por la libertad es una de las páginas más coloridas de la historia. En 1815 fue hecho prisionero, condenado por la Inquisición como “hereje, inconfeso, traidor a Dios, al rey y al papa” y fusilado.

Fue Agustín de Iturbide, antes coronel de las fuerzas españolas, quien ganó la tremenda lucha intentada por Hidalgo y Morelos.

Pero Iturbide se proclamó emperador, vivió en un gran palacio convertido actualmente en hotel con gran movimiento de compañías norteamericanas, y estableció un monopolio eclesiástico.

Surgió entonces el general Santa Anna, aventurero arrojado y valiente pero vulgar, cuyas fuerzas fueron finalmente diseminadas por descargas norteamericanas. Este tirano, pintoresco y bribón, proclamó una república, desterró a Iturbide y, cuando el emperador regresó a México, lo hizo fusilar.

Santa Anna no fue más que un brillante jugador político que gobernó al país valiéndose de presidentes títeres y que jugaba, a su vez, a ser presidente o dictador.

Ganó batallas, hizo carnicerías con sus prisioneros, trató de frustrar la revolución texana, fue capturado por los texanos y liberado, perdió una pierna defendiendo a Veracruz contra los franceses y la hizo sepultar con pompa real; fue dos veces desterrado y dos veces vuelto a llamar; y, una vez más desterrado por una revolución, regresó a morir oscuramente. Fue un soldado polifacético y sin escrúpulos y que dirigió la guerra, desastrosa, contra los Estados Unidos.

El país iba quedando en bancarrota por las continuas guerras e intrigas políticas; las carreteras estaban cortadas y en poder de cuadrillas de bandoleros; oficiales del ejército, chantajistas y pérfidos fueron el escándalo de su época, y, mientras todo esto pasaba, el joven Porfirio Díaz se encontraba estudiando en un seminario católico romano de Oaxaca.

La noticia de que un ejército norteamericano había invadido México puso su alma en efervescencia. Caminó 250 millas a campo traviesa hasta la capital para ofrecerse como soldado. Pero ya era demasiado tarde: México había entregado casi la mitad de su territorio a los conquistadores norteamericanos.

El niño volvió a lado de su madre con una expresión distinta en el rostro. Su padrino, el obispo de Oaxaca, le recordó la decisión tomada de llegar a ordenarse sacerdote. Él se opuso a esta decisión: había resuelto ser soldado.

Siguió una escena terrible en la que se mantuvo firme sin hacer caso de los reproches de su madre y del obispo. En esa hora la semilla del México moderno principió a germinar inconscientemente en el corazón y en la cabeza de aquel muchacho mestizo de diecisiete años.

Habiendo renunciado a la carrera sacerdotal, estudió leyes y pudo, con el tiempo, ayudarse a pagar sus estudios, impartiendo clases de materias de la misma carrera a un grupo de alumnos.

Fue a través de uno de sus profesores, don Marcos Pérez, que tuvo oportunidad de conocer a Benito Juárez, el ilustre abogado indígena entonces gobernador del estado de Oaxaca. Fue Juárez quien inició la obra de la reforma mexicana, completada y unificada por Díaz. El joven le llamó poderosamente la atención y lo hizo nombrar bibliotecario del colegio. Estos dos nombres son los más grandes en la historia de México: Juárez y Díaz.

Pero, inesperadamente, don Marcos Pérez fue arrestado y confinado en el torreón del convento de Santo Domingo, acusado de conspirar en contra de la dictadura de Santa Anna. Las cosas de este género terminaban generalmente en una muerte ignominiosa. Era, por tanto, de vital importancia que el prisionero tuviera medios de comunicarse con el exterior: su vida dependía de ello.

El joven Díaz no abandonó a su benefactor. En compañía de su hermano escaló los muros del convento durante la noche, se descolgó con una cuerda hasta la ventana del prisionero, habló con él, escapó a los centinelas del dictador y repitió hasta dos veces más la emocionante aventura. No hay nada comparable en ninguna novela o cuento a la hazaña de estas tres noches, cuando el que había de ser andando el tiempo presidente de México planeó en la oscuridad, colgado de una cuerda y casi al alcance de los centinelas, la seguridad del patriota mexicano que era su amigo.

Yo pensé en el pálido joven meciéndose en el aire al filo de la media noche, cincuenta y tres años atrás, cuando lo vi hace poco mirando hacia abajo desde el Castillo de Chapultepec. Y no tengo nada más que decir acerca de este hombre de edad avanzada sino que es, a la vez que forjador de su nación, la más impresionante figura de su tiempo.

La revuelta en contra de la tiranía de Santa Anna, en 1854, fue dirigida por el general Álvarez, indio puro que había peleado en la guerra de independencia contra España. Pero el dictador, audazmente, pidió el voto popular para sostenerse en el poder.

Votar contra Santa Anna significaba muerte o prisión. En Oaxaca, las tropas y cañones del dictador estaban apostados en la plaza en que se recogían los votos. A los profesores del Instituto de Leyes —Díaz era ahora profesor— les fue ordenado que votaran, como un solo hombre, por Santa Anna.

El joven profesor, que contaba a la sazón con veinticuatro años únicamente, fue hacia el libro de forro escarlata en el que los otros profesores, temblorosos, estaban inscribiendo sus nombres a favor del dictador, y solicitó que se le excusara de votar.

Fue insultado y tachado de cobarde. Sin decir palabra, fue hacia el libro de la oposición, en el que nadie se había atrevido a inscribir su nombre, y puso abiertamente su voto por el general Álvarez, jefe de la revolución en contra de Santa Anna.

En medio del rumor que levantó su atrevimiento, Díaz desapareció entre la multitud y, cuando fue ordenado su arresto, ya había montado a caballo y, rifle en mano, derribó a todos los que le opusieron obstáculos, salió con rumbo al pueblo de la Mixteca, en donde se puso a la cabeza de los grupos de peones descalzos pero armados para derribar la dictadura y derrotó a las tropas que habían sido enviadas a perseguirlo. Éste era Porfirio Díaz a la edad de veinticuatro años.

Después de la caída de Santa Anna, el general Álvarez fue presidente y nombró a Juárez ministro de Justicia y Asuntos Eclesiásticos. Juárez proyectó una ley para sujetar a los soldados y al clero al juicio civil. Esto provocó la oposición de la Iglesia, que predicó la resistencia. El general Álvarez renunció a la presidencia e Ignacio Comonfort formó un gobierno provisional, anunciando que el clero debería acatar las leyes. Hubo una revuelta clerical en Puebla, que fue rápidamente sofocada, y los gastos que originó fueron cubiertos por el Estado mediante la venta de propiedades del clero. La guerra entre la República y la Iglesia había comenzado y no terminó hasta que el suelo mexicano se empapó en sangre.

La República prohibió a las corporaciones religiosas la posesión de tierras, restringiéndola a lo absolutamente necesario para las necesidades de la Iglesia, y dirigió la venta de todas las propiedades de ésta.

Se adoptó entonces una Constitución que abolía todos los privilegios militares y eclesiásticos, proveyendo a la educación pública y garantizando la libertad de palabra y de imprenta, el derecho de petición y asociación y la portación de armas. Esto fue la causa de una gran guerra civil.

Díaz se convirtió en capitán de la Guardia Nacional y en julio de 1857 dirigió un ataque contra los revolucionarios conservadores y clericales cerca del pueblo de Ixcapa. La batalla se convirtió en lucha cuerpo a cuerpo: el joven capitán de veintisiete años cayó herido por una bala que le desgarró un costado. Cayó, pero al momento, con el rostro pálido y desangrándose, se levantó y arrojó a la pelea, alentando a sus soldados hasta que se ganó la batalla. Cerca de dos años más tarde un cirujano norteamericano le extrajo a bala.

Todavía sufriendo a consecuencia de esta herida fue llamado para ayudar a recapturar su ciudad natal, Oaxaca, de las manos de un feroz jefe revolucionario apellidado Cobos. Con un escuadrón de hombres, dirigió un ataque desesperado por romper las líneas enemigas. Más tarde, cuando la herida se abrió nuevamente y él estaba tan débil que no podía ni ceñirse la espada, la batalla por la posesión de Oaxaca se ganó gracias a su valor y bajo su dirección.

Comonfort, habiendo proclamado una nueva constitución, se nombró dictador y acto seguido huyó a los Estados Unidos.

Juárez subió a la presidencia, prometiendo mantener la nueva constitución y tomando sobre sí la tarea de destruir el poder político de la Iglesia y confiscar sus vastas propiedades. Los clericales y los conservadores nombraron presidente a Miramón en la ciudad de México, el mismo general Miramón cortesano y pulido que fue ejecutado más tarde al lado de Maximiliano.

La guerra se desató por todo México. Las huellas de la terrible lucha aún pueden verse hoy día por todas partes.

Fue una guerra en la que los sacerdotes, con crucifijos en la mano, aparecían a la cabeza de tropas a la carga; una guerra en la que la Iglesia lanzaba anatemas desde miles de altares; una guerra en la que los tesoros de siglos eran bárbaramente arrancados de los muros, retablos y sacristías; guerra en la que los peones patriotas armados entraban rudamente a los recintos deslumbrantes de oro, plata y joyas, inapreciables tallas antiguas, bordados, pinturas y esculturas de Cristos y Madonas, santos estofados, ropas consteladas de gemas, relicarios maravillosos con la suave pátina del tiempo —y toneladas de plata de los altares, vasos de oro, bordados hechos con hilos de metales preciosos y toda clase de riquezas que fueron sacrificadas para pagar la soldada de las tropas.

Díaz era ya gobernador de un estado y comandante militar de un distrito. Tenía el grado de coronel.

Los Estados Unidos reconocieron a Juárez como presidente, pero estando bloqueado por sus enemigos en Veracruz lanzó desde allí una proclama confiscando las tierras de la Iglesia, seguida de otras varias que secularizaban el matrimonio y garantizaban la libertad de cultos.

Aun en contra del poder de la Iglesia y sus aliados políticos, aun en contra de los anatemas eclesiásticos y la enorme influencia acumulada por una tradición, sumada a una soldadesca desesperada y respaldada por una aristocracia inteligente, el presidente indio de la levita negra y su ejército ganaron la lucha rápidamente.

Una vez que se hubo tomado la capital y Juárez estableció su autoridad, Díaz regresó a Oaxaca y fue electo al Congreso.

El general Márquez, cruel asesino de sus prisioneros, sucedió a Miramón en su puesto y avanzó con sus tropas dispuesto a tomar la capital. Se oían ya las detonaciones de las armas de fuego, cuando Díaz se levantó y pidió al Congreso que le fuera concedido unirse a las fuerzas de la República.

El joven coronel, en un ataque nocturno que él mismo encabezó, derrotó a Márquez, capturó siete cañones y siete u ochocientos prisioneros, todo lo cual le valió ser ascendido a general.

Sería tarea inútil referir las batallas en que Díaz ha tomado parte. Su hoja de servicios demuestra que ha militado como soldado de México por espacio de cincuenta y cuatro años.

 

En 1862, el presidente Juárez suspendió el pago de los bonos del gobierno mexicano. No había dinero. La guerra había dejado vacío el tesoro nacional.

Inglaterra, Francia y España requirieron que se pagara a sus tenedores de bonos y, viendo que no obtenían más que promesas, formaron una alianza y enviaron una flota a México.

La República estaba exhausta y se permitió a los aliados desembarcar y ocupar Veracruz.

Entonces el débil espíritu de Napoleón III se enardeció y soñó en conquistas. Mandó a un agente, don Juan Almonte, para proponer a México un imperio mexicano bajo la soberanía de Francia, mientras que España e Inglaterra retiraban indignadas sus tropas.

Al momento, el francés proclamó una dictadura militar a cargo Almonte y un ejército francés marchó al interior. El hermano de Díaz fue el primer mexicano herido en este avance.

Se libró una gran batalla en la ciudad de Puebla. Díaz era el segundo al mando del general Zaragoza. Aunque los mexicanos eran excedidos numéricamente de tres a uno, infligieron una terrible derrota a los invasores, y Díaz es la más arrojada y heroica figura en la historia de la lucha de ese día. México celebra la victoria del 5 de mayo como uno de sus más grandes aniversarios nacionales.

Casi un año más tarde, con un ejército mucho más numeroso, los franceses sitiaron Puebla, y después de semanas de combatir, a veces de casa en casa y cuerpo a cuerpo, con Díaz alentando a sus compañeros con sus brillantes métodos y su valor a toda prueba, la ciudad se rindió por hambre.

Díaz fue hecho prisionero, se rehusó a dar su palabra y, cubriéndose el uniforme con la manta de un peón, consiguió escapar gracias a su astucia, entrevistó al presidente Juárez en la ciudad de México y aceptó el mando del Ejército Oriental de la República, justamente antes de que Juárez abandonara la capital a los invasores.

Una vez ocupada la ciudad por los franceses, se ofreció la corona imperial de México al archiduque Maximiliano, hermano del actual emperador de Austria. El joven príncipe y su bella y joven esposa, Carlota, fueron escoltados por buques de guerra franceses y austriacos a través del océano y fueron coronados emperador y emperatriz en la catedral de México. Esto ocurría en 1863, cuando la guerra civil impidió a los Estados Unidos esa violación directa a la Doctrina Monroe. Maximiliano, que era joven, hermoso y con mucho de soñador, formó una corte brillante bajo la influencia de la juvenil pero intensamente ambiciosa emperatriz Carlota. Pero reforzó y llevó adelante el proyecto de las Leyes de Reforma promulgadas por Juárez, lo que le costó perder mucho del apoyo del clero. También mandó fusilar a varios generales mexicanos, incluyendo al hermano de Díaz. Los republicanos nunca reconocieron el imperio sino que continuaron sus relaciones con el presidente Juárez, quien se retiró primero a San Luis Potosí y más tarde a Monterrey.

Fuertemente acosado, Juárez cruzó la frontera de Estados Unidos. El emperador publicó una proclama declarando que todo aquel que se levantara en armas en contra del gobierno debía ser considerado fuera de la ley y fusilado en el momento de capturarlo. Fue bajo este decreto infame que Maximiliano ejecutó a los generales mexicanos.

Napoleón había enviado al mariscal de campo Bazaine para apoyar a Maximiliano con aproximadamente cuarenta mil bayonetas francesas. Bazaine reconoció en Díaz al más inteligente y peligroso de sus enemigos y por consejo suyo trató Maximiliano de ganar al patriota general para su causa. Logró persuadir al general Uraga, bajo cuyas órdenes había militado Díaz, de que le escribiera a éste una carta seductora. Díaz contestó en términos fraternales, pero se burló de la propuesta escribiendo:

Cuando un mexicano se presentó ante mí con las proposiciones de Luis [el mensajero de Uraga], yo debía haberlo hecho procesar de acuerdo con la ley y no haberte mandado más respuesta que la sentencia y notificación de la muerte de tu enviado. Pero la gran amistad que invocas, el respeto que te tengo y el recuerdo de días más felices que me unían a ti y a ese mutuo amigo, relajaron mi energía y la convirtieron en debilidad, al extremo de devolvértelo sano y salvo, sin una sola palabra de odiosa recriminación.

La prueba a que me sometiste ha sido muy dura, porque tu nombre y tu amistad constituyen la única influencia, si es que hay alguna, capaz de forzarme a negar mi pasado y a romper con mis propias manos la preciosa bandera, emblema de la libertad e independencia de México. Como fui capaz de soportar la prueba, puedes creer que ni las más crueles desilusiones ni las mayores adversidades me harán titubear jamás...

Ni conmigo ni con el distinguido personal del ejército, ni con las ciudades de esta extensa zona de la República, se puede pensar en la posibilidad de llegar a un entendimiento con el extranjero invasor, resueltos como estamos a pelear sin tregua, a conquistar o a morir en el empeño, para legar a la generación que nos sucederá la misma República que nosotros heredamos de nuestros padres.

Después de esa carta, escrita por Díaz a los treinta y cuatro años, cuando el jefe de su gobierno estaba fugitivo, cuando Francia y Austria sostenían a Maximiliano y cuando el emperador y su distinguido mariscal de campo estaban prontos a honrar al soldado a quien le extendían manos llenas de promesas, ¿no es de admirar que durante los largos años en el poder, con la República a sus órdenes y toda oposición desvanecida, ni una sola vez ha estado tentado de coronarse, y que hoy, en la cima de su autoridad y de su gloria, se presente ante el siglo xix y ante todos los venideros como un testigo a favor de la democracia, un profeta de la virtud y la capacidad potencial de su pueblo?

Bazaine reunió un ejército y se dirigió contra Díaz en Oaxaca. El mariscal comandaba personalmente el ataque contra el patriota a quien no pudo corromper. Por espacio de varias semanas, sitiados y sitiadores pelearon a diario y la ciudad estuvo constantemente bajo el fuego de la artillería. Pero finalmente, después de haber perdido más de las dos terceras partes de sus soldados y cuando los víveres y el parque se acabaron, Díaz fue a pie, durante la noche, al encuentro de Bazaine, y Oaxaca capituló.

El mariscal expresó la alegría que le causaba el ver que Díaz se percataba finalmente de su error: “Era criminal levantarse en armas contra el soberano.”

Díaz irguió la cabeza y contestó mirando a su vencedor directamente a los ojos:

“Yo no me uniré, ni aun menos reconoceré al Imperio. Soy tan hostil a él como lo he sido siempre al pie del cañón. Pero prolongar la resistencia es imposible y el sacrificio inútil, ya que no tengo hombres ni armas.”

Después siguió una larga prisión. Díaz se rehusó una vez más a dar su palabra de que no tomaría nuevamente las armas a favor de la República. El emperador le envió mensajes de advertencia. Los franceses amenazaban con dar muerte a los prisioneros, para doblegarlos, pero Díaz dijo francamente que, si él lograba escapar, tomaría partido contra el Imperio.

El prisionero pasó cuatro o cinco meses excavando un pasaje subterráneo desde la celda del convento en que estaba confinado, pero antes de que pudiera terminar su trabajo fue trasladado a otro convento; su celda carecía de luz y fue doblada la guardia.

Durante su larga prisión, uno de sus viejos generales, que había ingresado al servicio de Maximiliano, vino a su celda y le dijo que el emperador deseaba verlo y que la carroza imperial esperaba para llevarlo ante la presencia del soberano. Éste deseaba dar a Díaz el mando de una gran parte de su ejército.

El prisionero escuchó fríamente la propuesta y luego, irguiéndose en toda su estatura, dijo:

“No tengo objeción que poner a tal entrevista, pero no iré en la carroza imperial. El comandante de vuestros ejércitos tiene el derecho de llevarme ante él, pero sólo en calidad de prisionero y, si me ve, ha de ser a la altura de los otros prisioneros.”

Era una contestación justa la del héroe de las Américas al aventurero coronado. Maximiliano no la olvidó nunca.

Es una prueba extraordinaria de la energía, resolución y coraje de este hombre que, a pesar de que su prisión era custodiada con una vigilancia poco común y de que un centinela entraba cada hora a su celda —porque no ocultó la intención de obtener su libertad—, se valió de un subterfugio para distraer la atención de sus guardias y se las arregló para escapar solo. He aquí en sus palabras la historia de esa dramática noche:

Muy entrada ya la noche del 20, hice una pequeña bola con tres cuerdas que me había procurado subrepticiamente para ayudarme en mi huida, poniendo otra en mi morral junto con una daga perfectamente afilada y puntiaguda, única arma que poseía.

Después que hubo sonado en la campana de la prisión el toque de queda, subí hasta un balcón abierto cerca de los tejados y que daba a un patio interior del convento. En este lugar, las idas y venidas de un prisionero no llamarían la atención de los guardias porque era usado de ordinario por todos nosotros para hacer ejercicio.

La noche estaba muy oscura pero las estrellas brillaban claramente en el cielo. Envuelto en una tela oscura, tomé las cuerdas, me aseguré de que nadie estaba cerca y las lancé al tejado contiguo. Entonces arrojé mi última cuerda sobre una gotera de piedra que salía encima de mí, y que parecía muy fuerte, y la aseguré con dificultad. La luz era demasiado débil para que pudiera ver bien la gárgola.

Probé la fuerza de mi soporte y sintiéndome satisfecho trepé por la cuerda hasta el tejado. La desaté allí y cogí las otras tres que previamente había lanzado.

Mi caminata sobre los techos hasta la esquina de San Roque, lugar que había escogido para mi descenso, fue de lo más peligroso. Frente a mí tenía el techo de una iglesia que dominaba desde su altura todo el convento prisión. Antes de que hubiera podido yo caminar mucho, llegué a una parte del tejado en la que había numerosos peraltes, porque cada una de las celdas del convento estaba construida dentro de un arco semicircular y los corredores iban entre estas filas de arcos. Siguiendo mi camino, aprovechando cada pedazo de resguardo y arrastrándome a veces con pies y manos, me moví lentamente en dirección del centinela mientras buscaba el lugar por donde habría de efectuar mi descenso.

Tenía que atravesar dos de los lados de un patio cuadrado. A menudo me detenía a explorar cuidadosamente el terreno en que me movía, porque había muchísimos pedazos de vidrios y tejas desparramados por la azotea y que se rompían haciendo ruido bajo mis pies. Más aún: había en el cielo frecuentes destellos luminosos que podían hacer que en cualquier momento fuera descubierto.

Al fin llegué al abrigo de un muro en donde el centinela apostado en el parapeto de la iglesia no podía verme, a menos que se inclinara completamente. Caminé con firmeza y descansé, deteniéndome a escuchar si había surgido alguna alarma. Aquí estaba yo en gran peligro, porque la construcción estaba en declive y muy resbalosa a causa de las fuertes lluvias. Un momento mi pie resbaló torpemente hacia las hojas de una ventana que hubieran ofrecido muy poca resistencia. De hecho, casi caí hasta abajo.

Para llegar a la calle de San Roque, en la que esperaba descender, tenía que pasar por una parte del convento que se usaba como habitación del capellán. Hacía poco tiempo que este individuo había denunciado a unos prisioneros políticos que en un esfuerzo poco fructuoso de escapar habían cavado un pasaje hasta esta habitación. De resultas de esta denuncia fueron sacados de sus celdas al día siguiente y fusilados. Por consiguiente, yo necesitaba ser muy cauteloso para no despertarlo.

Casi sin aliento alcancé a llegar al techo de la casa del capellán, justo cuando un joven que seguramente vivía allí entraba por la puerta. Probablemente venía del teatro, porque canturreaba alegremente. Esperé hasta que hubo entrado a su cuarto. Poco después salió con una vela encendida y caminó directamente hacia donde yo estaba escondido, pero afortunadamente no me vio. Después de un intervalo, volvió a la casa; probablemente todo esto fue sólo cuestión de unos minutos, pero en esas circunstancias a mí los minutos me parecían horas. Cuando calculé que había pasado ya bastante tiempo y que el joven debería haberse metido en cama y quizá quedado dormido, caminé hasta la esquina de San Roque, a la que por fin llegué.

Exactamente en esta esquina hay en el techo una estatua de San Vicente Ferrer que había pensado usar para asegurar en ella mi cuerda. Pero, desgraciadamente, el santo se tambaleó cuando lo toqué. Pensé, sin embargo, que probablemente tuviera un soporte de hierro en algún sitio para sostenerlo, pero para mayor seguridad até la cuerda solamente alrededor de la base del pedestal que formaba el ángulo del edificio y me pareció que había quedado lo bastante fuerte para sostener cualquier peso.

Temía que pudiera ser visto por algún transeúnte si descendía directamente a la calle en esa esquina. Así, decidí bajar por el lado de la casa más lejano de la calle principal, lo que me daría la ventaja de algo de sombra. Pero, ¡ay!, cuando había llegado al segundo piso, mis pies perdieron el apoyo en la pared y, deslizándome del lado del jardín, caí en una zahurda.

La daga se desprendió de mi cinturón y cayó entre los puercos. A mi vez, yo resbalé y caí también entre ellos, los cuales alarmados por la intrusión armaron tal chillería que si alguien hubiera ido a ver qué pasaba me hubiera descubierto. Tan pronto me hallé ya sobre mis pies, me escondí, pero tuve que esperar hasta que los puercos se tranquilizaron de nuevo para aventurarme a salir al jardín. Entonces, para alcanzar la calle, trepé una barda baja y tuve que hacer una rápida retirada, porque un gendarme pasaba haciendo su ronda y examinaba en ese momento las cerraduras de la puerta que estaba exactamente debajo de mí. Cuando se fue me dejé caer a la calle y aspiré nuevamente el aire de la libertad.

Sudando y casi exhausto de fatiga, corrí a la casa donde esperaba hallar a mi criado, un guía y mi caballo [Díaz había logrado previamente comunicarse con sus dos aliados] y llegué al lugar sin ningún otro contratiempo.

Estando ya a cubierto en la casa, los tres cargamos nuestras pistolas, montamos en los caballos y, después de evitar una patrulla, también de a caballo, salimos de la ciudad. Estaba casi seguro de que seríamos detenidos en la garita por la guardia y estaba resuelto a pelear para salir, pero afortunadamente la puerta estaba abierta, había una luz en la caseta y un caballo esperando fuera.

Pasamos trotando y, una vez fuera de la ciudad, para ganar tiempo emprendimos un galope veloz.

Apenas Díaz había empezado a organizarse y a librar una serie de combates desesperados, cuando un mensajero de Maximiliano vino a decirle que el emperador estaba dispuesto a ponerse en manos de los liberales y para, al mismo tiempo, intimar a Díaz con que, si trocaba su lealtad, podría ser nombrado comandante en jefe de los ejércitos del Imperio.

La respuesta de Díaz fue la de siempre: su único objetivo era hacer prisionero al emperador y sujetarlo a la ley de la República. Una y otra vez arrasó a las fuerzas imperiales enfrente de él.

Pero el fin de la Guerra Civil dejó entonces a los Estados Unidos libres para defender la Doctrina Monroe: Napoleón III fue advertido por el gobierno norteamericano de que su intervención armada en los asuntos del continente no sería tolerada por más tiempo y él retiró sus tropas, dejando a Maximiliano solo en México.

El mundo entero sabe lo que ocurrió después: el viaje de la emperatriz Carlota a Europa para pedir ayuda para su esposo, cómo Napoleón le volvió la espalda, cómo fue ella al Vaticano y perdió la razón mientras suplicaba al papa y cómo fue recluida en un castillo de Bélgica, en donde vive todavía ignorante de la muerte de Maximiliano.

Díaz tomó Puebla después de terrible matanza y, mientras ponía sitio a la ciudad de México, Maximiliano fue capturado en Querétaro por el general Escobedo, condenado en consejo de guerra por su bárbaro decreto que ordenaba que los soldados mexicanos fueran exterminados como bandidos, y con sus dos generales, Miramón y Mejía, fue fusilado.

La capital se rindió y Juárez, el presidente indio, volvió para encontrar la bandera de la República ondeando sobre un mar de bayonetas de los soldados de Díaz. Éste pronto se retiró de la escena para convertirse en granjero.

Más tarde, volvió como soldado a tomar las armas contra Juárez, porque éste había fallado en llevar a cabo sus promesas de reforma. Juárez murió y fue sustituido por Lerdo, quien intentó sofocar la revolución de Díaz mediante la formación de un gran ejército. Díaz se retiró a los Estados Unidos, navegó disfrazado hacia el sur de México desde Nueva Orleáns y, habiendo sido reconocido en Tampico, saltó al mar, fue perseguido y capturado en el agua, y logró escapar de nueva cuenta.

A continuación, la historia de lo ocurrido tal como fue escrita por uno de los viejos oficiales de Díaz:

 

Surto en Tampico, el vapor City of Havana llevaba a bordo tropas del gobierno que iban a Veracruz y entre las que se encontraban varios oficiales que reconocerían a Díaz al momento, ya que eran los mismos hombres a quienes el general había derrotado y hecho prisioneros durante la campaña de Matamoros. Era inútil que el pasajero misterioso tratara de evitar las miradas inquisitivas de sus compañeros de viaje y que se abstuviera de aparecer a la mesa.

Desde el primer momento comprendió que había sido descubierto y que era vigilado estrechamente, y, como un inesperado mal tiempo estaba retardando la partida del buque a alta mar, sospechó que podrían capturarlo y fusilarlo. Antes que correr este peligro, decidió escaparse y confiar su vida a los tiburones y otros peligros del mar. Para hacer la situación aún más difícil, el vapor había anclado a gran distancia de la entrada del puerto. De cualquier manera, la resolución estaba tomada: se despojó de sus ropas y, sin más arma que una daga para defenderse de los tiburones, saltó al mar por un costado del navío. No se proveyó ni siquiera de un salvavidas, para no llamar la atención y evitar que alguien le disparara una vez en el agua.

Como efectivamente sucedió, pues fue visto inmediatamente porque era vigilado muy de cerca, y el grito de “¡hombre al agua!” le avisó que había sido descubierto y que sería perseguido. Muy pronto oyó el ruido de uno de los botes del barco al ser bajado.

Comenzó entonces una cacería humana terrible, una carrera observada por cientos de espectadores, en la que los destinos de la nación temblaban en la balanza. La impresionante persecución fue vista por los pasajeros del Havana y los tripulantes de otros dos barcos, uno norteamericano y otro de Campeche, anclados ambos cerca del lugar.

Le ofrecieron ayuda del de Campeche mientras nadaba cerca, pero no podía aceptarla. Con toda la fuerza de sus poderosos pulmones y con toda la habilidad y entrenamiento de un nadador experto, avanzaba en el agua rápidamente, pero en un esfuerzo por hacer que sus perseguidores lo perdieran de vista, en lugar de dirigirse a tierra, cambió de dirección y equivocadamente se dirigió a mar abierto.

A la larga, aunque el general Díaz nadaba rápidamente, sus fuerzas empezaron a abandonarlo, y, después de nadar describiendo círculos en un vano empeño de encontrar la verdadera dirección, se vio forzado a abandonar su intento y fue subido al bote. Ahí quedó, en el fondo, exhausto por el esfuerzo sobrehumano y la gran cantidad de agua salada que tragó por causa del mal tiempo, pero no inconsciente como algunos han dicho. Cuando llegaron al lado del barco, el agente postal Gutiérrez Zamora le arrojó una camisa para que se cubriera porque estaba desnudo.

Apenas conducido a bordo, el teniente coronel Arroyo, comandante de las fuerzas de Lerdo, trató de hacerse cargo del prisionero y hacerlo juzgar por una corte marcial, obteniendo así su ascenso al grado de general como recompensa de su celo y diligencia. Pero el intrépido nadador protestó contra este proceder y, sacando su pistola de debajo del colchón de su camarote, donde estaba escondida, recordó al capitán del barco su ofrecimiento de protección bajo la bandera americana, a cuya sombra navegaban el Havana y su tripulación.

El teniente coronel Arroyo quería ejecutar al general Díaz sin más ceremonia, porque así aseguraba su ascenso de grado, mientras que, si solamente lo tomaba prisionero, el gobierno no consideraría esto como un servicio especial y no sería ascendido, como había ocurrido en el caso de Terán, que había sido hecho prisionero pero no ejecutado en el mismo lugar.

El capitán del barco escuchó la petición de Díaz y ofreció su ayuda de buen grado, y más aún cuando entre él y el prisionero se intercambiaron algunas señas masónicas y porque el marino norteamericano había quedado gratamente impresionado por el atrevimiento y el valor de un hombre que había arriesgado su vida de una manera tan audaz.

Se resolvió que sería dejado bajo guardia, pero considerándose que estaba en suelo norteamericano, y el capitán aclaró debidamente que él no lo entregaría hasta que llegaran a Veracruz. Trató, sin embargo, de desarmarlo, a pesar de que el general Díaz declaró que él sólo usaría su pistola en defensa propia, pero que tendrían que matarlo antes de permitir que alguno le quitara su única arma.

El capitán ordenó que una guardia integrada por un oficial y cinco soldados que había sido puesta a la puerta del camarote del general Díaz fuese retirada; pero Arroyo, que tenía fija la idea del ascenso, con el pretexto de vigilar el depósito de municiones quiso poner una guardia para continuar ejerciendo de este modo estrecha vigilancia sobre el hombre a quien él consideraba como su prisionero.

La noche siguiente fue intensamente oscura y el hecho de que una fuerte tormenta se desencadenara puso todas las circunstancias favorables para Díaz, que decidió emprender otra tentativa de escape a pesar de que el capitán le había ofrecido transbordarlo a un buque de guerra norteamericano anclado cerca de Tampico, oportunidad que no aprovechó porque hubiera retrasado sus planes.

Astutamente consiguió escurrirse dentro del camarote del sobrecargo, apellidado Coney, y le informó de sus planes. El oficial, que era un buen amigo, trató de disuadirlo de su determinación y eventualmente sugirió otra manera de salir de la dificultad. El general Díaz siguió su consejo: una boya salvavidas fue arrojada al mar, de modo que los soldados del gobierno pensaran que era él quien había saltado por la borda, mientras el prisionero se escondía en el camarote de Coney, no debajo de un sofá, como es la creencia general, sino en un pequeño armario.

Esta artimaña tuvo un éxito completo cuando poco después fue notada la desaparición del prisionero; sus captores corrieron inmediatamente a la borda y comenzaron a escudriñar el mar con la esperanza de hallarlo. Lo que vieron fue la boya salvavidas y, como estaba cubierta de grandes manchas brillantes de óxido rojo que parecía sangre, supusieron que el fugitivo, en su intento de alcanzar la costa, había sido pasto de los tiburones.

Sin embargo, y como precaución adicional, el general Alonso Flores había apostado tropas a lo largo de la playa, para capturar al prisionero en caso de que intentase llegar a la orilla.

Mientras tanto, el general Díaz sufría tormentos indescriptibles, apretado como se encontraba en el estrecho espacio del pequeño armario o alacena del camarote. No podía tenerse de pie, enderezarse, ni tampoco podía sentarse, y tenía, además, que mantener las piernas abiertas ampliamente, para que las pequeñas puertas del armario se pudieran cerrar. Para aumentar lo tirante de su situación, el sobrecargo Coney, como medida de prudencia con miras a desviar toda sospecha, invitó a su camarote a los oficiales lerdistas, en donde a menudo venían a pasar las horas charlando y jugando a las cartas. Uno de ellos, que se sentaba frente al armario, columpiaba su silla hacia atrás a cada momento, presionando así las hojas de la puerta contra el desdichado que estaba escondido dentro y que sufrió verdaderas agonías mientras todo esto duró.

Pasaron así los siete interminables días, con una dieta a base de bizcochos y agua, hasta que el buque llegó a Veracruz, en donde los peligros y dificultades para escapar se multiplicaron. El primer obstáculo que tenía que vencer era escapar del barco sin caer en manos de los soldados lerdistas, que se mantenían a la expectativa.

El coronel Juan Enríquez era entonces jefe del servicio de guardacostas de Veracruz y se las arregló para enviarle un viejo traje raído de marino y un par de botas gastadas, mandándole recado al mismo tiempo de que un bote de remos, conducido por un hombre a quien Díaz reconocería por ciertas señales, vendría a buscarlo.

Cuando el barco comenzó a descargar unos fardos de algodón y las barcazas se aproximaron, apareció entre ellas un bote y el hombre que todos supusieron devorado por los tiburones en Tampico pudo finalmente escapar.

Ya una vez en el sur, su poder se acrecentó y con su ejército obtuvo victoria tras victoria. En noviembre de 1876, entró con doce mil soldados triunfante en la capital y unas semanas más tarde fue electo presidente.

Con la sola excepción de cuatro años (1880-1884), cuando el general González fue electo de acuerdo con la Constitución, posteriormente reformada, que entonces prohibía la reelección de un presidente, Díaz ha ocupado su alto cargo sin interrupciones y en él permanecerá al frente de la nación hasta que muera u opte por retirarse.

El soldado se convirtió en estadista. Mantuvo en paz a las turbulentas masas. Hizo de la revolución un imposible. Organizó un sistema de policía que acabó definitivamente con los bandidos. Construyó escuelas. Castigó la corrupción e hizo saber a todos que una concesión garantizada por México no sería nunca repudiada. Hizo organizar las finanzas nacionales y los impuestos fueron cobrados e invertidos honrada e inteligentemente. Empezó las reducciones reduciendo su propio salario de 30000 a 5000 pesos. Hizo de México una nación. Una nación cuyas leyes y promesas significan algo.

Se había propuesto que entre México y Estados Unidos no debería existir ningún ferrocarril. La república debía estar a salvo de una futura invasión gracias a sus desiertos. Contra la más acre oposición y afrontando las más acerbas acusaciones que ponían en duda su lealtad a la república, Díaz dio la bienvenida a las grandes líneas de ferrocarril construidas con capital norteamericano y les aseguró generosos subsidios.

Ésta fue la política que Díaz estableció contra el grito de cobardía de “entre el fuerte y el débil, el desierto”.

Los intereses Harriman están construyendo a la fecha dos inmensas líneas de ferrocarril a través del poniente de México, gastando 1000000 de dólares a la semana, líneas que se unirán, a través de otras ya existentes, a la troncal panamericana, que ha sido construida casi hasta la frontera con Guatemala.

Entre las empresas más notables que reciben gran impulso está la línea Kansas City, México y Oriente, que Arturo E. Still está construyendo. La vía tiene 1 600 millas de longitud y el costo total será de 30 000 000 de pesos. Ha sido tendida ya la mitad. La línea Kansas, México y Oriente cruzará las nuevas líneas Harriman en su ruta de salida al Pacífico.

Se operan 19 000 millas de ferrocarriles en México, casi todas con conductores, gerentes e ingenieros norteamericanos. Y lo único que hay que hacer es viajar por el sistema Central Mexicano o disfrutar de los trenes de lujo del Ferrocarril Nacional, para darse cuenta del alto nivel de transportes del país.

Tan decidido está el presidente Díaz a no dejar caer su país en manos de los monopolios, que el gobierno está tomando posesión y uniendo en una sola corporación nacional, poseedora de la mayoría de las acciones, el Central Mexicano y los ferrocarriles Nacional e Interoceánico, para que, con este poderoso sistema de transporte fuera del alcance del control privado, la industria, la agricultura, el comercio y el tráfico de pasajeros queden libres de toda presión.

Esta unión de 10 000 millas de líneas férreas en una sola compañía con 113000000 de pesos de capital, cuyas acciones están en su mayoría en poder del gobierno, es la respuesta del presidente Díaz y su brillante secretario de Economía a la predicción de que algún día México se vería inutilizado por las garras de un monopolio ferrocarrilero.

Los dirigentes norteamericanos del ferrocarril que representan a las líneas que serán fundidas y controladas por el gobierno me hablaron con gran entusiasmo del plan como de un paso en firme hacia adelante, deseable tanto para los expedidores de carga como para los pasajeros y los inversionistas privados en negocios ferrocarrileros.

Dos tercios de los ferrocarriles de México son propiedad de norteamericanos que han invertido provechosamente en ellos cerca de 300 000 000 de pesos.

Así las cosas, las tarifas de carga y de pasaje son fijadas por el gobierno y no se puede alterar ni hacer un horario sin la aprobación oficial. Puede sorprender a algunos norteamericanos saber que el pasaje de primera clase cuesta en México solamente dos centavos y dos quintas partes por milla, mientras que en segunda clase, en la cual viaja cuando menos la mitad del total de viajeros del país, el costo es únicamente de un centavo y un quinto la milla: se dan estas cifras en oro para poder compararlas con el costo en los Estados Unidos.

Me han asegurado, en privado, los principales funcionarios e inversionistas norteamericanos que la gran red que forman los ferrocarriles de México los hace sentirse orgullosos de sus méritos, y su labor les da nuevas fuerzas para seguir adelante, sin ningún tipo de presiones, ya ejercidas directa o indirectamente.

El señor Stillwell, de Kansas City, no sólo está construyendo una línea de Kansas al Pacífico a través de México (para reunir el capital ha estado trayendo a México, por espacio de dos años, a mil cuatrocientos hombres de negocios), sino que ha establecido y controla en la república una vasta red de empresas dedicadas a bienes raíces. Tiene un capital de cerca de los 7 000 000 de dólares invertido en México.

“En mis frecuentes tratos con los oficiales mexicanos”, me dijo, “nunca me ha pedido nadie un solo dólar para sobornar directa o indirectamente. Para establecer la terminal de mi línea en Norteamérica, he tenido que luchar contra los políticos y los sobornos constantemente. Aquí en México he sido tratado no sólo justamente, sino con gran generosidad. El presidente Díaz me ha dicho que, si alguna vez un funcionario mexicano me pidiera un solo dólar como soborno, le notificara el hecho y, sin importar el grado que este oficial tuviera, sería inmediatamente dado de baja.”

Más de 1 200 000 000 de pesos de capital extranjero se han invertido en México desde que el presidente Díaz sistematizó y estabilizó la nación. El capital para ferrocarriles, minas, fábricas y plantaciones ha estado redituando la suma de 200000000 de pesos al año. En seis meses el gobierno vendió más de 1 000 000 de acres de tierra.

A pesar de todo lo que se ha realizado, aún hay cabida para invertir billones de dólares en las minas e industrias diversas de la república. Norteamericanos y extranjeros de otros países, interesados en minas, bienes raíces, fábricas, ferrocarriles y otras empresas, han asegurado privadamente, no una vez sino varias, que bajo el régimen de Díaz las condiciones para la inversión en México son mejores y tan dignas de confianza como en los países más desarrollados de Europa. El presidente Díaz ha hecho declaraciones en el sentido de que estas condiciones prevalecerán después de su muerte o su retiro.

Desde que Díaz asumió el poder, los ingresos del gobierno han aumentado de aproximadamente 15000000 de pesos a más de 115000000 de pesos a pesar de que los impuestos han sido firmemente reducidos. Cuando el precio de la plata bajó a la mitad, se notificó al presidente Díaz que su país jamás podría pagar la deuda nacional que se había duplicado con el cambio de valores. Fue apremiado a rehusar el pago de una parte de la deuda, pero él consideró el consejo tonto y poco honrado, y es un hecho que algunos de los funcionarios de más alto grado en el gobierno no recibieron sus correspondientes salarios hasta que México pudo hacer frente a sus obligaciones financieras y pagó dólar por dólar.

Las ciudades relucen con la luz eléctrica y se llenan de ruido con los tranvías; el inglés se enseña en las escuelas públicas del amplio Distrito Federal; el tesoro público está lleno y, en la abundancia, la deuda nacional decrece; hay aproximadamente setenta mil extranjeros que viven contentos y prósperos en la república —más norteamericanos que españoles—; México tiene tres veces más población por milla cuadrada que el Canadá. Los negocios públicos se han desarrollado bajo la dirección de jóvenes como José I. Limantour, el inteligente secretario de Hacienda, uno de los más distinguidos financieros; el vicepresidente Corral, quien es también secretario del Interior; Ignacio Mariscal, ministro de Asuntos Extranjeros, y Enrique Creel, brillante embajador en Washington.

Y es ésta una tierra de belleza incomparable. Su valle y montañas, sus grandes plantaciones, su indescriptible y variada vegetación, sus bellas y abundantes flores, sus frutos, sus cielos, su maravilloso clima, vetustos pueblos, catedrales, iglesias y conventos, no hay nada con qué compararlo en el mundo, dada su variedad y belleza. Pero es el indio gentil, veraz y agradecido, con su increíble sombrero y su sarape multicolor, el que acaba ganándose el corazón. Después de viajar por todo el mundo, el norteamericano que visita México por primera vez se pregunta cómo pudo ser posible que nunca antes entendiera qué maravilloso país de romance dejaba junto a su propia puerta.

Es el momento de crecimiento, fuerza y paz el que convence a Porfirio Díaz de que su labor en el continente americano está casi terminada. No se ve un solo sacerdote con ropas talares en todo este país eminentemente católico. No se ven procesiones religiosas. La iglesia ha enmudecido salvo en sus recintos y es ésta la tierra en donde he visto la más profunda emoción religiosa, los espectáculos religiosos más solemnes, desde los humildes peones, cubiertos con sus mantas, arrodillados por horas en la catedral, junto a hombres que llevan artículos para sus hogares, mujeres que amamantaban a sus hijos, hasta aquel indescriptible conjunto de indios que van de rodillas a la Basílica de la Virgen de Guadalupe.

Interrogué al presidente Díaz acerca de esto mientras paseábamos por la terraza del Castillo de Chapultepec. Inclinó su blanca cabeza y, levantándola nuevamente, fijó directamente sus oscuros ojos en los míos.

“No admitimos que los sacerdotes voten ni les permitimos desempeñar puestos oficiales. Tampoco permitimos que lleven vestimentas que los distingan como tales en público, ni permitimos procesiones en las calles”, dijo. “Cuando hicimos esas leyes no estábamos luchando contra la religión, sino contra la idolatría. Pretendemos que el más humilde de los mexicanos quede libre del pasado, de manera que pueda comparecer sin miedo frente a cualquier ser humano. No soy hostil a la religión, sino todo lo contrario; a pesar de las experiencias pasadas, creo firmemente que no puede haber verdadero progreso nacional en ningún país, en ninguna época, sin una verdadera religión.”

Así es Porfirio Díaz, el hombre más destacado del hemisferio americano. Todo lo que ha hecho, casi solo, en estos pocos años para un pueblo degradado y desorganizado por la guerra, sin ley y con políticos de ópera cómica, es la gran inspiración del panamericanismo, la esperanza de las repúblicas hispanoamericanas.

Dondequiera que se le vea, en el Castillo de Chapultepec, en su despacho del Palacio Nacional o en la exquisita sala de su sencilla casa en la ciudad, con su joven y bella esposa, rodeado de sus hijos y nietos por parte de su primera esposa, o rodeado de tropas, con el pecho cubierto de las condecoraciones que le han conferido las grandes naciones, él es siempre el mismo: sencillo, conciso y lleno de la dignidad de su fuerza consciente.

A pesar del férreo gobierno que le ha dado a México, a pesar de su prolongada permanencia en el poder que ha hecho decir a la gente que ha convertido una república en una autocracia, es imposible mirarlo a la cara cuando habla de los principios de la soberanía popular sin creer que aún hoy tomaría las armas y derramaría su sangre en defensa de ella.

Hace solamente unas semanas que el secretario de Estado, señor Root, resumió la actitud del presidente, al decir:

Me ha parecido a mí que, de todos los hombres que hoy viven, el que más vale la pena ver es el general Porfirio Díaz, de México. Porque, aun considerando los rasgos aventureros, atrevidos e hidalgos de su carrera, cuando se considera el vasto programa de gobierno que su valor y sabiduría, aunados a su carácter imperioso, ha cumplido, cuando se considera su atrayente personalidad única, no hay ser viviente hoy día a quien quisiera ver yo con más interés que al presidente Díaz. Si fuera poeta, escribiría su elogio. Si músico, marchas triunfales. Si mexicano, sentiría que una devota fidelidad de toda la vida no pagaría todo lo que él ha hecho por el que sería mi país. Pero como no soy ni poeta, ni músico ni mexicano, sino solamente un norteamericano que ama la justicia y la libertad y que espera ver su reino entre la humanidad progresar y fortalecerse, veo a Porfirio uno de los grandes hombres que debe ser considerado modelo de heroísmo por el género humano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FUENTE: Entrevista Diaz-Creelman, UNAM, 1963. [Mario Julio del Campo (Traductor)].