Octubre de 1908
RICOS Y POBRES
I.
Uno de los espectáculos más dolorosos que ofrece la sociedad contemporánea, es el de la desigualdad de las fortunas. Clases sociales hay, que nadan en la abundancia y tienen sobrantes cuantiosos para consagrarse á los placeres y aun á las mayores extravagancias del lujo; en tanto que otras, agobiadas bajo el peso del trabajo, arrastran una existencia penosa, y, cuando la enfermedad, la cesantía ó las crisis económicas las azotan, ruedan por los abismos de la miseria y el desamparo. El mal no es nuevo: ha sido de todos los tiempos y de todos los pueblos; pero es hoy más desgarrador que nunca, por el mismo desarrollo de la riqueza, que produce un desnivel mayor entre los que tienen y los que no tienen. Del seno de todas las generaciones y edades, han salido siempre voces de queja ó protesta, lamentos de rabia ó de dolor arrancados á ese estado de cosas; pero jamás esos gritos hablan sido tan altos ni iracundos como ahora. Y lo más deplorable de todo es, que ese desnivel parece irremediable y como inherente á la naturaleza misma de las cosas, pues no se concibe la existencia de la humanidad sin jefes y subalternos, capitalistas y trabajadores, ricos y pobres. Porque, si todos tuviesen igual fortuna, se acabarla la lucha del progreso, languidecerían las industrias y el patrimonio general de la especie no sería el bienestar, sino la indigencia.
Es consolador, con todo, pensar que los ricos y los pobres mutuamente se necesitan, que unos y otros son elementos indispensables para la prosperidad general, y que unos y otros se prestan mutua ayuda y vienen á ser benéficos entre sí. Pues así como los ricos quedarían reducidos á la impotencia en medio de una sociedad de puros ricos, porque no hallarían quienes desempeñasen sus negocios ni les sirviesen; de la misma manera los pobres, si se encontrasen sólo rodeados de menesterosos, no tendrían la menor esperanza de remediar su situación, porque á nadie podrían acudir en demanda de auxilio. Por eso ha dicho con harta razón un ilustre economista, José Garnier, que no hay pobre mayor que el que es pobre, rodeado de pobres.
Así, cuando se estudia el mecanismo social sin prevención ni pasiones, sino desde la altura filosófica desde donde deben ser analizados los fenómenos de esta especie, se adquiere la convicción de que, á pesar de las tristezas de la ingrata realidad, existe una sabia armonía en medio del aparente desorden en que nos agitamos, la cual arregla y dispone la cosas de tal suerte que, en último análisis, todo resulta favorable para la comunidad. La convicción de que el trabajo y el capital quedarían reducidos á la nulidad, el uno sin el otro, de que su instinto y conveniencia los llevan á buscarse y prestarse mutuos servicios, y de que á la abundancia del capital corresponden la del trabajo, la elevación de los salarios y la baja de los precios; nos infunde la consoladora convicción de que el mundo no anda tan mal arreglado como se suponen, pues los pobres están tan interesados en el aumento de la fortuna general, como lo están los ricos en el bienestar de las clases laboriosas. Porque aquellos remuneran mejor los servicios de los pobres, á medida que aumenta el número de los capitalistas; mientras los obreros consumen más los productos que les ofrecen las clases ricas, á medida que aumenta la holgura de su propia vida.
Dentro de los linderos de la ciencia económica, es absurdo, por lo mismo, sostener que hay hostilidad natural entre el capital y el trabajo, pues, por el contrario, existen entre ellos una concordia y una armonía tales, que el espíritu estudioso las observa con tanto placer cómo pasmo; pero esas consideraciones no impiden que la piedad intervenga para lamentar la desigualdad de las condiciones sociales, y desear que de algún modo mejore la suerte de las clases desheredadas.
Es incuestionable que, mientras la humanidad sea tal cual es. no podrá hallarse un remedio radical á la situación, y que todos los sistemas inventados ó por inventar para cambiar las bases de vida económica de la especie, no serán más que sueños más ó menos fantásticos y generosos, pero de imposible realización. Desde el momento en que la población del mundo se forma de inteligentes y necios, trabajadores y holgazanes, previsores y despilfarrados, morigerados y viciosos, es innegable que tiene que haber también ricos y pobres; porque el necio, el perezoso, el manirroto y el corrompido, producirán ó ahorrarán menos, por fuerza, que el inteligente, el trabajador, el ordenado y el bueno. Y aun suponiendo que, por obra de magia, pudiesen ser igualados en fortuna todos los hombres, en un instante dado, ¿quién duda que al momento siguiente desaparecería tal igualdad por virtud de aquellas mismas causas, á no ser que al igualarse las fortunas, fuesen igualadas también por obra de otra magia más grande, las inteligencias, las energías y las conciencias humanas? Todo lo más que puede pedir la justicia social á este propósito, es que haya amplía libertad para todos, que se destruyan las trabas y cortapisas que cohíben el trabajo honrado, y que se limpien de obstáculos los caminos que pueden conducir á todas la alturas. Abolidos los monopolios y privilegios que estorbaron en otro tiempo el ascenso de los más dignos á las cimas del éxito, ha quedado el campo abierto á todos los esfuerzos é inteligencias, y trocada la vida en glorioso palenque donde reciben palma y recompensa los mejores y más aptos.
No es verdad, por lo mismo, que, debido á la organización actual de nuestra sociedad, estén ocupados ya todos los puestos, y no baya lugar reservado para los recién venidos, en el banquete de la vida, pues á diario estamos viendo la falsedad de semejante afirmación. El ejemplo, entre otros, que presentan los archimillonarios de los Estados Unidos, puede servir como amplia y perfecta demostración de mi aserto, ya que casi todos los Cresos del Norte han sido hijos de sus obras, y se han iniciado en la lucha por los oficios más humildes, para irse elevando gradualmente, merced á su energía, á la vertiginosa opulencia donde ahora son vistos con envidia por algunos y con pasmo por todos. Este comenzó por vendedor de periódicos, aquel por impresor, aquel por telegrafista, el otro por fogonero y aun hay alguno que ha dado principio á su carrera como limpiador de calzado. No es cierto, por tanto, que estén ocupados todos los lugares en ese banquete, pues hay en él cubiertos constantemente preparados para los luchadores más fuertes y dignos.
No obstante, en derredor de esas sólidas verdades, que forman la estabilidad, armonía y progreso de la familia humana, agítense cuestiones de orden diferente, pero íntimamente relacionadas con ellas, que interesan y apasionan á pensadores, estadistas y filántropos. Dado, en efecto, que esas sean las reglas, y que las bases de nuestra existencia común sean inconmovibles: ¿no puede mejorarse de alguna manera la condición de las clases laboriosas? ¿A nada están obligados los ricos con respecto á ellas, sino á pagarles el salario convenido? ¿No habrá medio por el cual pueda suavizarse el contacto de éstas y aquéllos, y se haga menos punzante encontraste entre la opulencia y la necesidad?
Antes de ocuparme en el análisis de tan intrincadas cuestiones, séame lícito echar un vistazo, siquiera breve y superficial, sobre la génesis de la terrible lucha económico-social que hoy presenciamos, á fin de conocerla mejor y precisar bien su carácter.
II. [1]
Las luchas entre ricos y pobres, repito, no son cosa nueva en la historia de la humanidad. Grecia y Roma las presenciaron, y bien puede decirse que los anales de la vida interior de esos dos grandes pueblos, están casi exclusivamente formados por las dolorosas convulsiones que aquellas ocasionaron. Entre los griegos, ricos y pobres formaban partidos políticos opuestos, que se desgarraban entre sí de un modo espantoso, pues el triunfo de cualquiera de ellos, significaba siempre la ruina y, casi la exterminación del contrario. Uno y otro se prevalieron de formas políticas para paliar sus ocultos designios, y al par que los ricos, por extraño que parezca, eran partidarios de la República, los pobres se valían de la institución de la Tiranía para triunfar y disponer de las vidas y haciendas de la gente opulenta. Las pasiones de unos y otros llegaron á ser tan enconadas, que la patria misma fué relegada á segundo término por los bandos contendientes, y tanto ricos como pobres, se unían al enemigo extranjero, para procurar su mutua destrucción.
En Roma existió la misma discordia, aunque bajo aspecto diferente, por la extensión del territorio y la complexidad de los elementos en juego; pero el combate fué allí no menos reñido que en Grecia, y perduró al través de todas las vicisitudes políticas, ya determinando la retirada del pueblo al monte Aventino durante la República, ya la erección, más tarde, del cesarismo, que no fué más que una variante de la tiranía, cuando el pueblo prefirió darse un emperador, azote del patriciado y de los ricos, á mantener en pie formas engañadoras, que favorecían y consolidaban el despotismo de los magnates.
Es incuestionable, con todo, que en aquellos remotos tiempos no hubo ni sombra de socialismo, á pesar de lucha tan fiera y dilatada. El socialismo no existió entonces, porque no lo consentía la constitución misma de aquellas sociedades. Es cierto que desde entonces hubo filósofos que soñaron con el comunismo, y lo expusieron y poetizaron en libros prestigiosos; pero también lo es que ese comunismo en nada se parecía al socialismo de nuestros días. El divino Platón, autor de «Las Leyes» y «La República,» no admitía la redención del esclavo ni la elevación social de la mujer en sus Estados utópicos; Aristóteles sostenía que la mujeres de especie inferior y el esclavo un ser enteramente despreciable; y la opinión general entre filósofos y pensadores helenos, fué que la igualdad humana era aplicable únicamente á la agrupación constituida por la parte libre de la población. El comunismo clásico era, pues, una forma aristocrática, que sólo admitía en su seno á los ciudadanos, pobres ó ricos, pero de ningún modo á los esclavos. Séame permitido consignar aquí, de paso, que el decantado comunismo espartano no existió jamás, y que las descripciones contenidas á este propósito en libros antiguos y modernos, no pasan de ser una herniosa fábula. Aristóteles llega á afirmar que en el tiempo de Agis II, toda la Lacedemonia vino á ser propiedad de un centenar de personas.
La causa profunda por la cual no pudo haber socialismo en la antigüedad, fué, pues, la existencia de la esclavitud, ya que el socialismo tiene por base y objeto el mejoramiento de las clases laboriosas, y que tal propósito es incompatible con aquella institución. Ahora bien, griegos y romanos consideraron la esclavitud como una necesidad absoluta de la vida común; y contra ella no se elevaron las voces de los pensadores, ni el acento inflamado de los políticos, ni siquiera los esfuerzos sistemáticos de las mismas victimas. Todos, sabios é ignorantes, señores y siervos, dominadores y pueblo, estaban persuadidos de la absoluta necesidad de mantener aquel estado de cosas, para que la humanidad pudiese vivir. Romanos, griegos y orientales ignoraban que la esclavitud fuese contraria á las leyes de la naturaleza, y la practicaban sencillamente, con la tranquilidad de quien hace lo establecido é inevitable. Y los mismo esclavos, aun cuando solían alzarse en rebelión y ejercer terribles represalias, lo hacían sólo obligados por la desesperación, y animados por el deseo de venganza; pero sin partir de algún, principio común en qué apoyarse, ni proclamar á la faz del mundo la santidad de algún derecho, que hubiese podido servirles de bandera en una lucha consciente y bien dirigida.
Aquella situación fué tan oscura, que aun los filósofos más eminentes y los ciudadanos más virtuosos, no llegaron á sospechar que la práctica de la esclavitud fuese incompatible con el sentido moral. Aristóteles creía que la esclavitud no podía concluir sino cuando (cosa que juzgaba irrealizable) el huso y la lanzadera se moviesen por sí solos; Jenofonte fué partidario convencido de la forma aristocrática, y, en general, todos los pensadores helenos participaron de esa misma convicción.
En Roma, Catón, el austero é incorrupto, consideraba á los esclavos como seres inferiores á los animales, y los nutria con alimentos repugnantes y malsanos; y Séneca, el estoico y amigo de la igualdad humana, se quejaba del hambre insaciable y de la rapacidad de aquellos, como de cosa intolerable y que les fuese exclusiva.
Habiendo sido tales las condiciones de esos pueblos, compréndese no haya sido posible la germinación en su seno, de la idea socialista. El pueblo, lo que entonces así se llamaba, era un grupo poco numeroso; en Atenas, cuya población jamás pasó de cuatrocientos mil habitantes, nueve décimas partes eran de esclavos. De esa desigualdad profunda y radical de condiciones políticas, nació la imposibilidad de que se pensase siquiera en un arreglo general de cosas, que pudiese cambiar las bases establecidas. Los verdaderos señores de aquella situación, eran los ricos y el pueblo: entre ellos se libraban los terribles combates de que nos habla la historia; debajo de ellos y como vil materia que hollaba la planta de todos, se agitaba la muchedumbre de esclavos, considerada por unos y otros como indigna de tomar parte en la contienda.
La idea de la abolición de la esclavitud, no nació de la filosofía ni de la política. Las lucubraciones de los filósofos, que subieron tan alto y arrojaron una luz tan esplendorosa en los cielos del pensamiento, jamás llegaron á explorar ese rincón de la filosofía, que se llama la igualdad de la naturaleza humana, el cual se mantuvo sumido en la sombra más densa al través de los libros mismos de Platón y de Aristóteles; pues aunque Epicteto y Séneca hayan tratado al fin. La cuestión, hiciéronlo respirando ya la atmósfera intelectual de los primeros siglos de nuestra Era. Los corifeos populares que en Grecia y Roma levantaron la voz en las ágoras ó en el foro defendiendo la democracia, bien fuesen Hortensio, Demóstenes, ó los Gracos, jamás llegaron á mencionar en sus inflamados discursos, la causa de esos oprimidos como digna de mejora ó redención.
Ese vicio fundamental privó, pues, de intensidad y alcance las eternas luchas antiguas entre ricos y pobres; tanto más cuanto que, fuese cual fuese el partido que saliese triunfante en la contienda, el trabajo de los esclavos no se interrumpía, y fueron desconocidas entonces las crisis de producción que ahora nos afligen, y, por lo tanto, la miseria, la desesperación y las violencias que ellas ocasionan entre los obreros.
El socialismo es hijo de la democracia, y, sobre todo, de la igualdad política proclamada por las constituciones de los Estados modernos; porque, una vez pasado el nivel de los derechos sobre toda las cabezas, fué ya posible pensar en una combinación genérica y radical, que pudiese satisfacer las aspiraciones de la multitud. «Para concebir el ideal socialista, dice Nitti, ó, más bien, para creer que la realización de ese ideal es á la vez una necesidad y un deber, ha sido preciso conquistar poco á poco las libertades políticas. El socialismo ha nacido precisamente del contraste producido entre las libertades políticas de que se ha apoderado el pueblo, y la servidumbre económica, cuyo yugo ha encontrado éste más doró, y cuyo peso ha sentido mayor, después de la conquista de aquellas libertades.»
La democracia, tal como ahora la entendemos, es también un hecho moderno, pues en la antigüedad las capitales de los Estados ejercían poder absoluto y arbitrario sobre la nación y las colonias. La oligarquía dominante de las ciudades griegas, formada por los ricos y el pueblo, ponía el poder en manos de oradores elocuentes, estadistas sagaces ó generales afortunados; pero se deshacía de ellos tan pronto como descontaba de su rectitud ó lealtad, desterrándolos de la patria. Por eso se ha dicho, que el poder político en aquellas naciones, era una dictadura de la persuasión, templada por el ostracismo.
Otro tanto pasó en Roma, cuya capital decidió siempre los destinos de todo el pueblo; pues aun en la época en que los habitantes de la península itálica adquirieron el derecho de ciudadanía, la omnipotencia directora no salió nunca del Senado, del Foro y del Campo de Marte.
Las repúblicas italianas siguieron el ejemplo. Florencia, Venecia, Bolonia y Milán disponían á su albedrío de la suerte de los Estados que llevaban su nombre, sin preocuparse por la voluntad de los habitantes del campo. Así pasó también en las de los Países Bajos; Amsterdam fué administrada por 36 consejeros escogidos entre otras tantas familias privilegiadas.
Los verdaderos orígenes del socialismo arrancan, pues, de la revolución francesa que, abolida la esclavitud, destruyó los privilegios de la nobleza y proclamó la igualdad de todos los hombres. Entonces también, fué cuando se oyó hablar por primera vez de la necesidad de igualar las fortunas para obrar en justicia. En este sentido se expresaron Necker, Condorcet, Mably, Marat y Saint-Just.
Una vez realizada la unificación política de la especie, quedó todo allanado para la elaboración de nuevos sistemas, que se ocupasen en el mejoramiento de las condiciones generales de la humanidad; de allí nació la naturaleza científica del sistema socialista, que se basó en derechos proclamados, fundamentales é imprescriptibles.
Pasada la revolución, continuó en el aire la vibración de las ideas, y tanto en Francia como en Inglaterra y Alemania, eleváronse voces poderosas, que formaron como eco y continuación á los clamorea revolucionarios.
El desarrollo extraordinario de la riqueza y la desigualdad irritante de las fortunas que tal hecho engendra, juntamente con los, progresos del maquinismo y la difusión de las luces entre las masas, han contribuido eficazmente á la propagación del socialismo. Las teorías comunistas y las utopías igualitarias prenden y arraigan en el cerebro popular, merced á la propaganda ejercida por medio de la imprenta; pues libros, folletos y periódicos baratos y de fácil circulación, comunican ese punzante delirio á la multitud. Los pueblos atrasados, aquellos donde hay poco industrialismo, á la vez que una ilustración incipiente, no son terreno á propósito para la plantación y el desarrollo de ese germen; pero aquellos donde los conocimientos están más generalizados y es mayor el número de los que saben leer, están mejor preparados para recibir tan mala semilla. Así, por una amarga ironía del destino, los países que luchan por su engrandecimiento, preparan á la vez el pavoroso problema de crisis profundas, pues con las luces que difunden, reparten el fuego de una futura conflagración.
III.
El Cristianismo, antes que los estoicos y que ninguna otra filosofía ó religión, proclamó la igualdad fundamental de la especie humana, hizo que se confundiesen en abrazo amoroso los señores y los esclavos, y mezcló y unificó en la misma tierra bendita, las cenizas de los pobres y las de los ricos, todos sujetos á la misma ley de la muerte, é iguales ante Dios. Fué una inmensa renovación en todos los órdenes de la vida. La sociedad antigua tuvo por fundamento la esclavitud, y el cristianismo la destruyó; la sociedad antigua se postró ante el Becerro de Oro, y el cristianismo predicó la pobreza. Es cierto que algunos filósofos antiguos hicieron gala de despreciar las riquezas y predicaron el amor á la sabiduría; pero también lo es que aquellas enseñanzas basadas en el orgullo y no en el amor, hallaron eco en contadas inteligencias y permanecieron extrañas al movimiento popular. El politeísmo nada dijo contra la codicia, y sobre la grandeza imperecedera de Grecia y Roma, se proyecta una sombra muy negra, que no logran disipar, ni los lauros intelectuales de la una ni la gloria militar de la otra: la de su menosprecio hacia los humildes. Todos cuantos se mantenían del trabajo de sus manos, fueron vistos con profundo desdén por los antiguos, coincidiendo en esta misma injusticia, sabios, políticos, poetas y oradores. «Los filósofos de Grecia, dice Renán, á la vez que soñaban con la inmortalidad del alma, vivieron llenos de tolerancia para las iniquidades de este bajo mundo».
Las posiciones respectivas de ricos y pobres en aquellos remotos tiempos, estaban bien marcadas é irremediablemente definidas; la lucha entre una clase y otra tenía que ser y fué inexorable. «Las ciudades griegas, dice Fustel de Coulanges, oscilaban entre dos revoluciones: una que despojaba á los ricos y otra que volvía á ponerlos en posesión de su fortuna. Eso duró desde la guerra del Peloponeso, hasta la Conquista Romana». Los levantamientos de Rodas, Megara, Samos y Micenas, fueron espantosos; el pueblo rebelado, se rehusaba á pagar y abolía los impuestos, anulaba las deudas, confiscaba y distribuía las tierras y mataba á los ricos. Estos á su vez, se armaban, se ligaban tal vez con el enemigo extranjero, y recobraban el poder y las riquezas arrebatadas, haciendo espantosas hecatombes entre la multitud.
Roma fué al principio un Estado agrícola, pero á medida que creció con la conquista, fué perdiendo sus costumbres patriarcales. Una vez llegada al apogeo del poder, surgieron las clases ricas, formadas en un principio por la de los caballeros, equites, si bien llegaron estos bien pronto á su vez á ser absorbidos por los publicanos, quienes fueron monopolizando poco á poco toda la riqueza y destruyendo las pequeñas fortunas, hasta venir á ser árbitros del Senado, de la justicia, de la hacienda pública y hasta del sufragio popular. El mundo fué entonces propiedad de unos cuantos. Esa situación, sin duda alguna, fué la que hizo prorrumpir al poeta en aquella amarga y conocida queja: ¡Humanum paucit vivitgenus!
Éso fué debido á que la política de Roma, aun en los mejores tiempos de la República, tuvo por norte el favorecer los intereses de las clases ricas, como lo prueba el famoso delendaCarthago, que no fué más que el grito feroz del proteccionismo de los negociantes romanos contra los cartagineses, sus competidores en el comercio. Cuenta Cicerón, además, que el Senado, compuesto de ricos terratenientes, mandó destruir los viñedos y olivares de las Galias para acabar con una concurrencia ruinosa para sus negocios. Las sociedades por acciones ó partículas, en las cuales entraban también los patricios, se apoderaban de todos los negocios comerciales, y se extendieron desde el centro de la República ó del Imperio basta las provincias más remotas, especulando con todo: construcciones, minas, transportes, aduanas y contratas con el ejército. Las latifundia ó grandes propiedades territoriales, fueron tragándose las propiedades pequeñas; la usura devoraba á la nación, y era practicada sin disfraz, no sólo por los negociantes sino también por los militares, estadistas y filósofos. El austero Catón la ejercía; Cicerón despojaba por la violencia la provincia que administraba, y ganaba en menos de un año, 2.200,000 sextercios; el honrado Bruto, colocaba en Chipre sus capitales á un interés de 48 por ciento; Verres, en Sicilia, á 24 por ciento; Séneca, despojaba la Bretaña por medio del agio. Tal era la situación en que se encontraba el mundo cuando hizo su aparición el cristianismo. Existía la esclavitud, era menos: preciado el trabajo, predominaba la codicia; el mundo estaba dividido entre explotadores y explotados. Ninguna voz de paz ni de conciliación se elevaba en medio de la lucha. Los campos opuestos estaban cerrados á toda compasión, y el desacuerdo parecía irremediable. La religión de Jesús vino á socavar las bases del edificio y á proclamarlas doctrinas contrarias á aquel orden de cosas: la igualdad humana, la santidad del trabajo y el desprecio á la riqueza. No es posible comprender y abarcar en toda su extensión, el efecto que haya causado en aquella sociedad caduca y milenaria, donde existían por tradición aquellos vicios y preocupaciones, la predicación de verdades tan insólitas. Evolución tan enorme, metamorfosis tan fundamental, bien puede llamarse una renovación completa del mundo.
Entre todos los pueblos de la antigüedad, fueron los Israelitas, antes que los cristianos, los únicos que tuvieron piedad para el pobre y el trabajador, y los únicos que dictaron leyes para la protección de los desvalidos. La legislación de Moisés, que regía todos los actos de aquella agrupación humana, no dejaba sin protección al asalariado: un día de reposo todas las semanas, era absolutamente obligatorio, y la tierra misma tenía su año sabático, durante el cual todos sus productos pertenecían á los pobres. Los ricos invitaban á los proletarios á banquetes frecuentes, y estaba prescrito hacer la cosecha y la vendimia con descuido, para permitir á los pobres y á los extranjeros que cruzasen los campos, recoger espigas y racimos para alivio de sus necesidades. La usura estaba estrictamente prohibida, los préstamos debían ser gratuitos, y, los mismos acreedores, por cualquier título que fuesen, debían ser humanitarios y piadosos con sus deudores. La esclavitud era suave y llevadera, y tanto ella como los gravámenes de las tierras, desaparecían cada año sabático. La propiedad entre los descendientes de Abraham, no constituía un derecho absoluto; el rico tenía la obligación de hacer al pobre partícipe de sus riquezas por el diezmo y la limosna. «El Código de Jehová, dice Renán, ha sido una de las primeras y más audaces tentativas hechas para defender á los débiles, porque encierra un verdadero programa de socialismo teocrático, sobre la base de la solidaridad, y absolutamente contrario al individualismo».
En Israel, es cierto, se formó, lo mismo que en los otros pueblos, la propiedad individual, y nacieron con ella, el amor desmedido á la riqueza, la codicia y el egoísmo; pero los profetas estaban ahí para levantar la voz contra los poderosos y defender á los, oprimidos, para invocar á favor de éstos la protección divina, y para amenazar á los magnates con terribles castigos. Esto ha hecho decir á Renán, con harta exageración, pero con cierta justicia de fondo, que: «Los profetas israelitas eran publicistas fogosos de »la especie que llamaríamos ahora socialista ó anárquica; fanáticos »de justicia social, proclamando muy alto que, si el mundo no es justo y susceptible de serlo, vale más que perezca: manera de ver muy »falsa, pero muy fecunda, porque, como todas las doctrinas desesperadas, como el nihilismo ruso de nuestros días, por ejemplo, »producía heroísmos y un gran despertar de fuerzas humanas».
Los ricos israelitas llegaron á ser traidores á su patria, pues formaron causa común con los griegos; y el pueblo entretanto suspiraba por el estado patriarcal primitivo, tan parecido al comunismo, y abrazaba en el mismo odio y en la misma maldición, al rico y al extranjero. Aquellos sentimientos inspiraron la fundación del Ebionismo, secta religiosa, cuya base y objeto era la pobreza; y la pobreza vino á ser á los ojos de la mayoría, el símbolo de toda perfección y santidad. El ebión era pobre, humilde amigo de Dios; mientras el rico era impío, violento y opresor. En medio de aquella situación, apareció Jesús, el Salvador, elevando la voz contra los ricos y proclamándose el amigo de los pobres. Su enseñanza fué escuchada por los oprimidos; su séquito fué formado por pastores, pescadores y gente humilde; y en toda ocasión se complació en manifestar que los pobres eran los herederos de su gloria, mientras los ricos podrían entrar difícilmente en el reino de los cielos.
Los Doctores de los cuatro primeros siglos de nuestra Era, profesaron doctrinas francamente comunistas ó casi comunistas. La vida de los primeros discípulos de Cristo se conformó plenamente con esas ideas, y, durante las persecuciones, ricos y pobres, señores y esclavos, obreros y patricios, vivían confundidos en sus oraciones, en la obscuridad de las catacumbas, en sus ágapes místicos, y en su vida toda entera, donde no había tuyo ni mío; y ya muertos, reposaban los unos al lado de los otros, sin distinción de clases ni categorías, los nobles más ilustres de la ciudad inmortal, juntos con los más oscuros y plebeyos de los talleres y las ergástulas. «Todo es común entre nosotros, dice Tertuliano, salvo las mujeres»; y Santiago agrega: «Llevamos con »nosotros cuanto tenemos, y todo lo partimos con los pobres», San Ambrosio dice que: «La tierra ha sido dada en común á los pobres y á los ricos, que la naturaleza ha puesto las cosas á la disposición de todos, y que sólo la usurpación ha criado el derecho particular». San Juan Crisóstomo tenía la idea de que «los» ricos y los avaros son verdaderos ladrones que ocupan la vía pública, desvalijan á los pasajeros y trasforman sus propias habitaciones en cavernas donde amontonan los bienes ajenos».
San Gregorio el Grande sostenía que no había mérito en no robar, si se reducían á propiedad privada las cosas criadas para la comunidad, y que al dar á los indigentes lo necesario para que vivan, no nos privamos de lo que nos pertenece, sino les damos lo que es de ellos; así que tales actos no son obra de caridad, sino pago de deuda. San Clemente decía que todas las cosas de este mundo debían ser de todos, y que sólo por la iniquidad, se hicieron de propiedad particular. San Agustín sostiene que la propiedad no es de derecho natural, sino civil; y San Basilio el Grande que los ricos han usurpado las cosas comunes, que sólo por eso las poseen, y que si cada cual no tomase para sí más que lo necesario, y diese lo demás á los indigentes, no habría ni ricos ni pobres. San Juan Crisóstomo dirigiéndose á los ricos, les decía: «Habéis recibido vuestras riquezas por herencia, está bien: no habéis pecado, pues, vosotros mismos; pero ¿sabéis si gozáis del producto de robos y crímenes anteriores?» San Jerónimo, finalmente, pronunció aquella frase que se ha hecho célebre: Omnisdives, autiniquusestautlueresiniqui, todo rico es un inicuo ó heredero de un inicuo.
Si el criterio de la Iglesia se hubiese detenido aquí, no existiría línea de separación entre el cristianismo y el socialismo filosófico; pero esas teorías eran demasiado exageradas y ardientes para ser definitivas. Fueron fruto del entusiasmo ascético de los primeros siglos y estaban impregnadas de sentimientos primitivos. La humanidad, al fundirse en él cristianismo, parecía como renovada y vuelta por el idealismo á las primeras épocas del Génesis. Al pasar la religión de Jesús de la persecución á la legalidad y de las catacumbas á la luz del sol, entró de Heno en las complicaciones de la existencia, y tuvo que conformarse con las exigencias de la realidad viviente, que eran las generales y perpetuas. La vida catecúmena y contemplativa fué de transición, y durante ella las multitudes, apartadas de todo negocio, vivieron atentas sólo al progreso de la vida espiritual, y con la vista fija en los intereses eternos. Su existencia, entonces, fué la de una comunidad religiosa, como más tarde vinieron á serlo los conventos; pero aquel éxtasis no podía perpetuarse, y los creyentes, que pasaron de rodillas los siglos de persecución, se pusieron en pie para entrar en la lucha general, cuando fué proclamada la paz religiosa por el primer emperador cristiano. Las máximas extremas, basadas en la caridad de Dios y del prójimo, apellidadas por los doctores de los primeros siglos, no eran aplicables á las relaciones de la vida civil, sino al fuero de la conciencia y al santuario de la vida mística. Tal fué la limitación que vino á ponerse, al cabo de los años, á tan fogosos principios, por la voz de San Clemente de Alejandría, quien enseñó ya que el Salvador no manda al rico sacrificar su patrimonio, sino desterrar del corazón el amor al dinero y las preocupaciones y temores que sofocan todo germen de vida; que lo que Dios reclama, no son acciones exteriores, sino algo más alto, divino y perfecto, que es arrancar del alma las pasiones que la degradan y empequeñecen; que el hombre podría desprenderse de sus bienes inútilmente, si guardase en el corazón la codicia y el amor á las riquezas-; pero que puede ser bueno conservándolas, si ama á Dios y tiene caridad para el prójimo. «¿Cómo, pregunta, podrían ser ejecutadas las obras caritativas, si nadie tuviese con qué hacerlas? Los bienes de este mondo deben ser considerados como materiales destinados á algo útil, y ponerse en actividad por quienes saben servirse de ellos, hábilmente». Tal fué la doctrina que prevaleció en la Iglesia y la que prevalece hasta el día. Solamente los herejes como Pelagio, Wyclif, Huss, Juan Petit y los anabaptistas, han pretendido, después, predicar el comunismo como esencial al cristianismo; pero sus doctrinas han sido condenadas por Roma. Santo Tomás de Aquino fijó para siempre los verdaderos principios, que son los proclamados por San Clemente de Alejandría, poniendo de acuerdo las sanas doctrinas de Aristóteles sobre la propiedad, con las predicaciones místicas de los primeros Padres de la iglesia. Pero, entiéndase bien, la defensa de la propiedad, abrazada por la iglesia, deja en pie en toda su fuerza, los argumentos y exhortaciones de aquellos Santos, por lo que sé refiere á los deberes de conciencia, al amor al prójimo, á la fraternidad humana y á la caridad, que es la base de toda enseñanza. Hay, pues, esta diferencia capital entre el cristianismo y el socialismo: aquél llega al comunismo por el amor, y éste por el odio.
IV.
El problema social incubado, en la Revelación francesa, y predicado después por apóstoles elocuentes y convencidos como Reybaud, Leroux y Luis Blanc, pareció llegar á su apoteosis con la revolución de 1848. pues los sostenedores de la nueva doctrina, subieron con ella al poder, y tuvieron á su disposición los elementos oficiales para la realización de sus teorías. El gobierno francés de la segunda República, crió talleres nacionales con los fondos públicos; sueño dorado de Blanc y sus secuaces, quienes predecían el advenimiento de la felicidad humana, parad día en que el Estado tomase por su cuenta la organización del trabajo. Desgraciadamente fracasó la tentativa, pues aquel arreglo socialista no produjo más que intrigas y desórdenes, y pereció bien pronto en medio de un enorme desprestigio y con el consentimiento de todos; así que bien puede decirse que aquella apoteosis, fué al mismo tiempo la picota oficial de tal ensueño socialista.
Pareció, después de eso, que la idea había quedado muerta y enterrada por virtud de tan resonante fracaso, y así se creyó por donde quiera durante buen número de años; mas no fué así, sino que, sobreviviendo á su propia derrota, se reanimó después, tomó cuerpo, flameó y alcanzó proporciones de incendio. Pensadoras elocuentes y sabios, volvieron á tomar por su cuenta las teorías pasadas de moda, y poco á poco fuéronles comunicando nuevo prestigio. Karl Marx, Engels, Lassalle, Schäftle y Rodbertus en Alemania, Laveleye en Bélgica, Guesde en Francia, Ferri en Italia, y H. George en los Estados Unidos, han venido á ser en los tiempos modernos, defensores notorios de tales utopías. Desgraciadamente, el nuevo socialismo se ha mezclado más ó menos con el anarquismo, que predica la solución del problema por medio de la destrucción de todo lo existente, Estado, Iglesia, propiedad, ciencia y arte; si bien los anarquistas reconocen por corifeos á Proudhon y á Bakúnin, y no á los escritores antes citados. Es verdad que los socialistas científicos, que forman partidos políticos en casi todas las naciones civilizadas de Europa, no aceptan en sus escritos esos horrores como medio dé propaganda y de triunfo; pero también lo es, que sirven de sombra á los anarquistas, y que, en caso de persecución contra éstos, se convierten de intelectuales y teóricos, en enemigos de toda ley represiva y defensores de dinamiteros y asesinos.
Sea como sea, la llamada cuestión social no solamente ha vuelto á ser de actualidad, después de la somnolencia en que cayó á mediados del pasado siglo, sitio que se presenta ahora más apremiante y amenazadora que nunca.
El fenómeno se realiza en circunstancias tales, que á primera vista parecen absurdas. Porque, dígase lo que se quiera, es un hecho probado por las estadísticas y por la simple experiencia, que las condiciones dé los trabajadores y pobres, han mejorado considerablemente en los tiempos modernos.
Pero los desheredados no son capaces de penetrarse de tan consoladora verdad; sino que, impulsados y enardecidos por vehementes predicaciones de visionarios, ambiciosos ó criminales, se agitan exasperados, pretendiendo llegar de en salto al logro de un porvenir utópico, que nunca alcanzarán. Esas prédicas y sugestiones encuentran el terreno bien preparado para recibirlas, porque, si bien es cierto que él destino de la humanidad en conjunto va mejorando día á día, también lo es que hay ciertas circunstancias del momento que explican, aunque no justifican, la exasperación de los pobres. En la Edad Media, guardaba el obrero una situación inferior á la actual; pero sosegada y sin vicisitudes. Los privilegios obtenidos por las corporaciones, impedían la competencia, y no había entonces crisis de producción como en nuestros tiempos. Entonces también eran desconocidas las huelgas, como resultado de esas causas complexas, y la clientela de los artesanos, aunque corta, era segura. Por otra parte, el desnivel de las fortunas no era tan grande como ahora, y entre ricos y pobres había un lazo de unión, formado por la nobleza campesina, que, aunque de hacienda escasa, era socialmente superior á los grandes propietarios. Esa nobleza, que, por una parte se Codeaba con la gente labradora, y por otra con los grandes capitalistas, impedía que éstos aplastasen con su despreció á los desheredados, y que los pobres entrasen en contacto inmediato é irritante con los ricos. En numerosos actos públicos, el gentilhombre campesino, de escarcela vacía, tenía precedencia sobre la gente acomodada, y su soberbia actitud frente al capital, servía dé respiradero y alivio á las quejas y rencillas de la clase menesterosa.
Sobre todo eso, hay que considerar que los trabajadores tenían ideales altos en aquélla época, y miraban con sana, aunque inconsciente filosofía, las desdichas dé la vida; teniendo por santa la pobreza y la riqueza y los goces de este mundo, como cosa independiente de la dicha suprema.
La situación en los tiempos actuales, ha cambiado diametralmente. La rapidez de los cambios comerciales, la inestabilidad de las industrias, la competencia, las crisis de producción y la vida entera económica, intensa y febril, que nos envuelve y arrebata, han hecho precaria, insegura é irritante la vida del obrero. Y lo que más exaspera á ese átomo perdido en la inmensidad de los grandes negocios, es la insignificancia de su iniciativa para determinar todos esos cambios; pues la abundancia ó escasez del trabajo, las crisis, el alza ó la baja de los salarios, y el aparecimiento ó el eclipse de las industrias, no dependen de su voluntad, ni son accesibles á su dominio, sino vienen de causas oscuras é impenetrables, que ellos atribuyen, en todo caso, á las malas artes y á la inhumanidad de los capitalistas. Bajo el imperio de esas ideas, enciéndese su cólera, que políticos ambiciosos cuidan de avivar, y la soberanía popular, predicada por dónde quiera, y consagrada por casi todas las Constituciones, da pábulo y desarrollo á tales protestas, reclamaciones y rugidos. La idea de soberanía, que ha bajado basta el alma del pueblo, se deforma por la ignorancia de las masas, y equivale para éstas á derecho de señorío y propiedad eminente sobre todas las cosas. El pueblo soberano, en la penumbra de su intelectualidad, se juzga, pues, el propietario único y por excelencia, de todo, y al sentirse juguete de las luchas económicas, se yergue con indignación, se irrita contra los obstáculos que cierran su camino, y, siguiéndola bandera de sus corifeos, grita con Emilio de Laveleye: «¿Cómo soy soberano, si soy siervo?»
El socialismo antiguo ha cambiado ahora de nombre, y basta un poco de forma: se llama colectivismo, y tiene por objeto poner en manos de los trabajadores, todos los instrumentos de producción, cambiar la propiedad privada en colectiva, y no permitir la subsistencia de aquella, sino respecto de los frutos y artículos de consumo. P. Leroy-Beaulieu, en un libro claro y lógico Le Colectivisme, que ha quedado hasta ahora sin respuesta, ha demostrado hasta la evidencia la inanidad de esas teorías, y el camino seguro y rápido por donde volvería á reconstituirse la propiedad abolida, merced á la sola concesión del goce individual de los solos artículos de consumo. Sea como sea, es palpable que la idea socialista ha sufrido en nuestros días dos trasformaciones capitales: se ha vuelto razonante y dialéctica entre los intelectuales, y violenta y agresiva entre las masas demagógicas.
Desde Platón bástalos tiempos de San Simón, Fourier, Owen y Cabet, el comunismo no pasó de ser un ensueño romántico, una especie de postulado poético, al cual no se creía ni pretendía llegar, de un modo serio y determinado, sino por virtud de alguna superior iniciación infundida á la humanidad, ó por obra de algún profeta ó espíritu casi divino, que pudiese como encantar á los hombres con su palabra y con su ejemplo, y llevarlos tras sí como manada de ovejas á las cimas del desprendimiento y de la santidad. Posteriormente á esa época, y, sobre todo, después del fracaso de Luis Blanc, la utopía ha procurado vestir ropaje científico y labrar sus fundamentos sobre la sólida roca de sistemas eruditos. Rodbertus, Karl Marx y Lassalle en Alemania y Henry George en los Estados Unidos del Norte, los unos por lo que Se refiere á la industria y el otro por lo que mira á la Agricultura, han basado sus lucubraciones en argumentos enmarañados y sutiles, tomados de la filosofía, del derecho y de la historia, con el propósito de sacar la teoría de los limbos del éxtasis, para elevarla á la categoría de sistema grave y bien estudiado, con garantía de supervivencia intelectual y posible realización en la vida práctica. La meditación constante de los corifeos de la escuela, les ha hecho descubrir, además, que el colectivismo, para ser vividero, necesita ser internacional, no sólo por la fraternidad que debe reinar entre los obreros de todos los países, cuya causa es idéntica, sino también, y principalmente, porque, para que el comunismo pueda ser permanente, necesita ser mundial, como ahora se dice, pues de no ser así, la nación que permaneciese fiel al sistema de la propiedad individual, echaría á perder las combinaciones de los otros pueblos, por la competencia que con ventaja les haría en todos los terrenos del trabajo.
Pero lo triste pitra el colectivismo es que, si bien al teorizar tanto, ha ido ganando en extensión, ha perdido mucho en uniformidad: pues no sólo en cada país entienden las cosas á su modo los socialistas, sino que cada socialista, individualmente, tiene ideas propias, que le apartan y diversifican de sus congéneres. El célebre Malón, en su Socialisme Intégral, confiesa que, considerando las diferentes formas que ha revestido esa utopía, según el orden cronológico en que han ido apareciendo, pueden contarse nueve de ellas, que son: la enfitéutica, la industrial, la colinsiense, la internacionalista, la revolucionaria, la marxista, la anarquista, la agraria ó anglo-americana y la reformadora. Debajo de esas clases principales, existen subclases numerosas; de suerte que bien puede decirse que la idea comunista ó colectivista, á medida que gana en erudición, se va fraccionando y pulverizando hasta volatilizarse. Esa infinita variedad de pareceres compromete en sumo grado la fuerza y la vida misma del sistema, por más que eso se eche poco de ver hoy en día, cuando el ardor del combate congrega y reúne todas esas agrupaciones é individualidades bajo una sola bandera.
La otra diferencia radical existente entre el comunismo moderno y el antiguo, es la de que, mientras el antiguo fué meramente contemplativo, distínguese el actual por exigente y violento. Los espíritus menos elevados ó más impacientes del grupo, que no saben razonar, ó no se resuelven á aguardar el cambio de las instituciones humanas por obra de la persuasión ó de los comicios, han tomado por su cuenta arrasar el orden de cosas existentes, para preparar el advenimiento de la época en que todas las cosas vuelvan á ser comunes, borrándose las odiosas diferencias de lo tuyo y de lo mío. Babeuf quiso poner la revolución francesa al servicio del comunismo, pero fué guillotinado; Luis Blanc pretendió, medio siglo más tarde, hacer poco menos, aunque por medios más suaves, y fracasó de un modo doloroso. Aleccionados por la experiencia, no pocos socialistas degenerados en anarquistas, reniegan de toda comunidad con los gobiernos, sean imperios, monarquías ó repúblicas, y quieren aniquilar todo lo existente, animados por la esperanza de que el Fénix que nazca de esas cenizas, sea más rico y hermoso que el aniquilado.
Mas los socialistas razonantes, renegando del uso de las medidas violentas, han adoptado un programa que los pone en contacto con los partidos políticos de todos los países, convirtiéndose á su vez en partido político, bajo la denominación de demócrata-socialista. El movimiento ha partido de Alemania é irradiado á lo lejos, sin dejar de tener allí su asiento principal. La base de las teorías sobre las cuales se erige, ha sido tomada de las doctrinas de Lassalle ó de Karl Marx y Federico Engels. Formáronse en un principio dos agrupaciones en tierra germánica, la una dominada por las ideas de Lassalle y la otra por las de Marx, y ambas entraron en pugna y se estorbaban mutuamente la marcha. Al fin, reunidos los jefes de ambos bandos en el Congreso democrático-social alemán de Erfurt, en 1891, vinieron á un acuerdo y se fundieron en un solo cuerpo, que es el que ha funcionado en el Imperio Germánico bajo la conducta de Leibknecht y Bebel. Unificados ya los dos bandos, expidieron su plataforma, universalmente conocida con el nombre de programa de Erfurt. En ella, aunque se emiten en el preámbulo ideas sobre la abolición de la propiedad privada y la constitución de la colectiva, tanto industrial como territorial, se fijan ciertos puntos para el combate de la época presente, políticos unos y ligeramente socialistas otros, aplazando para más tarde el desarrollo completo de la idea: todo mezclado y confundido de una manera más ó menos hábil, con conceptos atenuados, para no alarmar á los gobiernos. Así, se habla en ese programa, de sufragio universal, sin distinción de sexos, de gobierno autónomo para el Estado, la provincia y la comuna, y de libertad de prensa y derecho de asociación; y al mismo tiempo, de educación popular, administración de justicia, asistencia médica, remedios y sepelio gratuitos, jornadas de ocho horas y días de descanso para los obreros. El empuje para hacer triunfar el programa, debe ser hecho, según él, únicamente por la clase obrera, pues á la agrícola se le considera más ó menos interesada en el mantenimiento de la propiedad privada; por lo que ciertos demócratas-socialistas parecen dispuestos al mantenimiento ad interim de este género de propiedad, aplicada á los propietarios territoriales en pequeño. Como quiera que sea, los propósitos del partido demócrata-socialista, claramente confesados por sus mismos corifeos, son los de luchar en los comicios y por todos los medios posibles, para apoderarse del poder, y, una vez lograda esta ventaja, desarrollar todo el programa colectivista, aplicándolo á los útiles de trabajo y á la propiedad territorial. Por eso llaman á sus exigencias actuales demandas inmediatas: para significar con esto que, una vez conseguido lo que ahora desean, no habrán de contentarse con ello, sino seguirán pidiendo más y más, basta obtener la total abolición de la propiedad privada.
A semejanza de lo que ha pasado en Alemania, hanse organizado también en casi todos los pueblos europeos y en los Estados Unidos del Norte, partidos de índole semejante al acabado de mencionar. En Austria, uno de esa especie, encabeza el doctor Adler, y cuenta en el Reichsrath con un grupo de diputados; los marxistas ganan terreno en Hungría y logran interesar en el movimiento á las clases agrícolas; lo mismo pasa en Dinamarca, en cuya Dieta hay cierto número de representantes del partido. Cosa semejan te acontece también en Suecia, Noruega, Suiza y Holanda. En Italia cunde más bien el anarquismo; pero hay algunos diputados demócratas-socialistas en las Cámaras. En Bélgica, el partido, más templado que en otros países, ha obtenido bastante éxito en las elecciones; en España prevalece el anarquismo, si bien los demócratas-socialistas van aumentando en número. En Francia se extiende el marxismo bajo la influencia de Julio Guesde, después de haber sido dominadas las influencias anarquistas de los hermanos Reclus y del Príncipe Kropotkin; cuenta con numerosa agrupación en el parlamento, se ostenta con osadía en la tribuna, y ha logrado -subir al Gobierno en la persona de Millerand, uno de sus corifeos, quien estuvo encargado de la cartera de comercio en el gabinete de Waldeck-Rousseau. En Inglaterra, donde el anarquismo no ha podido echar raíces, extiéndese también el socialismo político, encabezado por marxistas de gran reputación y talento como Hyndman, Queich, Hardie y Ramsay. En la gran República Norteamericana agítasela idea, lenta; pero firmemente, bajo la pesada cargado los trusts y de los fabulosos capitales de los archimillonarios; vive á raya por la vigilancia de la policía y la acción represiva del Poder Público; pero asoma la cabeza de vez en cuando, ya en forma de huelgas gigantescas, ya en la de atentados dirigidos contra los jefes de la nación.
Por todas partes, en el Canadá, en la Argentina y hasta en el Japón, asoma ya la cabeza ése mismo movimiento, en forma solapada de partido político, dispuesto á prevalerse de las formas democráticas para escalar el poder y trastornar el orden público con sus brillantes quimeras. El peligro crece sin cesar, llama á todas las puertas, vuela y se difunde por todas partes, y va ganando tal favor, que le prestan ya su contingente las plumas prestigiosas de grandes poetas y escritores.
Después de Eugenio Sue, Considérant, y Béranger, Zola, poco tiempo antes de morir, se tornó en corifeo de la doctrina; Gorki la proclama en Rusia abiertamente, y Tolstoi la prohija, envuelta en nebuloso misticismo; Gabriel D’ Aununzio le da en Italia el prestigio de su nombre; Wells la difunde por Inglaterra en sus extraños libros; y Blasco Ibáñez es su paladín elocuente en la península española. En los Estados Unidos del Norte, el aplaudido escritor Upton Sinclair, publica novelas inflamatorias, destinadas á exaltar al pueblo y á lanzarlo contra los ricos, como jauría de canes hambrientos.
La última obra de este celebrado escritor, «La Metrópoli,» describe de un modo irritante el lujo y las extravagancias de la sociedad neoyorquina; es un cartucho de dinamita literaria arrojado sobre Wall Street. Háblase ahí de palacios de mármol con galerías de bronce, pavimento de precioso mosaico, tapices persas, lunas venecianas, obras maestras de pintura y escultura, colgaduras regias y todo género de preciosidades y bibelotes. La dueña de la casa es presentada con traje de brocado de plata, calzado bordado con piedras preciosas, y tiara y collar de turquesas rodeadas por cerco de brillantes. La mesa de esos magnates, es semejante á la dé Lúculo; para servirla, se ponen á contribución todos los países y todas las estaciones, ostentándose en ella de preferencia los productos de las tierras más lejanas y los más contrarios á la época en que se sirven. No sabiendo las mujeres cómo gastar el dinero, inventan cosas delirantes y locas: una se hace incrustar los dientes con diamantes, otra unce á su carruaje un tronco de zebras. Los hombres se adornan las muñecas con brazaletes y las damas ponen ajorcas en sus tobillos. Esos excéntricos tienen camaleones, serpientes y lagartijas favoritas en sus domicilios. Uno bebe coñac por la nariz; éste patina en hielo artificial en pleno verano; otro organiza campeonatos de tennis en traje paradisiaco; y todos aquellos elegantes y magníficos, se agitan en atmósfera caldeada de extravagancias, estupideces. orgías y despilfarros.
La Metrópoli es un espolazo feroz dado á todo un pueblo, y ¡qué pueblo! aquel: donde existen las fortunas más grandes del mundo, donde son absorbidos todos los días los pequeños capitales, por los grandes, y donde la población de trabajadores, proletarios é infelices, crece de una manera alarmante de momento á momento. De libros como ese, puede decirse lo que se dijo en su tiempo, de «Los Girondinos» de Lamartine; pintan una revolución y llevan en si el germen de otra.
V.
Aun no ha podido tomar píe en Méjico la. idea socialista; pero ya se dibuja en nuestros horizontes la sombra que precede á su presentación. Ambiciosos vulgares ó políticos frustrados, que no han podido arribar á los puestos que desean por medio de la lucha legítima y honrada, han procurado sembrar en algunas agrupaciones de nuestras clases obreras, esa mala semilla, y hemos visto ya en estos últimos tiempos en nuestro territorio, movimientos desordenados y criminales de obreros ó mineros, que han pretendido obtener de sus patrones, por medio de la violencia, ventajas más ó menos justificadas, y se han entregado á los mayores desafueros contra cosas y personas. Para reprimir tales asonadas é impedir la propagación del mal, ha sido preciso echar mano de medidas represivas sumamente severas; y triste resultado de tales manejos ha sido el sacrificio de algunas vidas y la pérdida de algunas propiedades.
Pero ya los socialistas europeos tienden el anzuelo á las incautas clases trabajadoras de nuestro país, y comienzan á consagrarles escritos falsamente humanitarios con el propósito de irritarlas, despertarse indignación y prepararlas para la violencia. En la imposibilidad de hablar de todos esos escritos, me contentaré con mencionar uno tan sólo, por ser el más característico y reciente. Me refiero al del furibundo anarquista Carlos Malato, quien fué acusado de complicidad en el atentado dinamitero cometido en París contra el Presidente Loubet y Alfonso XIII. Este, pues, acaba de publicar en la revista socialista internacional Los Documentos del Progreso, un artículo ponzoñoso, titulado «Los Indios son esclavos en Méjico» El autor pretende haber obtenido los datos de que hace uso, de un mejicano bien informado, y afirma que nuestro país es uno de aquellos donde se impone de un modo más apremiante el problema de la emancipación de los oprimidos, pues nuestros aborígenes se hallan en estado de semiesclavitud y son víctima de una explotación cruel, sostenida por el despotismo político. Hace á grandes rasgos la historia de la Conquista, y de la guerra de Reforma, y establece que la educación de los nativos está absolutamente abandonada, que millones de ellos, por este motivo, se hallan á la merced de los grandes propietarios y de los grandes industriales; y que á nadie mejor que á ellos mismos, puede aplicarse el nombre de mansos con que en el país se les designa. De su seno, agrega, sale el peón trabajador de las haciendas, más desdichado que el proletario irlandés, que el campesino siciliano y que el mismo mujik ruso; pues no es un ser, sino una cosa. Describe su vida miserable dentro de un jacal bárbaro, comiendo mal. vistiendo peor y embriagándose casi siempre; no pagado en dinero, sino con fichas ó papeles admisibles sólo en la finca donde trabaja, y obligado por lo mismo, á no salir de ahí. El hacendado es un señor feudal que, á despecho de los códigos y de los tribunales, se hace justicia por sí mismo, y no sólo reprende y multa, sino golpea y martiriza á sus subordinados, privándolos de alimento, apaleándolos, sometiéndolos al tormento de la gota de agua, poniéndolos en el cepo y atándolos á las ruedas de las carretas. Agrega que, siempre adeudados con sus patrones, están obligados los peones á servirles perpetuamente, y cuando huyen de la hacienda, son detenidos por las autoridades y tratados como dos veces esclavos, por siervos y por deudores. Habla de propiedades territoriales tan grandes como naciones, y asegura que casi siempre esos dominios se han formado por medio del despojo realizado contra comunidades indígenas: yaquis, mayas, tarahumares, papantecas y otras.
Largo sería seguir paso á paso al apasionado escritor en su dramática cuanto exagerada pintura de las desdichas de nuestras clases rurales; básteme decir que hace todo lo posible por recargar de sombras el cuadro, con el propósito sin duda, de despertar los instintos rencorosos y vengativos de los mismos á quienes pretende defender.
Habla también de nuestros obreros. Afirma que en su mayor parte trabajan de doce á catorce horas diarias, y algunos hasta diez y seis, ganando salarios miserables; que el sistema de las multas los hiere su piedad; que de su menguado salario se les descuenta una parte para pago de médico y sacerdote, y que se les prohíbe leer periódicos subversivos. Asevera calumniosamente que no es permitido entre nosotros la formación de sindicados obreros, y luego se contradice mencionando dos de ellos como existentes en nuestro territorio, uno de los cuales, dice, es tan moderado, que cuenta entre sus miembros honorarios, buen número de funcionarios de alta categoría. «Se necesitaría más de un volumen, concluye, para pintar los abusos y crímenes que se perpetran para provecho del capital en ese Méjico agobiado por una tiranía de hierro. ¿Quién podría describirlos horrores del Valle Nacional y de Yucatán, llamados la Siberia mejicana, una Siberia donde se queman las víctimas en lugar de helarse y á donde son relegados los adversarios del gobierno? Allí se agoniza bajo los rigores de la fiebre, las picadoras de reptiles (menos maléficos que los hombres) el hambre, los trabajos forzados y el látigo.»
El breve bosquejo que antecede, podrá dar alguna idea del tono y tendencias del artículo. Afortunadamente á los oídos de nuestras clases agrícolas y obreras, no ha llegado el llamamiento de Malato y otros seductores; pues por el momento, nos pone á cubierto contra tales cábalas, el estado general de atraso de nuestro país, penosa, pero eficaz profilaxis contra ese contagio. Tenemos, además, muy escasas industrias, y aun nuestra población minera forma una pequeña minoría en la gran muchedumbre de nuestro pueblo. Y como las ideas socialistas prenden y estallan principalmente entre esas dos compactas agrupaciones, por ser las más fácilmente explotables por capitalistas ó agitadores, resulta que la anárquica corrupción no ha llegado á contaminar sino á contados individuos, y nunca á la gran masa de nuestro pueblo.
El analfabetismo obra como preservativo contra la invasión de las ideas disolventes, pues impide que la mayoría de los proletarios corrompan su espíritu y su corazón con la lectura de libros, opúsculos y periódicos mal intencionados; resultando así, por extrajo caso, que aquello mismo que motiva nuestra inferioridad, constituya nuestra inmunidad contra principios deletéreos y establezca un cordón sanitario entre nosotros y la peste que nos cerca. Mas el actual estado de cosas no puede perpetuarse; irá modificándose día á día por virtud de nuestro mismo progreso. La paz que disfrutamos, el orden en que vivimos, el florecimiento inicial de nuestras industrias y el bienestar que por todas partes comienza á sonreímos determinan un movimiento de adelanto en toda la masa de nuestro pueblo, desde arriba hasta abajo, desde los caudillos hasta los más rudos labriegos. Esta marcha ascendente traerá por consecuencia la difusión de las luces, y, con ella, la de las doctrinas revolucionarias. Esto es inevitable, pues una cosa lleva consigo la otra. La ilustración es un bien muy grande, pero preñado de peligros; y el que apunta para nosotros, es uno de los más palpables y dramáticos de todos. A pesar de eso, no podemos ni aun pensar en detener el avance de nuestra cultura, por miedo al porvenir; tanto más cuanto que fuera inútil empeño el pretenderlo, ya que nada puede atajar la marcha universal de la humanidad hacia su destino.
Lo único que podemos hacer, es prepararnos desde ahora para hacer frente al conflicto, estudiando atentamente el problema para que no nos coja desapercibidos cuando llame á nuestras puertas. Por fortuna tenemos tiempo todavía para ello. Seamos, pues, prudentes, y consagremos nuestros desvelos á analizar el futuro conflicto, en medio de la tranquilidad de la época presente, cuando nuestro espíritu equilibrado puede discurrir sin apremio y proyectar sin congoja; y no lo dejemos para más tarde, cuando estemos anonadados por el terror, ó mal aconsejados por el odio. Todos cuantos se interesen por el porvenir de la patria, deben consagrarse á esta labor, y poner su grano de arena en esa grande obra; pues si así no lo hacemos, nos cogerán los acontecimientos por sorpresa, y la nación nos echará en cara más tarde á los hombres de esta generación, el haber sido poco previsores y patriotas.
Méjico es una nación joven y en vía de formación: la generación actual la está organizando y echando las bases de su porvenir. No tardemos, pues, en tomar medidas contra el riesgo Indefectible que ya se anuncia, aunque todavía no se presenta, contra esa marea montante que lame ya los cimientos de nuestro edificio y amenaza batirlo con el ariete formidable de sus olas.
VI.
Hace ya casi veinte años, dijo el Presidente del Consejo de Ministros de Italia, que la cuestión social era tan formidable que, junto á ella, palidecían todas las otras: Guillermo II convocó un congreso para ocuparse en su estudio, y ateos y creyentes, obispos, príncipes y periodistas, tomaron una parte activa en el debate, proponiendo diferentes medidas y sistemas para hacer frente á la dificultad.
Por aquel tiempo publicó el célebre archimillonario nortéamericano, Mr. Andrew Carnegie, en la «Norlh American Rieview» un estudio titulado «La Riqueza», que tuvo inmensa resonancia por donde quiera, y muy especialmente en Inglaterra. Don Gumersindo de Azcárate, en un precioso librito llamado «Los Deberes y Responsabilidades de la Riqueza,» dió cuenta detallada y oportuna de esa publicación y de las consecuencias á que dio origen; todo lo cual es tan interesante y precioso, que no puedo abstenerme de exponerlo á mi vez, aunque sea de modo somero.
Afirma Carnegie que el gran problema de nuestra época es la administración de la riqueza, pero de modo tal, que se establezcan vínculos de fraternidad entre el pobre y el rico. Se han transformado por completo, dice, las condiciones dé la vida en los tiempos que alcanzamos; en los antiguos había poca diferencia entre las del rico y las del pobre, mientras en los modernos, media una gran distancia entre el lujo de aquél y la estrechez de éste. El cambio es debido á que antes se fabricaban todos los productos á domicilio y á mano, originándose de ahí su escasez y carestía; en tanto que hoy se producen por mayor en las grandes fábricas, con increíble economía, resultando de esto, que los pobres viven ahora mejor, y tienen á su disposición cosas que fueron antes desconocidas hasta para la gente más opulenta, y que los ricos poseen objetos y refinamientos que no disfrutaron ni reyes ni príncipes en épocas poco anteriores á la nuestra. Pero ha resultado también que los capitalistas y los obreros vivan apartados y sin punto de contacto entre sí. La situación actual es el producto del progreso, y sería ocioso combatirla ó tratar de modificarla, tanto más cuanto que, bien dirigidos y encauzados los acontecimientos, pueden dar resultados favorables para las clases mismas que se presentan como antagonistas. Debe, pues, estudiarse la manera de evitar rozamientos entre ricos y pobres con motivo del gran desarrollo de la riqueza y de su concentración en pocas manos. La riqueza debe ser empleada de un modo generoso, y no egoísta. Para eso hay tres medios: ó dejarla como herencia á la familia; ó legarla para fines públicos después de la muerte; ó administrarla y aplicarla en vida á esos objetos. Pasa Carnegie en revista las tres soluciones, y reprueba la primera y la segunda, aquella por desmoralizadora, y por ser perjudicial para los hijos la posesión gratuita de bienes cuantiosos, y la segunda, ser irrisoria la generosidad póstuma, después de una vida de egoísmo.
Se resuelve, pues, por el último medio, y opina que la mejor manera de emplear la riqueza es esta: que el rico la administre, prestándole el contingente de su inteligencia y experiencia, y distribuya, además, por sí mismo y en vida, sus sobrantes racionales, en objetos de utilidad general. Conviene decir á este propósito, que Carnegie ha practicado constantemente ese sistema, y que durante su larga existencia, ha hecho cuantiosos donativos por tanto en América como en Europa, para objetos altos y nobles: colegios, museos, universidades y palacios de paz y de justicia.
¿Qué parte de la fortuna debe ser destinada á esos propósitos? Toda la que quede después de cubiertas con moderación las necesidades del rico; bajo el concepto de que los deberes del hombre de fortuna son: dar ejemplo de una vida modesta, satisfacer las legítimas necesidades de sus subordinados y considerar sus ingresos como un fideicomiso, fideicomiso que debe ser administrado de modo tal, que produzca los mayores frutos posibles. Carnegie reprueba el ejercicio de la caridad indiscreta, asegurando que de cada mil pesos gastados en ella, 950 se invierten en producir, los mismos males que se trata de combatir. Socorrer á cualquier mendigo es cómodo, dice, porque evita la molestia de hacer investigaciones sobre la conveniencia de la dádiva; pero es indiscreto, porque la caridad debe consistir principalmente en ayudar á los que se ayudan á sí mismos, ó sea, en auxiliar únicamente, y raras veces ó nunca, en hacerlo todo, pues ni el individuo ni la especie se mejoran con limosnas. En conclusión, las leyes que presiden á la acumulación y distribución de la riqueza, deben respetarse, y continuar el individualismo; pero los millonarios deben ser sólo gestores encargados de administrar la fortuna propia, como si fuese de la comunidad y en provecho de ésta. Hé aquí lo que llama Carnegie el Evangelio de la Riqueza, clave del problema social, merced al cual habrá paz en la tierra y buena voluntad entre los hombres.
El articulo de Carnegie apasionó vivamente la atención pública y, reimpreso en forma de folleto, alcanzó á poco una circulación de más de 50,000 ejemplares. Al año siguiente de su aparición, Mr. Gladstone comentó el trabajo en la Nineteenth Century, elogiándolo con calor, recomendando sus conclusiones (aunque atenuando la referente á las herencias), afirmando que el millonario norteamericano, sin emplear el lenguaje de un asceta ni de un socialista, había tratado el problema social y moral de la riqueza con más bizarría que ningún otro escritor, y recomendando á los plutócratas ingleses distribuyesen anualmente el 10 por ciento anual de sus rentas en provecho de los desheredados, por medio de asociaciones benéficas. Excitado el interés general por la grande autoridad de Gladstone, menudearon muy luego los comentarios acerca del Evangelio de la Riqueza de Carnegie. Los más notables de ellos aparecieron en el siguiente número de la misma publicación, suscritos por el Cardenal Manning, el gran rabino Adler y el ministro protestante Hug Price-Hughes. Al año siguiente publicó el Cardenal Gibbons en la North American Review un estudio sobre el mismo asunto, titulado «La Riqueza y sus Obligaciones».
El Cardenal Manning, aunque favorable á los principios sostenidos por Carnegie, desea que se haga más en favor de los pobres de lo que indica Gladstone, y habla á este propósito del enorme incremento que en las sociedades modernas va teniendo la propiedad inmueble ó personal. Esta riqueza, dice, escapa fácilmente á la acción del Estado, y, como es la que representa una masa más considerable, resulta que la mayor parte de los bienes producidos por la civilización, carecen de toda responsabilidad pública. Pero los ricos están obligados en conciencia, ya que burlan al Fisco por la forma misma de su propiedad, á ser benéfico y misericordiosos, para que no se realice lo anunciado por Santiago el apóstol, en su epístola: «Es, pues, llorad aullando por las miserias que vendrán sobre vosotros; vuestras riquezas se han podrido, y vuestras ropas han sido comidas por la polilla; vuestro oro y vuestra plata se han enmohecido ... Mirad que el jornal que defraudasteis á los trabajadores que segaron vuestros campos, clama, y el clamor de ellos suena en los oídos del Señor».
El gran rabino Adler aprueba lo dicho por Carnegie, pero recuerda que carece de novedad, pues está tomado del Antiguo Testamento. Calcula que los judíos antiguos, por la institución del diezmo y del año sabático y por las demás larguezas que hacían á los pobres, daban, no una décima, sino una quinta parte de sus rentas á los necesitados; y afirma que los judíos modernos, aun dispersos como andan por toda la tierra, continúan cumpliendo los antiguos preceptos, no viéndolos como un pium desiderium, sino como una obligación estricta, para la cual les tiene abierta una cuenta en el libro mayor de su contabilidad.
El Ministro protestante Hughes, se coloca en un punto de vista muy distinto del de Gladstone; considera á Carnegie, por el hecho mismo de ser millonario, como un producto monstruoso de la civilización, y afirma que los esfuerzos de los pensadores de buena voluntad, deben tender, no á que los archimillonarios cumplan estos ó aquellos deberes, sino á evitar que sigan produciéndose en la sociedad esas deformaciones del bien común, concretadas en los grandes capitalistas. Como medidas de transición, aplaude, con todo, las ideas de Carnegie, y desea que los congéneres del rey del acero, sigan fielmente sus consejos; pero sus tendencias son más radicales y predica ante todo la abolición del capitalismo.
El Cardenal Gibbons habló al último. Aunque hace plena justicia á Carnegie, no conviene en que las diez y nueve vigésimas partes de las limosnas que hoy se dan, produzcan los mismos males cuya curación se solicita, y habla con encomio de la población católica de los Estados Unidos, que acude generosamente al socorro de los necesitados. Observa finalmente que loa católicos no se contentan con dar dinero, como lo hacen las personas caritativas de las otras religiones ó sectas, ó como lo predican los filósofos y sociólogos; sino que se dan ellos mismos, consagrando su vida al socorro del desvalido, poniéndose en contacto inmediato con él y compartiendo su misma existencia, como lo atestiguan las Hermanas de la Caridad, los religiosos de San Juan de Dios y los Hermanitos de los pobres; auxilio mucho más eficaz y fecundo que el que consiste en dar puro dinero.
Franz Funck-Brentano publicó hace cinco años un hermoso opúsculo titulado Grandeza y Decadencia de las Aristocracias, en el cual de una manera breve, pero briosa y emocionada, estudia la misma cuestión. El gallardo y célebre autor se remonta á la antigüedad clásica para rastrear, al través de las vicisitudes de la historia, la regla invariable que rige este género de fenómenos. Sus preguntas son éstas: ¿Cómo se hacen grandes las aristocracias? ¿Por qué decaen?
Las aristocracias, dice, han sido de tres clases en todos los tiempos; de familia., territorial y de dinero. Sentados estos principios, echa un vistazo, desde inmensa altura, sobre los hechos históricos, en lo que se relacionan con esas ideas.
Platón ensenó que en el hogar nacieron las costumbres que formaron las ciudades y los pueblos, y Aristóteles volvió á tomar por su cuenta la misma teoría, desarrollándola en su grande doctrina. En nuestros días, Fustel de Coulanges, en un libro célebre «La Ciudad Antigua» llega á esa misma verdad por el análisis de los hechos. «La familia es el origen de toda sociedad, es su elemento primordial, y al crecer y engrandecerse, forma el Estado. Nace de allí esta ley general, que nada en la historia ha podido debilitar: en tanto que una nación se gobierna según los principios constitutivos de la familia, permanece floreciente; desde el momento en que se aparta de esas tradiciones que la han criado, está próxima á su ruina. Aquello que funda las naciones, sirve también para sostenerlas».
Pero ¿qué es el espíritu de familia?: afecto, unión, concordia, abnegación recíproca, apoyo mutuo; socorro y protección del padre á los hijos, reconocimiento y veneración del hijo al padre. «Como los astros gravitan en sus. órbitas, dice un filósofo contemporáneo, porque son fuerza y pesantez, así el hombre vive en sociedad, porque es inteligencia y amor.» Los efectos de esos sentimientos se ven en la vida pública de la antigüedad; aun cuando esos hechos parezcan lejanos, no lo son, porque la historia se renueva. «Quien estudia el desarrollo de los grandes pueblos, ve reproducirse los mismos fenómenos, cada cual á su hora y marcados con los mismos caracteres, con una regularidad tal, que hasta aterra.»
La vida inicial de los griegos fué patriarcal, como se mira en la Odisea, cuyos reyes no son más que pastores. Al desarrollar-se la civilización y fundarse las ciudades, se ensanchó el cuadro de las costumbres patriarcales; pero su espíritu permaneció inalterable. La fratría de los griegos y la gens de los romanos, no fueron sino familias más extensas, sometidas á un mismo jefe: éste llevó en Roma el nombre de Padre; en Atenas el de Eupátrida. El jefe colectivo presidía los ritos de la comunidad, como lo hacía el padre en la familia, y en ciertas fiestas, un banquete general reunía á todos los miembros de esas asociaciones. Los núcleos siguieron creciendo; muchas fratrias se agruparon y formaron una tribu; muchas tribus se unieron y formaron la ciudad. Los jefes de esas fratrias, de esas tribus, constituían la aristocracia.
Lo mismo pasaba en el Estado: los padres eran los jefes de las familias y de la gens y formaron la aristocracia. Cicerón dice que Rómulo dió á los Senadores el nombre de padres para marcar su afecto paternal hacia el pueblo, y los sentimientos de respeto y admiración que el pueblo tenía para ellos.
En ese tiempo, fué desconocida la miseria, tanto en Grecia como en Roma: el necesitado era atendido por su jefe: aquél á quien el menesteroso se consagraba, debía, en justa compensación, subvenir á todas sus necesidades.
En la época en que esa constitución patronal llegó á su mayor apogeo, Grecia y Roma se muestran en el más alto pináculo de su gloria. Entonces sufre Atenas sola el choque persa, y después de arruinada, al saltar sus hijos á tierra, de las naves que les sirvieron de refugio, hacen luego florecer el Ática é inauguran el siglo de Pericles. «Una necesidad tal de unión, que llegó hasta aplicar el ostracismo á un Arístides, para poner fin á la división de los partidos; una conciencia tal de solidaridad, que confundía todas las voluntades en una sola, la de Temístocles; una disciplina social de tal naturaleza, que colocaba á todos los ciudadanos en su sitio natural, sin celosas rivalidades ni ambiciones malsanas: tales fueron los atenienses que combatieron en Maratón, Salamina y Platea; tales los que reconstruyeron su ciudad.»
A la aristocracia de familia, sucedió en Grecia y Roma la territorial, que ejerció en una y otra nación un gran papel, y continuó viviendo en estrecho contacto con el pueblo. Menos prestigiosa á los ojos de éste que la primitiva, por estar despojada de los vínculos de la tradición y del respeto religioso, fué, con título, bastante fuerte para conservar, con acuerdo común, la dirección de los negocios.
El desarrollo del comercio introdujo el desorden y la anarquía en las relaciones cordiales existentes entre los ricos y el pueblo. Cuando las naves griegas comenzaron su odisea triunfal por los mares, fundando colonias en el Archipiélago, en el Asia menor y en Italia, y estableciendo un comercio colosal con tierras lejanas, disminuyó la importancia de los terratenientes, pues los tesoros, el lujo y la magnificencia de los mercaderes, no habían tenido precedente, en la nación. Así fué decayendo aquella aristocracia para hacer lugar á la nueva del dinero, basta que el poeta heleno pudo decir un día en el teatro, en medio del aplauso del público:
«¿De qué origen es este hombre?-—Rico: son los nobles de ahora.»
En Roma, la clase de los caballeros suplantó á la de los patricios, y éstos fueron, á su vez, suplantados por los publícanos: la riqueza triunfó de la nobleza y del patriarcado. Nabis, tirano de Esparta, decía ya á Flaminio: «En vuestro país la riqueza gobierna y todo se le somete.»
Pero, si las aristocracias de familia y territorial no pudieron sostenerse, menos pudo sostenerse todavía la del dinero; el pueblo encontró demasiado duro su yugo, no santificado por la tradición, ni dulcificado por el trato. La aristocracia del dinero no pareció respetable á griegos ni romanos; sino poco honorable, sospechosa, nacida de la usura, de la usurpación, de los negocios turbios. Por eso el pueblo se levantó contra ella y le juró guerra á muerte.
La historia dé la democracia romana, fué igual á la de la griega. Cuando Polibio visitó Roma, la encontró en la serena madurez de sus instituciones; pero aleccionado por la experiencia de su país natal, le pronosticó lucha inevitable entre ricos y pobres, en la cual los ricos consumirían su Fortuna para corromper al pueblo, y éste, habituado á recibir la subsistencia de una mano extraña, aspiraría á apoderarse de aquella misma riqueza que se le ponía ante los ojos. «Roto el yugo, dijo, no habrá más que confiscaciones y reparto de tierras, hasta que, en medio de esos furores, encuentre la multitud un amo que establézcala tiranía.» Las predicciones del escritor griego se realizaron, y el pueblo se precipitó en la servidumbre, según la frase de Tácito, ruil in servitium.
La invasión de los bárbaros y la aparición del cristianismo volvieron á la sociedad europea á sus orígenes primitivos. Todo fué desplome y confusión en los primeros siglos; pero, tan pronto como la nueva sociedad comenzó á organizarse, reaparecieron los antiguos elementos sociales y obraron las mismas fuerzas de los pasados tiempos; y los nuevos núcleos de la joven comunidad, se formaron con arreglo al mismo proceso seguido entre griegos y romanos. Los señores hicieron ahora el papel de patriarcas, formando centro á una dilatada familia de siervos y vasallos, y constituyendo la fuerza que defendía al grupo, le aseguraba la justicia y cuidada de proveerá sus necesidades. En recompensa de tales servicios, siervos y vasallos les juraban fidelidad y Obediencia. Los cuatro casos de la ayuda feudal, ponen de resalto el carácter de familia de aquella organización. El vasallo debía auxilio al señor: cuando éste casaba á su bija; cuando hacia caballero á su hijo; cuando, habiendo caído en manos de enemigos, debía pagar rescate; y cuando tenía que libertar alguna parte de su patrimonio. Los vasallos rodeaban al señor, y el feudo era para ellos como una patria que amaban tiernamente; orgullosos de su jefe, se jactaban de la fuerza de su brazo, le aclamaban cuando pasaba en la cabalgata y se llenaban de entusiasmo cuando miraban su confalón tendido al aire, listo para el combate.
El aparecimiento de la industria, el florecimiento del comercio y los celos de los monarcas, debilitaron y desorganizaron aquella armonía. Destruidos los feudos, elevóse triunfante la monarquía absoluta, y los antiguos paladines se trocaron en aristócratas territoriales, inermes ya, pero investidos aún de gran prestigio y preponderancia, como recuerdo de su antiguo poder, y por la virtud de sus propios merecimientos. El marqués de Mirabeau condensaba los deberes del señor respecto á sus subordinados, en los siguientes términos: «Emplead vuestra autoridad siempre bien, llevad un recuento de vuestros servidores, parroquia por parroquia, así como de sus bienes, industria y familia; ayudadlos según vuestra posibilidad y para su mayor beneficio. Sólo para eso estáis en el mundo: para hacer el bien con todo vuestro poder; así lo hiciéreis, recibiréis beneficio y honor».
Después de eso, ha aparecido la aristocracia del dinero, como apareció en Roma y Grecia, al fin de toda la evolución. ¿Cómo y por qué? Por la transformación de la nobleza territorial en palaciega, por su ausentismo permanente de los campos, para brillar en las cortea, y, sobre todo, por la ruptura de todo vínculo de unión entre las clases populares y la nobiliaria. Después de perdido el prestigio de las armas, han perdido los nobles hasta el de la riqueza, porque los industriales y mercaderes han llegado á adquirir fortunas mucho superiores á las de los antiguos títulos: así ha venido á quedar relegada la antigua nobleza á papel nulo ó secundario, pues no engrana ya con la sociedad nueva.
Estamos, pues, en la etapa final, que es la de la aristocracia del dinero. Los millonarios, grandes negociantes, industriales y mercaderes, son los que dan la ley ahora en el mundo, y un Rockefeller ó un Morgan merecen tanta consideración y agasajo de parte de reyes y emperadores, como los príncipes y duques de antaño ¿Qué va á pasar después? ¿Es la actual aristocracia del dinero, más cauta y precavida que sus congéneres de los pasados tiempos? ¿Vamos á asistir á un nuevo cataclismo, ó va á establecerse la concordia entre los elementos hostiles? Funck Brentano opina del modo siguiente: «La burguesía opulenta ha acabado por vivir tan lejos del pueblo como los gentiles hombres de los pasados siglos. En vez de aproximarse á la clase inferior y procurar conocer su carácter, aspiraciones y necesidades, huye de todo contacto con su miseria; en vez de unirse á ella para dulcificar sus sufrimientos, corregir sus vicios y disminuir su pobreza, piensa sólo en acrecentar sus riquezas y refinar los placeres de la ociosidad. Vérnosla tan ardiente, mucho más ardiente todavía para mantener los privilegios de la fortuna de lo que se mostraron los gentileshombres para mantener los privilegios de sus blasones. El pueblo de que ha salido, se ha convertido para ella, no sólo en extraño, sino en desconocido; de suerte que el camino está allanado para los ambiciosos que lisonjean sus peores instintos, para los escritores que propagan las ideas abstractas más falsas, para los razonadores estrechos que han derribado una á una, todas las creencias. Los cerebros son invadidos por el ciego dominio de las palabras, que se hará más terrible todavía por el desencadenamiento de ambiciones brutales, y la clase burguesa, después de haber puesto en las manos callosas de los obreros, el arma invencible del sufragio popular, se dará cuenta demasiado tarde, de que ha dejado crecer pasiones cuya dirección ha perdido. Pasará la tempestad rompiendo, como ramas secas, á aquellos que creían dominarla; y ese pueblo mismo, en fin, que, en último a análisis, parece sacar para sí solo, provecho de las faltas y errores de todos sus amos, cuando se haya desembarazado de su imperio, no podrá sustraerse al yugo de las ideas falsas de los hábitos viciosos, de las malas inclinaciones que le hayan sugerido ó le hayan dejado tomar; y conservará los gustos de la esclavitud hasta en el uso mismo de la libertad. Entonces aparecerá la tiranía con su terrible cortejo de apetitos violentos y pasiones vergonzosas; lo que será, no sólo la ruina de la burguesía, sino de la sociedad toda».
¿Qué remedio para conjurar un mal tan terrible? El autor de La Civilización y sus leyes lo indica bien: «Las críticas violentas de los revolucionarios no se dirigen, dice, sino contra la moralidad y la inteligencia dé las clases ricas; desde el momento en que esas clases tomasen interés por los obreros viéndolos como sus semejantes y no como máquinas, favoreciendo á los buenos, haciendo su trabajo más variado y dando mayor estabilidad á su salario; desde el momento, en fin, en que los pobres no viesen en aquellas el ejemplo del lujo y de la pereza, de los placeres y de la depravación, la cuestión social quedaría resuelta».
Puede resumirse el estudio de Funck Brentano en los siguientes términos: Tres son las aristocracias posibles: la patriarcal, la territorial y la del dinero. La patriarcal es la más fuerte y la superior entre todas, porque vive en contacto intimo con el grupo formado por. la familia y los sirvientes; después de ella, la territorial es vigorosa también, por las relaciones afectuosas que engendra entre señores y trabajadores, en la sencillez de la vida rustica; la del dinero es la más débil, porque se aparta de la clase laboriosa y proletaria, inspira á ésta menos amor y respeto, y es propensa á despertar codicia, celos é ira en los quenada tienen. La patriarcal y la territorial desaparecen al cabo; pero la del dinero se hunde á su vez, y más pronto todavía que las otras, en medio de sacudimientos espantosos. Realizada esta última evolución, comienza de nuevo el proceso histórico, y renaciendo la aristocracia patriarcal, se repiten las mismas metamorfosis en el curso de los siglos. La consecuencia quede todo ello saca el autor, es ésta: «En tanto que las clases privilegiadas continúan desarrollándolos méritos que les han valido su autoridad y derechos, su existencia es no sólo legítima, sino necesaria; desde el momento, por el contrario, en que vienen á ser incapaces de desempeñar su misión, conducen al pueblo á la rebeldía, y perecen en la impotencia».
VII.
El problema social es complexo; no sólo económico y político, sino también, y antes que todo, ético. El advenimiento de la democracia y la conciencia de la soberanía en el alma popular, á la vista de la riqueza de los plutócratas, hacen la lucha inevitable. Frente por frente se encuentran uno y otro bando. Los plutócratas, salidos de la evolución liberal de los Estados Modernos, todo lo dominan y disponen á su placer de la fuerza pública, ya sea monárquica ó republicana. Las máquinas legislativa, administrativa, judicial y hasta policiaca, se hallan en sus manos; y listos están los parlamentos, tribunales y ejecutores públicos para desplegar el más grande rigor contra los energúmenos del proletariado. Pero hay dos cosas muy graves que complican la situación y hacen imposible el triunfo definitivo de los ricos; por una parte, la inmensa cantidad de los descontentos, masa imponente é irreducible por su solo volumen y peso; y por otra, la naturaleza maravillosa de las armas que el desarrollo de la industria ha llegado á poner en manos de aquellos. En los tiempos antiguos, ventilábanse las diferencias de los partidos en campo abierto, y era la guerra civil el terreno donde se dilucidaban las cuestiones internas de los países; ahora no sucede ya eso en los más adelantados; tal práctica ha caído en desuso, y es imposible. Los elementos de que disponen los gobiernos hoy día, son tan fuertes, tan disciplinados los ejércitos y tan perfeccionados los armamentos, que no es concebible un levantamiento popular, con alguna probabilidad, siquiera remota, de obtener el triunfo. Las bandas descontentas, inexpertas y débiles, serían barridas, y lo son, en efecto, al primer empuje, ya no por las brillantes cohortes de los soberanos, ó las tropas aguerridas de las repúblicas, sino por los simples destacamentos de la policía, que arrollan, derriban y huellan á las muchedumbres impotentes y coléricas. Empero, el descontento y la resistencia han ido á refugiarse á otro lugar, y han apelado á otros medios. La química moderna ha descubierto explosivos diabólicos que pueden ser llevados ocultamente, y están al alcance de todas las fortunas y de todas las manos, hasta las más débiles, como las del viejo. La mujer, el baldado y el infante. Esas armas misteriosas ponen en aptitud á los pobres y desamparados, de hacer frente á todas las potencias coligadas; el Estado, el Ejército, la Banca, la Industria, el Comercio. El gobernante supremo, conducido bajo arcos de triunfo por calles y plazas, en dorada carroza, cercada por séquito brillante, y resguardado por filas de soldados, no está á salvo de que, del grupo de la multitud novedosa, sea arrojada una bomba á su paso, la cual, al estallar, deje sólo, de todo aquel aparato magnifico y deslumbrador, un vehículo destrozado, caballos muertos y su propio cuerpo mutilado y sangriento, convertido en un montón de carnes palpitantes y doloridas. Contra esa agresión es imposible la defensa; es tan invisible el enemigo y son tan impalpables sus medios de acción, que la artillería, el ejército, la policía, toda la fuerza armada de la Nación, resultan inútiles é impotentes contra ellos.
El palacio, el cuartel, la fortaleza, todo puede ser destruido por el átomo social en un solo momento, y volar convertido en menudos fragmentos.
Las cosas han llegado ó van llegando á tal punto, que, para dar á los poderes públicos y á los plutócratas una completa seguridad por el solo empleo de la fuerza, sería preciso formar cuerpos de policía tan numerosos, como el pueblo mismo á quien se teme, y poner á cada proletario bajo la vigilancia de un guardián del orden público, que vigilase día y noche sus movimientos; pues no hay que fiar de la inocuidad de nadie en los tiempos que corren. Nadie es débil ya, ni deja de ser temible; todos son fuertes, todos enemigos peligrosos; cualquiera, hasta el más miserable, puede acabar con un soberano, con un cuerpo de ejército, con una ciudadela. Es en vano que los gobernantes pretendan persuadirse de que son bastante poderosos para poner á raya esa marea ascendente de muerte; la experiencia ha demostrado ya, y seguirá demostrando todos los días de un modo más palpable, que la violencia, la fuerza bruta por sí misma, es impotente para dar á la sociedad la seguridad que necesita, á los gobiernos la estabilidad á que aspiran, y á nuestra civilización, la firmeza y respetabilidad que debe tener. La materia ha perdido su empuje y la fuerza ha perdido su fuerza.
Las por todos anheladas, garantías de orden, paz y seguridad, deben buscarse, pues, por otro camino y apelando á elementos de otro orden; debe acudirse al alma de los grupos combatientes, ricos y pobres: hé aquí la única esperanza de remedio. Debemos persuadir á éstos, de que la pobreza no es una injusticia social, sino una creación de la naturaleza, y una de tantas pruebas á que está sujeta la criatura; de que los pobres que, saben serlo, valen más que los ricos;, y, finalmente, de que las riquezas y las dichas materiales no son la única felicidad á que puede aspirar él alma humana. Es forzoso también enseñar á los ricos que, conforme á la ley divina, no son dueños absolutos de sus bienes, sino sólo administradores de ellos, fideicomisarios, como dice Carnegie, para beneficio de los que nada tienen; que la abundancia en que viven, no debe cerrar su corazón á la piedad, sino abrirlo á la misericordia; y que ninguna razón les asiste para negar al pobre que les sirve, la consideración del trató, una recompensa equitativa y un afecto sincero, ya que á él los ligan la comunidad del origen y la igualdad de la naturaleza.
El Estado, entre tanto, tiene un extenso campo de acción, para cooperar con esos mismos fines, ya concediendo plena libertad al trabajo, ya prohibiendo los monopolios y los privilegios, ya concediendo derecho de asociación para todos, ya declarando la igualdad ante la ley, ya absteniéndose de tiranizar á los débiles ó de permitir que sean tiranizados por los poderosos en cualquiera forma quesea, levas, consignación al servicio de las armas, enganches para trabajos forzosos y en tierras lejanas y climas malsanos, despojo de tierras ó cualquier otro atentado que pueda cometerse contra la vida, la libertad ó la propiedad de seres indefensos é ignotos. Las demasías que se perpetran contra esas criaturas insignificantes, claman al cielo, y van dejando en el pueblo un sedimento de rencor y de cólera, latente é impalpable, pero seguro y hervoroso, que prepara crisis inevitables y convulsiones espantosas para lo porvenir. La inminencia del peligro y su tremenda naturaleza, deben poner en guardia á los gobiernos, hoy^ más que nunca, para hacerlos cautos y justos, pues ya no es posible provocar impunemente la ira de las masas innominadas. Sin planes sediciosos, despliegue de banderas ni formación de huestes levantiscas, puede ser combatido hoy el poder, hasta por los más míseros. Testigo de ello es Rusia, cuyo pueblo ha conquistado la libertad de cultos, la de imprenta y la creación de un parlamento con la ayuda de la dinamita, y en medio de los horrores del incendio, la rapiña y el asesinato. Hay algo de misterioso en el aparecimiento de esas fuerzas diáfanas, por decirlo así, é intangibles, en una época en que los gobiernos están mejor organiza dos y son más ricos y fuertes que nunca. Si no existiese esa fuerza incoercible, y no impusiese temor esa ferocidad latente, habría peligro tal vez de que los excesos del poder llegasen á su colmo, de que los poderosos aherrojasen al pueblo hoy día con cadenas más pesadas y resistentes que las de la esclavitud anti gua, y de que el abatimiento y el dolor de los proletarios no fuesen alegrados ni por el albor de la más remota esperanza. Eu las circunstancias actuales, la justicia, espoleada por el temor, tiene que ser moderadora de la fuerza.
En México, nación joven y vehemente, que despertó á la libertad al eco de la Marsellesa y del Himno de Riego, hay muy hermosos trabajos legislativos apercibidos para evitar el conflicto, ó atenuarlo cuando llegue. Todo el título primero de nuestra Constitución Federal, está consagrado á defender y hacer intangibles las garantías individuales. Así están ahí prohibidos la esclavitud (artículo 29) y los servicios personales sin la justa retribución y el pleno consentimiento de quien los presta (artículo 59). Todos en nuestra República pueden elevar peticiones á las autoridades, y éstas tienen la obligación de no dejar ninguna sin respuesta (artículo 89); los derechos de asociación y reunión están aquí plenamente reconocidos (artículo 99); y prohibidos los tribunales especiales, las leyes privativas, los fueros (artículo 13), las leyes retroactivas y las inexactamente aplicadas á los hechos criminales (artículo 14), las vejaciones (cateos, prisión, invasión del domicilio, etc.) sin mandato en forma de autoridad competente (artículo 16), la prisión por deudas, toda violencia para ejercer derechos, la clausura y holganza de los tribunales, las costas judiciales (artículo 17), la prisión por más de setenta y dos horas sin auto motivado (artículo 19), los castigos propiamente tales impuestos por la autoridad administrativa (artículo 21), la mutilación, la infamia, la marca, los azotes, los palos, el tormento, las multas excesivas, la confiscación y toda suerte de penas inusitadas y excesivas (artículo 23), y los monopolios, estancos y prohibiciones proteccionistas (artículo 28). A todo esto hay que agregar las preciosas garantías establecidas á favor del reo, durante la formación de lá causa, por los Arts. 20, 23, 24 y algunos otros de los arriba citados.
En la línea de protección á la clase trabajadora, debo mencionar también aquí la sapientísima disposición contenida en el artículo 430 del Código Penal: «Los hacendados, dice, y dueños de fábricas ó talleres que, en pago del salario ó jornal de sus operarios, les den tarjetas ó planchuelas de metal ú otra materia, vales ó cualquier otra cosa que no corra como moneda en el comercio, serán castigados de oficio con una multa del duplo de la cantidad á que ascienda la raya de la última semana en que se baya hecho el pago de esa manera».
Nuestra legislación forma, pues, un marco precioso de justicia y sabiduría, dentro del cual, como en arca santa, están consignados todos los derechos protectores del débil. El orden de cosas pintado por Carlos Malato en los Documentos del Progreso, á que antes me referí, ó es meramente fantástico y no corresponde á la realidad de los hechos, ó, si tiene algo de real, debe serlo en parte muy pequeña, y desarrollarse en lugares apartados y despaldas de la ley y de la autoridad. En todo caso, nuestra legislación está hecha y preparada para la tutela del pueblo, y bastará llevarla á la práctica sinceramente, para que éste no pueda quejarse de abandono é injusticia por parte del Estado.
Para perfeccionar la bien meditada obra legislativa que acabo de bosquejar, podrían, acaso, adoptarse algunas otras medidas. Entre ellas, hay una de la mayor importancia, que voy á permitirme señalar: el fraccionamiento de los terrenos nacionales entre los campesinos, particularmente, los de nuestras fronteras del Sur y del Norte. Nuestro país, debido á la escasez de corrientes fluviales y de combustible, difícilmente llegará á ser altamente industrial. La formación artificial de grandes depósitos de agua pluvial en las desigualdades de nuestro terreno ascendente, podrá, en parte, remediar tal desventaja; mas no de un modo tan completo, que nos ponga al nivel de pueblos que, como Inglaterra y los Estados Unidos, tienen á su disposición inmensos yacimientos de carbón de piedra. Los conflictos socialistas del porvenir, no saldrán, por lo tanto, principalmente, de nuestras fábricas; sino de nuestras minas y campos. Y es de temer que el agrario llegue á ser el más intenso de los dos, supuesto el apego profundo y apasionado de nuestras clases rurales á la propiedad territorial. Somos, desde este punto de vista, semejantes al pueblo ruso, en cuya población, que alcanza la cifra colosal de 150.000,000, sólo un 12 por ciento es de obreros y habitantes de las ciudades, y el resto de campesinos. El problema agracio es, pues, el que ha de preocuparnos principalmente, á lo menos por ahora, y al que debemos procurar alguna solución inmediata. Esa solución, á mi modo de ver, podrá encontrarse en la colonización de nuestros terrenos vacantes, por labradores nacionales, bajo ciertas reglas de protección y vigilancia, que deberán ser estudiadas con suficiente detención.
De tal medida podrá resultar, de paso, aun la seguridad de nuestras fronteras, ahora despobladas, silenciosas ó inermes; pues quiere nuestra mala suerte, que, ahí precisamente donde existe peligro de invasión extranjera, sea donde se halle más yermo, débil y abandonado nuestro territorio. La auto-colonización de esas extensas zonas, serviría, pues, para prevenir dos males: la explosión más ó menos próxima y posible, del socialismo agrario, y la defensa de nuestra integridad territorial. Los terratenientes en pequeño serían un dique de gran resistencia contra el avance del socialismo á lo Henry George; pues los campesinos, por escasa que sea la fracción del suelo que posean, se tornan altamente conservadores y enemigos irreconciliables del comunismo. A tal punto es esto verdad, que jefes distinguidos del partido demócrata-socialista alemán, como el célebre Von Vollmar, opinan debe ser excluida del reparto común, la propiedad de los terratenientes en pequeño, para no tropezar con la irreducible oposición de este grupo poderoso, al desarrollo del plan colectivista.
Por lo que toca á la vigilancia y defensa de nuestros límites territoriales con las naciones vecinas, quedarían bien garantizadas también por ese sencillo medio. Los terratenientes defenderían sus parcelas con el mismo vigor y decisión con que defendieron las suyas los patriotas helenos y romanos, en casos análogos, pues el heroico y casi feroz amor á la patria de los antiguos, se basaba principalmente en el de la tierra que poseían. Jamás podríamos hallar soldados más valientes ni decididos para defender la integridad de nuestro territorio, que esos centinelas avanzados de nuestra nacionalidad, esos humildes dueños de partículas de nuestro suelo.
La historia corrobora este aserto. Una vez establecido el imperio romano, se vió que su extenso suelo se había convertido en un inmenso páramo, donde sólo vagaban enjambres de esclavos. Para remediar la despoblación, que entrañaba el doble peligro de la falta de defensa de las fronteras y de la dificultad de sofocar sus frecuentes insurrecciones serviles, se recurrió á estos dos medios: la enfiteusis y el colonato. Los quirites y grandes señores del tiempo de la República, contra los cuales se elevó el acento indignado de los Gracos, se habían apropiado el ager publicus, que la ley y las costumbres reservaban á los soldados y ciudadanos de Roma, ya en calidad de bienes comunes, ó bien de repartimiento: dando lugar con esto, á la concentración de la propiedad territorial en unas cuantas manos, y á la formación de inmensas é inexplotadas latifundia, El colonato, que tendió á remediar tan funesto estado de cosas, dió resultados excelentes; mas por desgracia había sido adoptado tardíamente, cuando ya el pueblo-rey había degenerado y perdido la sencillez de sus costumbres primitivas, y no gustaba de vivir fuera de las poblaciones. A la vista de aquella dolorosa penuria de hombres, acudieron los emperadores á la desgraciada medida de llamar á los mismos germanos y galos á colonizar las fronteras; y esto dió por resultado que los bárbaros hallasen franca la entrada y preparado el terreno para invadir el Imperio y acabar con la mísera sombra cesárea que. expulsada ya de Roma, vagaba todavía por Ravena. Aceptemos, pues, esa elocuente lección de la historia, y acudamos pronto al remedio. Colonicemos nuestras fronteras con ciudadanos de nuestra República. antes de que los extranjeros se introduzcan por ellas, y las pueblen y exploten, ya en virtud de concesiones especiales, ó á la sombra de nacionales mal aconsejados y codiciosos; pues, si tal cosa llegase á suceder, estaríamos perdidos, y á la merced, quizás. de nuestros vecinos poderosos. [2]
Podrá también estudiarse la conveniencia de establecer en nuestro país la legislación del mismo Homestead, de la cual habló con tanta competencia en una de las últimas sesiones de nuestros Concursos Científicos, el docto y profundo jurista Dn. Emilio Pardo. [3] Esa extraña institución, nacida en nuestra antigua provincia de Tejas en 1839, entre un grupo de deudores insolventes de los Estados del Sur Americano, que habían sido como expulsados de la joven República por el crash general causado por la quiebra de un gran Banco Neoyorquino, y por el temor á la prisión por deudas (existente todavía entonces en aquel país, á pesar de las elocuentes protestas de Jefferson); tiene por objeto poner á cubierto de toda ejecución, el hogar del pobre, cierta extensión de terreno y algunos aperos y animales de labranza Por contraria que parezca esa institución al régimen de libertad civil y económica establecido en Méjico, no es indigna de ser considerada despacio; supuesto que podría» acaso, contrarrestar las terribles amenazas del porvenir en lo tocante á la paz social y á la integridad de nuestro territorio. Numerosos Estados de la Unión Americana han adoptado esa ley, y entre otros, Nueva York, Pennsylvania, Vermont, Wisconsin, Michigan, Nueva Jersey, Delaware, Florida, Virginia, Arkanzas, Mississipi y Georgia. Pero no sólo ahí florece, sino que, traspasando la extensión del Atlántico, ha ido á encontrar eco en las mismas naciones del Viejo mundo. Rusia, Austria-Hungría y Alemania le han brindado benévola acogida en busca de arraigo y perpetuidad en el suelo patrio, de una raza fecunda y vivaz de labradores, que sea el guardián de la propiedad y del orden. [4]
Después del notable trabajo del Sr. Lic. Pardo, no sé que algún otro pensador ó patriota se haya ocupado en ese estudio; pero el asunto es de tal modo importante, y reviste, muy especialmente para Méjico, un interés tan intenso, que bien vale la pena de tomarlo en cuenta, y examinarlo, para ver si es posible utilizarlo en nuestro provecho.
VIII.
Sería muy débil, á pesar de todo, la acción del Estado, si se limitase á las solas medidas expresadas ó á algunas otras de ese mismo jaez, todas exteriores y formalistas; su acción, para ser permanente y trascendental, debe ser moralmente educativa. El medio más poderoso de que el Estado podrá echar mano para conjurar los peligros de la situación, será el de la enseñanza; pero no la fría, rígida y abstracta que ahora se imparte, sino la meditada, juiciosa y fecunda que requiere el alma de la humanidad; la que conduce al apaciguamiento de los ánimos y á la armonía de los elementos sociales. Deben predicarse ideales elevados: la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, la existencia de una vida ultraterrena, las recompensas y las penas debidas á las buenas ó las malas acciones, y finalmente, la paz, la fraternidad y el amor; amor manso y bueno, que baja de los ricos á los pobres, y sube de los pobres á los ricos.
Carnegie tiene razón: la riqueza no es irresponsable; tiene obligaciones que satisfacer, y debe satisfacerlas. Los ricos deben invertir sus sobrantes racionales en beneficio de la sociedad en que viven, y no esperar la muerte para alentar con su ayuda las empresas altas y las obras generosas, que tiendan al bienestar común y al progreso de la civilización. Funck Brentano tiene razón también: la aristocracia de la riqueza no debe vivir apartada de los trabajadores y de los pobres, sino en íntima comunicación con ellos, continuando y perpetuando en la sociedad presente, el ejemplo de la familia, que es el único que hace firmes y dichosos á los Estados. Los plutócratas deben tener especial cuidado en alimentar en el pueblo la convicción de que son para él un elemento de auxilio y bienestar, y no de maltrato y tiranía; así lograrán que los que nada tienen, sientan hacia ellos reconocimiento y respeto, y ahoguen en su seno la envidia y el odio que ahora les roen el corazón. Mas para todo eso se necesita la luz de las conciencias, y esa luz debe ser la de una buena enseñanza, mediante el desarrollo, no de un plan más ó menos metafísico, sino délos sentimientos altos y nobles, que engrandecen el alma y alegran la vida. Debemos apelar, sin escrúpulos pusilánimes, á la autoridad moral, que es la única que suaviza el carácter y dulcifica las pasiones. Augusto Comte mismo ha reconocido esa exigencia, pues al tender al establecimiento de una autoridad espiritual de su invención, enseñó ampliamente en su copioso sistema, la imposibilidad de dar firmeza suficiente al Estado, divorciándolo de esa autoridad, que no es la de la fuerza. «Aun cuando nuestra constitución cerebral, dice, permitiese la preponderancia de nuestros mejores instintos, su imperio habitual no establecería ninguna verdadera unidad, activa sobre todo, sin una base objetiva, que sólo la inteligencia puede proporcionar. Cuando la creencia en un poder exterior es incompleta y vacilante, los sentimientos más puros no logran impedir inmensas divagaciones y profundas disidencias. ¿Qué seria, pues, si se supusiese la existencia humana enteramente independiente del exterior? La religión, pues, debe« ante todo, subordinarnos á un poder externo, cuya irresistible supremacía no nos deje ninguna incertidumbre… Al principio del siglo actual, esta intima dependencia era todavía profundamente desconocida por los pensadores más eminentes; su apreciación gradual, constituye la principal adquisición científica de nuestro tiempo. [5]
La causa fundamental de los males que nos aquejan, debe verse en la pérdida de los antiguos ideales, pues, convertido el hombre, por falta de buena dirección, en ambición desbordada y ciega fuerza en movimiento, no tiene freno que le contenga, ni temor que le domine, y aspira sólo á la completa y exclusiva posesión del placer: si está arriba, para aplastar á los caídos, y si abajo, para derribar á los que le oprimen. La civilización moderna ha despertado en el hombre el deseo de la igualdad; la democracia ha inspirado el socialismo. Abierta la puerta á anhelos, sólo la religión hubiera podido contener el empuje de las pasiones, y ésta ha faltado. Se necesita, pues, ese freno. No lo digo como creyente convencido, ni adepto de una religión gloriosa, que profeso y confieso con orgullo; sino como simple razonador y juez imparcial de las cosas. La habilidad administrativa, el cumplimiento de deberes sagrados y el amor á la paz y al progreso humanos, obligan ahora más que nunca á los caudillos de pueblos, á echar mano del poder espiritual, para atajar el avance del socialismo, pues divorciados de esa gran autoridad y de esa gran fuerza, serán impotentes para quebrantar el oleaje de las pasiones, é irán prepa raudo, por abandono y ceguedad, el advenimiento de una época desastrosa. Los estadistas de genio, aquellos que procuran no entorpecer la marcha de los pueblos y mantener la paz en el seno de la sociedad, no desdeñan doblegarse ante tales exigencias; así lo demostró Bismarck, cuando, después de algunos años de triste lucha religiosa conocida con el nombre de Kulturkampf, enarboló bandera blanca frente á las huestes del doctor Winthorst, y celebró paces con ellas, para hacer triunfar sus leyes en el parlamento. El mal que nos amenaza es tan grave, que debemos apelar á todos los medios para conjurarlo, y, sobre todo, á los que son reconocidamente apropiados para ello. El orgullo científico y el amor desordenado á sistemas de gabinete» no tienen el derecho de prevalecer contra los intereses generales y el porvenir de la patria. «Cuando la fe haya concurrido directamente con el amor, dice Comte, la unidad humana quedará plenamente establecida.»
HAY QUE TOMAR RESUELTAMENTE ALGÚN CAMINO: Ó SE APELA Á LOS NOBLES Y PODEROSOS RECURSOS DEL ESPÍRITU PARA APACIGUAR LA CÓLERA DE LAS MASAS, Y ESTABLECER LA PAZ ENTRE LOS HOMBRES, Ó SE PONE PARA ELLO TODA LA ESPERANZA EN EL USO DE LA FUERZA, CON RESOLUCIÓN HASTA DE DIEZMAR Á LOS DESCONTENTOS. AQUELLO SERÍA EFICAZ; ESTO NO HARÁ MÁS QUE APLAZAR EL CONFLICTO Y HACER EL CHOQUE MÁS ENCARNIZADO.
La humanidad no se queja tanto de pobreza, como de desamparo. Los sabios y los ricos no quieren al pueblo: los primeros no pueden ofrecerle sino la ciencia, y ésta, por debilidad de las inteligencias, por escasez de las fortunas, ó por ineficacia de la máquina administrativa, no puede, ni podrá nunca beneficiar sino á muy pocos. Los ricos no dan á los pobres sino el pago de su trabajo, mermado en cuanto es posible, y, cuando más. una filantropía soberbia y fría, que más rebaja, que obliga al necesitado. Las bases sociales no pueden ni deben ser alteradas; las leyes económicas tendrán que seguir funcionando á pesar de los impotentes esfuerzos de los soñadores ó de los energúmenos; la competencia industrial y mercantil continuará rigiendo el libre juego de los intereses; la oferta y la demanda no dejarán de ser la norma de los contratos; y el combate iniciado entre capitalistas y proletarios, se desarrollará en lo porvenir con ferocidad creciente. La única esperanza de paz que nos resta, estriba, pues, en la vuelta á olvidados ideales y en la renovación del sacro fuego del amor en el corazón humano. Si no nos volvemos á aquella esperanza y le abrimos francamente los brazos, seremos nosotros los únicos responsables de las desdichas del porvenir; porque hemos tenido oídos para oír y no hemos oído, y ojos para ver, y no hemos visto. Entre los que indican con buena fe esa solución, y los que la rechazan, juzgarán las generaciones venideras. iAi posteri l’ardua sentenza!
Si se examinan bien las cosas, salta á la vista este hecho extraordinario: la situación de los menestrales y pobres, es ahora mejor que nunca, y, no obstante, es hoy cuando son mayores sus exigencias y su cólera. Los salarios han aumentado, abunda el trabajo, los artículos de primera necesidad hállense al alcance de todos, el patrimonio común en servicios públicos, higiene, comodidad y pasatiempos, ha crecido maravillosamente, y las clases desheredadas de ahora, tienen mejores muebles, utensilios, alimentos y vestidos que las precedentes. Leroy-Beaulien demuestra todo eso en un libro tan erudito como consolador, y, además, que la marcha de la civilización, conforme á las reglas que la norman, tiende á seguir sin descanso ese mismo rumbo, mejorando constantemente la suerte de las clases pobres, por el aumento de los capitales, la baja del interés de éstos, el alza de los salarios, el abaratamiento progresivo de los precios y el incremento del patrimonio público y de los goces gratuitos [6].
Lo que necesitamos, pues, para resolver el problema, es tener calma y esperar. Si la paz se conserva, y no sobreviene un cataclismo, las dificultades presentes irán atenuándose día á día por la sola virtud del adelanto. Importa, por lo mismo, antes que todo, mantener el equilibrio é impedir el desquiciamiento social; y para eso, precisamente, se necesita apelar á fuerzas inmateriales y á elementos de un orden superior. Los menestrales y pobres no sufren hoy de mayor necesidad que en los tiempos pasados, y, bajo este respecto, carecen de razón para quejarse y apelar á medidas extremas; pero sufren de abandono y despego por parte de sus jefes naturales: gobernantes, sabios y ricos. Se ha apagado la llama del amor en torno de la cual se agrupaba la humanidad, y, extinguido ese santo fuego, que es á la vez luz y calor, se han desconocido los hombres, se han alejado entre si, y han acabado por verse con desconfianza y con odio. El remedio está en reavivar esa llama y en encender de nuevo esa luz, para que, reconocidos los rasgos de familia al desvanecerse las sombras, vuelvan á estrecharse fraternalmente las manos. El pueblo es semejante á los niños que, abandonados, se hacen perversos; pero sintiéndose al abrigo del interés y del afecto, se tornan dóciles y buenos.
José López Portillo y Rojas.
México, octubre de 1908.
Notas:
1 En este capítulo y el siguiente, sigo paso á paso á J. S. Nitti, en su grande obra Él Socialismo Católico, exponiendo sus ideas y basándome en sus citas.
2.- «La Ley Federal Americana de 1862, sobre Colonización, prohíbe á los extranjeros adquirir ó poseer propiedad territorial en los Estados Unidos. La prohibición se aplica también á las Compañías cuyas acciones pertenecen á extranjeros en una décima parte. La ley veda asimismo á toda sociedad, excepto á las compañías ferrocarrileras, poseer más de cinco mil arpentas de tierra, y obliga a las que tienen más, á conformarse á esta norma dentro de un plazo de diez años, bajo pena de comiso á beneficio del Estado.» Gabriel Ardant. El Socialismo Contemporáneo y la Propiedad.
«Una ley votada el 3 de marzo de 1887 por las dos Cámaras de la Unión Americana, prohíbe en adelante á todo individuo que no sea ciudadano de los Estados Unidos, ó no haya declarado su intención de llegar á serlo, y á toda asociación cuyo capital se halle ó pueda hallarse en más de un 20 por ciento en manos de extranjeros, adquirir, si no es por sucesión, bienes inmuebles ó derechos reales en los territorios de los Estados Unidos. Todos los terrenos adquiridos con violación de la ley, deberán ser confiscados y aplicados al Estado. La prohibición no comprende, por de contado, á los extranjeros á cuyo favor haya sido asegurada, por medio de tratados, la capacidad de ser propietarios.» Enrique Bonfils, Manual de Derecho Internacional Público.
3.- «Revista Positiva.» Tomo 1. En ese mismo tomo fué publicada una carta muy interesante de don E. J. Molera sobre él propio asunto. Según la versión de este señor, que ha vivido largos años en la vecina República, hay en los Estados Unidos una ley general sobre Homestead, y, además, numerosas otras de carácter particular, dadas por las entidades federadas.
4.- Gabriel Ardant, obra citada. Según noticias recientes. recibidas de Francia, el Ministro de Agricultura de aquella República, M. Ruau, acaba de presentar á las Cámaras un proyecto de ley de este mismo género, conocida con el nombre de Patrimonio de Familia, el cual proyecto será discutido en el próximo período de sesiones. Varios años hace que el pensamiento se hallaba en estudio en ese mismo Ministerio: mas, habiéndose querido proceder con calma y inflexión, fué sometido al examen especial de la Corte de Apelación y del Consejo de Estado, y sólo después de haber obtenido la aprobación de aquella y éste, ha tomado el carácter de iniciativa de ley y ha sido elevado al Cuerpo Legislativo. Es otro precedente precioso que deben tener en cuenta nuestros legisladores al procurar la solución de los problemas apuntados en el texto.—La circular de 9 de octubre de 1856, cuyo objeto fué la subdivisión de la propiedad rústica, dispuso la adjudicación gratuita á los arrendatarios de fincas nacionalizadas, siempre que el valor de las fracciones no pasase de doscientos pesos.—Dublán y Lozano, Legislación Mejicana.
5.- Sistema de Política Positiva, Tomo II, páginas 12 y 13.
6.- Paul Leroy-Beaulieu. «Ensayo sobre el reparto de las riquezas y la tendencia á una desigualdad menor de las condiciones».
1908 José López Portillo y Rojas. Ricos y pobres. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de Jurisprudencia y Legislación. Correspondiente de la Real de Madrid. México. Tipografía Económica. 1908.
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