El Colmillo Público, núm. 139, 6 de mayo de 1906, p. 276.
En toda clase de empresas donde trabajan obreros mexicanos y de otras nacionalidades, se hace notable el desprecio con que es vista nuestra raza por parte de los que se enriquecen con el sudor del mexicano. No es raro ver en la prensa que en tal o cual finca extranjera azotan a los mexicanos, que en tal o cual negociación se roba miserablemente al trabajador o se le pagan salarios inferiores a los que, en las mismas negociaciones, ganan obreros de otras nacionalidades que desempeñan una labor de la misma calidad, y con frecuencia inferior, a la que desempeñan nuestras compañías.
Esas noticias aparecen diariamente en la prensa, aumentando el bagaje de vergüenza con que ya se doblegan nuestras espaldas, pues eso significa que política y socialmente los mexicanos somos siervos de todo aquel que quiera arrebatarnos nuestros derechos, y de todo aquel que quiera apropiarse del producto de nuestras fatigas.
Nacemos mexicanos, pero tenemos menos derechos que cualquier rico empresario extranjero, y estamos obligados a dar nuestro trabajo por un salario inferior al que ganan obreros extranjeros, en nuestra misma patria y en las mismas negociaciones donde se nos explota.
¿Qué significa eso? ¡Oh, se nos señala, se nos humilla para que vayamos siendo cada vez menos dignos hasta que consideremos que es natural nuestra esclavitud y creamos que pertenecemos a una raza inferior!
No lleva otro objeto ese prurito de colocársenos en un nivel de inferioridad. Pronto nos haremos abyectos y con más facilidad se nos dominará. ¡Hasta el hombre de raza amarilla gana mejores salarios que los operarios mexicanos! En las negociaciones mineras de la Baja California, los mineros mexicanos ganan un peso diario, mientras los mineros japoneses ganan un peso cincuenta centavos y aun dos pesos diarios por desempeñar las mismas faenas que nuestros compatriotas.
Al mexicano no le queda ni el derecho de evitar esas humillaciones, porque cuando no quiere sufrirlas y abandona el trabajo, la autoridad obliga con su fuerza a los obreros a que vuelvan a la negociación. ¿No se ha visto eso en toda la República?
Pero hay más; ha habido veces que los patronos han estado dispuestos a hacer algún aumento en los salarios de los obreros, mas entonces, nuestros "paternales" gobernadores se han apresurado a aconsejar a esos patronos que no hagan tal cosa. Bien comprenden nuestros opresores que si el pueblo comiera bien y tuviera algún desahogo, no admitiría la tiranía.
Más aún, la esclavitud torturadora que sufren los trabajadores del campo en Yucatán pareció dulce y benigna a nuestro dictador, quien declaró que aquel infierno yucateco es un positivo paraíso. (1)
Todos estos detalles deben hacernos abrir los ojos a la realidad. No se trata de un hecho aislado, por el cual fuera absoluto generalizar, sino de un conjunto de hechos sistemáticamente repetidos y que son en número bastante a justificar una inducción.
En efecto; se nos humilla en todos sentidos para que vayamos perdiendo la dignidad. Se nos posterga a los extranjeros para que nos acostumbremos a considerarnos como individuos de una raza inferior, y cuando nos resistimos a entrar a la fábrica, a la mina o al lugar donde se ha herido nuestro orgullo, la policía, sable en mano, nos convence de que debemos dar nuestras fuerzas a los señores que nos explotan aunque sangre nuestro honor hecho pedazos.
¡Oh, qué bella escuela de ilotas la que inauguró el tuxtepecanismo hace treinta años!
Y a todo ese conjunto de iniquidad se le ha dado el nombre de progreso en nuestro infortunado país, donde parece que todo debe entenderse al revés. Es que se nos engaña como a chicuelos.
¡Progreso! ¿Quién ha visto el progreso en nuestra patria? Unos cuantos enriquecidos a la sombra de la dictadura son los que han progresado, pues si antes no tenían qué comer, ahora gastan lujosos trenes y habitan palacios en los que cada piedra condensa el dolor y el infortunio de los proletarios.
El proletariado de blusa y de levita, puesto que todos son igualmente desgraciados y explotados por los próceres, no ha progresado. El que tiene que trabajar con sus manos o con su inteligencia para comer, vive en peores condiciones que antes de ese "desenvolvimiento" material con que nos arrulla la tiranía.
Antes de que hubiera fábricas de hilados y tejidos de la magnitud de las que existen ahora, un metro de manta valía quince centavos; hoy vale veinte. Los alquileres de las cásas, el precio de los alimentos, de los vestidos, de todo, suben hoy el doble, y más muchas veces, de lo que valían antes de que se desarrollaran las industrias y tuviéramos tantos ferrocarriles. Esto parece un contrasentido, pero así es; todos palpamos la miseria ambiente, la respiramos, nos hace sus víctimas hasta degradarnos y envilecernos.
Eso es lo que se ha querido producir: la miseria. La miseria es el mejor freno de que hacen uso los despotismos para someter a los hombres. El hambriento se somete a todo con tal de llevar un pedazo de pan al estómago, ese tirano implacable que hace claudicar virtudes y apaga la vergüenza encendida con chorros de esa agua podrida que se llama necesidad. La necesidad es el bordón en que se apoyan los tránsfugas y los bellacos.
Cuando la falange de hambrientos crece, la tiranía se consolida. Por eso nuestros "amables" gobernantes aconsejan que no se paguen buenos salarios, pues así los hambrientos tendrán que someterse y que concederlo todo.
¡Oh, proletarios, parias de blusa y de levita, luchad por vuestra felicidad! Luchad contra el hambre, generadora de indignidades y de vilezas. Luchad contra la tiranía.
Anakreón (Ricardo Flores Magón).
(1) Véase el artículo 82, "¡Alerta proletarios! Un brindis del dictador".
Nota Bene: Véase la nota del editor de las Obras Completas de Ricardo Flores Magón aquí.
Fuente:
Obras Completas de Ricardo Flores Magón. Artículos políticos seudónimos. Volumen V. Artículos escritos por Ricardo Flores Magón bajo seudónimos. Jacinto Barrera Bassols Introducción, compilación y notas. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 2005. pp. 292-294.
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