El Colmillo Público, núm. 132, 18 de marzo de 1906, p. 167
Parecidos a los negros salvajes de África que dan a los traficantes plumas de la avestruz, colmillos de elefante, pepitas de oro y otras riquezas en cambio de inservibles chácharas, sintiéndose satisfechos cuando sobre sus pieles tostadas y desnudas se ponen una levita usada a raíz y sin otra prenda de vestir, o coronan sus apelmazadas cabelleras con una chistera, mientras llevan sus cuerpos totalmente desnudos; parecidos a esos negros estrafalarios, somos muchos mexicanos que sentimos orgullo cuando levantamos la vista para admirar los palacios suntuosos que embellecen nuestra capital.
El símil es exacto. Los negros africanos han dado su riqueza por chácharas que para nada les sirven, como no sea para atraer sobre sí el ridículo, lo mismo que nosotros damos nuestras riquezas para adornar las ciudades mientras nuestras carnes se asoman lastimosas por los agujeros de los andrajos.
Más que satisfechos deberíamos sentir cólera por el contraste del lujo injurioso de los palacios y la miseria pregonada por nuestra desnudez. Como mustias larvas nos deslizamos al pie de los soberbios palacios, sin fijarnos en lo ridículo del contraste, ensoberbecidos por la idea de que en nuestro suelo, en nuestra ayer altiva Anáhuac, crecen exuberantes, como bosques de piedra, las ricas barricadas de nuestros aristócratas, de los señores de la influencia, del dinero y de la tierra, que son para nosotros lo que los traficantes para los bárbaros africanos.
La insolencia de los palacios subraya cruelmente nuestro desamparo, porque ellos han sido fabricados a nuestra costa; han sido nuestros músculos los que han puesto piedra sobre piedra; han sido nuestra inteligencia y nuestros conocimientos científicos los que han trazado los planos, los que han calculado la resistencia de los materiales que han entrado en la construcción; nuestros brazos han sacado la piedra de la cantera; muchos hombres se han tostado en los hornos de cal y en los altos hornos de las fundiciones para fabricar las vigas de hierro que entran en la construcción de los palacios, sin contar a los hombres que con riesgo de su vida han manejado la dinamita en las galerías de las minas, donde muchos habrán perecido.
Se ha necesitado, en suma, una legión de obreros y de intelectuales para cada palacio, o sea, millares de hombres han dado su fuerza, su inteligencia, sus conocimientos científicos y artísticos, y muchos su vida, para la mansión de un solo señor que ha pagado con unas cuantas monedas tan ímprobo trabajo.
Si fuésemos más dados a pensar que a admirar; si perdiésemos en santa hora ese fetichismo por los relumbrones que nos ata al pasado de barbarie en que se hacía jefe de la horda al salvaje que ostentaba un collar más largo compuesto de cráneos humanos, otra sería nuestra suerte y la patria habría llegado a una altura correspondiente a nuestro esfuerzo, a nuestra inteligencia.
Nuestra raza, es raza de hombres de talento, pero camina lamentablemente extraviada por un camino fatal, que la hace regresar a las penumbras de la época en que el jefe del Estado era de naturaleza divina, y en que el sacerdote, el guerrero y el noble participaban de un rayo de la luz de que estaba formada la carne de los dioses del Olimpo. De ahí nuestra admiración por los oropeles, que tiene mucho parecido con la admiración del hombre primitivo por los tatuajes y los toscos afeites.
Si fuésemos más dados a pensar que a admirar, un examen atento de las personas y de las cosas nos daría la clave de nuestros infortunios: todo lo damos en cambio de migajas. Ponemos la mesa, hacemos la comida, cuidamos el ganado, sembramos el grano, traemos la leña, hacemos los vestidos y las casas, y nos conformamos con las sobras... hasta en materia de amor. Un esnob de la manida aristocracia lo dijo: "¡Que tome el lacayo las heces de amor!" (1)
¡Ah, estamos inundados de esas heces! Una legión de hetairas anuncia el medio de injusticia en que vivimos, porque ¿de dónde surge ese ejército de Venus que desfila por nuestras calles y nuestras plazas? ¿Qué pantano produjo ese lodo que disuelve familias, diezma nuestra raza y puebla los hospitales y los cementerios?
Esas desventuradas mujeres que mariposean a la vista de los hombres ¿ejercen por inclinación el triste oficio de la seducción venal?
La prostitución no es de generación espontánea. Fue virtuosa señorita y tal vez muy bella y sin duda alguna muy pobre. Belleza y miseria: he ahí dos horribles precipicios para una joven honesta. Por la belleza la hostilizan los ricos; por la miseria la explotan los ricos. La virtud se defiende desesperadamente, pero la miseria... La única solución es el trabajo, pero ¿qué ganan las mujeres en el taller o en la fábrica? Burgueses ventrudos se redondean de grasa mientras las mujeres proletarias fallecen de fatiga y de hambre en los talleres y en las fábricas. Filisteos sórdidos acumulan fajos de billetes de banco, producto del esfuerzo femenino, en tanto que la pobre obrera trabaja, trabaja, acechada por la tisis o tal vez víctima ya de ella hasta la médula. Así luchan las obreras en medio de millones de hombres, sin que haya un brazo viril que las levante.
¡Y caen muchas! ¿Cómo no caer? En el hogar falta lumbre; algunas son madres cuyos niños reclaman una alimentación sana y cuidados que solamente se obtienen con dinero, y el trabajo con ser muy pesado no da ni para pan; otras son hijas amorosas que ven agonizar de hambre a los ancianos a quienes deben la vida, y también, el trabajo, no da lo suficiente. ¿Qué harán esas pobres mujeres? ¿Dejar a su hijo, dejar perecer a sus padres? ¿Llevar hasta la muerte clavado en el pecho el remordimiento de haber dejado morir a los seres queridos?
Las rebeliones de la virtud son sometidas por el dolor y por el hambre. La virtud es el adorno de los satisfechos y el martirio de los miserables.
Caen las pobres mujeres, a menudo empujadas al vicio por los mismos que las explotan. Son los patronos los que con frecuencia hacen conocer la prostitución a las mujeres proletarias, víctimas de la miseria. ¡Y se desprecia a esas mártires a las que se enseñó a vender sonrisas y caricias! ¡Y una moral tartufa se complace en lanzar anatemas sobre las atormentadas cabezas de las irredentas, sin atreverse a fulminar con sus cóleras mezquinas y sus cobardes odios las grasosas cabezas de los protervos que hacen la miseria con su rapaz explotación!
Sigamos admirando los palacios y el lujo de los opresores y deslizándonos como larvas miserables entre tanta riqueza. ¡Nuestra admiración estúpida remachará las cadenas que nos humillan!
Anakreón (Ricardo Flores magón).
(1) Refiérese a "Para un menú" de Manuel Guitérrez Nájera. "La copa se apura, la dicha se agota; / de un sorbo tomamos mujer y licor... / Dejemos las copas... Si queda una gota, / que beba el lacayo las heces de amor."
Nota Bene: Véase la nota del editor de las Obras Completas de Ricardo Flores Magón aquí.
Fuente:
Obras Completas de Ricardo Flores Magón. Artículos políticos seudónimos. Volumen V. Artículos escritos por Ricardo Flores Magón bajo seudónimos. Jacinto Barrera Bassols Introducción, compilación y notas. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 2005. pp. 261-264.
|