Río Blanco, Veracruz.
En la línea del Ferrocarril Mexicano, que trepa más de 150 kilómetros desde el puerto de Veracruz hasta 2, 250 metros de altura al borde del Valle de México, se encuentran algunas ciudades industriales. Cerca de la cima, después de esa maravillosa ascensión desde los trópicos hasta las nieves, el pasajero mira hacia atrás desde la ventanilla de su vagón, a través de una masa de aire de más de 1, 500 metros que causa vértigo, y distingue abajo la más elevada de estas ciudades industriales -Santa Rosa-, semejante a un gris tablero de ajedrez extendido sobre una alfombra verde. Más abajo de Santa Rosa, oculta a la vista por el titánico contrafuerte de una montaña, se halla Río Blanco, la mayor de estas ciudades, escenario de la huelga más sangrienta en la historia del movimiento obrero mexicano.
A una altitud media entre las aguas infestadas de tiburones el puerto de Veracruz y la meseta de los Moctezuma, Río Blanco es un paraíso no sólo por su clima y paisaje, sino por estar perfectamente situado para las manufacturas que requieren energía hidráulica. En el Río Blanco se junta un pródigo abastecimiento de agua procedente de las copiosas lluvias y las nieves de las alturas; con la velocidad del Niágara, las corrientes bajan por las barrancas de la sierra hasta la ciudad.
Se dice que el mayor orgullo del gerente Hartington -inglés de edad mediana y ojos acerados, quien vigila el trabajo de seis mil hombres mujeres y niños-, estriba en que la fábrica de textiles de algodón de Río Blanco no sólo es la más grande y moderna en el mundo, sino también la que produce mayores utilidades respecto a la inversión.
En efecto, la fábrica es grande. De Lara y yo la visitamos de punta a punta; seguimos la marcha del algodón crudo desde los limpiadores, a través de los diversos procesos y operaciones, hasta que al fin sale en tela cuidadosamente doblada con estampados de fantasía o en tejidos de colores especiales. Incluso llegamos a descender cinco escaleras de hierro, hacia las entrañas de la tierra, para ver el gran generador y las encrespadas aguas oscuras que mueven todas las ruedas de la fábrica. También observamos a los trabajadores, hombres, mujeres y niños.
Eran todos ellos mexicanos con alguna rara excepción. Los hombres, en conjunto, ganan 75 centavos por día; las mujeres, de $3 a $4 por semana; los niños, que los hay de siete a ocho años de edad, de 20 a 50 centavos por día. Estos datos fueron proporcionados por un funcionario de la fábrica, quien nos acompañó en nuestra visita, y fueron confirmados en pláticas con los trabajadores mismos.
Si se hacen largas 13 horas diarias -desde las 6 a. m. hasta las 8 p. m. - cuando se trabaja al aire libre y a la luz del sol, esas mismas 13 horas entre el estruendo de la maquinaria, en un ambiente cargado de pelusa y respirando el aire envenenado de las salas de tinte... ¡qué largas deben de parecer! El terrible olor de las salas de tinte nos causaba náuseas, y tuvimos que apresurar el paso. Tales salas son antros de suicidio para los hombres que allí trabajan; se dice que éstos sólo logran vivir, en promedio, unos 12 meses. Sin embargo, la compañía encuentra muchos a quienes no les importa suicidarse de ese modo ante la tentación de cobrar 15 centavos más al día sobre el salario ordinario.
La fábrica de Río Blanco se estableció hace 16 años... ¡16 años! pero la historia de la fábrica y del pueblo se divide en dos épocas: antes de la huelga y después de la huelga. Por dondequiera que fuimos en Río Blanco y Orizaba -esta última es la ciudad principal de ese distrito político-, oímos ecos de la huelga, aunque su sangrienta historia se había escrito cerca de dos años antes de nuestra visita.
En México no hay leyes de trabajo en vigor que protejan a los trabajadores; no se ha establecido la inspección de las fábricas; no hay reglamentos eficaces contra el trabajo de los menores; no hay procedimiento mediante el cual los obreros puedan cobrar indemnización por daños, por heridas o por muerte en las minas o en las máquinas. Los trabajadores, literalmente, no tienen derechos que los patrones estén obligados a respetar. El grado de explotación lo determina la política de la empresa; esa política, en México, es como la que pudiera prevalecer en el manejo de una caballeriza, en una localidad en que los caballos fueran muy baratos, donde las utilidades derivadas de su uso fueran sustanciosas, y donde no existiera sociedad protectora de animales.
Además de esta ausencia de protección por parte de los poderes públicos, existe la opresión gubernamental; la maquinaria del régimen de Díaz está por completo al servicio del patrón, para obligar a latigazos al trabajador a que acepte sus condiciones.
Los seis mil trabajadores de la fábrica de Río Blanco no estaban conformes con pasar 13 horas diarias en compañía de esa maquinaria estruendosa y en aquella asfixiante atmósfera, sobre todo con salarios de 50 a 75 centavos al día. Tampoco lo estaban con pagar a la empresa, de tan exiguos salarios, $2 por semana en concepto de renta por los cuchitriles de dos piezas y piso de tierra que llamaban hogares. Todavía estaban menos conformes con la moneda en que se les pagaba; ésta consistía en vales contra la tienda de la compañía, que era el ápice de la explotación: en ella la empresa recuperaba hasta el último centavo que pagaba en salarios. Pocos kilómetros más allá de la fábrica, en Orizaba, los mismos artículos podían comprarse a precios menores entre 25 y 75%; pero a los operarios les estaba prohibido comprar sus mercancías en otras tiendas.
Los obreros de Río Blanco no estaban contentos. El poder de la compañía cernía sobre ellos como una montaña; detrás, y por encima de la empresa, estaba el gobierno. En apoyo de la compañía estaba el propio Díaz, puesto que él no sólo era el gobierno, sino un fuerte accionista de la misma. Sin embargo, los obreros se prepararon a luchar. Organizaron en secreto un sindicato: el “Círculo de Obreros”; efectuaban sus reuniones, no en masa, sino en pequeños grupos en sus hogares, con el objeto de que las autoridades no pudieran enterarse de sus propósitos.
Tan pronto como la empresa supo que los trabajadores se reunían para discutir sus problemas, comenzó a actuar en contra de ellos. Por medio de las autoridades policiacas, expidió una orden general que prohibió a los obreros, bajo pena de prisión, recibir cualquier clase de visitantes, incluso a sus parientes. Las personas sospechosas de haberse afiliado al sindicato fueron encarceladas inmediatamente, además de que fue clausurado un semanario conocido como amigo de los obreros y su imprenta confiscada.
En esta situación se declaró una huelga en las fábricas textiles de la ciudad de Puebla, en el Estado vecino, las cuales también eran propiedad de la misma compañía; los obreros de Puebla vivían en iguales condiciones que los de Río Blanco. Al iniciarse el movimiento en aquella ciudad -según me informó un agente de la empresa-, ésta decidió “dejar que la naturaleza tomase su curso”, puesto que los obreros carecían de recursos económicos; es decir, se trataba de rendir por hambre a los obreros, lo cual la empresa creía lograr en menos de 15 días.
Los huelguistas pidieron ayuda a sus compañeros obreros de otras localidades. Los de Río Blanco ya se preparaban para ir a la huelga; pero, en vista de las circunstancias, decidieron esperar algún tiempo, con el objeto de poder reunir, con sus escasos ingresos, un fondo para sostener a sus hermanos de la ciudad de Puebla. De este modo, las intenciones de la compañía fueron frustradas por el momento, puesto que a media ración, tanto los obreros que aún trabajaban como los huelguistas, tenían manera de continuar la resistencia, pero en cuanto la empresa se enteró de la procedencia de la fuerza que sostenía a los huelguistas poblanos, cerró la fábrica de Río Blanco y dejó sin trabajo a los obreros. También suspendió las actividades de otras fábricas en otras localidades y adoptó varias medidas para impedir que llegara cualquier ayuda a los huelguistas.
Ya sin trabajo, los obreros de Río Blanco formaron pronto la ofensiva; declararon la huelga y formularon una serie de demandas para aliviar hasta cierto punto las condiciones en que vivían; pero las demandas no fueron atendidas. Al cesar el ruido de las máquinas, la fábrica dormía al sol, las aguas del Río Blanco corrían inútilmente por su cauce; y el gerente de la compañía se reía en la cara de los huelguistas.
Los seis mil obreros y sus familias empezaron a pasar hambre. Durante dos meses pudieron resistir explorando las montañas próximas en busca de frutos silvestres; pero éstos se agotaron y después, engañaban el hambre con indigeribles raíces y hierbas que recogían en las laderas. En la mayor desesperación, se dirigieron al más alto poder que conocían, a Porfirio Díaz, y le pidieron clemencia; le suplicaron que investigara la justicia de su causa y le prometieron acatar su decisión.
El presidente Díaz simuló investigar y pronunció su fallo; pero éste consistió en ordenar que la fábrica reanudara sus operaciones y que los obreros volvieran a trabajar jornadas de 13 horas sin mejoría alguna en las condiciones de trabajo.
Fieles a su promesa, los huelguistas de Río Blanco se prepararon a acatar el fallo; pero se hallaban debilitados por el hambre, y para trabajar necesitaban sustento. En consecuencia, el día de su rendición, los obreros se reunieron frente a la tienda de raya de la empresa y pidieron para cada uno de ellos cierta cantidad de maíz y frijol, de manera que pudieran sostenerse durante la primera semana hasta que recibieran sus salarios.
El encargado de la tienda se rio de la petición. "A estos perros no les daremos ni agua”, es la respuesta que se le atribuye. Fue entonces cuando una mujer, Margarita Martínez, exhortó al pueblo para que por la fuerza tomase las provisiones que le habían negado. Así se hizo. La gente saqueó la tienda, la incendió después y, por último, prendió fuego a la fábrica, que se hallaba enfrente.
El pueblo no tenía la intención de cometer desórdenes; pero el gobierno sí esperaba que éstos se cometieran. Sin que los huelguistas, lo advirtieran, algunos batallones de soldados regulares esperaban fuera del pueblo, al mando del general Rosalío Martínez, nada menos que el subsecretario de guerra mismo. Los huelguistas no tenían armas; no estaban preparados para una revolución; no habían deseado causar daño; su reacción fue espontánea y, sin duda, natural. Un funcionario de la compañía me confió después que tal reacción pudo haber sido sometida por la fuerza local de policía, que era fuerte.
No obstante, aparecieron los soldados como si surgieran del suelo. Dispararon sobre la multitud descarga tras descarga casi a quemarropa. No hubo ninguna resistencia. Se ametralló a la gente en las calles, sin miramientos por edad ni sexo; muchas mujeres y muchos niños se encontraron entre los muertos. Los trabajadores fueron perseguidos hasta sus casas, arrastrados fuera de sus escondites y muertos a balazos. Algunos huyeron a las montañas, donde los cazaron durante varios días; se disparaba sobre ellos en cuanto eran vistos. Un batallón de rurales se negó a disparar contra el pueblo; pero fue exterminado en el acto por los soldados en cuanto éstos llegaron.
No hay cifras oficiales de los muertos en la matanza de Río Blanco; si las hubiera, desde luego serían falsas. Se cree que murieron entre 200 y 800 personas, La información acerca de la huelga de Río Blanco la obtuve de muchas y muy diversas fuentes: de un funcionario de la propia empresa; de un amigo del gobernador, que acompañó a caballo a los rurales cuando éstos cazaban en las montañas a los huelguistas fugitivos; de un periodista partidario de los obreros, que había escapado después de ser perseguido de cerca durante varios días; de supervivientes de la huelga y de otras personas que habían oído los relatos de testigos presenciales.
-Yo no sé a cuántos mataron -me dijo el hombre que había estado con los rurales-; pero en la primera noche, después que llegaron los soldados, vi dos plataformas de ferrocarril repletas de cadáveres y miembros humanos apilados. Después de la primera noche hubo muchos muertos más. Esas plataformas -continuó- fueron arrastradas por un tren especial y llevadas rápidamente a Veracruz, donde los cadáveres fueron arrojados al mar para alimento de los tiburones.
Los huelguistas que escaparon a la muerte, recibieron castigos de otra índole, apenas menos terribles. Parece que en las primeras horas del motín se mataba a discreción sin distinciones; pero más tarde se conservó la vida de algunas personas entre las que eran aprehendidas. Los fugitivos capturados, después de los primeros dos o tres días fueron encerrados en un corral; 500 de ellos fueron consignados al ejército y enviados a Quintana Roo. El vicepresidente y el secretario del Círculo de Obreros fueron ahorcados y la mujer que agitó al pueblo, Margarita Martínez, fue enviada a la prisión de San Juan de Ulúa.
Entre los periodistas que sufrieron las consecuencias de la huelga están José Neira, Justino Fernández, Juan Olivares y Paulino Martínez. Los dos primeros fueron encarcelados durante largo tiempo; el último fue torturado hasta que perdió la razón. Olivares fue perseguido durante muchos días; pero logró evadir la captura y pudo llegar a los Estados Unidos. Ninguno de los tres primeros tenía relación alguna con los desórdenes. En cuanto a Paulino Martínez, no cometió otro delito que comentar de modo superficial sobre la huelga en favor de los obreros, en su periódico publicado en la ciudad de México, a un día de ferrocarril desde Río Blanco. Nunca se acercó en persona a los acontecimientos de Río Blanco, ni se movió de la capital; sin embargo, fue detenido, llevado a través de las montañas hasta aquella población y encarcelado, se le mantuvo incomunicado durante cinco meses sin que fuera formulado cargo alguno en su contra.
El gobierno realizó grandes esfuerzos para ocultar los hechos de la matanza de Río Blanco; pero el asesinato siempre se descubre. Aunque los periódicos nada publicaron, la noticia corrió de boca en boca hasta que la nación se estremeció al conocer lo ocurrido. En verdad se trató de un gran derramamiento de sangre; sin embargo, aun desde el punto de vista de los trabajadores, no fue totalmente en vano ese sacrificio; la tienda de la empresa era tan importante, y tan grande fue la protesta en su contra, que el presidente Díaz concedió a la diezmada banda de obreros que se clausurase.
De esta manera, donde antes había una sola tienda, ahora hay muchas y los obreros compran donde quieren. Podría decirse que al enorme precio de su hambre y de su sangre los huelguistas ganaron una muy pequeña victoria; pero aún se duda de que sea así, puesto que en algunas formas los tornillos han sido apretados sobre los obreros mucho más duramente que antes. Se han tomado providencias contra la repetición de la huelga, las cuales, en un país que se dice república democrática, son -para decirlo con suavidad- asombrosas.
Tales medidas preventivas son las siguientes: 1) una fuerza pública de 800 mexicanos -600 soldados regulares y 200 rurales-, acampada en terrenos de la compañía; 2) un jefe político investido de facultades propias de un jefe caníbal.
La vez en que De Lara y yo visitamos el cuartel, el chaparro capitán que nos acompañó nos dijo que la empresa daba alojamiento, luz y agua a la guarnición y que, a cambio de ello, las fuerzas estaban de manera directa y sin reservas a disposición de la compañía.
El jefe político es Miguel Gómez; lo trasladaron a Río Blanco desde Córdoba, donde su habilidad para matar, según se dice, había provocado admiración en el hombre que lo designó: el presidente Díaz. Respecto a las facultades de Miguel Gómez, no habría nada mejor que citar las palabras de un funcionario de la compañía, con quien De Lara y yo cenamos en una ocasión:
-Miguel Gómez tiene órdenes directas del presidente Díaz para censurar todo lo que leen los obreros y para impedir que caigan en manos de ellos periódicos radicales o literatura liberal. Más aún, tiene orden de matar a cualquiera de quien sospeche malas intenciones. Sí, he dicho matar. Para eso Gómez tiene carta blanca y nadie le pedirá cuentas. No pide consejo a nadie y ningún juez investiga sus acciones, ni antes ni después. Si ve a un hombre en la calle y le asalta cualquier caprichosa sospecha respecto de él, o no le gusta su manera de vestir o su fisonomía, ya es bastante: ese hombre desaparece. Recuerdo a un trabajador de la sala de tintes que habló con simpatía del liberalismo; recuerdo también, a un devanador que mencionó algo de huelga; ha habido otros... muchos otros. Han desaparecido repentinamente; se los ha tragado la tierra y no se ha sabido nada de ellos; excepto los comentarios en voz baja de sus amigos.
Desde luego, por su propio origen es imposible verificar esta afirmación; pero vale la pena hacer notar que no proviene de un revolucionario.
Fuente: Antología: México en el siglo XX, México, UNAM, 1983, pp. 137-144, Lecturas Universitarias No. 22.
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