Junio de 1905
PRÓLOGO.
DIRÁSE —como se ha dicho ya— que, con esta serie de extensas obras, me propongo la regeneración de la república y la transformación completa de su actual política administrativa.
También se ha llegado a decir que obro impulsado por una fuerza extraña y oculta, la cual me obliga a lanzarme a una contienda llena de escombros y aventuras, propia de hombres acostumbrados a ver con desdén los estímulos de la vida y con desprecio a los que, por conservarla con mancha y desdoro, son capaces de arrastrarse a los pies de quien tampoco puede enorgullecerse de su alta posición social. Tal vez, en uno y otro caso, aseveren lo cierto y afirmen lo justo, aunque con algunas restricciones, por lo que respecta a la regeneración. Con mis obras, debo proponerme algo noble, en concordancia con la nobleza e hidalguía del autor; esto es incuestionable, puesto que nadie puede —ni debe— prescindir de un fin, punto terminal de todos los actos humanos, y no es posible excluirme de esa ley general, siendo, como soy, igual a todos los mortales. Si no pretendo la regeneración absoluta, al menos, aspiro a la relativa, que es la única dable en nuestro medio.
Participo del principio democrático, de que todo ciudadano debe intervenir en la cosa pública, tanto porque esto es inherente a la forma republicana, como porque excluir la opinión individual de la marcha política del país, se llama tiranía utópica en el lenguaje de la democracia. Yo, pensador exclusivista y que soy padre y responsable directo de mis actos, tengo escrito en el código de mi conciencia el sacrificio personal en aras del deber y la convicción nacionales. ¿Quién se atreverá a tacharme de ultra-exclusivismo, de "tolstoista, " cuando tan sólo me circunscribo a lo expresamente marcado en el Código Fundamental que nos rige? ¡O es que en este país, condenado a vegetar en las sombras del servilismo y la adulación, se ha querido imponer la voluntad individual a la colectiva!... Afortunadamente, no pertenezco al número de los "hombres de miedo", según la célebre expresión del constituyente Zarco; ataco, señalo, hago pedazos y destruyo, si preciso fuese, a todos los que se envuelven en "la sábana santa del necesarismo". Por credo, debo de oponerme a todo lo que se traduce en estancia perpetua en los poderes, aunque la república vea hacerse trizas sus prerrogativas constitucionales. Cualquier habitante legítimo del país ha de pensar lo mismo que yo, si conoce las franquicias concedidas por las leyes. Si desde un principio —en el nacimiento de la era constitucional— se nos hubiese impuesto el freno de la obediencia a ciegas, habría sido menos penosa la tarea de callar en los trances duros; pero venirnos con esta embajada después de haber triunfado en el combate por las ideas de la democracia pura, sería tanto como retroceder, en vez de avanzar. Los mismos derechos tuvieron para levantarse en contra de la continuidad perpetua los hombres de ayer que los de hoy; no creo que la distancia del tiempo mude la esencia fundamental de las leyes humanas. Soy de los que piensan que, con el tiempo, avanzando las ideas en cuestiones de gobierno, puede variar la forma, y de ningún modo la esencia de un principio: los principios son como las rocas de granito, firmes. Se oirá decir que tal ó cual grupo varió de credo; mas esta frase afecta a los individuos, susceptibles de cambio, en atención a la ninguna seguridad en las conciencias individuales.
II
Es una locura magna y un desatino concederles derecho de conjuración a determinados grupos sociales y darles carácter legal a los actos de levantamiento porque los abanderiza un jefe audaz que supo dar golpes de Estado en época no lejana. Contra tales ideas, me proclamo y me he proclamado siempre, y de aquí nacen mis pretensiones de relativa regeneración que pretendo.
Quiérese, a estas alturas de avance social, imbuir al pueblo la idea de que los funcionarios públicos de hoy, hijos de una revolución —justa ó injusta— gozan de la singular prerrogativa de la inmunidad; y, más que esto, se pretende un carácter legal para sus actos, aunque ninguna revolución, conforme a los sanos principios de gobierno, produce actos legales. La Revolución francesa pudo ser de resultados buenos, no porque era revolución, sino porque ella entrañaba la persecución de los ideales del pueblo, al asestar el sangriento golpe a los enemigos de él. El pueblo, como diré después, en el curso de esta obra, si no da carácter eminentemente legal a sus procedimientos, sí goza del privilegio exclusivo de orientar sus destinos gubernamentales; resultando de aquí, hasta cierto punto, la legitimación del desborde de sus iras. Y ¿puédese decir otro tanto de los gobiernos de los pronunciamientos? No estando por la legitimidad del principio revolucionario en bien de la mayoría, mucho menos de no aceptar los levantamientos de la minoría, para beneficiar a muy reducido número de ciudadanos.
Es fácil que se me tache de inconsecuencia, por haber admitido, en anteriores obras, la legalidad revolucionaria. Al menos, antes de meter este prólogo en prensa, ya he oído algo sobre el particular.
Para ser franco, yo jamás he admitido como principio el derrame de sangre; profeso la doctrina de que cada ciudadano nocivo en el gobierno debe ser sacrificado, no importan los servicios que haya prestado, más ó menos aceptables en el terreno de los hechos discutibles; y, si para llegar a ese resultado, precisa la revolución, ella a decidir las cuestiones. Mas, para que la revolución tenga visos legales, debe ser popular, esto es, apoyada por la voluntad nacional.
Pero, a pesar de esta confesión dada en momentos solemnes, yo no he escrito nada que apruebe la legitimidad de los levantamientos provocados por facciones de partido y bandería, y malamente se me podrá argüir de inconsecuencia. Al tratar en mis anteriores obras de los gobiernos civiles, manifesté que su impericia produjo los gobiernos de régimen militar, los cuales son apropiados al medio social en que vivimos. Y esto lo dije por convicción plena de credo. Aunque me repugnase un régimen militar, viendo que es el apropiado a nuestra constitución moral, debo aceptarlo como medio salvador, a fuer de repudiarlo en el terreno filosófico. Obligóme, además, a mi actitud pasiva entonces, un sueño que vino a disipar mis ilusiones todas, una personalidad que vino a sembrar la desilusión en mi pecho
III
Admira mi conducta, porque se ha creído que ni por remedio existen los hombres resueltos. Regenerar en estos tiempos de servilismo, es tanto como resucitar muertos, infundir soplo vital a los cadáveres, y la nación es una cadáver rodeado de buitres que la devoran. Diré como Zarco: "Ataco la conducta del gobierno, porque gozo de la plenitud de mi independencia: no sirvo a la administración ni le pido empleos a trueque de firmas. " Aunque yo puedo agregarle estotro: En el pleno uso de mis derechos, nada me atemoriza; y si los medios de la lucha son legítimos, no han de faltar ciudadanos que me sigan. Si regenerar en estos momentos es resucitar, démosle vida a a los cadáveres. Pero el asombro de propios y extraños no está precisamente en que haya hombres resueltos para regenerar y alzar la voz en defensa de los derechos constitucionales, sino que se ha creído que aun hay hombres ocultos que hacen guerra solapada. Por eso las vacilaciones. Un ministro del gabinete, en vista de mi perseverancia exclamó: " Tras de él ha de haber persona fiadora, porque un ciudadano solo no puede con las CIRCUNSTANCIAS ACTUALES. " Tal vez tenga razón el respetable funcionario: por más que él crea que necesito balsas para nadar, está en un error, como lo están todos mis formidables adversarios, quienes no pueden convencerse de mi soledad. Si yo pudiese publicar algunos documentos, que obran en mi poder, se salvaría la veracidad de mis afirmaciones; pero es mejor que cavilen...
No niego la gravedad de la situación; lo que sí no admito, es ser coadjutor de políticos cobardes ó timoratos: siendo todos igualmente ciudadanos, cada quien defienda la república según sus entenderes y facultades. Pero la intriga, como lo que es, en todas partes tiene su asiento. Acostumbrado todo mundo a callar a fuerza del látigo flagelador (aquí domina el canibalismo legal), produce sorda conmoción en el ánimo de los "intangibles" la voz de la verdad que pide justicia; de aquí la calumnia, la contumelia audaz y la intriga palaciega: aunque estén convencidos de las falsedades que asientan, con el fin de perjudicar, propalan toda especie injuriosa. Deberían usar armas mejores, pero la bestia de carga siempre ha de buscar el pasto verde, importándole bien poco la carga que lleva.
IV
Por otra parte, si los supuestos protectores fuesen siquiera agradecidos, aceptaría los cargos guisa de pendón honroso; no es poca cosa tener tan honorables protectores, siendo que el hombre necesita de otro hombre para valer. Mas aquí no es posible aceptar cargos tan impunes. Vaya un ejemplo: Gemía yo en el lecho del dolor; los facultativos aseguraban el 99 por 100 de muerte contra una probabilidad de salvación; sufría resignado los destinos de mi suerte. El dictamen médico, al encontrar un recurso de salvación, único, resolvió que la probabilidad consistía en una terrible operación quirúrgica, porque sin este procedimiento, la muerte era segura, por la alta fiebre continua que se había apoderado de mí. Yo, enemigo del suicidio, opté, a pesar de la resistencia de los seres queridos que rodeaban mi lecho, por el único recurso. Podía morir —y era lo más seguro; — pero también podía salvarme mi firme resolución. Y... ascendí al degolladero voluntario, abriendo camino rumbo a la plancha, en medio de personas cuyo silencio fue interrumpido luego por terrible sollozo de lágrimas. Casi perdida la firmeza, abrasado por la fiebre, debí llorar; mas mi actitud fue de bronce; mi voluntad se impuso
a la misma muerte; y fui tendido, cerrada puertas, en la mesa de operaciones, colocada sobre blanca lona, que cubría el rojo vivo de la alfombra. Después de breves palabras con los facultativos, absorbióme el sueño, para después vivir y despertar en algún mundo muy lejano, según mis obras... Y desperté para vivir, porque la fe salva y porque la ciencia obra milagros, cuando ella rige los cerebros de los hombres que estudian: la pericia quirúrgica me volvió a la vida, aunque con una incisión tan profunda como un abismo.
Cuando vienen a mi mente los recuerdos de ese trance de mi vida, tiemblo casi; porque paréceme que he sido arrancado a la misma muerte. Sin embargo de un estado tan lamentable que aviva los sentimientos humanos, mis supuestos protectores no se dignaron visitar mi lecho durante los días dolorosos. ¿Cómo, pues, es posible concebir protección de quiénes ni se conduelen de las difíciles condiciones del hombre? Con decir que hasta los enemigos, deponiendo sus rencores, estuvieron a verme, parecería el colmo que mis defensos no me hubiesen dirigido ni una frase de consuelo...
Si yo fuese capaz de conveniencias personales, habría material para atacar a los mismos que ayer defendí. El agradecimiento es ingénito en el corazón del hombre y debe ser manifestado libremente. Pero ¿será posible que ni eso entiendan mis distinguidos políticos?
Con lo expuesto, verán los intrigantes que no sólo no tengo protectores, sino que ya he creído en la no-existencia de la gratitud humana. Hago esta aclaración, a fin de que las cosas queden en su lugar verdadero.
V
Pero si me faltan protectores, me sobran enemigos tan nobles, que visiten mi lecho cuando me debato con la muerte. Este procedimiento de mis adversarios merece, de mi parte, ocupar un lugar distinguido; por lo mismo, debo hacer constar: que, aunque he reconocido siempre los méritos de ellos en mis anteriores obras, en ésta serán tratados con las consideraciones que se han sabido conquistar. No se me exija la quemazón de mis naves, porque nunca he defendido lo que no me convence; tendré que seguir el camino trazado.
Esta obra lleva tendencias más altas, aunque también más peligrosas que las anteriores. Señalarlos defectos administrativos, atacar sus errores y marcar los atropellos cometidos a la sombra de un orden de cosas perfectamente punible, en un país democrático, sería admirado el proceder; mas en esta república de exclusivismos y utopías, es un delito hablar de política. Tal parece que los actuales funcionarios son intangibles. Hablar de ellos, para indicarles mejores medios de conducta; cooperar con ellos, dándoles luces; extenderles una mano pródiga y generosa en consejo; mostrarles un camino de justicia y verdad, es incurrir en su desagrado y caer en su desgracia. Aquí, por más que en política no seamos mahometanos, seguimos las doctrinas de estos nefandos sectarios, de los jalifas, en religión: O crees ó te mato. Y el que no se amolde a este sistema tan pernicioso, de adulaciones y bajezas, sufrirá toda clase de persecuciones en personas y bienes.
En México, la política es una secta religiosa, peor que todas las sectas habidas en el globo, y no comulgar con los adeptos del poder, con los que viven sangrando a la nación, es resignarse a una muerte por repulsión. Este género de persecuciones, podrá no traducirse en una guillotina; pero ¿acaso tan sólo las guillotinas producen la muerte? Para las almas resueltas, sería preferible muchas veces la guillotina, que produciría una muerte sin agonía, y no aquella muerte hija de la asfixia moral, única que dan los políticos actuales.
¿Sois adversos a cierto funcionario? ¿Reconocéis sus defectos? ¿Condenáis sus desatinos, sus yerros y su falta de aptitudes personales? Vuestro proceder será visto con encono por los de arriba, quienes os perseguirán a muerte; no tendréis garantías constitucionales, las leyes serían una burla sangrienta, en tratando de vuestras cosas. Aunque se pregone la igualdad, no habría tal cosa: vuestros intereses desamparados, iréis a refugiaros a las cárceles públicas, como supuestos transgresores de un derecho que no existe.
A tal equivale repudiar a ciertos funcionarios en el mundo de los intangibles modernos; bien poco valen las prerrogativas de "descoronadas testas. " Y es que cuando los intereses personales forman la divisa política, los textos republicanos deben ser un escándalo y las leyes un escarnio formidable.
El cuadro precedente pinta con vivos colores nuestro medio político. Ninguno debe escribir sobre los actos del gobierno; porque, al sentir de los políticos de nuevo cuño, es un crimen la censura, y para pasar a las cajas impresoras, tiene el veto administrativo. Y o no entiendo así las leyes constitucionales, por más fuerte que sea la imposición individual. Establecido el libre pienso y garantida la libertad de la palabra, sería temerario ultrajar, en plena luz meridiana, la dignidad soberana del ciudadano, consistente en uno de los ejercicios más sagrados de los derechos del hombre.
Tampoco hay que desconocer que el calumniador tiene su freno, porque la honra del individuo no está a la disposición de los traficantes de conciencias. ¿O tan sólo porque un hombre esté colocado en el poder debe servir de punto de ataque hasta en su vida privada? En ningún código del inundo se permiten las discusiones sobre los actos íntimos de un funcionario, y desconocer esto, es retrogradar a los tiempos inquisitoriales. Salvando la vida privada, de la cual sólo Dios puede ser juez, los actos públicos son discutibles. Si bien es cierto que los funcionarios son altivos e intolerantes, los caracteres firmes y resueltos se imponen.
Yo pido las cárceles públicas para los criminales y la destitución ignominiosa para los funcionarios que son una rémora para el adelanto de la república: no acepto el proteccionismo, defiendo la puerta abierta. Soy enemigo declarado de las tarifas diferenciales aun en el campo económico; ¿cómo he de admitirlas en política? El procedimiento diferencial es para levantar lo propio, impulsando el desarrollo patrio, pero no para estancar las riquezas impidiendo el progreso nacional. El avance es hijo de la competencia, producto directo de las amplias concesiones que estimulan. ¿De qué manera se estimula en el orden político? Desde luego que el proteccionismo de partido no sirve de estímulo, sino de rémora manifiesta. ¡Ni quién niega que nuestra política es proteccionista? Si los de fuera conociesen nuestra debilidad en este sentido, escasearían las admiraciones y los aplausos.
Así puestas las cosas, no es de extrañarse que pretenda regenerar. "S i un ministro es un obstáculo para la perfecta armonía entre el gobierno y el Congreso, hay que destituir a ese ministro, " exclamaba en el Congreso Constituyente don Ponciano Arriaga. Yo, alargándome un poco digo: Si para la marcha progresiva de la nación sirven de estorbo las tarifas proteccionistas del necesarismo, el pueblo goza de sus derechos para proclamarse en contra de los trastornadores del orden; porque no reconozco más necesidad que la ley misma, capaz de fundir bronces; por lo mismo, quiero formular el proceso a los que viven; toca su turno a la palabra sin miedo: me he impuesto una obligación, y toda obligación debe ser cumplida. La materia puede ser encadenada, pero el pensamiento es intangible y hará crujir los tronos levantados sobre los escombros de un programa no cumplido. Víctor Hugo no reconocía límite a la democracia pura, porque la hacía, como Platón, alzarse sobre columnas más formidables que las de Calpe y Ávila. Todo poder tiránico es pigmeo ante la verdad y la justicia, prerrogativas sublimes del ser que piensa.
Demócratas, dejad que el águila caudal toque con sus alas el confín de las más altas nubes y respetad los pechos que laten al unísono de los bronces que baten marcha triunfal cabe las aras de la libertad republicana.
Si la discusión es un derecho, nadie debe molestarse por el ejercicio de ese derecho. Yo exhibo los autos del proceso, que la república dicte su inapelable fallo sobre una cuestión de cosa presente.
Este será mi programa.
CAPITULO I.
LA POLÍTICA DE MIEDO. —POR QUÉ YA NO EXISTEN LOS HOMBRES DE VALOR. —LA ASFIXIA POLÍTICA DE LOS QUE NO PUEDEN HABLAR.
PARECER Á paradójico, pero es la verdad, los políticos de hoy callan sus propias penas, en fuerza de la presión ejercida sobre ellos. En tiempo de los Zarcos, Arriagas, Fuentes y Guzmanes, si existían los Comonforts, dando golpes de Estado, también blasonaban, con orgullo, de su existencia, los constituyentes de cerviz de yunque, los diputados de hierro y los publicistas de bronce. Por un Lafragua que conspiraba contra la estabilidad inmune del Primer Congreso, surgían por centenares los hombres soberanos de la idea: los reyes de la palabra. Y es que aquella época —permítome las repeticiones— podía designarse con el nombre "de los regeneradores de la república. " ¡Qué va de ayer a hoy! Por lo que respecta a democracia, hemos, incuestionablemente, retrocedido. Aunque se nos diga que avanzamos en materias constitucionales, los hechos palmarios nos dicen lo contrario: nos caracteriza un "statu quo" en achaques democráticos. Nada difícil es comprobar lo asentado; basta dirigir una mirada investigadora a nuestro medio actual, para concluir, sin vacilaciones, que: si los padres de la Constitución resucitasen, al ver cómo se los entiende, volverían a ocupar sus respectivas fosas bajo las verdes pas de los melancólicos cipreses. Es preferible morir, cuando la dignidad late en las venas, a vivir contemplando el cuadro desolador, cuyos relieves parten el corazón en mil pedazos.
Es verdad que disfrutamos de las apariencias; pero ¿son suficientes, en la vida de los pueblos, las apariencias? En el mundo de la tangibilidad, urgen las cosas reales. Háse visto que las naciones que viven de los engaños que suministran las cabezas de poetas calenturientos, van perdiendo extensión en el mapa de las conquistas humanas: mientras que España canta las glorias del Quijote, los Estados-Unidos entonan las estrofas que les dieron a Filipinas y Puerto Rico. Aquélla vive en un mundo de ensueños, y, cuando pretende defender lo suyo, no encuentra a mano más que guitarras y yelmos de mambrino; éstos, sin canciones ni bravatas, tienen a su disposición los productos guerreros de una época que marcha y una raza que, con su gigantesco cálculo, avanza absorbiendo a todo lo que encuentra al paso. Resultando de aquí que las canciones de hoy tienen por pentagrama la fuerza de los acorazados, y por notas, las balas de los cañones de gran alcance.
Esto, no es pesimismo; es vivir en el mundo real. Cuando el derecho establecía inicuas leyes para la conquista a bayoneta calada, derramando sangre en holocausto de los viles reyes, entonces púdose aceptar las teorías de los fantasmas capitaneados por el respeto al monarca desconocido; ahora fuera irrisorio tal proceder. Convengamos en que aquellas teorías sobre el progreso, aparecen como leyendas de hadas intangibles, que nunca existieron. Los pueblos que se conforman con jaleos y bailes, celebrados a la pálida luz de la luna, viven en la luna misma, y a la postre se quedan atrás de todo avance. Por este motivo, España retrocede, entretanto otras naciones prosperan, ocupando un lugar en el concierto universal que antes no tenían.
II
Es fuerza no conformarse con las apariencias. En cuestiones de derechos, es muy difícil avenirse a lo ficticio. ¿Qué se gana con que la Constitución, —pongo por ejemplo, — establezca el respeto a la propiedad y garantice la libertad de imprenta, si los primeros infractores de esa Constitución son los mismos que están obligados a cumplir y hacer cumplir las leyes constitucionales? Nada difícil es, en el día, encontrarse con un jefe militar que lanza programas de gobierno, al aspirar a las manos de éste, y, estando en el poder, olvide sus promesas hechas al pueblo. Tampoco es ilegítimo inferir de aquí, que, quien desconoce su palabra y sus ofrecimientos, no se considere obligado a cumplir con leyes que no son suyas.
Mas se replicará diciendo que el pueblo está en su perfecto derecho para reclamar. ¿Y quién será el audaz que le ponga cascabel al gato? En defensa de la Constitución, ¿cuántos no se han levantado? Y de los que se han pronunciado, ¿cuántos viven? En vista de que a la petición pacificase contesta con el hacha del verdugo, ¿no será preferible sufrir en silencio las adversidades de la suerte? Desde luego que, si hemos de tener presente el temple de los reformadores de tiránicos gobiernos, los que prometen al pueblo y no cumplen, habrían pasado ya a la fosa común del olvido; pues con el valor y la resolución por norma, ya se sabe que no habría "necesarios" en el poder, ni la Constitución fuese letra muerta.
Si bien es cierto que las naciones tienen el gobierno que merecen, tampoco deja de serlo que los pueblos pueden callar por poco tiempo, dejando sentir sus iras después. Para llegar a ese resultado, se requieren hombres de valor, y ¿dónde están éstos en México? Por más que el gobierno se haya convertido en secta religiosa, nadie se atreve a reclamar, en nombre del pueblo, lo que es del pueblo. ¿Qué los directores de la política funesta disponen algo en contra de leyes fundamentales? Siendo ellos los árbitros, no encontrarán obstáculos serios. Cuando —suele a veces haber luchadores— alguien levanta la voz, el remedio lo tienen en la mano: al perro, para que no muerda, se le tira un pedazo de pan en el hocico; y los nuevos apóstoles, no siendo otra cosa, sino perros hambrientos que buscan pan, el antídoto es más eficaz que el suero antirrabioso. Si la medida y el procedimiento no consiguen el resultado apetecido, se refuerzan con las cárceles y hasta con la cuchilla, a veces. Siendo los redentores de pocas altitudes civiles y de ningún valor personal, declinan ante el temor y callan, guardando perpetuo silencio.
¿Qué es posible hacer en un medio tan punible? Estaría por autorizar la cobardía y el miedo, si la república no tuviese más altos derechos y más nobles miras. Las reformas de los pueblos piden sangre; porque, si Cristo, para redimir, murió, ¿cómo se conciben reformas, si no hay derrames? ¿Cómo se implantan leyes nuevas, si no existen los disturbios? ¿Cómo se derroca a los tiranos, si no chocan las armas? ¿Cómo se derriban del poder los necesarios, si no se expone al peligro? ¿De qué modo se piden las garantías constitucionales en los países absolutistas, de "regímenes necesarios?" Quien no cumple con las leyes, es porque busca su propia comodidad, permaneciendo, a título de salvador, en el poder para medrar, aunque la nación se hunda. Desde que asciende, si es previsor, toma sus precauciones para poder resistir las iras populares; de cuyo procedimiento han nacido los gobiernos personales, apoyados por la fuerza militar, la cual, si es indispensable para conservar la integridad territorial en las administraciones buenas, en manos del absolutismo personal, no tienen más objeto que sostener a los gobiernos productos de una revuelta.
En esta circunstancia está el país: la perpetuidad en el poder por más que digan, es la resultante de los 30, 000 hombres de ejército permanente sobre las armas. El militarismo en Rusia da un zar, dueño de vidas y propiedades; la fuerza armada en Turquía da un sultán, déspota de las mujeres; en China, un monarca, señor de 400. 000, 000 de almas incultas. Los poderosos ejércitos en Oriente son para sostener magnates, alimentar a los asesinos del poder con la sangre de los esclavos. En Europa, las fuerzas son para sostener dinastías; y no comprendo para qué son útiles las tropas en las pequeñas repúblicas, incapaces de sostenerse en un largo sitio.
No es preciso ir muy lejos por la respuesta: si los regímenes republicanos proscriben el sostenimiento indefinido de sus gobernantes, en cambio, éstos, no obedeciendo más leyes que a su ambición personal, desatienden las leyes escritas y promulgadas, y procuran, en plena república, sostener su perpetuidad, creando dinastías para sus herederos.
III
No sé en qué pueda consistir esta anomalía, inexplicable en los pueblos americanos de raza hispana. Por más amor que le tenga el historiador a la madre-patria, tendrá que reconocer este defecto heredado. Tal parece, que es imposible que en la raza que más pregona la hidalguía y la caballerosidad, no sepan sus miembros respetar sus juramentos ni su palabra de caballeros. Aquí es donde más se ofrece y menos se cumple con lo ofrecido. Confirman esta gran verdad todas las repúblicas hispano-americanas. ¿Quién les ha dicho los a Presidentes de estas naciones que sólo ellos pueden salvar los destinos nacionales? Han producido más disturbios las reelecciones de los funcionarios políticos, que las invasiones de poderes extraños. Y es que el pueblo tiene hambre de democracia pura, arde de sed por la justicia republicana. Cuantas veces se han hecho reelegir los Presidentes de Guatemala, otras tantas han tenido que perecer en medio de la furia popular.
Las Constituciones son para cumplirlas: ningún ciudadano tiene más derecho que otro cualquiera para regir el gobierno; si el pueblo a un cebollero elige, éste tendrá derechos legítimos para gobernar a su país, máxime si el elemento que gobierna ha surgido —como tenía que suceder en los sistemas republicanos— de las más bajas capas sociales. Cuando Napoleón regía los destinos del mundo, sus biógrafos, para halagarle el oído, le atribuían origen nobiliario; pero él, satisfecho de sus personales glorias, dijo: "Mi origen comienza conmigo. " Con lo que pruebo que, siendo, en cierto modo, admirador absoluto de ese gran genio de la guerra, no rechazo por sistema los ejércitos ni los gobiernos de la fuerza viva, y menos en los países donde son necesarios, como en México. Pero de esto, a reconocer la legitimidad de los abusos cometidos a la sombra de los ejércitos, hay mucha distancia.
Aquí, que blasonamos de libertades públicas, existe esta coerción tiránica, que impide hablar en defensa de los principios; y como ya no hay hombres resueltos, de aquí una resignación cristiana con una democracia cuyos poderes se apoyan en 30, 000 bayonetas. El mucho amor al pellejo hace, por una parte, que nadie se proclame; por la otra, el pan que sustenta, fija nuevas bases al derecho público. Esto es lo que produce el marasmo y la indiferencia.
Con machete, látigo y soborno, hé aquí las tres poderosas palancas de los gobiernos hispanoamericanos. Sólo que, en algunas repúblicas, el ejército suele despertar la discordia y derribar al Presidente; entre nosotros no existen esos temores, porque, escarmentados con los fusilamientos, no hay militares que se atrevan a alzar la voz, temerosos de pronta sepultura ó de quedar expuestos a ser devorados sus cadáveres por las aves de rapiña.
IV
Bajo ese aspecto, hay que estudiar las fases de nuestra política, teniendo presente siempre que, a la mejor, está un esbirro sobre uno, amenazando, ó con el cuchillo del asesino, ó con el garrote del gendarme. Esto es lógico y natural en los sistemas no populares, cuando se presentan con el antifaz constitucional. Para sostenerse en el poder, sin que al pueblo le quede ningún derecho de reclamo por tiempo secular, es indispensable apoyarse en algo que domine y subyugue. Fuera de la fuerza coerciva, yo no conozco más medios de estabilidad que la perfección gubernamental y la hoz de los segadores de vidas inconformes, y, a fuer de ellos, el soborno de las individualidades degeneradas y corrompidas. Lo primero, no reza —salvo raras excepciones— con nuestros gobernantes, pues no sólo no son pérfidos, sino que llevan mayor dosis de maldad que de bondad. Si esta obra fuese a tratar de personajes y actores muertos, abriría la historia ante los ojos de la república y demostraría la veracidad de mi aserto, pero escribo sobre hechos actuales, señalo a políticos militantes y, a no ser a través de todo este libro, huelga, por ahora, entrar en mayores detalles.
No siendo a la perfección, a algo más debe la perpetuidad en el poder el actual grupo heterogéneo, y este algo es, precisamente, ó la hoz ó el soborno, únicos elementos de sofocar el grito del pueblo y acallar el descontento personal de aquellos que se indignan y con los empleos guardan sepulcral silencio. Los infractores de la ley son algo así como médicos de seguro diagnóstico; por las pulsaciones del ciudadano, comprenden su lado flaco: si es de los que tiemblan ante la amenaza y se acobardan ante la horca política, le basta al funcionario público mostrarle las puertas del presidio; pero si pertenece al reducido número de los que saben morir y no pestañean ante la cuchilla ni el destierro, se le acercan las distinciones, los honores, los empleos y las riquezas, estimulantes infalibles para las mayorías. ¿A qué se lanza a luchar? No creyendo yo en las acciones buenas sin fines personales, debo aceptar como argumento ultra-humano, que todos los revolucionarios de ideas y los enemigos de los gobernantes obedecen a miras individuales y de intereses, por más que se presenten en el campo bajo el aspecto de verdaderos redentores. Porque, si efectivamente, existiesen los cristos en la era que cruzamos, más de cinco funcionarios públicos habrían dejado de existir, por grado ó por la fuerza bruta: mientras que no hubiese un Presidente ó gobernador poco afecto a infringir, con su permanencia indefinida en el poder, el precepto constitucional, este mexicano suelo se tendría que convertir en nueva Roma, cuyos monarcas vivían un sueño rápido y de poquísima duración; que más tardaban en escalar las gradas del trono, que en descender, bañados con su propia sangre.
No hay cristos, pues. Cada cual busca su propio bienestar. Siendo así, a los hombres de valor ¿qué les importa servir a uno u otro gobierno? Como los gobiernos mexicanos no son —ni han sido— democráticos, se sigue al que reparte más empleos y paga mejores sueldos. Cansados los políticos de las aventuras, han depuesto todos sus empujes, sacrificándose en aras del que ha sabido imponerse. Si yo viese, un Arriaga confesando, en pleno Parlamento, no tener reloj, por carecer de dinero para comprarlo, diría que los gobernantes del día son impulsados por el patriotismo; pero al verlos subir desnudos y descalzos, y ostentar fabulosas fortunas después, mi escepticismo se basa en hechos indiscutibles.
Convengamos, por lo mismo, —y esto sin negar la existencia de algunos ejemplares raros de políticos consumados y firmes— que nada difícil es comprarse partidarios a trueque del silencio, y tener quietos a los turbulentos, decidores de las grandes verdades.
Y, no teniendo en pie de guerra a ese grupo que sabe librar batallas, los cobardes, compuestos de la mayoría, no sirven de obstáculo para los ambiciosos, cuando éstos saben esgrimir los resortes de la ley fuga y conocen los diversos sistemas de "cremación humana. " Menos serán atendibles, si infunden temores a las masas del pueblo: éstas, para lanzarse a combatir, necesitan jefes directores. ¿Podrá haber cabezas de grupos políticos en México? Es imposible. Faltos de libertad constitucional, nadie se quiere poner en inminente peligro de morir sin saber a manos de quién. Sin ostentar la fuerza bruta, al gobernante le es muy fácil despachar gentes al otro mundo.
La petición política, amparada por la Constitución de 57, es un mito. En cuanto se reúna un grupo que pretenda manifestar su inconformidad con la administración, reclamando la alternabilidad en el poder, sobran medios de coacción: los peticionarios paran en la cárcel, conquistándose el presidio y hasta la confiscación de bienes. ¿Cuáles sean los vicios legales en el procedimiento? No hay que buscarlos muy lejos: las bases del proceso serán "por conspiración contra el orden constituido y la alterabilidad del orden público." Es claro, el escándalo público se sigue de oficio, y no necesita el gobierno constituirse en parte acusadora. De procedimientos semejantes está llena nuestra historia política. No hay leyes especiales que castiguen delitos que no existen ni están previstos por los legisladores. El delito político no existe, pero los gobernantes hacen leyes a su gusto y sabor. Con la fuerza en la mano, llegan a ser los verdaderos verdugos de la Constitución, los asesinos del pueblo. En vista de esto, si no hubiese leyes morales que reclaman el fiel cumplimiento, estaría por excusar a los ciudadanos de hoy su apatía por la cosa pública. Mas ¿ para cuándo son las acciones heroicas? Además, no es que estén conformes nuestros hombres con el actual orden de cosas; guardan silencio, porque no se atreven a hablar. Luego ¿no hacen política? Sí, que la hacen; sólo que, asfixiándose:, siguen la política de miedo, la cual consiste en exponer sus quejas ante las mujeres. ¡Bien pueden ser menos bajos esa clase de políticos y más dignos ciudadanos!
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