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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1903 Fragmentos del discurso de Francisco Bulnes en la Segunda Convención Liberal.

21 de Junio de 1903

Discurso de Francisco Bulnes -delegado del estado de Morelos- pronunciado en la Segunda Convención Nacional Liberal el 21 de junio de 1903. “El país se encontraba desorientado ante la sexta reelección de Porfirio Díaz. Los científicos hicieron un nuevo intento por sujetar al caudillo a un orden por ellos dictado”.

 

Señores Delegados:

He tenido la honra de ser nombrado por las delegaciones de los Estados de México, Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Jalisco, Veracruz, Morelos, Sonora, y Colima y del Distrito Federal, para proponer y fundar la candidatura del Sr. General Díaz, para Presidente de la República,

Con gusto he aceptado y me apresuro a dar las gracias por esta insigne distinción. Estoy seguro de que no sólo la mayoría, sino la totalidad de los miembros de esta asamblea, son partidarios de la reelección del General Díaz. A los partidarios no hay que convencerlos, y mi deber podía reducirse a invitaros a votar con una frase de aclamación y cariño para el Presidente de la República

Pero el elemento extranjero se levanta ante nosotros, con el cual México ha contraído grandes compromisos pecuniarios, enormes compromisos morales, inmensos compromisos de civilización y ese formidable elemento social desea conocer los fundamentos de nuestros grandes actos públicos.

El país escucha constantemente el elogio justiciero de la obra del General Díaz; pero desea saber si es una obra precaria o duradera, si es una obra momentánea ó una obra de salvación definitiva. La sociedad ambiciona escuchar palabras que alienten sus esperanzas, que mitiguen sus temores, que fortifiquen su espíritu, que despejen su porvenir. Pero la historia nos presenta páginas en blanco que no debemos llenar con emociones, con afectos, con frases de adulación, sino con razonamientos contundentes para presentar la reelección como acto nacional, indispensable y honroso para el pueblo mexicano. (Aplausos.)

Debo, pues, apoyar la reelección con razones republicanas, con razones democráticas, con razones de principios, y pisar valientemente el terreno de la realidad, separándome de hipótesis incorrectas o frases convencionales censuradas ya por la opinión.

Es muy difícil sostener una sexta reelección ante un criterio institucional democrático. El argumento de los jacobinos es: jamás un pueblo demócrata ha votado una sexta reelección; luego el pueblo mexicano no debe votar la sexta reelección. El argumento positivo debe ser: jamás un pueblo demócrata ha votado una sexta reelección; pero si se prueba que la sexta reelección es necesaria para el bien del país, hay que deducir serena y tranquilamente que todavía no hemos logrado ser un pueblo democrático. El argumento de la reelección no debe buscarse en la eminencia de instituciones que aun no podemos practicar y que estamos obligados a venerar como santas reliquias de espíritus incendiados de excelsos liberales. Los argumentos de la reelección deben buscarse en el terreno de las conveniencias, sin miedo, sin vacilaciones, con lealtad, con vigorosa justificación.

Desgraciadamente el principal argumento de la reelección, recogido en el campo de las conveniencias, aterra más bien que alienta. Se dice al pueblo: la conservación del señor General Díaz en el poder, es absolutamente necesaria para la conservación de la paz, del crédito y del progreso material. Nada más propio para acabar pronto con el crédito, que anunciar al orbe, que después del General Díaz, caeremos en el insondable abismo de miserias de donde hemos salido.

En efecto, señores, ¿cómo concebir que haya quien nos preste millones de pesos por centenares, al módico interés del cuatro y medio por ciento anual y a plazos largos, de cuarenta o cincuenta años, si hemos de hacer bancarrota, “según nosotros mismos”, antes de poder pagar da trigésima parte de nuestras deudas? ¿Cómo es posible que los banqueros norteamericanos y europeos, que nos ven, que nos escuchan, que nos observan, que nos estudian, que nos escudriñan y que nos oyen decir todos los días a grito partido: “sin el General Díaz, la paz se hunde y con ella el crédito,” cómo es posible que esas personas que en tales condiciones no debían prestarnos un solo centavo, se apresuren a prestarnos cantidades fabulosas en términos que sólo se conceden a pueblos que indefinidamente pueden llenar sus compromisos? Una de dos: o los norteamericanos y europeos tienen una idea más levantada, más amplia, más completa, más verdadera de la nación mexicana y de la obra del General Díaz, que la muy miserable que proclaman los políticos efervescentes; o bien el crédito de México reposa en los acorazados, en los cañones Krupp, en los formidables ejércitos, en la inconmensurable potencia militar de sus acreedores. En este triste caso habría que convenir en que las operaciones financieras que estamos ejecutando, no son préstamos que nos honren, sino la venta de la patria, que nos envilece.

En este triste caso habría que convenir en que los mexicanos somos una cuadrilla de forajidos, que, sabiendo muy bien que el límite de nuestra solvencia, que el límite de nuestro honor, que el límite de nuestra civilización, es el límite de la existencia del General Díaz, no obstante, hemos contraído y continuamos contrayendo compromisos que a ciencia cierta no podremos cumplir. En este triste caso hay que proclamar que el crédito de México no existe y que lo que existe es el crédito militar de sus futuros conquistadores. He aquí las consecuencias que resultan de que en materias muy arduas sólo hablen los afectos, los sentimientos, el espíritu de partido o la adulación. (Nutridos aplausos.)

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Hay peor todavía: si la obra del señor General Díaz debe perecer con él, la nación tiene que decir: nada me importa la paz ni el crédito, ni el progreso material; esos son bienes considerables para cierto número de personas; pero para mí, cuyo carácter de vida es la inmortalidad, son insignificantes o nulos, si han de durar lo que loa últimos días de su autor. El país tiene que decir forzosamente, y que decirlo indignado: “He borrado de mi memoria mis largas luchas por la República, he estrangulado mis ambiciones por la libertad; me he retorcido de dolor, sacrificando mis impulsos de águila para ir a carbonizarme con tal que fuera en el sol; he renegado de mis héroes que murieron por la democracia; he hecho añicos el testamento de cincuenta años de glorias por la república Federal; he arrojado mi angustia, mis esperanzas, mis ensueños y mi prevaricación, sobre esa sangre con perfume de Justicia, vertida en los cadalsos por mártires incrédulos que no disponiendo de paraísos, ordenaban a sus almas que se refugiasen para siempre en mi corazón; he comprometido mi trabajo, mi honor, mi riqueza y mi nacionalidad, pidiendo cuatrocientos y tantos millones de pesos al extranjero; y todos esos sacrificios los he hecho por la paz bendita, por el crédito, que es el honor, por el progreso material, que es la redención; todos esos sacrificios los he hecho para poder sentarme entre las demás naciones civilizadas y decirles: yo también he ceñido mi frente con los laureles del orden, del amor humano, del respeto a la ley: he peleado cien años buscando la libertad y encontrando siempre la anarquía; llevo veinte años de obedecer ciegamente, porque se me ha dicho que la obediencia sería mi salvación. (Calurosos aplausos.)

Y decir ahora tranquilamente a esa nación: “todos los sacrificios que has hecho han sido para que tengas un rato de paz, un rato de crédito, un rato de bienestar, un rato de decencia mientras te vive el General Díaz: pero tu destino es el del judío bíblico: errar de noche en noche, de caos en caos, de abismo en abismo, de dictadura en dictadura, de anarquía en anarquía, hasta caer desfalleciente, degradada y andrajosa, no en las bayonetas porque los esclavos extenuados no saben pelear, sino en las carmañolas repletas de sopa de cualquier conquistador.” ¡Decirle a ese pueblo que responde con su independencia —que es lo que más quiere— de los millones de pesos que debe: “la reelección no es más que la bolsa de oxígeno de tu agonía, tu vida nacional y tu civilización, tienen que caer en la misma fosa que la vida humana del General Díaz!” Francamente, señores, presentadas así las cosas, nada más lúgubre que la reelección. (Expectación.)

Yo creo que la reelección debe ser más que una cuestión de gratitud para un esforzado guerrero y colosal estadista. Yo creo que la reelección debe ser más que una brillante cuestión de presente, que debe ser algo de nacional, y sólo es nacional lo que tiene porvenir. Yo creo que el porfirismo y el mexicanismo no son antagónicos, que hay que armonizarlos. Y para ello es preciso que la riqueza de que se nos habla no se convierta en indigencia por la brusca náusea de la anarquía; es preciso que los kilómetros de vías férreas no sean arrancados por las crispada» garras de la guerra civil; es preciso que los hilos telegráficos no vuelvan a anunciar al mundo nuestra barbarie, nuestra laxitud, nuestra impotencia; es preciso mostrar que la sumisión actual no es la de siervos saboreando deleites, ni la de cortesanos danzantes reluciendo oropeles, sino el recogimiento disciplinario de verdaderos patriotas: es preciso que de esta paz no salga sangre, que de esta quietud no surjan patíbulos, que de este crédito no se desprendan huestes extranjeras, únicas é invencibles, que nos arranquen la nacionalidad; es preciso, sobre todo, que ese sentimiento de la nación por el General Díaz, tan grande, tan noble, tan leal, no se transforme más tarde en el aleteo de una desesperación tenebrosa, en decepciones y resentimientos. Si la obra del General Díaz debe perecer con él, no hay que recomendar la reelección: hay que recomendar el silencio como una escena siniestra; hay que recomendar el dolor como un espectáculo de muerte; hay que proveerse de escepticismo y resignación para ver y saber que el destino de la patria está hecho ya: que es la ruina inevitable, la conquista sin defensa, la desaparición en la fosa común de los viles y de los esclavos. (Aplausos nutridísimos.)

Hay una verdad adquirida en sociología, y es que cuando la obra política de un estadista no puede sobrepasar su vida, es obra fracasada. Todos los que estamos aquí, tenemos la más alta idea del patriotismo é inteligencia del General Díaz, y juzgamos como imposible, que siendo muy fácil salvar su admirable obra, la deje estoicamente perecer.

La obra política de México tiene dos partes: la obra de demolición que duró setenta años; la obra de reconstitución o de gobierno que ha durado veinticuatro años. La gloriosa obra de demolición del antiguo régimen, corresponde indiscutiblemente a los jacobinos, especialmente a los grandes jacobinos de 1856 a 1867, inmensos como los presenta la historia con sus palabras fastuosas, elegantes, de sonido ateniense; con sus ideas unidas, torneadas, penetrantes, exploradoras de sublimes abstracciones; con su serenidad de cifras, sus razonamientos geométricos, sus pasos graves de apóstoles, su desdén arrogante de mártires. Augustos en las asambleas, en la prensa, en los campos de batalla, en los cadalsos: provistos siempre de numerosos silogismos y corolarios, con audacias tremendas en su fe, con relámpagos en sus sentimientos, con férrea decisión en su conducta, atraen por su exquisita probidad; por lo solemne de su patriotismo, por su hipertermia de fanáticos, por su agresión incendiaria y sobre todo, por su voluntad inquebrantable pues aun mudos y dormidos, conmueve sus fisonomías el vibrante silencio del conspirador. (Aplausos estruendosos.)

Sus dos obras inmortales son las Leyes de Reforma y la defensa de la patria contra la invasión francesa. Todos sus grandes errores aparecen como imperceptibles insectos en inmenso campo de mieses. Ahora, en todas partea y siempre, debemos descubrirnos al oír sus nombres y templar nuestro espirita en su gigantesca y sombría grandeza. (Aplausos.)

Pero si los jacobinos han sido inmensos para demoler, han sido pequeños para gobernar. El jacobinismo, con diferentes nombres ha existido siempre, desde que en el mando se ha llamado a la libertad para confundirla con la tiranía. El jacobinismo ha dispuesto para su laboratorio histórico-experimental, de las clásicas repúblicas helénicas, de las repúblicas italianas de fines del siglo XIV y principios del XV, de la república inglesa de 1645, de las repúblicas francesas de 1793 y 1848, de la república española de 1873, y de las diez y siete repúblicas latino-americanas. Los jacobinos han dispuesto de pueblos y generaciones, de batallas y cadalsos, de crímenes y de virtudes, de oro y de indigencias, de naciones y de siglos, y siempre el resultado de sus esfuerzos ha sido el fracaso.

El secreto de este derrumbe consiste en que el jacobinismo se ha empeñado en plantear la ecuación falsa de la libertad. Como nosotros, los jacobinos admiten que el objeto del gobierno libre, es garantizar los derechos individuales. Pero erigen como garantía la omnipotencia de una asamblea popular. Los derechos individuales deben ser el límite poderoso, infranqueable, decisivo, del poder público; y, si éste es una omnipotencia, como las omnipotencias no tienen límites, los derechos individuales ante ellas no pueden existir. La ecuación falsa consiste en fijar como primer término los derechos individuales, expresión finita, y en el segundo la omnipotencia, o sea la expresión de lo infinito. En matemáticas, una ecuación entre lo finito y lo infinito, se llama absurdo, y en política se llama desastre.

Veamos la obra de reconstrucción o de gobierno cuya gloría corresponde exclusivamente al señor General Díaz. El General Díaz ha hecho la paz. ¿Cómo la ha hecho? Según cierto vulgo, la ha hecho cubriéndose de gloria por haber destruido el azote de los partidos políticos mexicanos. Eso no es gloria, ni es cierto. La afirmación es falsa, vil y torpe.

La afirmación es falsa, porque los partidos políticos han sido y serán inviolables ante los hombres. La historia no presenta un solo caso de un hombre que haya podido destruir partidos políticos. Los partidos políticos se componen de formidables intereses, de exaltadas pasiones, de colosales virtudes; es decir, se componen de todo lo que la humanidad tiene de invencible. Los partidos políticos se destruyen a sí mismos, porque aun cuando resulte siempre un vencedor, éste se suicida siempre con la corrupción que exhala su propia omnipotencia. Lo repito, es imposible que un hombre destruya partidos políticos por la sencilla razón de que no tiene con qué destruirlos. Me diréis: con las bayonetas del ejército. Los verdaderos partidos políticos cuentan siempre con las bayonetas de la nación, constantemente vencedoras de las bayonetas del ejército. Y si queréis una prueba palpable, evidente, mexicana, me permito presentaros nuestra inolvidable guerra de Reforma.

La afirmación es vil, porque los partidos políticos significan nada menos que el perfeccionamiento del sistema nervioso de la sociedad, que alcanza el período de verificar saludables revoluciones o de gobernarse por sí misma; y no habría mexicano honrado ni patriota, que elogiase al General Díaz si su obra consistiese en haber degradado a su patria.

La afirmación es torpe porque apoya la acusación injusta que los jacobinos hacen al General Díaz, en los siguientes términos. “El General Díaz era hijo predilecto del partido liberal; ha matado ese partido, luego no es el héroe, sino el parricida de su patria”. Y añaden los jacobinos: “El General Díaz ha hecho la paz, sí, pero ha sido la paz del crimen”. La verdad es que ni los aduladores ni los jacobinos saben lo que son partidos políticos. Para los unos, los partidos políticos son enfermedades o vicios de los pueblos que deben ser extirpados: y los otros creen que es posible que un hombre destruya partidos políticos.

El General Díaz ha hecho la paz. ¿Cómo la ha hecho? Voy a decirlo: con todas las reglas del arte, delineadas por el emperador romano Augusto, que duró cuarenta y cuatro años en el poder, y finamente percibidas, observadas y enunciadas por Nicolás Maquia- velo. (Expectación.)

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En la antigua Roma había tres clases sociales: patricios privilegiados, plebeyos privilegiados, abajo la gran masa conquistada... esclava... expoliada. La historia de la República Romana es la de la lucha entre patricios y plebeyos. Los plebeyos triunfaron al fin, y como no eran plutócratas, se dividieron en facciones. A las facciones les es imposible gobernar. El régimen personal surgió.

En México había tres clases sociales semejantes a las de Roma; patricios privilegiados; plebeyos privilegiados: abajo la gran masa conquistada... de hecho esclava o sierva... de hecho oprimida y expoliada.

La historia de nuestra independencia y de la República Mexicana es la de la lucha entre los patricios y plebeyos; como en Roma, los plebeyos triunfaron al fin; y como en Roma, obedeciendo a la ley sociológica de que es imposible que exista un solo partido político, el partido liberal en 1867, después de aniquilar al partido conservador, se dividió en facciones, con lo que probaba su decadencia y la necesidad indiscutible de su disolución. Es bien sabido que las facciones se nutren sólo de sedición. En México las facciones alimentaban sus fuerzas sediciosas con el pretorianismo y los cacicazgos y demagogias de los mal llamados Estados federales. El pueblo sólo veía en sus grandes a opresores; el pueblo no era fuerte para librarse de ellos. Nuestro pueblo es esencialmente latino: se conforma con no ser oprimido y se indigna cuando los oprimen; pero no aspira a mandar ni se enfurece cuando no gobierna.

Como en todas partes donde los grandes oprimen al pueblo, éste busca un libertador y aclama al héroe que lo libra de sus numerosos opresores. Cuando los grandes representan intereses de civilización, los grandes deben gobernar: cuando los grandes representen intereses antisociales, los grandes deben ser destruidos. Los grandes eran los caudillos, los caciques y los obispos. El poder de estos últimos fue aniquilado por la guerra de Reforma. Quedaron en pie los caudillos y los caciques.

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El General Díaz, como el Emperador Augusto, ha prodigado un gran respeto a la forma solemne de las instituciones, y ha ejercido el poder haciendo uso del mínimum de terror y del máximum de benevolencia.

Como el emperador romano, para acabar con los caudillos, ha empleado por excepción, loe medios terribles. Como el célebre Emperador ha suprimido los grandes mandos, ha fraccionado a los legionarios, ha segregado del servicio activo a los caudillos; no les confía la prefectura del Pretorio; los colma de honores, de riquezas, de concesiones, de afectos; les concede cuanto su ambición desea, menos soldados bajo sus órdenes ni Estados federales bajo su gobierno, Como el suntuoso emperador, ha moralizado el ejército; se ha esmerado en disciplinarlo; y lo manda con suma firmeza, como corresponde a un verdadero héroe, y se opone a todo trance a la formación de partidos políticos militares, cuyo programa en realidad es derrocar al Jefe del Estado. Augusto cuidaba de repartir trigo y tierras a los Veteranos fuera del servicio activo. El General Díaz ha cuidado siempre de repartir quincenas a la clase militar. (Profunda impresión.)

Ha destruido las dinastías de los caciques, disuelto sus guardias nacionales; los ha privado de sus exacciones; prohíbe que tiranicen a los pueblos; y derrama torrentes de civilización en sus territorios, para dejar a aquéllos sin prestigio, para conquistará la sociedad; ha emprendido, como Augusto, grandes obras materiales, que dan trabajo a grandes masas, y levanta suntuosos edificios para satisfacer el bienestar, el orgullo y la vanidad de los mexicanos. La fórmula de la paz de Augusto, conocida en el mando por la paz octaviana, ha sido fielmente cumplida por el General Díaz, en los precisos términos en que la redacta Maquiavelo: cuando los grandes no pueden gobernar y sólo quieren oprimir, hay que suprimir a los grandes.

Las obras de la naturaleza de las del General Díaz, duran lo que la vida de sus autores. La historia de Roma nos enseña que aun cuando la sucesión imperial fuese por herencia, por designación o por aclamación de pretorianos o de legionarios, la regla general era que a un buen gobernante sucedía un malvado. Después de Augusto, Tiberio; después de Tito, Domiciano; después de Marco Aurelio, Cómmodo; después de Pertinax, Septimio Severo; después de Alejandro Severo, Maximiano, y así sucesivamente. El régimen personal como sistema es muy malo; como excepción es muy bueno. El régimen personal como sistema, tiende a convertir al pueblo en una especie de hembra sucia y prostituida, por los grandes favores que recibe de los gobernantes virtuosos y los golpes y crueldades que le propinan los tiranos abominables.

El régimen personal, como sistema, hace que el pueblo pierda ante la moral su hermosa figura de obrero; que pierda ante la ciencia su carácter de masa humana; que pierda ante el extranjero su tipo de gladiador; que pierda ante la libertad todos sus derechos y ante la civilización toda su ciencia. Bajo el régimen personal, como sistema, el pueblo se acostumbra a parásito, a no hacer nada por sí mismo, a recibir todo por favor o por gracia, a sólo llorar cuando se siente desgraciado, a sólo degradarse cuando se siente feliz, a ser el esclavo del primero que lo estruja, y la cortesana impúdica del primero que lo acaricia.

En los países de facciones, sólo hay un modo de hacer la paz: como la ha hecho el General Díaz, destruyéndolas. La ley histórica del gobierno personal es surgir de la desorganización política de los pueblos. Esta desorganización no puede ser perenne; no puede ser indefinida; no puede ser eterna, porque la desorganización eterna es la muerte. Aun cuando la desorganización sea temporal, la vida no puede ser completamente sana, porque toda desorganización indica que algo ha muerto, o que algo se está muriendo. Si se quiere hacer indefinida la desorganización, la sociedad tiene que llegar a uno de tres resultados: desaparición de la nacionalidad por las armas extranjeras, porque todos los pueblos muy protegidos se vuelven muy cobardes; o bien se vuelve a la anarquía, porque cuando un Calígula ocupa el poder, el pueblo se insurrecciona; o bien, y es el tercer resultado, se produce una reacción saludable en el sentido de la organización política, con elementos de orden y disciplina. Esta reacción aparece ya en nuestra sociedad.

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El desenvolvimiento feliz de la personalidad del Sr. General Díaz en nuestra evolución, se debe a dos causas: primera, su indiscutible mérito: segunda, las circunstancias favorables que ha sabido aprovechar. Cuando el General Díaz triunfó en Tecoac, encontró a la sociedad mexicana hundida en una miseria negra y ortodoxa. Era dogma patriótico no progresar para que no se despertasen las ambiciones de nuestros poderosos vecinos. El General Díaz encontró sólo elementos de anarquía, elementos de abatimiento, elementos de terror, elementos de escepticismo, elementos de suicidio. La paz se hizo como lo he explicado. ¿Cuál ha sido el resultado?

Los resultados han sido grandiosos: los elementos de anarquía se han convertido en elementos de disciplina: los elementos de abatimiento se han trocado en elementos de orgullo; los elementos de terror, en elementos de confianza; los elementos de escepticismo, en elementos de fe; los elementos de suicidio, en elementos de ambición de la sociedad, de vivir, crecer y exaltarse. Es imposible que el progreso económico no engendre progreso intelectual, y éste a su vez el moral, y los tres juntos el político.

¿Existe en México un progreso político? Tan cierto como que existe un progreso material, y este progreso político se manifiesta por los hechos siguientes: el país reconoce que el jacobinismo ha sido y será siempre un fracaso. El país, despojándose de su vieja y tonta vanidad, ya no pretende copiar fotográficamente la noble vida democrática de los Estados Unidos. El país está profundamente penetrado del peligro de su desorganización política... El país quiere, ¿sabéis, señores, lo que verdaderamente quiere este país? Pues bien, quiere que el sucesor del General Díaz se llame... ¡La ley! (Aplanaos nutridos.)

¿Qué Ley? Cualquiera. Con tal que no sea la más hermosa, sino la positiva, la verdadera, la que nos convenga. El Corán, si se cree que nos conviene un sultán, las Leyes de Indias, si debemos retroceder al régimen colonial; el texto sagrado de los Vedas, si aparecemos a propósito para formar una monarquía de castas; la Biblia, si se nos declara judíos; las reformas argentinas a la constitución, si se nos considera propios para una burocracia... ¡Para algo hemos de servir después del progreso obtenido! ¿Para nada servimos aún? Pues entonces que se nos prepare un hombre de Estado, para que nos gobierne, bien o mal: pero civilmente. La sociedad es un organismo esencialmente civil, que exige imperiosamente un gobierno civil, y no puede ser tratada ni confundida con un cuartel ni con un convento. (Aplausos prolongados.) Si no debemos tener instituciones, que se nos haga la gracia que los americanos han otorgado a sus conquistados de Filipinas: gobernarlos dictatorialmente, pero sin militarismo.

Tenemos deberes que no podemos abandonar y que necesitamos bien comprender. Estamos actualmente atrayendo la colonización boera, y si los ingleses, después de haber vencido a los boeros, lo primero que les garantizan es el gobierno civil, ¿cómo es posible que nosotros sin haberlos vencido, les presentemos como sucesor del General Díaz el régimen militar? ¿Pensamos reproducir los errores, las torpezas y los crímenes de 1830 para la colonización de Texas? ¡Habría otra catástrofe!

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Los publicistas extranjeros y nacionales y aun las personas de buen sentido, están de acuerdo en que la salvación definitiva del país radica en la colonización. Si queremos tener colonización, estamos obligados a garantizar ante el mundo indefinidamente el gobierno civil. De lo contrario, ni los cafres querrían venir, y los capitales extranjeros invertidos en el país, por lo mismo que son muy considerables, en vez de tocar retirada, o sálvese el que pueda, apelarían a la protección de sus gobiernos, lo que nos produciría una serie interminable de guerras extranjeras que nos serían funestas y al fin y al cabo acabaríamos por ser reducidos a colonia imperial. Los pueblos no pueden defender se sólo con fusiles, necesitan de la justicia y del patriotismo.

Hablando en otra ocasión de la raza indígena, afirmé que, cuando a los hombres se les trata como a animales, no pueden tener patriotismo, porque es imposible confundir un establo con una patria. El patriotismo no se hace con decretos ni con leyes, ni con circulares, ni con reglamentos, el patriotismo se hace con altos jornales, con millares de escuelas, con ideas y sentimientos de Justicia, con aspiraciones vigorosas é irresistibles de libertad.

Roma conquistó ni mundo cuando sus soldados eran hombres libres. Cuando entregó las armas a sus esclavos, las águilas imperiales, henchida? de victorias, plagaron sus alas, descendieron de sus alturas, graznaron como cuervos y Roma fue conquistada y pisoteada por todo el mundo.

El objeto noble de la reelección está ya encontrado, y consiste en que el General Díaz, después de haber dado a su patria gloria, paz y riqueza, debe darle instituciones, y si no fuere posible, debe garantizarle, él que nos gobierna con acierto civilmente, la continuación del gobierno civil: es decir, de ese girón de realidad que nos queda desprendido de los ensueños volcánicos del plan de Ayutla.

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La paz está en las calles, en los casinos, en los teatros, en los templos, en los caminos públicos, en los cuarteles, en las escuelas, en la diplomacia; pero no existe ya en las conciencias. (Sensación en el público.) No existe la tranquilidad inefable de hace algunos años.

¡La nación tiene miedo! La agobia un calosfrío de duda, un vacío de vértigo, una intensa crispación de desconfianza, y se agarra a la reelección como a una argolla que oscila en las tinieblas!

¡Qué es lo que ve el país que se le ofrece para después del General Díaz? ¡Hombres y nada más que hombres! Para después del General Díaz, el país ya no quiere hombres.

La nación quiere partidos políticos; quiere instituciones; quiere leyes efectivas; quiere la lucha de ideas, de intereses y de pasiones. El Estado antiguo era la expresión política del orden militar y religioso; el Estado moderno es y será la expresión política del orden económico. Cuando en la sociedad no hay tradicionalismo ni orden económico, o no hay Estado, porque lo impide la anarquía, o el Estado es la expresión política de una voluntad personal.

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A cada naturaleza del Estado corresponde una naturaleza distinta de la paz. En el Estado tradicionalista, la paz son las costumbres. En el Estado personalista, la paz es mecánica: el aplastamiento. Al Estado moderno corresponde la paz orgánica.

Y bien, señores, la paz orgánica, no es más que la lucha orgánica. En el mundo orgánico no existe la paz. Sin la lucha orgánica es imposible el progreso indefinido. Sin lucha orgánica es imposible la vida sana é indefinida de las naciones. Sin lucha orgánica es imposible hasta la muerte. Los poetas creen en la paz de los sepulcros; nosotros los científicos, no: porque en cada sepulcro hay una lucha tremenda é incesante de microbios; en cada sepulcro se desarrolla una vida activa, feroz, febricitante, odiosa, desesperada, sostenida durante años por billones de seres microscópicos. La paz mecánica es forzosamente transitoria, porque significa la suspensión de supremas leyes orgánicas. La paz natural, que es la lucha orgánica, tiene indeclinablemente por alma, la guerra política, y esto tiene que durar hasta que el género humano grite con todas sus fuerzas que ha dejado de sufrir y que le ahoga la felicidad... (Estrepitosos y prolongados aplausos.)

¿Qué es lo que ofrecen esos hombres que se postulan a sí mismos dentro del régimen personal, como sucesores del General Díaz?... Ofrecen enfáticamente continuar la obra del General Díaz La obra de crédito y la obra de progreso del General Díaz, tiene continuación. La obra política del General Díaz, no la tiene. Porque, por lo mismo que no hay en México, actualmente, partidos políticos, ni facciones, la obra actual tiene por base la desorganización política del país. La función política es natural, es propia, es fisiológica, en un organismo social sano.

Es como la función circulatoria de respiración, de nutrición, de reproducción, de pensamiento en el cuerpo humano, y, una de dos: o se pretende, para después del General Díaz, mantener siempre enferma a la sociedad, para tener el pretexto de propinarle sin tregua el gobierno personal, o se intenta prohibir a un organismo social Baño que llene la primera de sus funciones externas. He dicho que el régimen personal como sistema, es detestable y magnífico como excepción. El período magnífico de excepción lo está substanciando gloriosamente el General Díaz, y no queda para sus sucesores, pretendientes del régimen personal, más que el período de execración. Es precisamente lo que a la sociedad la llena de dolor, de repugnancia, de ira, que se la quiera hacer entrar sonriente y estúpida en el período de maldición.

La nación debe tener fe profunda en el General Díaz, y también en sí misma, o renunciar a ser nación. (Aplausos.) No es posible sentirse menor de edad y aspirar a la soberanía. La nación, para tranquilizarse, debe recordar su historia: nacida en la servidumbre, sin ilustración, sin ideas, sin fortuna, sin virtudes públicas, sin carácter, ha hecho la peregrinación desde el régimen colonial identificado con la Edad Media, hasta el régimen actual, deficiente, pero civilizado. El pueblo mexicano ha recorrido diez siglos en ochenta años por un camino quebrado, tortuoso, intransitable. Esta penosa travesía, no ha podido hacerla sin recibir grandes golpee, sin desgarrarse en todas partes, sin herirse constantemente, sin resbalar a cada paso, sin rodar en cada abismo, sin asfixiarse al trepar a cada inmensidad; no ha podido hacerlo sin recibir tempestades, sin doblarse por los huracanes y sin gemir por la ruda intemperie, desde los hielos del pasado hasta los soles del porvenir. (Aplausos.)

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Sea como fuere, este pueblo magullado, maltratado, desgreñado, quebrantado, chorreando vicios, chorreando miserias, chorreando sangre, chorreando a veces gloria y siempre ambiciones, ha alcanzado al fin la retaguardia de los grandes pueblos. Su genio benéfico, tutelar, salvador, ha sido siempre el partido liberal. En 1810 los liberales se llamaban insurgentes; en 1823, republicanos; en 1832, salvaban a la patria llamándose federalistas; en 1845 y 1848, moderados: en 1856, puros, rojos, excomulgados; en 1864, como lo dijo el General Díaz, ha poco, se llamaban los facciosos, los bandidos, los patriotas. En todas esas fechas, el partido liberal ha salvado al pueblo cuando el destino de éste se hallaba únicamente asido a la última astilla de la última labia de una nave naufragada. Un minuto más... y la ola amarga, codiciosa, fúnebre, dantesca, hubiera cerrado para siempre nuestra tumba. (Grandes aplausos.)

Actualmente el destino del pueblo está asido a la vida del General Díaz, quien no ha destruido partidos, ni nuestras virtudes, ni nuestras riquezas, ni nuestras glorias; lo que ha destruido son nuestros odios, las armas con que nos despedazábamos, nuestras miserias, nuestras vanidades, nuestra pereza; pero si ese gobernante no cumple con su grande y último deber, la nación antes que arrodillarse a dirigir plegarias a los dioses, debe buscar hasta en sus entrañas si aún quedan liberales, y si los encuentra está salvada! (Grandes aplausos).

Diré más: debe buscar también, si hay conservadores modernos. Tengo la certidumbre de que está por concluirse la formación de un mexicano nuevo, que liberal o conservador, detesta profundamente el militarismo, tiene pasión por la independencia, ansia de progreso, ambición de instituciones. Un mexicano nuevo, inundado en amor por la patria, en respeto por la historia, en anhelos por leyes inviolables, y sobre todo, en la irresistible impresión de los tiempos modernos, que empujan a la humanidad hacia el derecho, hacia el deber, hacia la justicia.

Para concluir, la reelección debe servir para que el General Díaz complete su obra; cumpla con un sagrado deber organizando nuestras instituciones, con el objeto de que la sociedad, en lo sucesivo, y para siempre, dependa de sus leyes y no de sus hombres. No se entienda, por lo que he dicho, (y he dicho mucha) que trato de imponerle un programa a la reelección. Sé muy bien y ya lo dije, que el partido liberal dejó de existir desde 1867, ahora es cuando tratamos de reorganizarlo, tarea que será muy difícil, porque conforme a la ley sociológica que he mencionado, es imposible la existencia de un solo partido político en una nación. La historia enseña que o no hay partidos políticos, o hay por lo menos dos, y si se quiere reorganizar al partido liberal, es preciso que se reorganice el partido conservador. Si deseáis ver al partido liberal levantarse sano, robusto y fuerte, es indispensable citar, en nombre de la libertad, al terreno de la lucha orgánica, al partido conservador, para que venga a combatir con nosotros. Nuestra contienda será saludable y provechosa, para el pueblo mexicano.

Nuestro verdadero carácter electoral, es el de un gran Comité plebiscitario; el plebiscito es el único modo de sufragio en un pueblo políticamente desorganizado. En el plebiscito los sufragantes votan con conciencia; pero sin autoridad; en consecuencia, los programas son imposibles.

En tal concepto, tomad todo lo que he dicho como simples deseos, que podéis desde luego condenar. Me limito, sólo, a proponeros, que votemos con cariño la nueva reelección del señor General Díaz.

Os agradezco infinitamente me hayáis escuchado con tanta atención como benevolencia. (Grandes y prolongados aplausos.)

 

Proposición aprobada por la Convención el 22 de Junio de 1903, para hacer esta edición.

En atención a que el soberano discurso pronunciado ayer por el delegado Sr. Ing. Francisco Bulnes, condensa un momento interesantísimo en la marcha del pensamiento social, y en atención también a que ese discurso es una inyección de vida que levanta los ánimos, aun los más abatidos por el pesimismo, tenemos el honor de proponer a la Convención que, a sus expensas y a la mayor brevedad, se haga una cuidadosa edición del discurso mencionado y se circule profusamente por todo el país, para que su conocimiento secunde eficazmente los propósitos de la Convención en cuanto a llevar a las urnas del sufragio el mayor número posible de electores adictos a la candidatura que hemos adoptado y protestamos sostener con todo nuestro esfuerzo.

 

 

 

 

 

 

 

 

Unión Liberal. Segunda Convención Nacional Liberal. Discurso pronunciado por el señor ingeniero D. Francisco Bulnes, delegado del estado de Morelos, en la sesión del 21 de junio de 1903 presentando y fundando la candidatura del Sr. Gral. D. Porfirio Díaz. Edición hecha por acuerdo expreso de la Segunda Convención Nacional Liberal. México. Tipografía Económica. 1903